Diecisiete

La carretera se extendía ante nosotras, discurría por la cordillera y se perdía en el cielo. Al internarnos en el valle de la Muerte, comenzamos a subir montañas y el lecho salino quedó a nuestros pies. Procuré calmar mi agitación, pero no fue posible; todavía notaba el agrio sabor de la bilis en el fondo de la garganta, me dolían las piernas y tenía los pies hinchados y agrietados; además, tenía dolorida la zona entre los omóplatos por haber acarreado la mochila a lo largo de tantos kilómetros. Había intentado organizar un horario y beber cada tres horas parte del agua de lluvia hervida. Sin embargo, tras cada kilómetro recorrido, pensaba en mi bebé y dudaba de si sobreviviríamos.

Todas las mañanas me despertaba con la misma inquietud, confirmación de que la niña seguía viva y de que estábamos juntas. Cada vez que mis pensamientos se desbandaban, me resultaba fácil refugiarme en ella, imaginar qué aspecto tendría, cómo sería y si tendría los ojos de color verde claro como los de Caleb, o la tez blanca como la mía. En ocasiones me permitía pensar en Califia, en la posibilidad de una existencia como la que Maeve había creado para Lilac. Evocaba una casa flotante o visualizaba una de las cabañas asentadas en las colinas, sobre la bahía, y fantaseaba acerca de cómo serían esas oscuras habitaciones si las limpiábamos, las arreglábamos y arrancábamos las enredaderas que habían invadido las ventanas.

En los días de mayor lucidez, la realidad resultaba patente, y me veía obligada a reconocer que, en parte, la vida en Califia era pura fantasía. Mientras estuviese vivo, mi padre se empeñaría en encontrarme…, mejor dicho, en encontrarnos. Probablemente, mi imagen ya habría aparecido en las vallas de la ciudad, y yo figuraría entre los rebeldes. Por muy duro que hubiera sido eludir a los soldados, a partir de ahora se volvería todavía más arduo.

—No puedo dar ni un paso más —se quejó Helene. Se arrodilló pocos metros más adelante y entornó los ojos porque el sol matinal le molestaba—. ¿Cuánto falta para la próxima parada?

—Pero si acabamos de salir —puntualizó Clara—. Hace menos de una hora que nos hemos puesto en marcha.

Mi prima aflojó el paso ante mí y, a sus espaldas, el trineo de plástico se deslizó por el asfalto. Nos turnábamos para arrastrarlo; en él acarreábamos las escasas provisiones que habíamos acumulado durante cuatro días. Viejas mantas y prendas de vestir envolvían las últimas botellas de agua. Aún nos quedaban cinco latas cuyo contenido desconocíamos, cuerda de plástico y cinta adhesiva, así como una botella de vodka sin abrir que habíamos encontrado en una bodega. Nuestro único mapa, el papel doblado que Moss me había entregado, estaba bien guardado en la cinturilla de mis pantalones, al lado mismo del cuchillo.

—No puedo evitarlo. Me duele mucho —insistió Helene.

Las trenzas le cayeron sobre la cara cuando se inclinó para mirarse el pie. Llevaba el mismo calzado con el que había salido del hospital, pero la parte posterior de los zapatos se le había roto, y la pobre chica tenía los talones despellejados y ensangrentados.

Al mirar atrás, todavía avisté la gasolinera, situada más o menos a un kilómetro, la única construcción existente en la cordillera. Allí habíamos pernoctado; el pequeño espacio lleno a rebosar nos había resguardado del azote del viento que recorría el valle.

—Usa esto —aconsejé, y le tendí el rollo de cinta adhesiva que habíamos metido en el trineo. Intercambié una mirada con Beatrice, que era quien había insistido en que la cogiésemos de debajo de la caja registradora porque, al menos, podría servirnos para hacer vendajes improvisados.

—Tengo sed —afirmó Bette, e intentó hacerse con una botella de agua del trineo.

—No debemos beber hasta el próximo alto en el camino. —Recuperé la botella y la escondí bajo las mantas—. El agua de que disponemos ha de durarnos hasta que lleguemos al próximo lago.

La muchacha me dio la espalda y me ignoró olímpicamente, como había hecho casi siempre desde el principio. Cogió del brazo a Kit, una muchacha de cabello castaño rojizo que le caía en cascada por la espalda; se lo recogía con una cuerda que había encontrado por ahí, pero se le soltaba sin cesar.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó Clara en voz baja mientras Helene acababa de vendarse el pie—. Tienes mala cara.

Miré al frente, donde las otras chicas habían formado grupitos y caminaban con paso lento y desigual.

—Como de costumbre —repuse, y esperé a que las náuseas se me pasaran. Beatrice y Sarah se giraron para mirarme cuando me detuve al borde del asfalto, justo donde comenzaba una escarpada ladera—. Continuad. Os alcanzaré enseguida.

Las ganas de vomitar volvían a apoderarse de mí. Clara se demoró un poco para ver si las superaba. Al fin se marchó y siguió a las chicas por la zigzagueante carretera, que más adelante se estrechaba, de forma que el pedregoso barranco era lo único que se interponía entre nosotras y el lecho de la salina. Pero no hubo suerte: me puse rígida y luego me agaché, sintiendo el estómago vacío porque los últimos días habían sido una sucesión de comidas sin sustancia; las bascas me irritaron la garganta.

«¡Venga ya, has pasado por cosas mucho peores!», murmuró en mi interior una voz conocida. Era la de Caleb, con ese tono burlón pero afectuoso que a veces empleaba conmigo. Tuve la sensación de que lo estaba escuchando y de que se reía a mi costa. ¡Cuánta razón tenía! Yo había soportado cosas mucho peores: había llegado a Califia una vez, me había escapado de las garras de mi padre y había perdido a la persona a la que amaba más que a nadie. Esa voz queda era lo único que perduraba. En comparación con todo lo sufrido, ¿qué importaba ese malestar pasajero que acabaría por desaparecer?

Me limpié la boca, me incorporé y reparé en que Beatrice estaba a mi lado, apretando los labios. Parecía mayor que cuando la conocí: encorvaba los hombros y tenía la piel seca y curtida por el sol.

—Deberías habérmelo dicho —comentó al mismo tiempo que comprobaba que las muchachas estaban lejos y no nos oían.

—¿Qué debería haberte dicho?

—Que estás embarazada. En los centros de adopción circularon rumores, pero no supe si eran veraces. Es la tercera mañana que vomitas. Puede que a las chicas se les pase por alto, pero a mí, no.

Bajé la vista y, pateando la arena para tapar el vómito, dije:

—No quería que las muchachas lo supiesen. Tal como están las cosas, ya tienen bastantes preocupaciones.

Me ayudó a ponerme completamente derecha, nos alejamos del barranco y fuimos al encuentro de las jóvenes. Sin atreverse a mirarme, me preguntó:

—¿Es de Caleb?

No respondí. Cada vez que una persona se enteraba de la noticia, ésta se volvía más real, y yo me sentía más apegada a la pequeña —mi hija— y a la vida que podríamos disfrutar en Califia. Me resultaba casi imposible concentrarme en el reto que tenía ante mí: cómo llegaríamos al océano, las próximas comidas, dónde pasaríamos la noche… Todavía existía la posibilidad de que perdiera a aquella criatura y de que todo se malograse.

Beatrice continuó con la cabeza gacha, pero añadió lenta y decididamente:

—Eve, me gustaría que me contaras estas cosas. Quiero que sepas que puedes confiar en mí. Lo que sucedió con Caleb fue un error. Fui presa del pánico porque tu padre la amenazó. —Señaló a Sarah, que iba varios metros más adelante y ayudaba a Helene.

—Confío en ti. Sé que, si fuera posible, te retractarías.

Ella se tapó la boca con la mano, y añadió:

—Ya lo verás. No es fácil. A veces tengo la sensación de que he cometido muchos errores…, tal vez demasiados. He hecho lo imposible por protegerla.

—Tú no sabías qué pasaba en los colegios —comenté al recordar la noche en que la había conocido. Dado lo bien que se había guardado el secreto, ella, al igual que la mayoría de los habitantes de la ciudad, creía que las muchachas se habían ofrecido voluntariamente a ser madres.

—Tendrías que haberme dicho que estás preñada —insistió mi exsirvienta—. Te habría ayudado. Aquí estamos, solas, y tú padeces lo indecible. Tendrías que habérmelo contado.

Me apretó la mano, y su calidez me reconfortó.

Sarah, que iba al lado de Helene, pateó una piedra mientras caminaba con gran esfuerzo por la estrecha carretera. Unos cuantos kilómetros atrás, en una casa, la joven había encontrado un bolso de tela, en el que ahora, colgado del hombro, llevaba sus escasas pertenencias. Tal como les había aconsejado, las chicas iban por el centro de la calzada, lejos de las escarpadas laderas.

—Beatrice, tu hija saldrá airosa de esta situación —dije—. Es la que mejor lo lleva y eso significa algo.

—Eres muy amable. No podemos decir que me haya cogido cariño enseguida. Ya la has visto; sé que te has fijado en ella.

Asentí. Un fugaz desencanto demudaba la expresión de aquella mujer cuando, por la noche, Sarah optaba por tumbarse a dormir junto a Helene o Kit. La muchacha insistía en cargar con sus cosas y en caminar con las amigas, y los diálogos entre madre e hija, que por casualidad yo había oído, siempre parecían un tanto forzados e incómodos. Beatrice hacía preguntas y Sarah daba escuetas respuestas.

—Necesita tiempo.

La mujer asintió. Me apretó nuevamente la mano y de nuevo centró la atención en su hija. Las jóvenes habían hecho un alto al borde de la carretera; Clara estaba con ellas. Miraban algo que había más abajo.

—Espero que así sea —acotó Beatrice—. En cuanto a tu secreto, si es lo que deseas, te lo guardaré, pero esta noche te tomarás mi cena.

—Beatrice, no se trata de que…

—Sé que no es muy abundante, pero te hace falta. Dentro de unos días, cuando lleguemos a los alojamientos que figuran en el mapa, tendremos más víveres. Repito, te tomarás mi cena.

—Cuando lleguemos al primer lago nos dedicaremos a cazar —comenté, y procuré no hacer caso de mi creciente dolor de estómago—. Solo faltan dos días.

Al acercarnos, las muchachas sonreían. Kit señalaba algo que había en el lecho del valle.

—¡Las hemos visto! —nos chilló—. ¡Son ovejas!

Entrecerré los ojos para protegerme del sol matinal y vislumbré a los carneros que, a unos cien metros más abajo y ligeramente a nuestra izquierda, trepaban por la rocosa pendiente. Beatrice se detuvo a mi lado y se echó a reír. Era un rebaño completo y, en el centro, había dos crías. Por el color, prácticamente se confundían con la piedra arenisca.

—He sido la primera en verlas —declaró Kit, muy ufana, y se pasó los dedos por la larga coleta—. Eve, míralas.

Beatrice y yo seguimos andando por la estrecha carretera. Las chicas estuvieron atentas a mi reacción. Fue un alivio verlas sonreír cuando el calor del día todavía no nos afectaba, y que, aunque solo fuera momentáneamente, se hubieran olvidado del hambre y de la sed. Estaba a punto de comentar algo sobre el descubrimiento que habían hecho cuando la posición de Helene me distrajo: se había situado a un lado del grupo, cerca del borde del barranco, donde el asfalto daba paso a las piedras; había levantado una pierna y se miraba el talón que, ya anteriormente, le había causado problemas.

Sucedió tan rápido que no tuve tiempo de reaccionar: bajó la pierna, apoyó el pie demasiado cerca del borde y la roca se desmoronó a causa del peso de la muchacha. Cayó por la ladera del escarpado barranco y arrastró tierra en su descenso. Al rodar, dejó escapar un grito ahogado y desapareció de mi vista.