La calle principal estaba desierta si se exceptuaba el puñado de personas que pretendían regresar a su hogar. Habían colocado vallas metálicas que bloqueaban el lado oeste de la calle e impedían el paso de los ciudadanos. En éstas, apareció un todoterreno, y nos detuvimos a la espera de que sus ocupantes nos reconociesen, pero el vehículo siguió su camino porque la atención de los soldados estaba pendiente de la zona sur de la muralla.
Di una ojeada al brumoso humo que se elevaba hacia el cielo y tapaba las estrellas. Del norte llegaba un resplandor anaranjado debido a los incendios que ardían en Afueras. Sonaron dos disparos sucesivos y, a continuación, una mujer lanzó un grito.
—¿Dónde está aquella tienda? —pregunté a Clara y, apretando el paso, la adelanté. Investigué hacia el este, cuyas calles laterales daban a los comercios y a los restaurantes—. Pasamos por allí un día que salimos a caminar, y comentaste que era donde todo el mundo compraba la ropa.
—Falta muy poco —me contestó señalando la esquina, que se encontraba a diez metros.
Corrí tan rápido como me lo permitió la larga falda, y la enagua de tul me irritó las piernas. Pero no me detuve hasta que giré por la tranquila vía lateral. La tienda estaba muy cerca de la arteria principal. Intenté abrir la puerta, pero no hubo suerte.
—Las piedras… —dije, y le indiqué los arbustos que bordeaban la avenida. Los habían plantado en la acera y habían cubierto la tierra con piedras bastante grandes—. Pásame una.
Encontró una piedra de tamaño considerable en la base de uno de los arbustos, y me la dio. Apunté al centro de la puerta de cristal y arrojé la piedra justo por encima del picaporte. El vidrio se rajó, se astilló y adquirió un aspecto blanquecino, como si fuera hielo triturado; al dispararse la alarma, se produjo un ruido tan intenso que las vibraciones me resonaron en el pecho. Abrí la puerta y corrí hacia el fondo, donde había un perchero con camisas.
Mi prima me bajó la cremallera del vestido y me ayudó a quitármelo. Cogí una blusa negra y un pantalón. Ella se cambió a toda velocidad, retiró otra camisa del perchero y se agenció un par de zapatos con cordones. La alarma continuó con su sobrecogedor gemido cuando Clara se agachó para anudarse los cordones. Temerosa de llamar la atención, di una ojeada a la astillada puerta, pero solo una persona se fijó en el local; la gente pasaba por delante tan apresuradamente que ni siquiera mostraba interés por la tienda.
—También nos los llevaremos —comenté y, de camino hacia la salida, cogí dos sombreros que estaban sobre una mesa.
Nos los calamos, y enseguida me sentí mejor al regresar a la calle principal.
Corrimos en silencio, con las cabezas gachas y mirando la acera. Desde el norte llegaba el sonido de más disparos y, al cabo de unos segundos, el chasquido de una explosión que se propagó como el del trueno y que lo sacudió todo en varios kilómetros a la redonda. Una mujer echó a correr por la calle tapándose los oídos con las manos; tras ella iba un anciano, que llevaba la chaqueta negra completamente sucia y cuya pernera derecha se le había rasgado a la altura de la rodilla. Aflojaron el paso al cruzarse con nosotras. La mujer señaló hacia atrás y gritó:
—Están llegando desde el sur. Son centenares. También hay muchachos de los campos de trabajo.
El hombre se detuvo unos instantes en la esquina, aferró la mano de su esposa y nos dijo:
—Que la suerte os acompañe.
En un viejo almacén se había desatado un incendio; el negro humo escapaba por una ventana rota y el ambiente se había cargado de olor a plástico quemado. Mientras corríamos, reconocí el recodo de la arteria principal: estábamos a punto de divisar el Palace. La respiración de Clara y sus sordas pisadas en la calzada resonaban a mis espaldas. En efecto, el Palace fue apareciendo ante mis ojos: habían apagado las luces instaladas bajo las estatuas y sus siluetas apenas eran visibles entre los árboles; de las fuentes no manaba agua; montones de soldados bordeaban el extremo norte del centro comercial y los todoterrenos estaban aparcados en la acera, de manera que bloqueaban las entradas.
Extendiendo las manos por delante de nosotras para demostrar que íbamos desarmadas, empezamos a subir por la larga calzada de acceso, flanqueadas por los esbeltos árboles. El primero en descubrirnos fue el soldado apostado en la entrada principal; bajó el fusil y señaló hacia donde estábamos. Me detuve y Clara hizo lo mismo; dos militares se nos acercaron.
—Soy Genevieve —anuncié, y me quité el sombrero para que me viesen la cara—. Mi prima y yo nos quedamos atrapadas al inicio de la calzada.
Uno de los soldados descolgó la linterna que portaba en el cinturón y, con el haz de luz, recorrió las blusas y los pantalones negros que habíamos cogido en la tienda. Luego me alumbró la cara y no tuve más remedio que entornar los ojos.
—Discúlpenos, princesa —le oí decir, y repitió la frase al tiempo que varias figuras se nos aproximaban corriendo—. Con esa vestimenta no la hemos reconocido.
Nos escoltaron hasta la planta principal del Palace, presidida por estatuas femeninas cuyos brazos se elevaban hacia el cielo a modo de saludo. No tuve la más mínima sensación de consuelo, ni siquiera cuando montamos en el ascensor y nos elevamos sobre la ciudad. Mi único pensamiento se centró en Moss y en el ejército que llegaría de las colonias, al tiempo que me preguntaba cuándo y cómo me las apañaría para escapar.
Me senté en el borde de la bañera con la radio en las manos. Temerosa de que Charles me oyera desde el dormitorio, había tapado con una toalla el pequeño altavoz. Él se encontraba en una obra en construcción de Afueras cuando comenzó el asedio, y lo habían trasladado al Palace en un coche oficial. Un muchacho, que no superaba los dieciséis años, había arrojado un artefacto incendiario contra un todoterreno. Mi marido me explicó que el artefacto chocó contra el bastidor e incendió los asientos ocupados por dos soldados. Después de acostarse, Charles mantuvo los ojos abiertos y adoptó una extraña expresión: miraba un punto indeterminado, atento a algo que yo no alcanzaba a ver.
Encendí la radio, pasé las emisoras de la ciudad y las zonas de interferencias y llegué a la primera rayita que Moss había trazado con rotulador. Un mensaje quebró el silencio, ocasionalmente interrumpido por algún sordo chasquido. Se trataba de una voz masculina que enlazaba varias ideas inconexas que habrían resultado un galimatías para quienes desconocían los códigos. Intenté recordar al pie de la letra las instrucciones de Moss, es decir, los números que empleaba para dar sentido a esas palabras. El mensaje se repetiría al cabo de diez minutos, y una segunda emisora daría a conocer el último fragmento.
Había tratado de que no se me quebrase la voz cuando pedí a Charles que organizara una reunión con Reginald, el responsable de Prensa del soberano, ya que, a lo largo del día, mi padre había sufrido un empeoramiento y estaba postrado en cama. Le había comentado que quería hacer una declaración en nombre del rey. Charles no había vuelto a ver a Reginald desde la mañana y la mayoría de los soldados del Palace creían que se había desplazado a Afueras para informar de lo que sucedía. Yo no podría marcharme del Palace esa noche, tal como estaba previsto; no me iría sin garantías de que Clara, su madre y mi marido contarían con protección.
Tuve la sensación de que todo iba mal. Procuré no pensar; me limité, pues, a copiar las palabras que sonaron en la radio, y las apunté de siete en siete y de arriba abajo del papel, cumpliendo así las instrucciones de Moss. Escribí hasta que me dolió la muñeca y se me agarrotaron los dedos. A continuación giré el dial y lo situé en la siguiente rayita marcada por Moss.
Tardé casi una hora en apuntar esos disparates farfullados y en volver a escucharlos dos veces para verificar que lo había hecho bien. Cuando terminé, disponía de dos bloques de palabras, siete en vertical y diez en horizontal. Puse una hoja junto a la otra, seleccioné palabras de tres en tres, de seis en seis y de nueve en nueve, y las copié otra vez.
Leí las nuevas frases. Apagué la radio y reflexioné sobre el mensaje: «Las colonias se han echado atrás y no ofrecerán apoyo para sitiar la ciudad».
Sostuve la radio con las dos manos y no pude creer lo que acababa de saber: las colonias no participarían. En un solo día y tras una única decisión, los rebeldes habían perdido miles de soldados. ¿Qué repercusiones tendría este hecho para los que ya combatían? ¿Qué suponía para los que estábamos en la ciudad? Moss estaba absolutamente convencido de que vendrían y proporcionarían el empujón definitivo para tomar la ciudad. Todo se había vuelto menos seguro.
Seguí sentada en el borde de la bañera y ansié sentir algo, lo que fuese, pero mis entrañas parecían huecas y frías. Cuando dejé la radio, tenía las manos entumecidas. En ocasiones, mi embarazo parecía una náusea constante y devoradora más que el crecimiento de un ser en mi seno. De todas maneras, desde el inicio del asedio no había sufrido tantos ascos y, aunque ya habían pasado más de ocho horas, mi vientre no estaba tenso ni contraído. No sentía nada. Esa nada me asustó. En mi mente resonaban sin cesar las palabras del médico: había dicho que todavía era posible perder la criatura, que el estrés y la tensión podían malograr el embarazo.
Al ponerme de pie, las rodillas estuvieron a punto de fallarme, pero me dirigí al fondo del cuarto de baño. Trepé al borde de la bañera y a duras penas llegué al respiradero metálico situado cerca del techo. Puesto que había quitado uno de los tornillos de la parte de abajo de la rejilla redonda, la deslicé hacia la derecha, la giré hacia arriba y, contando con espacio suficiente para meter la mano, retiré la bolsa de plástico que se encontraba en el fondo del conducto de ventilación, la bolsa que contenía la camiseta gris hecha un ovillo.
La saqué de la bolsa y pasé los dedos por el deshilachado dobladillo y por la etiqueta casi suelta en la que se había escrito con tinta la letra ce. Seguramente, era lo último que poseía de Caleb, la única prueba de que había existido; las costuras estaban semidescosidas y me pareció infinitamente pequeña, patética y efímera.
La palabra «pérdida» me pareció más dolorosa que nunca. ¿Y si perdía la criatura después de llevarla durante semanas en mi seno sin saberlo? Por primera vez, desde que me había enterado de que estaba preñada, el dolor me abrumó; era la misma clase de pena que me había asaltado repentinamente en las semanas posteriores a la muerte de Caleb. Sin embargo, por muy difícil que fuese ser madre lejos de las murallas de la ciudad, deseaba tener esa criatura…, porque formaba parte de mí, de nosotros. Dentro de cierto tiempo, esa niña (no sé por qué, pero tuve la certeza de que se trataba de una niña) se convertiría en mi única familia.
No podía seguir perdiendo más cosas. Me quedaba muy poco a lo que aferrarme. Moss se había ido. Caleb estaba muerto.
En pocos días todo habría terminado; la ciudad de Arena, Clara y el Palace quedarían atrás, y yo volvería a estar en el caos, sola, a la espera de que me dijesen que era posible regresar. ¿Cuánto tiempo tendría que esperar…, meses o años? Esa niña era lo único que me quedaba.
«Por favor», pensé, y por primera vez en varios días deseé el retorno de las náuseas y volver a sentir algo, lo que fuera. No quería perderla, no quería perder la posibilidad de lo que aquella criatura llegaría a ser y de lo que yo representaría para ella. Ahora no podía perderla. Cada vez que la apartaba de mi mente, la idea retornaba, hasta que terminé sentada en el alféizar de la ventana, con la camiseta entre las manos. Me puse la gastada tela sobre el rostro e intenté controlar la respiración, pero acabé atragantándome. Pasé horas de esa forma, en la quietud del cuarto de baño, casi incapaz de pronunciar su nombre: «Caleb».