El colegio de Nakuru, en la escarpada montaña, sobre uno de los lagos más famosos de la colonia, era el preferido por los granjeros que no podían permitirse un colegio privado y, con todo, concedían importancia a la tradición y la buena reputación de una escuela. Entre las familias distinguidas de Kenia, el de Nakuru se tenía por «algo mediocre», pues era estatal y no podía escoger a sus alumnos, pero los padres que tenían que conformarse con él por motivos económicos acostumbraban a refutar tan lamentables remilgos con una clara alusión a la extraordinaria personalidad del director. Se trataba de un hombre de Oxford, con los sanos criterios de la época victoriana y, ante todo, sin ideas pedagógicas modernas: la permisividad y la comprensión para con la psique de los niños bajo su tutela no formaban parte de sus principios.
Arthur Brindley, miembro del equipo de remo de Oxford en su juventud y condecorado con la Cruz de la Victoria en la Primera Guerra Mundial, tenía un saludable sentido de la proporción y se correspondía a la perfección con el ideal de la educación en la madre patria. Nunca aburría a los padres con tesis pedagógicas que no querían oír y que, de todos modos, no habrían entendido. Le bastaba con mencionar el lema del colegio. Quisque pro ómnibus[13] dominaba en letras doradas la pared del salón de actos y aparecía bordado en el escudo que debían lucir las chaquetas, corbatas y cintas del sombrero del uniforme escolar.
El señor Brindley se mostraba satisfecho y, en los días buenos, incluso un tanto orgulloso, cuando miraba por la ventana de su despacho, en el impresionante edificio principal de piedra blanca con las macizas columnas redondas en la entrada. Las numerosas construcciones pequeñas de madera clara y tejado de chapa que servían de dormitorios y eran el blanco de las burlas de los partidarios de los colegios privados excesivamente clasistas por parecerse a los cuartos de la servidumbre, algo absolutamente injusto en opinión de Brindley, le recordaban a su niñez en un pueblo del condado de Wiltshire. Las rosaledas, dispuestas con total precisión tras los espesos setos que rodeaban las casas de los profesores, y el tupido césped que separaba los campos de hockey de las viviendas de las profesoras le hacían pensar en suntuosas mansiones inglesas bien administradas. El lago, con la superficie teñida de rosa por los flamencos, estaba suficientemente cerca como para hacer las delicias de un ojo educado en la suavidad inglesa y a la vez tan lejos como para no permitir en los niños ningún deseo innecesario de naturaleza o de un mundo más allá del perímetro del colegio.
Sin embargo, desde hacía algún tiempo los árboles bajos de finos troncos por los que trepaban prolíficos pimenteros irritaban al director. Había descubierto tiempo atrás que los árboles se adaptaban especialmente bien al árido paisaje del valle del Rift, pero a él poco le alegraban la vida desde que tenía que presenciar cada día cómo últimamente algunos niños acudían allí en su tiempo libre. Brindley nunca había prohibido expresamente tan molesta incursión en lo privado; lo cierto es que tampoco había tenido motivo para hacerlo. Más aún le contrariaba la prueba de que a determinados alumnos, y todavía más a las nuevas alumnas, les resultaba tremendamente difícil hacerse a una vida que censuraba el individualismo y a los inconformistas.
Para Arthur Brindley, semejantes desviaciones de la armoniosa norma eran, sin duda, una consecuencia de la guerra. El director tenía que admitir en su colegio cada vez a más niños que mostraban escaso interés por las antiguas virtudes inglesas de pasar inadvertido y, sobre todo, de anteponer la comunidad a la propia persona. Un año después de que estallara la guerra, las autoridades de Kenia introdujeron la enseñanza general obligatoria para los niños blancos. Brindley lo consideró no sólo una limitación de la libertad paterna, sino también un esfuerzo auténticamente desmedido de la colonia por imitar a la amenazada madre patria en época de necesidad.
Para el colegio de Nakuru, en el centro del país, la escolarización obligatoria trajo consigo cambios decisivos. Tenía que admitir incluso a los hijos de los bóers y podía considerarse afortunado de que no fueran demasiados. A la mayoría la enviaron al colegio afrikaans de Eldoret. Aquéllos de los alrededores que fueron a parar a Nakuru eran obstinados y, pese a su escaso conocimiento de la lengua inglesa, no ocultaban su odio hacia Inglaterra. No intentaban ni llevarse bien con sus compañeros ni disimular su nostalgia. A pesar de todo, el trato con los irascibles y pequeños bóers resultó más sencillo de lo que se suponía en un principio. No reclamaban ninguna atención y los profesores sólo tenían que ocuparse de que los pequeños y tercos rebeldes no se amotinaran y perturbaran la disciplina escolar.
Para el director, un problema mucho mayor lo constituían los hijos de los denominados refugiados. Cuando los llevaban al colegio sus padres, que tenían una desagradable propensión a montar las típicas escenas de despedidas continentales con apretones de manos, abrazos y besos, parecían los pequeños, lastimeros personajes de las novelas de Dickens. Sus uniformes eran de género de mala calidad y con toda seguridad no habían sido adquiridos en el correspondiente establecimiento de material escolar de Nairobi, sino que su confección era obra de sastres indios. Pocos eran los niños que llevaban el escudo del colegio.
Esto se oponía a la saludable tradición de igualación mediante el uniforme, y antes de que se introdujera la enseñanza obligatoria, habría sido motivo suficiente para no admitir a dichos alumnos. Sin embargo, el director sospechaba que si obraba según el reglamento, provocaría desagradables discusiones con las máximas autoridades escolares en Nairobi. Arthur Brindley encontraba molesta la situación. Ciertamente, él no era intolerante con aquellas personas con quienes, según tenía entendido, se había cometido una injusticia, motivo por el cual no habían podido quedarse allí donde les correspondía.
Así y todo, su acusado sentido de la justicia se resistía a que, de algún modo, los niños judíos parecieran marcados por la ausencia de escudo. Lo mismo se podía decir de las niñas los domingos, pues carecían de los preceptivos vestidos blancos para ir a la iglesia. Estaba seguro de que ésa era la razón de que pusieran tantas trabas cuando se les ordenaba ir a misa.
Pero «los malditos niños refugiados», como los llamaba Brindley en su círculo de colegas, traían de cabeza al director por otro motivo. Casi nunca se reían, siempre parecían mayores de lo que en realidad eran y, según los criterios ingleses, tenían unas pretensiones del todo absurdas. Apenas estas adustas criaturas desagradablemente precoces dominaban la lengua, cosa que solía suceder con una rapidez asombrosa debido a sus ganas de aprender y a su extrema ambición, fastidiosa incluso para pedagogos comprometidos, se convertían en marginadas de una comunidad en la que sólo contaban los éxitos deportivos. Brindley, que había estudiado literatura e historia y obtenido unos resultados altamente satisfactorios, no albergaba personalmente tales prejuicios en contra de los méritos intelectuales. Sin embargo, con los años había aprendido a aceptar como típico de la vida en la colonia el tranquilizador letargo de los hijos de los granjeros en clase. Nunca había tenido que preocuparse de la religión, de modo que con frecuencia se sorprendía reflexionando sobre si la excesiva aplicación no podría tener su origen en la doctrina judía. Tampoco consideraba por completo descabellada su tesis de que los judíos probablemente tuvieran ya desde pequeños una relación tradicional con el dinero y quizá sólo quisieran sacar el máximo provecho de la matrícula escolar. Si bien despreciaba semejantes intromisiones en el ámbito privado, a oídos de Brindley no dejaba de llegar el rumor de que numerosos padres de refugiados sólo a duras penas conseguían reunir las pocas libras de la matrícula escolar y que, aun en caso de que lo lograran, nunca podían darles a sus hijos la obligada paga.
Al director le parecía típico el caso de la niña del nombre impronunciable y los tres enardecidos hombres que la habían dejado por vez primera en el colegio de Nakuru hacía seis meses. Por aquel entonces, Inge Sadler no hablaba ni palabra de inglés, aunque era evidente que sabía leer y escribir, algo que a su profesora le pareció más un obstáculo que una ventaja. Al principio, la apocada chiquilla se limitaba a guardar silencio y parecía una niña de pueblo que tuviera que servir el té en una casa señorial.
Cuando Inge empezó a hablar, lo hizo en un inglés casi fluido, a excepción de un molesto arrastrar de las erres. Después sus progresos fueron tan enormes como irritantes. La propia señorita Scriver, que en un principio se había opuesto enérgicamente a admitir en su clase a una niña sin conocimientos lingüísticos, no tuvo más remedio que proponer que Inge adelantase dos cursos de golpe. Semejante cambio en medio del año escolar jamás se había dado en el colegio y en consecuencia no fue bien visto, ya que los pocos niños aventajados podrían haberse barruntado cierto favoritismo. Cosas así solían acarrear desagradables disputas con los padres.
La niña de Ol’ Joro Orok, cuyo nombre era tan impronunciable como el de la pequeña empollona de Londiani, también había hecho imposible que Brindley se mantuviera fiel a su eficaz principio de no sentar precedentes. Exactamente igual que hiciera Inge antes que ella, durante las primeras semanas en el colegio de Nakuru, Regina había seguido todos los acontecimientos muda, asintiendo con timidez cuando le preguntaban. Luego, con una brusquedad que Brindley estimó un tanto provocadora, les dejó entrever a sus profesores que no sólo había aprendido inglés, sino que además sabía leer y escribir. También hubo que adelantar a Regina dos cursos de golpe. De modo que las dos pequeñas refugiadas, que de todas formas eran inseparables, volvían a sentarse juntas y no cabía duda de que, con su importuna ambición, no tardarían en dar problemas.
Brindley suspiraba siempre que pensaba en tales complicaciones. La costumbre le hizo dirigir la mirada hacia los pimenteros. Su enojo ante el talento que se salía de lo corriente se le antojó mezquino. Sin embargo, encontró significativo que precisamente las dos niñas que le habían obligado a faltar a sus principios de igualdad de trato para todos se apartaran cada vez más de la comunidad. Tal y como era de esperar, vio a las pequeñas extranjeras de negro cabello sentadas en los arbustos. Le disgustó la idea de que probablemente estudiaran incluso en el recreo y acabaran hablando alemán entre ellas, aunque fuera de clase estaba terminantemente prohibida toda conversación en lengua extranjera.
El director estaba equivocado. Inge sólo hablaba alemán con Regina cuando no sabía cómo seguir en inglés. De momento, el inesperado reencuentro con su amiga del Norfolk la hacía lo bastante feliz, y poseía el marcado instinto de los marginados que le aconsejaba no llamar la atención más de lo necesario. Así que Inge, inconsciente e imperturbablemente, animó a Regina a romper su mutismo con igual determinación que ella misma unos meses antes.
—Ahora —le dijo la primera vez que Regina pudo sentarse con ella— ya sabes inglés. No debemos volver a hablar en voz baja.
—No —reconoció Regina—. Ahora puede entendernos todo el mundo.
Era el destino común de dos niñas de la misma edad y de naturaleza muy diferente. Para Inge, Regina era el hada buena que la había liberado del tormento de la soledad. Regina, por su parte, ni siquiera se esforzaba por establecer contacto con sus compañeras. Éstas le fascinaban, pero le bastaba con Inge. Las dos percibían que no eran sólo las barreras lingüísticas de su difícil comienzo las que les impedían acceder al grupo. Los alegres y robustos niños de la colonia, que pese al inflexible reglamento escolar disfrutaban de la vida en común, sólo conocían el presente. Rara vez hablaban de las granjas en las que vivían y casi siempre lo hacían sin añoranza de sus padres. Despreciaban la nostalgia de las nuevas alumnas, se burlaban de todo lo que les resultaba extraño y detestaban en igual medida la debilidad física y los buenos resultados en clase. Ni el frío baño de las seis de la mañana, ni la carrera de resistencia antes de desayunar, ni las batatas quemadas con grasienta carne de carnero del almuerzo, ni siquiera las vejaciones de los alumnos mayores, los castigos y las palizas eran capaces de turbar la serenidad de aquellos niños a quienes también sus padres habían criado en la austeridad.
Los domingos se ponían a escribir de mala gana las obligadas cartas a casa, mientras que para Inge y Regina esa hora de escritura constituía el punto culminante de la semana. Pese a todo, sus cartas no estaban exentas de cierta preocupación, pues aunque sabían que sus padres no podían leerlas, ya que estaban escritas en inglés, les faltaba valor para confiárselo a un profesor. Inge se servía de dibujitos que pintaba en el margen; Regina, del suajili. Ambas suponían que estaban contraviniendo el reglamento escolar y en la iglesia pedían ayuda fervorosamente. Así lo había dispuesto Inge.
«Los judíos —explicaba cada domingo— también pueden rezar en una iglesia. Basta con tener los dedos cruzados».
Era práctica, resuelta y no tan sentimental como su amiga, más fuerte y hábil. Carecía por completo de fantasía y tampoco tenía el talento de Regina para evocar imágenes con las palabras como por arte de magia. Desde que las dos amigas ya no necesitaban refugiarse en su lengua materna para entenderse, Inge disfrutaba con las descripciones de Regina como un niño al que su madre lee en voz alta.
Minuciosamente, con un marcado sentido del detalle, llena de añoranza y embriagada por sus recuerdos, Regina le hablaba de la vida en Ol’ Joro Orok, de sus padres, de Owuor y Rummler. Eran historias llenas de nostalgia que evocaban un mundo amable. Hacían que el calor le recorriera el cuerpo y las lágrimas afluyeran a sus ojos, pero constituían su gran consuelo en un mundo de indiferencia y obligaciones.
Regina también sabía escuchar. Preguntando una y otra vez por la granja de Londiani y por la madre de Inge, a la que recordaba bien de su época en el Norfolk, hacía que también Inge percibiera los recuerdos como un prematuro retorno al hogar. Ambas niñas odiaban el colegio, les tenían miedo a sus compañeras y desconfiaban de los profesores. La peor carga era las esperanzas que habían depositado en ellas sus padres.
—Papi dice que no debo avergonzarlo y que tengo que ser la mejor de la clase —decía Inge.
—Mi papá dice lo mismo —asentía Regina—. A menudo me gustaría tener un daddy y no un papá —añadió el penúltimo domingo antes de las vacaciones.
—Entonces tu padre no sería tu padre —resolvió Inge, que siempre vacilaba un tanto antes de seguir a Regina en su huida a la fantasía.
—Sí que sería mi padre. Pero yo no sería Regina. Con un daddy yo sería Janet. Tendría unas largas trenzas rubias y un uniforme de tela muy gruesa que no me apretaría. Y si fuera Janet, tendría escudos por todas partes. Sabría jugar bien al hockey y nadie se me quedaría mirando por leer mejor que los demás.
—Pero entonces no sabrías leer —objetó Inge—. Janet no sabe leer. Lleva tres años aquí y aún sigue en primero.
—Seguramente a su daddy le da igual —insistió Regina—. A Janet la quiere todo el mundo.
—Tal vez porque el señor Brindley va de caza con su padre en las vacaciones.
—Con mi padre nunca irá de caza.
—¿Es que tu padre va de caza? —preguntó Inge sorprendida.
—No, no tiene escopeta.
—El mío tampoco —replicó Inge más tranquila—. Pero si tuviera una escopeta, mataría a todos los alemanes. Odia a los alemanes. Mis tíos también los odian.
—Nazis —corrigió Regina—. En casa no puedo odiar a los alemanes, sólo a los nazis. Pero odio la guerra.
—¿Por qué?
—La guerra tiene la culpa de todo. ¿No lo sabías? Antes de la guerra no teníamos que ir al colegio.
—Dentro de dos semanas y dos días habrá acabado todo —calculó Inge—. Entonces podremos irnos a casa. Puedo llamarte Janet cuando estemos solas y nadie nos oiga. —Rió de su ocurrencia.
—Tonterías. Eso es sólo un juego. Cuando estemos solas y nadie nos oiga, tampoco querré ser Janet.
También Brindley tenía ganas de que llegaran las vacaciones. Cuanto mayor se hacía, más largos se le antojaban los meses de colegio. Ya no le complacía aquella vida rodeado de niños y en compañía de colegas que eran más jóvenes que él y no compartían ni sus opiniones ni sus ideales. El período que precedía a las vacaciones, cuando tenía que corregir los exámenes del semestre y poner las notas, mermaban de tal modo sus fuerzas que incluso se veía obligado a trabajar los domingos.
Aunque estaba agotado y para él el mundo se reducía al monótono cambio de la tinta azul a la roja, Brindley cayó de inmediato en la cuenta de que las pequeñas refugiadas, como seguía llamándolas cuando estaba a solas, habían vuelto a lucirse en los exámenes.
Aguardó a que le sobreviniera la irritación que le producía toda desviación de la norma, pero entonces se percató, asombrado, de que la habitual desazón no le hacía mella.
Pese a sus depresivas ideas sobre la disminución de su flexibilidad, se apartó lo suficiente de su costumbre de valorar mucho más la mediocridad que esa brillantez de la que, en su opinión, uno no podía fiarse en absoluto. Con una obstinación que le sorprendió, ya que no era del agrado de su naturaleza, se dijo que al fin y al cabo un colegio también tenía la obligación de formar a los niños intelectualmente y no sólo de ejercitarlos en las proezas deportivas.
Un tanto a disgusto, Brindley se dio cuenta de que no había vuelto a pensar de tal modo desde su época de estudiante en Oxford. Si estuviera en buena forma, ciertamente no se habría entregado a tales pensamientos, pero en su estado actual de enojoso cansancio e inexplicable sublevación, aquellas cavilaciones resucitaron unas sensaciones a las que ya no estaba acostumbrado tras tantos años como director.
«La pequeña de Ol’ Joro Orok —dijo en voz alta al ver las calificaciones de Regina— es realmente una alumna portentosa».
Por lo general, Brindley sentía aversión por quienes mostraban tendencia a los soliloquios. Pese a todo, sonrió al oír su propia voz. Y se sorprendió pensando que el nombre de Regina no le resultaba tan impronunciable como siempre había creído. Al fin y al cabo, había estudiado latín durante años, no sin cierto placer. De modo que se abismó en reflexiones sobre cómo diablos se les ocurría a los alemanes cargar a sus hijos con nombres tan pretenciosos. Llegó a la conclusión de que probablemente tuviera algo que ver con sus ansias de llamar la atención incluso en las cosas más nimias.
Sin esforzarse lo más mínimo en justificar un comportamiento que se le antojaba tan impropio como peregrino, sacó la redacción de Regina de entre un montón de cuadernos que reposaban sobre el alféizar de la ventana y comenzó a leerla. Ya las primeras frases despertaron su curiosidad y el conjunto lo dejó boquiabierto. Nunca había visto semejante modo de expresarse en una niña de ocho años. Regina no sólo escribía en perfecto inglés, también tenía un vasto vocabulario y una fantasía inusitada. Le inquietaban, en particular, las comparaciones, que desde su punto de vista provenían de un mundo extraño y lo conmovían por exageradas. La señorita Blandford, la tutora, había escrito «Well done[14]!», al pie de la composición. Siguiendo un impulso que atribuyó a la expectación ante las vacaciones, cogió las notas de Regina y repitió la alabanza con su empinada caligrafía.
Nunca había sido costumbre de Brindley ocuparse de un niño en concreto más de lo necesario. Siempre le había ido bien no dejándose llevar por las emociones hacia un sentimentalismo que consideraba estúpido en su profesión, pero ni Regina ni su redacción le dejaban descansar. Desganado, empezó a leer los trabajos restantes, pero le costaba concentrarse. Contra su voluntad, cedió al impulso, poco habitual en él, de zambullirse en un pasado que creía olvidado hacía tiempo. Y el pasado se burló de él con un torrente de imágenes que, en su profusión, le pareció curioso y molesto.
A las cinco, en contra de su convicción de hacerlo únicamente cuando estaba enfermo, ordenó que el té le fuera servido en sus habitaciones, y tuvo que hacer un esfuerzo para asistir al oficio religioso vespertino en el salón de actos. Se llevó un buen sobresalto al sorprenderse buscando el rostro de Regina entre la multitud, y le entraron ganas de sonreír cuando se dio cuenta de que, en el padre nuestro, la niña únicamente movía los labios y no rezaba con los demás. Con la intransigencia consigo mismo que, por lo demás, solía protegerlo con tanta eficacia de la amenaza de las emociones tiernas, Brindley se llamó a sí mismo viejo loco, si bien no estimó desagradable la prueba de que no llevaba tanto tiempo sumido en la rutina de la vida cotidiana, petrificado, como a menudo pensara durante el semestre que ahora acababa. Al día siguiente hizo llamar a Regina.
Regina entró en su despacho y se quedó en pie; estaba pálida y delgada y parecía insultantemente tímida para un director que atribuía importancia a que también los más pequeños mostraran coraje y tuvieran la suficiente disciplina para controlar sus sentimientos. Disgustado, Brindley pensó que la mayoría de los niños del continente no parecía lo bastante fuerte y además durante el periodo escolar siempre perdía peso. Probablemente, reflexionó, estaban acostumbrados a otra comida. Seguro que en casa los mimaban demasiado y no los alentaban a que solucionaran sus problemas por sí solos.
Cuando era joven, tuvo ocasión de efectuar numerosas observaciones de este tipo durante un viaje a Italia; comprobó cómo las madres idolatraban a sus hijos con absoluta desvergüenza y los instaban a que comieran. A veces seguía dándole rabia que entonces incluso envidiara a los despóticos principitos y a las emperejiladas princesitas. Se dio cuenta de que había dado rienda suelta a sus pensamientos. Últimamente le ocurría demasiado a menudo. Era como un perro viejo que ya no sabe dónde ha enterrado su hueso.
—¿Eres tan endemoniadamente lista o sencillamente no puedes soportar no ser la primera de la clase? —preguntó. Su tono le produjo un inmediato desagrado. Se dijo, desconcertado, que no era su cometido, y ciertamente antes no se habría correspondido con su ética profesional, hablarle así a una niña que no había hecho más que dar lo mejor de sí misma.
Regina no comprendió la pregunta. Las palabras en sí las entendía, pero no tenían ningún sentido. Los ruidosos latidos de su corazón la asustaban, la angustiaban, de modo que se limitó a mover la cabeza suavemente de un lado a otro y aguardar a que cediera la sequedad en su boca.
—Te he preguntado que por qué estudias tanto.
—Porque no tenemos dinero, señor.
El director recordó haber leído en alguna parte que los judíos tenían la costumbre de hablar de dinero fuera cual fuese el tema. No obstante, sentía demasiado desprecio por las generalizaciones como para darse por satisfecho con una explicación que consideraba simple y en cierto modo odiosa. Era como un cazador que hubiera abatido sin querer a la madre de un animal joven, y experimentó una desagradable opresión en el estómago. Incluso lo aturdía el leve latido de sus sienes.
El anhelo de un mundo previsible, sin complicaciones y con los tradicionales criterios que proporcionaban apoyo a un hombre que se iba haciendo mayor era como un dolor físico. Durante un breve instante, Brindley se planteó hacer salir a Regina, pero luego se dijo que resultaría ridículo terminar una conversación antes de que hubiera empezado. ¿Sabría la pequeña de qué estaban hablando? Probablemente, con lo aplicada que era, lo había entendido todo.
—Mi padre sólo gana seis libras al mes, y este colegio cuesta cinco. —Regina rompió así el silencio.
—¿Estás segura?
—Oh, sí, señor. Me lo ha dicho mi padre.
—¿De veras?
—Me lo dice todo, señor. Antes de la guerra no podía mandarme al colegio. Eso lo ponía muy triste. Y a mi madre también.
Brindley nunca se había encontrado en la embarazosa situación de tener que discutir la cuantía de la matrícula escolar, y el hecho de que tuviera que hablar de dinero —como un comerciante indio— precisamente con una alumna, y para colmo una alumna tan pequeña, se le antojó grotesco. Su sentido de la autoridad y del decoro le obligaba a empezar de nuevo la conversación, ya que no sabía cómo terminarla, pero en su lugar preguntó:
—¿Qué tiene que ver con esto la maldita guerra?
—Cuando llegó la guerra —informó Regina— tuvimos bastante dinero para el colegio. Ya no lo necesitábamos para mi abuela y mi tía.
—¿Por qué?
—Porque ya no pueden salir de Alemania y venir a Ol’ Joro Orok.
—¿Y qué están haciendo en Alemania?
Regina sintió que le ardía la cara. No era bueno que el miedo le cambiara a una el color. Pensó si debía contarle que su madre se echaba a llorar cada vez que alguien hablaba de Alemania. Quizá el señor Brindley nunca había oído hablar del llanto de las madres y seguro que le molestaría. Ni siquiera aprobaba el llanto de los niños.
—Antes de la guerra —tragó saliva— mi abuela y mi tía nos escribían cartas.
—Little Nell —dijo Brindley en voz queda.
Estaba sorprendido, pero, de un modo absolutamente absurdo, también aliviado por haber encontrado al fin el valor para pronunciar ese nombre. Regina ya le había recordado a la pequeña Nell cuando entró en su despacho, pero entonces él aún había sido capaz de resistirse a sus recuerdos. Qué curioso que, después de tantos años, le viniera a la cabeza precisamente esa novela de Dickens. Siempre la había tenido por una de sus peores obras, demasiado sentimental, melodramática y nada inglesa, y sin embargo ahora le parecía efusiva y, en cierto modo, incluso hermosa. Interesante cómo cambiaban las cosas con la edad.
—Little Nell —repitió el director con una seriedad que ya no le resultaba desagradable y que incluso le regocijó—. Así pues, ¿estudias tanto sólo porque este colegio es muy caro?
—Sí, señor —asintió Regina—. Mi padre ha dicho: no debes tirar nuestro dinero por la ventana. Cuando uno es pobre, ha de ser siempre mejor que los demás.
Estaba satisfecha. No había sido fácil poner las palabras de papá en la lengua del señor Brindley. De todos modos, él ni siquiera era capaz de recordar el nombre de sus alumnas, y seguro que nunca había oído hablar de personas que no tenían dinero, aunque quizá la hubiera entendido.
—Quiero decir, tu padre, ¿qué hacía en Alemania?
La falta de recursos volvió a hacer que Regina enmudeciera. ¿Cómo iba a decir en inglés que su padre antes era abogado?
—Llevaba puesto un abrigo negro cuando trabajaba —se le ocurrió—, pero en la granja ya no le hace falta. Se lo regaló a Owuor el día en que llegaron las langostas.
—¿Quién es Owuor?
—Nuestro cocinero —repuso Regina, y se acordó con deleite de la noche en que su padre lloró cálidas lágrimas sin sal—. Owuor vino andando desde Rongai hasta Ol’ Joro Orok con nuestro perro. Pudo venir sólo porque yo sé jaluo.
—¿Jaluo? ¿Qué demonios es eso?
—La lengua de Owuor —contestó Regina sorprendida—. Owuor sólc me tiene a mí en la granja. Todos los demás son kikuyus. Menos Daji Jiwan, que es indio. Y nosotros, claro. Nosotros somos alemanes pero no nazis —se apresuró a precisar—. Mi padre siempre dice: Los hombres necesitan su propia lengua. Y Owuor también lo dice.
—Quieres mucho a tu padre, ¿verdad?
—Sí, señor. Y a mi madre también.
—Tus padres se alegrarán cuando vean tus notas y lean tu excelente redacción.
—No podrán, señor. Pero yo se lo leeré todo en voz alta. En su lengua. También sé su lengua.
—Ya puedes irte —dijo Brindley, abriendo la ventana. Cuando Regina estaba casi en la puerta, añadió—: No creo que a tus compañeras les interese lo que hemos estado hablando aquí. No es necesario que se lo cuentes.
—No, señor. Little Nell no hará eso.