Bette movía los brazos de un lado para otro y daba saltos con el propósito de llamar la atención del motorista.
—¡Por aquí! —gritó—. ¡Estamos aquí!
Corrí tan rápido como pude, la rodeé con los brazos e inmovilicé los suyos contra su cuerpo.
—¿Ves lo que has hecho?
—He hecho lo que tú no estabas dispuesta a hacer. Helene necesita ayuda. Tú misma dijiste que podía morir.
La moto se acercaba haciendo eses por la montaña. Tapé con tierra la hoguera, consistente en una pequeña pila de ramitas y broza, salpicada de un puñado de cerillas usadas que, sin duda, la chica había sacado de las provisiones. La aferré del brazo y la arrastré hacia el motel. Los recuerdos me acosaron y barrieron cualquier otro pensamiento: ante mí yacían Marjorie y Otis en el suelo del sótano; ella, cuya trenza se le había empapado de sangre, había caído sobre él. Yo había considerado el riesgo que suponía llevar la radio y sabía lo que podía ocurrir: que correríamos un grave peligro en el caso de que una de las muchachas la utilizase. Por ello, la había escondido en el fondo de la bolsa de lona para que solamente Beatrice, Clara y yo supiésemos dónde se hallaba.
Bette clavó los talones en la tierra y tuvimos que detenernos.
—He pedido ayuda para ella —insistió—. Nos hace falta alguien que la lleve al médico.
—Las cosas no funcionan así —puntualicé. Ella intentó zafarse, pero aguanté y no la solté—. ¿Cuándo enviaste el mensaje? ¿Qué dijiste?
El faro estaba cada vez más cerca. El soldado no era más que una oscura figura perfilada contra el cielo; se encorvaba ligeramente, y la moto transportaba un montón de bultos. Nunca había visto a un soldado solo, pero había oído a los chicos del refugio subterráneo hablar de este tema y comentar que, a veces, registraban los almacenes o los puntos de control gubernamentales. En el caso de que estuviera investigando, eso significaba que, a menos de ochenta kilómetros, había más militares.
—Ayer por la noche, mientras dormíais. Dije dónde estábamos.
La empujé con todas mis fuerzas hacia el motel.
—Será mejor que te des prisa —aconsejé al tiempo que revisaba el pequeño grupo de edificios que teníamos delante.
Solo había tres construcciones de madera y una tienda abandonada; los aparcamientos estaban ocupados por coches a los que les habían arrancado los neumáticos de las llantas. El soldado no tardaría más que unos pocos minutos en registrar los edificios. Nuestra única ventaja consistía en que éramos más y en que conocíamos el trazado del motel.
Apreté el paso y corrí hacia la parte trasera del edificio con Bette pegada a mis talones. La moto se aproximaba con demasiada rapidez: la oí coronar la cima y acortar la distancia que la separaba de nosotras, luego me llegó el terrible chirrido de los neumáticos en la calzada y el sonido de los frenos. El motor se apagó en el mismo momento en que estábamos a punto de llegar al motel, y otra vez reinó el silencio en el exterior.
El soldado no gritó, como los militares solían hacer, para ordenarnos que nos volviésemos y nos diésemos a conocer. En lugar de mirarlo, conduje a Bette por un lado del edificio, crucé el aparcamiento y me dirigí a la entrada trasera. Abrí la puerta de cristal de la recepción y provoqué el sordo tintineo de las campanillas instaladas en ella.
—Hemos de ir a las habitaciones del fondo —grité señalando el pasillo oscuro y más alejado de la carretera—. Nos han encontrado. ¡Vamos…, deprisa!
La chica se detuvo junto a la puerta sin saber qué hacer. Varias muchachas despertaron bruscamente. Clara, que se encontraba junto a la entrada principal de la recepción, desde donde nos había estado mirando a medida que la moto se acercaba, soltó la cortina y me dijo:
—Ya no está ahí. —Y se dirigió a la ventana situada al otro lado de la puerta—. No lo veo.
Inspeccioné la recepción, pero estaba tan oscuro que me resultó difícil distinguir las caras de las chicas. Beatrice y Sarah ayudaron a Helene a ponerse de pie. Palpé el cuchillo que llevaba en la cintura y me tranquilicé. Cogí a Kit de la mano y la empujé hacia el pasillo, pero en ese momento oí el tintineo de las campanillas (un sonido tan repentino que me puso los pelos de punta), el rápido taconeo de las botas en el embaldosado suelo y la lenta y dificultosa respiración del hombre, que agarró a Bette del brazo y la encañonó con una pistola sobre las costillas.
El individuo miró alrededor, y su cara resultó a medias visible gracias a la luz de la luna que se colaba por la puerta.
—¿Quién lo ha hecho? —preguntó. Evidentemente, no se trataba de un soldado. Vestía una andrajosa chaqueta de cuero y mugrientos tejanos negros, y llevaba un brazalete rojo en la manga. ¿Qué debía de representar?, ¿estaría aquel hombre a favor o en contra de la resistencia?, ¿conocería la existencia de la ruta? El tipo gritó—: ¿Quién os ha traído hasta aquí?
—Llévese lo que quiera —propuse intentando hablar con calma—. Tenemos agua y alimentos suficientes para una semana.
—No quiero nada —replicó sin apartar el arma de las costillas de Bette.
La muchacha estaba totalmente inmóvil, rígida y con los ojos cerrados, como si ya hubiera muerto. Una chica que se encontraba detrás de mí se echó a llorar. No le hice caso. Algunas muchachas llevaban puesto el vestido escolar y, de pronto, me arrepentí de haberles permitido que se lo quedasen, si bien solo se lo ponían para dormir. Por lo tanto, era imposible mentir acerca de quiénes eran.
—Yo las he traído —respondí finalmente—. Se fugaron de los colegios.
El hombre apartó el arma de Bette y me apuntó a mí.
—De modo que has sido tú —confirmó—. Alguien envió un mensaje diciendo que necesitabais ayuda, que os retenían aquí.
Miré a Bette, que entreabrió un poco los ojos y murmuró:
—Helene se ha roto la pierna y necesita un médico.
El hombre reparó en la muchacha herida, que estaba junto a Sarah y no apoyaba en el suelo la pierna fracturada.
—Eve intenta salvarnos —se apresuró a decir Kit. Me volví hacia ella con la esperanza de que callara, pero no fue así—. Eve es la princesa, la hija del rey.
Beatrice también sujetó a Kit con la intención de taparle la boca, pero llegó demasiado tarde. El hombre se alejó de Bette, se lanzó sobre mí y me retorció el brazo con tanta violencia que me hizo daño. A continuación, me apuntó justo debajo de las costillas. El roce de la pistola y el romo cañón, presionándome la piel, bastaron para dejarme sin aliento.
—¿Hay alguien más del Palace? —preguntó a grito pelado.
Beatrice dio un paso al frente, y la tenue luz la iluminó.
—Está cometiendo un error. Eve intenta llevar a las chicas a un lugar seguro, a Califia, y ha trabajado con Moss.
—Moss ha muerto —afirmó el hombre—. En la ruta todos sabemos quién es la princesa Genevieve; será castigada aunque su padre se libre.
—Estaba colaborando con los rebeldes —expliqué lentamente procurando mantenerme serena—. Estoy de vuestra parte. —El hombre me tiró del brazo y me dio un empellón hacia la salida trasera. Varias chicas se echaron a llorar y, en la oscuridad, escuché sus quedos sollozos—. Conozco los códigos —añadí tras pensar que tal vez ese comentario tendría sentido para él, pero no dejó de apuntarme.
—Ha de tomarse en serio lo que Eve dice —intervino Clara, corriendo hacia nosotros—. Ella jamás tomó partido por su padre.
Moví negativamente la cabeza para que se callara. Cabía la posibilidad de que el hombre supiese quién era ella y que se la llevara si alguien pronunciaba su nombre o mencionaba que era mi prima.
El desconocido me arrastró hacia la puerta. En lugar de resistirme, me concentré en la respiración y pensé en el cuchillo que llevaba en la cinturilla del pantalón. No sabía si sería físicamente capaz de hacerlo, pero miré la pistola con insistencia, cuyo cañón aún me apuntaba justo por encima del cinturón. El hombre me sujetó del brazo y retrocedió. Al llegar a la puerta y antes de abrirla, se volvió una fracción de segundo para ver dónde estaba el picaporte. Me llevé la mano a la cintura, sujeté con todas mis fuerzas el mango del cuchillo y lo desenvainé. El hombre abrió la puerta y me indicó que pasara.
Al salir al aparcamiento, mantuve el cuchillo delante de mi cuerpo. El hombre franqueó la puerta. Me volví a toda velocidad y se lo clavé en el bíceps derecho. El desconocido dejó escapar una maldición y soltó la pistola. Aproveché para patearla con ímpetu, y el arma resbaló por el asfalto. Me aparté del hombre, queriendo ganar espacio, cuando percibí que Clara atravesaba la puerta. Oí el campanilleo y el sordo gemido de los goznes. A renglón seguido, mi prima golpeó a aquel tipo en la nuca. Cuando él cayó de costado al suelo, retorciéndose de dolor, me percaté de que mi prima llevaba en la mano una botella de cristal de las que usábamos para el agua.
El hombre no se levantó. Tenía los ojos cerrados y las rodillas dobladas contra el pecho. Se llevó la mano a la parte posterior de la cabeza, donde tenía una herida de la que brotaba sangre que le había mojado el pelo. Clara se quitó del cinturón la cuerda de plástico y le ató las muñecas con ella. No conseguí recuperar el aliento ni siquiera con el individuo tumbado en el suelo y maniatado; incesantemente, volvía a ver la pistola encañonándome. Había aprendido a protegerme, pero ahora sentía que existía esa otra parte de mí, una persona que había imaginado vívidamente.
Las muchachas tardaron menos de un minuto en salir. Cuando el hombre perdió la conciencia, se aproximaron.
—Tenía intención de matarte —me dijo Helene, tratando de enjugarse las mejillas, pero las lágrimas siguieron brotándole.
—Yo…, pretendía ayudar —se justificó Bette—. Quería buscar a alguien que nos auxiliara.
De repente la expresión de Clara me resultó desconocida; se puso roja, aferró enérgicamente el brazo de Bette y masculló:
—¿Qué demonios crees que hacías? Somos nosotras las que te ayudamos a ti. —La chica intentó zafarse, pero ella se lo impidió—. Si el hombre escuchó el mensaje, ¿a cuántas personas más les debió de llegar?
Miré al individuo, cuyo rostro estaba cubierto de tierra. Debíamos marcharnos esa misma noche, porque cabía la posibilidad de que otros rebeldes vinieran y, si los soldados habían escuchado el mensaje, seguramente nos rastrearían. Por mucho que nos dirigiéramos al norte, lejos del motel, se acercarían adonde estábamos. Si suponían que poníamos rumbo a Califia, tal vez montarían puestos de control al oeste de las montañas, a fin de bloquearnos el paso. Necesitábamos un lugar donde ocultarnos.
Me encaminé hacia la carretera, en la que todavía se encontraba la moto de aquel hombre. El suave sonido de mis pasos en el asfalto me tranquilizó, y resultó agradable estar de pie, en movimiento, y respirar el aire nocturno.
—Eve, ¿qué te propones? —me preguntó Clara.
Me detuve junto a la moto, me arrodillé y busqué la boquilla que había en el neumático. Quinn me había enseñado ese truco en Califia cuando hablábamos de los todoterrenos del Gobierno. Además, era más sencillo que cortar la gruesa goma.
Abrí la válvula y me llegó el satisfactorio silbido del aire al salir.
—Preparadlo todo —ordené a las inmóviles siluetas de las muchachas. Al fondo se veía el firmamento salpicado de estrellas—. Esta misma noche saldremos hacia el refugio subterráneo.