Nueve

Transcurrió una hora. El ambiente olía a humo. Desde la terraza del restaurante vimos que en Afueras, justo un poco más lejos del hangar de los aviones, se había desatado un incendio. Más rebeldes habían penetrado en la ciudad y combatían con los que resistían intramuros. Nos llegaron los gritos desde la calle principal. No dejé de acechar las calles, ni a las personas que corrían de un edificio a otro en su intento de llegar a la zona de apartamentos y regresar a sus casas. A lo largo de la muralla resonaron explosiones, y el tableteo de las ametralladoras se volvió tan constante que dejé de sobresaltarme.

—Dijiste que todavía nos quedaba tiempo —murmuró Clara.

Me había aferrado la muñeca, clavándome los dedos.

—Estaba convencida de ello —repliqué, sorprendentemente muy tranquila.

Los soldados no nos permitieron retirar las mesas apiladas delante de las puertas que conducían a la escalera, de modo que la única entrada a la terraza estaba obstruida. La mayoría de los comensales continuaban asomados a la barandilla mirando a los que luchaban. Casi nadie hablaba. Una mujer había sacado del bolso la cámara y tomaba fotos de las llamas que devoraban un almacén de Afueras.

En la zona sur de la ciudad sonaron disparos; allí se habían producido varios incendios, que el viento contribuyó a avivar. Divisé cientos de personas fuera de las puertas de la ciudad, una gran masa de individuos que disparaban contra los soldados apostados en las torres de vigilancia de la muralla. Desde nuestra altura avistábamos un fragmento de la puerta norte y vimos de repente, un poco más lejos, el fogonazo de las explosiones. Las siluetas se confundían en medio de la oscuridad creciente y resultaban indiscernibles.

El hombre mayor de pelo cano estaba sentado y, encorvado, apoyaba los brazos en la barandilla. A su lado se encontraba un individuo de unos cuarenta años, que comentó:

—Jamás conseguirán franquear las puertas. Hace un lustro se produjo el ataque de un grupo que había fabricado bombas de gasolina. El extremo norte de la muralla ardió todo el día y se consumió. Pero aun así, no lograron pasar. Los motines que se desencadenen en Afueras quedarán bajo control en un par de horas. No hay motivos para asustarse.

El hombre, cuya expresión era totalmente sincera, hizo una ligera reverencia, como si fuese el único con capacidad de tranquilizarnos.

Intenté atisbar el extremo sur de la muralla, donde había uno de los túneles que seguían en pie. Ese hombre estaba equivocado; los rebeldes entrarían en la ciudad… si es que todavía no lo habían hecho. Moss lo había descrito con todo lujo de detalles: en primer lugar asaltarían la puerta norte y, en cuanto los soldados se congregasen en esa parte de la muralla, otro grupo de sediciosos recorrería uno de los túneles y se dirigiría a Afueras a fin de recoger suministros adicionales. A partir del inicio del asedio, yo ignoraba en qué momento los rebeldes alcanzarían el centro de la ciudad. Lo que sí supe es que, si no estábamos en el Palace en compañía de Moss cuando lo tomasen, tanto Clara como yo podíamos darnos por muertas.

Me encaminé hacia las puertas que daban a la escalera, llevándome a Clara conmigo.

—Tenemos que irnos —le susurré—. No sé de cuánto tiempo disponemos.

Junto al acceso a la escalera se había formado un corrillo que lanzaba una pregunta tras otra a los soldados. Una mujer bajita estaba ante ellos y movía frenéticamente las manos. Como había anochecido, para no coger frío, pidió a los camareros que le prestasen una chaqueta corta de color rojo.

—Yo he de irme —anunció, tajante—. Mis hijos están a dos manzanas de aquí. ¿Qué pasará si los rebeldes franquean la puerta de la ciudad? ¿Qué haremos si eso ocurre?

—No la atravesarán. —El soldado que respondió llevaba la cabeza totalmente rasurada y en la nuca se le formaban gruesos pliegues rojizos—. En este momento lo que más nos inquieta tiene que ver con los disidentes que están dentro de la ciudad. Aquí estamos más seguros que en plena calle.

Tres hombres se quedaron junto a la mujer y se limitaron a escuchar. Uno de ellos extendió un brazo, sobrepasando al soldado, y empujó la parte superior de las puertas metálicas para ver si cedía.

—¡Atrás! —ordenó el otro soldado, que tiró del cuello de la camisa del hombre y lo apartó.

El individuo intentó zafarse y dijo:

—Hemos de ocuparnos de nuestras familias. ¿En qué os afecta que nos vayamos?

—Él tiene razón —intervine—. ¿Cuánto tiempo deberemos permanecer aquí arriba?

El soldado más grueso miró de soslayo a su compañero, y replicó:

—Son órdenes de su padre. —Perdió el aplomo al ver que otras personas se acercaban a la puerta de la escalera—. No quiere que la población esté en las calles para que los todoterrenos tengan el camino expedito. Se supone que debemos quedarnos donde estamos, al menos por ahora.

—¿Y vamos a estar cruzados de brazos? —El hombre que había formulado esta pregunta se hallaba junto a las puertas y se había quitado la chaqueta; tenía la camisa mojada de sudor—. ¿Qué pasará con nuestras familias? —Varias mesas bloqueaban la salida, por lo que cogió la pata de una de ellas y la apartó—. Ayudadme a retirarlas.

El soldado corpulento hizo ademán de detenerlo, pero yo lo cogí del brazo.

—Será mejor que nos dejes salir —aconsejé, mientras otra explosión resonaba en Afueras. El humo formó una repentina nube espesa. Hice acopio de fuerzas y sentencié—: Todos hemos de irnos. Si permanecemos aquí, quedaremos atrapados.

—Eve… —murmuró Clara—. Quizá tienen razón, y sería mejor esperar a que la situación se esclarezca. No deberíamos discutir con los soldados. —El militar fornido se reacomodó el fusil cuando el corrillo se puso en movimiento.

Pese a todo, di varios pasos al frente, sujeté una de las sillas de lo alto del montón y se la pasé a mi prima. Había dos mesas encajadas contra las puertas. Empujé la de abajo a lo largo del borde de la terraza. El soldado se quedó quieto sin saber si impedírmelo o no.

El sonido hueco y chasqueante de los explosivos era mucho más intenso que un rato antes.

—¡Vayámonos ahora mismo! —gritó un camarero, que llevaba el chaleco desabotonado. Se abrió paso hasta la cabecera del corrillo.

Los que estaban detrás de él lo siguieron y nos empujaron para que avanzásemos. El soldado intentó frenar al camarero presionándole el pecho con una mano, pero todos seguimos adelante. Una mujer cayó sobre mí y nos arrastraron hacia las puertas; la tenía tan cerca que olí su aliento a café.

Las piernas no me sostuvieron y solté la mano de Clara. Hubo gritos cuando nos precipitamos todos a una. De pronto las puertas cedieron y nos vimos lanzados hacia delante. Una mujer joven, que lucía un sombrero rojo, pasó por encima de las sillas colocadas en la salida de la terraza. Mientras corríamos escaleras abajo, acicateados por el intenso flujo de personas presas del pánico, alcé la mirada y vi que dos hombres habían arrinconado a uno de los soldados contra la pared mientras los demás bajábamos.

Nadie habló al bajar, atentos a no tropezar ni caer al tiempo que nuestros pasos resonaban en el cemento. Sin aliento, un anciano se detuvo delante de mí y se puso las manos en las rodillas. Varias personas pasaron corriendo por su lado y estuvieron a punto de hacerlo caer.

—No se preocupe —lo calmé, y lo cogí del brazo—. Baje los peldaños de uno en uno.

Seguimos descendiendo hasta que la escalera nos condujo a la planta baja del hotel renovado: el inmenso vestíbulo estaba vacío; las antiguas máquinas tragaperras estaban tapadas con sábanas; los restaurantes permanecían cerrados y todas las puertas tenían echado el cerrojo. La gente se dispersó por el laberinto de pasillos y probó diversas salidas, mientras yo aguardaba a Clara.

El anciano me dio las gracias antes de internarse por uno de los corredores a oscuras. Se alejó por él hasta convertirse en un punto diminuto y la penumbra lo devoró.

El silencio me causó terror. Tras las puertas de cristal, la calle principal estaba vacía salvo por un solitario todoterreno que circulaba por ella. Un soldado pasó corriendo por la acera; sus pisadas sonaron cada vez más distantes y el mundo volvió a ser un lugar sin ruidos.

El silencio se veía interrumpido por el rápido chasquido de los disparos. Una voz lejana gritó desde la acera de una calle lateral:

—¡Por aquí! ¡He encontrado una salida por la parte de atrás!

Clara terminó de bajar la escalera a toda velocidad y se arremangó el vestido para no tropezar.

Al verla recogerse el vuelo del traje de seda cruda y admirar su delicado cuello adornado con el colgante de rubíes, tomé conciencia del enorme peligro que corríamos. Era evidente que procedíamos del Palace: lo ponían de manifiesto nuestros cabellos recogidos y nuestros vestidos de telas de primera calidad que ahora, tantos años después de la epidemia, eran prácticamente imposibles de conseguir.

Junto a nosotras pasó un hombre con la chaqueta colgada del hombro.

—¡Señor! —grité cuando comprobé que iba en dirección a un corredor a oscuras. Aunque no se detuvo, giró la cabeza para mirarnos—. ¿Está dispuesto a prestarnos su chaqueta? No podemos salir así. Si algún rebelde nos ve, nos disparará.

Aminoró el paso mientras se lo pensaba. Se internó por el pasillo, pero dejó caer la chaqueta; la abandonó para que la cogiésemos. Varias mujeres, que iban en la misma dirección que el hombre, esquivaron la americana. Finalmente, Clara y yo nos quedamos solas en el vestíbulo vacío.

Cubrí los hombros de mi prima con la chaqueta, y yo me solté el recogido; la melena me tapó la cara y la parte superior del vestido. Como máximo había quince minutos de caminata hasta el Palace, pero no podíamos quedarnos donde estábamos, esperando. Seguimos a los demás y avanzamos hacia la oscuridad.