—Ya han avistado los primeros camiones —dijo Arden—. Las muchachas de los colegios tardarán menos de una hora en llegar a la ciudad.
Se quitó los zapatos y se sentó en el borde de mi cama, con los pies bajo el trasero; vestía un jersey de punto negro y falda morada y se había peinado la melenita hacia atrás. Después de tantos meses compartidos en el caos y de verla con prendas sucias y manchadas de barro, su aspecto me resultó extraño. Pero se la veía completamente a sus anchas en la ciudad, segura de sí misma en su forma de actuar.
—Iré contigo a recibirlas —afirmé—. Hemos llamado a los trabajadores de los centros de adopción para que nos presten ayuda, y ellos han trasladado las provisiones a las plantas inferiores de los apartamentos Mandalay. Espero que dentro de unas semanas, en cuanto la situación se estabilice, las chicas se atrevan a salir y a recorrer la ciudad.
—Eso espero —repitió.
Me miró a los ojos antes de desviar la vista; no hizo falta que explicase lo que quería decir. Habían transcurrido tres semanas desde la toma del poder por parte de las colonias, y continuaba el proceso de transición en la ciudad. ¿Hasta cuándo durarían los estallidos repentinos que se producían en la calle principal? Una facción de soldados neoamericanos se había indignado porque los rebeldes habían asumido el control del ejército y relajado las medidas de seguridad en las murallas. El teniente Stark había huido en las horas posteriores a la invasión y abandonado a sus efectivos. Cuando imaginé la vida en la ciudad sin mi padre y con los rebeldes al mando del Palace, no pensé que yo seguiría estando en peligro. Incluso en ese momento, en que Arden y yo estábamos resguardadas en la torre del Cosmopolitan, a varias manzanas de distancia, los soldados me escoltaban dondequiera que fuese. Y por la noche, montaban guardia a las puertas de nuestras habitaciones a fin de prevenir cualquier tentativa de asesinato.
—Ojalá las elecciones se celebren lo antes posible —opiné—. En cuanto tenga lugar la transición formal del poder y en cuanto haya un dirigente…
—Un presidente —me corrigió Arden, y estuvo a punto de sonreír—, el primero en casi diecisiete años.
—Tal vez tú misma —aventuré.
Ella se puso de pie, casi sin hacer caso de mi comentario. Varios cabecillas del este habían llegado a la conclusión de que lo mejor era aunar los recursos de las ciudades y convertirlas en tres asentamientos autónomos bajo un gobierno unificado. Decían que la pareja que había dirigido la colonia más septentrional se presentaría a las elecciones, aunque también corrían rumores de que Arden entraría en liza. Era una de los tres rebeldes del oeste que habían convencido a las colonias de que avanzasen sobre la Ciudad de Arena tras el fracaso del asedio. Cada vez que pensaba en que ella había abandonado a los muchachos y cabalgado rumbo al este, más convencida estaba de que merecía un cargo permanente en el Palace (el «palacio», un término que usábamos cada vez menos).
—También habrá un lugar para ti —especificó Arden—. Y para Charles, pues su intervención ha sido de gran valor a la hora de permitirnos acceder a los archivos de tu padre. Según los rebeldes, nada podía contribuir más a la transición.
En los días posteriores a la toma del poder por los insurrectos, me había tocado prestar declaración y ofrecí una explicación detallada de los acontecimientos que dieron como resultado la muerte de mi padre, incluidas las jornadas que pasé en el caos. Hice una relación pormenorizada de la muerte de Moss, a pesar de que aún no se había recuperado su cuerpo. Los rebeldes suponían que lo habían enterrado en una de las fosas comunes que cavaron cerca del extremo sur de la muralla. Aunque la cifra exacta jamás se confirmó, sospechábamos que varios miles de personas habían perdido la vida durante el asedio inicial y los consecuentes estallidos de violencia que desencadenó.
Mientras Arden se dirigía a la puerta, me puse de pie, pero al experimentar un movimiento repentino en la barriga, me quedé paralizada. Me toqué el vientre, tan abultado que ya no podía esconderlo bajo la camisa.
—¿Qué te pasa? —me preguntó, acortando distancias rápidamente.
Puse la mano en la zona donde se había producido la alteración y esperé a que ese breve y repentino movimiento se repitiese. Antes había sufrido una extraña sensación de aleteo, pero se me había pasado enseguida.
—Creo que la niña se ha movido.
Fue una tensión sutil, casi como un espasmo muscular, tan fugaz que deduje que eran imaginaciones mías.
Arden permaneció a mi lado, inmóvil, con las manos extendidas pero sin tocarme. Pareció dudar mientras estuvo pendiente de mí. Mantuve la mano debajo del ombligo y volví a advertir esa tensión. Me eché a reír, y el sonido me resultó tan extraño que me sobresalté.
—Eve… —musitó Arden, y esta vez puso su mano sobre la mía. La forma de estrechármela y su expresión lo decían todo. Desde que le había contado la desgracia de Pip, se había preocupado cada vez más por mí y no había cesado de vigilarme a partir de las semanas siguientes a su llegada—. ¿Te encuentras bien?
Di una ojeada alrededor como si viera esa habitación por primera vez: la cama que solo ocupaba yo y la camiseta de Caleb doblada bajo la almohada; la puerta que no tenía teclado, código ni cerrojo que me impidieran salir… Hasta la ciudad me parecía distinta y, tras la ventana de cristal laminado, el cielo era de un azul límpido.
—Estoy muy bien —repuse y, retirando la mano de la tripa, sentí que estaba diciendo la verdad—. Las dos estamos bien.
Más chicas se apearon de los camiones y formaron una larga hilera; llevaban las mochilas sobre el pecho y algunas se cogían de las manos. Era la segunda tanda de refugiadas de los colegios; llegaban, prácticamente, doce horas después de la primera.
—En fila, por favor —solicitó una de las voluntarias, que estaba en la entrada principal de los apartamentos Mandalay, dándoles instrucciones. Medio atontada, deambulé por el vestíbulo vacío. Era casi la una de la madrugada, y no había pegado ojo desde la noche anterior.
—¿De dónde vienen? —preguntó otra voluntaria, aproximándose.
Por el vestido azul que llevaba, constaté que era una de las trabajadoras de los centros de adopción.
—De un colegio del norte de California —repuse—. En total son treinta y tres.
Parecía que la voluntaria esperaba más explicaciones, pero mi pensamiento ya se había centrado en Clara y Beatrice. Confiaba en que arribasen y me habría ilusionado que formaran parte de ese grupo. Desde Califia habían informado de que varias mujeres regresarían a la ciudad en cuanto se hubiesen trasladado a uno de los colegios liberados. Habían enviado camiones a recogerlas, lo mismo que a Benny y Silas. Seguramente, les quedaban pocas horas de camino.
Estaba a punto de marcharme, pero la mujer seguía allí sin dejar de mirarme.
—Lo siento, pero estoy un poco distraída —me disculpé.
—¿Has dicho que buscabas a unos chicos de la zona del lago Tahoe? —preguntó, enternecida—. Me he enterado de que acaban de traer a otro grupo de sobrevivientes; los han instalado en el hotel MGM.
Recorrí el vestíbulo con la mirada e intenté orientarme en medio de esa vorágine. Suponíamos que los muchachos del refugio no habían salido indemnes de los primeros embates del asedio. Ningún médico había comunicado que hubiera supervivientes de esa zona, y Arden en persona había pasado revista a los heridos. De todas maneras, me encaminé hacia la puerta, ya que prefería corroborarlo personalmente.
Dos soldados me siguieron y murmuraron algo que no conseguí oír. Me interné en la noche. Una vez desaparecido el humo, las estrellas se veían más rutilantes que en las últimas semanas. Cada vez que los camiones pasaban y retiraban los cadáveres que todavía quedaban en las calles, pensaba en Kevin, Aaron, Michael y Leif… ¿Cuánto tiempo habían estado intramuros? ¿Cuánto tiempo habían combatido? Hacía más de un mes que Arden los había dejado a ochenta kilómetros de la ciudad, para que prosiguieran la marcha hasta las puertas de la muralla.
Los soldados me alcanzaron y me flanquearon, sin soltar las pistolas. El olor a sangre predominaba en el ambiente del MGM, convertido en hospital de campaña. El vestíbulo estaba lleno de catres, colchones y de cuanto encontraron que sirviera para depositar a los heridos. Pasé entre los lechos, mirando cada cama en busca de rostros conocidos.
A un hombre le habían puesto un apósito en una mejilla, pero igualmente la tenía ensangrentada; además, había perdido parte de una oreja. A otro herido le faltaba un brazo, probablemente arrancado al estallarle una granada en la mano. Por todas partes había seres que sufrían, algunos de los cuales solo contaban catorce años. Seguí andando lo más rápida y metódicamente que pude, pero no hallé a ninguno de los chicos del refugio subterráneo.
—Señorita, ¿se encuentra bien? —preguntó un cuidador—. Parece perdida.
—Busco supervivientes del norte, integrantes de un grupo de rebeldes del lago Tahoe.
Observando los lechos, el hombre dijo:
—Solo he oído hablar de uno.
Al otro lado del vestíbulo, un médico atendía a un herido al que le habían puesto gruesos vendajes blancos sobre el ojo derecho. El cuidador me lo señaló como si fuese el más indicado para que le preguntara por esas personas. El doctor era un cincuentón de cabello semicanoso que vestía camisa blanca y pantalón negro.
Mientras me acercaba, cogió unos papeles de debajo del catre y apuntó algo en los márgenes.
—Me han dicho que usted puede ayudarme. Busco supervivientes de un grupo de rebeldes que habitaban cerca del lago Tahoe —repetí.
El médico asintió, sorteó las camas y ni se molestó en decirme que lo siguiera.
—Hace tiempo que ese joven está bajo mis cuidados. Los hombres del rey me ordenaron que no le aplicara ningún tratamiento y que lo dejara morir, pero ha resistido, y en los últimos meses, me he encargado de su restablecimiento. Sin embargo, no ha recuperado el movimiento de las piernas. Está en una de las habitaciones.
—¿Cómo se llama? —pregunté con la esperanza de que, si conseguía identificar a Aaron o a Kevin, también pudiese encontrar a los demás.
—Caleb Young.
—¿Dónde, dónde está? —inquirí, a punto de echar a correr sin esperarlo.
—En la habitación del final del pasillo. Está con tres heridos más. —Extrañado, preguntó a un soldado—: ¿Quién es esta joven?
No volví la vista atrás; solo miraba hacia delante pero, posando una mano en la suave redondez de mi vientre, respondí:
—Soy su mujer.