Quité el último de los dibujos de Pippa de la pared de la sala; tenía varios rascacielos. En algunos se veían lucecitas rojas y había uno que tenía la forma de la torre del Stratosphere. Tal vez era inútil quitarlos, pero no podía dejarlos ahí. Tenía que asegurarme de que estuvieran bien acomodados en la parte superior de la maleta. Sólo eran algunas de las pocas cosas que hacían que el apartamento se sintiera como un hogar.
Ella lo había dibujado una noche, hacía varias semanas, antes de que todo ocurriese. Caleb y yo habíamos estado leyendo en el sillón: yo, algunos exámenes de los alumnos de la escuela; y él, el periódico, que había salido esa mañana. Caleb ya me había resumido un artículo sobre las elecciones. A pesar de que ahora el periódico se publicaba de manera independiente, la mención había sido relegada a la última página. Caleb había tratado de no levantar la voz en presencia de ella, pero estaba enfadado.
Pippa estaba tumbada boca abajo, junto a la ventana. Lo recuerdo perfectamente porque cuando levanté la mirada, y la vi, me pareció, durante un momento, como si estuviera flotando en el aire. Las cortinas estaban completamente abiertas y ella estaba apoyada en un ventanal, contemplando la ciudad. Cada edificio era una cosa brillante y perfecta.
Abracé aquel recuerdo durante unos instantes y luego coloqué el dibujo encima de los otros. Puse unos cuantos objetos pequeños en la mochila: un brazalete que Arden me había dado por mi cumpleaños, una muñeca que Pippa había ido olvidando con el tiempo (nunca fui capaz de tirarla) y un diario con dos briznas aplastadas entre las páginas. Estaba quitando las tachuelas de la pared cuando escuché a Caleb detrás de mí.
—No les va a importar si los dejamos ahí —dijo—. Te lo prometo, Eve.
—Bueno, tampoco les molestará que los quite, ¿verdad? Sigo preguntándome quiénes vivirán aquí, qué colgarán… Si acaso lo hacen.
Caleb vino hacia mí y se sentó en el borde del sofá. Han pasado cinco años y aún cojea a causa de sus heridas, aunque yo ya apenas lo notaba: se había vuelto parte de él. Le dio unas palmaditas al asiento que estaba a su lado.
—Déjame ver la última mochila —dijo—. ¿Hay espacio para mis cosas? ¿Puedo llevar al menos una o dos camisas?
Sonrió y sus ojos verdes se iluminaron. Cuando me acerqué a él, presionó su rostro contra mi cuello, dándome un beso y quedándose ahí, respirando durante unos segundos, antes de alejarse.
Puse la maleta más pequeña junto a él y hurgó en ella, riéndose de la muñeca de un solo ojo. Después abrió el diario, presionando con sus dedos las briznas, secas y dobladas; una de ellas todavía estaba retorcida en forma de círculo.
—Nuestros anillos de boda. Me alegra que alguien los recordase.
Me tomó por el costado y me acercó hacia él, abrazándome durante un momento.
—Pippa se enfadaría si los olvidara.
—Quizá cuando lleguemos a Califia, me dejarás que me case contigo al fin.
—Tal vez.
Cerré el diario, colocándolo encima. Después de casarme con Charles, lidiar con el compromiso, las fiestas y la ceremonia; después de fingir tanto, una boda ya no parecía algo importante. Siempre pertenecí a Caleb y él siempre me perteneció; nunca necesité un anillo o un papel para probarlo.
Fue Pippa quien quiso que tuviésemos anillos. Ella fue quien lanzó las flores en la boda de Clara. Clara estudiaba Derecho cuando conoció a Ethan, un hombre tranquilo y alto que siempre parecía estar pensando y asimilando todo. Después de la ceremonia, Pippa pareció preocuparse mucho, pues no teníamos los mismos anillos que tenían Clara y Ethan. De modo que un día, cuando estábamos en el parque, nos hicimos unos. Habíamos tratado de utilizarlos tanto como pudimos, pero se nos caían continuamente.
Cerré la maleta y la puse cerca de la puerta. Era difícil mirar las cuatro mochilas que habíamos colocado juntas: eso era el recuento de nuestra vida en la ciudad. En pocas horas estaríamos mudándonos al oeste, cruzando terrenos agrestes, y las luces desaparecerían detrás de nosotros.
—No podemos quedarnos, no podemos hacer nada más —dije—, pero después de tantos años aquí, no puedo evitar pensar que éste es nuestro hogar. Aquí es donde te encontré, donde Pippa nació, donde vivimos juntos… Donde hemos hecho una vida.
—Tal vez podamos regresar —dijo Caleb—. Sólo que ahora es muy peligroso.
—Sigo preguntándome qué hubiese pasado si Rumo no hubiera resultado electo. Si Stanton hubiera tenido un segundo período, todo habría resultado mejor. Apenas comenzábamos a ver los cambios positivos que él había hecho.
—Más personas están llegando a la ciudad y cada vez hay más demanda de empleo. Yo sigo intentando averiguar en qué momento cambiaron las cosas. La mayoría de la gente no estaba contenta con las nuevas políticas de vivienda: incluso las personas que se veían beneficiadas. No importaba qué tan justas fueran; nadie quería ser desahuciado. Entonces ocurrió el apagón: dos días de pánico. No fue culpa de nadie, pero ahora la gente está muy asustada, como para seguir avanzando; sólo quieren que todo sea como antes.
—¿De qué sirvió todo? —dije—. Sigo preguntándome: ¿qué diferencia hubo?
Caleb tomó mi mano y la apretó. La mayoría de las personas se referían de aquella forma al asedio; hablaban de todo lo que habían sacrificado y de las vidas que se habían perdido. Caleb sabía que yo pensaba en Moss, en los niños del refugio… Pero lo que estaba en juego, en la elección, era diferente para mí. Me había detenido fuera del palacio viejo y había llorado cuando Rumo ganó. Sin importar cuánto tiempo pasara o cuánto lo intentara, no podía olvidar a mi padre.
El nuevo presidente de Estados Unidos, Peter Rumo, había sido gerente administrativo de mi padre. Había trabajado junto a él durante años y sabía la verdad sobre las escuelas y los campos de trabajo, y aun así lo negó durante toda la campaña. El presidente Stanton —un lider rebelde de las colonias— duró cuatro años en el poder. Fueron cuatro años de progreso y de seguir adelante con nuevas políticas. Afueras se rehabilitó bajo la supervisión de Charles; los simpatizantes de mi padre se quedaron callados. Los campos de trabajo y las escuelas fueron cerrados, y los huérfanos que dejó la plaga fueron encontrando lugares para vivir en la ciudad; a cambio, había programas y apoyo para ellos; mas todo retrocedía ahora y no había nada seguro.
Ambos nos inscribimos en la única universidad de la ciudad, que se había ido expandiendo, a medida que la población intramuros aumentaba. Nos graduamos en tres años y Caleb trabajó para Stanton durante todo ese tiempo; al final lo hizo para su campaña de reelección. Yo acepté un trabajo como maestra de Historia, en un instituto alejado de la calle principal. Después de pasar toda una vida dentro de un recinto (ya no podía pensar en aquello como una escuela) y de estudiar tonterías, disfruté las fechas y plazos; el hecho de lidiar con ellos. Se sentía real.
Cuando algunas veces caminaba en la mañana con Caleb hacia el trabajo, me preguntaba si lo que estaba haciendo era lo bastante importante, si era suficiente. Arden también estaba trabajando con Stanton, Clara estaba ejerciendo como abogada y Charles estaba a cargo de reconstruir Afueras. Yo estaba terminando mi programa de enseñanza y criando a Pippa, pero en ese momento me parecía que era lo único que quería. Me encantaba sentir la sensación de privacidad, de que tenía una vida —y una familia— propia, al fin.
Aquella privacidad fue esencial cuando estalló la revolución. La primera vez que la sentí fue justo después de tener a Pippa. Estábamos caminando por los Jardines venecianos y ella estaba pegada a mi pecho. Una anciana me reconoció, a pesar de las gafas de sol que siempre usaba cuando salía, tomó mi brazo y se apoyó en mí, tan cerca que su cabello rozaba mi hombro. «Tú fuiste la que lo hizo…». Me dijo. «Tú tuviste la valentía de matarlo».
La mujer lo dijo conspirativamente y por más que quisiese creer que yo había hecho algo valiente y justo, seguía pensando en las palabras que había usado: «Matarlo». Ella no mencionó que «él» era mi padre, la única familia que tenía entonces. La gente se me acercaría una y otra vez en los años que siguieron al asedio, pero yo odiaba todas las felicitaciones; odiaba escuchar que estaba en lo correcto y que era muy buena; en mis sueños y pensamientos todavía me sentía culpable.
Caleb apretó mi mano y me devolvió a nuestro apartamento, a él. Eran casi las cuatro de la mañana. Se suponía que pronto nos encontraríamos con Arden en el todoterreno.
—¿Quieres ir a por ella, o voy yo? —le pregunté.
—¿Por qué no vas tú? Yo llevaré las maletas al ascensor.
Cogí mi suéter del sofá y entré en la habitación de Pippa, sin encender la luz. Ella suele dormir con una pierna doblada, como una bailarina detenida a mitad de una pirueta. Simplemente me quedé ahí, mirándola durante un momento. La gente dice que tiene mi tono de piel, pero, en realidad, se parece a Caleb; incluso dormida veo mucho de él en ella: tiene sus labios, su nariz y la forma de sus ojos.
La levanté e instintivamente colocó sus brazos alrededor de mi cuello, su cuerpo estaba rendido por el sueño.
—Hora de irnos —le susurré—. Nos esperan en el coche.
Ella se frotó los ojos.
—He soñado con la escuela otra vez.
—¿Qué has soñado?
—Ha sido horrible. El hombre estaba ahí.
—Bueno, ya estás a salvo —le dije—. Vamos a ir a ver a tus amigos, Benny y Silas. ¿Te acuerdas de Quinn? Nos quedaremos con ella durante una temporada.
Entré en la sala y eché un vistazo por última vez. Parecía como cualquier otro cuarto de hotel de la calle principal: un sillón gris, una mesa de vidrio y sillas de cuero negro. Sólo habíamos estado ahí durante dos meses, así que no había recuerdos como en nuestro viejo apartamento. Nuestra estancia aquí estuvo marcada por la ansiedad. Después de que las amenazas se hicieran más frecuentes, nos cambiaron a otro hotel, a una milla de distancia de la calle principal, más cerca de Afueras, y nos asignaron un soldado. Siempre había recibido amenazas de muerte de aquellos que continuaban apoyando en secreto el régimen de mi padre, pero en cuanto las elecciones se inclinaron a favor de Rumo, la gente fue más atrevida. Por cada persona que pensaba que yo era valiente y que había hecho lo correcto, había otra que pensaba que yo había arruinado el país.
Caleb ya estaba en el pasillo, manteniendo abiertas las puertas del ascensor; nuestro equipaje estaba amontonado dentro. Abracé a Pippa más fuerte, sintiendo su peso en mis brazos, oliendo el aroma de su piel. En realidad ella nunca vio al hombre que fue a su escuela, aunque semanas después del atentado con bomba, seguía hablando de él —todos lo hacían—. Ella había tenido pesadillas con él; soñaba que éste estaba en el apartamento. A veces salíamos a algún lugar y se convencía de que él se encontraba ahí. Caleb y yo tratábamos de ser fuertes delante de ella, pero cuando hablábamos de ello, después de que Pippa se hubiese ido a dormir; el miedo se apoderaba de nuestra voz. ¿Qué habría pasado si hubiese estado en aquella clase en concreto? ¿Y si el atentado no fue aleatorio? ¿Y si había ido a por ella?
—¿Cuánto tiempo estaremos en el coche? —me susurró Pippa.
Caleb le recogió el pelo, mientras le respondía:
—Nos detendremos en el camino, pero probablemente nos llevará todo un día, o más.
—Te va a gustar el lugar —le dije—. Benny y Silas siempre lo echaban de menos y querían regresar.
Quinn hizo que Silas y Benny se mudaran a la ciudad durante un año, pero a ellos nunca les gustaron las calles llenas de gente, viajar en el tren o estar sentados en un aula todo el día. Después de varios meses, ya estaban inquietos y podía asegurar que Quinn también lo estaba. Cualquiera que fuese la clase de vida que el nuevo presidente pudiera brindar, ella extrañaba la autonomía de Califia. Cuando mi padre fue derrocado, más mujeres fueron a la ciudad, así que Maeve suavizó las reglas de asentamiento. Algunas mujeres estaban casadas y otras simplemente vivían con hombres.
Las puertas del ascensor se abrieron y Gerard, el soldado que siempre estaba haciendo guardia fuera, nos hizo un gesto con la cabeza, conforme caminábamos hacia la banqueta. Arden estaba de pie junto al todoterreno; siempre me había costado reconocerla. Su nuevo empleo le sentaba bien. Se había dejado crecer el pelo y éste siempre estaba sedoso. Incluso en ese momento, llevaba puesto un suéter de cuello de tortuga, negro y liso, y una falda.
—Gordita mía —exclamó, conforme daba pellizquitos en el costado de Pippa—, ¿qué voy a hacer sin mi niña? ¿Quién va a jugar Zonkers conmigo?
—¿Zonkers? —pregunté. Arden se llevaba a Pippa algunas noches cuando yo estaba en la escuela. Nunca entendí bien lo que hacían, pero Pippa siempre regresaba feliz, riéndose, hablando un idioma que yo no entendía.
—Es una broma entre las dos —dijo Arden—. ¿Has visto a Clara o a Beatrice? He esperado unos minutos enfrente de los apartamentos, pero no he tenido suerte.
Negué con la cabeza.
—Nos hemos despedido esta tarde. Beatrice podría quedarse con nosotros, una vez que nos instalemos. ¿No hay noticias de Charles?
—¿Te sorprende?
Caleb metió las maletas en la parte trasera del todoterreno militar, después revisó de nuevo las provisiones que Arden había guardado para nosotros: tanques de gas y contenedores de comida seca y agua. Podía notar que se sentía aliviado al no participar de la conversación. Después de que nuestro matrimonio fue anulado, Charles empezó a obsesionarse con el trabajo de restaurar Afueras: creó un programa de capacitación para los nuevos trabajadores y fue el responsable de que éstos obtuvieran un salario justo; también parecía que intentaba demostrar a todos en la ciudad que nunca me había amado y que no había deseado el matrimonio más que yo. No pasaba una semana sin que apareciera una foto de él, en algún lugar, con alguna mujer hermosa: la más reciente fue la hija del presidente Stanton.
—Simplemente pensé que hubiera podido venir a despedirse —dije—. Eso es todo.
Arden bajó la voz.
—Me sorprendió que me contactara después del incidente. Ni siquiera esperaba tanto…
Caleb reapareció detrás del todoterreno.
—Es increíble, Arden. Gracias. Ya encontraré la manera de devolverte el coche tan pronto como sea posible. Quizá haya más personas que viajen a Califia.
—Considéralo como un préstamo permanente. Conozco a alguien que conoce a alguien —dijo Arden, riéndose.
—Bueno, entonces pasearemos por Califia y pensaremos en ti.
Arden arrastraba los pies en el pavimento, y yo sabía que estaba pensando en qué más podría decir, qué otra cosa podría llegar a ser adecuada. Por primera vez en mucho tiempo, hubo un silencio entre nosotros.
—Le dirás a Quinn y a los niños que les mando saludos, ¿verdad? —preguntó finalmente.
—Por supuesto.
Después Caleb la abrazó, apretándole el hombro, antes de que se subiera al coche.
—Cuídate, Arden. Regresaremos tan pronto como podamos.
—Con cuidado —añadí—. Prométeme que te cuidarás.
Arden giró la cabeza; la luz del semáforo iluminaba su rostro. Tenía los ojos rojos y llorosos, y sus labios se curvaban hacia un lado, como cuando trataba de no llorar.
—Tú también. Prométeme que tú también lo harás.
Se inclinó y besó a Pippa en la nuca. La niña se dio la vuelta y puso los brazos alrededor del cuello de Arden; sus piernas, en torno a la cintura de mi amiga.
—Hasta pronto, gordita mía —dijo Arden, suspirando—. Voy a extrañarte muchísimo.
Sabía qué ocurriría: si pasaba un minuto más, me quedaría para siempre; lo suficiente como para echar raíces ahí. Abracé a Arden, con mi cabeza cerca de la de Pippa; traté de separarlas gentilmente.
Sus brazos eran los míos: se aferraban, necesitaban sentir contacto. Sus piernas se tensaron conforme las dos se separaban.
—No quiero irme —dijo. Y entonces se echó a llorar.
La llevé conmigo al asiento del pasajero y la recosté en mi regazo. Mientras Caleb encendía el motor, saqué la mano y tomé la de Arden. Quise darle otro consejo: «Cuídate. No te confíes. Mándanos un mensaje cuando puedas». Pero sé que las palabras no nos protegerían; ni ahora ni nunca.
Conforme el todoterreno arrancaba, me di la vuelta y miré por la ventana. Arden estaba de pie, iluminada bajo las farolas; nos decía adiós con la mano.
Se quedó ahí, de pie, mirando cómo nos dirigíamos hacia las puertas de la ciudad, en el todoterreno. Las lágrimas humedecían las mejillas de Pippa y ella seguía secándolas, pero sólo conseguía llorar más. Jadeaba.
—Ven, Pip. Vamos a jugar —susurré—. Inclínate hacia delante.
Caleb sonreía, mientras Pippa se relajaba entre mis brazos. Él me había visto hacer el truco muchas veces antes; era una distracción sencilla que parecía alejarla de lo que fuese que sintiera. Curaba los raspones de los codos, las astillas enterradas, la frustración por los juguetes perdidos y el mal humor.
Dejé correr mi dedo por su espalda, trazando el contorno de una estrella. La ayudé, con calma, y entonces tracé de nuevo la figura.
—Una estrella —dijo—. Es muy fácil.
—Tendrás que hacerlo mejor que eso —dijo Caleb, riéndose.
El todoterreno se acercó a la muralla. Todavía me ponía nerviosa al ver a los soldados en su puesto, aunque no estuvieran allí para inquirir o revisar los papeles de trabajo; hacía años ya que las puertas estaban abiertas. Caleb se despidió de los soldados con la mano y entonces fuimos libres, acelerando el coche, únicamente con el camino que se extendía por delante.
Traté de no mirar las luces que estaban detrás de nosotros, traté de no pensar en lo que había sentido aquella primera noche que pasé por esas puertas, de no pensar en cuánto había cambiado todo desde aquel entonces. Puse mi dedo en la espalda de Pippa y empecé a hacer trazos.
Las montañas se elevaban en la distancia. El camino estaba muy oscuro. Aun con las luces largas encendidas, no podíamos ver muy lejos de nosotros. Caleb se estiró por el asiento y tomó mi mano, llevándola a su corazón.
Mi dedo siguió moviéndose, trazando el círculo en la espalda de Pippa. Apreté la mano de Caleb firmemente y seguí haciendo aquellos trazos en la espalda de la niña, con mayor detalle: líneas finas que salían disparadas desde sus omóplatos y bajaban por su columna.
El todoterreno salió disparado. Miramos hacia adelante, escudriñando el horizonte nocturno, hasta que Pippa se reacomodó en el asiento; se reía, y aquel sonido llenaba el ambiente.
—¡Ya sé! —dijo—. ¡Es el sol, mamá! ¡Estás dibujando un sol!