Otro todoterreno se acercó. El gentío se desplazó para darle paso, lo que me permitió ver que el vehículo transportaba tres prisioneros a los que no reconocí. A medida que transcurrían los minutos y los soldados descolgaban los cadáveres de Jo y Curtis y los depositaban en un camión de plataforma, parte de la muchedumbre se dispersó y regresó a la calle principal. La mujer que estaba a mi lado se tapó con las manos las ruborizadas mejillas.
—¿Qué estamos haciendo? —preguntó al hombre que la acompañaba antes de que fueran empujados y, rápidamente, rodeados por los presentes.
Unas cuantas personas se quedaron donde estaban, en silencio, a la espera de ver las siguientes ejecuciones. Me aproximé a la tarima hasta llegar junto a la valla metálica; aferré los barrotes e, impulsándome en el inferior, salté. Charles me dijo algo a gritos, pero no le hice el menor caso y eché a correr hacia la parte trasera de la tarima, donde dos soldados montaban guardia. Se tapaban la cara con grandes pañuelos de color verde, que casi les cubrían los ojos. Estaban ligeramente de espaldas a mí y vigilaban los todoterrenos aparcados allí detrás, por lo que no me vieron llegar. Sin pensar en lo que hacía, me acerqué hacia uno de aquellos hombres y le arranqué el pañuelo, de manera que su cara quedó al descubierto.
—¡Sois un hato de cobardes! —chillé—. ¡Quiero saber quién lo ha hecho! ¡Mostradme quiénes sois!
El soldado, que no debía de tener más de diecisiete años, se tapó rápidamente. Mirando a la azorada multitud que había detrás de mí, hizo cábalas acerca de cuánta gente le habría visto el rostro.
Dos soldados prepararon las armas y me apuntaron antes de que Charles saltase la valla y se acercara gritando:
—¡Es la princesa! No pretendía hacer daño. Ha sufrido una conmoción.
—Es evidente que lo he hecho a propósito. No tienes derecho a decir eso, no deberías…
—Sacadla de aquí —ordenó un soldado más veterano, que todavía me enfocaba desde la mira del fusil—. Lleváosla ahora mismo.
Charles me agarró del brazo y me empujó hacia el Palace.
—¿Te has vuelto totalmente loca? —me recriminó cuando por fin nos alejamos de la tarima—. Puedes considerarte afortunada porque no te dispararan. ¿Qué demonios te ha pasado por la cabeza?
Continuaba aferrándome firmemente del brazo cuando iniciamos el ascenso de la larga calzada de acceso, y no me lo soltó al traspasar las puertas de cristal ni al cruzar el vestíbulo. El gentío quedaba atrás.
—Tendrás que hablar con tu padre sobre este asunto —sentenció.
—¿Quién crees que dio la orden?
Me enjugué las lágrimas e hice un esfuerzo por no pensar en la hinchazón de la cara de Jo, ni en los moretones, ni en los ojos inyectados en sangre que le habían quedado abiertos. ¿Cómo los habían encontrado? Puesto que Moss no estaba con ellos, ¿dónde se había metido?
Charles pulsó el botón del ascensor. Me percaté de su preocupación mientras seguía sujetándome del brazo, ya que la mano le temblaba ligeramente. Lo único que me vino al pensamiento fueron el cuchillo y la radio escondidos entre los libros de la estantería. Tenía que largarme inmediatamente, ese mismo día, con el consentimiento de Moss o sin él.
—¡Por todos los dioses! —exclamó mi marido en cuanto entramos en el ascensor. La puerta se cerró y quedamos encerrados en la fría celda de acero—. Los conocías, ¿no es así?
Se agachó e intentó mirarme a la cara. Fui incapaz de pronunciar una sola palabra. Tenía en la mente la imagen de Curtis aquella noche en el motel, su expresión relajada y sus labios, que dibujaron una semisonrisa mientras estudiaba los croquis de los túneles de prevención de inundaciones. Fue la ocasión en la que me pareció más feliz que nunca.
—No puedo hablar de esto —repuse por fin, y estudié mi imagen en el pequeño espejo curvo que colgaba de una de las esquinas superiores del ascensor—. No puedo.
Me metí las manos en los bolsillos con el propósito de calmar mi nerviosismo.
—Te prometo que no estás sola en este asunto. Puedo ayudarte. —Charles extendió la mano y yo puse la mía encima, permitiendo que la estrechase, de tal manera que mis dedos recuperaron lentamente el calor—. Genevieve, estoy a tu lado para lo que necesites.
Me habría gustado creerle y confiar en él, pero había vuelto a equivocarse con el nombre: «Genevieve». Ése era el motivo por el que estaba sola, una de las muchas razones que él no alcanzaba a comprender. A veces me llamaba así y adoptaba el mismo lenguaje que mi padre, los mismos intentos protocolarios y soberbios de compartir la intimidad. Una vez sofocado el asedio, la ciudad volvía a estar bajo el control del rey, de modo que Charles no podía ayudarme. El pobre ni siquiera sabía quién era realmente yo.
Momentáneamente, se me ocurrió que me habría gustado explicárselo y observar su expresión cuando le revelase que había intentado asesinar a mi progenitor. También me habría gustado decirle que los croquis que había echado en falta la tarde en que registró los cajones habían sido robados y entregados a los rebeldes, que Reginald, el jefe de Prensa del monarca, había sido mi único confidente fiel entre las paredes del Palace, que todos los días el periódico publicaba mensajes cifrados como aquel que una mañana, sin saberlo, él mismo me había leído en voz alta… ¿Qué diría y cómo reaccionaría si le comunicaba que estaba decidida a irme, sola y, probablemente, para siempre?
Las puertas del ascensor se abrieron, aparté la mano de la suya y salí al pasillo.
—Si de verdad quieres ayudarme, déjame en paz, aunque solo sea durante la mañana, durante un rato.
Se quedó inmóvil, sujetando la puerta del ascensor y viendo cómo me alejaba.
Entré en nuestra habitación, busqué uno de los maletines de piel de Charles y metí los papeles que contenía en uno de los cajones inferiores del escritorio. Actué deprisa: retiré de la cómoda varios jerséis y calcetines, optando por los gruesos de lana que él se ponía con los mocasines; guardé también la radio en el maletín y me colgué el cuchillo del cinturón, para tenerlo al alcance de la mano; recogí el fajo de cartas de la mesilla de noche y registré cada cajón por última vez en busca de la foto de mi madre, que había desaparecido después de las primeras semanas en el Palace, pero nunca cesé en mi empeño de recuperarla. Seguramente, estaría debajo de unos papeles o se habría caído por el hueco posterior de los cajones. Pero no disponía de tiempo para seguir buscándola. Entré rápidamente en el cuarto de baño y trepé al borde de la bañera: la camiseta de Caleb seguía allí, tras la rejilla. Una vez que estuvo todo cuanto necesitaba en el maletín, lo cerré y salí.
Antes de abandonar el Palace pasé por la cocina: estaba desierta, pues los trabajadores seguían apostados junto a las ventanas del salón; las alacenas se hallaban medio llenas porque los víveres se agotaban después de tantos días sin reparto. Registré armarios y cajones y seleccioné varias bolsas de higos y manzanas deshidratadas, así como la delgada carne de cerdo en salazón que prensaban en hojas de papel. En las últimas semanas había sido incapaz de probarla, pero la escogí porque sabía que me resultaría útil. Abrí el grifo, llené tres botellas con agua y las guardé. Cuando salí nuevamente al pasillo, me topé con dos soldados apostados junto al ascensor, cuyas miradas fueron alternativamente de mí a mi maletín.
Caminé hacia ellos y les planté cara.
—Enseguida vuelvo —dije, y accioné el botón para llamar al ascensor—. Prometí a mi esposo que le dejaría el maletín en el despacho; me pidió unos papeles que se había dejado en nuestra habitación. —Señalé las puertas metálicas y aguardé a que se hiciesen a un lado y me dejaran pasar. No se movieron. El de más edad, un hombre de dientes mellados, cambió de posición y bloqueó las puertas.
—Su padre necesita hablar con usted —me informó el más joven, sujetándome por la muñeca.
Ya había visto antes a ese hombre haciendo guardia al final del pasillo. Siempre lucía una barba incipiente, pues tenía la piel tan blanca que se le notaban los oscuros pelillos subcutáneos.
—Antes debo bajar —insistí, y me solté—. Hablaré con él cuando cumpla mi recado.
Pero el otro soldado me cogió del brazo, aferrándomelo a la altura del bíceps; aguardé a que me soltara pero, por el contrario, me obligó a retroceder en dirección a la suite de mi padre.
—El rey no puede esperar —puntualizó.
Palpé el cuchillo que llevaba colgado del cinturón, adherido firmemente al muslo. Pero como un soldado me agarraba del brazo derecho y el otro por la izquierda, yo no tenía espacio para maniobrar. Me condujeron por el pasillo hasta la estancia del rey. Cuando nos acercábamos a la puerta, oí la voz de Charles, que hablaba atropelladamente.
—No lo sé —concluyó justo cuando entramos—. De todas maneras, no creo que sea cierto.
El soldado con el que mi marido conversaba se dio la vuelta. Se trataba del teniente Stark. Mi padre se había levantado, y me pareció que estaba muy recuperado. En la estancia se encontraba otro hombre, de espaldas a mí y maniatado con bridas de plástico; por el pelo corto y canoso y el anillo de oro mate que llevaba supe que era Moss.
—Genevieve, estamos intentando esclarecer la cuestión —explicó el teniente—. ¿Fue usted quien introdujo el extracto tóxico en la medicación de su padre, o lo hizo Reginald?
Moss se giró hacia mí y clavó sus oscuros ojos en los míos, pero no hallé nada descifrable en su expresión: ni miedo, ni confusión, absolutamente nada.
—Ya les he dicho que no sé de qué hablan —explicó Charles entrecerrando los ojos, como si le costara reconocerme.
Traté de recuperar la compostura y de dar a mi rostro un aspecto que inspirase confianza.
—¿Por qué haría Reginald semejante disparate?
Mi padre miró de soslayo al teniente antes de afirmar:
—Mentir no tiene sentido. Uno de los rebeldes lo ha delatado. Lo único pendiente es averiguar cómo llegó el veneno a mis medicinas, sobre todo si tenemos en cuenta que hace meses que este hombre no entra en mi suite. El día que estuviste aquí, el mismo en el que nos enteramos de que estabas embarazada… Quiero saber si fue entonces cuando lo hiciste.
—Aquel día apenas me tenía en pie; nunca me había sentido tan mal…
Al escuchar esa respuesta, mi padre estalló y las venas del cuello se le hincharon cuando gritó:
—¡Ya no puedes engañarme! ¡No lo permitiré! ¡Estás muy equivocada si crees que eres inmune porque estás preñada!
—¿Inmune a qué? ¿Inmune a ser asesinada como los rebeldes? ¿Inmune a ser liquidada como todos los que no están de acuerdo contigo?
El rey le hizo un gesto con la cabeza al teniente y, luego, de la misma forma señaló a Moss. Stark lo agarró del brazo y lo obligó a darse la vuelta y, en cuanto a mí, los soldados me retorcieron la muñeca izquierda que me mantenían sujeta a la espalda.
—Las cosas no tienen por qué ser así —intervino Charles, que se adelantó tratando de interponerse ante la puerta—. Estoy convencido de que es un malentendido. ¿Por qué razón Genevieve tendría algo que ver con todo esto? ¿Dónde pensáis trasladarlos?
En lugar de responderle, el monarca se dirigió a la ventana. El gentío se había congregado en la calle. Moss me miró de reojo y me pregunté si, por alguna razón, en las reuniones que habíamos mantenido en la tranquilidad del salón, había presentido lo que estaba ocurriendo, si había intuido que avanzábamos irremediablemente hacia ese instante. ¿Cabía la posibilidad de que hubiese sabido que estaríamos allí, juntos, y que su futuro se vería tan enlazado con el mío?
Saqué el cuchillo sin darles tiempo a que me sujetasen la otra muñeca, y tardaron unos segundos en hacerse cargo de lo que pasaba. Moss no titubeó. Echó todo el peso del cuerpo hacia atrás y estampó al teniente Stark contra las puertas del armario situado detrás de él. Me llegó el sonido hueco producido por el golpe y la respiración entrecortada del militar a medida que recobraba el aliento.
Moss corrió hacia mí, teniendo las manos aún atadas con las bridas de plástico, e hizo perder el equilibrio a uno de los soldados. Yo retrocedí lanzando cuchilladas contra el otro soldado. Cuando éste se dobló por la cintura y la sangre se le acumuló en la palma de la mano, Moss y yo salimos de la suite.
En el pasillo no había nadie. Corté las ataduras de Moss, que sacudió las manos a fin de recuperar la circulación, y caminamos hacia el extremo del corredor, rumbo a la escalera que había después del recodo.
—Allí montan guardia, como mínimo, dos soldados —le informé.
Mi compañero titubeó ligeramente cuando echamos a correr hacia los ascensores. Pero entonces la puerta de la suite de mi padre se abrió, y el teniente Stark se plantó ante ella en la otra punta del pasillo. Entreví la pistola antes que Moss, que se había lanzado para presionar el botón del ascensor, sin molestarse en mirar atrás. El disparo lo alcanzó en la espalda, entre los omóplatos; trastabilló y se dobló sobre sí mismo, pero se apoyó de lado en la pared, intentando aguantarse de pie.
El teniente volvió a levantar la pistola en el preciso momento en que se abrían las puertas del ascensor. Cogí a Moss por las axilas y, aunque pesaba mucho, lo arrastré hasta el interior del elevador. Cuando alcé la cabeza, distinguí a Charles, que había aferrado al teniente por la camisa y trataba de desviarle el brazo que empuñaba el arma. La pistola se disparó y la bala rebotó en la pared, al lado del ascensor, y se incrustó en la caja de metal. Lo último que observé fue el demudado rostro de mi marido que luchaba con Stark para hacerse con el arma.