Ala mañana siguiente permanecí largo rato en la cama, con los ojos cerrados, y me dediqué a escuchar el silencio; todo el cuerpo me pesaba a causa del agotamiento. Inspiré e intenté normalizar mi respiración, como tantas veces había hecho a lo largo de las últimas semanas. Tardé unos segundos en comprender a qué se debía esa reacción: las náuseas habían vuelto, y de nuevo me invadía una sensación desagradable y vertiginosa. Bajé entonces la mano hasta mi terso vientre, hasta la redondez apenas intuida y tapada por el camisón.
Sonreí y me permití esa alegría sencilla y fugaz. Todo iba bien: la niña seguía en mi vientre, conmigo. Yo no estaba sola.
Desde el pasillo me llegó el débil sonido metálico de los cacharros que el cocinero utilizaba para preparar el desayuno. Por lo demás, en mi dormitorio reinaba la tranquilidad. Los disparos habían cesado. No se habían producido más explosiones en Afueras, sino que solamente se percibía el runrún de los todoterrenos oficiales o un bocinazo cada vez que uno de esos vehículos avanzaba a toda velocidad hacia el Palace. Continué tumbada y echa un ovillo con la esperanza de evitar las náuseas.
—¿Estás dormida? —susurró Charles desde algún punto de la habitación.
A veces hacía esas cosas; para él eran de lo más normales. Después de apagar las luces y quedar sumidos en la oscuridad, solía preguntarme si estaba dormida. En caso de estarlo, ¿cómo iba a responderle?
Me acomodé de lado y lo vi junto a la ventana. No había demasiada luz porque estaba nublado. Él sujetaba un trozo de cortina y lo acariciaba con el pulgar.
—¿Qué ocurre? —quise saber.
Charles ya se había vestido, aunque la corbata sin anudar le colgaba del cuello.
—Algo está pasando —contestó sin girarse. Se inclinó un poco para mirar por la ventana, y la cara le quedó a tres centímetros del cristal.
—Todo ha terminado, ¿no? —inquirí—. En algún momento de esta mañana ha cesado el fuego de artillería.
Él negó con la cabeza. Tenía un aspecto raro y fruncía el entrecejo, como si quisiera descifrar algo.
—Yo diría que está empezando —murmuró, pero se le quebró la voz.
Me acerqué a la ventana y contemplé la ciudad: la gente se había disgregado por la calle principal y se apretujaba entre los edificios, tal como hacía durante los desfiles. Pero no ondeaban banderas, ni se oían vítores ni arengas que a nuestra planta hubieran llegado como el zumbido de unas interferencias. Por el contrario, los ciudadanos se habían congregado ante la fachada del Palace, justo superadas las fuentes, y apenas se movían a medida que el sol transmitía su calor.
—¿Qué hacen? —pregunté—. ¿Qué está pasando?
—Están esperando —contestó Charles—. Ciertamente, no sé a qué esperan.
Señaló el extremo norte de la calle, desde el cual un todoterreno se abrió paso en medio de la muchedumbre; la gente se apartó para cederle el paso y enseguida volvió a juntarse. En la entrada del Palace habían montado una tarima baja y cuadrada que resultaba visible desde la altura a la que nos encontrábamos.
—¿No sabes nada de todo esto?
Mi esposo se llevó la mano a la sien, como si le doliese la cabeza, y respondió:
—He estado aquí toda la noche. ¿Cómo quieres que esté más informado que tú?
—Porque trabajas para mi padre —contesté rápidamente y, acercándome al armario, cogí un jersey y unos pantalones.
Él me siguió cuando crucé la habitación en dirección a la cómoda. Pasó un extremo de la corbata alrededor del otro, la anudó y se ajustó deprisa el nudo al cuello.
—Me encargo de las obras en construcción, pero no libro una batalla contra los rebeldes. Soy como las otras personas que viven en la ciudad y hago lo que puedo con lo que me ha tocado en suerte.
—Pues no es suficiente —le espeté.
Sabía perfectamente que él no tenía la culpa, pero estaba allí presente y era la única persona que tenía a mi alcance.
Entornó los ojos y se alejó de mí. Detestaba que lo pusiera en el bando del rey y lo considerase responsable de lo que este hacía. Pero lo cierto es que ahí estaba, ¿no? Si hubiese defendido la mejora de las condiciones en los campos de trabajo, como insistía en que había hecho, ¿por qué todo seguía prácticamente igual? ¿Por qué precisamente él no lo había impedido?
Me cambié con rapidez y me oculté de mi marido en el frío cuarto de baño. La calma exterior me causó pavor. Apenas eran las ocho de la mañana. Si se proponían hacer alguna declaración, mi padre o el teniente Stark lo habían programado antes del desayuno, antes de que los demás despertásemos.
Salí de la habitación rumbo al pasillo y caminé a lo largo de la sucesión de habitaciones. Al cabo de unos segundos, oí que se abrían unas puertas y el sonido de las pisadas de Charles, que estaba empeñado en seguirme. No me molesté en darme la vuelta cuando inquirí:
—¿Qué estás haciendo?
—Me gustaría preguntarte lo mismo.
—Quiero bajar para ver qué sucede.
Seguí andando y nuestros pasos sonaron acompasados hasta que, a grandes zancadas, me alcanzó. Se estaba anudando un poco más la corbata.
—Iré contigo.
Hacía frío en el pasillo y se me puso la carne de gallina. Alguien murmuraba al fondo del corredor, cerca de la suite de mi padre, voces muy tenues que salían del salón. No se veía por ningún lado a los soldados que, habitualmente, estaban apostados junto al ascensor y la escalera.
Entramos en el salón. Un grupo de personas se había reunido delante de la ventana: varios soldados y unos cuantos trabajadores de las cocinas del Palace. Una de las cocineras, que llevaba días en la torre a la espera de que acabase el asedio, había apoyado las manos en el cristal y tenía los ojos enrojecidos.
—¿Qué pasa? —quise saber—. ¿Qué está ocurriendo?
Los soldados apenas desviaron la mirada del ventanal. Me acerqué, me situé tras ellos e intenté indagar qué sucedía. En la calle, el todoterreno se había abierto paso entre los ciudadanos, y los soldados se habían agrupado alrededor cuando abrieron la puerta trasera. Me resultó imposible saber quién se apeaba pero, en cuanto abandonó el vehículo, la gente se desplazó de lugar y los gritos se entremezclaron. Un montón de personas se juntaron y enseguida se dispersaron, como un inmenso enjambre de moscas.
—Son los cabecillas rebeldes —dijo un soldado—. Los han cogido.
El pánico pudo conmigo y me notaba pulso.
—¿Quiénes son? ¿Dónde los han encontrado? —pregunté dirigiéndome a varios trabajadores del Palace. La cocinera, una mujer mayor que lucía una larga trenza canosa, se apoyó la barbilla en la mano y replicó:
—Me figuro que en algún rincón de Afueras.
Marcus, uno de los camareros del comedor, apretó los labios hasta formar una línea recta; tenía los ojos inyectados en sangre y las mejillas hundidas.
—Pobres desgraciados —comentó.
—No se puede decir que sean inocentes, ¿no crees? —le espetó un soldado—. ¿Sabes cuántas personas han muerto estos días defendiendo la ciudad?
—¿Dónde los llevan? —inquirí.
Nadie abrió la boca. Regresé al pasillo, seguida de Charles. Pulsé insistentemente el botón del ascensor que subía por la torre. No me decidí a hablar hasta que entramos en el elevador y las puertas se cerraron a nuestras espaldas.
—¿Para qué los han traído hasta la entrada del Palace? ¿Para darles un escarmiento público, o para mostrar a todos qué les ocurre a quienes desacatan las órdenes de mi padre?
Un cosquilleo me recorrió el estómago cuando descendimos, primero un piso y luego diez. Charles se apartó el pelo de la cara y repuso:
—No lo sé. No creo que volvamos a esas prácticas. Como mínimo, habría que celebrar juicios. Todos son inocentes hasta que se demuestra su culpabilidad, ¿no era así?
—Tú lo has dicho: era así. Has hablado en pasado. No creo que ahora a mi padre le preocupen mucho los juicios.
Los números de las plantas, que se iluminaban uno tras otro, indicaban nuestro descenso. Cuando se abrieron las puertas en el vestíbulo, tuve la sensación de que la muchedumbre estaba dentro del Palace. En la calle principal, los ciudadanos chillaban. No entendí ni una palabra porque sus voces se mezclaban y resonaban en la estancia de mármol, arrollándonos como un tren estrepitoso. Hannah y Lyle, dos empleados del Palace, habían abandonado sus puestos en la recepción, se habían acercado a las puertas de cristal y miraban afuera. Estaban muy pálidos.
—Es el infierno —afirmó Hannah—. Me parece descabellado que vayan a hacer eso. No pueden hacerlo.
Lyle, que solía encargarse de los coches que entraban y salían del Palace, abrazó a su compañera y la sostuvo para ayudarla a mantenerse en pie. Eché a correr hacia ellos y atravesé las puertas de cristal. La parte posterior de la tarima estaba situada delante de las fuentes; tendría, aproximadamente, un metro y medio de altura; la parte de abajo estaba cerrada y no era visible. Sobre el suelo había dos postes colocados en forma de letra te, a cada lado de los cuales había un prisionero con las manos atadas a la espalda y una cuerda alrededor del cuello.
Enfilé el sendero y salté por encima de los maceteros de piedra que separaban el Palace de la calle. Me resultó imposible acercarme a la tarima por detrás, ya que esa parte estaba bloqueada por un todoterreno, desde cuyo asiento trasero los soldados asistían a los acontecimientos, como si se tratase de una representación callejera de las que a veces tenían lugar en esa misma calle. Dos soldados sujetaban a los prisioneros por las manos.
—¡Genevieve, espera! —gritó Charles detrás de mí.
Pero yo ya me dirigía a la acera, donde un corro de personas se apretujaba contra la valla metálica para ver mejor.
—¡Traidores! —chilló un hombre que se encontraba frente a la tarima.
Supe que era de Afueras por la chaqueta raída y las coderas manchadas de barro. Echó la cabeza hacia atrás para coger impulso y escupió en dirección a los pies de los prisioneros.
A través de los árboles vislumbré las figuras de los rebeldes: el hombre era alto, delgado y estaba pálido; se le veían las costillas a través de la ensangrentada camisa. Al principio, no lo reconocí. Pero cuando atravesé la verja y me mezclé con la gente, discerní el tupido cabello negro, tieso en el borde de la frente, porque estaba impregnado de sangre seca; la hinchazón de un ojo lo obligaba a mantenerlo cerrado, aunque, a pesar de que no llevaba puestas las gafas, Curtis seguía siendo Curtis. Se irguió y mantuvo alta la cabeza cuando los hombres que estaban más cerca le lanzaron improperios.
Jo se encontraba a su lado, maniatada. Le habían cortado las rubias rastas y el pelo se le pegaba a las orejas; la pechera de la camisa estaba rasgada, de modo que la parte superior del pecho había quedado al descubierto y se veía despellejada.
—¡Dejadme pasar! —chillé. Me adentré entre los congregados y me acerqué a la tarima—. Necesito aproximarme.
Casi nadie me reconoció gracias a la vestimenta informal y la melena suelta, que me llegaba más abajo de los hombros. La muchedumbre se apretujó y recibí un fuerte codazo en un costado. Me debatí por avanzar en medio del gentío. Un patoso hombretón se recostó en mí, pero lo esquivé y lo adelanté.
—¿Qué os pasa? —pregunté a grito pelado—. ¿Por qué nadie impide lo que está ocurriendo?
Me acerqué a la tarima e intenté salvar la distancia que nos separaba. En ese momento mi mirada y la de Jo se encontraron. Al cabo de un segundo, el suelo desapareció bajo los pies de los prisioneros. Permanecí donde estaba, y las lágrimas nublaron mi visión, mientras algunos de los presentes aplaudían. Otras personas guardaron silencio. Jo fue la primera en caer: su cuerpo quedó a medias visible sobre la tarima y la cabeza se le torció de forma espeluznante. Curtis se sacudió espasmódicamente varios segundos, luchando contra lo que le ocurría, hasta que, finalmente, se quedó quieto; las puntas de los dedos de los pies estaban a pocos centímetros del suelo.