V

El 15 de octubre de 1939, en el tablón de anuncios del campo de Ngong se dieron a conocer dos sucesos que tuvieron una acogida muy distinta entre los refugiados. El hundimiento del acorazado británico Royal Oak por un submarino alemán se comunicó en un conciso inglés militar, lo cual no hizo sino generar más confusión que interés, ya que fueron muy pocos los que se enteraron de a quién habían atacado en la bahía de Scape Flowy quién había salido vencedor. Sin embargo, el aviso en un alemán perfecto de que los enemy aliens que tuvieran un empleo fijo en una granja podían contar con su liberación provocó un gran revuelo. Pronto cobró nueva fuerza el rumor que circulaba desde hacía algunos días de que las autoridades militares de Nairobi tenían previsto deportar a los internados varones a Sudáfrica.

—Así que ahora tengo que conseguir un gerente para mi granja —aclaró Oha al dar con Walter detrás del barracón de las letrinas tras una larga búsqueda.

—¿Por qué? Pero si pronto saldrás de aquí.

—Pero tú no.

—No, a mí me ha tocado el gordo. Y a Jettel y Regina también. ¿También envían a las mujeres y los niños a Sudáfrica?

—Dios, ¿es que nunca te enteras de nada? Tú dirigirás mi granja. Por lo menos hasta que encuentres un trabajo. Seguro que no está prohibido que un enemy alien contrate a otro. Süskind ya se ha puesto a traducir el contrato de trabajo que he redactado.

Aunque el conocimiento que Süskind tenía de las fórmulas jurídicas era impreciso y torpe, satisfizo al coronel Whidett. Éste estaba poco dispuesto a pasarse el resto de la guerra ocupándose de personas que sumían su vida en el caos y su objetivo era liberar a tantas de ellas como le fuera posible. No sólo dispuso que Osear Hahn y Walter fueran de los primeros en abandonar el campo, sino que además se encargó de que recogieran a Lilly en el New Stanley y a Jettel y Regina en el Norfolk y las llevaran a Gilgil junto con los dos hombres.

—¿Por qué haces todo esto por nosotros? —le preguntó Walter la última noche en Ngong.

—En realidad, ahora tendría que decir que es mi deber ayudar a un miembro de mi sociedad estudiantil —repuso Hahn—, pero voy a hacerlo más fácil: me he acostumbrado a ti y mi Lilly necesita público.

La granja de los Hahn, con vacas y ovejas sobre suaves colinas verdes y gallinas que escarbaban en la arena junto a la gran huerta, con maizales escrupulosamente dispuestos y una casa de piedra blanca ante una extensión de cuidado césped en torno a la cual crecían rosas, claveles e hibisco, se llamaba Arkadia y recordaba a una finca alemana. Los senderos que bordeaban la casa eran de piedra, las paredes exteriores del edificio de la cocina habían sido pintadas a rombos azules y blancos, el servicio, de verde y habían barnizado las puertas de madera clara de la vivienda.

Bajo un alto cedro había un cenador cubierto de buganvillas color lila con sillas blancas ante una mesa redonda. Manjala, el chico, llevaba ciñendo el kanzu blanco con el que servía las comidas un cinturón plateado que Lilly llevó en el último baile de carnaval de su vida. El caniche con los rizos negros que resplandecían al sol como minúsculos trozos de carbón se llamaba Bqjazzo.

En Arkadia, Walter y Jettel se sentían como niños perdidos que sus salvadores hubieran enviado a casa con la advertencia de no volver a salir solos. No eran solamente la cordialidad y la serenidad de su anfitrión las que les daban renovadas fuerzas, sino también la seguridad de la casa en sí. Todo ello les recordaba un hogar que nunca habían conocido en semejante opulencia.

Las mesas redondas cubiertas de piel verde, el macizo armario de Francfort ante los visillos color blanco huevo, las sillas tapizadas de terciopelo gris, los sillones orejeros con fundas de lino inglés con florecitas y una cómoda de caoba con herrajes dorados eran de los padres de Oha; la pesada cubertería de plata, los vasos de cristal tallado y la porcelana, del ajuar de Lilly. Había librerías repletas, de las luminosas paredes colgaban reproducciones de Frans Hals y Vermeer y en el dormitorio, un cuadro de la coronación de un kaiser en el Romer de Francfort[12] ante el cual se sentaba Regina todas las noches para que Oha le contara historias. Delante de la chimenea había un piano de cola con un busto blanco de Mozart sobre un paño de terciopelo rojo.

Inmediatamente después de la puesta de sol, Manjala servía refrescos en vasos de colores; y poco después, platos tan familiares como si Lilly pudiera comprar a diario en carnicerías, panaderías y ultramarinos alemanes. Su voz, que parecía cantar incluso cuando llamaba a los chicos o les daba de comer a las gallinas, y el acento de Francfort de Oha les parecían a Walter y Jettel mensajes de un mundo extraño. Por las noches, Lilly cantaba el repertorio de su pasado.

Los chicos se sentaban ante la puerta, las mujeres, con sus bebés a la espalda, se quedaban delante de las ventanas abiertas y, durante las pausas, el caniche se sentaba sobre las patas traseras y ladraba suave, melodiosamente en la noche. Aunque Walter y Jettel nunca habían vivido semejantes acontecimientos musicales, en los conciertos nocturnos olvidaban todas sus tribulaciones y se abandonaban a románticos sentimientos que les devolvían la esperanza y la juventud.

Oha disfrutaba tanto con sus invitados como ellos de su hospitalidad, pues ni él ni quienes se hallaban en la granja eran capaces de saciar por mucho tiempo la necesidad de Lilly de nuevos oyentes; aunque él sabía que semejante situación de placentero dar y agradecido recibir no podía durar mucho.

—Un hombre ha de poder alimentar a su familia —le decía a Lilly.

—Hablas como antes, Oha. Eres y siempre serás alemán.

—Desgraciadamente. Sin ti me encontraría en la misma situación desesperada que Walter. Nosotros, los juristas, no hemos aprendido más que tonterías.

—A ese respecto una cantante sale mejor parada.

—Sólo si es como tú. Por cierto, le he escrito a Gibson.

—¿Has escrito una carta en inglés?

—En inglés estará cuando tú la traduzcas. He pensado que Gibson puede necesitar a Walter. Pero no le digas nada aún. La decepción sería demasiado grande.

Oha sólo conocía a Gibson, al que le había comprado pelitre unas cuantas veces de pasada, pero sabía que llevaba tiempo buscando a un hombre dispuesto a trabajar en su granja de Ol’ Joro Orok por seis libras. Geoffry Gibson poseía una fábrica de vinagre en Nairobi y no tenía la menor intención de mirar por su granja más de cuatro veces al año, una granja en la que cultivaba exclusivamente pelitre y lino. Su reacción no se hizo esperar.

—Es exactamente lo que te conviene —se alegró Oha al recibir la confirmación de Gibson—. Allí no matarás ni vacas ni gallinas, y de él no tienes nada que temer. Sólo has de construirte una casa.

Diez días después de que un pequeño camión subiera jadeando la cenagosa carretera en dirección a las montañas de Ol’ Joro Orok, la casita entre los cedros ya tenía su tejado. El carpintero indio Daji Jiwan, junto con treinta trabajadores de las schambas, erigió la casa de tosca piedra gris para el nuevo bwana. Antes de que cubrieran el tejado de hierba, barro y estiércol, Regina pudo sentarse por última vez en las vigas de madera, que, a diferencia de las chozas de los nativos, no terminaban en punta, sino al bies.

Regina dejaba que Daji Jiwan, con sus relucientes cabellos negros, la piel morena clara y los ojos dulces, la alzara para que ella trepara justo hasta el centro del tejado. Allí era donde se sentaba largo tiempo y en silencio desde que llegaran a Ol’ Joro Orok, como cuando aún era una niña que no sabía nada y se tumbaba bajo los árboles de Rongai con su aja.

Su mirada vagaba hasta la gran montaña del tejado blanco, que su padre afirmaba que era de nieve, y se posaba allí hasta cansarse.

Luego su cabeza efectuaba un rápido movimiento hacia el oscuro bosque, desde el que los tambores relataban por la noche las schauris del día y chillaban los monos al salir el sol. Cuando el calor invadía su cuerpo, su voz se volvía poderosa y les gritaba a sus padres, abajo en el suelo: «No hay nada más hermoso que Ol’ Joro Orok». El eco regresaba más nítido y más alto que en los días que habían dejado de existir y en los que era el Menengai el que le respondía. «No hay nada más hermoso que Ol’ Joro Orok», volvía a gritar Regina.

—No ha tardado en olvidar Rongai.

—Tampoco yo —repuso Jettel—. Quizá aquí tengamos más suerte.

—Bah, todas las granjas son iguales; lo principal es que estemos juntos.

—¿Tenías ganas de verme en el campo?

—Muchas —contestó Walter, y se preguntó cuánto duraría la nueva vida en comunión en Ol’ Joro Orok—. Lástima que no esté Owuor —suspiró—. Fue un amigo desde el principio.

—Claro que entonces tampoco nosotros éramos enemy aliens.

—Jettel, ¿desde cuándo eres irónica?

—La ironía es un arma. Eso decía Elsa Conrad.

—Conserva tus armas.

—Por algún motivo, tengo la sensación de que esto es aún más solitario que Rongai.

—Casi lo temo. Sin Süskind.

—Pero no está tan terriblemente lejos de Gilgil, Oha y Lilly —lo consoló Jettel.

—Sólo a tres horas en coche.

—¿Y sin él?

—En ese caso, Gilgil no está mucho más cerca que Leobschütz.

—Ya verás como vamos —insistió Jettel—. Y, además, Lilly ha prometido venir a vernos.

—Espero que antes no se entere de lo que cuentan las gentes de por aquí.

—¿Qué?

—Que ni las hienas aguantan más de un año en Ol’ Joro Orok.

Ol’ Joro Orok constaba únicamente de algunos sonidos que Regina adoraba y de la duka, una minúscula tiendecita en una caseta de chapa. El indio Patel, propietario del establecimiento, era tan pudiente como temido. Vendía harina, arroz, azúcar y sal, manteca en latas, polvos para flan, mermelada y especias. Cuando se pasaban los comerciantes de Nakuru, disponía de mangos, papayas, repollos y puerros. Había gasolina en bidones, parafina en botellas para las lámparas, alcohol para los granjeros de los alrededores y finas mantas de lana, pantalones cortos color caqui y toscas camisas para los negros.

Al desabrido Patel no sólo había que tenerlo contento por su mercancía, sino porque tres veces a la semana llegaba un coche desde la estación de ferrocarril de Thompson’s Falls que dejaba el correo en su tienda. Aquel que no resultaba del agrado de Patel, algo que no era inusual (bastaba con tardar demasiado en decidirse a la hora de comprar), era castigado con la supresión del correo, aislado del mundo. El indio había descubierto enseguida que los europeos ansiaban tanto sus cartas y sus periódicos como sus compatriotas el arroz, del cual, de todos modos, nunca había suficiente.

A su modo mohíno, Patel incluso sentía cierta compasión por los refugiados. Para su gusto, escatimaban excesivamente el dinero, pero habían sido declarados enemy aliens y ésa era una señal inequívoca de que los ingleses no los querían. Por su parte, Patel despreciaba a los ingleses, que le hacían sentir que para ellos él estaba al mismo nivel que los negros.

La granja de Gibson estaba a diez kilómetros de la duka, a tres mil metros de altitud en pleno Ecuador, y era mayor que cualquier otra granja de los alrededores. Incluso Kimani, que vivía allí desde antes de que plantaran el primer linar, tenía que pensar largo tiempo qué camino debía tomar para llegar a un destino concreto. Kimani, un kikuyu de unos cuarenta y cinco años, era bajo, listo y famoso por ser más veloz con la lengua que una gacela con sus patas. Les ordenaba a los chicos de las schambas lo que tenían que hacer en los campos y, mientras la granja estuvo sin bwana, también les asignaba sus salarios.

Al atardecer, tan pronto la sombra alcanzaba la cuarta estría del depósito de agua, Kimani golpeaba la delgada chapa con una larga vara, indicando así el final de la jornada. Como señor del tiempo y también dado que repartía la ración diaria de maíz para el vespertino puré de poscho, Kimani gozaba del respeto de todo el mundo en la granja, hasta del de los nandis, que ni trabajaban en los campos ni recibían maíz, sino que vivían al otro lado del río y tenían sus propios rebaños.

Hacía ya tiempo que Kimani deseaba contar con la presencia de un bwana en la granja, como era habitual en Gilgil, en Thompson’s Falls e incluso en Ol’ Kalou. ¿De qué le servían a él la estima y el reconocimiento si la tierra de la que se ocupaba no era lo bastante buena para un hombre blanco? La nueva casa alimentaba su orgullo. Cuando, por las tardes, concluía el trabajo y el frío se instalaba en la piel, las piedras permanecían suficientemente calientes como para frotar contra ellas la espalda. Con Daji Jiwan, responsable de aquel esplendor, hablaba con sumo respeto, aunque por lo demás apreciaba aún menos a los indios que a los del clan de los lumbwa.

A Kimani le gustaron el nuevo bwana de los ojos muertos y la memsahib del vientre demasiado plano, que parecía que no fuera a albergar ya a ningún hijo más. Con una rapidez mayor de lo habitual, dio muerte a su desconfianza de los extraños y ahuyentó su mutismo. Llevó a Walter a los campos que había junto al bosque y hasta el río, que sólo traía agua en la estación de las lluvias. Tomó en su mano las poderosas flores del pelitre y el radiante lino azul, llamó su atención sobre el color de la tierra y, una y otra vez, sobre la distancia que necesitaban las plantas entre sí para prosperar. Kimani comprendió pronto que el nuevo bwana tenía tras de sí un largo safari y que no sabía nada de las cosas que un hombre debía saber.

Después de la casa, Daji Jiwan levantó una construcción para la cocina con la forma redonda de las chozas de los nativos y a continuación, muy a regañadientes, sobre un profundo foso colocó un tabique de madera con un banco en el que practicó tres orificios de distintas dimensiones. El retrete era un diseño de Walter y estaba tan orgulloso de él como Kimani de sus campos. En la puerta mandó tallar un corazón, que pronto despertó tal admiración en la granja que Daji Jiwan se reconcilió con una construcción que para él no tenía utilidad alguna. Su religión le prohibía aliviar el cuerpo dos veces en el mismo sitio.

Cuando la cocina estuvo terminada, Kimani apareció con un hombre llamado Kania —al que presentó como su hermano—, que barrería la estancia. Para hacer las camas sacó a Kinanjui de los campos. Kamau llegó para lavar los platos. Solía pasarse horas sentado ante la casa sacando brillo a los vasos, haciendo que resplandecieran al sol. Por último, en la puerta apareció Jogona. Era casi un niño y sus piernas eran tan delgadas como las ramas de un árbol joven.

—Mejor que un aja —le dijo Kimani a Regina.

—¿Era antes un corzo? —quiso saber ésta.

—Sí.

—Pero no habla.

—Hablará kessu.

—¿Qué tiene que hacer?

—Cocinar para el perro.

—Pero si no tenemos perro.

—Hoy no tenemos perro —afirmó Kimani—, pero kessu sí.

Kessu era una buena palabra. Significaba mañana, pronto, en algún momento, tal vez. La gente decía kessu cuando necesitaba calma para su cabeza, sus oídos y su boca. El único que no sabía cómo curar la impaciencia era el bwana. Todos los días le pedía a Kimani un chico que ayudara a la memsahib en la cocina, pero Kimani mascaba aire con los dientes cerrados antes de responderle:

—Pero si ya tienes a un chico para la cocina, bwana.

—¿Dónde, Kimani? ¿Dónde?

A Kimani le encantaba esa conversación diaria. A menudo, cuando había terminado, dejaba escapar de su boca ruiditos similares a ladridos. Sabía que enojaban al bwana, pero era incapaz de renunciar a ellos. No era fácil amansar al bwana con calma. Su safari había sido demasiado largo. La obstinada negativa de Kimani a aclarar la situación sembraba la inseguridad en Walter. Jettel necesitaba ayuda en la cocina. No podía amasar sola el pan, a duras penas lograba levantar los pesados recipientes de agua potable y era incapaz de convencer a Kamau, el lavaplatos, de que alimentara el humeante horno de la cocina o de que llevara la comida a la casa.

«Ése no es mi trabajo», decía Kamau tan pronto se le pedía ayuda, y seguía sacando brillo a los vasos.

Esa lucha diaria ponía de mal humor a Jettel y nervioso a Walter. Éste sabía que no disponer de suficiente servicio doméstico lo dejaba en ridículo a ojos de las gentes de la granja. Más aún le inquietaba la idea de que Gibson apareciera de repente y viera al instante que su nuevo gerente ni siquiera era capaz de conseguir un chico para la cocina. Tenía la sensación de que no le quedaba mucho tiempo para imponer su voluntad.

En sus rondas con Kimani, les preguntaba a los hombres que le gritaban jambo con especial amabilidad o que simplemente daban la impresión de no tener reparos en trabajar en la casa en lugar de en las schambas si no querrían ayudar a cocinar a la memsahib. Día tras día sucedía lo mismo. Los trabajadores aludidos volvían a un lado la cabeza desconcertados, proferían los mismos ruiditos, ladridos que Kimani, miraban a lo lejos y salían corriendo a toda prisa.

—Es como una maldición —dijo Walter la noche en que se hizo fuego en la casa por primera vez. Kania se había pasado todo el día enfrascado en la nueva chimenea, la había deshollinado y limpiado y había apilado la madera en forma de pirámide. Entonces se acuclilló satisfecho, prendió un trozo de papel, se puso a soplar suavemente la llama hasta arrancarle unas ascuas y atrajo el calor a la habitación.

—Por el amor de Dios, ¿cómo puede ser tan difícil encontrar a un chico para la cocina?

—Jettel, si lo supiera, ya lo tendríamos.

—¿Por qué no nombras a uno sin más ni más?

—Tengo poca experiencia dando órdenes.

—Bah, tú y tu delicadeza. En el Norfolk todas las mujeres hablaban de lo bien que se las arreglaban sus maridos con los chicos.

—¿Por qué no tenemos un perro? —preguntó Regina.

—Porque tu padre es demasiado tonto hasta para encontrar un chico para la cocina. ¿Es que no has oído lo que acaba de decir tu madre?

—Pero un perro no es un chico para la cocina.

—Dios, Regina, ¿es que no puedes mantener la boca cerrada por una vez en tu vida?

—La niña no tiene la culpa.

—Estoy harto de que gimotees por las ollas de Rongai.

—Yo no he dicho nada de Rongai —insistió Regina.

—También se pueden decir cosas sin decirlas.

—Y tú siempre has dicho que todas las granjas son iguales —apuntó Jettel.

—Esta maldita granja no. Ésta tiene una chimenea, pero no tiene un chico para la cocina.

—¿No te gusta la chimenea, papá?

La insistencia en la voz de Regina inflamó la ira de Walter. Sólo sentía el deseo, tan pueril como grotesco, de no escuchar nada más, de no decir nada más. En el alféizar de la ventana estaban las tres lámparas para la noche. Walter cogió la suya, la rellenó de parafina, la encendió y bajó tanto la mecha que sólo emitía un débil resplandor.

—¿Adónde vas? —gritó Jettel asustada.

—Al bar —bramó Walter por toda respuesta, si bien el arrepentimiento le desgarró la garganta—. Un hombre tiene derecho a mear solo —añadió, e hizo un ademán que pretendía reflejar su intención de despedirse durante más tiempo, pero la broma no tuvo éxito.

La noche era fría y muy oscura. Sólo las hogueras ante las chozas de los chicos de las schambas centelleaban como diminutos puntos rojizos. En la linde del bosque aullaba un chacal que había salido de caza demasiado tarde. A Walter le pareció que también el animal se reía de él, de modo que se tapó fuertemente los oídos con las manos, pero el sonido no cesaba. Se mofaba de él, y tanto lo atormentaba que por momentos creía que había ladrado un perro. Eran los mismos sonidos humillantes que profería Kimani cuando él le preguntaba por el chico para la cocina.

Walter pronunció el nombre de Kimani en voz queda, pero el eco, burlándose, se lo devolvió amplificado. Se percató de que la rebelión de su cabeza empezaba a atacarle al estómago, y se alejó de la casa corriendo para no vomitar a la puerta. La arcada no le procuró alivio alguno. El sudor en la frente, la sensación de entumecimiento en sus húmedas manos y el fino velo ante los ojos le recordaron la malaria y el hecho de que en Ol’ Joro Orok no tenía vecinos a los que poder pedir ayuda.

Se frotó los ojos y comprobó, aliviado, que los tenía secos. Pese a todo, sintió la humedad en el rostro y, después, una opresión tan angustiosa en el pecho que creyó que iba a desplomarse. Como el ladrido retumbaba cada vez con más fuerza en su oído derecho, Walter arrojó la lámpara en la hierba y permaneció inmóvil. El calor se apoderó de su cuerpo. Un olor que no pudo identificar le trajo primero un recuerdo, apagó luego su agitación. Comprendió que los trémulos movimientos no procedían de su corazón y, finalmente, notó también la áspera lengua que le lamía la cara.

«Rummler —susurró Walter—. Rummler, maldito canalla. ¿De dónde sales? ¿Cómo me has encontrado?». Repitió ora el nombre del animal ora cariñosos apelativos que nunca antes se le habían ocurrido, agarró el grueso pescuezo del perro con ambas manos, olió su humeante pelaje y se dio cuenta de que le volvían las fuerzas y veía bien otra vez.

Mientras Walter apretaba contra sí al agitado y jadeante animal y lo acariciaba asombrado, embriagado de una dicha que lo incomodaba, miró tímidamente alrededor como si temiera que pudieran sorprenderlo en el paroxismo de su ternura. Entonces vio una figura que se aproximaba.

Con torpeza, pues a duras penas logró liberarse de aquel abrazo de desmesurada alegría y turbación, Walter cogió la lámpara del suelo y subió la mecha. Primero sólo vio una sombra similar a una nube oscura, si bien pronto pudo distinguir el perfil de un hombre corpulento que corría cada vez más aprisa. Walter creyó divisar la silueta de un abrigo que aleteaba a cada una de las zancadas, aunque hacía ya días que no soplaba el viento.

Rummler gañó y ladró antes de emitir un gran aullido de alegría que, por un breve instante, silenció cualquier otro sonido y luego, de repente, se transformó en unas notas que sólo podían proceder de una persona. Alto y claro, un sonido familiar rasgó el silencio de la noche.

Perdí mi corazón en Heidelberg —canturreó Owuor, recortándose contra la claridad amarillenta de la lámpara. Un trozo de su camisa blanca resplandecía bajo la toga negra.

Walter cerró los ojos y esperó, agotado, despertar de un sueño, pero sus manos sentían el lomo del perro y seguía oyendo la voz de Owuor:

Bwana, duermes de pie.

Walter abrió la boca, pero no podía mover la lengua. Ni siquiera se percató de que había extendido los brazos hasta que notó el cuerpo de Owuor junto al suyo y la orla de seda de la toga en la barbilla. Durante unos preciosos segundos, dejó que el rostro de Owuor, con su nariz chata y su tersa piel, adoptara los rasgos de su padre. Experimentó un agudo dolor cuando la imagen de consuelo y añoranza se desvaneció, mas la dicha permaneció.

—Owuor, canalla, ¿de dónde sales?

—Canalla. —Owuor saboreó la extraña palabra y tragó saliva complacido, pues le había salido en el acto—. De Rongai. —Rió, hurgó bajo la toga, en el bolsillo del pantalón, y sacó un trocito de papel cuidadosamente doblado—. He traído las semillas —anunció—. Ahora también podrás plantar aquí tus flores.

—Son las flores de mi padre.

—Son las flores de tu padre —repitió Owuor—. Te han encontrado.

—Tú me has encontrado, Owuor.

—La memsahib no tiene cocinero en Ol’ Joro Orok.

—No. Kimani no le ha encontrado ninguno.

—Ha ladrado como un perro. ¿No has oído ladrar a Kimani, bwana?

—Sí. Pero no sabía por qué ladraba.

—Era Rummler, que hablaba por boca de Kimani. Te decía que estaba de safari conmigo. Ha sido un largo safari, bwana. Pero Rummler tiene una buena nariz. Ha encontrado el camino.

Owuor esperó impaciente para ver si el bwana se creía la broma o si aún era tan tonto como un pollino y no sabía que en un safari un hombre necesita su cabeza y no la nariz de un perro.

—Owuor, fui otra vez a Rongai a recoger mis cosas, pero no estabas.

—Un hombre que ha de dejar su casa no tiene buenos ojos. No quería ver tus ojos.

—Eres listo.

—Eso dijiste el día en que llegaron las langostas —se alegró Owuor. Mientras hablaba, miraba a lo lejos como si quisiera recuperar el tiempo, y sin embargo sentía cada movimiento de la noche—. Ahí está la memsahib kidogo —dijo exultante.

Regina estaba en la puerta. Gritó varias veces el nombre de Owuor, cada vez más alto, y se precipitó hacia él mientras Rummler le lamía las piernas desnudas. Liberó su garganta y comenzó a chasquear la lengua. Ni siquiera cuando Owuor la depositó de nuevo en la blanda tierra y ella se inclinó sobre el perro y le humedeció el pelaje con los ojos y la boca, ni siquiera entonces dejó Regina de hablar.

—Regina, ¿qué farfullas? No entiendo una palabra.

Jaluo, papá. Hablo jaluo. Como en Rongai.

—Owuor, ¿tú sabías que hablaba jaluo?

—Sí, bwana. Lo sé. El jaluo es mi lengua. Aquí en Ol’ Joro Orok sólo hay kikuyus y nandis, pero la memsahib kidogo tiene una lengua como la mía. Por eso he podido venir hasta ti. Un hombre no puede estar donde no se le entiende.

Owuor lanzó su risa al bosque y luego a la montaña con el sombrerete de nieve. El eco tenía la fuerza que sus sedientos oídos necesitaban, y sin embargo su voz era queda cuando dijo:

—Pero eso ya lo sabes, bwana.