Al desaparecer el sol tras el horizonte, el cielo adquirió un tono amoratado y las estrellas asomaron en la gigantesca bóveda celeste, pero el humo que ascendía desde las murallas las ocultó. Había millares de soldados. Los camiones y los todoterrenos se encontraban en el oeste, justo a las afueras de la ciudad. Aunque no los veía con claridad debido a la creciente oscuridad, vislumbré que los rebeldes seguían bajando de la parte trasera de los vehículos y se acercaban a la destrozada puerta de la Ciudad de Arena.
Seguí aferrada al pretil de la azotea. Un puñado de mujeres apiñadas a mis espaldas miraba hacia Afueras. Puesto que el ejército de las colonias todavía no se había desplegado del todo por la zona, continuaba haciendo incursiones por las calles secundarias y llamaba a las puertas de los destartalados complejos de apartamentos; sus efectivos se abrieron paso a través de las fábricas de ropa y de los campos de cultivo del oeste. Eran millares; algunos de ellos se desplazaban en vehículos restaurados, semejantes a los todoterrenos del Gobierno, y otros lo hacían a pie. Tal como ya había visto, todos llevaban un trozo de tela roja alrededor del brazo; había quienes portaban armas de fuego y los demás, cuchillos.
Hacía, como mínimo, dos horas que estábamos en la azotea. El tiempo transcurría deprisa a medida que los rebeldes se disgregaban por el sur y aparecían a menos de un kilómetro. En una de las calles avisté a dos soldados neoamericanos que se arrodillaban, depositaban las armas en la calzada y levantaban los brazos en señal de rendición. Un rebelde se les acercó, les ató las manos a la espalda y los alineó contra la pared.
—Y eso que se supone que somos más numerosos —comentó una de las mujeres que se encontraban detrás de mí. Les sacaba una cabeza a las demás y se pellizcaba las mejillas—. Afirmaron que las colonias no disponían de los recursos necesarios para llegar hasta aquí.
—Pues nos contaron una mentira —repliqué y, prácticamente, no me volví al decírselo, porque tan solo me importaba la cantidad creciente de rebeldes que aparecían en la calle, avanzaban bajo el monorraíl y se nos aproximaban.
Siempre que había oído hablar a mi padre acerca de las colonias, recuerdo que decía a los neoamericanos lo afortunados que éramos por estar en la ciudad y por los lujos con que contábamos si nos comparábamos con los moradores del este. Describía a las dos colonias más grandes —Texas y Pensilvania—, como primitivas y carentes de electricidad y agua corriente; decía además que en ellas todavía se cometían asesinatos y se luchaba por los limitados recursos de que disponían. Tenía intención de conquistarlas y de amurallarlas a lo largo de los próximos años. Por ese motivo, no me imaginaba que esas personas que vivían tan lejos fueran más numerosas que nosotros y, de hecho, más poderosas y dotadas de mayores suministros.
Cuando acortaron distancias, pasé revista a los rebeldes en busca de los muchachos del refugio subterráneo, pues todavía pensaba que, probablemente, estarían en la ciudad. Pero esas caras me resultaron desconocidas por completo. Muchos jóvenes iban cubiertos de tierra y barro y calzaban botas rotas; algunos de ellos estaban flacos y ojerosos, y a una chica le habían colocado una tablilla en la muñeca, sujeta con una cuerda, para fijarle el hueso.
—Por fin todo ha terminado —reconoció una mujer madura que se encontraba a mi lado. Por la camisa blanca y el pantalón negro que vestía, deduje que trabajaba en una de las tiendas del centro comercial del Palace—. Se acabó.
Sonrió y casi se echó a reír cuando los soldados de las colonias se aproximaron al almacén con las armas desenfundadas. Dos de ellos alzaron la vista hacia el borde de la azotea y nos apuntaron.
—Alguien tiene que bajar a abrir —gritó un rebelde—. Los demás permaneced con las manos en alto y quedaos donde estáis, para que os veamos.
Un hombre delgado, que usaba gafas, se ofreció voluntario para franquearles la entrada, de modo que se fue y se perdió en las entrañas del almacén. Regresó al cabo de unos minutos acompañado de dos soldados. La militar rebelde, de facciones severas y muy marcadas, tenía una mejilla ensangrentada; sin dejar de apuntarnos, nos dijo:
—Solo lo preguntaremos una vez. ¿Hay aquí alguna persona vinculada al régimen?
Formamos una fila, con las manos en alto, e intenté ralentizar la respiración para dominar mi excitación. Transcurrieron unos segundos. La mujer que estaba a mi lado se mantuvo expectante, a la espera de ver si yo respondía o no. Cerré los ojos. Al fin y al cabo, era la hija del rey, un hecho ineludible.
Nadie dijo nada. El viento soplaba en la azotea, y los ojos se me anegaron de lágrimas. Conté los segundos y me alegré de que pasasen. El segundo soldado, más bajo y con las perneras rotas a la altura de las rodillas, se paseó por delante de nosotros. Nos inspeccionó el rostro y la indumentaria, y se detuvo ante la mujer que vestía el uniforme del Palace.
—¿Trabaja usted en…?
—¡Un momento! —lo interrumpió el hombre situado al final de la fila, que no cesaba de mirarme. La chaqueta de color gris que llevaba estaba raída. Me señaló con un dedo vacilante—. Es la hija del rey; habían ordenado que hoy fuese ejecutada en la ciudad.
—Porque intentó asesinar a su padre —precisó la mujer que se hallaba junto a mí, encarándose a los soldados—. No podéis castigarla. Ella no está en contra de los rebeldes, sino a su favor.
Los soldados no abrieron la boca. El más bajo, fornido y de pelo canoso me sacó de la fila. Cogió una cuerda que llevaba colgada del cinturón y me maniató, mientras la soldado me apuntaba al pecho; su expresión era serena y no revelaron la más mínima emoción.
—¿Alguien más? —preguntó despacio la soldado, que tenía un corte en el labio y la comisura hinchada—. ¿Hay alguien más del Palace?
—No deberíais castigarla —insistió la mujer que continuaba a mi lado. Bajó las manos y rompió la fila—. Por favor, dejadla en paz. Está embarazada.
El rebelde de pelo canoso me obligó a caminar y le espetó a la mujer:
—Esa decisión no le corresponde a usted.
Me condujo hacia la salida de la azotea, escoltados por la soldado. Los demás ciudadanos continuaron donde estaban, atentos a lo que pasaba y con los brazos en alto, cuando me obligaron a bajar la escalera.
En cuanto estuvimos a solas, las palabras me brotaron de los labios. Procuré disimular mi desesperación mientras descendíamos; tuve la sensación de que mis pies volaban sobre los peldaños metálicos.
—Yo trabajaba con Moss. —Apenas les adivinaba la cara en la penumbra—. Ocupaba un cargo en el Palace y colaboré con él en la conspiración para asesinar al rey.
El soldado fornido volvió a enrollarse la cuerda alrededor de la mano, y cuando hice ese comentario, ni se dignó a mirarme. Atravesamos el almacén, cuyo interior húmedo y tenebroso estaba lleno de muebles a medio construir: tocadores, mesas y sillas. Al salir a la calle, volví a sentir un fusil clavado en la zona lumbar.
—Jamás he oído hablar de ese tal Moss —dijo la soldado.
—Reginald —aclaré—; en la ciudad se hacía llamar Reginald. Trabajaba como jefe de Prensa de mi padre.
Más adelante detectamos un incendio que arrojaba un extraño resplandor sobre los edificios. El soldado fornido me obligó a caminar y la cuerda me dañó las muñecas.
—Entonces, reconoce que el rey es su padre —planteó el hombre.
La soldado meneó la cabeza; lucía delgadas rastas, cuyas puntas estaban llenas de barro.
—Pertenezco a la ruta —añadí—. Preguntad a las mujeres de Califia…, contactad con Maeve, que lo sabe perfectamente.
Seguimos caminando, pero la expresión de mis captores era igualmente impávida cuando nos cruzamos con hileras de ciudadanos. Algunos de éstos se apelotonaban a las puertas de los complejos de apartamentos mientras los rebeldes los interrogaban. En el aparcamiento de un supermercado abandonado, había una fila de soldados neoamericanos con las manos atadas a la espalda y las armas apiladas en el suelo.
Intenté hacer caso omiso del soterrado y persistente temor que se había apoderado de mí. ¿Sería posible que todo terminase allí y de esa manera?
—Fui yo quien lo mató. No se trató de un intento de asesinato. Pronto lo sabréis. El rey está muerto.
Tampoco respondieron. Estábamos a punto de llegar a la calle principal. Había un grupo de rebeldes delante de los apartamentos Mirage, cuya fachada de cristal permanecía a oscuras. Estaban atentos a la mujer que lanzaba órdenes a gritos y que señaló en varias direcciones, diciendo:
—Necesitamos más efectivos en el extremo sur de la ciudad.
Ella me daba la espalda; el negro cabello, aunque corto, se le rizaba en la nuca. La reconocí antes de que se girase y mostrara el mismo perfil que había visto centenares de veces. Sonreí a pesar de la cuerda que me maniataba y de los sonidos de disparos procedentes del norte, de la zona cercana a la muralla.
—¡Estás viva! —grité—. ¿Eres la cabecilla de los rebeldes?
Arden se dio la vuelta. El cabello le había crecido y la melena le enmarcaba el rostro. Sin embargo, con aquella ropa embarrada que vestía y el brazalete rojo en el bíceps, se parecía a los demás soldados; el fusil le colgaba a la espalda. Alzó una mano, y las tropas que la rodeaban guardaron silencio a la espera de que les diera nuevas instrucciones.
Se me acercó y me dio un abrazo inmenso. Mi angustia desapareció y me derrumbé sobre ella. Le apoyé la cara en el cuello y me permití llorar por primera vez en muchos días. El sentimiento fue tan intenso que me pareció que me ahogaba. Me aferré a los costados de Arden y no la solté, como si fuera la última persona que quedara sobre la faz de la Tierra.