Los hombres jóvenes que aún conservaban vivos sus recuerdos de los colegios ingleses y las alegres noches en Oxford recibieron la noticia del estallido de la guerra —por profundo que fuera su pesar por la amenazada patria— como un cambio no del todo indeseable. Lo mismo les ocurrió a los veteranos de ilusiones marchitas que, con cierto tedio por la monótona rutina de la vida colonial, cumplían con sus obligaciones en la policía de Nairobi y las fuerzas armadas del resto del país. De repente, su cometido ya no tenía que ver solamente con robos de ganado, ocasionales luchas tribales y crímenes pasionales en la alta sociedad inglesa, sino con la propia colonia de la Corona.
En los últimos cinco años, ésta venía acogiendo cada vez a más gente del continente, y justo esta gente planteaba ahora a las autoridades nuevos desafíos. En tiempos de paz, los refugiados sin recursos, con nombres de tan difícil pronunciación como escritura, suponían una contrariedad precisamente por su horrible acento y por su ambición, considerada poco deportiva en vista de la tendencia británica al comedimiento. Con todo, por lo general se les tenía por disciplinados y fáciles de manejar. Durante largo tiempo, uno de los principales objetivos de las autoridades había sido no sacudir los sólidos cimientos de la vida y la economía de Nairobi, es decir, dispensar a la ciudad de los emigrantes y alojarlos en granjas. Todo ello se había llevado a cabo siempre con rapidez y a entera satisfacción de los granjeros gracias a la Comunidad Judía, cuyos miembros más antiguos compartían la misma opinión.
La guerra trajo consigo otras prioridades. Ahora lo único importante era proteger a la nación de aquéllos que por nacimiento, lengua, educación, tradición y lealtad pudieran mantener unos lazos más estrechos con el enemigo que con el país de acogida. Las autoridades sabían que debían actuar de forma rápida y eficaz, y por lo pronto no estaban en absoluto descontentas con el modo en que habían hecho frente a tan inusitado cometido. En el plazo de tres días, todos los extranjeros enemigos de las ciudades y también de las remotas granjas habían pasado a manos del ejército en Nairobi y habían sido informados de que, en adelante, dejaban de tener el estatus de refugees y pasaban a ser considerados enemy aliens.
Contaban con vivencias análogas de la anterior Guerra Mundial, que ahora era la Primera, y también con suficientes oficiales veteranos que habían servido en el ejército y sabían lo que había que hacer. Se internó a todos los hombres mayores de dieciséis años; los enfermos y los que necesitaban cuidados fueron repartidos entre los distintos hospitales que tenían la vigilancia adecuada. Se desalojaron de inmediato los barracones del Segundo Regimiento de los King’s African Rifles de Ngong, a veinte millas de Nairobi.
Los soldados cuyo cometido era ir a buscar a los hombres de las granjas habían procedido de forma inesperadamente rápida y en extremo concienzuda. «Un tanto demasiado concienzuda», según palabras del coronel Whidett —el cual estaba a cargo de la operación Enemy Aliens— en su primera comparecencia tras el exitoso resultado.
En tan precipitada detención, los jóvenes soldados ni siquiera habían dado tiempo a los bloody refugee —como los llamaban en su reavivado patriotismo— a hacer la maleta, y con su mal dosificado celo acabaron causando a sus superiores dificultades fácilmente evitables. En primer lugar, se vieron obligados a vestir a los hombres, que habían llegado a Ngong únicamente con pantalón, camisa y sombrero o a veces incluso en pijama. De encontrarse en la madre patria, semejante problema habría sido atajado de inmediato recurriendo a las ropas de presidiario.
Pero en Kenia resultaba tan inmoral como falto de gusto ponerle a los blancos la misma ropa que a los prisioneros negros. En las cárceles del país no había ni un solo europeo y, por consiguiente, tampoco cosas tan naturales para las necesidades diarias como cepillos de dientes, mudas o esponjas. Para no cargar el presupuesto ya en los primeros días de la guerra ni suscitar preguntas desagradables por parte del Ministerio de la Guerra de Londres, se hizo un llamamiento a los sorprendidos ciudadanos para que efectuaran los correspondientes donativos, medida ésta que provocó una avalancha de cartas al director dolorosamente burlonas en el East African Standard.
Aún peor acogida recibió la particularidad de que los internados llevaran los mismos uniformes caqui que sus guardianes. En los propios círculos militares, la indeseada pero necesaria igualdad de la apariencia externa entre los defensores de la patria y sus eventuales atacantes despertó gran indignación. No era posible acallar los rumores de que los hombres del continente se mofaban de la gravedad de la situación. Existían informes de que se saludaban entre sí con sorna y que los que hablaban inglés preguntaban sin más ni más a los guardianes cuál era el camino del frente. El Sunday Post aconsejaba a sus lectores: «Si se encuentra a un hombre que vista el uniforme británico, por su propia seguridad hágale entonar primero el God Save the King.». El Standard se contentaba con un comentario que, pese a todo, llevaba por título «Escándalo».
Aun siguiendo la más estricta interpretación del riesgo para la seguridad, no habría sido preciso internar de inmediato a mujeres y niños. El ejército estimaba más que suficiente limitarse a confiscar radios y cámaras para evitar que pudieran ser utilizadas para una posible toma de contacto con el enemigo en los campos de batalla europeos. Por otra parte, no había que olvidar que también en 1914, en la Guerra de los Böers, habían concentrado a mujeres y niños en campos. Más aún pesaba el argumento de que era contrario a la tradición británica del honor y el sentido de la responsabilidad dejar en una granja a seres indefensos sin protección masculina. Nuevamente se procedió de forma rápida y nada burocrática. Al estallar la guerra, ninguna mujer debía quedarse más de tres horas sola en una granja.
A las internadas y, con mayor razón, a los niños no se les podía alojar en barracones militares, pero de nuevo el coronel Whidett dio con una solución satisfactoria. Sin reparar en el esparcimiento de los fines de semana de los granjeros que habitaban las tierras altas, el tradicional hotel Norfolk y el lujoso hotel New Stanley fueron requisados como alojamiento para las familias de los «extranjeros enemigos». Se impuso esta opción porque Nairobi era el único lugar que contaba con suficientes funcionarios competentes para hacerse cargo de una situación que no podía seguir así a la larga.
Las internadas se quedaron desconcertadas al llegar a Nairobi después del largo y penoso viaje desde las granjas. Recibieron una jubilosa bienvenida por parte del personal del hotel, al que hasta entonces siempre se había exhortado a saludar gustosamente a los huéspedes y al que no se había podido reeducar a tiempo para hacer frente a los cambios que trajo consigo la guerra. También se había ordenado que acudieran a los dos hoteles médicos, enfermeras, puericultoras y profesores. Debido a la urgencia de su movilización, esperaban encontrarse problemas que guardaran una relación causal con la guerra; mas pronto se dieron cuenta de que ese caso especial nada tenía que ver con estallidos de epidemias ni problemas psicológicos, sino con dificultades de comunicación. El mejor modo de resolver esas dificultades habría sido utilizando el suajili, idioma que, sin embargo, los pretenciosos funcionarios de la colonia no dominaban tan bien como aquellas gentes que no llevaban mucho tiempo en el país y que en modo alguno se correspondían con la imagen habitual de los agentes enemigos.
El transporte de Nakuru, Gilgil, Sabbatia y Rongai fue el último en llegar al hotel Norfolk. Ya en el trayecto y gracias al consuelo y la tranquilidad proporcionados por el destino común, Jettel había superado su miedo al incierto futuro y la conmoción de la repentina separación de Walter, y hasta consideró beneficiosa la inesperada liberación de la soledad y la monotonía de la granja. Estaba tan fascinada por la elegancia y el animado ambiente del hotel que por un momento, al igual que las demás mujeres, olvidó la causa de tan abrupto cambio en su vida.
Regina también estaba deslumbrada. En Rongai se había negado a subir al camión y tuvieron que arrastrarla a la fuerza. Durante el viaje no había parado de llorar y de llamar a Owuor, al aja, a Suara, a Rummler y a su padre, pero el brillo de las numerosas luces, las cortinas de terciopelo azul de los altos ventanales, los cuadros con marcos dorados y las rosas rojas en copas de plata, además de las muchas personas y aromas, capaces de despertar en ella un entusiasmo aún mayor que los cuadros, lograron ahuyentar de inmediato sus preocupaciones. Se quedó boquiabierta, aferrada al vestido de su madre mientras contemplaba a las enfermeras de almidonadas cofias blancas.
La cena acababa de empezar. Se trataba de uno de esos menús elaborados con esmero por los cuales el Norfolk era famoso no sólo en Kenia, sino en toda África oriental. El jefe de cocina, un hombre oriundo de Sudáfrica y con experiencia en dos barcos de lujo, no tenía la menor intención de romper con la tradición de la casa sólo porque en algún lugar de Europa hubiera estallado una guerra y en el comedor no hubiese más que mujeres y niños.
El día anterior habían llegado bogavantes de Mombasa, cordero de las tierras altas, y judías verdes, apio y patatas de Naivasha. La carne iba acompañada de esa salsa de menta considerada una especialidad legendaria del Norfolk, gratín a la francesa, frutas tropicales sobre un delicado lecho de bizcocho y una selección de quesos que, con el stilton, el cheshire y el cheddar ingleses, de sobra completaba la oferta de paz. La primera noche, el cocinero atribuyó el hecho de que numerosas porciones de bogavante y cordero volvieran intactas a la cocina debido al excesivo cansancio de los comensales. Sin embargo, como persistiera la aversión a los crustáceos y a la carne, se pidió consejo a un representante de la Comunidad Judía de Nairobi. A decir verdad, éste pudo informar sobre las prescripciones alimentarias judías, pero tampoco él sabía por qué los niños regaban los postres con su salsa de menta. El cocinero maldijo primero la bloody war y muy pronto a los bloody refugees.
Ni siquiera un hotel tan espacioso como el Norfolk tenía sitio suficiente para tan inusitada afluencia de huéspedes, de modo que cada habitación hubo de ser compartida por dos mujeres con sus respectivos hijos. Se temió incluso que hubiera que recurrir a los cuartos del servicio. Lo cierto es que éstos no estaban ocupados, ya que, contrariamente a la costumbre habitual en el Norfolk, las mujeres y los niños habían llegado sin sus chicos y ajas personales, pero la sensibilidad del director del hotel se oponía a que los europeos vivieran en las habitaciones destinadas a los negros.
Regina compartía una cama turca con una chica unos meses mayor que ella. Esto les ocasionó ciertas dificultades la primera noche, puesto que, como hijas únicas que eran ambas, no estaban acostumbradas a tan estrecho contacto, pero sirvió para que superaran tanto más rápido el miedo y la timidez. Inge Sadler era una niña fuerte que llevaba traje bávaro y dormía con camisones de franela de cuadros azules y blancos. Era muy independiente y amable y estaba a todas luces encantada con la perspectiva de tener una amiga. Los primeros días, Regina pensó que su dialecto bávaro era inglés, pero pronto se acostumbró a la pronunciación de su nueva amiga y se asombró de que supiera leer y escribir.
Inge había ido un año a la escuela en Alemania y estaba dispuesta a transmitirle sus conocimientos a Regina. Cuando Inge se despertaba por las noches, lloraba angustiada y tenía que acudir a calmarla su madre, quien, pese a su energía y severidad durante el día, sabía consolar tan dulcemente como el aja y conquistó el corazón de Regina tan aprisa como en su antigua vida lo hiciera Owuor. Cuando Regina le habló a la señora Sadler de Suara, ella sacó de su costurero lana azul y le hizo un corzo de ganchillo.
Los Sadler eran de Weiden in der Oberpfalz y habían llegado a Kenia seis meses antes de que estallara la guerra. Dos de los hermanos tenían una tienda de confección y el tercero era agricultor. Las tres esposas eran demasiado resueltas para añorar el fulgor del pasado. Tejían jerseys y cosían blusas para un afamado establecimiento de Nairobi y habían animado a sus esposos a arrendar una granja en Londiani que ya a los seis meses producía sus primeros beneficios.
Inge había vivido en Weiden el pogromo del 9 de noviembre y había tenido que presenciar cómo destrozaban el escaparate de la tienda paterna, arrojaban a la calle telas y vestidos y saqueaban la casa. A su padre y sus dos tíos los sacaron de casa a rastras, los golpearon y se los llevaron a Dachau. Cuando volvieron al cabo de cuatro meses, Inge no reconoció a ninguno de los tres. Como la avergonzaba llorar por la noche, a las dos semanas de estar en el Norfolk le relató a Regina los acontecimientos de los que nunca hablaba con sus padres.
—A mi papá no le pegó nadie —afirmó Regina cuando Inge hubo acabado.
—Entonces es que no es judío.
—Eso es mentira.
—Ni siquiera sois alemanes.
—Somos de la patria —aclaró Regina—. De Leobschütz, Sohrau y Breslau.
—En Alemania muelen a palos a todos los judíos. Lo sé perfectamente. Odio a los alemanes.
—Yo también odio a los alemanes —aseguró Regina.
Se propuso hablarle lo antes posible a su padre de su nuevo odio, de Inge, de los vestidos en la calle y de Dachau. Aunque mencionaba mucho menos a su padre que a Owuor, al aja, Suara y Rummler, lo echaba de menos y sentía la separación tanto más cuanto que le remordía la conciencia. Se había tendido en el suelo y había sido la primera en oír el camión que los había desterrado a todos de Rongai.
En el pequeño estanque de los nenúfares blancos sobre los que, al calor del mediodía, se posaban las mariposas como nubes amarillas, le reveló a Inge:
—He hecho la guerra.
—Tonterías, los alemanes han hecho la guerra. Eso lo sabe todo el mundo.
—Tengo que contárselo a mi papá.
—Él ya lo sabe.
Sólo después de esa conversación cayó Regina en la cuenta de que todas las mujeres hablaban de la guerra. Hacía tiempo que ya no estaban tan alegres como al principio del internamiento. Decían cada vez más a menudo: «Cuando volvamos a la granja», y ninguna de ellas quería saber nada del entusiasmo con el que llegaron a Nairobi. El cambio de tono en el Norfolk aumentaba la añoranza de la vida en la granja.
El director del hotel, un hombre enjuto y desabrido llamado Applewaithe, hacía tiempo que había dejado de esforzarse por ocultar su aversión hacia quienes no sabían pronunciar su nombre. Detestaba a los niños, con los que hasta el momento no había tenido relación alguna ni personal ni profesionalmente, y a las madres recientes les prohibió calentar la leche para los niños en la cocina, tender pañales en el balcón y colocar los cochecitos bajo los árboles. Daba a entender a las mujeres cada vez con mayor claridad que para él eran unas intrusas y, aún peor, enemy aliens.
Tras la desconcertante euforia inicial que había suscitado en ellas la dicha de estar juntas, las mujeres volvieron a la realidad consternadas y conscientes de su culpabilidad. Casi todas tenían aún parientes en Alemania y ahora comprendían que para padres, hermanos y amigos ya no había escapatoria posible. La certidumbre de esa perentoriedad y el descubrimiento de la inseguridad del propio futuro las paralizaban. Añoraban a sus esposos, que antes tomaban solos todas las decisiones y asumían la responsabilidad de la familia y de los cuales ni siquiera sabían adonde los habían llevado. La conciencia de la propia impotencia las desconcertaba y trajo consigo mezquinas rencillas y, después, una apatía que las hacía refugiarse en el pasado. Las mujeres rivalizaban en descripciones relativas a la buena vida que una vez tuvieran, una vida que con cada día de obligada ociosidad brillaba aún más en el recuerdo. Se avergonzaban de sus lágrimas y más aún cuando decían «en el hogar» o «en casa» y ya no sabían si hablaban de la granja o de Alemania.
Jettel sufría lo indecible por su necesidad insatisfecha de protección y consuelo. Anhelaba la vida en Rongai, con el buen humor de Owuor y el ritmo familiar de los días, que ya no le parecían solitarios, sino llenos de esperanza y futuro. Incluso echaba de menos las peleas con Walter, que ahora se le antojaban una sucesión de cariñosas bromas, y lloraba con la sola mención de su nombre. Después de cada arrebato decía: «Si mi marido supiera por lo que estoy pasando aquí, vendría a recogerme en el acto».
La mayoría de las veces, las mujeres se encerraban en su habitación cuando Jettel se abandonaba a su desesperanza, pero una tarde en que su dolor era más intenso que de costumbre, Elsa Conrad se puso a vociferar inesperada y ruidosamente:
—Deja ya de lloriquear y haz algo. ¿Acaso crees que si se hubieran llevado a mi marido me quedaría de brazos cruzados gimoteando? Las mujeres jóvenes dais asco.
Jettel se quedó tan estupefacta que dejó de sollozar al instante.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó con una voz sin rastro de llanto.
Desde el primer día en el Norfolk, Elsa Conrad se convirtió en una autoridad por todas respetada que no admitía réplica. No le temía ni a las discusiones ni a las personas, era la única berlinesa del grupo y la única no judía. Ya su sola apariencia resultaba imponente. Elsa, tan gruesa como impasible, de día envolvía su corpulencia en largos vestidos de flores; y de noche, en escotados vestidos de fiesta. Llevaba turbantes de un rojo encendido que asustaban tanto a los niños que empezaban a gritar nada más verla.
Por las mañanas nunca se levantaba antes de las diez, apelando al señor Applewaithe había conseguido que el desayuno le fuera servido en su habitación y no paraba de amonestar a los niños y, con igual insistencia, a las mujeres que se ahogaban en sus penas o se quejaban de nimiedades. Sólo fue temida los primeros días. Su capacidad de réplica hacía soportables sus provocaciones y su humor hacía lo propio con su temperamento. Cuando contó su historia, pasó a ser una heroína.
Elsa poseía un bar en Berlín y no solía tener trato con clientes que le desagradaran. A los pocos días de que ardieran las sinagogas, en el bar de Elsa entró una mujer con dos acompañantes y, aún con el abrigo puesto, lanzó un discurso incendiario contra los judíos. Elsa la agarró por el cuello del abrigo, la echó a la calle y le gritó: «¿De dónde crees que ha salido tu caro abrigo de pieles? Seguro que se lo has robado a los judíos, puta».
Esto le valió seis meses en prisión y, acto seguido, la expulsión inmediata de Alemania. Elsa había llegado a Kenia sin recursos y ya a la primera semana la había contratado de niñera un matrimonio escocés de Nanyuki. En ningún momento se había llevado bien con los niños, pero sí con los padres, pese al escaso inglés chapurreado que había cogido al vuelo en el barco. A ellos les enseñó a jugar al skat[11] y al cocinero, a adobar huevos cocidos y a hacer albóndigas. Cuando estalló la guerra, los escoceses se separaron de Elsa muy a su pesar y no permitieron que subiera al camión. Ellos mismos la llevaron en coche al Norfolk, y al despedirse, la abrazaron maldiciendo a los ingleses y a Chamberlain.
Elsa sólo conocía la victoria. «Y ahora, ¿qué voy a hacer?», imitó la voz de Jettel la tarde en que logró encauzar su futuro. «¿Queréis pasaros toda la guerra aquí metidas, mano sobre mano, mientras retienen a vuestros maridos? Entonces, ¿por qué me miráis con cara de bobas? ¿Ni siquiera podéis olvidar que os tienen en palmitas? Moved vuestros mimados traseros y escribid a las autoridades. No puede ser tan difícil explicarles que los judíos no están a favor de Hitler. Seguro que alguna de estas señoritingas habrá ido a la escuela y sabrá suficiente inglés para escribir una carta».
La propuesta, por poco éxito que prometiera, fue aceptada, ya que temían más la ira de Elsa que al ejército británico. Tenía tanta capacidad de organización como de persuasión, así que ordenó a cuatro mujeres que poseían bastantes conocimientos de inglés y a Jettel, por su bonita caligrafía, que escribieran cartas en las que relataran su suerte y aclararan sus puntos de vista. El señor Applewaithe se dejó convencer inusualmente deprisa de que era su obligación dar curso al correo de quienes no podían abandonar el hotel.
Ni siquiera la propia Elsa contaba con que esta campaña tuviera un éxito tan rápido. Para las autoridades militares, lo decisivo no fue ni el tono ni el contenido de las misivas, sino la particularidad de que ellas mismas habían empezado a cuestionar algunos aspectos. Tras las primeras reacciones de Londres, en Nairobi se dudaba de si realmente tendrían que haber internado a todos los refugiados o de si no habría sido más racional comprobar previamente su orientación política.
A ello había que añadir el hecho de que numerosos granjeros esperaban ser llamados a filas y querían saber que sus granjas estarían al cuidado de los refugiados, económicos y muy responsables. La sección de cartas al director del East African Standard la ocupaban casi exclusivamente comentarios que se preguntaban por qué precisamente en Nairobi los prisioneros de guerra tenían que vivir en hoteles de lujo. También los propietarios del Norfolk y del New Stanley reclamaban con insistencia la restitución de su propiedad. El coronel Whidett estimó inteligente mostrar al menos cierta flexibilidad. En primer lugar, autorizó los contactos entre matrimonios con hijos y dejó entrever que estudiaría medidas adicionales. Exactamente a los diez días de que Applewaithe entregara las cartas a las autoridades militares, volvieron a presentarse ante la puerta los camiones del ejército. Tenían orden de llevar a mujeres y niños al campo de internamiento de Ngong.
A los hombres les sucedió lo mismo que a sus mujeres. El internamiento los había devuelto a la vida tras la soledad y el mutismo. La embriaguez de la liberación fue inmensa. Viejos conocidos y amigos que se habían visto por última vez en Alemania volvían a encontrarse; los compañeros de infortunio del barco se abrazaban de nuevo; los extraños constataban que tenían amigos comunes. Pasaron días y noches intercambiando vivencias, esperanzas y opiniones. Los que se habían salvado supieron de desgracias que empequeñecían las propias. Aprendieron a escuchar otra vez, podían hablar. Era como si se hubiera roto un dique.
Después del tiempo pasado en las granjas, solos con la esposa y los hijos y con la obligación de dominarse y reprimir sus miedos, o después de pasar años solos en una granja, todos ellos se alegraban de vivir en un grupo de hombres. Al menos temporalmente, vivirían sin las preocupaciones económicas y sin el tormento de saber que un despido significaba la pérdida inmediata de la morada. Solamente aquel respiro alimentaba la sensación de una reconfortante seguridad. Fue Walter el que acuñó la frase que después repetirían una y otra vez: «Por fin los judíos vuelven a tener un rey que se ocupa de ellos».
Durante los primeros días en el campo, era como si tras un largo viaje se hubiera topado con unos parientes lejanos a los que se sintiera vinculado de inmediato. Osear Hahn, que fuera abogado en Francfort, llevaba seis años de granjero en Gilgil; Kurt Piakowsky, médico berlinés, ahora era jefe de lavandería en el hospital de Nairobi; y Leo Hirsch, dentista en Erfurt, había encontrado trabajo de gerente en una mina de oro en Kisumu; todos ellos eran miembros de la misma asociación estudiantil que Walter y estaban dispuestos en todo momento a intercambiar con él recuerdos de amigos comunes y alegrías de su época de estudiantes.
Heini Weyl, su amigo de Breslau que estaba en Kisumu, pese a la fiebre amarilla y la disentería no había perdido ni el valor para afrontar la vida ni su buen humor. También de Breslau era Henry Guttmann, el envidiado optimista. Era demasiado joven para haber perdido su trabajo y su vida en Alemania, y pertenecía al reducido círculo de los elegidos que tenían más futuro que pasado. Max Bilawasky, que en un año se había arruinado con su propia granja en Eldoret, era de Katowice y conocía Leobschütz.
Siegfried Cohn, vendedor de bicicletas de Gleiwitz, era un ingeniero bien pagado en Nakuru y lingüísticamente también se había adaptado a su nueva vida imponiendo a su duro acento de la Alta Silesia una típica pronunciación nasal inglesa. Walter estaba loco de contento con Jakob Oschinsky. Éste poseía una zapatería en Ratibor, se había colocado en una granja de café en Thika y una vez, de viaje, había pernoctado en el hotel Redlich, en Sohrau. Se acordaba bien del padre de Walter y era un entusiasta de la belleza, el altruismo y los pasteles de repollo de Liesel.
Todos los internados tenían experiencias similares. Rescataron del olvido imágenes reprimidas que fueron como una fuente de juventud para las aturdidas almas. Sin embargo, el buen humor no reinó tanto tiempo entre los hombres como entre las mujeres. Ellos se percataron pronto de que la lengua materna y los recuerdos no eran suficiente sustituto de la patria, de la propiedad usurpada, de la pérdida del orgullo y el honor y de la aniquilada autoestima. Cuando volvieron a abrirse las heridas cicatrizadas a toda prisa, se tornaron más dolorosas que antes.
La guerra había apagado la chispa de esperanza de lograr echar raíces en Kenia rápidamente, una esperanza alimentada por el poderoso anhelo de dejar de ser un marginado y un paria. Finalmente murió en cada uno de ellos la ilusión, abrigada durante largo tiempo contra toda razón, de poder ayudar a los que habían quedado en Alemania y traerlos a Kenia. Aunque intentaba ahuyentar la idea, Walter daba por perdidos tanto a su padre y su hermana como a su suegra y su cuñada.
—De los polacos no pueden esperar ayuda alguna —le explicaba a Osear Hahn— y para los alemanes son judíos polacos. Ahora el destino me ha confirmado de una vez por todas que he fracasado.
—Todos hemos fracasado, pero no ahora, sino en 1933. Hemos creído demasiado tiempo en Alemania, hemos tenido los ojos cerrados. Pero no podemos acobardarnos. No sólo eres hijo. También eres padre.
—Menudo padre, que ni siquiera puede ganarse el dinero para comprar la soga con la que ahorcarse.
—Eso no deberías ni pensarlo —repuso Hahn enojado—. Morirán tantos de los nuestros que desearían vivir que los que se salvan no tienen otra opción que seguir viviendo por sus hijos. Escapar no es sólo una suerte, sino una obligación. Confiar en la vida, también. Arráncate de una vez por todas a Alemania del corazón. Entonces volverás a vivir.
—Lo he intentado. No funciona.
—Eso pensaba yo antes, y cuando ahora pienso en el refinado abogado y notario de Francfort Osear Hahn, el del fabuloso bufete, con más cargos honoríficos que pelos en la cabeza, se me antoja un extraño al que una vez conocí de pasada. Dios, Walter, aprovecha el tiempo aquí para hacer las paces contigo mismo y podrás empezar de verdad desde cero cuando salgamos de este sitio.
—Precisamente eso es lo que me está volviendo loco. ¿Qué será de mí y de mi familia cuando el rey Jorge deje de ocuparse de nosotros?
—Aún tienes tu empleo en Rongai.
—El «aún» me ha sonado especialmente bien.
—¿Qué te parece si me llamas Oha? —sonrió Hahn—. Es el nombre de emigrante que se ha inventado mi mujer. Cree que es menos alemán que Osear. Mi Lilly es una mujer práctica. Sin ella nunca me habría atrevido a comprar la granja de Gilgil.
—¿Tanto sabe de agricultura?
—Era concertista. Sabe mucho de la vida. Los chicos caen rendidos a sus pies cuando canta a Schubert. Y las vacas dan más leche al instante. Con suerte, pronto la conocerás.
—¿De modo que crees en la teoría de Süskind?
—Sí.
«La gente como Rubens —solía proclamar Süskind cuando discutían el futuro y la actitud de las autoridades militares— no puede permitir que tilden a todos los judíos de enemy aliens y nos dejen aquí durante toda la guerra. Apuesto a que el viejo Rubens y sus hijos ya les han dejado claro a los ingleses que nosotros estábamos en contra de Hitler mucho antes que ellos».
A decir verdad, el coronel Whidett tuvo que hacer frente a problemas para los que no estaba preparado en absoluto. Se preguntaba día tras día si las graves diferencias con el Ministerio de la Guerra de Londres podrían ser más desagradables que las regulares visitas a su despacho de los cinco hermanos Rubens, por no hablar del temperamental padre. El coronel admitió sin ruborizarse que, hasta que estalló la guerra, los acontecimientos en Europa no le interesaban mucho más que las luchas tribales entre los jaluo y los lumbwa en Eldoret. No obstante, le irritaba que la familia Rubens estuviera tan al corriente de detalles realmente sorprendentes y que él pareciera un ignorante siempre que venían a verlo.
Whidett no conocía a ningún judío, salvo los hermanos Dave y Benjie, a los que había conocido el primer año en el internado de Epsom y que persistían en su memoria como unos estudiantes asquerosamente ambiciosos y unos pésimos jugadores de cricket. De modo que, por lo pronto, consideraba que estaba en su derecho cuando en las desagradables conversaciones a que el momento le obligaba se remitía al país de origen de los internados y a las dificultades resultantes para su beligerante patria, dificultades que en modo alguno había que subestimar. Sin embargo, por desgracia, muy pronto sus argumentos no le parecieron tan convincentes como en un principio pensara. Nada en absoluto cuando se vio obligado a exponerlos ante sus inoportunos interlocutores, los cuales poseían elocuencia de vendedores de alfombras árabes e hipersensibilidad de artistas.
Tanto si Whidett quería como si no, la familia Rubens, cuyos vínculos con Kenia eran más antiguos que los suyos propios y que hablaba un inglés tan pulcro como el de los old boys de Oxford, le daba qué pensar. Comenzó a ocuparse a regañadientes de la suerte de aquellas personas con quienes «al parecer se ha cometido una injusticia». Con todo, sólo acostumbraba a utilizar tan prudente formulación en su círculo privado, y así y todo vacilante, pues no correspondía ni a su educación ni a sus principios saber más que los demás de los acontecimientos de la maldita Europa.
Así pues, Whidett se comprometió, aunque sin confiar en su criterio, a revisar la propuesta de liberar al menos a aquellos que trabajaran en las granjas y que no tuvieran posibilidad de ponerse en contacto con el enemigo. Para su sorpresa, en los círculos militares la decisión fue aplaudida por perspicaz. Y muy pronto también demostró ser necesaria. Debido a la situación en Abisinia, Londres anunció el envío de un regimiento de infantería de Gales para el cual el coronel necesitaba los barracones de Ngong.
Los camiones del Norfolk y el New Stanley llegaron al campo un domingo después del almuerzo. Los niños hacían señales, desconcertados, y las madres parecían igualmente crispadas al ver aparecer a los hombres ante la alambrada de espino con sus uniformes caqui. La mayoría de las mujeres se había vestido como si las hubieran invitado a una fiesta al aire libre de la alta sociedad; algunas lucían vestidos escotados que habían llevado por última vez en Alemania, otras sostenían en la mano pequeñas flores marchitas que los niños habían cogido en el jardín del hotel.
Walter vio a Jettel con su blusa roja y los guantes blancos que se compró antes de emigrar. Recordó el traje de noche y le costó tragarse su enfado. Sin embargo, al mismo tiempo se dio cuenta de lo hermosa que era su mujer y de que incluso en los momentos más íntimos y plenos la había defraudado con un corazón roto que sólo sabía revivir el pulso del pasado. Se sintió viejo, agotado e inseguro.
Durante unos segundos de angustia que se le hicieron despiadadamente largos, también Regina se le antojó una extraña. Parecía haber crecido en las cuatro semanas que habían estado separados, también sus ojos eran distintos de los días en Rongai, cuando se sentaba con el aja bajo el árbol. Walter trató de recordar el nombre del corzo para hallar ese algo común que tanto deseaba, pero ya no era capaz de recordar la palabra. Entonces vio a Regina corriendo hacia él.
Mientras ella se abalanzaba sobre él como un cachorro e incluso antes de que sus delgados brazos rodearan su cuello, Walter comprendió, con un terror que lo paralizó, que quería a su hija más que a su esposa. Consciente de su culpabilidad y, sin embargo, con una agitación que le pareció estimulante, juró que ninguna de las dos sabría nunca la verdad.
—¡Papá! ¡Papá! —gritó Regina al oído de Walter, trayéndolo al presente, un presente que de pronto le pareció más soportable que antes—. ¡Tengo una amiga! Una amiga de verdad. Se llama Inge. También sabe leer. Y mamá ha escrito una carta.
—¿Qué clase de carta?
—Una carta de verdad. Para que podamos visitarte.
—Sí —corroboró Jettel cuando hubo conseguido apartar a Regina lo suficiente para hallar algo de espacio en el pecho de Walter—. He presentado una instancia para que te suelten.
—¿Desde cuándo sabe mi Jettel lo que es una instancia?
—Tenía que hacer algo por ti. Una no puede quedarse cruzada de brazos rascándose la barriga. Quizá podamos volver pronto a nuestro Rongai.
—Jettel, Jettel, ¿qué han hecho contigo? Pero si en Rongai eras la más infeliz de las mujeres.
—Pero todas las mujeres quieren volver a las granjas.
El orgullo en la voz de su esposa conmovió a Walter; más aún el hecho de que le faltara valor para mirarlo a los ojos al mentir. Ansiaba alegrarla, pero con los halagos le ocurría como con el nombre del corzo. Se alegró de oír la voz de Regina:
—Odio a los alemanes, papá. Odio a los alemanes.
—¿Quién te ha enseñado eso?
—Inge. Le dieron una paliza a su padre y rompieron las ventanas en Dachau y tiraron todos los vestidos a la calle. Inge llora de noche porque odia a los alemanes.
—A los alemanes no, Regina, a los nazis.
—¿También hay nazis?
—Sí.
—Tengo que contárselo a Inge. Entonces también odiará a los nazis. ¿Los nazis son tan malos como los alemanes?
—Sólo los nazis son malos. Nos han echado de Alemania.
—Eso no me lo dijo Inge.
—Entonces ve y cuéntale lo que te ha dicho tu padre.
—Vas a volver loca a la niña —le increpó Jettel cuando Regina se hubo alejado, pero Walter no tuvo tiempo de contestar—. ¿Sabes —musitó— que desde que estamos en guerra ya no hay esperanza para mamá y Käte?
Walter suspiró, pero sintió alivio por poder hablar por fin abiertamente:
—Sí, lo sé. También papá y Liesel han caído en la trampa. Y no me preguntes qué vamos a hacer. No lo sé.
Cuando Jettel rompió en sollozos, él la abrazó y le consoló que las lágrimas que él mismo no podía derramar hacía ya tiempo aún pudieran aliviarla a ella. Pese al motivo, el breve instante de comunión le pareció demasiado precioso para no arrancarle el desaliento a su corazón durante al menos unos latidos. Pero luego se esforzó por no sucumbir de nuevo al miedo que le tentaba a guardar silencio.
—Jettel, no vamos a volver a Rongai.
—¿Por qué? ¿Cómo lo sabes?
—Hoy por la mañana he recibido carta de Morrison.
Walter se sacó la misiva del bolsillo y se la tendió a Jettel. Sabía que ella no podía leerla, pero necesitaba el plazo de gracia de su desconcierto para sosegarse. Permitió su propia humillación al contemplar, desvalido, cómo los ojos de Jettel se atascaban en los renglones que hacía unas horas Süskind le había traducido.
«Dear Mr. Redlich —había escrito Morrison—, I regret to inform you that there is at present no possibility of employing an enemy alien on my farm. I am sure you will understand my decision and wish you all the best for the future. Yours faithfully, William P. Morrison[10]».
—Mírame a mí, Jettel, no a la carta. Morrison me ha despedido.
—Entonces, ¿adónde vamos a ir cuando salgas de aquí? ¿Qué vamos a decirle a Regina? Pregunta todos los días por Owuor y el aja.
—Será mejor que se lo dejemos a Inge —dijo Walter cansado—. Yo también echaré de menos a Owuor. Ahora nuestra vida no es más que una continua despedida.
—¿Han recibido los demás cartas como ésta?
—Algunos de nosotros. La mayoría no.
—¿Por qué nosotros? ¿Por qué siempre nosotros?
—Porque elegiste a un desgraciado por esposo, Jettel. Deberías haberle hecho caso a tu tío Bandmann. Ya te lo decía antes de que nos prometiéramos. Vamos, no llores. Ahí viene mi amigo Oha. Él tuvo la suerte de que los nazis lo destituyeran en 1933. Ahora tiene su propia granja en Gilgil. Has de conocerlo, no tienes de qué avergonzarte. Él está al corriente. Incluso ha prometido ayudarnos. No sé cómo va a hacerlo, pero me reconforta que lo haya dicho.