Tía Rose caminó junto a los soldados e intentó ponerse delante de nosotros para verme mejor.
—¡No lo hagáis! —gritó a los militares, que no se inmutaron cuando lo dijo—. ¿Dónde está su padre? Quiero hablar con él. Da igual lo que haya pasado entre ellos; seguro que no desea que esto ocurra.
La pistola seguía encañonándome la cintura, espoleándome a continuar andando por el vestíbulo principal. Controlé cuanto había alrededor mediante miradas rápidas y fugaces: el rebuscado dibujo de la moqueta, las tragaperras cubiertas con sábanas, los dos soldados que montaban guardia a los lados de los ascensores dorados… Los trabajadores del Palace lloraban; algunos de ellos estaban agrupados detrás del mostrador de la recepción y me inspeccionaron cuando pasé junto a la gran fuente del centro de la entrada: se me había hinchado la cara donde el teniente me había golpeado y me ardía el pómulo. Después de ocho horas de interrogatorio habían cejado en su empeño. No habían cesado de hacerme preguntas sobre los rebeldes, sobre la zona de la muralla bajo la cual estaba el túnel y sobre el lugar del caos en el que se hallaban las chicas. Me negué a hablar, consintiendo que el teniente me pegase hasta que uno de los soldados lo detuvo.
—Actuáis sin autorización del rey. ¿Dónde está él? —insistió mi tía.
Rose aferró las puntas del chal para tratar de disimular su nerviosismo. Al mirarla, adiviné la cara que Clara ponía cuando se enfadaba y su tez se llenaba de manchas sonrosadas.
—Es él quien ha dado la orden —chilló Stark, que caminaba detrás de un grupo de soldados, y le hizo señas para que se apartase—. Genevieve es responsable del intento de asesinato de su padre.
En el Palace, tía Rose nunca me había hecho mucho caso. Por el contrario, siempre se había mostrado muy preocupada por Clara, por la ropa que se ponía, por su alimentación o por retirarle los mechones de pelo que a veces le caían sobre la cara. Jamás la había visto como ahora: prácticamente, gritaba a los soldados y pronunciaba cada palabra con furia demoledora. Lamenté no haberla tratado más ni haber intimado más con ella.
—No podéis hacerlo —insistió ella, levantando la voz.
—El soberano me ha pedido que, provisionalmente, ocupe su lugar, al menos mientras se recupera —añadió el teniente Stark.
Mi tía llamó entonces a un hombre que se encontraba ante las puertas principales, y fue corriendo a su encuentro. Charles discutía con uno de los soldados, el mismo que había estado de guardia en el calabozo la mayor parte del día; había dedicado horas en tratar de convencerlos de que suspendieran la ejecución, y exigido ver a mi padre. Desde la celda en la que me hallaba, me había enterado de todo, maravillándome del cuidado con el que mi marido se expresó para no revelar lo que sabía, aunque en ningún momento los soldados respondieron a sus preguntas y se limitaron a remitirlo al teniente.
Tía Rose hizo un comentario a Charles y me señaló cuando iban a sacarme del edificio. Entonces todo se puso en marcha a mi alrededor, pero me sentí aislada y sola. Las voces del vestíbulo principal se entremezclaron y me resultó imposible entender las palabras.
Las bridas me apretaban tanto las manos que ya no las sentía. Me habían arrebatado el cuchillo y la pistola y despojado del uniforme, de manera que vestía la misma ropa que me había puesto al marcharme de Califia; la pechera de la camisa estaba manchada de sangre. Al pasar junto a Charles, le había dedicado una ligera inclinación de cabeza, como reconocimiento de que había intentado salvarme. Pero, en el fondo, prefería que no hiciese nada más, pues temía que se comprometiera. Era yo la que había vuelto a la ciudad para ejecutar lo que me había propuesto, y él no tenía la culpa de nada.
Las puertas se abrieron y, al salir, la luz del sol me lastimó los ojos. Me condujeron por la curva calzada de acceso, sobrepasando la larga hilera de esbeltos árboles. La tarima continuaba montada. Miré hacia la ingente cantidad de personas reunidas ante el cadalso, e intenté deducir si por ahí habría alguna salida para mí: había una valla metálica de aproximadamente un metro veinte de altura; me dije que tendría que escalarla si pretendía perderme entre la multitud. Como la calzada de acceso trazaba una curva hacia la calle, me tocaría correr unos buenos veinte metros. Por mucho que esperase hasta que estuviésemos más cerca, probablemente me dispararían sin darme tiempo a saltar la valla.
Tuve la sensación de que las piernas estaban a punto de fallarme. Los soldados me incitaron a seguir adelante y me sujetaron los brazos para que no me desplomase. En el fondo sabía que era una tontería, pero la verdad es que todavía seguía haciendo listas mentalmente: si yo moría, tendrían que comunicárselo a Arden, pues quería que supiese lo mucho que le debía por todo lo que había hecho por Pip y por Ruby; Beatrice debía saber que la había perdonado incluso antes de que me lo pidiera; además, albergaba la esperanza de que Maeve accediese a que Silas y Benny se quedaran definitivamente en Califia, puesto que conocía las razones por las que yo me había trasladado a la ciudad. Esperaba poder cumplir con todas esas cosas si existía alguna manera de regresar a Califia.
Charles descendió por la calzada de acceso; tía Rose le pisaba los talones. Él caminaba deprisa mientras nos seguía, y su presencia me llevó a sentirme menos sola. Las mejillas de mi tía estaban salpicadas de manchas negras, una mezcolanza de maquillaje y lágrimas. Recordé las palabras de Clara cuando nos dirigíamos al norte, respecto a lo preocupada que debía de estar Rose, ya que ignoraba dónde andaba su hija. Me giré hacia ellos y esperé a que mi tía levantara la cabeza.
No pronuncié más que tres palabras en voz alta para que me oyera: «Clara está viva». Me habría gustado contarle más cosas de Califia y decirle que su hija regresaría tan pronto como le fuese posible, pero un soldado me tiró del brazo y me obligó a girarme hacia la tarima.
Mientras me forzaban a acercarme a toda velocidad a los peldaños de ésta, observé la torre de vigilancia de la ciudad: la luz roja del extremo superior parpadeaba sin cesar, lo que suponía una advertencia lenta y constante. Varias personas de entre la multitud también la observaban y trataban de averiguar si pasaba algo a la altura de la puerta norte. Desde lejos, llegaba el sonido ronco y persistente de voces. Un hombre se asomó por la ventana de su apartamento de un piso alto, intentando deducir de qué dirección procedía el ruido.
Nerviosos ante la pérdida de la atención de los congregados, los soldados me empujaron para que subiera los escalones de la tarima. En Afueras ocurría algo, aunque era imposible saber de qué se trataba. Me hicieron dar la vuelta e imaginé qué habían sentido Curtis y Jo ahí arriba, de cara al gentío. La gente se había sumido en un peculiar silencio. Reconocí a varios integrantes del círculo de mi padre. Por ejemplo, Amelda Wentworth, que pocos meses antes me había felicitado por mi compromiso, estaba casi en primera fila, tapándose la cara con un pañuelito.
«Haced algo —pensé al verlos rígidos y expectantes—. ¿Por qué os quedáis ahí como pasmarotes?».
Retrocedí y me aparté de los soldados y de la cuerda enrollada, pero ellos me empujaron hacia delante. Luché desesperadamente por mantenerme en pie, ya que casi no me sostenía. Por el rabillo del ojo vi al teniente Stark, que miraba hacia la puerta norte, hacia el humo negro que subía en oleadas hasta el cielo de color anaranjado. Sonó una explosión, y el estentóreo chasquido se pareció mucho al petardeo del motor de un coche.
—Acabemos con esto de una vez —ordenó el teniente a los soldados que me sujetaban; no me miró cuando lo dijo.
Resonaron más explosiones y todo el mundo gritó. Pero no se trataba de disturbios en Afueras, porque el ruido se volvió ensordecedor. La multitud salió en desbandada, dispersándose por la calle principal, y emprendió el regreso a sus apartamentos. Algunas personas echaron a correr, se abrieron paso hasta el extremo sur de la calle y se alejaron a grandes zancadas. El teniente me empujó e intentó subirme al cajón de madera de noventa centímetros de ancho. Me resistí, cargando contra él todo el peso del cuerpo y, aunque las piernas me fallaban, intenté ser tan contundente como pude.
—¡Necesito ayuda! —chilló Stark, dirigiéndose a los soldados que lo acompañaban.
Pendientes del humo que sobrepasaba el extremo norte de la muralla, éstos retrocedieron. Al sonar otra explosión, se oyó un grito colectivo. La luz de lo alto de la torre de vigilancia pasó del rojo intermitente al permanente, lo que significaba que el perímetro de la muralla estaba en peligro.
—El ejército de las colonias ha llegado —anunció un joven, y echó a correr por la calle hacia el sur.
De pronto el gentío cambió de dirección, y al derribar la valla metálica que lo separaba de la tarima, provocó que muchas personas tropezaran en la acera, mientras que un grupo de mujeres se precipitaba hacia el centro comercial del Palace con la esperanza de refugiarse en él. Yo eché la cabeza hacia atrás con todas mis fuerzas y le di al teniente en la nariz; entonces me giré y le asesté una soberana patada en la entrepierna. Se retorció de dolor y, trastabillando, retrocedió. En cuanto me soltó, bajé de la tarima a la carrera y me interné entre la multitud. A los pocos metros lo perdí de vista, aunque su cara aparecía y desaparecía a medida que la gente huía en desbandada.
Con la cabeza gacha, corrí por la calle principal sorteando a los ciudadanos que se alejaban de la plataforma. Las manos se me habían entumecido, pues todavía llevaba las muñecas atadas a la espalda. Un hombre ataviado con una raída chaqueta negra chocó conmigo, y en cuanto me identificó, siguió su camino. Todos estaban profundamente interesados en ponerse a cubierto bajo techo. Los primeros indicios del ejército de las colonias fueron visibles en el extremo norte de la calle: un muro de soldados, de ropas desteñidas y cubiertas de barro. Los rebeldes llevaban un trozo de tela roja, que se veía desde lejos, atado en un brazo.
Me interné en los jardines del Venetian y zigzagueé por los callejones que había conocido cuando estuve con Caleb. Correr con las manos atadas a la espalda era más difícil y me latían las muñecas debido a que las bridas se me clavaban en la piel. Avancé deprisa, recorrí la parte trasera del edificio y pasé junto a los anchos canales de color azul, en cuya cristalina superficie se reflejaba el cielo crepuscular. La gente pasaba a gran velocidad junto a las tiendas cerradas a cal y canto, se internaba por los pórticos y atravesaba los pasillos en su intento de ocultarse. Otras personas se dirigían a la entrada del complejo de apartamentos y, después de acceder, echaban el cerrojo a la puerta. Miré atrás y contemplé las arcadas de los puentes, el patio y las sillas de hierro forjado volcadas sobre el suelo de ladrillo. Por el camino había perdido de vista al teniente, pero me percaté de que un soldado se me aproximaba, sin quitarme ojo de encima, al tiempo que desenfundaba el cuchillo.
Corrí a tanta velocidad hacia uno de los pasillos descubiertos que las columnas de piedra parecían volar a derecha e izquierda. Por fin llegué a una de las entradas laterales del Venetian, pero estaba cerrada con llave y los picaportes interiores sujetos con una cadena enrollada. Rodeé el edificio y fui probando las puertas en busca de una que no tuviese el cerrojo echado. El soldado se me acercaba rápidamente, acortando distancias a medida que yo buscaba la manera de entrar en el hotel. En cuestión de segundos lo tuve a mi lado.
—Princesa… —dijo con el cuchillo en ristre. Me cogió del brazo, me dio la vuelta y cortó las bridas—. Ya está. Pensé que una pequeña ayuda no le vendría nada mal.
La circulación volvió poco a poco a mis manos y el hormigueo me espabiló. Abrí y cerré las manos intentando que entraran en calor. El soldado tendría uno o dos años más que yo, el pelo de color zanahoria muy corto y un montón de pecas en la nariz; lo reconocí como uno de los hombres que solía estar apostado en las puertas del invernadero del Palace. El muchacho, de ojos grises, me escudriñó el rostro y los brazos y, luego, el vientre: no ignoraba que estaba embarazada.
Acto seguido, giró la cabeza y ojeó a las gentes que todavía se alejaban de la calle principal. Otro soldado apareció en la zona de los canales, en un extremo del puente, y mi salvador echó a correr nuevamente, esta vez hacia el este, para distanciarse de mí. Me saludó con un gesto de cabeza antes de girar por detrás del viejo hotel.
Me dirigí lo más deprisa que pude hacia Afueras y pasé junto al monorraíl, que estaba parado en lo alto. A lo lejos, una vez sobrepasados los restantes hoteles, el terreno daba paso a espacios de arena reseca y gris. Crucé a la carrera un aparcamiento, donde había varios cadáveres tendidos en el suelo; la sangre derramada en el asfalto formaba charcos sobrecogedores. Les volví la espalda e intenté concentrarme en el almacén de tres plantas que tenía delante. Un grupo de ocho personas entraba en fila india; la última de ellas era una mujer que llevaba un abrigo roto; cuando hubo entrado, se giró para cerrar la puerta.
—¡Un momento! —grité al tiempo que daba una ojeada a la calle principal, ya que los disparos sonaban cada vez más cerca—. Supongo que puede entrar uno más, ¿verdad? —añadí, y me dispuse a franquear rápidamente la puerta.
—Ella, no —objetó el hombre, de pelo negro y alborotado, que estaba justo al lado del marco de la puerta—. Nos condenarán por tomar partido por los rebeldes.
La mujer estaba demacrada y pálida, y la piel del cuello le colgaba a causa de la edad.
—Eso ocurrirá en el caso de que los rebeldes sean vencidos —precisó la mujer—. Por si no se ha enterado, esta joven está embarazada. No podemos permitir que se quede fuera.
Me llegaron las voces de una discusión en el interior del almacén. Miré atrás y fui testigo del despliegue de los soldados de las colonias, que se repartieron por las calles. Dos de ellos corrieron como rayos hacia el norte y giraron antes de vernos en la puerta del almacén.
—Por favor… —supliqué.
La mujer ni se molestó en volver a consultar a sus compañeros. Me agarró para que entrara en el almacén a oscuras, y cerró la puerta con llave.