Veintiocho

La soldado llevaba varias horas muerta. Sentí un escalofrío cuando le quité la chaqueta. Sus brazos me resultaron pesados y rígidos a medida que retiraba con lentitud las mangas de la prenda. Me esforcé por no mirarla a la cara, pero no lo logré: tenía las mejillas blancas, los labios un poco entreabiertos, resecos y agrietados y los ojos vidriosos.

La había encontrado a varias manzanas del motel, desplomada junto a una tienda incendiada. Sangraba por la nuca, y la sangre se le había adherido a la coleta. Me dio la impresión de que la habían sorprendido mientras patrullaba por Afueras; probablemente, habría sido un rebelde empeñado en desquitarse. Me tomé un respiro, le sujeté la mano helada y le quité la otra manga. En la solapa llevaba bordado su apellido: Jackson.

Me metí en el bolsillo de los pantalones la pistola que le había cogido al hombre del motel, y me colgué el cuchillo de una de las presillas del cinturón. Pronto habría terminado todo. Me puse la chaqueta por encima de los hombros y me quedé la gorra que la soldado aferraba, en cuya parte trasera había una buena mancha de sangre. Antes de irme, miré una vez más a la mujer, que solo tenía unos pocos años más que yo, y reparé en que, en la zona interior de la muñeca, llevaba tatuado un pájaro en pleno vuelo.

Eché a andar hacia el centro comercial del Palace, convencida de que por ahí sería más fácil superar los controles de seguridad. Los militares entraban y salían por ese acceso, saludándose con una inclinación de cabeza al pasar. Llegar a las escaleras de la torre ya no sería tan sencillo, pues recordé que, en los primeros días del asedio, las habían vigilado de cabo a rabo. Los soldados también habían estado de guardia en ellas por la noche, y los turnos cambiaban cada seis horas: a las seis y a las doce.

Varios todoterrenos estaban aparcados junto a la entrada trasera, formando una barrera de poca altura junto al edificio. Dos soldados charlaban con los hombros apoyados en la pared. En ese momento tuve la repentina visión de Arden aquella noche en el colegio, de la forma en que caminó confiadamente junto a las guardianas e hizo señas con las manos, como si hubiera estado toda la vida en libertad. Cuadré los hombros y crucé fugazmente la mirada con ellos cuando los saludé, fingiendo que me acomodaba la gorra para tapar la mancha de sangre, y franqueé la maciza puerta.

El centro comercial del Palace estaba tranquilo, aunque las pisadas de los soldados sobre el suelo de mármol resonaban por los largos pasillos. Algunos de ellos se dirigían a los antiguos salones de juego y ni me hicieron caso cuando entré. Me decanté por una de las escaleras del lado norte de la torre; se encontraba al final de un corredor estrecho, y por tanto, más apartada que las restantes.

Caminé junto a las tiendas cerradas: las persianas metálicas estaban echadas y los maniquíes se perfilaban en los escaparates. Parecía que, desde allá arriba, muy arriba, el gigantesco reloj me observaba: la manecilla de las horas se acercaba lentamente a las doce. Me interné por el corredor y reparé en el soldado agachado que miraba el arañazo que se había hecho en la bota. No dije nada hasta estar muy cerca y haber sujetado la pistola.

—Vengo a relevarte. Todavía es temprano, pero supongo que no te molestará.

Soltando una risilla, el hombre exclamó:

—¡Claro que no!

Recuperó el fusil que había dejado junto a la puerta, mientras yo miraba corredor abajo, pues sabía que el auténtico centinela de relevo se presentaría en cuestión de minutos. En cuanto el hombre se alejó y torció a la izquierda hacia el centro comercial, yo alcancé la escalera e inicié el largo ascenso: una dolorosa quemazón me recorrió las piernas.

Las puertas de las plantas inferiores no tenían echado el cerrojo y daban a hileras de pequeñas habitaciones individuales en las que dormían muchos de los trabajadores del Palace. Recorrí los pasillos y, tanto en la planta veinte como en la veinticinco, cambié de escalera para evitar que me viesen.

Al llegar al último tramo, las piernas me ardían y los pinchazos, breves pero intensos, se extendieron hasta la zona lumbar. Respiré lenta y regularmente, intenté controlar los temblores y procuré no pensar en mi abultado vientre, que había disimulado bajo la chaqueta. Recordé sin cesar aquel momento en la estancia de mi padre, en que él me dio la espalda mientras los soldados me apresaban y se limitó a presenciar las ejecuciones que tenían lugar en la calle. Fuera quien fuese para mí y al margen de lo que compartiéramos, él se había vuelto insensible; había dejado de sentir como sienten las personas. Me dije que debía recordar aquella actitud, que debía tener presente ese recuerdo si quería disponer de la más mínima oportunidad.

Observé por la mirilla de la puerta: el pasillo que conducía a la estancia de mi padre estaba tranquilo. Pero una persona, un poco encorvada, iba leyendo un papel que sostenía en la mano y caminaba hacia donde yo me hallaba; lucía la misma corbata roja que el día en que me fui. Sin darme tiempo a retroceder, Charles alzó la cabeza y nuestras miradas se encontraron. Me replegué en la escalera y esperé. ¿Me habría reconocido?

En cuestión de segundos la puerta se abrió de par en par, y mi marido salió al rellano.

—¿Qué haces aquí? —se alarmó. Se asomó por la barandilla y examinó el hueco de la escalera por si había soldados—. ¿De dónde has sacado ese uniforme?

Pasó revista a mi ropa: la chaqueta y la gorra robadas a la soldado, los pantalones hallados en la habitación del motel y las botas, cuyos cordones me había anudado a la altura de los tobillos. Preocupado, frunció el entrecejo al reparar en el fusil que me colgaba del hombro.

—No me imaginaba que estuvieras en el Palace —reconocí—. Pero veo que te encuentras bien; me inquietaba que te hubiesen castigado por lo que hiciste.

—Los convencí de que me dejaran libre —replicó—. Expliqué que eres mi esposa, que estaba atemorizado y que desconocía lo que habías hecho. Al fin y al cabo, es verdad, ¿no?

—Debo encontrar a mi padre.

Charles atisbó por la mirilla de la puerta y ambos retrocedimos para quedar fuera del alcance de la vista de quienes pasasen por el pasillo.

—No puedes hacerlo —opinó—. Te están buscando. Hace una semana que han enviado patrullas al Valle de la Muerte. No deberías estar aquí, sino escondida, sobre todo en este preciso momento.

—No estoy dispuesta a pasarme la vida esperando a que venga a buscarme. Ya lo has visto, Charles…, has visto con tus propios ojos de qué es capaz. ¿Cuántos años o décadas más seguiremos así?

Deambuló de una punta a la otra del rellano. A la luz del fluorescente, se le veía la piel transparente y cenicienta, y me pareció que estaba indescriptiblemente agotado.

—No tengo más tiempo —supliqué—. Por favor.

Respiró hondo y, mirando hacia arriba, indicó:

—Está en su despacho. Se supone que dentro de una hora tiene una reunión con el teniente.

—Necesito los códigos.

El hombre con el que estaba casada dejó escapar un suspiro agónico.

—Treinta y uno uno. Cambió el código por el de la fecha de tu cumpleaños.

Guardé silencio y me pregunté si él era consciente de la trascendencia del dato que me acababa de proporcionar. Mientras estuve en el colegio no supe cuál era el día de mi nacimiento. Caleb y yo habíamos decidido que sería el veintiocho de agosto; esa fecha se grabó en mi mente mientras estaba en Califia. Enterarme entonces sirvió de recordatorio de la información de la que mi padre disponía: era la única persona que conocía esos detalles sobre mí.

—No te comprometeré —lo tranquilicé.

Me despedí con una inclinación de cabeza y di media vuelta para marcharme.

Apenas había pisado el segundo escalón cuando Charles me cogió de la mano y me atrajo hacia él; me abrazó y me estrechó contra su pecho, mejilla contra mejilla. Me retuvo unos segundos mientras me acariciaba la nuca.

—Ponte a salvo, ¿de acuerdo?

Me aferró la mano y la apretó por última vez. En ese instante me entraron ganas de reír.

—Me cuidaré, lo prometo. No sufras por mí.

Obviamente, era una mentira, pero el cambio que se produjo en su rostro y su ternura me produjeron un ligerísimo alivio. Tal vez no me pasaría nada malo. Cabía la posibilidad de que dentro de una hora todo hubiera terminado, y yo estuviese de nuevo en Afueras, atravesando otra vez los túneles.

Subí dos pisos más e intenté pensar únicamente en el tema que me interesaba. Inspiré muy profundamente con el deseo de aquietar los latidos de mi corazón. Por fin, pulsé el código en el teclado y entré. Cuando comencé a recorrer el pasillo que conducía al despacho de mi padre, me crucé con un soldado. Permanecí cabizbaja y, tapándome la cara con la visera de la gorra, levanté la mano a modo de rápido saludo; el hombre pasó de largo, con la vista fija en una habitación del otro extremo del pasillo.

Del primero al último de mis músculos estaban en tensión mientras me acercaba al despacho. Casi nunca lo había visitado allí, salvo en las contadas ocasiones en que me habían llamado para interrogarme. Desde fuera no percibí sonido alguno. Después de reparar en las gruesas cortinas que colgaban junto a la puerta, llamé, dando unos golpecitos, y me escondí rápidamente tras ellas.

Aunque me esforcé por respirar lentamente, seguí notando los latidos de mi corazón en los oídos, así como las manos frías y húmedas. Saqué la pistola que llevaba en el bolsillo de los pantalones y, tratando de dominarme, aceché el filo de la puerta y esperé a que se abriese. Enseguida sonó el suave chasquido del cerrojo, alguien accionó el picaporte y mi padre se asomó.

Saliendo de detrás de las cortinas, sujeté la puerta con una mano para mantenerla abierta.

—Entra —dije sin dejar de apuntarle con la pistola—. Si llamas a alguien, no tendré más remedio que dispararte.

Él permaneció impasible, pero su mirada se cruzó con la mía cuando retrocedió y se internó en el despacho. Yo también entré, cerré la puerta y eché el cerrojo.

—No serás capaz de matarme —murmuró, cruzándose de brazos, ceñudo.

Parecía más delgado y tenía mala cara. Era como si las semanas transcurridas desde mi fuga no hubieran existido, como si continuase como estaba la última vez que lo había visto y no se hubiera recuperado del intento de envenenamiento.

—Yo no estaría tan segura —repliqué sin dejar de apuntarle, aunque parpadeé para librarme de las lágrimas que, repentinamente, me nublaron la visión.

—Si estuvieras dispuesta a hacerlo, ya me habrías liquidado. Lo que realmente importa son las razones por las que has regresado. ¿Piensas soltarme otra perorata, o es que pretendes convencerme de que las decisiones que tomé, las mismas que han permitido que todos estén a salvo, fueron erróneas?

—No se realizarán más ejecuciones en la ciudad —declaré lentamente—. Hoy mismo abandonarás el poder y me entregarás el control provisional de la ciudad mientras tiene lugar la transición.

Se puso rojo como un pimiento, se le destacaron las venas del rostro y entrelazó firmemente las manos.

—Genevieve, ¿de qué transiciones estás hablando? Puesto que pareces saberlo todo, ¿qué transición se llevará a cabo en la ciudad? ¿Será el paso al desgobierno, como el que se produjo después de la epidemia, o al de los disturbios? Antes de mi llegada, los ciudadanos no podían coger agua sin que los cosieran a balazos. ¿Es a esa situación a la que quieres que vuelva la ciudad?

—Baja la voz.

—Si pretendes saber cuál es la otra cara de esta revuelta, adelante —declaró alzando las manos—. Te diré que se acercan unas tinieblas que ni siquiera puedes imaginar.

Muy quieto, no me quitaba ojo de encima, como si me suplicara que le disparase. Pero entonces, se dio media vuelta y se dirigió hacia la mesa de trabajo; yo tardé una fracción de segundo en reparar en su veloz juego de manos al meterse una mano en el bolsillo interior de la chaqueta: alzó un brazo, el arma quedó a la vista y fue patente su total concentración. Disparé una sola vez, y el sonido me sobresaltó. Él retrocedió y cayó de lado sobre el escritorio; la pistola rebotó en el suelo.

Me acerqué y pegué una patada al arma para alejarla. Respirando agitadamente, me quedé junto a mi padre mientras veía cómo adoptaba una extraña expresión y se retorcía de dolor. Se llevó una mano al pecho e intentó taponarse la herida que tenía a la derecha del corazón. Lo sostuve cuando se desplomó y lo ayudé a tenderse en el suelo. La sangre brotó muy deprisa, empapándole la chaqueta; la tela estaba rasgada en la zona por la que había penetrado el proyectil. Me arrodillé a su lado, casi esperando a que me apartase, pero permanecimos juntos y me apretó una mano a medida que empalidecía. Luego cerró los ojos. Su respiración se fue ralentizando hasta detenerse, y volví a quedarme sola y en silencio.