VII

Los lunes, miércoles y viernes llegaba a Ol’ Joro Orok el camión de Thompson’s Falls —que, demasiado ancho para la estrecha carretera, tenía que abrirse paso por entre las temblorosas ramas de los árboles— y dejaba en la tienda de Patel, además de cosas útiles como parafina, sal y clavos, un gran saco con cartas, periódicos y paquetes. Antes de aquel momento crucial, Kimani siempre permanecía largo rato sentado a la sombra de las tupidas moreras. Tan pronto divisaba los contornos de la nube de polvo rojizo que se acercaba volando como un pájaro, la vida volvía a sus dormidos pies, se levantaba y estiraba el cuerpo como la cuerda de un arco tensado. Kimani adoraba esa repetición regular de la espera y la esperanza, ya que, como portador del correo y las mercancías, para el bwana era más importante que la lluvia, el maíz y el lino. Todos los hombres de la granja envidiaban a Kimani por su relevancia.

Sobre todo Owuor, el jaluo de las canciones ruidosas que arrancaban la risa de la garganta del bwana como por arte de magia, intentaba una y otra vez robar los días de Kimani, mas siempre acababa como un cazador sin suerte tras una presa que no le corresponde. También en las chozas de los kikuyus había muchos hombres jóvenes con piernas más sanas y más aire en el pecho que Kimani que podrían ir corriendo sin esfuerzo hasta la duka de Patel y regresar a la granja sin pararse a descansar, pero el poder de la sagaz lengua de Kimani rechazaba todo ataque a su derecho.

Cuando salía de su cabaña por la mañana, aún veía las estrellas en el cielo; llegaba a la tienda del canalla de Patel justo cuando el sol se disponía a devorar su sombra. Pero siempre era Kimani el que tenía que esperar al camión y no el camión a él. El largo trayecto por el bosque, con los taciturnos monos negros que sólo dejaban ver sus blancas melenas al saltar de un árbol a otro, era fatigoso. En los días de calor, entre las estaciones de las lluvias, de camino a la tienda Kimani oía a sus huesos gritar. Al volver a casa ya ardían las hogueras ante las chozas. Entonces sus pies estaban tan calientes como si hubieran tenido que apagar las brasas a toda prisa. Pero la alegría saciaba el cuerpo de Kimani, aun cuando en todo el día no hubiera tomado más que agua. La noche anterior, la memsahib siempre le llenaba de agua la hermosa botella verde.

Duros eran los días en que la hiena de Patel respondía a la pregunta de si había correo para la granja con enojadas sacudidas de la cabeza, y era como si le hubiera arrebatado a los buitres los mejores bocados. Y es que el bwana necesitaba sus cartas como un hombre sediento las gotas de agua que evitan que duerma para siempre. Cuando Kimani volvía a casa de la apestosa duka de Patel sin nada más que harina, azúcar y el pequeño cubo con la amarillenta manteca semilíquida para la memsahib, los ojos del bwana perdían su brillo como el pelaje de un perro moribundo. Un solo periódico era capaz de alegrarlo, y recibía el pequeño rollo de papel con un suspiro, que era una dulce medicina para unos oídos que, durante todo el día, no habían hecho más que devorar los sonidos de las fauces de las bestias.

El bwana llevaba en la granja tres estaciones de las lluvias pequeñas y dos grandes. Ese tiempo le había servido a Kimani para comprender —si bien tan despacio como un burro nacido antes de tiempo— las muchas cosas que al principio de su nueva vida con el bwana le enredaban la cabeza. Ahora sabía que al bwana no le bastaba con el sol durante el día y la luna por la noche, ni con la lluvia sobre la piel seca o una hoguera chillando bien fuerte en el frío, ni con las voces de la radio, que nunca se concedían el sueño, ni siquiera con el lecho de la memsahib y los ojos de la hija cuando regresaba a la granja del colegio en el lejano Nakuru.

El bwana necesitaba periódicos. Alimentaban su cabeza y remojaban su garganta, y ésta contaba schauris que nadie en Ol’ Joro Orok había oído jamás. En el camino de la casa a los linares y las florecientes plantaciones de pelitre, el bwana le hablaba de la guerra. Eran apasionantes historias de hombres blancos que se mataban entre sí, como en los viejos tiempos hicieran los masai con sus pacíficos vecinos, pues codiciaban su ganado y a sus mujeres.

Los oídos de Kimani adoraban aquellas palabras, que eran como un joven, intenso viento, pero su pecho también sentía que, al hablar, el bwana mascaba una antigua tristeza, pues cuando partió en su largo safari hacia Ol’ Joro Orok no pensó en llevar su corazón consigo. Una vez el bwana se sacó del bolsillo del pantalón una imagen azul con numerosas manchas de colores y señaló con la uña del dedo más largo un diminuto punto.

«Amigo mío —le dijo—, aquí está Ol’ Joro Orok. —Movió el dedo un poco y siguió hablando lentamente—: Y aquí estaba la choza de mi padre. Nunca volveré ahí».

Kimani rió, pues su enorme mano podía tocar sin esfuerzo ambos puntos de la imagen azul al mismo tiempo, y, sin embargo, supo que su cabeza no había comprendido lo que el bwana quería decirle. Con las imágenes de los periódicos que Kimani recogía en la tienda de Patel la cosa cambiaba. Dejaba que el bwana se las mostrara una y otra vez y aprendió también a interpretarlas.

En ellas había casas más altas que los árboles y, sin embargo, las armas de los furiosos aviones las abatían como el fuego del matorral abate el bosque. Barcos con altas chimeneas se hundían en el mar como si fueran piedrecitas en un río crecido de repente tras las grandes lluvias. Las imágenes siempre mostraban hombres muertos. Algunos yacían en el suelo plácidamente, como si quisieran dormir tras el trabajo bien hecho, otros habían reventado como cebras muertas expuestas demasiado tiempo al sol. Todos los muertos tenían fusiles a su lado, pero éstos no habían podido ayudarlos, ya que en la guerra de los blancos bien armados cada hombre tenía un fusil.

Cuando el bwana hablaba de la guerra, siempre lo hacía también de su padre. Entonces, nunca miraba a Kimani; su mirada vagaba hasta la alta montaña sin que viera su cabeza de nieve. Cuando hablaba, lo hacía con la voz de un niño impaciente que desea la luna de día y el sol de noche, y decía:

—Mi padre se está muriendo.

A Kimani esas palabras le resultaban tan familiares como su propio nombre, y aunque se tomaba su tiempo antes de abrir la boca, sabía lo que tenía que decir y preguntaba:

—¿Tu padre desea morir?

—No, no desea morir.

—Un hombre no puede morir si no lo desea —aseguraba en todas las ocasiones Kimani. Al principio mostraba los dientes al hablar, como hacía siempre que estaba contento, pero con el tiempo se acostumbró a dejar que de su pecho escapara un suspiro. Le preocupaba que su bwana, que tanto sabía, no fuera lo bastante listo para comprender que la vida y la muerte no eran cosa de los hombres, sino sólo del poderoso dios Mungo.

El bwana anhelaba las cartas más aún que los periódicos con las imágenes de casas destruidas y hombres muertos. Kimani estaba perfectamente al tanto del asunto de las cartas. Cuando el bwana llegó a la granja, Kimani aún creía que todas las cartas eran iguales. Pero ya no era tan tonto. Las cartas no eran como dos hermanos que hubieran salido juntos del vientre de su madre. Las cartas eran como las personas: nunca iguales.

Dependía del sello. Sin él una carta no era más que un trozo de papel y no podía emprender ni el más pequeño safari. Una única estampilla con la imagen de un hombre de cabello rubio y rostro de mujer hablaba de un viaje que un hombre podía hacer a pie. Eran justo esas cartas las que Kimani recogía a menudo en la duka de Patel. Procedían de Gilgil y eran del bwana que al reír hacía danzar su abultado vientre y tenía una memsahib que cantaba mejor que los pájaros.

Ambos venían con frecuencia a la granja desde Gilgil, y cuando las grandes lluvias convertían la carretera en un lodazal y los amigos del bwana no podían venir a Ol’ Joro Orok, le enviaban cartas. De Nakuru llegaban las cartas de la memsahib kidogo, que aprendía a escribir en el colegio. Los sobres amarillos tenían el mismo sello que los de Gilgil, pero Kimani sabía quién había escrito la carta antes de que el bwana se lo dijera. Con las de la pequeña memsahib sus ojos se iluminaban como lozanas flores de lino y su piel nunca olía a miedo.

Las cartas con muchos sellos habían viajado mucho. Cuando el bwana las veía en la mano de Kimani, ni siquiera se tomaba tiempo de exhalar el aire de su pecho antes de rasgar el sobre y empezar a leer. Y había un sello que tenía él solo más poder que todos los demás juntos para inflamar al bwana. Éste también mostraba a un hombre sin brazos ni piernas, pero no era rubio. El cabello que se precipitaba desde su cabeza era tan negro como el del apestoso chucho de Patel. Los ojos eran pequeños y entre la nariz y la boca crecía una mata muy baja de tupido pelo negro plantada con esmero.

A Kimani le gustaba contemplar largo rato aquel sello en concreto. Era como si el hombre quisiera hablar y tuviera una voz capaz de rebotar fuertemente contra la montaña. Tan pronto el bwana veía el sello, sus ojos se tornaban profundas cavidades y él mismo se quedaba tan inmóvil como un hombre amenazado por un furibundo ladrón con una panga recién afilada que hubiera olvidado cómo defenderse.

La imagen del hombre con el pelo bajo la nariz ahuyentaba la vida del cuerpo del bwana, que se tambaleaba como un árbol que aún no ha aprendido a doblegarse ante el viento. Antes de abrir aquellas cartas tan llenas de fuego, el bwana siempre gritaba: «¡Jettel!». Su voz se volvía débil como la de un animal que ya no tiene voluntad para escapar de la muerte.

Así y todo, Kimani sabía que al bwana le gustaba recibir las cartas que le daban miedo. Seguía siendo como un niño al que le falta la tranquilidad para quedarse sentado y dejar que el día se deslice como la fina tierra entre los dedos hasta que la cabeza caiga sobre el pecho y aparezca el sueño. Kimani sentía salada la garganta cuando pensaba que el bwana necesitaba la emoción que le hacía enfermar para seguir teniendo fuerza en sus miembros.

Hacía tiempo que no llegaba una carta así. Pero cuando Kimani le preguntó a Patel por el correo el día anterior a la gran cosecha de lino, el indio rebuscó en la estantería de madera y sacó una carta que no satisfizo el enorme anhelo de familiaridad de Kimani. Vio de inmediato que era una carta distinta de todas las demás que había llevado a casa hasta entonces.

El papel era fino y, en la mano de Patel, sonaba como un árbol moribundo en el primer viento de la tarde. El sobre era más pequeño que de costumbre. Faltaba el sello de colores. En su lugar, Kimani vio un círculo negro con pequeñas y finas líneas en el centro similares a diminutas lagartijas. En la esquina derecha del sobre relucía una cruz roja. Ya desde lejos se abalanzó sobre Kimani como una serpiente hambrienta. Por un momento se temió que la cruz roja también pudiera gustarle a Patel y decidiera no darle la carta. Pero el indio estaba discutiendo con una mujer kikuyu que acababa de meter los dedos muy dentro en un saco de azúcar, así que, refunfuñando, puso la carta sobre la sucia mesa.

Ya en el bosque, libre de las enojadas miradas de Patel, Kimani se detuvo para contemplar la cruz. A la sombra relucía más aún que en la tienda y era una alegría para unos ojos que, bajo los árboles, incluso durante el día capturaban únicamente los colores de la noche. Si Kimani cerraba un ojo y movía al mismo tiempo la cabeza, la cruz se ponía a bailar. Rió al comprender que se estaba comportando como un monito que ve por vez primera una flor.

Kimani se preguntaba una y otra vez si la hermosa cruz roja le gustaría al bwana tanto como a él o si también encerraría la misma magia mala y abrasadora que el hombre del pelo negro. No podía decidirse, por mucho que hiciera trabajar a su cabeza. La incertidumbre le arrebató la alegría por la carta y tornó sus piernas pesadas. El cansancio corvaba su espalda y se le pegaba en los ojos. La cruz parecía distinta que en la tienda y en el tiempo de las sombras largas. Se había dejado robar el color.

Kimani se asustó. Sintió que había permitido que la noche se le acercara demasiado. Ella se aprovecharía de que no llevara una lámpara consigo. Si su cuerpo no recobraba las fuerzas y se apresuraba, oiría a las hienas antes de ver los primeros campos y eso no era bueno para un hombre de su edad. Tuvo que hacer el último tramo del camino a la carrera, y cuando alcanzó los primeros campos, tenía más aire en la boca que en el pecho.

La noche aún no había llegado a la granja. Ante la casa, Kamau limpiaba los vasos, atrapando el último rayo rojizo de sol. Lo envolvía en un trapo y volvía a liberarlo. Owuor estaba sentado en una caja de madera delante de la cocina, limpiándose las uñas con un tenedor plateado. Enviaba su voz a la montaña con la canción que siempre hacía hervir la piel de Kimani y reír al bwana.

La pequeña memsahib corría con el perro hacia la casa del corazón en la puerta, saltando entre la alta hierba amarilla. Movía la lámpara, que aún no estaba encendida, como si fuera tan ligera como un trozo de papel. Kania recortaba agujeros redondos en el aire con la escoba. Mascaba un palito para hacer que sus dientes, de los que estaba muy orgulloso, se volvieran aún más blancos. Como siempre que aguardaba el correo, el bwana estaba inmóvil ante la casa como un guerrero que aún no ha divisado al enemigo. La memsahib estaba a su lado. Los pequeños pájaros blancos que sólo vivían en su vestido volaban hacia las flores amarillas de la tela negra.

Jadeando por el esfuerzo de la carrera, Kimani aguardaba la alegría que solía experimentar cuando ambos salían corriendo hacia él, pero la satisfacción tardó demasiado tiempo en llegar y se desvaneció tan aprisa como la niebla de la mañana. Aunque el frío ya le lamía la piel, acres gotas de sudor le corrían por los ojos. De repente Kimani tuvo la sensación de ser un anciano que confunde a sus hijos y en los hijos de los hijos ve a sus hermanos.

Kimani sintió la mano del bwana en el hombro, pero estaba demasiado confundido para sacar calor del familiar placer. Notó que la voz del bwana no era más vigorosa que la de un niño que no encuentra en el acto el pecho de su madre. Entonces supo que el temor que le había sobrevenido como una repentina fiebre lo había hecho arrancar a tiempo.

—Han escrito a través de la Cruz Roja —musitó Walter—. No tenía idea de que se pudiera.

—¿Quién? ¡Di! ¿Cuánto más vas a seguir con la carta en la mano? Ábrela. Tengo un miedo atroz.

—Yo también, Jettel.

—Ábrela de una vez.

Cuando Walter sacó la delgada hoja de papel del sobre, recordó la fronda otoñal del bosque de Sohrau. Aunque rechazó el recuerdo al instante, obstinadamente, vio con hiriente claridad los contornos de una hoja de castaño. Después se le embotaron los sentidos. Sólo la nariz seguía burlándose de él con un aroma que lo atormentaba.

—¿Papá y Liesel? —preguntó Jettel en voz baja.

—No. Mamá y Käte. ¿Te la leo?

El tiempo que Jettel tardó en asentir con la cabeza fue un plazo de gracia. Bastó para que Walter leyera las dos líneas —a todas luces escritas con gran urgencia— acercándose tanto la carta a la cara que no tuviera que ver a Jettel y ella tampoco pudiera verlo a él.

—«Queridos todos —leyó Walter en voz alta—, estamos muy nerviosas. Mañana tenemos que ir a Polonia a trabajar. No nos olvidéis. Mamá y Käte».

—¿Eso es todo? ¡No puede ser todo!

—Sí, Jettel, sí. Sólo podían escribir veinte palabras. Les han regalado una.

—¿Por qué Polonia? Pero si tu padre siempre ha dicho que los polacos son aún peores que los alemanes. ¿Cómo es que hacen eso? ¡Pero si en Polonia hay guerra! Allí estarán aún peor que en Breslau. ¿O crees que quieren intentar emigrar por Polonia? ¡Di algo!

La lucha sobre si sería un pecado perdonable concederle a Jettel por última vez la clemencia de la mentira fue breve. La sola idea de huir le parecía a Walter un sacrilegio, una blasfemia.

—Jettel —empezó, y renunció a buscar palabras que hicieran la verdad más soportable—, debes saberlo. Tu madre así lo quiso. De lo contrario no habría escrito esta carta. No podemos seguir albergando esperanzas. Polonia significa la muerte.

Regina volvía caminando lentamente con Rummler del retrete a la casa. Había encendido la lámpara y dejaba que el perro persiguiera las trémulas sombras por el sendero cubierto de piedras claras que discurría entre la rosaleda y la cocina. El perro intentaba hundir sus patas en las manchas negras y aullaba decepcionado tan pronto como volaban hacia el cielo.

Walter vio que Regina reía, aunque al mismo tiempo oyó que gritaba «¡mamá!» como si estuviera angustiada. Al principio pensó que había aparecido la serpiente de la que Owuor les había advertido por la mañana, y bramó: «¡No te muevas!». Sin embargo, cuando los gritos cobraron más fuerza y engulleron todos los demás sonidos de la inminente oscuridad, supo que no era Regina la que llamaba a su madre, sino Jettel.

Walter le tendió los brazos a su mujer sin llegar a alcanzarla, y por fin consiguió arrancarle el miedo gritando su nombre varias veces. La vergüenza por su incapacidad de compartir su dolor se tornó pánico, un pánico que paralizaba sus miembros. Más aún lo mortificó descubrir que envidiaba a su esposa la terrible certeza que el destino le negaba a él para su padre y su hermana.

Al cabo de un tiempo que se le antojó demasiado largo se dio cuenta de que Jettel ya no gritaba. Estaba de pie, frente a él, con los brazos caídos y los hombros temblorosos. Por fin Walter halló fuerzas para tocarla y agarrarle la mano. En silencio, metió a su mujer en casa.

Owuor, que por lo general nunca abandonaba la cocina antes de preparar el té de la cena, se encontraba ante la chimenea encendida, dejando vagar su mirada por la madera apilada. También Regina estaba allí. Se había quitado las botas de goma y sentado con Rummler bajo la ventana, como si nunca se hubiera movido. El perro le lamía la cara, pero ella miraba al suelo, mascando un mechón de pelo y abrazándose al voluminoso cuerpo del animal. Entonces Walter supo que su hija estaba llorando. No era preciso que le explicara nada.

—Mamá me prometió que estaría conmigo cuando volviera a tener un hijo —sollozó Jettel sin que de sus ojos brotaran lágrimas—. Me lo prometió cuando nació Regina. ¿No te acuerdas?

—No, Jettel, no. Los recuerdos son un tormento. Siéntate.

—Me lo prometió firmemente. Y siempre mantenía sus promesas.

—No llores, Jettel. Las lágrimas no son para gente como nosotros. Es el precio que hemos de pagar por habernos salvado. Ya nunca cambiará. No sólo eres hija, también eres madre.

—¿Quién dice eso?

—Dios. Me lo dijo por boca de Oha en el campo, cuando no quería seguir adelante. Y no te preocupes, Jettel, no tendremos más hijos hasta que el destino no vuelva a querer nuestro bien. Owuor, tráele a la memsahib un vaso de leche.

Owuor se tomó aún más tiempo que en los días sin sal para decidir qué trozo de madera debía arrojar al fuego. Al ponerse en pie, miró a Jettel, aunque le habló a Walter:

—Calentaré la leche, bwana —repuso con una lengua que tardó en obedecerlo—. Si la memsahib llora demasiado tampoco será niño esta vez. —Y se dirigió hacia la puerta, sin volverse.

—¡Owuor! —exclamó Jettel, y el gran asombro volvió a dotar de firmeza a su voz—. ¿Cómo lo sabes?

—Todo el mundo en la granja sabe que mamá va a tener un niño —replicó Regina, atrayendo la cabeza de Rummler a su regazo—. Todos menos papá.