Veinticuatro

Benny y Silas fueron los primeros en meterse en el agua. Se zambulleron y nadaron con la misma naturalidad que los peces. Transcurrieron varios segundos mientras escrutaba el lago a la espera de que saliesen a la superficie. Cuando por fin aparecieron, estaban unos metros más lejos, empujándose, sin dejar de jugar.

—¿Cómo lo hacen? —quiso saber Bette. Se quitó cuidadosamente los zapatos y hundió los pies en la arena—. Han desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.

Sarah chapoteó alegremente y no se detuvo hasta que el agua le cubrió las rodillas. Al internarse en el lago, sus pasos fueron más inseguros y no cesó de vigilar la ondulante superficie.

—Esto es lo más difícil —confesó a gritos a Beatrice, que estaba en la orilla junto a Clara y conmigo—. No me veo los pies. Y entonces pierdo el valor.

Por alguna razón estos comentarios me trajeron a la memoria que había prometido a las chicas que, antes de nuestra partida, las enseñaría a nadar. Todavía recordaba las lecciones de Caleb, la primera acometida del agua cuando me sumergí y la manera en que él me sujetó en cuanto apenas rocé con los pies el fondo arenoso. En alguna parte había leído que, cuando echas de menos a alguien, llegas a ser como esa persona y haces cosas igual que ella para llenar el espacio que ha dejado a fin de no sentirte tan sola. Meses después, ahí en el lago, comprendí que no era así: realizar tales actividades, las mismas cosas que él hacía, solo me sirvió para añorarlo todavía más.

Entré en el lago y me sentí extrañamente reconfortada por la frialdad del agua. Durante unos instantes sentí unos pinchacitos en los pies, y esa sensación me arrancó de mi letargo. A medida que las restantes jóvenes se acercaban, hice señas a Pip y a Ruby para que se reunieran con nosotras. Estaban sentadas en un tronco, cerca de la orilla, con un cesto de bayas silvestres, a las que les quitaban el rabillo.

—La directora Burns no estaría de acuerdo en absoluto —dijo Ruby, esbozando una ligerísima sonrisa—. «Nadar es demasiado peligroso. ¿No habéis oído hablar de todos los que se ahogaron antes de la epidemia?». —Imitó a la perfección la cascada voz de la directora del colegio.

Fue lo más parecido a una broma que había oído en muchos días. Me habría reído a gusto, pero Pip dio unos pasos imprecisos. Tuve la sensación de que el agotamiento se había apoderado de ella. Cuando le comuniqué que me quedaba en el refugio, Beatrice no discutió mi decisión, como supuse que haría. Pareció coincidir conmigo en que mi amiga necesitaba reposo y que lo mejor era que permaneciese ahí hasta dar a luz…, algo que compartiríamos como buenamente pudiéramos, con la escasa información que ella me había proporcionado. Dado que Califia se encontraba a unos quinientos kilómetros, existía el riesgo de vernos obligadas a detenernos en el trayecto. Y si Pip quería quedarse, ¿quién era yo para obligarla a marcharse del refugio subterráneo?

Pip y Ruby se acercaron a la orilla. Las demás chicas vestían pantalones cortos y camisetas; varias de ellas tiritaban de frío.

—El primer paso consiste en sumergirse —expliqué aproximándome a Bette y a Kit—. Se hace así.

Me tapé la nariz, flexioné las rodillas y me metí bajo el agua. Al soltar aire, las burbujas ascendieron. Cuando me quedé sin aliento y me pareció que las palpitaciones del corazón me latían en los oídos, subí a tomar aire. Únicamente Sarah había metido la cabeza en el agua, y ahora el cabello se le pegaba a las mejillas.

Bette controlaba a Benny y a Silas, que nadaban de espaldas lago adentro, de modo que la barriga les sobresalía del agua.

—No os alejéis demasiado —grité a los niños, señalándoles el abedul caído en el lago, la señal que los muchachos del refugio empleaban para mantenerlos cerca de la orilla.

Benny alzó la cabeza, como si me hubiese oído, pero enseguida desapareció bajo el agua.

—No te preocupes, yo los controlo —afirmó Beatrice.

Introdujo tres camisetas raídas en el agua, frotó las prendas contra las piedras y las lavó mientras las chicas se sumergían. Bette se detuvo junto a ella y se estremeció a medida que entraba lentamente en el lago.

Me separé del cuerpo el empapado jersey, pero siguió adhiriéndoseme a la piel. Caminé por el lago y el agua me llegó al pecho, luego dejé que me cubriese hasta el cuello. Volví a controlar a Benny y a Silas, que se llenaban la boca de agua y se la lanzaban. Beatrice no los perdía de vista y, tal como había dicho, los controlaba para que no se alejasen demasiado.

—Estamos hechas para flotar. Ponte de espaldas —dije acercándome a Sarah. La muchacha se tumbó y le acomodé los brazos y las piernas hasta formar una letra te perfecta—. Llena de aire los pulmones. Mantén los brazos extendidos y sigue mirando hacia arriba.

Le retiré mi mano de la espalda, y ella se hundió un par de dedos, pero continuó en la superficie. Sonrió de oreja a oreja.

Clara iba de una chica a otra y les enseñaba a flotar.

—¿Veis? —decía mi prima—. La gente se ahoga porque se deja dominar por el pánico. Intentad relajaros…, y así siempre flotaréis.

Se acercó entonces a Bette y le puso la mano en la espalda. Me pregunté entonces cuándo volvería a ver a Clara y si retornaría una vez que se hubieran asentado en Califia. Se había dedicado los dos últimos días a adiestrar a las chicas en el manejo de los caballos y a enseñarles los rudimentos de la equitación. Habíamos empleado la cuerda que nos quedaba para fabricar estribos, atando un extremo alrededor del lomo de los equinos y dejando colgado el otro, con el propósito de formar un aro lo suficientemente ancho para meter un pie. Ya habíamos metido los víveres en los recipientes adecuados y las bolsas de lona estaban a punto para el viaje que emprenderían a la mañana siguiente. Dentro de veinticuatro horas, Ruby, Pip y yo estaríamos solas.

Intenté no pensar en esa cuestión y me centré en lo que me quedaba por delante: la tarde y la clase de natación. Solo así me resultaría soportable.

—¿Cómo se hace? —preguntó Sarah braceando—. Muéstrame cómo nadaste en el túnel.

—Tendrás que meter la cabeza debajo del agua —le indiqué mientras miraba alrededor. Las otras chicas todavía no acababan de meterse en el lago y a duras penas se mantenían a flote—. Habrás de impulsarte desde el fondo y desplazarte hacia fuera y hacia delante. Luego has de mover simultáneamente brazos y piernas, casi como hacen las ranas.

Respiré hondo y me sumergí. El mundo me pareció muy distante, y las voces de las jóvenes se fundieron hasta convertirse en una sola. Vi las piernas de Clara cuando rodeó a Kit para ayudarla a mantenerse a flote; bajo la superficie, la piel de Sarah se veía muy blanca; la muchacha cogió agua como si quisiese contener el lago entre las manos.

Me costó reconocer los gritos cuando comenzaron; los chillidos de pánico procedían de algún punto a lo lejos. Al salir a la superficie, la voz de Beatrice dominaba el espacio y me dejó sin aliento.

—Dejadme pasar —gritaba mientras apartaba a varias muchachas.

Exploré la superficie del lago en busca de Benny y Silas. No estaban donde los había visto por última vez. En ocasiones, se instalaban en una roca situada lago adentro, pero tampoco se hallaban allí. Tardé unos instantes en avistarlos en la otra orilla, aferrados a los restos del embarcadero inutilizado. Me miraban con una expresión tan confusa como la mía, pero sanos y salvos.

Fue entonces cuando percibí lo mismo que Beatrice había percibido. Ella se abrió paso entre varias chicas para llegar junto a Pip, que estaba en el agua, pues se había caído en los bajíos. La cabellera se le esparcía alrededor de la cabeza y tenía la mirada totalmente extraviada. Beatrice la sujetó por las axilas e intentó arrastrarla hasta la orilla. Al girarse para llamarme, puso de manifiesto que se le había manchado la ropa. En el agua se había formado una nube de sangre que las rodeó a ambas y lo tiñó todo de rojo.

Nadé tan rápido como pude y no me detuve hasta que llegué junto a Pip; le cogí una mano: la piel de debajo de las uñas había adquirido un color gris opaco.

—No te duermas —le supliqué frotándole las manos para restablecer la circulación, como si así pudiera revivirla—. Tienes que mantenerte despierta.

Ruby se acercó a la carrera, colocó de lado a Pip e intentó incorporarla.

—¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado?

Miré el agua teñida de sangre, que ocultaba nuestros pies. Pip sangraba muchísimo. Había sangre por todas partes; le descendía por las piernas y enturbiaba el agua que nos rodeaba. Cuando conseguimos sacarla del lago, había perdido la conciencia y su exánime cuerpo pesaba enormemente.

Las muchachas salieron corriendo del agua, se agruparon en torno nuestro y se aproximaron tanto que oí su jadeante respiración.

—Llévalas al refugio —pedí a Clara cuando algunas de ellas se echaron a llorar.

—¿Se está muriendo? —inquirió Sarah.

Clara se apresuró a llevárselas orilla arriba, y yo hice mía la pregunta de la joven. Me arrodillé junto a Pip y le toqué las mejillas: frialdad. Estaba muy pálida y tenía los brazos cubiertos de gotitas de agua rosada.

La sangre no cesó de manar y formó un charco negro bajo su cuerpo; incluso impregnó la arena. Cuando Beatrice se inclinó para practicarle el boca a boca, me dediqué a acariciar los cabellos de mi amiga. Le acaricié los rizos que le enmarcaban la frente, como si, con ese sencillo gesto, pudiese mantenerla con vida.

A la mañana siguiente, separé las piedrecillas mezcladas con la tierra, las recogí metódicamente y no se me escapó ni una. Después de echar hasta la última de ellas en un cuenco, continué donde estaba, fijándome en la tierra recién removida. Las copas de los árboles se balanceaban a causa del viento. De pronto me percaté de que, mentalmente, hacía listas de las tareas que debía realizar y luego las llevaba a cabo: ¿Había borrado del suelo las huellas del entierro? ¿Había retirado hasta la última flor que las chicas habían depositado en la tumba? ¿Había allanado la tierra y ocultado lo suficiente el sepulcro para que nadie lo descubriese? Esos pequeños detalles fueron los únicos menesteres que me tranquilizaron.

La tumba tenía poco más de noventa centímetros de profundidad. Beatrice conocía las medidas adecuadas debido a los numerosos enterramientos realizados durante la epidemia; los sepulcros, pues, habían de ser lo bastante hondos para que nadie los viera ni perturbase a los difuntos. Habíamos escogido el abedul que se alzaba en la linde del bosque y la habíamos sepultado allí, muy cerca de las raíces, para que yo siempre reconociese el sitio. Fui yo misma quien preparó el cuerpo: le quité la tierra y la sangre de la piel y le desenredé el pelo; la envolví en una de las mantas, de color gris y muy suave, del refugio subterráneo, cuyos dibujos de color rosa estaban intactos. Ruby había pronunciado unas palabras de homenaje a Pip. Eludirlas habría sido incorrecto, a pesar de que todas no hacíamos otra cosa que sumirnos en el silencio. Habíamos celebrado el modesto y callado funeral, y las horas posteriores habían transcurrido a una velocidad vertiginosa. La muerte de Pip… Yo ya no podía con todo. Cogí del suelo el pétalo que se había caído de una flor, lo aplasté con los dedos y me di por satisfecha cuando se rompió.

En opinión de Beatrice, debía de hacer tiempo que Pip estaba enferma y, probablemente, sufría una hemorragia interna, ya que la sangre había manado con demasiada rapidez. La mancha que había dejado en la arena todavía era visible a pesar de que Clara había intentado eliminarla: un punto oscuro al borde del agua y un tono negro rojizo en las rocas.

No sentí lo mismo que cuando murió Caleb: el dolor no me desgarró ni lloré durante la ceremonia; aunque estuve presente, escuché las palabras de Ruby como si provinieran de algún lugar lejano y me sentí totalmente ausente, como si flotase sobre el grupo que formábamos. Me remonté en el tiempo tanto como pude, evocando el día en que había visitado a Pip en el edificio de ladrillo. ¿Tal vez habría cambiado algo si se hubiese escapado entonces? ¿En qué momento se había puesto tan enferma? ¿Cómo se me había pasado por alto lo que le ocurría? Al fin y al cabo, solo se había quejado de agotamiento.

Detrás de mí se partió una ramita. Me giré: Clara se acercaba por entre los árboles.

—Eve, la hora ha llegado —me avisó—. Los caballos están listos. Si nos vamos ahora, podremos montar el campamento antes de que caiga la noche.

Ante mí la tierra estaba compactada y las piedrecillas que habían bordeado la tumba estaban reunidas en un pequeño montón. Cubrí la zona con un poco de maleza. Mi prima se agachó y me ayudó. Extendimos las hojas y las ramas secas y las esparcimos hasta tapar toda la tierra removida. Cuando iniciamos el ascenso por la colina, me volví y miré hacia el pie del abedul: todas las huellas del funeral y de Pip se habían esfumado.