—Toto —sonrió Owuor al sacar del coche a Regina. La lanzó suavemente hacia arriba, la recogió y la estrechó contra sí.
Sus brazos eran blandos y cálidos; sus dientes, muy blancos. Las grandes pupilas de sus ojos redondos dotaban de claridad a su rostro, y llevaba un gorro alto, color vino, que parecía un cubo boca abajo, uno de aquellos cubos con los que Regina había estado haciendo pasteles en la arena antes de emprender el gran viaje. Del gorro se columpiaba una borla negra de finos flecos; por el borde asomaban unos minúsculos rizos negros. Owuor llevaba una larga camisa blanca por encima de los pantalones, igual que los alegres ángeles de los libros de estampas para niños buenos. Tenía nariz chata, labios abultados y una cabeza que parecía una luna negra. Cuando el sol hizo brillar las gotas de sudor de su frente, éstas se transformaron en perlas multicolores. Regina nunca había visto perlas tan diminutas.
El delicioso aroma que exhalaba la piel de Owuor olía a miel, ahuyentaba el miedo y hacía que una niña pequeña se convirtiera en una persona mayor. Regina abrió la boca de par en par para engullir mejor la magia que expulsaba del cuerpo el cansancio y los dolores. Primero notó lo fuerte que se volvía en brazos de Owuor y después se dio cuenta de que su lengua había aprendido a volar.
—Toto —repitió ella esa hermosa y extraña palabra.
Con sumo cuidado, el gigante de las manos poderosas y la piel suave la posó en el suelo. Su garganta dejó escapar una risotada que le hizo cosquillas en los oídos. Los altos árboles comenzaron a dar vueltas, las nubes se pusieron a bailar y negras sombras se deslizaron veloces ante la luz del sol.
—Toto —sonrió de nuevo Owuor. Su voz era sonora y espléndida, muy distinta de los lamentos y susurros de la gente de la gran ciudad gris con la que Regina soñaba por las noches.
—Toto —replicó Regina exultante, aguardando con impaciencia la chispeante alegría de Owuor.
Abrió tanto los ojos que vio puntitos centelleantes que, con la claridad, se convirtieron en una bola de fuego antes de desaparecer. Papá había apoyado su mano, pequeña y blanca, en el hombro de mamá. La certeza de tener nuevamente consigo a papá y mamá le recordó a Regina el chocolate. Sacudió la cabeza, asustada, y sintió de inmediato un viento frío en la piel. ¿Acaso el hombre negro de la luna no volvería a reír nunca más si ella pensaba en el chocolate? No había chocolate para los niños pobres, y Regina sabía que era pobre porque su padre ya no podía ser abogado. Mamá se lo había contado en el barco y la había elogiado por haberlo entendido todo tan bien y no haber hecho preguntas tontas, pero ahora, con el nuevo aire, cálido y húmedo, Regina ya no recordaba el final de la historia.
Sólo veía que las flores azules y rojas del vestido blanco de su madre revoloteaban como pájaros. También en la frente de papá resplandecían diminutas perlas, no tan bonitas y multicolores como las del rostro de Owuor, pero sí lo bastante graciosas para echarse a reír.
«Vamos, niña —le oyó decir a su madre—, hemos de asegurarnos de que te apartas del sol ahora mismo», y notó que su padre buscaba su mano, pero los dedos habían dejado de pertenecerle. Se aferraban a la camisa de Owuor.
Owuor dio una palmada y le devolvió los dedos. Los grandes pájaros negros posados en el arbolito de delante de la casa alzaron el vuelo, vocingleros, hacia las nubes, y los desnudos pies de Owuor se alejaron raudos por la tierra roja. Con el viento, la camisa del ángel se transformó en una bola. Ver a Owuor marcharse corriendo no le gustó.
Regina sintió el punzante dolor en el pecho que siempre precedía a un gran pesar, pero se acordó a tiempo de que su madre le había dicho que en su nueva vida no debía llorar. Así que cerró los ojos con fuerza para contener las lágrimas. Cuando pudo ver de nuevo, Owuor apareció entre la alta hierba amarilla. En sus brazos llevaba un pequeño corzo[6].
—Éste es Suara. Es un toto, como tú —dijo.
Y aunque Regina no le entendió, extendió los brazos. Owuor le entregó el tembloroso animalillo. Yacía boca arriba, tenía unas patas delgadas y unas orejas tan pequeñas como las de la muñeca Anni, que no había podido venir con ella de viaje porque en las cajas no había más espacio. Regina nunca había tenido en sus manos un animal. Pero no sintió miedo. Dejó que su cabello cayera sobre los ojos del pequeño corzo y le rozó la cabeza con los labios, como si llevara tiempo deseando no pedir ayuda, sino ofrecer protección.
—Tiene hambre —musitó su boca—. Yo también.
—Santo Dios, es la primera vez en la vida que te oigo decir eso.
—Lo ha dicho mi corzo, no yo.
—Llegarás lejos en esta tierra, tímida princesita. Ya hablas como un negro —dijo Süskind. Su risa era distinta de la de Owuor, pero también era agradable a los oídos.
Regina apretó al corzo contra su pecho y no oyó más que los latidos regulares de su cálido cuerpo. Luego cerró los ojos. Su padre le quitó de las manos el animalillo dormido y se lo dio a Owuor. Entonces tomó a Regina en brazos como si fuera una niña pequeña y entró en la casa.
—¡Bien! —exclamó Regina llena de júbilo—. Tenemos agujeros en el techo. Nunca había visto nada igual.
—Tampoco yo hasta que llegué aquí. Espera y verás lo diferente que es todo en nuestra nueva vida.
—Nuestra nueva vida es tan bonita…
El corzo se llamaba Suara porque ése fue el nombre que le dio Owuor el primer día. Suara vivía en un gran establo que había detrás de la pequeña casa, lamía los dedos de Regina con su cálida lengua, bebía leche de un pequeño recipiente de hojalata y al cabo de pocos días ya podía mordisquear mazorcas de maíz tiernas. Cada mañana, Regina abría la puerta del establo; entonces Suara se ponía a dar saltos entre la alta hierba y, de camino a casa, iba restregando la cabeza contra los pantalones marrones de Regina. Llevaba esos pantalones desde el día en que dio comienzo la gran magia. Cuando al atardecer caía el sol del cielo y un manto negro envolvía la granja, Regina escuchaba las historias de hermanitos y hermanitas que le contaba su madre. Sabía que su corzo también terminaría siendo un apuesto joven.
Cuando las patas de Suara fueron más largas que la hierba de detrás de los árboles espinosos y Regina ya conocía los nombres de tantas vacas que tenía que decirle a su padre cómo se llamaban cuando ordeñaba, Owuor trajo un perro de pelaje blanco y manchas negras. Sus ojos eran del color de las estrellas luminosas y su hocico era largo y húmedo. Regina le rodeó el cuello con los brazos, un cuello tan redondo y cálido como los brazos de Owuor. Su madre salió de la casa corriendo y exclamó:
—¡Pero si a ti te dan miedo los perros!
—Aquí no.
—Lo llamaremos Rummler —dijo el padre con una voz tan grave que Regina se atragantó al echarse a reír.
—Rummler —dijo entre risas— es una bonita palabra. Igual que Suara.
—Pero Rummler es alemán. Y a ti ya sólo te gusta el suajili.
—Rummler también me gusta.
—¿Cómo se te ocurre ponerle ese nombre, Rummler? —quiso saber la madre—, ¡pero si ése era el jefe de distrito de Leobschütz!
—Bah, Jettel, necesitamos nuestros juegos. Ahora podemos pasarnos todo el día gritándole: Rummler, hijo de puta, y alegrarnos de que nadie venga a detenernos.
Regina suspiró y acarició la cabezota del perro, que espantaba las moscas con sus cortas orejas. Con el calor, su cuerpo desprendía vaho y olía a lluvia. A menudo papá decía cosas que ella no entendía, y cuando se reía, sólo emitía un breve sonido agudo que no retumbaba en las montañas como la risa de Owuor. Le susurró al perro la historia de la transformación del corzo y el perro miró en dirección al establo de Suara y comprendió lo mucho que Regina deseaba tener un hermano.
Dejó que el viento le acariciara los oídos y oyó que sus padres pronunciaban una y otra vez el nombre de Rummler, pero no acababa de entenderlos bien, aunque sus voces eran muy nítidas.
Cada palabra era como una pompa de jabón que estallaba en el mismo instante en que uno trataba de agarrarla.
«Rummler, hijo de puta», terminó diciendo Regina, pero sólo cuando los rostros de sus padres se tornaron tan luminosos como una lámpara con una mecha nueva supo que esas cuatro palabras eran una fórmula mágica.
Regina también adoraba al aja que había llegado a la granja poco después que Rummler. Apareció una mañana delante de la casa, cuando se desvanecía el último arrebol del firmamento y los buitres negros posados sobre los espinos egipcios asomaban la cabeza por entre las alas. Aja era la palabra para niñera y era más hermosa que las demás precisamente porque se podía leer igual hacia delante que hacia atrás. El aja era, al igual que Suara y Rummler, un regalo de Owuor.
Todas las familias ricas de las grandes granjas con pozos profundos en el césped delante de imponentes casas de piedra blanca tenían un aja. Antes de llegar a Rongai, Owuor había trabajado en una granja para un bwana que tenía un coche y muchos caballos y, naturalmente, un aja para sus hijos.
«Una casa sin aja no es buena», dijo el día en que trajo consigo a la joven mujer de las chozas situadas a orillas del río. La nueva memsahib, a la que había enseñado a decir senté sana cuando quería dar las gracias, le dirigió una mirada de aprobación.
Los ojos del aja eran de color café y tan dulces y grandes como los de Suara. Sus manos eran delicadas; las palmas, más blancas que el pelaje de Rummler. Se movía con la agilidad de los árboles jóvenes al viento y su piel era más clara que la de Owuor, aunque los dos pertenecían al clan de los jaluo. Cuando el viento le arrebataba el manto amarillo que llevaba sujeto en el hombro derecho con un grueso nudo, sus pequeños, firmes pechos se mecían como bolas pendientes de un cordón. El aja nunca se enfadaba ni se impacientaba. Hablaba poco, pero los breves sonidos que escapaban de su garganta sonaban como canciones.
Si Regina aprendió de Owuor su lengua tan bien y tan aprisa que muy pronto la gente comenzó a entenderla mejor que a sus padres, el aja trajo el silencio a su nueva vida. Todos los días, después de almorzar, las dos se sentaban en la redonda mancha de sombra del árbol espinoso que se hallaba entre la casa y la cocina. Allí, mejor que en cualquier otro lugar de la granja, era donde la nariz podía atrapar el aroma de la leche caliente y los huevos fritos. Cuando la nariz estaba saciada y la garganta húmeda, Regina se frotaba suavemente el rostro contra la tela del manto del aja. Entonces oía latir dos corazones antes de quedarse dormida. No se despertaba hasta que las sombras se hacían alargadas y Rummler le lamía la cara.
Después venían las horas en que el aja trenzaba cestitas con largas hierbas. Sus dedos arrancaban del sueño a pequeños animales de alas diminutas y sólo Regina sabía que eran caballos alados que volaban hasta el cielo portando sus deseos. Mientras trabajaba, el aja hacía ruiditos con la lengua, como chasquidos, pero nunca movía los labios.
La noche también tenía sus propios sonidos. Tan pronto oscurecía, comenzaban a aullar las hienas y de las chozas llegaban retazos de cánticos. Ya en la cama, los oídos de Regina seguían engullendo sonidos. Como las paredes de la casa eran tan bajas que ni siquiera llegaban hasta el techo, ella podía oír cada una de las palabras que decían sus padres en el dormitorio.
Aun cuando hablaban entre susurros, los sonidos eran tan nítidos como las voces durante el día. En las noches buenas, sonaban soñolientos como el zumbido de las abejas y los ronquidos de Rummler cuando, con unos pocos lengüetazos, había vaciado la escudilla. Pero había noches largas y enojadas, con palabras que se disparaban con los primeros aullidos de las hienas, que daban miedo y sólo se ahogaban y se sumían en el silencio cuando el sol despertaba a los gallos.
Tras las noches del gran ruido, Walter iba por la mañana a los establos más temprano que los pastores que ordeñaban las vacas y Jettel aparecía en la cocina con los ojos rojos y desleía su ira en la cazuela de leche sobre el humeante hornillo. Después del suplicio nocturno, ninguno de ellos era capaz de hallar el camino hacia el otro hasta que la refrescante brisa vespertina de Rongai apagaba el rescoldo del día y se apiadaba de sus desconcertadas cabezas.
En esos momentos de reconciliación, rebosantes de vergüenza y turbación, a Walter y a Jettel sólo les quedaba el extraño milagro que la granja había obrado en Regina. Compartían agradecidos el asombro y el alivio. Aquella niña apocada a la que antes bastaba que le sonrieran los extraños para que cruzara los brazos a la espalda y bajara la cabeza, había resultado un camaleón. Regina mejoraba en Rongai a medida que pasaban los días. Rara vez lloraba y se echaba a reír en cuanto se le acercaba Owuor. Entonces su voz se despojaba de todo soplo de candidez y mostraba una firmeza que era la envidia de Walter.
—Los niños se adaptan rápidamente —afirmó Jettel el día en que Regina le contó que había aprendido jaluo para poder hablar con Owuor y el aja en su idioma—, ya lo decía mi madre.
—En ese caso aún hay esperanza para ti.
—Eso no tiene gracia.
—No pretendía ser gracioso.
Walter se arrepintió de su pequeño arrebato. Echaba de menos su anterior talento para gastar bromas inofensivas. Desde que su ironía se había vuelto mordaz y la infelicidad de Jettel la hacía impredecible, los nervios de ambos ya no aguantaban las pequeñas pullas, tan naturales en tiempos mejores.
La alegría del reencuentro no duró mucho en las vidas de Walter y Jettel, y pronto regresó el desaliento que los atormentaba. Sin que se atrevieran a reconocerlo, ambos sufrían más la obligada compañía que les imponía la soledad en la granja que la soledad en sí.
No estaban acostumbrados a estar siempre juntos, y sin embargo se veían forzados a pasar cada hora del día sin otra compañía y al margen de las emociones y distracciones del mundo exterior. Las habladurías provincianas que les hicieran sonreír y a menudo incluso consideraran molestas en los primeros años de matrimonio les parecían ahora divertidas y emocionantes. Ya no había breves separaciones y, por tanto, tampoco la alegría del reencuentro, lo cual quitaba hierro a las discusiones y hacía que en el recuerdo se les antojaran inocentes escaramuzas.
Walter y Jettel empezaron a pelearse el día en que se conocieron. El temperamento irascible de Walter no admitía réplica y ella tenía el aplomo de una mujer que de niña fue de una belleza extraordinaria y recibió todos los mimos de una madre que enviudó pronto. Durante el largo tiempo que estuvieron comprometidos, las discrepancias sobre trivialidades y su incapacidad para ceder les hicieron la vida imposible sin que dieran con una solución. Sólo de casados aprendieron a aceptar el equilibrio íntimo entre pequeñas disputas y estimulantes reconciliaciones como parte de su amor.
Cuando nació Regina y, seis meses más tarde, Hitler llegó al poder, Walter y Jettel hallaron en el otro más apoyo que antes sin ser conscientes de que ya eran unos marginados en el supuesto paraíso. Sólo en el monótono ritmo de vida de Rongai cayeron en la cuenta de lo que realmente había ocurrido. Se habían pasado cinco años dedicando toda la fuerza de su juventud a la ilusión de forjarse una patria que hacía tiempo los había rechazado. Ahora ambos se avergonzaban de su falta de perspicacia y de la certeza de no haber querido ver lo que muchos ya veían.
El tiempo había dado al traste con sus sueños. En el oeste de Alemania, ya el 1 de abril de 1933, con el boicot de los comercios judíos, el rumbo de los acontecimientos dio un giro hacia la desesperanza. Destituyeron a los jueces judíos; expulsaron a los profesores de las universidades; los abogados y los médicos perdieron sus puestos; los comerciantes, sus negocios; y todos los judíos, la esperanza inicial de que el terror durara poco. No obstante, gracias al Convenio de Ginebra para la Protección de las Minorías, los judíos de la Alta Silesia quedaron por de pronto dispensados de un destino que no podían concebir.
Walter no entendía que no podía escapar al destino de los proscritos cuando empezó a consolidar su bufete en Leobschütz e incluso se hizo notario. En sus recuerdos, las gentes de Leobschütz —claro que con algunas excepciones cuyos nombres podía enumerar, cosa que hacía una y otra vez en Rongai— eran amables y tolerantes. Pese a las persecuciones de los judíos, también incipientes en la Alta Silesia, algunas personas, cuyo número era cada vez mayor en su memoria, insistían en acudir a un abogado judío. Con un orgullo que con el tiempo se le antojaba tan indigno como presuntuoso, él se había contado entre las excepciones de los condenados por el destino.
El día en que expiró el Convenio de Ginebra para la Protección de las Minorías, Walter supo de su destitución como abogado. Ésa fue su primera confrontación con la Alemania que no había querido admitir. El golpe fue demoledor. Para él, el hecho de que tanto su instinto como su sentido de la responsabilidad para con su familia le hubieran fallado se convirtió en un fracaso irreparable.
Con sus ganas de vivir, Jettel había tenido aún menos presente aquella amenaza. Le bastaba con ser el admirado centro de un pequeño círculo de amigos y conocidos. Más por casualidad que por premeditación, de niña sólo había tenido amigas judías, al terminar sus estudios había entrado de ayudante de un abogado judío y a través de la asociación de estudiantes de Walter, la KC, sólo había tenido contacto con judíos. A ella no le importó que después de 1933 sólo pudiera relacionarse con los judíos de Leobschütz. La mayor parte de ellos tenía la edad de su madre y encontraba estimulantes la juventud, el encanto y la amabilidad de Jettel. Además, Jettel estaba embarazada y resultaba enternecedora en su ingenuidad. Las gentes de Leobschütz pronto empezaron a mimarla como antes hiciera su madre y, al contrario de lo que se temía en un principio, disfrutaba de la vida de provincias. Y cada vez que se aburría, se iba a Breslau.
Los domingos solían ir a Troppau. La frontera checa estaba a un paso. Allí, además del suculento escalope que se comía y la gran selección de tartas, Jettel tenía al menos la ilusión de que la emigración, de la que había que hablar de vez en cuando ya que a muchos conocidos no les quedaba más remedio, no sería muy distinta de las festivas excursiones al hospitalario país vecino.
A Jettel jamás se le habría ocurrido que no pudieran satisfacerse necesidades tales como la compra diaria, los convites de amigos, los viajes a Breslau, el cine y un compasivo médico de cabecera junto a la cama tan pronto como la paciente tenía unas décimas de fiebre. Sólo el traslado a Breslau como paso previo a la emigración, la búsqueda desesperada de un país que estuviera dispuesto a acoger a judíos, la separación de Walter y, en último término, el miedo de no volver a verlo y tener que quedarse sola en Alemania con Regina hicieron despertar a Jettel. Comprendió lo que había ocurrido durante los años en que había disfrutado del presente, un presenté que hacía ya tiempo había dejado de ser la promesa de un futuro. De modo que Jettel, que se tenía por una persona con experiencia en la vida y creía poseer un instinto certero para las personas, más tarde también se avergonzaría de su exceso de confianza y su buena fe.
En Rongai, sus reproches y su infelicidad fueron creciendo como la hierba silvestre. En los tres meses que llevaba en la granja, Jettel no había visto más que la casa, el establo y el bosque. Además sentía una profunda aversión tanto por la aridez, esa sequedad que a su llegada le dejó el cuerpo debilitado y la cabeza sin voluntad, como por las copiosas lluvias, que no tardaron en llegar. La lluvia reducía la vida a la lucha desesperada contra el lodo y a los infructuosos esfuerzos por mantener seca la leña para el fuego de la cocina.
Y siempre estaba presente el temor a la malaria y a que Regina pudiera enfermar y morir. Sobre todo, Jettel vivía con el constante pánico de que Walter perdiera su empleo y los tres se vieran obligados a dejar Rongai y quedarse a la intemperie. Jettel se dio cuenta de que el señor Morrison, que en sus visitas incluso se mostraba antipático con Regina, hacía responsable a su esposo del devenir de la granja.
Para el maíz, el tiempo había sido primero demasiado seco y luego demasiado húmedo. Y el trigo aún no había empezado a verdear. Las gallinas tenían una enfermedad en los ojos: morían al menos cinco cada día. Las vacas no daban bastante leche. Ni uno solo de los cuatro últimos terneros que habían nacido había llegado a las dos semanas. El pozo que Walter había hecho cavar por deseo del señor Morrison no daba agua. Sólo los agujeros del techo eran cada vez mayores.
El día en que el primer incendio del matorral después de las grandes lluvias tornó al Menengai en una pantalla rojiza fue especialmente tórrido. Pese a ello, Owuor colocó ante la casa unas sillas para Walter y Jettel.
—Hay que contemplar el fuego, que llevaba mucho tiempo dormido —afirmó.
—Entonces, ¿por qué no te quedas tú a verlo? —Mis piernas deben marcharse.
El viento soplaba con demasiada vehemencia para las horas previas al ocaso, el espeso humo que sobrevolaba la granja en abultadas nubes había teñido el cielo de gris. Los buitres habían abandonado los árboles. En el bosque chillaban los monos y también las hienas habían comenzado a aullar antes de tiempo. El aire era acre, dificultaba el habla. Sin embargo, Jettel gritó de pronto:
—¡No puedo más!
—No tengas miedo. La primera vez también yo pensé que ardería la casa y quise llamar a los bomberos.
—No estoy hablando del fuego. No aguanto más este lugar.
—Debes hacerlo, Jettel. No tenemos otra elección.
—Pero ¿qué va a ser de nosotros aquí? Tú no ganas ni un céntimo y pronto nos quedaremos sin dinero. ¿Cómo vamos a mandar a Regina a la escuela? Ésta no es vida para una niña, todo el día con el aja, sentadas bajo el árbol.
—¿Acaso crees que no lo sé? Con lo grandes que son las distancias aquí, los niños van al internado. El más cercano está en Nakuru y cuesta cinco libras al mes. Süskind ha estado informándose. A menos que se produzca un milagro, no podremos permitírnoslo en unos cuantos años.
—Siempre estamos esperando un milagro.
—Jettel, hasta ahora Dios no se ha portado tan mal con nosotros. De lo contrario no estarías aquí para quejarte. Estamos vivos, eso es lo principal.
—Estoy harta de oír eso —dijo ella con voz ahogada—. Estamos vivos. ¿Para qué? ¿Para preocuparnos de terneros muertos y gallinas inertes? También yo tengo la sensación de estar muerta. A veces incluso he llegado a desearlo.
—Jettel, no vuelvas a decir eso nunca más. Por el amor de Dios, eso es pecado.
Walter se puso en pie y la obligó a levantarse de su silla. Su desesperación le hizo quedarse inmóvil y permitió que la ira consumiera su ecuanimidad, su bondad y su entendimiento. Pero entonces vio que Jettel estaba llorando en silencio. Su semblante pálido y su desvalimiento lo conmovieron. Finalmente, halló suficiente compasión para tragarse sus reproches y su furia. Con una ternura que lo dejó tan perplejo como antes lo hiciera su vehemencia, Walter estrechó a su mujer entre sus brazos. Por un breve instante se dejó llevar por el familiar estímulo de sentir el cuerpo de ella contra el suyo, pero su cabeza no tardó en negarle tan nimio consuelo.
—Nos hemos salvado. Tenemos la obligación de continuar.
—¿Y qué se supone que significa eso?
—Jettel —dijo Walter en voz queda, a sabiendas de que no podría seguir reprimiendo por mucho tiempo las lágrimas que lo atenazaban desde el amanecer—, ayer en Alemania ardieron las sinagogas. Hicieron saltar en mil pedazos los cristales de los comercios judíos, a algunos los sacaron de sus casas y los apalearon hasta dejarlos medio muertos. Llevo todo el día queriendo decírtelo, pero no he podido.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes decir algo así? ¿Cómo es posible que te hayas enterado de eso en esta maldita granja?
—Esta mañana, a las cinco, sintonicé una emisora suiza.
—Pero no pueden incendiar las sinagogas sin más ni más. Nadie puede hacer algo así.
—Sí que pueden. Esos monstruos pueden. Para ellos hemos dejado de ser personas. Las sinagogas son sólo el principio. Ya no hay quien pare a los nazis. ¿Comprendes ahora que no tiene ninguna importancia que Regina aprenda a leer, ni cuándo?
Walter tenía miedo de mirar a su mujer, pero cuando por fin se atrevió a hacerlo, se percató de que ella no había entendido lo que él pretendía decirle. Para su madre y Käte, para su padre y Liesel ya no había esperanza de huir de aquel infierno. Desde que esa mañana apagara la radio, Walter estuvo dispuesto a cumplir con su obligación, a decir la verdad, pero el momento del desafío logró paralizar su lengua. Era la estupefacción la que lo anulaba, no el dolor.
La vida no volvió a sus miembros hasta que no se obligó a apartar los ojos del tembloroso cuerpo de Jettel. Sus oídos volvían a captar sonidos. Oyó los ladridos del perro, los graznidos de los cuervos, las voces procedentes de las chozas y el sordo clamor de los tambores del bosque.
Owuor llegó corriendo a la casa por entre la hierba agostada. Su camisa blanca resplandecía a la postrera luz del día. Tanto se asemejaba a los ufanos pájaros que Walter se sorprendió sonriendo.
—Bwana —dijo Owuor jadeante—, sigi na kuja.
Le gustó ver el desconcierto en los ojos del bwana, A Owuor le encantaba esa expresión, pues hacía que su bwana pareciera tonto como un burro aún no destetado; y él, listo como la serpiente que lleva mucho tiempo hambrienta y sabe encontrar pronto a su presa. La hermosa sensación de saber más que el bwana era dulce como el tabaco que aún no has acabado de mascar.
Owuor se tomó su tiempo antes de abandonar su triunfo, mas luego ansió la agitación que debían suscitar sus palabras. A punto estaba de repetirlas cuando comprendió que el bwana no le había entendido.
De modo que se limitó a decir sigi al tiempo que se sacaba, ceremonioso, una langosta del bolsillo del pantalón. No había sido fácil mantenerla con vida mientras corría, pero aún movía las alas.
—Esto es una sigi —aclaró Owuor con el tono de una madre que habla a un hijo tonto—. Es la primera. La he cogido para ti. Cuando lleguen las demás, lo devorarán todo.
—¿Qué podemos hacer?
—Hacer mucho ruido es bueno, pero una boca es demasiado pequeña. Si sólo gritas tú no servirá de nada, bwana.
—Owuor, ayúdame, no sé qué hacer.
—Se puede ahuyentar a la sigi —explicó Owuor, hablando exactamente igual que el aja cuando arrancaba a Regina del sueño y la devolvía al calor—. Necesitamos cacerolas y cucharas y tenemos que golpearlas. Como tambores. Aún mejor si rompemos cristales. Todos los animales tienen miedo cuando el cristal muere. ¿No lo sabías, bwana?