Dieciséis

—¿Cuánto tendremos que esperar? —quiso saber Sarah.

Estaba junto a la ventana y su perfil apenas era visible a contraluz. La lluvia golpeaba intensamente el alféizar.

—Solo pasaremos la noche. Mañana nos iremos —repuse.

Después de caminar más de dos horas, habíamos hecho un alto en un barrio al pie de las montañas y nos escondimos en las plantas superiores de una casa abandonada. Esquivé el roto entarimado y me reuní con Clara en el momento en que se disponía a subir la escalera. Dos chicas la seguían. Eran Bette y Helene, que transportaban varias toallas.

—¿No habéis encontrado más? —pregunté señalando la pequeña pila de mantas que habían depositado en el suelo y que apenas bastarían para abrigar a tres personas, no hablemos de doce.

—Ya se han recogido la mayor parte de los suministros —explicó Clara, mostrando la rasgada y manchada ropa que sostenía entre las manos—. No es precisamente ideal, no…

Bette, una muchacha alta, de ojos grises, anchos y hundidos y montones de pecas, arrojó al suelo una de las toallas y masculló:

—Son asquerosas. Además, solo encontramos una lata…, nada más que una. No será suficiente para todas.

—Mañana buscaremos más —propuse—. Si no queda otro remedio, cazaremos. Podemos considerarnos afortunadas, ya que tenemos agua. Eso es lo más importante.

Sarah controló las botellas de plástico que estaban en el alféizar de la ventana y se llenaban de agua de lluvia. Aún tenía el pelo mojado a causa de la tormenta, y junto a sus pies descalzos se apilaban recipientes de plástico vacíos.

—No, no —exclamó Beatrice cuando su hija pasó la mano a través del cristal roto de la ventana, moviendo con suavidad su delicada muñeca para no cortarse—. Ya lo hago yo.

—No pasa nada —repuso Sarah, y le mostró la mano—. Mira.

La joven cogió un recipiente, al que casi se le había borrado la inscripción de la etiqueta, y puso sumo cuidado en no derramar agua. Lo retiró del alféizar y, lentamente, lo sustituyó por otro vacío.

Beatrice apoyó la espalda en la pared, y nuestras miradas se encontraron fugazmente. De nuevo aprecié sus facciones en las de Sarah: ambas tenían la cara redonda, acorazonada, y un hoyuelo en el centro de la barbilla. La joven era más baja y de aspecto más atlético que la mayoría de las chicas y la única que, de momento, no se había quejado del aguacero, de haber salido de la ciudad ni de estar en la casa abandonada.

Habíamos recorrido, más o menos, doce kilómetros bajo una lluvia que caía en diagonal y un viento que soplaba en dirección contraria a la que llevábamos. Las muchachas se habían cansado enseguida. Era consciente de que no llegaríamos muy lejos y de que los primeros kilómetros fuera de la ciudad serían los de mayor riesgo para nosotras. En cuanto la inundación amainase, los soldados saldrían a calles y carreteras, las peinarían y nos buscarían. Ahora teníamos que descansar, pero por la mañana, antes de la salida del sol, enfilaríamos una de las vías secundarias para dejar atrás la urbanización.

La primera planta de la casa estaba prácticamente a oscuras y la poca luz que había se filtraba por las ventanas rotas; en un rincón del cuarto, se veía el entarimado combado y podrido. Varias jóvenes se habían sentado en un colchón pelado, cubierto tan solo por la única sábana que habíamos encontrado.

—No lo entiendo —comentó Helene, la muchacha de las trenzas finas y negras, sin dirigirse a nadie en concreto.

Ella había encontrado un paquete de camisetas en un armario del sótano y, con excepción de las tres chicas que habían hallado jerséis en un cajón del mismo mueble, las demás se las habían puesto, por lo que iban extrañamente uniformadas. Sobre casi todas las superficies del dormitorio se había extendido la ropa mojada y el calzado: vestidos y calcetines en el respaldo del sillón y los zapatos embarrados en el suelo.

—Entenderlo es imposible —respondió Beatrice, mientras se estrujaba el pelo para escurrir hasta la última gota de agua—. Bien sabe Dios que lo he intentado.

Cogí una de las mantas que estaban en el suelo, la desdoblé y se la pasé a Bette y a Lena, que eran las que se hallaban más cerca de mí, y les expliqué:

—He visto con mis propios ojos lo que pasa en ese recinto… Estuve doce años en un colegio. Después de mi partida, cada vez que el miedo se apoderaba de mí o me sentía confusa o preocupada, me remitía al mismo hecho: las profesoras habían mentido. Nuestra vida no nos pertenecía; siempre estuvimos bajo su control.

Lena se quitó las gafas de plástico negro, limpió los rayados cristales con la camiseta y comentó:

—Sin embargo, la profesora Henrietta dijo que…

—Sé lo que dijeron ella y todas las demás. —Me pasé las manos por el cabello y me retiré de la cara varios mechones mojados. Aunque no superaban los catorce años, algunas de las muchachas ya habían emprendido los procesos iniciales de la graduación—. ¿Os acordáis de las vitaminas que os administraban? ¿Os acordáis de que todos los meses controlaban vuestro peso y estatura? ¿A que las mayores acudían con más frecuencia a la consulta médica? ¿Sabéis de alguna muchacha a la que hubieran comenzado a aplicarle las inyecciones?

La expresión de Helene cambió, dando ciertas muestras de reconocer las situaciones que yo planteaba. Recordé lo que había sentido el día en que Arden me contó la verdad. En el fondo de mi ser deseaba no creerla, y esa reticencia persistió incluso después de ver personalmente a las graduadas. Si todo lo sucedido entre las paredes del colegio era una patraña, ¿quién era yo ahora, después de haber forjado mi identidad según lo que había vivido allí, y cómo podía seguir adelante?

—A mí misma me pusieron esas inyecciones —admitió Helene sin mirar a ninguna de sus compañeras.

—Probablemente, te convencieron de que aquí fuera morirías, de que en el caos no lograrías sobrevivir —proseguí—. Pues tampoco eso es cierto.

Eché una ojeada a las chicas acurrucadas en el colchón. Algunas de ellas habían adoptado una actitud más moderada hacia mí desde que nos habíamos resguardado de la tormenta. Estaba segura de que mi condición de princesa significaba algo para ellas, pues me habían oído hablar en los comunicados difundidos por radio desde la ciudad. Seguramente, se habían reunido en un comedor semejante al de mi colegio y, como si tuvieran las mismas probabilidades que yo, habían escuchado la transmisión del desfile con motivo de mi llegada y los comentarios acerca de la joven que se había trasladado del colegio al Palace. ¿Cuántas de ellas habrían pensado en sus progenitores y se habrían planteado si éstos seguían con vida y moraban en la ciudad?

—No tendríamos que haber venido —opinó Bette—. Nos tendríamos que haber quedado con las restantes compañeras; ya no volveremos a verlas.

Sarah se giró desde la ventana después de entrar otra botella llena de agua de lluvia, y declaró:

—Ahora no podemos regresar.

Beatrice se acercó a ayudarla, pero ella le dio la espalda y depositó la botella junto a la pared.

Bette se ajustó el jersey al cuerpo y preguntó:

—¿Con qué motivo hacen semejantes cosas? Tal vez no ha ocurrido en todos los colegios…, quizá fue solo en el nuestro. ¿Cómo lo sabes?

Aposentándose en el sillón del rincón, Clara sentenció:

—Eve lo sabe mejor que nadie. Nosotras hemos residido en el Palace, y el rey en persona lo ha dicho.

Bette meneó la cabeza y susurró algo que no entendí a la chica que estaba a su lado.

—Espero que aprendáis a confiar en mí —añadí—. Si regresarais a los colegios, estaríais definitivamente atrapadas.

—En ese caso, ¿qué podemos hacer? —preguntó Bette—. No podemos seguir aquí por toda la eternidad.

—Iremos a Califia —anuncié al tiempo que me sentaba en el borde del colchón. Me froté las manos en un intento de entrar en calor—. Se trata de un asentamiento situado en el norte, donde hay alimentos, agua y todo tipo de suministros. Podréis quedaros allí el tiempo que sea necesario…, como han hecho otras chicas que también se han evadido de los colegios.

Abrazándose las rodillas y acercándoselas al pecho, Lena preguntó:

—¿Hay hombres en Califia?

—No, son todas mujeres —especifiqué.

Bette, sin dejar de mover la cabeza, comentó:

—¿Qué importa si son todas mujeres? Pero ¿cómo llegaremos a ese asentamiento?

—Andando —respondí—. Si encontramos una solución más rápida para llegar a Califia, la aprovecharemos. Es posible que tardemos un mes. Cazaremos, descansaremos y obtendremos comida como buenamente podamos, pero llegar, llegaremos. Ya lo hice una vez.

Reparé en que Clara no me quitaba ojo de encima, pero no la miré. Comprendí lo que estaba pensando: que yo había realizado parte del trayecto hasta Califia, subido a Sierra Nevada y bajado hasta el océano en el todoterreno de los soldados. Quizá solo era una insensatez e incluso una temeridad pensar que, a pie, llegaríamos tan lejos, pero una vez que estuviéramos extramuros, no podríamos escondernos indefinidamente. Las muchachas, Clara y Beatrice, necesitaban un lugar en el que echar raíces. Cabía la posibilidad de que mi padre se perpetuase en el poder durante años y que su radio de influencia llegase a algunas zonas del caos.

—¿Cómo nos las apañaremos para sobrevivir un mes? —quiso saber Helene—. Por ahí fuera hay pandillas que han asesinado a chicas más jóvenes que nosotras. Una huérfana de doce años fue secuestrada a un kilómetro y medio del colegio, justo cuando intentaba franquear la muralla.

Sarah dejó otra botella en el suelo e intentó ponerle la deformada tapa de plástico al tiempo que opinaba:

—Tal vez era otra mentira. Lo explicó la profesora Rose, que también contó muchas cosas más.

—Aún no es demasiado tarde —insistió Bette—, aún estamos a tiempo de volver. Contactaremos con un soldado y le diremos que…

—Nada de eso —la interrumpí—. Vendrás con nosotras y llegaremos a Califia. Es posible que ahora no lo entiendas pero, a la larga, lo comprenderás. Ya no hay vuelta atrás.

—Ni siquiera te conocemos —me espetó Bette, y, dirigiéndose a sus compañeras, añadió—: ¿Qué suponéis que nos pasará ahí fuera? No lo conseguiremos. Lo que dicen me importa un bledo… En el colegio estábamos seguras.

—En el colegio jamás estuvisteis seguras —intervino Clara.

Mi prima cogió las escasas mantas y las repartió entre las chicas con el propósito de dar por terminada la conversación, pero Bette no estaba dispuesta a abandonar el tema. Cuchicheó con la joven menuda que estaba a su lado y, de repente, imaginé las semanas que me aguardaban y lo difícil que resultaría mantenerlas sanas y salvas.

Tras el ventanal, el cielo era una masa grisácea y las nubes ocultaban la luna. La lluvia no había cesado todavía y repiqueteaba sobre la fachada de la casa, de modo que el agua se acumulaba en el suelo, debajo del alféizar de la ventana. Beatrice se sentó en el suelo, junto a Sarah, y yo centré la mirada en un punto del horizonte, en unas luces tan pequeñas que al principio apenas resultaron perceptibles: por la destrozada carretera rodaba hacia nosotras un todoterreno, el primero que veíamos desde que habíamos salido del túnel.

—¿Qué pasa? —preguntó Clara—. ¿Qué estás mirando?

Bette prestó atención, pues lo detectó al mismo tiempo que yo: el todoterreno circulaba a trancas y barrancas por el desigual asfalto. Encendieron el reflector de la parte trasera, y alguien dirigió el chorro de luz hacia las casas, aminorando la velocidad al pasar por delante de éstas.

Di un paso hacia Bette y procuré interponerme entre ella y el ventanal, pero fue más veloz que yo: se situó ante el cristal y agitó frenéticamente los brazos.

—¡Estamos aquí! —vociferó en un tono agudo e histérico—. ¡Aquí, aquí!

Le tapé la boca con la mano y la arrastré hacia el interior de la estancia.

—No hagáis ruido —pedí a las demás chicas—. Poneos a los lados del ventanal…, ahora mismo.

Bette forcejeó, pero la aferré con más ahínco, atrayéndola contra mi pecho, y continué tapándole la boca.

Clara condujo a las muchachas hacia las paredes a ambos lados del ventanal y atisbó por la ventana a medida que el todoterreno se aproximaba.

—Ha reducido la velocidad —comentó, y, cerrando los ojos unos segundos, pegó la espalda a la pared.

Hubo más luz en el exterior cuando el reflector enfocó las casas contiguas a la nuestra. Oía la respiración acompasada de las chicas y advertí que Bette intentaba decirme algo, pero sofoqué sus palabras porque mi mano seguía amordazándola. De repente el penumbroso interior de la habitación quedó fugazmente iluminado y, por primera vez, vi cada rasgón del empapelado, los puntos en los que el techo estaba hundido, la mugre del suelo, cubierto de polvo y arena, y los gastados y maltrechos zapatos que se acumulaban bajo los catres. Permanecimos en silencio, entrecerrando los ojos para protegernos de esa luz insoportable, hasta que desapareció.

El todoterreno siguió su recorrido. Clara apoyó la cara en la pared, pero no cesó de vigilar la carretera.

—Se van —musitó al cabo de un rato—. Apenas distingo los pilotos traseros.

Mi prima observó a Bette, que se puso rígida contra mi cuerpo. En ese momento caí en la cuenta de la intensidad con que la sujetaba.

La liberé, pero seguí aferrándola del brazo a pesar de que intentó zafarse.

—Si quieres irte, hazlo ya. —Señalé la puerta, torcida debido a que algunas bisagras se habían roto—. Pero que quede claro: nadie te acompañará.

La solté, y se sentó en el suelo. Pese a que por la ventana entraba muy poca luz, constaté lo menuda que era: la camiseta que se había puesto era tres tallas más grande que la que le correspondía, y tenía los brazos flacos y huesudos. No se incorporó para marcharse ni acusó recibo de mis palabras; simplemente se mordió los labios, y se instauró el silencio.

—No pretendía perjudicarnos —dijo Helene al cabo de unos instantes.

Luego se levantó del colchón y ofreció su toalla a Bette.

En otra época y en otro lugar me habría acercado a la muchacha, la habría ayudado a ponerse de pie y la habría tranquilizado, pero en ese momento no sentí nada, ni siquiera cuando rompió a llorar. Si la hubieran oído los soldados y nos hubiesen visto, como era su intención, nos habrían devuelto a la ciudad y, como mínimo, a tres de nosotras, es decir, a Clara, Beatrice y a mí misma, nos habrían ahorcado por traidoras.

Me senté en el sillón del rincón e intenté relajarme. Fue Clara quien la reconfortó y organizó los restantes catres para que tuviesen un sitio donde descansar.

—Todas estamos agotadas —logré decir.

Cuando la situación se calmó, Helene consoló a Bette y le comentó algo en voz baja antes de dormirse. Las demás chicas se tumbaron, y el cansancio las venció. Esperé a que mi respiración se volviera regular y a que el sonido del motor del todoterreno se perdiese totalmente carretera arriba.

Aunque esa noche no había sucedido ningún percance, seguía teniendo la sensación horrible y enfermiza de que estaba cometiendo un error. Tal vez no debería haber sacado de la ciudad a esas chicas, por mucho que pensase que así estarían mejor. No era impensable que, hasta cierto punto, Bette tuviese razón. Parecía imposible que todas nosotras pudiésemos llegar vivas a Califia.