—¡Lo he encontrado! —chilló Sarah, y franqueó la puerta de la recepción del motel—. ¡He ganado!
Tres jóvenes corrieron tras ella, pero ya sabían que llegaban tarde. Sarah sostuvo en alto el ratón de trapo: tenía un único ojo y a los pantalones cortos de color rojo les faltaba un botón. Las chicas intentaron arrebatárselo, pero ella se puso de puntillas y mantuvo el peluche fuera de su alcance.
—Están de mejor humor —me comentó Beatrice en voz baja. Dobló varias de las camisas que habíamos hallado y las metió en una bolsa de lona—. De todas maneras, no creo que pueda soportar mucho más este griterío.
—Chicas, ¿qué tal si ya damos por terminada la jornada? —propuse echando un vistazo al exterior. El cielo había adquirido un tinte de un rosa rojizo y el sol se hundía ya tras las montañas—. Quedan más o menos quince minutos de luz. Estaría bien que preparaseis las camas.
Sarah se encaminó hacia la habitación en la que Helene dormía para ir a buscar la ropa de cama; varias muchachas la siguieron. Hacía cuatro días que estábamos en el motel de Stovepipe Wells y nos habíamos instalado en la parte trasera del edificio, la más alejada de la carretera. Las chicas habían inventado un juego que consistía en secuestrar y esconder un andrajoso animalito de peluche que habían encontrado. Ganaba la primera que cruzaba la puerta de entrada con el bicho en la mano. Nunca estuvo claro en qué consistía el premio.
Clara se situó tras el mostrador de la recepción, encima del cual alineó una sucesión de botellas de vidrio.
—En total hay diez —informó—. ¿Guardamos alguna botella por si otras personas pasan por aquí?
Me acerqué y revisé los armarios situados debajo del mostrador. Habíamos hallado las subsistencias abandonadas allí por los rebeldes: botellas de agua, frutas secas y nueces, además de varias toallas limpias y vendas. No habían transcurrido más de tres o cuatro semanas desde que habían hecho un alto en el motel de camino a la ciudad, y todavía quedaban ligeros indicios de su presencia: huellas recientes en la tierra, que se dirigían a las viviendas del fondo; un cepillo de pelo, que alguien había dejado junto a un viejo espejo del pasillo, y en cuya funda de plástico no se veía ni una mota de polvo… En una de las toallas, yo había descubierto un guardapelo de oro; en su interior había un papel rojo doblado, en el que se leía: «Para que lleves mi amor contigo». Me lo quedé, y la cadena solía tembletear en el bolsillo de mis pantalones; a menudo me preguntaba a quién habría pertenecido, dónde estaría ahora o si habría perdido la vida en el asedio a la ciudad.
—Dejaremos dos botellas y algunos alimentos secos —respondí—. El cerco a la ciudad ha terminado, por lo que no creo que nadie haga un alto aquí. De todos modos, será mejor dejar algo por si acaso.
Sarah y varias jóvenes regresaron a la recepción cargadas de mantas polvorientas, y las pusieron sobre los viejos sofás, cuyos cojines se hundían. Lena, la callada muchacha de las gafas de cristales rayados, se tumbó en un sofá, se tapó las piernas con una manta y buscó la caja de plástico llena de arrugados folletos que ofrecían títulos como: CAMINATAS POR EL VALLE DE LA MUERTE O BIENVENIDOS A STOVEPIPE WELLS. Todas las noches, antes de dormirse, los leía.
A todo esto, Bette llegó tirando del trineo de Helene y la trasladó por el estrecho espacio a una velocidad excesiva.
—Con cuidado —recomendé—. Vigílale la pierna.
—Ya voy con cuidado —masculló mirándome con cara de pocos amigos.
Ayudó a Helene a ponerse de pie y a apoyar la pierna rota en el montón de almohadas apiladas en un extremo del sofá. Aunque la inflamación había bajado, la piel todavía mostraba un color rosáceo intenso. Los moretones le empeoraban el aspecto: oscuros verdugones le cubrían un hombro, se le había hinchado un lado de la cara y la brecha de la cabeza continuaba abierta.
—¿Tenemos que irnos mañana? —preguntó la chica, haciendo una mueca de dolor, al tiempo que se echaba en el sofá. Beatrice dejó de doblar ropa y le puso la mano en la frente.
—Te alegrarás cuando por fin lleguemos a Califia —la animó la mujer—. Allí dispondrás de una buena cama donde dormir y podrás descansar todo el tiempo que quieras.
Beatrice se giró hacia mí y asintió, como hacía cada vez que reconocía a Helene. Los últimos días la había controlado muy a menudo para comprobar que no tuviera fiebre, que la pierna no se le había inflamado más y que no había indicios de infección. Suponíamos que lo peor ya había pasado.
—No está en condiciones de irse —espetó Bette—. ¿No te das cuenta?
—Es preciso que nos vayamos —repuse—. Discutir carece de sentido. Todavía corremos peligro porque alguien podría pasar por aquí y descubrirnos. Debemos seguir adelante.
La joven meneó la cabeza. Mientras las demás muchachas colocaban las mantas y las almohadas en el suelo y se tumbaban una al lado de la otra, la pecosa se alejó por uno de los pasillos laterales. Clara se me acercó y, apoyándome una mano en el brazo, la observamos.
—Por si te sirve de consuelo, tampoco habla conmigo. Mejorará en cuanto lleguemos a Califia; comprenderá que tenías razón.
—Eso espero. —Me alejé del grupo e hice señas a mi prima para que me siguiese. Sacando el arrugado mapa de la cinturilla del pantalón, lo extendí y señalé el trayecto que había marcado a lápiz. Ella lo analizó con las últimas luces del día—. Si vamos por el norte, tendremos agua a lo largo del camino; la provisión estará garantizada aproximadamente cada tres días. Mira, el lago Owens, el embalse de Fish Springs, el lago Mesa, el lago Crowley…, ¿los ves? Llegan hasta aquí arriba.
—¿Y el lago Tahoe? ¿No está ahí el refugio subterráneo?
Clara recorrió con un dedo la bifurcación de la carretera y fue ascendiendo hasta superar la línea que yo había trazado. Pensé en qué habría sido de Silas y de Benny después de mi partida. Cuando llegué a la ciudad, Moss había enviado mensajes al refugio para informar que estaba viva y que Caleb y yo estábamos juntos. No había habido respuesta y fue imposible confirmar si recibieron o no los mensajes. Por mucho que deseara saber si se encontraban bien, en mi fuero interno no quería sufrir la certeza de que no era así. ¿Y si al llegar verificábamos que el refugio había sido abandonado? ¿Y si sus habitantes habían participado en el asedio y se contaban entre los cadáveres desparramados por las calles durante los primeros días de lucha? En el caso de que estuviesen vivos y siguieran en el refugio, no estaba segura de querer revivir todo lo pasado: aquella época, aquel lugar, Caleb, Leif… Adrede, había optado por dirigirnos al oeste antes de arribar al campamento de los chicos.
Asentí, contestando a la pregunta de mi prima, y repliqué:
—En ese caso, el trayecto se alargaría varios días. Creí que…
—Vaya, no me refería a que fuésemos —me interrumpió Clara, poniendo cara de pedirme disculpas—. Por nada del mundo quisiera que regresases a ese sitio. No me gustaría que a una de nosotras…, sobre todo después de lo que te pasó.
Varias muchachas se habían quedado dormidas después de darse las buenas noches, mientras Sarah y Kit iban a buscar ropa de abrigo a uno de los dormitorios.
Clara se arrodilló junto a la bolsa de lona y la revolvió hasta encontrar la radio.
—Se me ha ocurrido que… —La sostuvo en alto para que yo la viese—. ¿Existe alguna posibilidad de enviarle un mensaje a mi madre? Solo quiero que sepa que logré salir de la ciudad, que estoy a salvo…, y contigo. Probablemente, está muy confundida y pensará que me han matado en Afueras o que los rebeldes me han hecho prisionera.
Cogí la radio y me pregunté si en el Palace habría alguien en condiciones de descifrar los mensajes. Suponía que era harto improbable que los rebeldes que todavía trabajaban en la torre se arriesgasen a revelar su condición a Rose…, sobre todo ahora; menos aún le dirían que Clara estaba viva, entre otras cosas porque la gente sabía que apoyaba a mi padre. Yo había reflexionado sobre esta cuestión, pues en la última semana la actitud de mi prima había cambiado en su forma de mencionar a su madre o la ciudad, y de querer saber si habían llegado noticias del Palace.
—Claro que podemos intentarlo, aunque debo advertirte de que, seguramente, no recibirá el mensaje. Muerto Moss, temo que ningún rebelde lo descifrará y, por tanto, nadie se lo hará llegar.
Clara recostó la espalda en la pared y se tapó la cara con las manos.
—En algún momento volveremos a la ciudad —comentó, aunque en realidad no me lo decía a mí—. Al fin sabrá que estoy bien. Seguro que ha deducido lo que ocurre.
—Sin duda ya lo sabe. En cuanto lleguemos a Califia dispondremos de más recursos. Una vez que estemos allí nos será más sencillo decidir qué hemos de hacer.
Los últimos reflejos del sol se colaron por la puerta y, al iluminar los ojos de Clara, éstos relucieron.
—No tendría que haberme ido. Me comporté como si quisiera castigarla.
—No tuviste mucho tiempo para tomar decisiones.
—Siempre estuvimos juntas. —Mi prima encontró un enredo en su tupida y dorada cabellera y tiró de él hasta que lo deshizo—. Hemos estado juntas desde la epidemia y desde la muerte de mi padre y de Evan. Y pensar que en infinidad de ocasiones he deseado librarme de ella…
—No puedes echarte la culpa por haberte marchado. ¿Y si aquel día mi padre se hubiese enterado de que me habías ayudado? ¿Qué habría ocurrido?
Guardamos silencio. Me habría gustado decirle que retornaría a la Ciudad de Arena, que ambas podríamos regresar, pero con el correr de los días parecía cada vez más inverosímil. Yo había detectado cambios en mí misma durante el tiempo transcurrido desde que montamos el campamento: las náuseas habían desaparecido. Según Beatrice, era normal: una vez cumplidos los tres meses de gestación, mis ganas de vomitar al despertar ya no serían las mismas. Además, me veía la cintura hinchada y más ancha, y mi ropa tenía otra caída…, por mucho que fuese la única que me apercibiera de ello. Me cuestionaba si, una vez que nos hubiéramos instalado en Califia, podría marcharme o me quedaría indefinidamente varada allí, imposibilitada de trasladarme a otro sitio. ¿De cuánto tiempo disponía hasta que mi padre volviese a dar conmigo?
Sarah y Kit pasaron cargadas con sendos montones de mantas. Clara se enjugó los ojos y se apartó de la pared para coger una manta que olía a humedad. Mientras me arrodillaba para esconder la radio en el fondo de la bolsa de lona, vi a Kit junto a la puerta; ella no me quitaba ojo de encima, aunque yo apenas le distinguía el rostro a la luz del atardecer.
—¿Qué haces con eso? —me preguntó la muchacha.
Mi prima se llevó la manta al pecho y, contestando en mi lugar, inquirió:
—¿De qué hablas? Kit, se trata de una radio. Supongo que alguna vez…
—Sé muy bien lo que es. —La chica jugueteó con su larga coleta y se la enroscó en los dedos—. Creía que pertenecía a Bette.
Pasé revista a la recepción y a las chicas acostadas en los sofás y en el suelo. Casi no las vislumbraba, porque me hallaba bastante lejos de las ventanas y de la carretera.
—¿Por qué creías eso? —inquirí.
Kit se encogió de hombros y replicó:
—Me dijo que la había encontrado en la gasolinera y que era suya. La usó hace dos noches.
Reparé en que Clara me traspasaba con la mirada. Pasé por su lado y me acerqué a Helene. Agachándome, la zarandeé y la desperté bruscamente:
—¿Dónde está Bette? ¿Sabías lo de la radio? ¿Sabías que la ha usado?
Miré a varias chicas tumbadas en el suelo y entreví los rostros en penumbra, pero me fue imposible individualizarlas. Bette no estaba por ninguna parte.
—No sé dónde se ha metido —musitó Helene, pero entrecruzó las manos y se puso tensa—. No tengo la menor…
—¿Qué ha hecho con la radio? —pregunté—. Explícamelo.
La muchacha se apartó las trenzas de la cara y replicó:
—Dijo que conseguiría ayuda para mí. Me lo prometió.
Eché a andar por el pasillo a oscuras, dejando atrás las habitaciones del viejo motel: algunas camas estaban tumbadas de lado, había maletas polvorientas y repletas de ropa, placas del techo en estado de putrefacción y una pila de juguetes abandonada por personas que se habían marchado deprisa y corriendo. A todo esto, vi una figura en el espejo roto del final del pasillo y me entró pánico; tardé unos instantes en cerciorarme de que era el reflejo de mi propia imagen.
En el pasillo en penumbra presté atención a mi respiración e intenté recordar en qué momento Bette me había descubierto manejando la radio. Seguramente, había registrado nuestras bolsas y la había encontrado. ¿Desde cuándo intentaba enviar un mensaje? ¿Quién imaginaba que acudiría en su auxilio?
Desde muy lejos, más allá de las ventanas rotas, me llegó una vocecilla, aunque no entendí qué decía. Giré por el pasillo y no me detuve hasta que salí y me dirigí a la parte trasera del edificio. Pasé por el aparcamiento lleno de coches oxidados y, al doblar un recodo del edificio, finalmente, la divisé. No era más que una silueta negra contrapuesta al cielo crepuscular. Agitaba frenéticamente los brazos y, a sus pies, ardía una patética hoguera para hacer señales.
Tardé un segundo en hacerme cargo de qué miraba y me quedé helada: por la montaña, a menos de un kilómetro, rodaba una motocicleta; su faro solo era un puntito de luz.