Once

—Según el teniente Stark, los soldados superan numéricamente a los rebeldes por tres a uno.

Mientras nos informaba, tía Rose desplazaba por el plato los huevos del desayuno empujándolos con el tenedor. Era la primera vez que la veía sin maquillaje; un tono azul opaco le teñía las ojeras y las pestañas apenas se le apreciaban.

—Lo más importante es que aquí estamos a salvo —afirmó Charles—. Un centenar de soldados, o tal vez más, rodean el Palace. Nadie entrará en la torre.

Me miró por el rabillo del ojo, como si yo estuviera en condiciones de confirmar sus aseveraciones.

Un pequeño trozo de pan y el montoncito de huevos revueltos continuaban en mi plato. No tenía apetito y seguía sin sentir nada. Aunque la víspera mi padre se encontraba demasiado enfermo para hablar conmigo, el teniente nos había asegurado que el asedio sería reprimido en uno o dos días. Por otro lado, habían activado el racionamiento. Las cocinas estaban cerradas a cal y canto porque de Afueras no arribarían camiones con subsistencias. A una trabajadora del Palace, una mujer de cierta edad, larguirucha y que usaba gafas, le habían encomendado la desagradable tarea de atender las peticiones.

Continuamos en el comedor, entreteniendo la comida en los platos, a la vez que estábamos atentos a los sonidos de la ciudad. Los disparos todavía se oían en lo más alto de la torre del Palace y, de vez en cuando, los combates quedaban interrumpidos por una detonación hueca y veloz que me ponía la piel de gallina.

Clara rompió el silencio y, sin atreverse a mirarme, preguntó indecisa:

—¿Cómo está el rey?

Rose no alzó la vista del plato; pero apoyando el tenedor en el borde, respondió:

—Ni mejor ni peor. Supongo que no has mencionado su enfermedad fuera del Palace, ¿verdad?

—Claro que no, madre. —Y negó enérgicamente con la cabeza.

Me ruboricé y las mejillas me ardieron. En aquel momento, alguien caminaba por el pasillo y, a medida que se acercaba, sus pisadas resonaron con mayor intensidad. No aparté la mirada de la puerta, aguardando la llegada de Moss. ¿Dónde estaba? Cabía la posibilidad de que, durante el asedio, lo hubiesen herido o se hubiera escondido con los rebeldes. O tal vez lo habían arrestado… Existían demasiadas opciones por las que no se hallara aquí, en el Palace; por ello, procuré apartar mis pensamientos de la más aterradora idea: ¿y si me había traicionado?

Me costó muchísimo respirar. En el comedor hacía demasiado calor, y la visión de los huevos revueltos, del desayuno frío y cuajado, me provocó asco.

—No me siento bien —farfullé, y retiré la silla de la mesa—. No puedo.

No llegué a terminar la frase. Me levanté y salí, seguida de una horrorosa sensación de desesperanza. A pesar de las incertidumbres, quizá fuera mejor marcharse enseguida. Pero no podía dejar a Clara ni a Charles en la estacada. Si el comentario del teniente era atinado y el ejército lograba sofocar a los rebeldes, después de todo estarían a salvo. Yo era la única que corría peligro.

Eché a andar hacia mis aposentos cuando oí una voz a mis espaldas:

—Princesa Genevieve. —Era el médico—. Su padre quiere hablar con usted.

Sus negros ojillos me escudriñaron a través de los gruesos cristales de las gafas. Parecía cansado y estaba encorvado y pálido.

—Me encuentro mal. Ahora mismo no me es posible visitarlo. Lo lamento —repliqué muy secamente, y me marché.

Pero el médico, siguiéndome, me sujetó del brazo.

—Es posible que no esté despierto más que una o dos horas —precisó, y señaló la otra punta del pasillo—. Dio a entender que era importante.

Caminamos en silencio. Y dejé de resistirme, pues comprendí que al doctor le resultaría muy extraño que, en esa situación, no quisiera hablar con mi padre, dado lo enfermo que estaba. Me estrujé las manos, intentando luchar con las dudas que no cesaban de asaltarme.

—Hasta ahora los análisis no han sido concluyentes —explicó cuando nos acercamos a la suite del rey, ante cuya puerta dos soldados montaban guardia—. Las posibilidades son cada vez menores, pero por el momento está estable.

El olor a lejía llegaba hasta el pasillo. Dentro de la suite fue todavía más intenso, ya que se mezclaba con el hedor de la enfermedad que todavía persistía en el ambiente. Franqueé el umbral y me sorprendió ver a mi padre sentado en la cama, las cortinas descorridas y la habitación insoportablemente iluminada.

Se lo veía frágil, y tenía la piel fina y reseca. A la luz del sol estaba más pálido si cabe y sus ojos, de color azul grisáceo, parecían transparentes; los labios se le habían agrietado tanto que le sangraban. Me volví hacia el médico, pero ya se había retirado. La puerta de la suite estaba cerrada, y mi padre y yo nos quedamos a solas y en silencio.

No fui capaz de preguntarle cómo se encontraba ni de permanecer en su habitación fingiendo que no era eso lo que yo quería. Me senté a los pies de la cama y entrecrucé las trémulas manos en el regazo. Él tardó en tomar la palabra.

—Me has mentido —me acusó.

Notaba tan seca la garganta que me dolía. Era imposible deducir qué sabía él o de qué se había enterado, ni si yo podría soslayar los hechos o si no tenía salida.

—No sé de qué hablas —respondí, aunque me pareció una respuesta patética.

—Genevieve, ya no te creo. —Toqueteó el esparadrapo que tenía adherido al dorso de la mano, del que salía un tubo de plástico conectado a una bolsa de suero casi vacía—. Hace mucho que dejé de creerte y estoy seguro de que tú tampoco te fías de mí.

—En ese caso, no me hagas preguntas.

Disimular no tenía el menor sentido. En los últimos meses nos habíamos sumido en el silencio, y el resentimiento había ido en aumento y se había convertido en lo más natural. Ni siquiera mi embarazo logró modificar esa situación mucho tiempo.

El rey jadeó y recostó la cabeza en la almohada.

—Dime una cosa. ¿Hay más de un túnel que conduzca a Afueras?

—Ya he compartido contigo cuanto sé sobre los planes de los disidentes —me apresuré a contestar, encarándome a él—. Caleb no me dijo más de lo imprescindible para nuestra partida.

—Explícame cómo entran en la ciudad —añadió. Un hilillo de sudor descendió por una sien y se frenó en los pelos de la patilla—. Pese a los esfuerzos de los sediciosos, la puerta norte todavía no corre peligro, aun cuando hay miles, repito, miles de rebeldes dentro de las murallas.

—No lo sé —contesté, en esta ocasión más enérgicamente—. Podemos repetir este interrogatorio si lo prefieres en presencia del teniente Stark, pero no cambiará nada. No tengo nada que añadir.

Lentamente y sin decir nada más, mi padre se relajó en el lecho. Bajo la camisa de dormir, me pareció que se había empequeñecido y adelgazado

—No tomarán la ciudad. No lo permitiré —remachó. En lugar de mirarme, desvió la vista hacia la ventana, hacia un punto indiscernible y próximo a la muralla del este—. Todo acabará muy pronto.

Me pasé las manos por el pelo. En mi vida había tenido tantas ganas de gritar a pleno pulmón o durante un tiempo interminable. El ejército de las colonias nunca llegaría. Mi padre estaba enterado de la existencia de los otros túneles que comunicaban con Afueras. ¿Dónde se había metido Moss? ¿Adónde podría encaminarme cuando me fuera? ¿Acaso los túneles estaban expeditos para mi salida, o sería retenida por los rebeldes que entraban en la ciudad y que desconocían que yo estaba de su parte?

Seguí sentada a los pies de la cama y presté atención al tenue sonido del fuego de artillería, que procedía del oeste. Mientras él continuaba en el lecho y se debatía entre la enfermedad y la muerte, solo contaba una pregunta: si el rey estaba en lo cierto y los rebeldes eran derrotados, ¿me considerarían una sediciosa más?