Veinticinco

Tardamos tres días en llegar a Marin. Decidimos entrar por el norte y evitar la ciudad por si había soldados. Estábamos a medio kilómetro de nuestro destino cuando Clara bajó la cabeza, tensó las riendas y apretó el paso por la carretera cubierta de musgo. La yegua moteada que montaba mantuvo la calma al hacerla trotar entre los coches abandonados, los árboles caídos y las bolsas de basura reventadas y tiradas en el arcén. Se desplazaron cada vez más rápido, casi a galope, mientras a mi prima le volaba el cabello hacia atrás.

—Lo hará —susurró Benny detrás de mí. Había colocado las manos en los flancos de nuestra yegua para mantener el equilibrio—. Va a saltar.

La calzada estaba a rebosar de un desordenado montón de basura que la ocupaba de lado a lado: bolsas de plástico de las que sobresalían prendas de vestir, más bolsas repletas de juguetes gastados y papeles, planchas de madera combada… Clara se dirigió hacia los obstáculos un poco agachada y con la mirada atenta. Dando un salto impresionante, la yegua se elevó en el aire y el sol del mediodía se le reflejó en el pelaje. Helene aplaudió y algunas chicas se le sumaron.

—¿La has visto? —preguntó Benny sin dejar de darme codazos en la espalda y señalar a la amazona.

Mi prima había dado media vuelta y se reunió con nosotros. Se detuvo a la vera de la carretera, donde estaba Ruby, y la ayudó a montar. Me sonrió al tiempo que echaba nuestro equipaje sobre el trasero de la yegua: intentaba animarnos y celebraba como podía la llegada a Marin.

Las jornadas de viaje habían transcurrido en silencio. Por las noches, cuando acampábamos, la charla siempre terminaba refiriéndose a Pip. Parecía que Benny y Silas aceptaban su muerte de una forma que a nosotras nos resultaba imposible. Hacía dos años que Paul, el hermano de Benny, se había matado en un acantilado próximo; por eso, para ellos, era un aspecto inevitable de la vida en plena naturaleza. Por su parte, las jóvenes querían conocer los pormenores de la muerte de mi amiga y saber cuánto tiempo había vivido en el recinto escolar, si estaba enferma o si lo que le había pasado era algo que nadie habría podido evitar. Yo todavía intentaba encontrar respuestas, de modo que me resultó extraño hablar en voz alta de su muerte. Me costaba hablar de ella, de la amiga que había tenido desde los seis años, con personas relativamente desconocidas. Y, sobre todo, resultaba muy duro decir: «Pip era…», «Pip hacía…», «Pip solía…»; emplear el tiempo pretérito para referirme a ella era terrible.

Clara, que nos había guiado casi todo el camino, llamó a las chicas antes de reanudar la marcha y se alegró de que, por fin, sonrieran. A medida que cabalgábamos por las carreteras, kilómetro tras kilómetro, poco había que hacer salvo seguirla. Me centré en el sonido hipnótico y monótono de las cascos de los caballos en el pavimento, mientras pensaba en Arden y en la última vez que la había visto en el edificio de ladrillo, cuando le había entregado la llave. Cabía la posibilidad de que hubiese estado en la ciudad durante el asedio, pero intentaba ignorar la perspectiva que no cesaba de asaltarme: la persistente sensación de que también había muerto. Tal vez formaba parte de los rebeldes a los que habían detenido y ejecutado. Pero no podía saberlo, pues apenas había habido mensajes de la ruta. Quizá no lo supiese jamás.

Habían pasado tres días y, por el camino, no nos habíamos cruzado con ningún soldado. ¿Es que tal vez los efectivos del rey estaban concentrados en el interior de la ciudad, junto a las murallas y, en cambio, habían desplegado menos soldados en el caos? Durante nuestra estancia en el refugio subterráneo, Ruby se había referido a las incursiones: el mes anterior los muchachos habían ido tres veces a los almacenes y no los habían pillado; a su regreso, las habitaciones del refugio estaban tal como las habían dejado, con los estantes prácticamente vacíos y la cerradura intacta.

Sin embargo, por mucho que la vigilancia en el caos se hubiese reducido, era una cuestión de tiempo que las tropas volvieran a controlarlo todo. ¿Cuánto tiempo podría quedarme en Califia? Habíamos abandonado el asentamiento tras enterarnos de que Maeve pensaba utilizarme como moneda de cambio, como medio para negociar la independencia de Califia si alguna vez el rey descubría su existencia. ¿Me encontraría a salvo allí? ¿Cuánto tardarían en enviarme de regreso a la ciudad para que me ejecutaran? En los últimos días, mi cuerpo había cambiado todavía más y cada vez resultaba más difícil disimular el embarazo. Si los rumores eran ciertos y si el rey siempre había sospechado que, una vez traspasado el puente, había un asentamiento, solo dispondría de unos meses antes de que viniera a buscarme y me arrebatase a mi hija.

—Está tras esa colina —anuncié, y apremié a la yegua para que pasase entre las hileras de coches abandonados. Conocía esa carretera donde había registrado los vehículos en busca de ropa aprovechable y herramientas. En cierta ocasión, en un coche oxidado, había encontrado dos sacos de arroz; los gorgojos, de color marrón, los habían invadido y habían criado, de modo que miles de ellos reptaban por el interior del vehículo—. Solo hay dos guardianas en el extremo norte del asentamiento y las conozco.

Al coronar la colina, divisé a Isis, instalada en la elevada plataforma de observación que habían construido en uno de los árboles. Llevaba el pelo recogido con un pañuelo. La saludé mirándola directamente a los ojos, pero no bajó el fusil. Descendió por la escala de cuerda, haciéndonos una señal para que nos detuviésemos, y me examinó con atención la cara, los cabellos y el raído jersey que me ceñía el cuerpo.

—Eve, ¿qué haces aquí? —preguntó finalmente.

—He traído a varias evadidas de los colegios para que se instalen en Califia… de forma permanente. Desean acceder al asentamiento.

Nos miró de hito en hito a todas nosotras, que, montadas a caballo y puestas en fila, aguardábamos a que nos dejasen entrar. Nos condujo hacia la derecha e indicó a Clara que fuera en cabeza por el sendero escondido que llevaba a Sausalito. Nos detuvo, no obstante, al reparar en Benny, que apenas era visible sentado detrás de mí.

—¿Quiénes son estos dos niños? —quiso saber señalando a Silas, que iba a lomos del mismo caballo que Beatrice. El pequeño llevaba su largo pelo enmarañado. Yo había albergado la secreta esperanza de desplazarnos a toda velocidad para entrar en el asentamiento y, más adelante, discutir con las madres fundadoras la presencia de los chicos.

—No tienen otro sitio al que ir —respondí.

Isis mantuvo la mano sobre el fusil y sonrió, quedando a la vista la separación entre los incisivos. Me acordé de la noche en que había ido a la casa de Maeve para evaluar mi lugar en Califia. Ella era una de las mujeres que estaba convencida de que mi presencia había puesto en peligro la seguridad del asentamiento, y la que había defendido acaloradamente mi expulsión y la de Arden, aunque en mi presencia jamás había admitido sus dudas, sino que siempre exhibía la misma sonrisa cuando me sentaba a beber con ella en la mesa de la cocina de su casa.

Isis estudió a los niños e intentó deducir su edad. Pero sin darle tiempo a tomar decisiones, declaré:

—No estoy dispuesta a abandonarlos. —La rodeé a lomos de la yegua, e hice señas a Beatrice para que se pusiese en marcha y siguiera a Clara por el sendero—. No tienen a nadie más que a mí. Si prefieres dispararme en lugar de dejarme pasar, adelante.

Isis no apartó la mirada de mí cuando avanzamos. Benny se aferró a mis costados y me estrujó el jersey. La guardiana no levantó el fusil y se limitó a vigilarnos, mientras yo guiaba a la yegua por la ladera de la colina. Pasé frente a varias casas cubiertas de musgo. La librería recuperada en la que yo solía trabajar estaba a oscuras y cerrada, como lo demostraba el pañuelo negro atado en el picaporte. Cruzamos por delante de varios hogares más, que disponían de fosos para el fuego disimulados con entramados de hiedra. La yegua descendió por la irregular pendiente y, en mi esfuerzo por mantener el equilibrio, le apreté las piernas contra los flancos.

La bahía se hizo patente una vez sobrepasados los árboles: el agua estaba en calma y las últimas luces del día se reflejaban en ella. Esa panorámica conocida supuso un gran consuelo para mí. Cuando desembocamos en la calle principal de Califia y la calzada discurrió junto a la orilla del océano, distinguí a Quinn en la cubierta de su casa flotante. Tendía camisetas en la borda y las sujetaba con viejos clavos; le había crecido el oscuro cabello rizado que le caía por la espalda, y tuve la sensación de que había aumentado unos kilos y de que estaba menos musculosa.

—¿Esta noche hay juerga en Safo? —pregunté a gritos con la esperanza de que apreciase mi tono risueño.

Hice señas a las muchachas que venían detrás para que me siguieran, y los seis caballos continuaron el descenso por la pendiente.

Quinn esbozó una sonrisa ufana; se dirigió de inmediato a la popa del barco y, saltando al embarcadero, echó a correr a nuestro encuentro. Desmonté y permití que me abrazara de aquella forma tan suya que te dejaba sin aliento. El pelo le olía a agua de mar y algunos de sus ásperos rizos me hicieron cosquillas en el cuello.

Se separó de mí y echó un vistazo a las chicas que me acompañaban.

—¿Dónde está Arden? —preguntó—. Creía que estaba contigo.

—Hace más de tres meses que no la veo —repuse y, bajando la voz, añadí—: Ha retornado a la ruta; participó en el asedio con algunos de los muchachos del refugio subterráneo.

Quinn frunció el entrecejo y manifestó:

—Aquí no ha venido.

—¿No has recibido noticias suyas? ¿No ha habido mensajes? Es posible que siga estando en la ciudad.

—Ya te contaré más tarde qué está pasando allí —murmuró sin explicar nada más por deferencia a las chicas más jóvenes—. Nos hemos enterado de algunas cosas que nos tienen preocupadas.

Sin darme tiempo a decir nada más, oí pisadas en la calzada, y Lilac apareció doblando un recodo. Se había hecho trenzas y sujetaba del brazo a su muñeca, cuyas facciones pintadas estaban descoloridas.

—¡Mamá, es Eve! —gritó mirando hacia atrás—. ¡Trae caballos!

Mi yegua reculó, pero tensé las riendas y esperé a que se tranquilizase. Las muchachas ya se habían apeado; algunas de ellas ataban las monturas a los árboles y otras descargaban los sacos y proporcionaban forraje y agua a los animales. Beatrice estaba junto a Benny y Silas y los cogió por los hombros a medida que Maeve se aproximaba.

—Has vuelto —comentó Maeve. Su tono no reveló la más mínima emoción: ni sorpresa, ni cólera ni perplejidad. Se arropó con la gastada chaqueta vaquera y se protegió del viento que llegaba de la bahía—. Por lo que veo, no vienes sola. —Y se fijó en ambos niños.

El nerviosismo producido por el reencuentro se esfumó. Infinidad de cosas habían cambiado en los últimos meses. Según mi padre, ambas nos habíamos convertido en traidoras, ya que Maeve había albergado a evadidas de los colegios. Podrían ahorcarnos a las dos. Intenté recordar todo eso mientras ella escrutaba con insistencia a los chicos.

—No tienen otro sitio adonde ir y no los abandonaré —afirmé.

—Ya conoces nuestras reglas.

—Se aplican a los hombres…; en Califia jamás tendría que haber hombres. Pero estos niños apenas tienen ocho años. ¿Qué será de ellos en el caos?

Beatrice los abrazó un poco más y afirmó:

—Me hago cargo de ellos. Cuando tengan cierta edad, volveremos a hablar del tema.

—No te conozco —le espetó Maeve—. ¿Por qué tus palabras tendrían que ser significativas para mí? —Detrás de ella, un puñado de mujeres salieron de sus casas y de los almacenes, o se asomaron a las ventanas. Maeve se dirigió específicamente a mí—: No tendrías que haberte ido sin avisar. Al principio no supimos si te habían atrapado o si te habías marchado por tu cuenta. Algunas mujeres estaban preocupadas por tu integridad.

—No estaba en condiciones de decirte que me iba.

Ella entornó los ojos, pues adivinó que yo había hablado con segundas. Luego volvió a escrutar a los niños y, por fin, sentenció:

—De momento pueden quedarse, pero serás responsable de ellos. —Y señalando el sendero que conducía a su casa, añadió—: Os instalaremos en la casa contigua a la mía. Así podré cuidar de vosotras.

«¡Cuidar de nosotras…!». Estuve a punto de partirme de risa. Bette y Kit cogieron varias bolsas y se encaminaron hacia allí, pero les pedí que se detuvieran.

—De momento nos quedaremos en casa de Quinn, hasta que encontremos una vivienda permanente. De todas maneras agradezco tu generosidad.

Esbocé una sonrisa, una mueca rígida y resuelta, y giré en dirección al atracadero.

Quinn me lanzó una mirada de desconcierto. La pasé por alto pese a que sabía que más tarde tendría que darle explicaciones. Ayudé a las chicas a bajar hasta la casa flotante, cerciorándome de que hubieran atado los caballos lo suficientemente dentro de la arboleda para que no los avistaran desde la playa. Mientras acarreábamos las restantes provisiones, vi que Maeve caminaba bosque arriba, apareciendo y desapareciendo entre los árboles. De vez en cuando se daba la vuelta y me espiaba.