III

Cuando a la mañana siguiente al episodio de las langostas salió el sol, todos los de las schambas y las chozas sabían —de ahí los tambores de los bosques de las lejanas granjas vecinas— que Owuor era algo más que un simple chico que removía las cazuelas y convertía en furiosos agujeros las mansas burbujitas. En la lucha contra la sigi había sido más veloz que las flechas de los masai. Owuor había convertido en guerreros a los hombres y las mujeres, y también a todos los niños que podían andar sin tener que agarrarse al pañuelo que ceñía las caderas de sus madres.

Sus gritos y el potente ruido de cacerolas, el estruendo de pesadas barras de hierro golpeándose entre sí y, sobre todo, la estridente tormenta de fragmentos de vidrio que saltaban en pedazos contra las grandes piedras habían ahuyentado a las langostas antes de que descendieran sobre las schambas repletas de trigo y maíz. Habían seguido volando como aves despistadas demasiado endebles para conocer su destino.

El día en que el bwana se puso a berrear como un niño consumido por su propia rabia y Owuor pasó a ser el ángel vengador, éste hasta les puso en la mano a sus luchadores las krais redondas en que preparaban el poscho por la noche. Tras la gran victoria, Owuor no había malgastado la noche durmiendo, ni tampoco había tenido oídos para las ruidosas bromas de sus amigos; tanto le embriagó la certeza de que podía hacer magia, tan dulce era el sabor en su boca cuando su lengua dejaba escapar la palabra sigi.

Al día siguiente a aquella noche tan deliciosamente larga, el bwana regresó del ordeño antes de que la última gota de leche estuviera en el cubo. Llamó a Owuor para que acudiera a la casa justo cuando éste se disponía a cantar la canción de los huevos. La memsahib estaba sentada en la silla del asiento rojo que parecía un pedazo del sol poniente y sonreía. Regina se hallaba agachada en el suelo, con la cabeza de Rummler entre las rodillas. Despertó al perro tan pronto como Owuor entró en la habitación.

El bwana tenía en la mano una gran pelota negra. La desplegó, la convirtió en un abrigo y tiró de la mano de Owuor para que tocara la tela. El abrigo era como la tierra tras las grandes lluvias. A ambos lados y en el cuello brillaba un tejido aún más delicado que el de la espalda; igual de suave era la voz del bwana cuando le puso a Owuor el abrigo sobre los hombros y le dijo:

—Es para ti.

—¿Me regalas tu abrigo, bwana?

—No es un abrigo, es una toga. Un hombre como tú ha de llevar una toga.

Owuor probó a decir la extraña palabra al punto. Como no provenía de la lengua de los jaluo y tampoco era suajili, le ocasionó grandes dificultades en la boca y la garganta. La memsahib y la niña se echaron a reír. Incluso Rummler abrió la boca, pero el bwana, que había enviado a sus ojos de safari, permanecía allí, en pie, como un árbol que no ha crecido lo bastante para que su copa se impregne del frescor del viento.

—Toga —dijo el bwana—. Debes decirla a menudo. Así pronto la pronunciarás tan bien como yo.

Durante siete noches, cuando después del trabajo iba a ver a los hombres de las chozas, Owuor se ponía el abrigo negro detrás de una mata, un abrigo que se inflaba de tal forma con el viento que los niños, los perros e incluso los ancianos que ya no veían bien chillaban como pájaros asustados. Apenas la tela —que con el sol arrojaba una luz negruzca e incluso a la luz de la luna era más oscura que la noche— tocaba cuello y hombros, Owuor se esforzaba por pronunciar la extraña palabra.

Para Owuor, abrigo y palabra eran un encantamiento del que sabía que algo tenía que ver con su lucha contra la langosta. Cuando el sol salió por octava vez, la palabra se deshizo por fin en su boca como un pequeño bocado de poscho. Era el momento de ceder al impulso de averiguar más cosas sobre el abrigo.

Hasta que llegó la hora de avivar el fuego de la cocina, Owuor se empapó de la certeza de que hacía ya tiempo que su bwana, la memsahib y la toto lo entendían igual de bien que quienes no temen a las langostas ni a las hormigas gigantes. Durante un tiempo dejó que creciera aún más la pregunta que tanto llevaba bullendo en su cabeza, pero la curiosidad le devoraba la paciencia, de modo que fue en busca del bwana.

Walter se hallaba junto al depósito de hojalata, golpeando las estrías para escuchar hasta cuándo tendrían agua potable, cuando Owuor le preguntó:

—¿Cuándo llevabas la toga?

—Owuor, ésa era mi toga cuando aún no era un bwana. Llevaba la toga para trabajar.

—Toga —repitió Owuor, alegre porque por fin el bwana había comprendido que las buenas palabras han de decirse dos veces—. ¿Puede un hombre trabajar con la toga?

—Sí, Owuor, sí. Pero en Rongai ya no puedo trabajar con la toga.

—¿Trabajabas con las manos cuando aún no eras un bwana?

—No, con la boca. Un hombre ha de ser inteligente para llevar la toga. En Rongai tú eres inteligente. Yo no.

A Owuor no le quedó claro por qué el bwana era tan distinto de los hombres blancos para los que antes había trabajado, hasta que estuvo en la cocina. Su nuevo bwana decía palabras que con la magia de la repetición secaban la boca, pero que se grababan en el oído y la cabeza.

La noticia de la derrota de las langostas tardó exactamente ocho días en llegar a Sabbatia y animar a Süskind a partir hacia Rongai, aunque entre las vacas de su granja se habían declarado los primeros casos de fiebre de la costa oriental.

—Hombre —gritó desde el coche—, te has convertido en un auténtico granjero. ¿Cómo lo has conseguido? Yo no lo he logrado en toda mi vida. Tras la última estación de las lluvias esas malas bestias acabaron con la mitad de la granja.

La noche se convirtió en un derroche de armonía y serenidad. Jettel se despidió de sus últimas patatas, que reservaba para una ocasión especial, enseñó a Owuor a preparar albóndigas de Silesia[7] y le habló de las peras secas que su madre siempre le mandaba a comprar al pequeño establecimiento de la calle GoethestraJ3e. Melancólica, aunque al mismo tiempo alegre, se puso la falda blanca y la blusa de listas azules y rojas que no había vuelto a sacar desde Breslau, y pronto tuvo la oportunidad de quedarse extasiada ante la admiración que despertó en Süskind.

—Sin ti —dijo éste— ya no sabría lo bonita que puede llegar a ser una mujer. Seguro que todos los hombres de Breslau andaban detrás de ti.

—Así era —confirmó Walter, y Jettel disfrutó al comprobar que sus celos no habían perdido un ápice de su antigua fuerza.

Regina no tuvo que irse a la cama. Pudo dormir frente al fuego y, tan pronto la despertaban las voces, se imaginaba que la chimenea era el Menengai; y las negras cenizas tras la quema del matorral, chocolate. Aprendió algunas palabras nuevas para el cajón secreto de su cabeza. Las que más le gustaron fueron «impuesto a la fuga del Reich[8]», aunque también fueron las que más le costó memorizar.

Walter le habló a Süskind de su primer proceso en Leobschütz y de cómo, acto seguido, había remojado su inesperado éxito con Greschek en la fiesta de la matanza de Hennerwitz. Süskind trató de acordarse de Pomerania, pero empezaba a confundir los años, los lugares y los nombres que su memoria le proporcionaba.

—Esperad y veréis —advirtió—. Pronto os pasará lo mismo. El gran olvido es lo mejor de África.

Al día siguiente llegó a la granja el señor Morrison. No cabía duda de que la noticia de la salvación de la cosecha también había llegado a Nairobi, pues le tendió la mano a Walter, algo que nunca había hecho. Más extraordinario aún fue que, al contrario que en sus anteriores visitas, también supo ver el gesto de Jettel, que había preparado té para él. Lo bebió de la taza de porcelana de Rosenthal con las florecitas de colores, sacudiendo la cabeza cada vez que tomaba un terrón de azúcar del azucarero de porcelana con las pinzas de plata.

Cuando el señor Morrison regresó a la casa después de ir a ver las vacas y las gallinas, se quitó el sombrero. Su rostro parecía más joven: tenía el cabello muy rubio y las cejas pobladas. Pidió una tercera taza de té. Estuvo jugueteando un rato con las pinzas del azúcar y de nuevo sacudió la cabeza. De pronto se puso en pie, se dirigió al armario donde estaban el diccionario de latín y la Enciclopedia Británica, sacó un servilletero de marfil del cajón y se lo dio a Regina.

El aro le pareció tan hermoso que el corazón se le aceleró. Sin embargo, llevaba tanto tiempo sin tener que dar las gracias por un regalo que no se le ocurrió nada que decir salvo senté sana, aunque sabía que una niña no podía hablar suajili con un hombre tan poderoso como el señor Morrison.

Nada más equivocado, aunque quizá no tanto, ya que el señor Morrison mostró dos dientes de oro al reír. Regina salió corriendo de la casa presa de la excitación. No era la primera vez que veía al señor Morrison, pero no se había reído nunca y tampoco le había prestado demasiada atención a ella. Si había cambiado tanto, quizá fuera él su corzo, que se había transformado en una persona por arte de magia.

Suara dormía bajo el árbol de las espinas. El descubrimiento de que el aro blanco no poseía ningún poder especial lo despojó de parte de su belleza. De modo que Regina susurró «la próxima vez» al oído de Suara, esperó a que el corzo moviera la cabeza y luego volvió lentamente a la casa.

Morrison se había puesto el sombrero y tenía el mismo aspecto de siempre. Hizo de la mano derecha un puño y se quedó mirando por la ventana. Por un instante se pareció un poco a Owuor el día que llegaron las langostas, sólo que él no se sacó del pantalón ningún diablillo batiendo alas, sino seis billetes que fue dejando uno a uno en la mesa.

Every month —dijo Morrison, y se dirigió al coche. Primero aulló el motor, luego Rummler, y al poco se levantó una nube de polvo en la que desapareció el automóvil.

—Dios mío, ¿qué ha dicho? Jettel, ¿lo has entendido?

—Sí. Quiero decir, casi. Month significa mes. De eso estoy segura. Aprendimos esa palabra en el curso. A decir verdad, yo fui la única que logró pronunciarla correctamente, pero ¿crees que el asqueroso del profesor me elogió por ello o asintió siquiera con la cabeza?

—Eso ahora no tiene importancia. ¿Qué significa la otra palabra?

—No te pongas a vociferar. Ésa también la aprendimos, pero no me acuerdo.

—Tienes que acordarte. Aquí hay seis libras. Seguro que significa algo.

Month significa mes —repitió Jettel.

Ambos estaban tan agitados que durante un rato sólo fueron capaces de pasarse los billetes, contarlos sobre la mesa y encogerse de hombros.

—Pero si tenemos un diccionario —recordó por fin Jettel. Rebuscó nerviosa en una caja y sacó un libro de tapas amarillas y rojas—. Aquí está, Mil palabras en inglés. —Rió. —También tenemos Mil palabras en español.

—Ya no nos sirven. El español era para Montevideo. ¿Puedo decirte algo, Jettel? Esta empresa está condenada al fracaso. No tenemos ni idea de cuál es la palabra que debemos buscar.

Presa de una expectación que le abrasaba la piel, Regina se sentó en el suelo. Comprendió que sus padres, que sacaban de la garganta la misma palabra una y otra vez y olfateaban igual que Rummler cuando estaba hambriento, habían inventado un juego nuevo. Para poder disfrutar de la alegría por más tiempo, era mejor no participar de ella. Regina también reprimió las ganas de ir a buscar a Owuor y al aja, y estuvo tanto tiempo jugueteando con la oreja de Rummler que éste empezó a proferir suaves ruiditos de satisfacción. Entonces oyó a su padre decir:

—Tal vez tú sepas lo que ha dicho Morrison.

Regina quería saborear un poco más el placer que le suponía poder participar por fin en la nueva ronda de palabras extrañas, sacudidas de cabeza y movimientos de hombros. Sus padres seguían olfateando como Rummler cuando tenía que esperar mucho por su comida. Así que abrió la boca, se pasó el servilletero por la mano y fue deslizándolo poco a poco hasta el codo. Qué bien que había aprendido de Owuor a atrapar sonidos que no entendía. Sólo había que encerrarlos en la cabeza y dejarlos salir de vez en cuando sin abrir la boca.

Every month —recordó, pero, dejándose acariciar largo rato por el asombro de sus padres, permitió que se escapara el momento adecuado para repetir el encantamiento. Pese a todo, sus oídos fueron recompensados con el elogio de su padre:

—Eres una niña muy lista. —Y de pronto se pareció al gallo blanco de la cresta color rojo sangre. Pero no tardó en transformarse de nuevo en el padre con los ojos rojos de impaciencia; tomó el libro de la mesa, volvió a dejarlo en el mismo sitio al instante, se frotó las manos y suspiró—: Soy un burro. Un pobre burro.

—¿Por qué?

—También hay que saber deletrear las palabras que se quieren buscar en el diccionario, Regina.

—Tu padre no tiene agallas; él piensa y yo actúo —intervino Jettel—. Aver —leyó en voz alta— significa afirmar. Aviary es una pajarera. Ésta es aún más estúpida. Luego viene avid. Significa ávido.

—Jettel, eso es absurdo. Así nunca lo conseguiremos.

—¿Para qué sirve un diccionario si no puedes encontrar nada en él?

—Bueno. Dámelo. Ahora buscaré yo por la E. Evergreen —leyó Walter— significa de hoja perenne.

Regina se dio cuenta por vez primera de que su padre pronunciaba mejor que Owuor. Retiró las manos de la cabeza de Rummler y se puso a batir palmas.

—Cállate, Regina. Maldita sea, esto no es ningún juego de niños. Va a ser evergreen. Claro, Morrison hablaba de sus maizales siempre verdes. Es curioso, jamás le habría creído capaz de decir tal cosa.

—No —dijo Jettel, y su voz se volvió muy queda—. Ya lo tengo. Lo tengo, en serio. Every significa cada. Eh, Walter, every month debe significar cada mes. No puede ser otra cosa. ¿Querrá eso decir que nos dará seis libras cada mes?

—No lo sé. Habremos de esperar a ver si se repite el milagro.

—Siempre hablas de milagros. —Regina aguardó para ver si su padre se daba cuenta de que había imitado la voz de su madre, pero ni sus ojos ni sus oídos, que permanecían al acecho, lograron captar nada.

—Esta vez tiene razón —musitó Jettel—. Sencillamente ha de tenerla. —Se puso en pie, atrajo a Regina hacia sí y le dio un beso que sabía a sal.

El milagro se hizo realidad. Al comienzo de cada mes, Morrison se presentaba en la granja, tomaba primero dos tazas de té, visitaba a sus gallinas y sus vacas, se acercaba a los maizales, regresaba para tomar la tercera taza de té y dejaba sobre la mesa, en silencio, seis billetes de una libra.

Jettel podía henchirse de orgullo igual que Owuor cuando se hablaba del día en que la fortuna cambió la vida en Rongai.

—¿Ves? —decía ella entonces, y Regina pronunciaba al unísono las familiares palabras sin mover los labios—. ¿De qué te sirve toda tu preciada formación si ni siquiera has aprendido inglés?

—De nada, Jettel, de nada, tan poco como mi toga.

Cuando Walter decía eso, sus ojos no parecían tan cansados como en los meses anteriores. En los días buenos parecían los mismos que antes de la malaria, y luego también se echaba a reír cuando Jettel saboreaba su victoria, la llamaba «mi pequeño Owuor» y disfrutaba por las noches de la ternura que ambos creían perdida para siempre.

—Esta noche me han hecho un hermanito —le contó Regina al aja bajo el árbol de las espinas.

—Eso está bien —repuso el aja—. Suara ya no se convertirá en un niño.

Por la noche Walter propuso:

—Vamos a mandar a Regina a la escuela. La próxima vez que Süskind vaya a Nakuru, se enterará de lo que hay que hacer.

—No —rehusó Jettel—. Aún no.

—Pero has insistido tanto… Y yo también lo quiero.

Jettel se percató de que empezaba a arderle la piel, pero no se avergonzó de su turbación.

—No he olvidado lo que ocurrió el día antes de que llegaran las langostas —dijo—. Entonces pensaste que no había entendido lo que me contaste, pero no soy tan tonta como piensas. Regina aún podrá aprender a leer con siete años. Ahora necesitamos el dinero para mamá y Käte.

—¿Y cómo vas a hacer eso?

—Aquí tenemos suficiente para hartarnos. ¿Por qué no podemos dejar las cosas como están durante un tiempo? Lo tengo todo calculado. Si no tocamos el dinero, dentro de diecisiete meses habremos reunido las cien libras para sacar de allí a mamá y Käte. Y aún nos sobrarán dos libras. Ya verás como lo logramos.

—Si no pasa nada.

—¿Qué iba a pasar? Pero si aquí nunca pasa nada.

—Pero sí en el resto del mundo, Jettel. En casa las cosas están muy mal.

A Walter el empeño y la disposición para la renuncia de Jettel, el júbilo con que cada mes metía las seis libras en un cofrecillo y las contaba una y otra vez, la confianza en que lograría reunir a tiempo la suma de la salvación le resultaban más difíciles de soportar que las noticias que escuchaba cada hora del día y, a menudo, incluso de la noche.

Los intervalos entre las cartas procedentes de Breslau y Sohrau eran cada vez mayores, las propias cartas, pese a todos sus esfuerzos por silenciar el miedo, resultaban tan alarmantes que Walter a menudo se preguntaba si de verdad su mujer no se daba cuenta de que la esperanza era una ofensa. A veces la creía realmente ingenua, se sentía conmovido y la envidiaba. Sin embargo, cuando el abatimiento lo atormentaba de tal modo que ni siquiera era capaz de sentir agradecimiento por su propia salvación, su desesperación se convertía en odio hacia Jettel y sus ilusiones.

Su padre le había escrito acerca de sus vanas tentativas de vender el hotel, le contaba que apenas salía y que en Sohrau ya sólo quedaban tres familias judías, pero que, teniendo en cuenta las circunstancias, le iba bien y no quería quejarse. Al día siguiente de que ardieran las sinagogas, escribió: «Tal vez Liesel pueda emigrar a Palestina. Ojalá pudiera convencerla de que se separe de este viejo tonto». Además, desde el 9 de noviembre de 1938, había suprimido de sus cartas la esperanzada despedida: «Hasta la vista».

En cada una de las lineas de las cartas de Breslau se palpaba el miedo a la censura. Käte hablaba de restricciones que «nos traen de cabeza» y siempre mencionaba a amigos comunes «que tuvieron que salir de viaje repentinamente y de los que no hemos vuelto a tener noticias». Ina relataba que ya no podía alquilar ninguna habitación y escribía: «Sólo salgo de casa a determinadas horas». El regalo de cumpleaños de Regina, que era en septiembre, lo habían mandado en febrero. Walter comprendió el mensaje en clave con horror. Su suegra y su cuñada ya no se atrevían a hacer planes a largo plazo y habían abandonado la esperanza de salir de Alemania.

Le hacía sufrir el deber de hacer que Jettel se enfrentara a la verdad, pero sabía que era pecado no hacerlo. Sin embargo, cuando la veía contar su dinero, igual que un niño que tiene perfectamente calculada la realización de sus deseos, dejaba pasar la ocasión de hablar con ella. A ojos de Walter, su silencio era una capitulación, su debilidad le repugnaba. Se iba a la cama después que Jettel y se levantaba antes que ella.

El tiempo parecía haberse detenido. A mediados de agosto, el chico de Süskind trajo una carta en la que decía: «Definitivamente tenemos en Sabbatia la maldita fiebre de la costa oriental. Por de pronto se acabaron los sabat. He de rezar por mis vacas y ver si aún puedo salvar algo aquí. Si tus vacas empiezan a dar vueltas, es demasiado tarde. En tal caso la epidemia ya habrá llegado a Rongai».

—¿Y por qué no puede venir? —preguntó Jettel furiosa cuando Walter le mostró la carta—. Pero si él no está enfermo.

—Al menos ha de estar en la granja cuando sus vacas mueran. Süskind también teme por su empleo. Cada vez están llegando más refugiados al país que quieren colocarse en las granjas. Eso hace que cualquiera de nosotros sea aún más fácil de sustituir.

Las visitas de Süskind los viernes constituían el punto álgido de la semana, el recuerdo de una vida con conversaciones y distracciones, un mutuo dar y recibir, un soplo de normalidad. Ahora se habían terminado la expectación y la alegría. Cuanto más monótona se tornaba la vida, más ansiaba Jettel los relatos de Süskind sobre Nairobi y Nakuru. Él siempre sabía quién acababa de llegar al país y dónde había ido a parar. Más aún extrañaba su buen humor, las bromas y los cumplidos, el optimismo que siempre le hacía mirar hacia delante y que la reafirmaba a ella en su fe en el futuro.

Walter sufría todavía más. Desde que estaba en la granja, y tanto más después de su malaria, veía en Süskind a su salvador en momentos de acuciante necesidad. Precisaba del altivo talante del amigo para no caer en sus estados depresivos y en aquella añoranza de Alemania que le hacía dudar de su propio juicio. Para él, Süskind era la prueba de que un hombre podía llegar a adaptarse a su destino de apátrida. Más aún, era su único contacto con la vida.

Incluso Owuor se lamentaba de que el bwana Sabbatia ya no fuera por la granja. Nadie movía la boca como él cuando llegaba el pudín. Nadie reía tan alto como el bwana Sabbatia cuando Owuor vestía su toga y cantaba Perdí mi corazón en Heidelberg.

—El bwana Sabbatia —se quejó Owuor cuando el día se hizo noche sin su visita— es como un tambor. Yo lo toco en Rongai y él me contesta desde el Menengai.

—Nuestra radio también echa de menos a Süskind —afirmó Walter la noche del 1 de septiembre—. La batería está estropeada y sin su coche no podemos cargarla.

—¿Ahora ya no escuchas las noticias?

—No, Regina. El mundo ha muerto para nosotros.

—¿La radio también está muerta?

—Muerta y bien muerta. Ahora sólo tus oídos pueden saber lo que hay de nuevo. Así que échate en el suelo y cuéntame algo bonito.

A Regina le daba vueltas la cabeza de alegría y orgullo. Tras las pequeñas lluvias, Owuor le había enseñado a tenderse boca abajo y quedarse inmóvil para arrancarle a la tierra sus sonidos. Desde entonces, había oído muchas veces el coche de Süskind antes de que estuviera a la vista, pero su padre nunca había dado crédito a sus oídos, se limitaba a decir, enfadado, que eran «tonterías» y ni siquiera se avergonzaba cuando en efecto Süskind aparecía después de que ella lo hubiera anunciado. Ahora que ya no podía escuchar más voces en la radio muerta, había comprendido por fin que sin los oídos de Regina estaba tan sordo como el viejo Cheroni, el que metía las vacas en el establo para ordeñarlas. Se sintió fuerte y lista. A pesar de todo, se tomó su tiempo para atrapar unos sonidos que tenían que ir de safari por el Menengai antes de que pudieran escucharse en Rongai. Regina no se tendió sobre el pedregoso sendero que llevaba a la casa hasta la noche siguiente a la muerte de la radio, pero la tierra no dejaba escapar ningún ruido salvo el lenguaje de los árboles al viento. Tampoco a la mañana siguiente halló más que silencio, pero a mediodía sus oídos despertaron.

Cuando le llegó el primer sonido, Regina no se atrevió ni a respirar para no importunarlo. Hasta el segundo no debería haber transcurrido más tiempo del que tarda un pájaro en volar de un árbol a otro. Sin embargo, se hizo esperar tanto que Regina temió haber separado la oreja del suelo más de la cuenta y haber escuchado tan sólo los tambores de la selva. Estaba a punto de levantarse, antes de que la decepción le secara la garganta, cuando de la tierra surgió un latido tan poderoso que tuvo que apresurarse. Esta vez su padre no podía pensar que había visto el coche antes de oírlo.

Hizo bocina con las manos para que su voz sonase más fuerte y aulló: «Deprisa, papá, tenemos visita. Pero no es el coche de Süskind».

El camión que avanzaba jadeante hacia la granja por la empinada pendiente era más grande que todos los demás que habían pasado por Rongai. Los niños salieron corriendo de las chozas en dirección a la casa, muy juntos sus cuerpos desnudos. Les seguían las mujeres con los bebés a la espalda, las muchachas con calabazas llenas de agua y las cabras, azuzadas por los ladridos de los perros. Los chicos de las schambas soltaron sus azadas y abandonaron los campos; los pastores, sus vacas.

Alzaban los brazos, chillaban como si hubieran vuelto las langostas y cantaban las canciones que sólo al anochecer llegaban desde las chozas. La risa de los curiosos y los nerviosos se estrellaba una y otra vez contra el Menengai y regresaba en forma de claro eco. Éste enmudeció tan aprisa como había empezado y el camión se detuvo en medio del silencio.

Al principio sólo pudieron ver una fina nube de tierra roja que subió muy alto y bajó del cielo al instante. Cuando se hubo desvanecido, los ojos se abrieron como platos y los brazos y las piernas se quedaron inmóviles. Incluso los hombres más ancianos de Rongai, que ya ni siquiera contaban las lluvias que habían vivido, tuvieron que vencer a sus ojos antes de que estuvieran dispuestos a ver. El camión era tan verde como los bosques que nunca se secan, y detrás, en el remolque para ganado, no había bueyes ni vacas en su primer safari, sino hombres de piel blanca y grandes sombreros.

Al lado del aja y Owuor estaban Walter, Jettel y Regina, inertes junto al depósito de agua, delante de la casa, temerosos de levantar la cabeza, aunque todos vieron que el hombre que estaba junto al conductor abría de golpe la puerta del camión y bajaba lentamente.

Llevaba pantalones cortos caqui, tenía las piernas enrojecidas y unas relucientes botas negras que a su paso espantaban las moscas de la hierba. En una mano sostenía una hoja de papel más luminosa que el sol. Con la otra se tocaba la gorra, que descansaba sobre su cabeza como un plato llano de color verde oscuro. Cuando por fin el extraño abrió la boca, Rummler se puso a ladrar.

Mister Redlich —ordenó la potente voz—, come along! I have to arrest you. We are at war[9].

Hasta entonces nadie se había movido. Luego llegó un sonido familiar del camión; era Süskind gritando:

—¡Santo cielo, Walter, no me digas que no te has enterado! Ha estallado la guerra. Van a internarnos a todos. Vamos, sube. Y no te preocupes por Jettel y Regina. Hoy mismo pasarán a buscar a las mujeres y los niños para llevarlos a Nairobi.