—¿Qué sentido tiene que te vayas ahora? —preguntó Clara, cogiéndome las manos. Ella las tenía frías y sudadas, y ese contacto me sobresaltó—. Han concentrado los esfuerzos en el interior de la ciudad. Todavía dispones de unos meses.
—Y después, ¿qué? —planteé—. ¿He de esperar a ser madre y luego me escondo? Ya puede ordenar que me maten, pero la idea de que me quite a mi hija…
Beatrice estaba sentada sobre un brazo del sofá. Cada vez que las muchachas se acercaban a la puerta, se ocupaba de alejarlas y volvía a adoptar la misma posición: tobillos cruzados y la cabeza ligeramente ladeada para prestarme la máxima atención.
Clara se llevó las manos a la cara y afirmó:
—Impediremos que se lleve a tu hija. Aquí estás mejor que en cualquier otra parte. ¿Qué piensas hacer? ¿Te presentarás en el Palace y lo amenazarás? Por mucho que consigas llegar, hasta el último soldado sabe quién eres… y lo que has hecho.
Me entretuve en estudiar el perfil de Beatrice, que permanecía en silencio. Tras ella, sentadas a la mesa de la cocina, se hallaban Quinn y Ruby; esta última tenía los ojos enrojecidos y lacrimosos, y con los dedos separaba cuidadosamente las hilachas de una servilleta muy vieja.
—Beatrice, tú lo conoces y lo has visto actuar —le dije—. A la primera oportunidad que se le presente me obligará a regresar a la ciudad.
—En ese caso, iremos contigo —propuso Quinn—. Puesto que has de hacerlo, te ayudaremos.
Miré la mochila que había dejado a mis pies: Maeve me había dado casi todas las provisiones y enseñado a conducir la moto y a cargarla para que el peso quedase uniformemente repartido. De todas las mujeres del asentamiento, era la que menos se había resistido a mi partida, circunstancia que consideré la sutil confirmación de que estaba actuando como correspondía. Por muy peligroso que fuera, si ahora no emprendía el retorno a la ciudad, mi padre vendría a buscarme más adelante…, cuando tuviese una niña que dependiera de mí, cuando ya no estuviera sola.
Me acomodé en la silla, poniéndome una mano sobre el vientre, e imaginé los sentimientos que mi madre había albergado hacia mí: ¿cuántas veces me había demostrado que me quería, tanto diciéndomelo en las cartas, como en la forma que tenía de peinarme, alisando cuidadosamente cada rizo detrás de las orejas? Me había dejado marchar, depositándome en brazos de un desconocido, para que yo tuviera futuro. Era ahora, en pleno embarazo, cuando empezaba a comprender qué había sentido ella. Amar así a alguien era realmente devorador. Pronto llegaría otra persona a la que tendría que proteger. ¿Cómo iba a traerla a este mundo, sabiendo que podrían quitarla fácilmente de en medio? ¿Qué clase de vida sería ésa?
Meneé la cabeza y rechacé el ofrecimiento de Quinn:
—Precisamente por ese motivo pensaba irme anoche…, se trata de algo que tengo que terminar sola. No quiero que nadie más corra peligro por mí. Ya lo sabes, lo has oído, eres perfectamente consciente de lo que pasa en el Palace.
—El rey ordenará que te ejecuten —intervino Clara—. Lo sabes de sobra.
Me puse de pie y cargué la mochila al hombro.
—Pues por eso debo encontrarlo antes de que él dé conmigo. Mi padre no cuenta con un sustituto, pues el teniente Stark no ejerce el mismo poder que él. Si el rey desaparece, todo será más sencillo cuando lleguen las tropas de las colonias, y estas tendrán realmente la posibilidad de tomar la ciudad. —Clara me cogió del brazo, pero yo la abracé y hundí la cara en la sedosa maraña de su cabello—. Volveré en menos de dos semanas, lo prometo.
Mis palabras flotaron en el ambiente, como si el hecho de haberlas pronunciado las volviese más reales.
Ruby se me acercó con una expresión que en el colegio jamás le había visto, y se presionó los ojos, que todavía estaban hinchados y enrojecidos. Enseguida me rodearon Quinn, Ruby y Beatrice, que susurraron que tuviese cuidado, que no corriera riesgos y que me comunicase por radio si durante el trayecto sufría algún percance.
—Tienes que volver —machacó Ruby insistentemente—. Tienes que regresar.
Las gaviotas chillaron a la vez que trazaban círculos sobre la bahía. Varias chicas subieron corriendo y riendo por el embarcadero. La mochila me resultó más pesada que horas antes, cuando la había preparado.
—Volveré —prometí cuando por fin me separé de mis amigas—. Por descontado que volveré.
Tardé tres días en llegar al túnel. En cuanto me acostumbré a la moto, los kilómetros se sucedieron volando, y me volví más hábil a la hora de sortear coches abandonados y utilizar vías secundarias para impedir que me viesen. Todavía me quedaban víveres de los que Maeve me había entregado, si bien la carne en salazón y los frutos secos habían ido mermando. Estaba convencida de que hacía lo que correspondía: volver a la ciudad. Al acercarme a los edificios abandonados de los alrededores de ésta, vi que, por encima de la muralla de piedra, se elevaba una columna de humo blanco. El aire olía a plástico quemado, y ese hedor enfermizo y persistente me invadió los pulmones.
El edificio estaba un poco más adelante: un colegio destartalado, con el asta de la bandera doblada y las paredes pintadas de un verde descolorido. Maeve conocía el emplazamiento gracias a uno de los anteriores mensajes de la ruta. Aconsejaban que no apuntáramos las direcciones, motivo por el cual memoricé: 7351 North Campbell Road; la repetí mentalmente, como en los últimos días había hecho cien veces, y estudie el ajado mapa que aún conservaba, verificando los nombres de las calles para estar segura.
Pasé junto a una zona de juegos abandonada y, cada vez que había una racha de viento, los columpios chocaban entre sí. No encendí el faro de la moto y caminé pegada al edificio para quedar fuera del alcance de la torre de vigilancia. Una de las puertas laterales estaba destrozada; entré por ella, arrastrando la moto, y lo primero que me llamó la atención fue el hedor; lo recordaba de los tiempos de la epidemia: la húmeda podredumbre de los cadáveres. Cuando eché a andar por el pasillo hacia el aula 198, divisé a varios metros el bulto de un hombre tendido boca abajo.
Contuve el aliento y, antes de entrar en el aula, me tapé la boca con el jersey. Había manchas de sangre en el suelo; los pequeños pupitres de madera estaban volcados y apilados, y, en la pared más distante, continuaban escritas varias oraciones sencillas: «La fiesta fue divertida», «Mi mamá sonríe» y «El cielo es azul». Me dirigí al armario del fondo, el tercero contando desde las ventanas, tal como me había indicado Maeve: en la parte inferior había un agujero de noventa centímetros de ancho. Agucé el oído por si oía pisadas. No; todo estaba tranquilo y silencioso.
Descendí y me sumí en la negrura, agarrada a los lados con ambas manos. Al llegar hasta el fondo, busqué la linterna que Maeve me había prestado y, al fin, conseguí encenderla. Al iluminarse el túnel, se hicieron evidentes una serie de cosas: el barro se me había pegado a la suela de las botas; en las paredes había salpicaduras de sangre, ya secas; en el suelo, una chaqueta con un brazalete rojo en la manga…
Doblé un recodo y, por primera vez, advertí el cambio en las paredes: el barro dio paso a los restos de los antiguos túneles de cemento del sistema de drenaje. En algunos puntos, el pasillo se ensanchó hasta alcanzar varios metros de amplitud. Había un trozo de tela roja atado a una tubería que salía por el techo y señalaba el punto de entrada a la ciudad. Al aproximarme al final, distinguí una figura agazapada en el suelo que se ocupaba de la herida que tenía en la pierna. Me pareció que llevaba semanas escondido allí, ya que estaba rodeado de latas de comida. El hombre levantó la pistola y me apuntó. Me quedé inmóvil, pero la linterna osciló en mi mano.
—Estoy de paso —me justifiqué—. Además, soy una rebelde.
El individuo entornó los ojos a causa de la luz y bajó el arma.
—En cuanto salgas, dirígete al este —recomendó. Depositó la pistola en el suelo y siguió cambiándose el vendaje de tela—. El régimen ha montado una barricada en el oeste, a tres manzanas de aquí.
Volvió a ocuparse de lo que estaba haciendo y se estremeció de dolor al anudarse el vendaje. No dijo nada más. Buscó algo entre sus cosas y sacó varias botellas de agua tapadas con corchos.
—Gracias —dije, y reanudé la caminata.
Un poco más adelante entreví un orificio en el techo, que desembocaba en una húmeda habitación. Trepé hasta el pequeño vestidor, volví a tapar la abertura con la delgada moqueta y encima coloqué la caja de cartón vacía que, al ascender, había empujado hasta un rincón.
El apartamento de la planta baja estaba a oscuras. Había un sofá destrozado y volcado, así como un bocadillo mohoso a medio comer que alguien había dejado en la mesa de la cocina, como quien no quiere la cosa; daba la sensación de que había tenido que irse deprisa y corriendo y ya no había vuelto. Como una esquina del cristal de la ventana que daba a la calle estaba hecha añicos, costaba ver el exterior.
Corrí dos dedos las andrajosas cortinas para dejar al descubierto un trozo de cristal en buenas condiciones. En ese momento un soldado apareció en la calle; inspeccionó los edificios a través de la mira del fusil, se detuvo unos segundos y enfocó hacia donde yo me encontraba. Quedé petrificada, pero no retiré los dedos de la delgada cortina. El militar, muy delgado y de mejillas hundidas, era más joven que yo; parpadeó y, poco después, enfocó hacia otro lado.
Permanecí largo rato sujetando la cortina que había apartado del cristal, hasta que tuve la certeza de que el militar no regresaría. Acusaba las ocho horas de viaje en moto en mi forma de caminar, en el intenso dolor que sentía en las piernas y en las punzadas en la zona lumbar. Necesitaba una noche de reposo a fin de prepararme para lo que me aguardaba por la mañana, pero quedarme en la boca del túnel era demasiado peligroso, así que salí del apartamento y miré calle arriba y calle abajo en busca de los hombres del rey. Cuando comprobé que estaba despejada, me dirigí al este, tal como me había aconsejado el rebelde, y me dispuse a meterme en el primer sitio seguro que encontrara.
Pocos metros más adelante se alzaba un viejo complejo de apartamentos, en los cuales algunas estancias habían sufrido los estragos de las llamas. El letrero se había caído y yacía en la acera, que estaba cubierta de cristalitos de colores. El edificio estaba apartado de la calle y el patio interior, vacío. Al lado de éste se ubicaba el aparcamiento, donde había varios coches panza arriba, como si fuesen bichos muertos.
Acicateada por la explosión que resonó en el este, más o menos a medio kilómetro, subí por la escalera interior. Caminé por el pasillo al descubierto y, por fin, encontré un apartamento con la puerta sin cerrojo y el interior revuelto por alguien en busca de alimentos. Arrastré hasta la puerta de entrada los pocos muebles que había, y no me detuve hasta que formé una pila; bajo el picaporte, a modo de cuña, coloqué una silla de escritorio.
En la mochila no me quedaba más que un puñado de frutos secos. Me esforcé en comerlos a pesar de que la tensión que estaba sufriendo me había cerrado del estómago y sentía ascos. Presté atención a los sonidos procedentes de Afueras y a los disparos ocasionales que atravesaban la noche. En algún lugar alguien gritó. Descansé la cabeza en el sucio colchón tirado en el suelo y me hice un ovillo para tratar de entrar en calor.
Los sonidos del exterior no tardaron en volverse más intensos. Un todoterreno pasó a la velocidad del rayo. A medida que transcurría la noche, pensé en mi padre, en la tranquilidad de su estancia y en la mirada que había cruzado con el teniente Stark cuando Moss y yo éramos interrogados. Me resultaba casi imposible conciliar el sueño, pues mi cuerpo estaba despierto y vivo y mis pensamientos corrían más que yo.
La mañana estaba a punto de llegar para nosotras dos.