Veintitrés

La playa estaba tranquila a primera hora de la mañana. Clara se dedicaba a hacer la colada, sumergiendo la ropa en el agua fría. Parecía tan natural frotando las prendas y quitando la suciedad que apenas reconocí en ella a la joven que hacía algunos meses me habían presentado en el Palace. Puso la ropa a secar sobre las piedras y fue añadiendo prendas a medida que quedaban limpias: camisetas, pantalones, jerséis y calcetines, un montón de pintorescos colores.

Reparé en Helene mientras Sarah y yo emprendíamos el descenso por la arenosa pendiente, cargadas con recipientes en los que recogíamos agua del lago. Se había sentado un poco alejada de las demás y había metido en el agua el pie de la pierna fracturada. A pesar de que la inflamación había bajado, era evidente que el hueso no se le había soldado bien, pues el tobillo se le había girado hacia fuera, de modo que formaba un extraño ángulo. Intentó cogérselo y buscó el punto crítico de la zona de la fractura.

—Es mejor que lo dejes estar —opiné, y deposité los recipientes en el suelo.

Me agaché para examinarle la pierna: la piel había adquirido un tono azul verdoso, como consecuencia de los moretones a causa del golpe.

—Tiene una pinta horrible. Anoche desperté por el dolor que sentía. Me quedará así para siempre, ¿no? No podré volver a andar.

Helene me miró a los ojos en busca de respuestas.

—Cuando lleguemos a Califia, tendrás ayuda especializada. Allí vive una mujer que estudió medicina. Yo no sé lo suficiente para responderte a eso —aclaré, y le acaricié las trenzas.

Había pasado más de una semana desde la caída y daba la impresión de que la tibia no se había soldado como debía. Tal vez existía la posibilidad de quebrarla de nuevo y recolocarla, pero no quería ni imaginar que Helene tuviese que volver a soportar tamaño dolor. Cogí, pues, las tablillas, se las puse a ambos lados de la pierna y la ayudé a sujetarlas otra vez en su sitio.

Sarah soltó los cacharros al borde del lago exclamando:

—Beatrice no deja de repetir lo mismo pero ¿cuánto tiempo tendremos que estar aquí antes de marcharnos? —Señaló las aguas—. Si nos quedamos mucho más tiempo, por lo menos deberías enseñarnos a nadar. ¿Cómo quieres que pesque si solo puedo meterme en el agua hasta las rodillas?

—Se trata de un buen lugar para reponer fuerzas —expliqué—. Aquí hay comida y, de noche, no necesitamos montar guardias. Deberíamos quedarnos uno o dos días más.

Miré hacia la otra orilla del lago y me costó ver a Ruby y a Pip entre los árboles. Todas las mañanas salían solas en busca de bayas y uvas silvestres. Ignoraba si alguna vez llegaría a la conclusión de que habíamos pasado bastante tiempo en el refugio subterráneo, pero era consciente de que cuando me marchase, ya fuera dentro de tres o de treinta días, volvería a abandonarlas.

Me estiré el jersey sobre el vientre para cerciorarme de que quedaba tapado. Tenía la sensación de que mi cuerpo cambiaba cada día: había prescindido de mis gastados tejanos y optado por un pantalón ancho, cuyo cinturón iba aflojando; se me habían hinchado los pechos y se había incrementado su sensibilidad; me crecía la barriga y cada vez me costaba más disimularla. No había querido contarles a las chicas que estaba preñada, porque supuse que, si se enteraban, cambiaría la percepción que tenían de mí y quizá les parecería más débil y vulnerable. Tampoco quería que se preocupasen porque no dispusiéramos de suficientes provisiones para repartir cuando reemprendiéramos el viaje. Durante el trayecto hasta el refugio subterráneo, Beatrice y Clara habían insistido en compartir conmigo sus modestas raciones para que conservase mis energías.

Por si todo eso fuera poco, también contaba Caleb: hacía una eternidad que no mencionaba su nombre en voz alta. ¿Cómo explicar a las chicas lo que había habido entre nosotros? ¿Cómo lograría que entendiesen que no solo había estado con él, sino que lo amaba? ¿Cómo decirles que yo no era como esas mujeres de las que las profesoras hablaban hasta el hartazgo, diciendo que, de alguna manera, su amor las había arruinado? Me pareció que se había levantado una pared invisible que me separaba de todo el mundo. Muerto Caleb, ¿qué podía hacer yo con el amor que todavía sentía? ¿Dónde lo volcaría?

Pip y Ruby deambulaban entre los árboles. Clara tenía curiosidad por ver si se acercarían a la playa, donde estábamos nosotras. Hacía dos días que habían decidido comer solas y se llevaban la comida a su habitación. Pasaban las tardes con Benny y Silas y, por la mañana, recorrían los bosques contiguos al lago; a veces se presentaban con algún que otro hallazgo: un vaso de plástico, un tenedor doblado o una lata sin etiqueta. Desde nuestra conversación de la primera noche, no me había esforzado por hablar con ellas; el silencio se había instaurado entre nosotras. Le daba vueltas a qué les diría y me planteaba cuidadosamente una disculpa cuando nos cruzábamos por el pasillo. Pip apenas alzaba la vista, me ignoraba como si no existiese, y entonces yo volvía a recordar que una disculpa no bastaba. Nada de lo que dijera bastaría.

Pip, que llevaba una bolsa en la mano, salió de la arboleda, y Ruby apareció tras ella. Se nos aproximaron, al tiempo que Sarah llenaba un recipiente de agua y la emprendía con el siguiente, mientras me decía:

—Me gustaría que ya estuviéramos en Califia. Me parece que el tiempo transcurrido solo ha sido una espera. Beatrice y tú no hacéis más que hablar de lo que tendremos al llegar a Califia, con lo que a todas se nos hace patente lo que aquí nos falta.

—Pronto nos iremos —prometí, y sumergí un cacharro en el agua.

Miré nuevamente a mis compañeras del colegio. Pip alzó la cabeza y su expresión cambió unos segundos: casi esbozó una sonrisa. Se acercó y, por primera vez desde nuestra llegada, me sostuvo la mirada.

—Hemos encontrado corteza de sauce negro —comentó. Sacó de la bolsa las láminas de color marrón y le dijo a Helene—: Según me han dicho, anoche te dolía la pierna; tal vez esto te sirva.

Sarah dejó el recipiente con agua en la orilla y frunció las cejas, como si no estuviera totalmente segura de que era Pip la que había hablado, la misma que no había hecho el menor caso de las muchachas desde nuestra discusión.

—¿Se come? —quiso saber Sarah.

Ruby señaló el cacharro lleno de agua, y dijo:

—No, no. Se hierve y luego se bebe la infusión. Pip ha estado leyendo un libro sobre remedios naturales que hemos encontrado en el refugio. La corteza de sauce negro calma los dolores. —Le ofreció el brazo a Helene y la ayudó a ponerse de pie—. ¿Qué tal si vosotras dos me acompañáis? Haremos la infusión, y así habrá más que suficiente para esta noche. Incluso podemos preparar más cantidad para cuando os pongáis en camino. —Cogió uno de los potes de Sarah y se alejaron de la playa. Ruby me hizo un gesto, señalándome a Pip.

Ésta se sentó en la orilla y metió los pies en la arena, apenas rozando el borde del agua. Contemplando el lago, dijo:

—Ruby opina que debería hablar contigo.

De modo que estaba allí porque Ruby se lo había pedido. Pero había accedido tan a regañadientes que ni siquiera era capaz de mirarme. ¿Cuánto tiempo pretendía mantenerme en ese espacio suplicante y desesperado de disculpas, sumida en la expectativa de que me perdonara?

—Y tú, ¿qué opinas? —pregunté.

Al apartarse de la cara unos cuantos rizos enmarañados, advertí que las pecas se le habían desdibujado y que las grisáceas ojeras le conferían un aspecto de estar constantemente agotada.

—Me parece que tiene razón. Creo que aún quedan cosas por decir.

Hundí las manos en la arena y me di por satisfecha cuando pillé un buen puñado…, algo a lo que aferrarme.

—Quiero que sepas que, si pudiera, lo cambiaría todo. Ya te lo dije —afirmé.

—Ya lo sé. —Cogió una ramita y jugueteó con ella. Finalmente, se me encaró—. La mayor parte del tiempo que estuve en aquel edificio la dediqué a pensar en ti, y estuve muy preocupada al no saber por dónde andabas. Creía que tal vez te habían trasladado a otro lugar. Cuando apareciste en el edificio de ladrillo, luciendo aquel vestido, me di cuenta de que en todo momento habías residido en la ciudad, y te odié por no haber estado allí conmigo. Ahora es demasiado tarde para todo. Llevo una vida que no deseo y jamás elegí esto.

Se miró el vientre y la camiseta que se le tensaba a la altura de la cintura; luego bajó la cabeza y se cubrió los ojos con las manos.

—Ya no hay posibilidad de elegir. Nunca quise ser hija de mi padre. Pero estaba en la ciudad cuando tuvo lugar el asedio y presencié cómo ahorcaban a mis amigos y cómo los soldados disparaban y asesinaban a alguien a quien amaba. Y yo no quería nada de eso. Cada uno hace frente como puede a lo que le toca vivir —declaré, repitiendo las palabras de Charles. En ese momento el Palace y mi estancia allí me resultaron muy lejanos, semejantes al recuerdo de una época pretérita—. Tal vez todo cuanto hace una persona no es suficiente. Quizá yo no hice lo suficiente.

—¿Has dicho alguien a quien amabas? ¿Te refieres al chico del que Arden nos habló? ¿Se trata de Caleb?

—Lo mataron. —No estaba segura de la conveniencia de seguir dando explicaciones, pero me pareció injusto que Clara y Beatrice supiesen algo que Pip desconocía; me lo pareció pese a haber estado tanto tiempo distanciadas—. Estoy embarazada de casi cuatro meses. Las demás jóvenes no lo saben.

Me repasó de arriba abajo y comentó:

—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué sigues adelante?

—En la ciudad no hay forma de evitarlo. Después de las explicaciones de las profesoras, era imposible saber dónde estaba la verdad. Desconozco la totalidad de las consecuencias, pero no me arrepiento de lo que hicimos. Le amaba.

—Nos ha sucedido a las dos —reconoció, y se le empañaron los ojos—. Es como si todo tocase a su fin, como si una parte de mí hubiera muerto. ¿Te acuerdas del año pasado por estas fechas? ¿Recuerdas todas las cosas de las que charlábamos? Sigo imaginando el apartamento que tendríamos en la ciudad, pues creía que sería de fábula aprender un oficio y vivir fuera de las paredes del colegio.

—Todavía nos queda tiempo. —Dejé que la arena se me colara a través de los dedos y le estreché una mano. Ella no la apartó—. Has de venir a Califia con nosotras. Allí estarás más segura; las dos lo estaréis. Os podréis quedar indefinidamente. —Ella ya había empezado a negar con la cabeza—. ¿Qué haréis aquí Ruby y tú solas? No podréis estar siempre…; al final os quedaréis sin subsistencias.

Me apretó la mano con todas sus fuerzas, y me dijo:

—Por ahora no puedo ir; no me parece posible. Si aquí a duras penas me las apaño…, ¿cómo lograría estar una semana en la carretera?

—Si cogemos los caballos, el viaje durará unos pocos días. No tendrás que caminar.

Liberándose de mi mano, se acarició el vientre.

—¿Y si en el camino a Califia ocurre algo? Prefiero quedarme aquí. Los riesgos me traen sin cuidado. Ya no tengo opción de irme…; han pasado casi seis meses.

Oí ruido de pisadas sobre los guijarros: Beatrice se dirigía a la playa, cargando un saco lleno de ropa. Lo vació en el suelo, junto a Clara, y se arremangó los pantalones. Nos miró, al tiempo que entraba en el agua, y observó atentamente a Pip, que aún se enjugaba las lágrimas.

—¿Cuántos caballos quedan? —pregunté a mi amiga.

—Seis o siete. Se llevaron, como mínimo, la mitad. Los demás que pasaron por aquí también trajeron alimentos. Alguien había robado uno de los todoterrenos militares.

—Solo serán cuatro días —insistí—. Eso es todo. ¿Te atreves a intentarlo?

—No tengo energías, ya no. —Le tembló ligeramente la barbilla, como siempre que se esforzaba por contener el llanto—. Si te tienes que ir, lo comprenderé.

Me dije que en Califia estaríamos más seguras. Las chicas podrían asentarse de forma permanente y crear un hogar en compañía de las demás evadidas. ¿Cómo íbamos a dejar a Ruby y a Pip en el refugio subterráneo? Pese a que estaba muy poco dispuesta a admitirlo, era consciente de que para Pip desplazarse era más arriesgado que para mí. Probablemente, tenía un embarazo múltiple, como la mayoría de las jóvenes del recinto. Desde nuestra llegada, siempre parecía extenuada; antes de las comidas se retiraba a su habitación, dormía incontables horas y, en ocasiones, no despertaba hasta el atardecer.

—No volveré a irme sin ti.

—Eve, no puedo hacer ese trayecto.

—Ya lo sé. En ese caso, yo tampoco partiré.

La abracé. Ella ocultó la cara en mi cuello y, en un segundo, recuperamos el reconfortante silencio que solíamos mantener entre nosotras. En el colegio habíamos sido muy hábiles a la hora de compartir el espacio con serena comprensión y de estar juntas sin pronunciar palabra.

Pasó un rato hasta que Clara gritó desde la playa:

—Hemos terminado. —Acabó de extender las camisetas sobre las piedras, y al acercársenos, se enterneció. Comprendí que se alegraba de vernos conversar—. Si los caballos están listos, me gustaría empezar esta misma tarde a enseñar a las chicas a manejarlos —añadió dirigiéndose a Pip.

—Lo estarán —replicó mi amiga—. Todas las mañanas Ruby les da de comer. Ella te llevará a las cuadras, que están a unos cuatrocientos metros de aquí.

—Perfecto —dijo Clara, secándose las manos en las perneras de los pantalones—. Nos iremos en cuanto las muchachas dominen los elementos básicos. Necesitaré dos o tres días, según como sean los caballos.

Mi prima había aprendido a montar en las cuadras de la ciudad donde había realizado los primeros años de preparación. En cierta ocasión me había llevado a ese sitio, y aprendí lo justito como para convencer al caballo de que diese una vuelta por el inmenso círculo de arena.

—Me quedaré aquí —expliqué a Clara, pero no fui capaz de mirarla mientras se lo decía—. Me quedaré con Ruby y con Pip hasta que todo sea seguro y podamos marcharnos a Califia.

—¿Las tres solas? —inquirió Clara—. ¿Qué será de las chicas?

—Tendréis que partir sin mí. Sabes montar, y te enseñaré el camino. Incluso es posible que en Califia corráis menos riesgos sin mí: nadie sabe que estás emparentada con mi padre. —Mi prima se quedó de piedra, pero no replicó, como si esperase a que me lo repensara o a que me desdijera antes de tomar la decisión definitiva—. Iré tan pronto como sea posible —añadí. Yo también estaba en deuda con ella porque había abandonado la ciudad para estar a mi lado. Pero era cierto que, tanto si me quedaba como si me iba, traicionaría a una de mis amigas—. No puedo abandonarlas aquí.

—Está bien, lo comprendo —aceptó Clara, y se concentró en mirar el punto donde playa y árboles se encontraban—. Las guiaré lo que queda de camino.

El silencio se interpuso entre nosotras.

—No pasará mucho tiempo —musité, pero ella ya se alejaba velozmente playa arriba.