Veintinueve

Todo había terminado. Era lo que yo quería, ¿no? La noticia de la muerte del rey no tardaría en propagarse a través de la ruta y, por fin, arribaría el ejército procedente de las colonias. La ciudad viviría el proceso de transición hacia el nuevo poder. Se suponía que ahora las cosas irían mejor.

Le sostuve una mano y reparé en su frialdad y en el modo en que la sangre manaba, empapándole la chaqueta e impregnando la gruesa moqueta. Encorvado desgarbadamente y con el mentón pegado al pecho, había caído contra la parte frontal del escritorio. Sin embargo, no me consoló verificar que había muerto y solo pensé en aquella foto, la foto arrugada, la misma que llevaba en la mano el día en que nos conocimos. Esa fotografía había desaparecido de mi dormitorio la primera semana de mi estancia en el Palace; Beatrice la había buscado durante horas. En ella, se le veía muy contento y pendiente de mi madre, mirando cómo el oscuro flequillo le caía sobre los ojos. En esa foto, mi padre parecía feliz.

Le desabroché el botón superior de la chaqueta y, por primera vez, reparé en la pistolera colgada del hombro, la funda de piel en la que ocultaba el arma. No quería mirar, pero no me quedó otra opción. Palpé el bolsillo interior y topé con el cuadrado de papel grueso adherido al forro de seda: seguía allí. Mi padre todavía llevaba encima la foto; la había metido en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, justo encima del corazón.

Inspiré, y la profunda sensación de ahogo me abrumó tan rápido que no pude preverla. En esa fotografía aparecían retratados mis padres un año antes de que se iniciara la epidemia; estaban juntos, eternamente unidos en el tiempo. Me la metí debajo de la blusa y la presioné contra la camiseta para no perderla. Pensé que él había dicho la verdad y tuve que hacer un gran esfuerzo para contener el llanto. Era verdad que la amaba; en ese aspecto no había mentido.

La ciudad se mantenía en silencio y tranquila. Sabía que debía irme, pero fui incapaz de dar un paso. En cambio, estreché la mano de mi padre y no se la solté. Me sorprendí cuando llamaron a la puerta y solo entonces me conciencié de dónde estaba y de lo que había hecho.

Alguien accionó el picaporte, y la puerta se cerró produciendo un chasquido. Después de una breve pausa, una voz masculina llamó desde el pasillo:

—Señor…

Me incorporé tan rápido como pude y di un vistazo al impresionante escritorio de madera maciza, a las cortinas que enmarcaban los ventanales y a los armarios de la pared de enfrente en busca de un sitio donde esconderme. El soldado pulsó el código en el teclado contiguo a la puerta, y el picaporte volvió a girar. Apenas me dio tiempo de meterme detrás del escritorio y acurrucarme debajo de éste antes de que se abriese la puerta.

El soldado se quedó tan quieto que hasta oía sus inspiraciones y exhalaciones. Le costó tanto reaccionar que, para no perder la calma, comencé a contarlas.

—¡Jones! —gritó al fin pasillo abajo—. ¡Venga inmediatamente! —Hasta mí llegó el ruido de las pisadas y un suave susurro cuando el militar se inclinó al otro lado del escritorio, a pocos centímetros de mí—: Señor, ¿me oye?

—¿Qué ocurre? —preguntó Jones desde el pasillo.

—Alerte al teniente Stark. Han disparado al rey.

No aparté la mano de la pistola. Como existía un hueco de tres centímetros entre la parte inferior del escritorio y la moqueta, seguí la sombra que proyectaba el soldado a medida que rodeaba el mueble. Se detuvo delante de mí, y sus pies quedaron a pocos centímetros de los míos; aprecié el arañazo que se había hecho en la puntera de la bota derecha y cómo se le había enredado el bajo del pantalón en los cordones de color negro. Dio golpecitos espasmódicamente con un pie mientras hojeaba los papeles que había sobre la mesa. Me quedé inmóvil donde estaba y contuve el aliento en un intento de no emitir el menor ruido. El soldado terminó de rodear el escritorio y se acercó a la ventana.

Solo disponía de unos minutos para no quedar atrapada en el despacho, pues en cuanto se personase, el teniente se encargaría de acordonarlo y registrarlo. Tenía que irme sin más dilación.

Me asomé por el borde del escritorio y comprobé que la puerta estaba abierta. El otro soldado se encontraba en el extremo del pasillo, hablando rápidamente por la radio que sostenía en la mano; recorrió varias veces la reducida anchura del pasillo y luego torció a la izquierda y desapareció. Salí de debajo del escritorio, me pegué a uno de sus lados y me esforcé por no hacer ruido. El soldado que estaba en el despacho seguía delante de los ventanales, y me llegaron las interferencias de la radio que llevaba a la cintura.

Mis palpitaciones se calmaron un poco. Demostré una gran flexibilidad cuando salté y crucé a la carrera la puerta abierta. El soldado tardó unos segundos en procesar lo ocurrido. No cesé de correr, impulsándome con los brazos a toda velocidad, y di grandes zancadas hacia al final del pasillo. El soldado llegó a la puerta del despacho en el mismo momento en que yo giraba y disparó dos veces, pero las balas se empotraron en la pared situada detrás de mí.

Continué corriendo hacia la escalera más cercana y pulsé rápidamente el código en el teclado. Cuando el soldado llegó al fondo del pasillo, yo ya estaba en la escalera y bajaba los peldaños de tres en tres. Seguí descendiendo en espiral, aferrada a la fría barandilla para que me ayudara a bajar más deprisa. Había bajado cuatro tramos cuando oí el chasquido metálico del cerrojo y una puerta que se abría en lo alto de la escalera. Sonó un disparo, y la bala arrancó un trozo de cemento del borde del escalón. No me detuve, sino que me pegué a la pared, lejos del hueco de la escalera, e intenté mantenerme fuera del alcance de quien estuviera arriba.

Había bajado dos tramos más cuando una puerta se abrió por debajo de donde me encontraba. Al entrever el uniforme de la persona que subía la escalera corriendo, me planteé retroceder, pero la planta más próxima estaba un piso más arriba, y el soldado que me perseguía desde el despacho bajaba ya, cortándome el paso. El que ascendía me apuntó con la pistola. Ambos nos detuvimos, pero fui consciente de que me había reconocido por la ligera relajación que evidenció al identificarme. El teniente Stark subió a tal velocidad que casi no tuve tiempo de darme la vuelta. En un abrir y cerrar de ojos, se situó a mi lado y me encañonó los riñones con la pistola.

Levanté los brazos mientras el otro militar terminaba de bajar los peldaños. Estaba atrapada. El teniente me agarró una muñeca, doblándome el brazo hacia la espalda, y la ató a la otra con una brida de plástico.

—El rey está muerto —anunció el soldado, que no dejó de apuntarme hasta que Stark le ordenó que bajase el arma.

—Vuelva al despacho y custodie el cuerpo —ordenó el teniente—. Subiré en menos de una hora. No se le ocurra decirle nada a nadie sobre lo sucedido. Si le preguntan algo, ha sido una falsa alarma. Usted se ha confundido.

Mientras hablaba, me tiró del brazo y me arrastró detrás de él. Me esforcé por recuperar el equilibrio cuando comenzamos a bajar la escalera.

—¿Dónde la lleva? —quiso saber el soldado.

Al tensar las manos contra la sujeción de plástico, la sangre me palpitó.

—Al calabozo de la planta baja —replicó Stark—. Difunda el mensaje de que esta tarde, antes de la puesta del sol, se celebrará otra ejecución. Toda la ciudadanía debe congregarse ante el Palace.

El soldado se quedó atónito y, mirándome el vientre, musitó:

—Pues yo creía que…

—La princesa ha traicionado a su padre —lo interrumpió el teniente.

De nuevo me tironeó de las muñecas y me empujó hacia el pasillo en penumbra.