—Está muy muy cerca —anunció Sarah cuando coronamos la colina—. Veo el agua.
Estudié los árboles para verificar que habíamos llegado al sitio correcto. Todo estaba como entonces pero, por alguna razón, me pareció más solitario y el lago me resultó desconocido, dada la ausencia de Caleb y Arden.
Las chicas bajaron corriendo cuando vieron el lago, sobre cuya cristalina superficie contrastaba un cielo entre rosáceo y anaranjado. Bette ayudó a Helene a descender por la rocosa ladera; sujetó el trineo por detrás y puso mucho esmero en que no se deslizara con excesiva rapidez. Me alegré de que, por fin, hubiésemos llegado. Durante el trayecto hacia el norte, habíamos encendido tres hogueras, aunque únicamente de día, para hervir agua del lago; en cambio, habíamos padecido el frío nocturno, pues temíamos que el humo se avistara desde la carretera. Cuando acampamos a orillas del lago Crowley, un vehículo pasó cerca, en lo alto de la ladera. Vimos cómo se detenía en el borde de la montaña y cómo los soldados se apeaban para inspeccionar la calzada; durante varios minutos estudiaron las ligeras huellas que habíamos dejado en la arena. Poco después siguieron su camino.
Bette también ayudó a Helene a ponerse de pie, y caminaron hacia el lago. Helene cojeaba, pues la pierna fracturada todavía no estaba en condiciones de soportar el peso del cuerpo. Cuando llegaron a los bajíos, las demás compañeras apenas les prestaron atención porque se dedicaron a lavarse brazos y piernas. No habían disimulado que estaban enfadadas con Bette, e incluso, una semana y media después del desagradable episodio, caminaban varios metros por delante de ella y, en ocasiones, la ignoraban cuando les hablaba.
Sarah se sumergió en las someras aguas. Se lavó deprisa, cogió puñados de arena y los usó para frotarse los brazos y, a continuación, llenó sus botellas de agua. Mirando hacia los árboles situados detrás de nosotras, dijo:
—No los veo. Tal vez ellos ya no están aquí.
Varias jóvenes se volvieron ante la mención de los chicos. Salieron del lago, terminaron de llenar las botellas con agua y las dejaron en la orilla.
—No pienso subir por ahí —protestó Bette, echando un vistazo a la penumbra que había entre los árboles—. Me da lo mismo dormir donde sea.
—¿Tienes la certeza de que es un lugar seguro? —me preguntó Clara. Soltó la mochila y se frotó la zona del hombro en la que se le había clavado la correa—. ¿Podremos quedarnos aquí?
—No tengo certeza alguna —repuse mirando hacia el sendero que conducía al refugio subterráneo—. El acceso no es visible. Hay agua y abundan los animales de caza. Tal vez podamos hacer el resto del camino a caballo, con lo que reduciríamos como mínimo una semana el trayecto hasta Califia.
Clara prestó atención a Helene: Beatrice le estaba quitando el vendaje para cambiar el entablillado y las toallas que mantenían el hueso en su sitio. Aunque nadie lo había expresado en voz alta, su lesión había frenado considerablemente nuestro avance. Pese a que nos turnábamos para tirar del trineo, algunas muchachas estaban demasiado débiles, así que la mayor parte de las veces la tarea recaía en Clara, en Beatrice o en mí. En más de una ocasión habíamos comido conejo, pero siempre estábamos hambrientas. Yo notaba un dolor sordo y constante en el estómago y estaba muy baja de energías; temía que, si no nos quedábamos en el refugio, descansábamos y conservábamos las fuerzas que nos quedaban, probablemente no lograríamos proseguir nuestro viaje a Califia, y nuestros recursos serían incluso más escasos. Tal vez no conseguiríamos llegar.
Bette cogió un puñado de arena mojada y se quitó la suciedad de las palmas de las manos. Varias jóvenes se metieron en el agua hasta las rodillas, pero no dieron la espalda a la orilla y estuvieron atentas a la arboleda, como si aguardaran la aparición de los chicos. Todas ellas estaban muy flacas, y Lena tenía una horrorosa quemadura solar en los hombros, por lo que la piel se le había enrojecido y cubierto de ampollas.
Helene y Beatrice seguían en la orilla. La joven hizo un gesto de dolor cuando Beatrice le aplicó dos estrechas tablillas a la pierna y las ató con cuerda para asegurar el entablillado.
Caminé hacia las chicas, intentando apartar de mi mente las dudas que me habían atormentado sobre nuestro traslado al refugio. Infinidad de veces había evocado mis últimas horas en él y me había cuestionado si regresar era una insensatez, ya que Leif fue quien nos delató a Fletcher. Mientras mi padre me buscase y contara con los medios para hacerlo, existía la posibilidad de que alguien comunicase mi paradero al ejército. A partir de ahora cualquier luz en la carretera, cualquier señal de humo a lo lejos o cualquier desconocido con el que nos cruzásemos representaban una amenaza.
—Recordad lo que os he dicho —dije a las muchachas que se encontraban en la orilla del lago—: solo nos quedaremos aquí unos días para recuperar fuerzas. Clara, Beatrice y yo os protegeremos; por tanto, no tenéis de qué preocuparos.
Sarah se llevó un dedo a la boca, se mordisqueó la cutícula y murmuró:
—Es más fácil decirlo que… —Se interrumpió y miró a su madre.
—Tal vez hay algo de verdad en ese refrán —comenté, pues sabía que era difícil aceptarlo—. Tened en cuenta que lo único que siempre preocupó a las profesoras fue que…, fue que permanecierais entre las paredes de los colegios. Pretendían estar seguras de que, si las traspasabais, regresaseis tan pronto como fuera posible; parte de sus enseñanzas consistieron en que aprendierais a temerlo todo y a todos, especialmente a los hombres. En cuanto comprendiérais que éstos, que estaban fuera de esas paredes, no eran tan peligrosos como decían, ¿qué más se os habría ocurrido poner en duda? Y si encontrabais un aliado en uno de esos hombres, ¿qué habría pasado?
Kit clavó los dedos de los pies en la arena y los hundió. Las demás guardaron silencio. Beatrice echó una toalla seca sobre los hombros de Sarah y secó el agua que le mojaba la espalda. La joven no la apartó, como solía, ni tampoco farfulló que podía hacerlo sola o que no era necesario que la ayudase. Durante unos segundos permanecieron en esa posición: Beatriz rodeaba los hombros de su hija, casi fundidas en un abrazo.
Me dediqué entonces a escudriñar los árboles en busca del tronco quemado que se torcía hacia el lago, cuyas raíces señalaban, en dirección contraria y hacia arriba, el refugio subterráneo. Poco después, eché a andar hacia la zona donde los árboles se unían con la playa de guijarros.
Cuando ya llegaba al borde de la arboleda, Clara se acercó corriendo y dijo:
—Te acompaño.
Me arropé con el jersey porque el aire era más fresco bajo las tupidas ramas de los árboles.
—No es necesario, de verdad. Encárgate de que las chicas se queden en la orilla del lago hasta mi regreso.
Rodeé las enmarañadas raíces, me adentré en el bosquecillo y un poco más adelante encontré el tronco quemado. A cierta distancia, a mi derecha, atisbé uno de los tocones donde los muchachos dejaban los alimentos cuando se disponían a cocinar. Aunque lo habían limpiado, a un lado había una mancha fresca de jugo de bayas y diminutas semillas seguían adheridas en el borde. Alguien había estado allí hacía menos de una semana. Al llegar a la ladera de la colina, me agaché e intenté encontrar la ranura de la puerta oculta.
En el interior del refugio reinaba una calma extraña. Entré en la primera habitación, iluminada por el pequeño orificio abierto en el techo, pero no recordaba si era la de Aaron o la de Kevin. No había ropa desparramada por el suelo, ni cuencos vacíos apilados en un rincón; no estaban por ninguna parte los balones de fútbol, viejos y deshinchados, con los que solían jugar los chicos, ni los arrugados envoltorios de las golosinas cogidas en alguna incursión a un almacén. Tampoco había ropa de cama sobre el colchón, sino tan solo una manta en cada una de las dos sillas de plástico arrinconadas, rescatadas de algún jardín.
Regresé al pasillo de tierra y me asomé al cuarto contiguo: vacío. Con excepción del mohoso plato lleno de huesos que había en el suelo, no aprecié señales de los muchachos. Miré hacia delante, donde el pasillo desembocaba en una amplia habitación circular que solíamos usar como comedor: el refugio estaba abandonado. Tal vez sus habitantes habían combatido en el asedio y se habían trasladado con los rebeldes para liberar los campamentos de trabajo; o quizá algo o alguien los había asustado al dar con ellos semanas atrás. Desenvainé el cuchillo, lamentando no llevar encima la pistola que habíamos arrebatado al rebelde y separado en dos partes; éstas estaban a cargo de Clara y Beatrice.
Avancé por el pasillo en tinieblas y pasé por delante de otras habitaciones vacías, deslizando una mano por la pared para orientarme. La caverna principal estaba igual que hacía varios meses: el foso para el fuego en el centro y la ceniza fría; en el suelo había varias latas vacías. Inclinándome, pasé un dedo por el interior de una de ellas y me lo lamí: me supo a jugo de pera.
Me erguí y miré hacia el pasillo que tenía enfrente, cuyas paredes de tierra estaban irregularmente iluminadas gracias a los orificios que también allí se habían practicado en el techo. En ese momento, una figura pasó corriendo de un cuarto a otro; se protegía la cara con una manta andrajosa, cuyos extremos le tapaban los hombros. Me pegué a la pared muy deprisa, mientras un sudor frío me cubría el cuerpo. Intenté serenar mi respiración y permanecí atenta a las pisadas de la persona que entró corriendo en una estancia.
Esgrimí el cuchillo cuando eché a andar por el pasillo con mucho cuidado a medida que me adentraba a oscuras. Cabía la posibilidad de que hubieran descubierto el refugio, de que en algún momento las tropas lo hubiesen registrado o de que los rebeldes del norte lo hubiesen utilizado durante su desplazamiento a la ciudad. Cualquiera podía estar allí, hurtando la comida que quedaba.
Una sombra se cernió en el umbral. Era un poco más alta que yo y entró lentamente. En cuanto me vio, se dio la vuelta.
La perseguí cuando intentó alejarse. La cogí del brazo y le puse el cuchillo a pocos centímetros del cuello. Paulatinamente, la claridad se instauró en la habitación, pues un fino haz de luz del sol se filtró desde el techo. Y ante mí apareció el rostro que, durante doce años, había visto todos los días, por la mañana y por la noche en el colegio; se recogía el rizado cabello con un pañuelo grueso: Pip estaba espantosamente delgada y se le marcaban mucho las clavículas. Reparé en su vientre de embarazada, que sobresalía por encima de los desgarrados pantalones, y me pareció extraño, como si fuera imposible que aquel vientre formase parte de una persona tan menuda y frágil.
—Eve, no lo hagas —dijo detrás de Pip una voz que me resultó conocida—. Te lo ruego.
Ruby se hallaba en el rincón, junto a Benny y Silas; los protegía abrazándoles. Todos me miraron con una indescriptible cara de susto, y Pip se situó ante ellos como si quisiera impedirme verlos.
Bajé el cuchillo y consideré qué pensarían de mí. Se me hizo un nudo en la garganta y, repentinamente, me sentí muy mal por haberme convertido en esa clase de persona capaz de amenazar con un arma.
—Somos nosotros —afirmó Benny, y su vocecilla resonó en la habitación—. Somos nosotros.