Quinn había escogido la casa flotante más grande de la bahía, una mole que había adquirido un color completamente verde a causa de las algas. Todavía albergaba pertenencias de los dueños anteriores: doradas estatuas de patos, un larguísimo sofá de piel y un cuadro, cuya tela estaba rasgada, que se parecía un poco a una obra que había estudiado en mi viejo libro de arte, de un pintor llamado Rothko. Las muchachas solo tardaron un par de días en instalarse; sus escasas pertenencias se desperdigaban por todas partes, encontrándose sobre las encimeras, colgadas de las puertas o bajo los cojines del sofá.
Corroboré que, para ellas, arraigarse en Califia era lo mejor. Tully, una mujer mayor que antes de la epidemia había ejercido como médica, revisó la fractura de Helene. Volvió a romper el hueso y lo redujo porque estaba convencida de que todavía existía la posibilidad de que sanase correctamente. A pesar de las advertencias de Maeve, Silas y Benny se hicieron amigos de Lilac. Se llevaron bien sin ningún tipo de problema y, al margen de las reglas establecidas, casi todas las mujeres coincidieron en que eran lo bastante pequeños como para quedarse.
Puesto que ambos niños y las chicas más jóvenes dormían arriba, Quinn se desplazaba libremente por el barco. El agua cubría los ojos de buey y los percebes se pegaban a los cristales. Después de retirar varios platos de un armario alto, los depositó ante nosotras, diciendo:
—Aquí los tenéis. —Y colocó en el centro de la mesa una humeante cazuela de abalones, cuyo interior apenas se veía a la luz de las velas—. Espero que todavía no os hayáis hartado de comerlos.
—Hemos comido mucha ardilla desecada —replicó Clara riendo; aludía a las carnes saladas y envasadas que habíamos encontrado en el refugio subterráneo. Durante el camino había decidido que no diría que eran tamias, sino ardillas, y en ese momento me pareció gratuito aclararlo—. Además, en la ciudad no hay alimentos de origen marino. Me parecen una exquisitez.
Cogió un abalón de la cazuela y se lo sirvió en el plato. Beatrice y Ruby la imitaron.
Quinn iba de aquí para allá por la cocina, sacando varios tenedores de plata y más platos del oxidado horno, cuyo inservible cable estaba pegado a una de las paredes laterales.
—¿Me obligarás a suplicarte? —le pregunté al fin—. Han pasado dos días y todavía no has dicho ni una palabra sobre el mensaje de la ciudad. ¿Qué sabes que nosotras ignoramos?
Quinn dejó los tenedores sobre la mesa. Puso las manos en el respaldo de una silla y lo apretó tanto que los nudillos se le emblanquecieron.
—¿Qué sentido tiene compartirlo ahora? El asedio ha terminado; no podemos cambiar nada.
Se tomó un respiro antes de sentarse y me dirigió una rápida mirada al vientre.
—Quinn, ¿desde cuándo sientes la necesidad de protegerme? —inquirí—. No quiero tratamientos especiales. ¿Crees que no podré soportar lo que tengas que decir? ¿Te figuras que no lo aguantaré porque estoy embarazada?
—Es angustioso —afirmó Quinn bajando la voz—. Eso es todo.
Separó el abalón de la iridiscente concha y se llevó la delicada carne a la boca.
Clara guardó unos segundos de silencio y, depositando el tenedor sobre la mesa, comentó:
—Todavía tenemos amigos y familiares intramuros. Mi madre está en la ciudad…, lo mismo que Charles. Suponíamos que los combates habían terminado.
—Las luchas han cesado —confirmó Quinn—. A mi modesto entender, ahora la situación es peor que antes: han realizado incursiones en plena noche; han separado a familias de Afueras; han acusado a diversas personas de luchar contra el rey durante el asedio, y han dejado días y días los cadáveres de los ahorcados ante el Palace para que se pudriesen. Recibimos el mensaje de que, tras ser convocado por un cabecilla rebelde del oeste, el ejército de las colonias acudiría, pero todavía no es seguro…
Después de mirarme de nuevo, bajó la vista y jugueteó con las relucientes conchas que tenía en el plato.
—Adelante, Quinn —insistí—. Queremos enterarnos.
Ella hizo una mueca y, después de suspirar profundamente, dijo:
—La otra noche llegó un mensaje de la ciudad. La voz era femenina. No utilizó código alguno y se identificó como trabajadora del Palace; como sonido de fondo se oía gritar a un hombre. Esa voz aseguró que la princesa había traicionado a su padre y colaboraba con la causa rebelde; añadió que habían retenido a varios trabajadores del Palace para interrogarlos e investigar quiénes estaban involucrados; casi ninguno de esos empleados había regresado a su hogar. La mujer estaba segura de que habían ejecutado a uno de ellos porque se había negado a cooperar.
—¿Cómo se llama la mujer? ¿Quién es? —pregunté haciendo un esfuerzo ímprobo para pronunciar esas palabras.
—No dio su nombre —explicó Quinn—. Por lo visto, el rey ha interrogado a un montón de gente con la intención de averiguar tu paradero. Después, como ya he dicho, no han vuelto a ver a los interrogados. Me lo pensé y llegué a la conclusión de que no debía decírtelo. No quiero que creas que eres la responsable de esta situación.
—Pues lo soy —afirmé—. ¿No te das cuenta? Me escapé. Yo conocía la existencia de los túneles y abandoné la ciudad. Por supuesto que soy responsable.
Me puse de pie. Beatrice intentó cogerme del brazo, pero me alejé. Ella me dijo:
—No podías preverlo. Hiciste las cosas lo mejor que pudiste. Aquí hay nueve niñas que están a salvo gracias a tu ayuda y que se han librado de los colegios. También me has liberado a mí, ¿no? De no ser así, ¿dónde estaría yo ahora?
Ruby, que tenía los ojos enrojecidos, opinó:
—Tú no sabías que ocurriría esto.
Ni siquiera sus palabras de justificación me reconfortaron. A menos que regresase y quedara bajo la custodia de mi padre, otras personas serían capturadas, torturadas y retenidas por tiempo indefinido. A no ser que me ejecutasen, otros serían ajusticiados en mi lugar.
—No puedes hacer nada —sentenció Clara—. Eve, no te culpabilices. Trabajaste codo con codo con Moss…, lo intentaste.
La mera mención de Moss me recordó el día de mi partida. Evoqué su cuerpo en el ascensor y la forma en que la bala le había atravesado la espalda.
—Necesito que el día termine de una vez —dije, y me encaminé hacia la escalera—. Ya no puedo pensar.
Quinn se incorporó e intentó interponerse en mi camino, pero la esquivé.
—Eve, lo siento muchísimo. ¿Comprendes ahora por qué no quería decirte nada?
—Oye, te agradezco que me lo hayas contado —respondí—. Necesitaba saberlo.
Al llegar arriba, recorrí los pasillos sin hacer ruido. La luz se colaba por las ventanas, aunque quedaba atenuada por las plantas que crecían en el techo de la casa flotante. Conté las puertas y, por fin, entré en el camarote que compartía con Ruby y con Clara.
Me hice un ovillo en el lecho. El camarote estaba tan oscuro que apenas veía a un palmo. Me llevé una mano al pecho e intenté apaciguar los latidos de mi corazón. Pensé en Arden y en lo que debió de sentir cuando estaba escondida con Ruby y Pip y recibió la noticia del asedio. Por descontado que ella deseaba participar. Y yo me planteé si debía quedarme en Califia, a la espera del mensaje que anunciara el fin de los combates. ¿Acaso debía abrigar la esperanza de que un día a mi padre le pararían los pies?
Ruby y Clara tardaron un buen rato en venir a acostarse. Cerré los ojos y fingí que dormía.
—Eve necesitaba descansar —susurró mi prima.
El colchón cedió cuando se acostó en la litera situada sobre la mía. Ruby también se metió en la cama, se tumbó de lado y cambió de posición varias veces hasta encontrar la postura más cómoda. Transcurrió una hora, quizá dos. Cuando tuve la certeza de que no se despertarían, me levanté y salí al pasillo.
Lo recorrí y pasé por el espacioso salón, donde dormían varias muchachas en los sofás. Las puertas correderas de esa estancia daban a la gastada cubierta de la casa flotante. Una vez fuera, detecté que la luna quedaba oculta tras una densa capa de bruma, pero el aire frío me sentó bien. Bajé por la escalera lateral, salté al embarcadero y esquivé cuidadosamente las tablas rotas.
Necesitaba estar al aire libre y en actividad: sentir que iba a alguna parte. Me interné entre los árboles, superando con rapidez raíces nudosas y rocas. Casi todas las casas estaban a oscuras. Un poco más lejos de un grupo de altos arbustos, atisbé una figura. Estaba a punto de dar media vuelta y descender por el sendero cuando ella me vio.
—Eve, ¿qué haces aquí? —preguntó Maeve—. ¿Ocurre algo?
Examiné el camino: casi había llegado a su casa. Ella estaba al pie de un roble de dimensiones considerables, sujetando la muñeca de Lilac. Tardé unos instantes en adaptarme a la penumbra.
—Necesitaba tomar aire; no podía dormir.
—Ya suponía que la casa de Quinn estaba muy alborotada.
Su tono pretendió aludir a los motivos por los cuales yo había decidido no instalarme junto a su casa y a por qué me había mostrado tan fría al llegar. Me pareció que, después de todo cuanto había pasado, aún quería saberlo.
—La casa de Quinn es genial; ahí las chicas son felices. Simplemente no podía dormir, eso es todo. Y a ti, ¿qué te pasa?
Levantó la muñeca y respondió:
—Lilac se la dejó fuera. Prometí que organizaría un equipo de rescate… formado por una sola persona, pero equipo al fin. —Miró hacia la casa—. ¿Quieres entrar unos minutos? Los farolillos todavía están encendidos.
¿Cuántas veces había imaginado ese momento y lo que le diría si nos quedábamos a solas? Subí, pues, por el sendero tras ella, esquivando las ramas bajas. Sin apartar la vista de las gruesas raíces de los árboles, que se enroscaban en la tierra, dije:
—La noche de mi partida intentábamos encontrar a Caleb.
—Me lo figuré. Lo cierto es que nunca supimos qué había sido de ti. Como ya te he dicho…, no deberías haberte ido sin despedirte.
Entramos en su casa. La mayoría de los armarios de madera estaban entreabiertos y su contenido se hallaba sobre la encimera. La mesa de la cocina rebosaba de latas sin etiquetar, de pilas de paños de cocina recuperados y de montones de utensilios; había decenas de botellas de vino llenas de agua de lluvia hervida, y la fruta seca se almacenaba en recipientes de plástico opaco, deformados y desfondados, con las tapas sujetas por viejas cintas elásticas.
—A veces, cuando Lilac se va a dormir, me dedico a limpiar. Así paso el rato.
—No te lo dije porque no quería que intentases retenerme aquí.
—¿Y por qué iba a hacerlo? —preguntó Maeve, apoyando los codos en la encimera. A la luz de los farolillos se le suavizó la expresión.
—Mira, oímos lo que hablabas con Isis y con Quinn. Os oímos discutir acerca de si debíais o no permitir que Arden y yo nos quedásemos. Sé que pretendías utilizarme como arma de negociación. —Maeve se pasó las manos por la cara y dejó escapar un ligero suspiro—. Quinn fue la única que nos defendió. Dime que no pronunciaste esas palabras…, dime que lo que digo no es cierto.
—No, claro que las dije —reconoció—. Pronuncié esas palabras.
—Si se te ocurre denunciar a cualquiera de las chicas que están aquí, me encargaré de que…
—Simplemente dije «en el supuesto de que»; siempre fue condicional —me interrumpió—. Jamás pretendí usarte contra el rey. Solo dije que si era necesario y si nos presionaba para que te entregásemos al ejército, lo aprovecharía para beneficiarnos.
—Pues yo tenía entendido que debías ocuparte de proteger el asentamiento más que delatar a sus residentes cuando surge una amenaza.
Ella se apartó de mí y, cogiendo varias botellas de la mesa, volvió a guardarlas en un armario y planteó:
—Dadas las circunstancias, ¿tenía otra opción?
Me llegó el sonido de pisadas en la escalera. Al girarme, descubrí a Lilac en la puerta; llevaba el pelo recogido con un pañuelo morado. La niña se frotó los ojos para despejarse y preguntó:
—¿La has encontrado?
Mirándome de soslayo, Maeve cogió la muñeca que había dejado sobre la mesa de la cocina y la depositó en los brazos de su hija.
—Aquí la tienes, tal como te prometí —afirmó, y le acarició la espalda—. Se te debió de caer mientras jugabas en el sendero. —A la luz de los farolillos entreví las marcas que surcaban las mejillas de Lilac, huellas de las sábanas arrugadas. Puso morritos, al tiempo que suspiraba profundamente, revelando agotamiento—. Vamos —dijo Maeve con delicadeza y, pasando un brazo por las corvas de la niña, la levantó con un movimiento rápido y la llevó escaleras arriba.
La cabeza de Lilac se acomodó en el cuello de su madre y le aplastó la blusa al presionar la mejilla contra ella. Detecté un no sé qué en el cansado rostro de la pequeña, en la forma en que se le combaban las oscuras pestañas y en cómo se frotaba la nariz para controlar el picor. Hacía tanto que no las veía juntas que había olvidado lo mucho que Maeve se enternecía en presencia de su hija; parecía más tranquila y más natural y se desplazaba fácilmente por la casa en silencio.
Oí el ruido que hacían en el primer piso y cómo chirriaron los muelles de la cama cuando Lilac se acostó. Me pregunté si, por mucho que supiera que mi padre seguía empeñado en perseguirme, alguna vez experimentaría esa sensación de tranquilidad y bienestar junto a mi hija. Incluso en ese instante me convencí de que él no cejaría en su empeño de encontrarnos.
En la mesa de la cocina había varios botes de cristal llenos de frutos secos. Cada uno de ellos contenía, como máximo, cinco puñados. Los conté y calculé cuánto tiempo me durarían —unos veinte días— en el caso de que regresase al caos. Asimismo calculé el tiempo que me llevaría regresar a la ciudad a pie, a caballo o con la ayuda de un vehículo robado. En el mejor de los casos, tardaría tres jornadas.
Por muchos soldados que trasladaran desde las colonias y los comandase quien los comandara, nada conseguirían si mi padre seguía con vida. Él era el centro de cuanto sucedía en la ciudad. De los comentarios de Quinn, había extraído la conclusión de que su poder había aumentado desde el asedio. No había más que dos soluciones: optar por quedarme en Califia y aguardar, con la esperanza de que la situación cambiase, o actuar. Si los habitantes de las colonias se presentaban en la ciudad, me convertiría en su aliada, puesto que era uno de los pocos rebeldes que se sabían al dedillo el funcionamiento del Palace.
Cuando Maeve bajó, yo ya había tomado una decisión. En Califia no tenía nada que hacer, salvo esperar: esperar a que los soldados me encontraran; esperar a que ella me delatase; esperar las noticias de un nuevo asedio y de otro fracaso; esperar a que mi padre viniera y me arrebatase a mi hija.
—Regreso a la ciudad —anuncié.
Ella se detuvo en la puerta y replicó:
—Si pretendes castigarme por haberte…
—No tiene nada que ver contigo —la interrumpí—. Se trata de mi padre.
Se llevó varios frascos de la mesa y los guardó rápidamente en otro de los armarios. Mientras se limpiaba las manos en las perneras de los gastados pantalones, opinó:
—Deberías quedarte unos días más. Descansa y recupera fuerzas —añadió mirándome el vientre.
Me lo cubrí con el jersey.
—Tengo que irme enseguida, antes de que ya no pueda marcharme.
—¿Quién más lo sabe?
—Quinn, Ruby y Clara, pero todavía no se lo he dicho a las muchachas. Beatrice también está al tanto.
Cogió varios frascos y una linterna. Se dispuso a salir por la puerta trasera y, con un gesto de cabeza, me indicó que la siguiera. Mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad. Pese a que una luz tenue e irregular se filtraba a través de los árboles, me costaba vislumbrar a Maeve, que iba unos pocos pasos más adelante. Avanzó sin dificultad por el sendero en malas condiciones y se valió de las ramas bajas para pasar; luego rodeó una pequeña construcción que se encontraba a pocos metros bosque adentro.
—Por aquí —aconsejó.
Más adelante encendió la linterna y el haz de luz me permitió avanzar por las puntiagudas piedras.
Reconocí el cobertizo gracias a los meses que había vivido en su casa: quedaba perfectamente escondido tras un seto muy crecido. Al empujar la puerta, las bisagras chirriaron; Maeve alzó la linterna y me indicó que entrase.
La pequeña construcción olía a gasolina. Reparé en los recipientes metálicos que bordeaban las paredes, los mismos que, en compañía de los muchachos, había visto en el almacén. En el centro del cuarto había dos motocicletas, apoyadas en las horquillas, cuyos laterales mostraban indicios de oxidación.
—Las reservamos para emergencias. La moto te permitirá cubrir unos cientos de kilómetros. —Desplazó la moto hacia delante y me invitó a cogerla del manillar. El peso del vehículo me inquietó—. ¿Por qué regresas a la ciudad?
—El ejército de las colonias no tendrá la más mínima posibilidad de éxito a menos que vaya directamente a por el rey —respondí, y arrastré la moto hasta el exterior. Maeve me siguió, acarreando dos pequeños bidones de gasolina. La linterna iluminó el sendero de tierra. Apenas podía ver a mi acompañante en la penumbra, pero el ritmo de su respiración era regular y sereno—. Además, en algún momento el rey vendrá a buscarme. Isis tenía razón: no cejará hasta encontrarme, sobre todo ahora.
—¿Qué te propones?
Aguanté derecha la moto, a pesar de que deslizaba las manos por el manillar. No sabía si lo lograría ni cómo lo haría, pero la idea no se me fue de la cabeza, y afirmé:
—He de matar a mi padre.
La expresión de Maeve se suavizó cuando asintió con toda la decisión del mundo.
—Te deseo suerte.
—Muchas gracias.
Tras esas palabras, me di la vuelta y, empujando la moto por delante de mí, me dirigí a la carretera.