El doctor James Charters se percató del tic de su ceja izquierda y del enojoso malentendido al ver ante su cuadro favorito, el de los magníficos perros de caza, a las dos desconocidas. Se encontraban aún a casi un metro de él y ya estaban tendiéndole la mano. Era prueba suficiente de que procedían del continente. La mirada estudiadamente discreta a la tarjetita amarilla junto al tintero reforzó su sospecha. Bajo el extraño apellido, Charters halló la observación de que el Stag’s Head había pedido hora en su consulta para la paciente.
Desde que estallara la guerra ya no podía uno fiarse de las recepciones de los hoteles. Era evidente que tenían dificultades para identificar a aquellos huéspedes que habían cambiado todo el sistema de vida de la colonia. Hubo un tiempo en que en el único hotel de Nakuru se alojaban casi exclusivamente los granjeros de las inmediaciones que se permitían unos días libres y la ilusión de la vida en la gran ciudad cuando iban a llevar a sus hijos al colegio, tenían que ir al médico o debían hacer algo en la alcaldía del distrito. Por aquella época, que Charters ya llamaba los viejos tiempos, aunque en realidad desde entonces no habían pasado ni tres años, en el Stag también se hospedaban ocasionalmente cazadores, en su mayor parte americanos. Se trataba de tipos rudos y simpáticos que en modo alguno precisaban de un ginecólogo y con los cuales el médico, libre de asuntos profesionales, podía mantener una buena conversación.
Charters, que nunca hacía esperar a las nuevas pacientes más de lo necesario, profirió un suspiro apenas sofocado y se tomó su tiempo para sumirse en nuevas y desagradables reflexiones. Ya no le gustaba vivir en Nakuru. De no ser por la guerra, tras la muerte de su tía y la consiguiente herencia, inesperadamente elevada, se habría permitido abrir una consulta en Londres. La calle Harley era su más temprano sueño, mas abandonó su objetivo, imprudentemente, al casarse en segundas nupcias con la hija de un granjero de Naivasha. Su joven esposa siempre había sido capaz de hacerle cambiar de opinión y ahora sentía tal pánico de la guerra relámpago que no había forma de convencerla de que se mudaran a Londres. Él se consolaba con un desmedido orgullo del que se había privado durante años y ya no admitía a ninguna paciente que no se correspondiera con su nivel social.
Mientras rascaba meticulosamente una mosca muerta de la ventana, Charters contemplaba en el cristal a ambas mujeres, que, sin que nadie las invitara a hacerlo, se habían sentado en las sillas recién tapizadas que había ante su escritorio. Sin duda la más joven era la paciente, y asimismo una molestia atribuible exclusivamente al descuido de la señorita Colins, que sólo llevaba cuatro semanas trabajando para Charters y aún carecía de la intuición necesaria para saber las cosas a las que él concedía importancia.
Con un soplo de interés que, en vista de las discusiones que seguramente se avecinaban, estimó del todo inoportuno, Charters pensó que la mayor habría podido pasar perfectamente por una dama de provincias inglesa siempre que no abriera la boca. Era esbelta, atildada, parecía segura de sí misma y tenía ese hermoso cabello rubio que él tanto apreciaba en las mujeres. En cierto modo aparentaba ser noruega, la grácil señora, y en todo caso estar acostumbrada a no reparar en gastos en las visitas al médico.
La paciente se encontraba al menos en el sexto mes y, según pudo observar Charters, no en el estado de salud que él tanto valoraba en las embarazadas para evitar lamentables complicaciones. Llevaba un vestido de flores que le pareció típico de la moda de los años treinta del continente. Los ridículos cuellos de encaje blanco le recordaron de un modo grotesco a las pequeñas burguesas de la época victoriana, así como la circunstancia de que hasta la fecha nunca había tenido que tratar precisamente a esa clase social. El vestido le acentuaba el pecho y le abombaba el vientre de un modo que Charters sólo juzgaba posible poco antes del parto. Seguramente la mujer había comido por dos ya desde el primer mes de embarazo. A los extranjeros no había forma de quitarles sus desatinadas costumbres. La mujer estaba pálida y parecía fatigada, tímida como una criada que espera un hijo ilegítimo, como si el embarazo fuera un castigo del destino. Seguro que era una quejica. Charters carraspeó. No tenía mucha experiencia, aunque sí indeleble, con las gentes del continente. Eran excesivamente sensibles y no lo bastante cooperadoras cuando se trataba de soportar el dolor.
Durante los primeros meses de la guerra, Charters asistió un parto de mellizos de la mujer de un judío dueño de una fábrica en Manchester. Debido a la repentina escasez de pasajes de barco, el matrimonio no había podido regresar a tiempo a Inglaterra. A decir verdad, se había conducido con absoluta corrección y había pagado sin rechistar los prohibitivos honorarios que, en su círculo de colegas, Charters denominaba indemnización por daño personal al médico. Pese a todo, conservaba malos recuerdos del caso. Le enseñó que, por lo general, la raza judía no era lo bastante disciplinada para apretar los dientes en momentos decisivos.
Fue entonces cuando el doctor James Charters se propuso no volver a tratar nunca a pacientes que no se correspondieran con su forma de pensar, y tampoco ahora tenía la intención de hacer una excepción que únicamente habría supuesto una carga para ambas partes. Y desde luego no en el caso de una mujer que a todas luces ni siquiera podía permitirse un vestido premamá como es debido.
Como a Charters no se le ocurría nada más que hacer con una ventana aparte de abrirla unas cuantas veces y cerrarla de nuevo, se volvió hacia sus visitantes. Se dio cuenta, irritado, de que la rubia ya había empezado a hablar. Justo lo que se temía. Su acento era francamente desagradable y en modo alguno estaba teñido del encantador dejo noruego de las hermosas películas que se veían últimamente.
La rubia acababa de decir:
—Soy la señora Hahn y ésta de aquí es la señora Redlich. No se encuentra bien. Ya desde el cuarto mes.
Charters carraspeó por segunda vez. No era una tosecilla casual, sino un sonido de una agudeza perfectamente calculada que no incitaba a ulteriores confidencias antes de que se aclarara la situación.
—Le ruego que no se preocupe por los honorarios.
—No me preocupo.
—Claro que no —convino Lilly, esforzándose por tragarse su turbación sin que sus gestos la delataran—, pero todo está arreglado. La señora Williamson nos aconsejó que se lo advirtiéramos.
Charters se puso a pensar febrilmente si había oído alguna vez ese nombre y cuándo. Iba a señalar que con toda seguridad la señora Williamson no era una de sus pacientes cuando recordó que un dentista llamado así se había establecido en Nakuru hacía dos años, lardó un rato más en acordarse de dónde había oído ese apellido fuera de su ámbito. El desgraciado señor Williamson había tratado de entrar en el club de polo, el cual, sin embargo, no admitía a judíos. Fue un asunto de lo más embarazoso. Al menos tan desagradable como la discusión de las cuestiones financieras antes de que el médico hubiera tenido ocasión de efectuar el primer reconocimiento.
Charters se sintió desairado. No obstante, hizo un esfuerzo por serenarse, pensando que quizá las gentes del continente tendían a semejante crudeza sin malicia alguna. Y desgraciadamente también a una exagerada efusividad, tal y como comprobó, consternado, cuando cayó en la cuenta de que no había detenido a tiempo la verborrea de la provocativa mujer rubia. Estaba a punto de oír una historia en extremo desconcertante sobre unos desconocidos de Alemania que a todas luces guardaban una estrecha relación con la embarazada.
—¿Cómo es que se aloja en el Stag’s Head? —interrumpió el médico el relato de Lilly. Le disgustó la brusquedad de su propio tono, en absoluto acorde con sus corteses modales, por todos apreciados.
—El embarazo ha sido complicado desde el principio. Pensamos que mi amiga no debe tener el niño sola en la granja.
En opinión de Charters, era más inteligente no hacer más preguntas si no quería verse en la obligación de aceptar el caso precisamente por haberse involucrado demasiado pronto desde el punto de vista médico. Combatió su desazón con un esbozo de sonrisa cuidadosamente dosificado.
—¿Ella no habla inglés? —preguntó, señalando a Jettel con un movimiento de la cabeza tan ausente que ni siquiera fue preciso mirarla.
—No mucho; a decir verdad, casi nada. Por eso he venido yo con ella. Vivo en Gilgil.
—Es muy amable por su parte. Pero no creo que vaya a quedarse aquí hasta el parto y estar a mi lado en el hospital para ir traduciendo.
—No —balbuceó Lilly—. Es decir, eso es algo en lo que aún no hemos pensado. La señora Williamson nos recomendó que acudiéramos a usted porque podía ayudarnos.
—La señora Williamson —replicó Charters tras una pausa que le pareció adecuada, ni demasiado larga ni desde luego demasiado corta— no lleva mucho viviendo aquí. De lo contrario le habría hablado sin duda de la doctora Arnold. Ella es la persona que le conviene. Una médica extraordinaria.
Charters estaba tan complacido y asombrado de haber hallado una solución tan elegante que le costó esfuerzo disimular su satisfacción. Ciertamente la buena de Janet Arnold era su salvación. A veces incluso olvidaba que ahora vivía en Nakuru. Durante años se había desplazado con su destartalado Ford, que ya de por sí era un chiste, a remotas regiones para atender a los nativos de las granjas y las reservas.
La vieja solterona era una mezcla de Florence Nightingale y cabezota irlandesa y le importaban un comino el buen gusto, las convenciones y la tradición. En Nakuru, aquella eterna rebelde atendía a multitud de indios y goaneses y, claro está, a muchos negros, de los que apenas recibía un céntimo, y ciertamente también a los pobretones del continente, para quienes un simple brazo roto era una catástrofe económica. Sea como fuere, Janet Arnold trataba exclusivamente a pacientes a los que no les importaba que ya no fuera una jovencita y que además tuviera la puñetera costumbre, nada británica, de expresar su opinión sin que nadie se la pidiera.
Charters apartó el calendario que solía hojear cuando tenía que ser lamentablemente franco y dijo:
—Yo no soy su hombre, pues dentro de muy poco tengo la intención de tomarme un prolongado respiro. Les gustará la señora Arnold. —Sonrió—. Habla varios idiomas. Quizá también el de su pueblo. —Le molestó un tanto no haber formulado al menos la última frase con el tacto que lo caracterizaba, de modo que añadió, con una benevolencia que consideró muy lograda—: Gustosamente les daré una recomendación para la doctora Arnold.
—Gracias —espetó Lilly. Aguardó a que su rabia diera los últimos coletazos y luego dijo en el mismo tono sereno del médico, mas en alemán—: Cerdo arrogante, maldita mierda de médico. No es la primera vez que nos pasa que alguien no trate a judíos.
Charters hizo un leve movimiento de cejas, desconcertado, al preguntar: «¿Cómo dice?», pero Lilly ya se había puesto en pie y había ayudado a levantarse a Jettel, que respiraba con dificultad y al mismo tiempo trataba de enderezar los hombros. Lilly y Jettel abandonaron la estancia en silencio. Una vez en el oscuro pasillo soltaron una risita nerviosa y dejaron que aquel irreprimible comportamiento infantil arrastrara consigo su impotencia y su desazón. Sólo cuando enmudecieron, las dos a un tiempo, se dieron cuenta de que estaban llorando.
Lilly tenía previsto quedarse con Jettel en Nakuru al menos las dos primeras semanas de su estancia, pero al día siguiente recibió una carta de su esposo y tuvo que volver a Gilgil.
—Volveré en cuanto Oha no me necesite —la consoló—. Y la próxima vez traeremos a Walter. Ahora es importante que no estés sola más de lo necesario devanándote los sesos.
—No te preocupes, estoy bien —la tranquilizó Jettel—. Lo más importante es que no vuelva a ver a Charters.
El primer día sin los cuidados de Lilly y su contagioso optimismo, su mundo se pobló de los negros agujeros de la soledad. «Tengo que volver ya mismo», le escribió a Walter, pero no tenía sellos y, con su pobre inglés, no se atrevió a pedirlos en la recepción del hotel. Sin embargo, al término de la semana esa carta que no había enviado le pareció un guiño del destino.
La actitud de Jettel consigo misma había cambiado. Se percató de que Charters y su humillante trato no la habían herido tanto y de que, paradójicamente, incluso le habían dado valor para hacerse una confesión largo tiempo reprimida.
Ni ella ni Walter querían tener un segundo hijo, pero ninguno de los dos se había atrevido a decirlo. Ahora que Jettel estaba a solas con sus pensamientos, ya no era preciso fingir alegría. Tenía claro que no era lo bastante fuerte para vivir sola en la granja con un bebé y con el miedo incesante de carecer de atención médica en un momento crítico, pero ya no se avergonzaba de su debilidad. También le parecía más soportable la vergüenza de que los Hahn y la pequeña Comunidad Judía de Nakuru tuvieran que pagarle la habitación en el Stag’s Head.
Jettel aprendió a percibir la pequeña estancia, con su escaso mobiliario —un llamativo contraste con el lujo de los salones—, como un espacio que la protegía de un mundo del que ella estaba excluida. No podía conversar con ninguno de los clientes, leer ningún libro de la biblioteca y, tras una única tentativa, dejó de interesarse por los programas radiofónicos que se oían en el salón después de la cena para los huéspedes con vestido de noche y esmoquin. Sólo le servían dos de sus vestidos, su piel se había vuelto seca y gris, le costaba lavarse el cabello en la pequeña jofaina y tenía constantemente la sensación de que debía ahorrarles su presencia a los demás clientes. De modo que sólo abandonaba su habitación a la hora de las comidas y para dar el paseo diario por el jardín que la doctora le prescribía en cada visita con voz implorante y grandes aspavientos.
«Babys need walks», solía decir entre risas la doctora Arnold siempre que palpaba el vientre de Jettel.
Llevaba toda una vida confiando en la naturaleza y la capacidad del cuerpo para bastarse por sí mismo, y en ningún momento dejó que se le notara que Jettel le preocupaba. La doctora acudía todos los miércoles al Stag’s Head, llevaba consigo cuatro sellos y dejaba en la desvencijada mesa un diccionario inglés-italiano y la última edición del Sunday Post, aunque desde la primera consulta había comprendido que ambas cosas eran inútiles.
Janet Arnold era una mujer efusiva, que olía débilmente a whisky e intensamente a caballos e irradiaba aún más confianza que buen humor. Saludaba a Jettel con un abrazo, reía a carcajadas mientras la reconocía y le acariciaba el vientre al marcharse.
Jettel se sentía impulsada a confiarle sus cuitas a aquella pequeña y rechoncha mujer con raídas ropas de hombre y a hablar con ella sobre el desarrollo de un embarazo que presentía no era normal. Mas la barrera lingüística resultaba infranqueable.
Lo que mejor resultado les daba era el suajili, pero ambas mujeres sabían que su vocabulario únicamente era adecuado para futuras madres que podían traer al mundo a sus hijos sin asistencia médica. De modo que, tan pronto creía haber dicho todo lo esencial, la doctora Arnold se limitaba a pronunciar palabras en todas las lenguas extranjeras que había pillado al vuelo en su aventurera vida. Lo intentaba una y otra vez con el afrikaans y el hindi. También buscaba ayuda en vano entre los sonidos gaélicos de su infancia.
Siendo una joven doctora, al principio de la Primera Guerra Mundial, Janet Arnold se había ocupado de un soldado alemán en Tanganica. Del muchacho en sí ya no se acordaba, pero mientras agonizaba él decía a menudo «maldito kaiser». Ella recordaba ambas palabras lo bastante bien como para ensayarlas con pacientes que suponía alemanes. En numerosos casos había surgido así una risueña complicidad que la doctora Arnold estimaba un éxito terapéutico. Le daba pena que precisamente Jettel, a la que le habría gustado ver alegre al menos una vez, no reaccionara en modo alguno a su lengua materna.
Para Jettel, la experiencia de no poder compartir con nadie su tristeza y su desesperación era nueva, y sin embargo ya no echaba de menos la conversación que tanto anhelara un día en la granja. Con frecuencia se maravillaba de que tampoco extrañara mucho a Walter, de que incluso se alegrara de saberlo en Ol’ Joro Orok, tan lejos de ella. Sentía que el desvalimiento de su marido no habría hecho más que aumentar el suyo. La alegraban más sus cartas. Rezumaban una ternura que, en los años sin preocupaciones, había tomado por amor. Pese a todo, se preguntaba si su matrimonio podría volver a ser algo más que un destino común.
Jettel no creía que su embarazo fuera a llegar a buen término. Seguía atenazándola la conmoción del primer mes, cuando la carta de Breslau le arrebató toda esperanza para su madre y su hermana. Ni siquiera se molestó en luchar contra el presentimiento de que la carta era una advertencia de la desgracia que se cernía sobre ella misma. La sola idea de engendrar una nueva vida le parecía una burla, un pecado.
A Jettel no la abandonaba la sospecha de que el destino había determinado que ella siguiera a su madre en la muerte. Luego, atormentada, se imaginaba a Walter y Regina en la granja, ambos matándose a trabajar para sacar adelante al bebé sin madre. A veces también veía a Owuor, sonriente, meciendo al niño sobre sus grandes rodillas, y por la noche se despertaba asustada y caía en la cuenta de que había llamado a Owuor y no a Walter.
Cuando el miedo y la fantasía amenazaban con aplastarla, Jettel sólo ansiaba ver a Regina, a la que sabía tan cerca y sin embargo tan inalcanzable. El colegio de Nakuru estaba a sólo cuatro millas del Stag’s Head, pero el reglamento escolar no permitía que Regina fuera a ver a su madre. Tampoco habría permitido que Jettel visitara a su hija. Por la noche veía el resplandor de las luces del colegio sobre la colina y se aferraba a la idea de que Regina le hacía señas desde una de las numerosas ventanas. Cada vez necesitaba más tiempo para volver a la realidad tras semejantes espejismos.
También Regina se torturaba; ella, que nunca se había quejado de la larga separación de sus padres. Al hotel llegaban casi a diario breves cartas escritas en un torpe alemán. Las faltas y las expresiones inglesas, incomprensibles para Jettel, la conmovían aún más que sus peticiones de sellos, trazadas en letra de imprenta. «Tienes que take core de ti», comenzaban todas las cartas, «that no ponerte emferma». Regina escribía casi siempre: «Quiero bisitarte, pero no lo permito. Aquí somos soldiers.». La frase «me hálegro por lo del niño» siempre la subrayaba con tinta roja, y con frecuencia decía: «Hago como Alexander the Great. No tienes que have miedos».
Jettel aguardaba las cartas con tanta impaciencia porque realmente le infundían valor. En la granja la abrumaba el hecho de que le resultara difícil establecer contacto con Regina, y ahora el cariño y la solicitud de su hija eran su único apoyo en la necesidad. Era como si viviera de nuevo la estrecha relación con su madre. Cada una de las cartas le decía que, a sus casi diez años, Regina ya no era una niña.
Nunca hacía preguntas y sin embargo comprendía todo lo que preocupaba a sus padres. ¿Acaso no había sabido Regina antes que Walter que su madre estaba embarazada? Estaba familiarizada con la vida y la muerte y acudía a las chozas cuando una mujer estaba con dolores, pero Jettel nunca había tenido el valor de hablar con su hija de las cosas que pasaban allí. Lo cierto es que pocas veces había podido hablar con ella abiertamente, pero ahora sentía el apremio de confiarle a Regina sus preocupaciones.
A Jettel le resultaba más fácil escribirle a su hija que a su marido. Se convirtió en una necesidad describir con precisión su estado físico, y pronto hablar de su miseria espiritual pasó a ser una liberación. Cuando llenaba las cuartillas del hotel con su letra grande y clara y las hojas se amontonaban ante ella, podía ser de nuevo la pequeña y satisfecha Jettel de Breslau que, a la menor preocupación, no tenía más que precipitarse escaleras arriba para hallar consuelo junto a su madre.
A finales de julio empezaron las grandes lluvias en Gilgil, ahogando el último rayo de esperanza de Jettel de que los Hahn aparecieran con Walter en el hotel. En Nakuru los días eran abrasadores y las noches también. El césped del jardín del hotel se iba consumiendo en la asolada tierra roja y los pájaros enmudecían ya desde por la mañana. El aire del lago salado poseía una acritud tan punzante que si uno respiraba profundamente le entraban ganas de vomitar al instante. A mediodía moría toda la vida.
Los domingos, cuando ni siquiera cabía la esperanza de recibir correo de Regina, Jettel luchaba contra la tentación de no levantarse, no comer nada y ahogar el tiempo en el sueño. Apenas el sol asomaba en el cielo, el húmedo calor se hacía tan sofocante que así y todo se vestía y se sentaba en el borde de la cama. Entonces se concentraba únicamente en evitar cualquier movimiento innecesario. Pasaba horas contemplando la lisa superficie del lago, que apenas tenía agua, y no ansiaba más que ser un flamenco que sólo tuviera que empollar sus huevos.
En el estado de sopor entre tediosa vigilia e intranquilo letargo, Jettel era especialmente susceptible a los ruidos. Oía a los chicos encender el horno en la cocina, a los camareros manipular los cubiertos en el comedor, al perrillo gimotear en la habitación contigua y a los coches antes de que se detuvieran delante del hotel. Aunque rara vez veía a los huéspedes que se alojaban en su misma planta, era capaz de distinguir sus pasos, sus voces y sus toses. Chai, el kikuyu descalzo que servía el té a las once de la mañana y a las cinco de la tarde, ni siquiera tenía que tocar el picaporte de la habitación de Jettel para que supiera que era él. A la única a la que no oyó fue a Regina.
El último domingo de julio Regina llamó tres veces a la puerta, luego la abrió lentamente y Jettel se quedó mirándola como si nunca antes la hubiera visto. En aquel instante espectral, privada de sentidos y memoria, de alegría y reacción, aturdida por la incapacidad de comprender, Jettel solamente alcanzó a pensar en qué lengua debía hablar. Al final reconoció el vestido blanco y recordó que el colegio de Nakuru exigía que las niñas llevaran vestidos blancos para la visita semanal a la iglesia.
El sastre indio que iba a Ol’ Joro Orok cada cierto tiempo y colocaba su máquina de coser bajo un árbol, ante la duka de Patel, se lo había hecho de un viejo mantel. Fue imposible disuadirlo de que añadiera los volantes blancos en el cuello y las mangas, por lo cual se había llevado tres chelines más. De repente Jettel recordó cada palabra de la conversación y cómo Walter, al ver el vestido, había dicho: «Me gustaba más cuando era un mantel en el hotel Redlich».
A Jettel, la voz de Walter le pareció demasiado alta y muy bronca, y se disponía a replicar enojada, mas las palabras se le pegaron a la boca como la vieja bata azul al cuerpo. El esfuerzo fue tan grande que la opresión de su garganta cedió y rompió a llorar.
—Mummy! —exclamó Regina con voz aguda, extraña—. Mamá —susurró luego en el tono familiar.
Respiraba como un perro anheloso que sólo ve a su presa y no nota que ya la ha perdido. Su rostro lucía el rojo amenazador de los bosques que arden en la noche. El sudor se abría paso por la frente a través de una fina capa de polvo rojizo. Oscuras eran las gotas de humedad que caían del cabello al vestido blanco.
—Regina, debes de haber venido corriendo como un demonio. Pero ¿de dónde sales? ¿Quién te ha traído hasta aquí? Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado?
—Yo misma me he traído hasta aquí —repuso Regina, saboreando el placer de que su voz volviera a ser lo bastante firme como para contener su orgullo—. Me he escapado de camino a la church. Y eso es lo que voy a hacer todos los domingos.
Por primera vez desde que se hospedaba en el Stag’s Head, Jettel sintió que cabeza y cuerpo podían verse aliviados a un tiempo, pero seguía costándole hablar. El sudor de Regina olía dulce y aumentó el deseo de Jettel de no sentir más que el humeante cuerpo de su hija y escuchar los latidos de su corazón. Abrió la boca para darle un beso, mas le temblaban los labios.
—Perdí mi corazón en Heidelberg —empezó Regina, y se detuvo cohibida. No era capaz de entonar ni la más simple de las canciones y lo sabía—. La canción de Owuor —dijo—, pero no sé cantar tan bien como él. No soy tan lista como Owuor. ¿Te acuerdas de cómo llegó hasta nosotros por la noche? Con Rummler. Y papá lloró.
—Eres lista y buena —replicó Jettel.
Regina sólo se tomó el tiempo que necesitaron sus oídos para retener por siempre la caricia de aquellas palabras. Luego se sentó en la cama junto a su madre y ambas guardaron silencio. Se abrazaron y esperaron, pacientes, a que la dicha del reencuentro se tornara alegría.
Jettel seguía sin hallar el valor para pronunciar las palabras que llevaba dentro, pero sí podía escuchar. Supo de la perseverancia y las ansias con que Regina había planeado la fuga y de cómo se había separado del grupo de las demás chicas y había ido corriendo al hotel. Era una historia larga y desconcertantemente minuciosa que Regina, con el arte de la repetición aprendido de Owuor, recitaba una y otra vez con las mismas palabras y que Jettel, pese a sus esfuerzos, no podía seguir. Se dio cuenta de que su silencio empezaba a decepcionar a su hija y se quedó tanto más asustada cuando se oyó preguntar:
—¿Por qué te alegras tanto por lo del niño?
—Lo necesito.
—¿Por qué necesitas tú un niño?
—Así no estaré sola cuando tú y papá estéis muertos.
—Pero Regina, ¿de dónde has sacado esa idea? Tampoco somos tan viejos. ¿Por qué íbamos a morirnos? ¿Quién te ha metido en la cabeza esa tontería?
—Pero tu madre también se muere —contestó Regina, quebrando a mordiscos la sal de su boca—. Y papá me ha dicho que su padre también se muere. Y la tía Liesel. Pero me dijo que no te lo dijera, I’m sorry.
—Tus abuelos y tus tías —Jettel tragó saliva— no han logrado salir de Alemania. Eso ya te lo hemos explicado. Pero a nosotros no puede pasarnos nada. Nosotros estamos aquí. Los tres.
—Cuatro —corrigió Regina, cerrando satisfecha los ojos—. Pronto seremos cuatro.
—Regina, no tienes idea de lo difícil que es tener un niño. Cuando tú llegaste todo era distinto. Nunca olvidaré cómo se puso a bailar tu padre por la casa. Ahora todo es terrible.
—Lo sé —asintió Regina—. Yo estuve junto a Warimu. Warimu casi se muere. El niño salió de su vientre por los pies. Tuve que ayudar a tirar de él.
Con ademanes presurosos, Jettel logró contener las náuseas en el estómago.
—¿Y no tuviste miedo? —le preguntó.
—Pues no —recordó Regina, y se paró a pensar si su madre le estaba gastando una broma—. Warimu gritó mucho y eso la ayudó. Ella tampoco tuvo miedo. Nobody tuvo miedo.
La necesidad de devolverle a Regina al menos una pequeña parte de esa seguridad de que durante tanto tiempo la había privado acabó siendo para Jettel una tortura más difícil de soportar que la certeza de su fracaso. Regina le parecía tan indefensa como ella misma.
—Yo no tendré miedo —afirmó.
—Promételo.
—Prometido.
—Tienes que decirlo otra vez. Tienes que decirlo todo otra vez —instó Regina.
—Te prometo que no tendré miedo cuando llegue el niño. No sabía que el niño fuera tan importante para ti. No creo que otros niños se alegren tanto como tú de tener hermanos. Sabes —explicó Jettel, refugiándose en el consuelo siempre eficaz de sus recuerdos—, yo siempre hablaba con mi madre como hablo ahora contigo.
—Tú tampoco estuviste en un internado.
Jettel trató de disimular su tristeza cuando volvió a la realidad. Se puso en pie y abrazó a Regina.
—¿Qué pasará cuando se den cuenta de que te has escapado? —quiso saber, confusa—. ¿No te castigarán?
—Sí, pero I don’t care.
—¿Eso significa que no te importa?
—Sí. No me importa.
—¡Pero a ningún niño le gusta que lo castiguen!
—A mí sí —rió Regina—. Sabes, cuando nos castigan tenemos que aprendernos poemas. Me encantan los poemas.
—A mí también me gustaba recitar poemas. Cuando volvamos a estar todos juntos en la granja, te recitaré la canción de la campana, de Schiller. Aún me acuerdo.
—Necesito los poemas.
—¿Para qué?
—Quizá algún día me metan en la cárcel —aclaró Regina, sin darse cuenta de que había enviado a su voz de safari—. Entonces me lo quitarán todo. No tendré ropa ni comida ni pelo. Tampoco me darán libros, pero no se llevarán los poemas. Ésos están en mi cabeza. Cuando esté muy triste, recitaré mis poemas. Lo tengo todo muy bien pensado, pero nadie lo sabe. Tampoco Inge sabe nada de mis poemas. Si lo cuento, se irá la magia.
Aunque sentía un agudo dolor en la espalda y también al respirar, Jettel contuvo las lágrimas hasta que Regina se hubo marchado. Entonces se aferró a su tristeza con tanta fuerza como antes lo hiciera a su hija. Esperó, casi con anhelo, esa desesperación cuya familiaridad la confortaría. Asombrada, y también con una humildad que nunca antes había sentido, supo que había recuperado la voluntad para hacer frente a la vida. Jettel estaba decidida a luchar por Regina, que le había mostrado el camino. Durante el sueño solamente la acompañó el dolor físico.
Por la noche, con cuatro semanas de antelación, comenzaron las contracciones, y a la mañana siguiente Janet Arnold le dijo que el niño estaba muerto.