Temía mover a Moss, pues me preocupaba causarle todavía más daño. La herida de la espalda apenas le sangraba, pero tenía los labios muy blancos y se le había hinchado el pecho, como si estuviese inspirando prolongada e ininterrumpidamente. Le quité la corbata y desabroché los botones superiores de su camisa para que respirara mejor. Abrió y cerró sin cesar la boca, cada vez más despacio, igual que un pez fuera del agua.
La situación se tornó surrealista, como si fuese una rara escena de la que yo era testigo, pero en la cual no participaba. Intenté practicarle el boca a boca, como había visto que lo hacían en el colegio aquella vez que una de las chicas sufrió un ataque de convulsiones. Nada dio resultado. La bala le había dado de lleno y lo había destrozado.
Cuando llegamos a la planta baja de la torre, Moss ya había muerto. Sabía que tenía que irme, pero me resultaba imposible dejar de presionar la muñeca de aquel hombre, como si así pudiera devolverle el pulso. Las palmas de las manos se le habían quedado húmedas y frías, los ojos abiertos y las extremidades, rígidas e inmóviles. Cuando por fin salí del ascensor, esperé a que las puertas se cerrasen; su cuerpo quedó dentro.
Caminé cabizbaja junto a la fila de soldados de la entrada. Los trabajadores del Palace seguían pegados a los cristales, atentos a la ejecución de los últimos prisioneros. Me tapé las manos con el jersey para ocultar la sangre que me las había manchado. Disponía, como mucho, de unos minutos antes de que diesen la voz de alerta, y antes de que el teniente Stark llegara a la base de la torre y registrase la calle principal.
Serpenteé por la larga calzada de acceso al Palace y me encaminé hacia el sur hasta llegar a la calle. Imaginé qué habría pasado si, al salir de la suite de mi padre, hubiéramos torcido a la derecha en lugar de a la izquierda, o si hubiese sido yo la primera en llegar a las puertas del ascensor. ¿Qué supondría para la ruta la pérdida de Moss, qué harían ahora que…?
—¡Eve, Eve…, espera! —gritó una voz conocida—. Hace rato que te llamo. ¿Por qué no me hacías caso? —Pegué un respingo cuando Clara me aferró la muñeca. Tenía la cara bañada en lágrimas y la punta de la nariz le había adquirido un tono rosáceo—. Te marchas, ¿no?
Mirando detrás de mí, reparó en que la muchedumbre se dispersaba en dirección a Afueras. El cielo era de un gris sofocante; tronaba y relampagueaba.
—He de irme. Me persiguen —respondí.
Me pasé las manos por las mejillas: yo también estaba llorando. Estreché la mano de mi prima, notando el calor de la mía, di media vuelta y reanudé la caminata hacia el sur por la calle principal.
Me interné entre el gentío. Di un vistazo a las fuentes del hotel Bellagio, a las dos mujeres que iban cogidas de la mano delante de mí y al hombre que sujetaba la gorra contra el pecho, pegada al corazón.
Había superado la torre del Cosmopolitan cuando Clara me alcanzó. Respiró más despacio al tiempo que acompasaba sus pasos con los míos.
—Me voy contigo —declaró.
Miré hacia atrás: no había soldados. A todo esto, el cielo se estremeció a causa de los truenos y los nubarrones soltaron las primeras gotas de lluvia. Delante de nosotras, la gente se tapaba la cabeza con las chaquetas para resguardarse del aguacero que estaba a punto de caer, y yo me eché el pelo sobre la cara para ocultarme del soldado que se hallaba al este, tras las vallas metálicas.
—El asedio ha sido sofocado —informé a Clara—, de modo que nadie te hará daño. No es necesario que vengas conmigo, puedes…
—No viviré aquí —me interrumpió—; al menos en estas condiciones, no.
Se giró para mirar hacia el Palace, donde aún seguía en pie la tarima de madera para las ejecuciones, de la que estaban bajando dos cadáveres que todavía pendían de las sogas.
—No debes acompañarme. Saben lo que he hecho. Si te encuentran conmigo, también te matarán.
Apreté el paso, torcí a la derecha y crucé la calle principal, en la que cada vez había menos gente. El túnel estaba, como máximo, a tres kilómetros. Por mucho que sorteara algunos lugares de Afueras para evitar los tramos de carretera, seguramente no conseguiría salir de la ciudad en menos de una hora.
—¿Qué otra salida me queda? —preguntó Clara, y siguió caminando sin quitarme ojo de encima—. ¿Quedarme en la Ciudad de Arena? ¿Esperar a que lancen un nuevo ataque, o aguardar a que me comuniquen que te han encontrado? Eve, no puedes irte sola.
Esa frase parecía albergar una pregunta: quería saber si yo creía que ella iba a permitirlo. Recosté la cara en su cuello y la abracé unos segundos antes de apartarme.
—El túnel está en el sur —susurré.
La conduje por un callejón estrecho, donde las antiguas tiendas seguían tapiadas y las paredes estaban cubiertas de pintadas. CIUDAD LIBRE YA, habían escrito con pintura roja. Sin Moss era imposible saber si el túnel era accesible, o si los rebeldes que seguían vivos lo usaban como vía de escape. Pero ¿acaso teníamos otra opción?
Me tapé la cara con una mano e intenté respirar por la boca para evitar los olores que emanaban de la carretera. Detrás de nosotras, un cadáver yacía entre las cenizas y las ruinas; una delgada chaqueta de plástico se le adhería al esqueleto.
Continuamos nuestro camino. Poco después, el ruido del motor de un todoterreno hendió el aire; los neumáticos levantaron tierra y arena cuando el vehículo pasó a nuestro lado como una exhalación. La lluvia caía con ímpetu. Algunos residentes de Afueras se guarecieron en los umbrales o bajo los salientes de los edificios, mientras que un grupo se dispersó por un aparcamiento y se refugió en la vacía carrocería de los coches a la espera de que la tormenta amainase.
Mantuve el maletín pegado a mi cuerpo y la cabeza gacha. Cuando me volví para controlar otro todoterreno que se perdió en Afueras, caí en la cuenta de que el hospital estaba a menos de cien metros.
—¿Qué te pasa? —preguntó Clara, quien, protegiéndose la cara de la lluvia, apretó el paso para guarecerse y me dejó en el borde de la carretera.
Me fue del todo imposible apartar la mirada del edificio. Sofocado el asedio, retirarían a las chicas de la ciudad y las devolverían a los colegios. Podrían pasar años hasta que las liberasen, en el supuesto de que alguna vez ocurriera semejante cosa. ¿Cuántas de ellas serían trasladadas? Ésta era la única posibilidad que tenían de abandonar la ciudad. Si lograba entrar, no conseguiría llevarme más que a un puñado de jóvenes, pero decidí que no podía abandonarlas sin intentarlo.
—Espera ahí —grité a Clara—. El túnel está a menos de dos manzanas de distancia; se encuentra en un motel en el que figura el número ocho.
Solté el maletín y le señalé la marquesina de una tienda de comestibles abandonada. Mi prima me preguntó qué tenía que esperar, pero yo ya me dirigía hacia el hospital, y la torrencial lluvia absorbió su voz.
Dos soldados montaban guardia en la entrada. Me acerqué sigilosamente por la parte de atrás y reparé en una mujer mayor que estaba junto a una puerta lateral. Nuestras miradas se cruzaron. La mujer me hizo señas. Cuando estuve a pocos metros de ella, reparé en la mecha roja de su melena: era la misma persona que Moss había mencionado.
—Todo el mundo sabe lo que usted ha hecho —explicó acercándoseme un poco. Controlaba cuanto ocurría alrededor y, en especial, a mis espaldas, puesto que los arbustos apenas nos ocultaban de los vehículos que rodaban por la carretera—. Han saltado todas las alarmas. Dispone de diez minutos, como máximo de quince, antes de que lleguen. Han enviado todoterrenos desde el norte de la muralla. Tiene que irse inmediatamente.
Me pegué a la pared del edificio para protegerme de la lluvia que me acribillaba. Me lavé la sangre de los dedos, y el agua se me acumuló en las palmas de las manos hasta que se desbordó y cayó por los lados.
—Necesito que me ayudes a entrar. Te lo ruego…, será muy rápido.
—En esta planta hay muchas muchachas. ¿Qué se propone?
—Por favor, ya no me queda tiempo —la apremié.
La mujer de la mecha roja no respondió, pero abrió la puerta; se la veía atemorizada.
—Es todo cuanto haré —precisó—. Lo lamento. No diré que ha estado aquí, pero no la ayudaré en nada más.
Retrocedió, se alejó de mí y desapareció por aquel lateral del edificio.
Mantuve la puerta abierta con ayuda de una piedra. El largo pasillo estaba vacío. En una de las habitaciones, varias chicas conversaban sobre las explosiones que habían oído, preguntándose qué había pasado y a qué se debían. Sentadas bajo un enorme calendario, en el que se leía «Enero 2025», dos personas hablaban con las cabezas muy juntas. Reconocí a Beatrice cuando se giró al oír mis pisadas.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó, y se me aproximó. Sarah, que tenía los ojos hinchados, la siguió—. ¿Es verdad lo que dicen? ¿Es cierto que devolverán a las niñas a los colegios?
—Debemos reunir tantas chicas como podamos —expliqué, y eché una ojeada a la habitación. Varias muchachas estaban sentadas con las piernas cruzadas y leían viejas revistas—. Existe un camino que es posible tomar para salir de la ciudad. Pídeles que cojan toda la ropa de abrigo y las provisiones que puedan. ¿Cuántas chicas hay en esta sala?
—Solo somos nueve —intervino Sarah—. Las demás están allá —precisó señalando las cerradas puertas de doble hoja que había detrás de ella.
Entré en la habitación contigua sin esperar a que Beatrice opinara. En una cama había cuatro muchachas que leían uno de los ajados volúmenes de la serie titulada Harry Potter. Todas alzaron la vista: mis ropas estaban empapadas y el cabello se me había pegado al rostro y al cuello, formando gruesos bucles. Repentinamente, no supe muy bien qué decir, ni cómo convencerlas de que me acompañasen y se alejaran de cuanto les era conocido.
—Es preciso que recojáis vuestras cosas y forméis una fila junto a la salida. Aquí ya no estáis seguras. Lleváoslo todo; espero que lo tengáis todo listo para partir en dos minutos, ni uno más.
Una chica rubia y pecosa entornó los ojos y me preguntó:
—¿Quién eres? ¿Los guardias saben que estás aquí?
—No, no lo saben, y tú no dirás nada. —Abrí con violencia un cajón, lo vacié sobre la cama y lancé a la muchacha una bolsa de lona—. Soy Genevieve, la hija del rey. Debemos marcharnos de la ciudad esta misma noche, antes de que resulte imposible.
La pecosa cogió del brazo a una compañera y le impidió moverse.
—¿Por qué tenemos que abandonar la ciudad? Han dicho que muy pronto nos devolverán a los colegios. Afirman que ahora sí estamos a salvo.
—Pues te han mentido —puntualicé. La muchacha que se encontraba detrás de ella cambió de posición, pasando el peso del cuerpo de un pie al otro—. Las universidades laborales no existen. Después de la graduación, las chicas de los colegios…, muchachas como vosotras y como mis amigas, son fecundadas y pasan años dando a luz en el edificio que ya conocéis; las retienen contra su voluntad. El rey intenta que la población aumente cueste lo que cueste.
—Estás mintiendo —intervino una niña que lucía una larga trenza.
Las demás no se mostraron tan seguras.
—¿Habéis vuelto a ver a las chicas que se graduaron antes que vosotras? ¿Han regresado y os han contado cómo les va en la ciudad? —Hice una pausa—. ¿Y si no miento? ¿Qué haréis cuando estéis nuevamente en el colegio y lleguéis a la conclusión de que yo tenía razón? ¿Qué haréis entonces?
Una muchacha, de trenzas negras y finas, se puso de pie y, poco a poco, buscó cosas en la caja que guardaba debajo del catre.
—Vamos, Bette —aconsejó—. ¿Y si está en lo cierto? ¿Qué motivos tendría la princesa para mentirnos?
No podía dedicar más tiempo a convencerlas. Salí al pasillo mientras algunas chicas comenzaban a recoger sus cosas, hablando en voz baja. Cuatro muchachas de la habitación contigua estaban ya en el corredor, aferradas a las mochilas que habían traído consigo. No sabían cómo reaccionar; algunas estaban al borde de las lágrimas y otras reían, como si yo estuviese a punto de acompañarlas a una excursión. Beatrice había cogido a Sarah del brazo y, situándose delante de la puerta, vigilaba el pasillo que quedaba a mis espaldas.
—Ocúpate de que crucen hasta la tienda de comestibles abandonada que hay en la acera de enfrente —le pedí—. Clara está ahí.
Beatrice se asomó por la puerta y escrutó la estrecha calle que discurría junto al hospital. Al acumularse en los resquebrajados bordillos, el agua se había desbordado y había formado grandes charcos fangosos. El único sonido perceptible era el de las gotas de lluvia al golpear el lateral del edificio de piedra.
—Y después, ¿qué? —inquirió Beatrice.
—Llevaré a las restantes muchachas en cuanto estén listas.
Al mismo tiempo que ella se ponía en marcha, me giré hacia el pasillo donde se iniciaba el primero y largo tramo de peldaños de la escalera. Las chicas de mi colegio estaban varias plantas más arriba, a la espera de que las devolviesen al edificio del otro lado del lago. Me dije que, por lo menos, tenía que intentarlo: se lo debía.
—Rápido, rápido —dije a las muchachas que esperaban en el corredor.
Varias chicas más salieron de la habitación; encima de los vestidos se habían puesto gruesos jerséis. Salieron tras los pasos de Beatrice. Y cuando me giré hacia la escalera, oí el golpeteo veloz y regular de unas botas al descender los peldaños: dos pisos más arriba, una soldado se asomó por la barandilla y, al verme, se puso en tensión a la vez que desenfundaba la pistola.
Recorrí el pasillo, cerré la puerta que daba al hueco de la escalera y coloqué contra ella un oxidado carrito de metal para que sirviera de cuña y dificultase la apertura.
—¡Vamos! —grité con todas mis fuerzas, e indiqué a las chicas que siguieran a Beatrice—. ¡Hemos de irnos ahora mismo! —Junto a la puerta había cinco muchachas—. Tenéis que confiar en mí —chillé, y corrí tras ellas.
Paulatinamente, las jóvenes salieron y se toparon con la lluvia. Echaron a correr sosteniendo las mochilas sobre la cabeza. Las seguí y las apremié para que apretasen el paso y zigzaguearan por el callejón que desembocaba en la tienda abandonada, donde Beatrice y las demás esperaban, apenas visibles bajo la resquebrajada marquesina.
Chapoteé con el agua hasta los tobillos y dejé que la lluvia me empapase otra vez. Al mirar atrás, comprobé que la soldado salía por un lado del edificio y que, acompañada por dos hombres, iniciaba nuestra persecución. En cuanto llegué a la tienda, di un salto hacia ella sin hacer el menor caso de los todoterrenos que circulaban a todo gas hacia el sur, hacia nosotras, iluminando la oscuridad con los faros.