Oí sus gemidos, sordos y entrecortados, y el sonido de las piedras al caer. Cientos de guijarros rodaron barranco abajo hacia el lecho del valle. Varias chicas se arrodillaron, tratando de alcanzar a Helene, pero estaba demasiado lejos, y siguió descendiendo por el irregular precipicio. También oí el horroroso ruido del deslizamiento de sus manos sobre las piedras en el intento de encontrar un asidero.
—¡No os acerquéis al borde! —ordené, e indiqué a Bette y a Sarah que se apartasen de él.
Cuando llegué a su lado, me concentré en el rostro de ambas, pues temía mirar por el barranco hacia el valle. Oí un golpe seco varios metros más abajo y luego se hizo el silencio. Las obligué a retroceder hacia la carretera y me asomé, poniendo mucho cuidado en mantener los pies en el asfalto. Helene estaba veinte metros más abajo, puede que más, tendida en un afloramiento rocoso, y se sujetaba la pierna con ambas manos. Se le habían despellejado los nudillos hasta el hueso y tenía una brecha en la parte superior de la frente, de la que manaba sangre que le resbalaba hasta los ojos.
—¡Mi pierna! —gritó, demudada de dolor.
—¿Cuántos metros ha caído? —inquirió Clara—. ¿Está malherida? —Se encargó de que las jóvenes se alejasen todavía más del borde de la hondonada.
A Bette se le anegaron los ojos en lágrimas mientras seguía tirándose sin cesar de la rubia coleta.
—Ya lo decía yo —masculló—. Esto es lo que pasa cuando…
—No es el momento ni el lugar para hablar de esa cuestión —la interrumpí—. Está herida.
Me acerqué al trineo y revolví el contenido en busca de la cuerda de plástico. La desenrollé y me pasé uno de los extremos por las presillas de los pantalones.
—¿Qué haces? —preguntó Clara, mirando de reojo a Beatrice para evaluar su reacción.
—Habrá bastante —afirmé, y le mostré la otra punta de la cuerda. Disponíamos, como mínimo, de veinticinco metros o un poco más. Busqué en el borde de la carretera algo, lo que fuese, donde atarla—. Alguien tiene que bajar a recogerla.
Clara miró barranco abajo: solo se divisaba la coronilla de Helene. Mi prima había retrocedido y se había apoyado en la pared rocosa, intentando mantenerse lo más alejada posible del precipicio.
—¿Tienes que ser tú la que baje? —Clara me tendió la mano para pedirme que le entregase la cuerda—. No deberías hacerlo.
Bette y Sarah se acercaron pasito a pasito e intentaron ver a Helene.
—Deprisa —solicitó Bette, acuciándonos—. Nuestra amiga podría caer todavía más abajo.
Clara me retiró la cuerda de las presillas del pantalón, y sentenció:
—Tú no puedes descender. Eres la única que sabe dónde vamos.
Me sostuvo la mirada lo suficiente para que me tranquilizara porque no diría nada más…, no añadiría que yo estaba embarazada, ni que para mí era más aventurado que para ella.
Entonces Beatrice me sujetó del brazo y dijo:
—Permite que vaya ella. Entre todas sujetaremos la cuerda; la ataremos en ese poste. —Y señaló un pretil bajo que había al otro lado de la carretera. Corroído por el sol, el metal estaba cubierto de unos bultos blancos que parecían lapas. Tenía un aspecto frágil, pero la parte inferior de los postes metálicos se mantenía anclada en el suelo, adentrándose en el cemento unos cuantos centímetros.
Examiné el pretil y pateé uno de los postes para asegurarme de que no se movía. Até la cuerda de plástico, haciendo el mismo nudo que meses antes habíamos utilizado para amarrar la casa flotante de Quinn al atracadero de Califia. Me eché hacia atrás, tirando de la cuerda para averiguar si resistía mi peso, y noté cómo se tensaba.
Contemplando desde aquella altura el valle que se extendía a mis pies, recordé la atracción casi irresistible que me ofrecía el Palace cada vez que me hallaba a pocos centímetros de las ventanas de la torre: el vértigo se apoderaba de mí y tenía la sensación de que en cualquier momento podría caer y de que el vacío me devoraría.
—Tendrás que enseñarme cómo he de atarme —dijo Clara.
Me pasó la cuerda; las manos, heladas y pálidas, le temblaban.
—Déjame bajar a mí —insistí, pero ella se limitó a entregarme la cuerda.
Bette y Sarah estaban a nuestro lado en la calzada. La hija de Beatrice aferraba el brazo de su compañera, que se pasó la mano por la cara para enjugarse las lágrimas.
—Debéis hacer algo —suplicó Bette—. Helene está sufriendo.
Actué con gran rapidez: pasé la cuerda alrededor de la cintura de Clara, justo por debajo de las costillas, e hice un nudo doble para tener la certeza de que aguantaría.
—Ante todo, podríamos tratar de bajar la cuerda hasta Helene —propuse tras cerciorarme de que las jóvenes no me oían—. No es necesario que desciendas.
Clara había empalidecido y transpiraba. No sabía qué hacer con las manos, y las desplazó sin ton ni son: primero, hacia la cuerda y, luego, hacia su cintura.
—No; bajaré a buscarla —replicó asintiendo—. Lo haré.
Pedí a las muchachas que formasen una fila. Me situé exactamente detrás de mi prima, Beatrice se colocó a mis espaldas y las chicas aferraron la cuerda detrás de nosotras.
—Ahora tenéis que dejar caer hacia atrás todo el peso del cuerpo —expliqué—. Pase lo que pase, no soltéis la cuerda. Somos muchas y las subiremos. —La lenta y decidida respiración de mi prima rompió el silencio—. Si te inclinas hacia atrás podrás bajar por la ladera del barranco —le aconsejé. En dos ocasiones se lo había visto hacer a Quinn cuando intentaba acceder a una de las estrechas y aisladas playas del este de Marin—. No dejes de agarrar la cuerda.
—Adelante —anunció Clara—. Todo saldrá bien.
Recogí cuerda para tensarla, y Clara comenzó a retroceder, sin cesar de mirar el punto donde el asfalto daba paso a la roca. Al llegar al borde del precipicio, se echó hacia atrás, nuestras miradas se cruzaron unos instantes cuando solté un poco de cuerda y, parpadeando, se libró de las lágrimas.
Controlé cómo descendía lentamente por la ladera hasta que, finalmente, la perdí de vista. Se oía el suave sonido de la caída de piedras, que saltaban por el barranco cada vez que Clara se impulsaba para seguir descendiendo, así como la compungida y entrecortada respiración de Bette.
—Tiene que rescatarla —musitó la joven—. Helene no puede morir.
—Nadie morirá —declaró Beatrice, tajante.
Fue la primera vez que aprecié cierto tono colérico en su voz; hasta las chicas se sorprendieron. Todas guardaron silencio y no soltaban cuerda más que cuando yo se lo pedía.
Al descender, Clara dijo algo, hablando prácticamente para sí misma, y no la entendí. Todas las dudas que había conseguido apartar de la mente volvieron a asaltarme y me abrumaron. Había cometido la insensatez de pensar que sería capaz de llevarme a las jóvenes y que no nos atraparían ni moriríamos de inanición. Por mucho que lográramos izarla, lo más probable es que Helene se hubiera roto un hueso o hecho un esguince. ¿Cómo se las apañaría para seguir andando? Con suerte, nos quedaban al menos dos semanas de caminata por la carretera antes de llegar a la costa.
La cuerda me quemó las palmas de las manos, pero soporté la tensión del peso de Clara. La solté un poco más y, poco después, se aflojó cuando ella arribó al afloramiento rocoso en el que Helene se encontraba.
—¡Ya la tengo! —chilló, pero el hilillo de voz se oyó muy lejano—. Está bien. Comenzaré a subirla.
Toqué la frente a Helene, justo encima del entrecejo.
—Le escocerá —dije.
Sangre seca impregnaba las delgadas trenzas de la muchacha, y el corte que se había hecho, de unos ocho centímetros, era profundo. Inspiré por la boca para evitar las náuseas, así como la sensación de que el estómago se me encogía cuando le eché vodka sobre la brecha. Helene se estremeció y se tensó. Le coloqué entonces una toalla a un lado de la cabeza para que absorbiese el líquido que le caía, pero me ocupé de que no le rozase la herida.
—Ya está. Se acabó. Intenta dormir.
La chica no me miró. Tenía los ojos firmemente cerrados, pero las lágrimas se le agolpaban en las pestañas. Los moretones le habían aflorado en los brazos, en las zonas donde se había golpeado, y la sangre se le había secado y ennegrecido bajo las uñas de las manos. Beatrice le había improvisado en la pierna un entablillado con dos ramas sujetas con un trozo de cuerda y, mientras le tiraba del talón y le colocaba la tibia en su sitio, yo le había sostenido la mano a Helene; la zona que iba de la rodilla al tobillo estaba inflamada y se le veía la piel estriada y enrojecida. Le habíamos administrado unos tragos de vodka para aplacar el dolor y no sabíamos si la fractura era grave. Como el hueso no atravesaba la piel, Beatrice opinó que podíamos abrigar esperanzas de que se recuperaría.
Me di la vuelta y rodeé a las chicas que se habían congregado alrededor de Helene. Bette y Sarah se habían quedado dormidas. Las muchachas compartieron las mantas que no habíamos usado para arropar a la accidentada. Bette, por su parte, se revolvió en el duro suelo e intentó relajarse. Cuando el viento del valle arreció, me arrebujé con el jersey para tratar de arrostrar el frío, pero igualmente me traspasó; la temperatura había bajado diez grados desde la puesta del sol.
En cuanto la carretera se aplanó, montamos el campamento detrás de un grupo de altas rocas. Bette y Sarah se habían encargado de trasladar a Helene en el trineo. La muchacha, incluso después de darle todo el alcohol que podía asimilar, seguía gimiendo y sufriendo oleadas de dolor. Pasé casi una hora sentada a su lado y varias veces escuché la radio con la intención de tener noticias de la ruta.
Localicé a Beatrice y a Clara, cuyas siluetas apenas eran visibles tras los resecos y marchitos arbustos, y, al acercarme, me llegaron fragmentos de la charla que sostenían, ya que el viento transportaba sus frases.
—Si la herida está infectada, no habrá solución —decía Clara—. En ese caso, no creo que sobreviva.
Beatrice, que estaba a su lado, pues ambas se habían agazapado para protegerse del frío, replicó:
—Pero no está infectada…, al menos por ahora. —Las dos mujeres se volvieron al verme, y mi antigua ayudante me preguntó—: ¿Has oído algo nuevo en la radio? ¿Existe algún lugar donde hacer un alto en la ruta? Si encontrásemos un sitio en el que descansar…, aunque fuera una semana…
—Casi todos los rebeldes partieron hacia la ciudad y los que quedan extramuros guardan silencio. Los únicos mensajes que he oído proceden de los supervivientes que siguen en la Ciudad de Arena. Aunque las ejecuciones públicas han cesado, se llevan a la gente de sus viviendas para interrogarla. Por otra parte, las colonias no han dado señales de vida…, y me parece muy improbable que vengan a por nosotras si hasta ahora no lo han hecho.
—¿Y mi madre? —inquirió Clara.
Meneé la cabeza. No había sabido nada de la tía Rose desde el fin del asedio. Albergaba la esperanza de que tanto ella como Charles siguiesen con vida, aunque también era consciente de que él estaba involucrado en nuestra fuga.
Nos sentamos ante una mata de arbustos de poca altura y juntamos los hombros en un intento de mantener el calor. Clara dejó escapar un prolongado y lento suspiro; se le habían despellejado y ensangrentado las rodillas tras haber subido a Helene por la escarpada ladera.
—¿Y si se le infecta la pierna? —preguntó Clara—. En la ciudad la podrían tratar, pero aquí…, aquí podría morir. En ese caso, ¿qué diremos a las chicas?
—En los años posteriores a la epidemia —explicó Beatrice—, la gente sobrevivió a estas cosas. No es la primera persona que se rompe una pierna o un brazo en plena naturaleza. Tendremos que esperar y ver qué pasa.
—Deberías enviar un mensaje por radio —opinó Clara. La luna le dibujó extrañas sombras en la cara y su tez adquirió un tono muy pálido, casi gris—. Deberíamos indagar si los rebeldes pueden enviar ayuda.
—Solo como último recurso —puntualicé—. Es demasiado peligroso. Moss mencionó un motel que figura en el mapa…; está a menos de un día de caminata. Algunos rebeldes lo usaron cuando se dirigían a la ciudad, pero actualmente está abandonado. Podríamos detenernos allí unos días y reponer fuerzas.
Beatrice movió afirmativamente la cabeza, y preguntó:
—¿El lugar al que te refieres se llama Stovepipe Wells?
—Exactamente. Es a donde tenemos que llegar.
—Tendremos que transportarla hasta allí —apostilló Clara—, siempre y cuando sobreviva.
—Sobrevivirá —afirmó Beatrice—. Vaya, eso espero.
A nuestras espaldas sonó un crujido, y los resecos arbustos se partieron al pisarlos. Reparé en la persona que estaba entre las ramas, estudié sus facciones a la luz de la luna y tardé unos segundos en reconocerla.
—¿Qué haces despierta? —le espeté.
—¿Qué significa que esperas que sobreviva? —inquirió Bette—. ¿Acaso supones que podría morir?
Beatrice se levantó rápidamente y se acercó a la joven.
—Claro que no; no morirá —respondió y, abrazándola, intentó tranquilizarla—. No te preocupes. La estamos cuidando. Le hemos colocado el hueso en su sitio y hacemos cuanto podemos.
La chica permaneció inmóvil, incluso cuando Beatrice la estrechó entre sus brazos y le acarició la cabeza. Pero no dejó de mirarme, albergando una sorda acusación.
—Por lo tanto, mañana por la mañana nos vamos a Stovepipe Wells —concluyó Clara pasando por mi lado—. Estamos de acuerdo.
Emprendieron el regreso al campamento, siguiendo el lecho del valle sin mí.
Bette fue la única que se volvió y nuestras miradas se encontraron.
—Helene se recuperará —afirmé.
Las tres mujeres ya habían recorrido varios metros y se habían adentrado en la oscuridad; por ello, mi voz no les llegó.