Quince

La lluvia no dio tregua. Cayó rápida y violentamente, acribillándome las manos, el cuello y la cara. Los torrentes de agua inundaron Afueras, se abrieron paso en la arena y convirtieron el suelo en una suerte de sedimento espeso y macizo. Al girarme, vi que Clara se había quitado los zapatos y, sumergida hasta las rodillas, vadeaba un charco. Tras ella, las nueve muchachas avanzaban como podían, con los vestidos totalmente calados.

—Deprisa, deprisa —las acuciaba Beatrice para que continuasen.

El abrigo que llevaba, corto y de color gris, estaba empapado y el bajo goteaba.

Sarah gritó a una de las chicas que se había rezagado. Me giré y reparé en que se trataba de Bette, la joven pecosa.

—No podemos regresar a los colegios —insistió Sarah, y empujó a la chica hacia la pared—. Beatrice también lo ha dicho. Allí ya no estamos a salvo. No te queda más remedio que confiar en ellas.

Los todoterrenos se habían detenido. Los soldados se apearon parsimoniosamente, suponiendo que disponían de mucho tiempo, pues nosotras no teníamos adónde ir y la muralla se alzaba a poco menos de medio kilómetro. Aceleré el paso, y las niñas me siguieron. Caminamos haciendo eses por una calle, hasta que el motel apareció ante nosotras; un líquido turbio y grisáceo llenaba la piscina, en cuya superficie la lluvia formaba ondas.

—No lo conseguiremos —sostuvo Clara, que corría a mi lado, hundiéndosele los pies en la arena—. Ellos son muchos y nosotras también.

—Únicamente te pido que te des prisa —le dije. Abrí la verja e hice pasar a las chicas. Varias de ellas continuaban cubriéndose la cabeza con la mochila, se habían descalzado, habían atado entre sí los cordones de los zapatos y se los habían colgado del hombro. Muy atentas, me miraron a mí y, a continuación, a los soldados que habían echado a andar hacia el motel—. Llévalas a la habitación número once.

Crucé la verja sin perder de vista a los militares que acortaban distancias con respecto a nosotras. Había, como mínimo, diez. Fui consciente de que apenas disponíamos de unos minutos.

Una vez que las muchachas hubieron entrado en la habitación, yo también lo hice rodeando un perchero tapado con una lona plastificada y transparente. La habitación olía a moho y la moqueta se había despegado alrededor de los rodapiés. Cajas de ropa se apilaban en un gran baúl arrinconado contra la pared, por cuyos lados se desbordaban unas camisas, organizadas por colores. La cerradura de la puerta era penosa pero, de todas formas, eché el cerrojo de cadena.

—Aquí no es —chilló Clara tras abrir la puerta del armario del fondo. Su tono sobresaltó a las chicas, que se pegaron a las paredes y me miraron—. No estamos en la habitación que corresponde.

Junto a la ventana había un colchón de pie que tapaba a medias la vista del exterior. Descorrí unos centímetros la cortina: los soldados se aproximaban a la entrada del motel y se desplegaban hacia las puertas de las habitaciones. Actué con gran presteza, y las chicas y yo arrastramos el baúl hasta situarlo contra la puerta.

Por todas partes había pisadas húmedas y fangosas, de modo que era imposible saber si eran nuestras o no. En la habitación había otro colchón en el suelo; una de sus esquinas se curvaba contra una pared. Registré el cuarto de baño, los armarios y el reducido espacio que separaba las cómodas. ¿Es que había interpretado incorrectamente el mapa, o no se trataba del motel descrito por Moss?

—Se acercan —advirtió Beatrice con la voz entrecortada por el nerviosismo.

Soltó la cortina y corrió el colchón a fin de cubrir un poco más la ventana.

A todo esto, me llamó la atención el otro colchón tirado en el suelo. Bette estaba encima de él, y los pies se le hundían en el centro. Cuando la chica cambió de posición, el grueso colchón se ahuecó en ese mismo punto.

—Ayudadme a retirarlo —pedí—. ¡Vamos, rápido! También correremos una cómoda y la pondremos contra la puerta.

Di instrucciones a las chicas que estaban a mi lado para que cogiesen el húmedo colchón y lo llevaran hasta el centro de la habitación. Al levantarlo, en el suelo apareció un orificio de un metro de ancho, alrededor del cual la moqueta estaba cortada. Clara se llevó las manos a las enrojecidas mejillas como muestra de alivio…, hasta que un soldado aporreó la puerta.

—Lárgate —ordené a mi prima, y señalé con un gesto el agujero—. Nos veremos al otro lado.

La habitación estaba bastante oscura y el sonido de la lluvia quebraba el silencio. Las siluetas de los soldados que se hallaban en la calle pasaron por delante del resquicio de ventana que no habíamos tapado. Clara descendió por el orificio del túnel y aspiró aire enérgicamente al entrar.

—Aquí hay agua —anunció, todavía sujeta al borde—. Me llega a las rodillas.

Cerré los ojos con el deseo de tener un minuto para pensar, pero el soldado golpeó nuevamente la puerta. Moss jamás había mencionado la longitud exacta del túnel, por lo que deduje que debía de tener la misma que la del hangar: no más de un kilómetro y medio. Después de la epidemia, muchos canales de drenaje fueron rellenados con cemento porque los consideraron una amenaza para la seguridad. Aunque los rebeldes habían seguido las directrices básicas y los habían ampliado en los puntos que les pareció necesario, casi todos ellos eran más estrechos que los originales —no superaban el metro y medio—, y de techo bajo. No podía saber cuánto tiempo tardaría en anegarse el túnel, pero correríamos más riesgos si nos quedábamos en la habitación aguardando a que los soldados entraran.

—Tenemos que irnos sin más dilaciones —dije mientras ayudaba a una de las jóvenes a entrar en el túnel—. No dejes de avanzar hasta llegar al final.

—No sé nadar —reconoció la chica, que se estremeció al entrar en contacto con las turbias aguas y se levantó el vestido por encima de las rodillas.

—No hará falta…, será suficiente con que camines a paso vivo.

Atisbé el interior del túnel, y la mirada de Clara y la mía se cruzaron antes de que ella se alejase, caminando con grandes dificultades por el agua, rumbo a la oscuridad. Una a una las muchachas se adentraron en el agujero. Entretanto los soldados accionaron el picaporte para descerrajar la puerta. Sarah, por su parte, trasladó el colchón que había quedado en el centro del cuarto, y lo colocó detrás de la cómoda de madera, como una cuña, de modo que quedó encajado en la pared. Mientras la joven empujaba la cómoda, adiviné cómo debía de haber sido Beatrice en su juventud: de baja estatura, pero de constitución fuerte, y de pajizo cabello rizado en la nuca.

—Deberías irte —indicó Sarah a una muchacha, señalando el túnel. Descendió otra chica y solo quedamos tres—. Te seguiré.

—Nada de eso —terció Beatrice, cogiéndola del brazo y empujándola hacia mí.

Justo en ese instante forzaron el cerrojo, y la puerta presionó el colchón. El soldado empujó intentando correr los muebles. Al cabo de unos segundos rompieron la ventana, y los cristales cayeron por detrás de la cortina.

Me asomé por la boca del túnel y me cercioré de que la última muchacha avanzaba hacia la penumbra. Ayudé a Beatrice a meterse en el agua, que había subido entre tres y cinco centímetros, y reparé en que su falda flotaba sobre la vidriosa superficie y se hinchaba a su alrededor.

Sarah bajó detrás de su madre y jadeó al establecer contacto con la fría agua.

—No dejes de moverte —le aconsejé al tiempo que me disponía a descender.

Cuando toqué el fondo, el agua me llegaba casi a las caderas. Estiré los brazos y toqué con ambas manos las paredes de la caverna, que estaban rugosas y ásperas en las zonas donde los rebeldes habían picado el cemento. Los pantalones se me pegaron a las piernas, el elástico del jersey se me impregnó de agua y las botas se llenaron de agua y me anclaron al suelo.

Casi no distinguía nada de lo que hubiera por delante de Sarah; únicamente, oía el chapoteo del agua contra las paredes a medida que las muchachas caminaban. Una chica se echó a llorar y murmuró:

—No puedo levantar el zapato del suelo.

Nadie se movió. Percibí la respiración agitada de la joven mientras me bajaba la cremallera de las botas, me las quitaba y las aferraba contra mi pecho, así como cuchicheos y ruegos en voz baja. Por fin, volvimos a adentrarnos un poco más en la oscuridad.

Eché una ojeada hacia atrás, en dirección a la tenue luz que se colaba desde la habitación del motel. Varias sombras se proyectaron sobre la superficie del agua, y me llegó la voz de un soldado, que dijo:

—No es más que otro pasadizo.

Uno de los militares se coló por el orificio, pero el agua lo cubrió casi hasta las caderas. Se quedó quieto y escudriñó la penumbra, intentando calcular a qué distancia estábamos.

—Deprisa —murmuré.

El soldado se encontraba más o menos a diez metros. Yo luchaba por levantar los pies, pero me dolían las piernas a causa del esfuerzo. Cada paso era un suplicio, sobre todo porque nos desplazábamos a contracorriente.

Seguimos como pudimos. El grupo avanzaba y a veces se detenía; yo lo seguía, atenta a Sarah, que iba más o menos cerca delante de mí chapoteando cada vez que intentaba dar un paso. De vez en cuando Beatrice se interesaba por ella, para asegurarse de que seguía en la brecha. Yo inspiraba honda y lentamente, pero nada logró apaciguar el frío ni la sensación enfermiza y de pánico que experimenté cuando el agua me llegó a las costillas.

El soldado ya no estaba detrás de nosotras. Tuve la impresión de que se había quedado al comienzo del túnel, había emprendido el regreso y trepado por el agujero, hasta desaparecer en la habitación.

«No aflojes —me dije al ver que me quedaba sin energías y que mis piernas perdían sensibilidad a causa del frío—. Sigue avanzando».

El agua subió cada vez más rápido, nos cubrió el pecho y reparé en que las jóvenes que iban delante luchaban por mantenerse a flote.

—Aquí termina —oí decir a Clara—. Es allá…, falta muy poco.

El túnel se ensanchó y, en algunos tramos, llegó a tener casi dos metros de lado a lado. La pared de cemento me arañó la piel, y tuve que apoyar la mano en la pared para no perder el equilibrio.

No sabía en qué lugar exacto estaba Clara, pero supuse que se hallaría un poco más adelante, después de un recodo. Cuando el agua me llegó a los hombros, hice un gran esfuerzo para conservar las botas. Mi empapada ropa me pesaba tanto que, más que moverme, me arrastraba.

—Tendremos que nadar —informé procurando mantener la barbilla por encima del agua. Tuve la sensación de que Sarah se había rezagado y estaba detrás de mí. Como pataleaba presa del frenesí, extendí una mano y la impulsé hacia delante, hacia el final del túnel, diciéndole—: Inhala todo el aire que puedas y, después, nos sumergiremos. Utiliza los brazos así…, ya verás qué fácil es.

La cogí de la muñeca y le metí el brazo en el agua, imitando la sencilla brazada que Caleb me había enseñado hacía unos meses.

La luz se filtró desde arriba de donde nos hallábamos. Apenas veía flotar a Beatrice, que fue arrastrada por un repentino oleaje; cuando ella llegó a la boca del túnel, acababan de izar por el orificio a otra de las chicas.

Respiré hondo, esperé a que Sarah hiciese lo mismo y ambas nos zambullimos. Ella me apretó firmemente la mano y yo pataleé con todas mis fuerzas y, nadando, la arrastré para llegar al final del túnel, cuyas irregulares paredes me despellejaron un hombro. Un torbellino de aguas impetuosas me rodeó.

Abrí los ojos: el agua estaba turbia. Ante mi cara se elevó una sucesión de burbujas, y una luz pálida se extendió en círculo por encima de nosotras; de ese modo nos percatamos de que habíamos llegado al final del túnel. Al arribar, intenté ponerme de pie, pero el agua me cubrió la cabeza, y me pareció que la salida estaba fuera de mi alcance. Volví a sumergirme e izé a Sarah con las manos.

Oí entonces unas voces apagadas y graves que procedían de algún punto de la superficie, a la manera de una canción lejana.

Di una patada en el fondo, salí a flote y, tomando aire, ascendí. Las chicas estaban apiñadas en un pequeño cuarto de almacenamiento. Arrojé las botas al suelo del cuarto y me aferré al irregular borde del orificio del túnel. Clara me cogió de las axilas y me subió hasta la habitación. En la entrada había una rejilla metálica medio cerrada que impedía la irrupción de la lluvia. La solitaria mochila tirada en un rincón estaba llena a reventar de provisiones y varias hojas de cartón flotaban en un palmo de agua.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó la joven de las trenzas negras, que había cruzado los brazos sobre el pecho e intentaba entrar en calor. Tenía los labios de un extraño tono amoratado.

Miré por la rejilla y estudié la zona que bordeaba la muralla. La ciudad parecía estar más o menos a un kilómetro y los edificios, cuyas siluetas aparecían perfiladas con luces de colores, se alzaban por encima de la muralla.

—Aquí no podemos quedarnos —concluí—. Pronto comenzarán a buscarnos extramuros.

—Quiero regresar —declaró la muchacha pecosa—. ¿Por qué se nos ocurrió dejar la ciudad?

—Porque en la ciudad ya no estáis a salvo —contestó Beatrice, y estrujó el jersey de Sarah hasta convertirlo en un compacto rollo azul—. Te explicaremos más cosas cuando estemos lejos de aquí.

Me puse las chorreantes botas y subí la cremallera.

—Tenemos que irnos —dije, contundente.

Eché a andar por la calle para alejarme de la muralla de la ciudad y la lluvia volvió a acribillarme. Una vez estuve fuera descubrí en qué lugares habían estallado las bombas durante el asedio, ya que las piedras estaban ennegrecidas y chamuscadas. Clara hizo salir a las chicas detrás de mí y me siguieron a pesar del frío.

Pasamos por delante de una hilera tras otra de contenedores de almacenamiento, la mayoría de los cuales tenían cerradas las rejillas metálicas para evitar que la lluvia se colara dentro. En uno de los contenedores había desparramados varios juguetes de plástico; una muñeca flotaba boca abajo en los dos dedos de agua que caían del bordillo. Me hubiera gustado saber si la inundación había perjudicado mucho la ciudad, donde casi nunca llovía, y deduje que, dado que la mayoría de los túneles de drenaje estaban tapados, el agua acumulada probablemente tardaría días en descender.

Cruzamos un aparcamiento y trepamos por una cuesta de poca altura; la calzada ascendía en dirección a un grupo de tiendas abandonadas. Estábamos a mitad de la calle cuando me volví y contemplé el punto del horizonte donde se encontraba la puerta sur. Más abajo, a lo lejos, dos todoterrenos salpicaron barro al detenerse junto a la muralla.

Mientras caminábamos, la lluvia cayó en cascada por la cuesta y la calzada acabó cubierta por una delgada y ondulante capa de agua. Al mirar hacia atrás, se hizo patente que uno de los todoterrenos se había atascado en el barro. Los soldados se apearon y comenzaron a peinar el barrio a pie, pero iban en la dirección equivocada. Seguí adelante, cada paso se tornó más ligero y la levedad me embargó. Habíamos salido de la ciudad. Ya no podrían atraparnos.