El día tocaba a su fin. El cielo se extendía sobre nosotras cual una marquesina de color naranja claro por el que discurría alguna que otra nube pequeña y pasajera. Toqueteé la taza de té de porcelana y presioné la estilizada asa con los dedos. Clara había insistido en que fuésemos a ese lugar. Después de esquivarla todo el día, me había encontrado en la galería del Palace y convencido de que diésemos un paseo por la calle principal. Fui incapaz de hacer comentario alguno cuando pasamos por los jardines del antiguo Venetian y por el último hotel que habían convertido en apartamentos. Ella se lo tomó con calma y acompasó sus pasos a los míos. Cuando llegamos a la terraza de la azotea del restaurante, al final de la calle, nos armamos de valor para iniciar la conversación.
—Dímelo —susurró Clara; posó su mano sobre la mía y allí la mantuvo—. ¿Tienes algo que ver con lo que le pasa a tu padre? Por lo que dicen, está cada vez peor.
Estudié su laca de uñas, de color rojo sangre, y reparé en que tenía desportillada la del pulgar. Aunque las mesas que había a nuestro alrededor estaban vacías, en la terraza aún quedaban una cincuentena de personas que seguían de tertulia después de comer. Un hombre mayor, de pelo cano y encrespado, se encontraba a pocos metros y nos miraba de vez en cuando para volver enseguida a leer el periódico.
—Ayer yo estaba trastornada. —Me encogí de hombros—. No tendrías que haber visto nada.
Clara se inclinó un poco sobre la mesa, puso los codos en ella y apoyó la cara en las manos.
—Ya no sé qué hacer para que confíes en mí. He guardado todos tus secretos.
Había dos soldados detrás de ella que nos habían seguido hasta el restaurante; ocupaban la mesa del rincón y, en ese momento, comían minibocadillos triangulares de un solo bocado.
—No es eso —reconocí—. Simplemente, no puedo.
La camarera, una mujer de cierta edad, cuyas gafas tenían los cristales rayados, se aproximó para servirnos más té. Guardamos silencio mientras estuvo cerca de nosotras. Los presentes se giraron varias veces para ver qué hacíamos. Nos habíamos arreglado ridículamente para la hora del té vespertino: mi prima llevaba un vestido de noche de falda acampanada y unos barrocos pendientes de rubíes que casi le llegaban a los hombros. Por insistencia de Alina, yo me había rizado el cabello y recogido parte de los bucles en un moño bajo, a la altura de la nuca. Mi vestido de noche, de color azul marino, era transparente en la parte superior y, a pesar de ceñirme los brazos, las mangas de malla no bastaban para protegerme del frío, cada vez más intenso. Clara se limitó a esperar a que la camarera se alejase.
Mi prima volvió la espalda a las restantes mesas y miró hacia la ciudad, procurando que nadie le viese la cara.
—Piensas marcharte y estoy en lo cierto. —Más que una pregunta fue una declaración, y se le demudó el semblante.
—Ahora no puedo hacerlo… —Intenté responder, pero me quedé sin voz al ver su expresión.
Se mordió una uña y la torció con los dientes, como si quisiera arrancársela.
—Estoy muerta de miedo. —Lo dijo tan bajito que a duras penas la oí.
Algo se quebró en mi fuero interno. Los matarían a todos si los dejaba en la ciudad. Moss sería la única persona del Palace capaz de evitarlo, pero me planteé si estaría dispuesto a perdonarles la vida. No veía factible volver a actuar de la misma manera: ese constante mirar atrás e imaginar qué podría haber hecho para salvarlos. Bajé la cabeza, me llevé las manos a la frente para que me taparan el rostro y advertí:
—No deberíamos hablar aquí.
Largarse era muchísimo más fácil, ¿no? Yo era el mismo retrato de mi padre, esa faceta callada y cobarde que lo había conducido a no responder a las cartas de mi madre y a dejarnos en aquella casa, atrapadas tras las barricadas, a la espera de la muerte. Esa idea me llenó de temor. Vivo o muerto, siempre estaría conmigo y formaría parte de mí.
—Tal vez no puedas acompañarme —musité—, pero me ocuparé de que estés a salvo.
Decidí que no me iría hasta que Moss me garantizase protección para…, para Charles, Clara y su madre.
Mi prima alzó la cabeza y la cara le quedó al descubierto: tenía los ojos vidriosos.
—Por lo tanto, está ocurriendo y los rumores son ciertos.
—Te prometo que no permitiré que te suceda nada malo —afirmé pese a que no podía asegurarlo.
—¿Cuánto tiempo hace? ¿En algún momento has cortado el contacto con los disidentes?
Exhalé y, tratando de controlarme, le dije:
—En el Palace hay alguien que se pondrá en contacto contigo cuando se produzcan los acontecimientos. También hablará con Charles y con tu madre. Espéralo.
Aunque se inclinó para disimularlo, las lágrimas manaron a borbotones y cayeron sobre la mesa de mármol. Le apreté la muñeca, queriendo transmitir lo que no dije: «No permitiré que te hagan daño». Me habría gustado poner mi silla a su lado, abrazarla y estrecharla, pero allí era demasiado peligroso. Quedaría de manifiesto que lloraba, y nos acribillarían a preguntas.
Admiré los mechones de fino cabello que siempre le enmarcaban el rostro a pesar de que su madre realizaba denodados esfuerzos por controlarlos con laca. También le observé la nariz, ligeramente respingona. Quizá pasasen meses hasta que yo pudiese regresar a la ciudad. Deseaba grabar la imagen de Clara en mi mente como no había hecho con la de Arden ni con la de Pip. En los últimos tiempos, ellas aparecían vívidamente en mis sueños. Pero siempre que procuraba evocar algo más concreto, como un ademán o el timbre de sus voces, me resultaba casi imposible y cada vez me costaba más; además, los meses transcurrían deprisa sin noticias de mis amigas. Pensé en llevarme una foto de mi prima; tal vez la que hacía pocas semanas habían publicado en el periódico, cogidas del brazo mientras paseábamos por los jardines del Palace.
Esa noche celebraría mi último encuentro con Moss y me cercioraría de que estarían a salvo.
Clara se enjugó las lágrimas con el dorso de las manos y dijo:
—Sé que te parecerá un disparate.
—Prueba a ver.
Esbozando una ligera sonrisa, continuó diciendo:
—Las chicas de mi edad que no quedaron huérfanas nunca mostraron demasiado entusiasmo por pasar el rato con la sobrina del rey. Solían decir que soy una engreída.
Sonreí al recordar el día en que la conocí: me dedicó un repaso veloz y crítico y me estudió los zapatos, el pelo y el vestido como si yo fuese el maniquí de una tienda de ropa.
—Nooooo —dije jocosamente—. No puedo creerlo.
—Quizá no debería sorprenderme tanto —comentó acariciándose la estrecha trenza en que se había recogido el cabello—, pero la verdad es que ya no puedo imaginar la vida sin ti.
En los días posteriores a mi boda, mi prima había sido quien me había llevado las comidas a mi estancia después de que manifestara mi deseo de no querer ver a nadie. En esas primeras semanas, ella ni siquiera había mencionado a Charles pese a lo extraño que debió de resultarle verlo casado y tener que poner cara de circunstancias y sonreír durante la ceremonia. Pero, en cambio, en una ocasión se había tumbado a mi lado y me había acariciado la espalda, mientras le contaba lo que le había pasado a Caleb.
—Volveremos a vernos —afirmé a pesar de que era consciente de que ese reencuentro sería muy difícil.
Clara terminó de enjugarse los ojos, me dirigió una fugaz mirada al vientre y preguntó:
—¿Estás mejor?
—Las náuseas van y vienen.
Hice un esfuerzo para no mirar los bocadillos a medio comer de su plato, en el que había caído un trozo de pechuga de pollo, de modo que la carne y la mayonesa despedían un olor intenso y mareante.
—¿Y Caleb? —preguntó Clara.
Empujé mi plato hacia el borde de la mesa para alejarlo de mí. Últimamente no hablaba mucho de él, pues había comprendido que era imposible que alguien entendiese mis sentimientos. Lo que más recordaba de los días posteriores a su muerte era ese «¿cómo está usted?» de rigor que se repitió a lo largo y a lo ancho de la ciudad. Moss y Clara lo habían planteado con intenciones evidentes, pero hasta el trámite más sencillo, como abrir una puerta o comprar algo en el centro comercial del Palace, desataba ese interrogante inocente y simple, y la pregunta simple e inocente adquiría cada vez más importancia. Cada respuesta me hundía un poco más en el dolor, y los comentarios, escuetos y vacíos, me inducían a sentirme todavía más sola, si cabe, en mi soledad.
—También va y viene —repuse.
—Mi madre dice que se sabrá esta noche; me estoy refiriendo al rey.
Guardó silencio a la espera de mi respuesta, pero me limité a menear la cabeza.
—No puedo hablar de esa cuestión —susurré, y di una ojeada alrededor.
Los soldados se habían puesto de pie y se protegían los ojos con las manos, a modo de visera, mientras escrutaban a lo lejos la ciudad. Varias personas de las mesas circundantes abandonaron sus asientos e intentaron enterarse de qué miraban los militares.
Seguí la dirección de sus miradas hasta más allá de la muralla y, aunque la luz crepuscular dificultaba la visión, percibí que uno de los soldados señalaba una zona de edificios cubiertos de arena. La radio que llevaba en la cintura emitía interferencias.
Entonces distinguí que la parte superior de la torre del Stratosphere había cambiado de color y que, en lo más alto de ella, había aparecido una luz roja constante.
A todo esto, se estaba produciendo algún tipo de movimiento entre los edificios: las sombras reflejadas en el suelo cambiaron de forma cuando los hombres corrieron a toda velocidad de un edificio a otro; se encontraban a menos de un kilómetro de la ciudad. Intentaba avisar a Clara cuando sonaron los primeros disparos. Al otro lado de la muralla se produjo una explosión y se formó una densa y ondulante columna de humo negro.
La mujer que estaba a nuestro lado señaló la zona sur de Afueras, donde unas personas corrían por la calle y registraban los edificios en busca de soldados. Incluso desde la altura en la que nos hallábamos, vimos cómo mantenían los brazos extendidos y oímos el chasquido de los disparos cuando se desplazaron raudamente hacia el centro de la ciudad.
—Han atravesado la muralla —dijo la mujer—. Han entrado.
—Eso es imposible —opinó el hombre situado detrás de nosotras.
Clara me interrogó con la mirada. Supuse que le habría gustado preguntarme si existían otros túneles como aquel en el que trabajaba Caleb, y si había manera de franquear la muralla pese a que todos estaban convencidos de que era imposible. Asentí de forma casi imperceptible.
Un soldado se encaminó hacia el otro extremo de la terraza y bloqueó la salida. Las personas que estaban en el restaurante permanecieron extrañamente quietas y calladas, y una mujer enmudeció a media conversación, entreabriendo los labios y sosteniendo la taza de té en el aire.
—Que alguien me ayude —pidió el soldado, y señaló los carritos de servicio y las mesas que había cerca de la salida—. Tenemos que trasladar estos objetos.
Arrastró una mesa y la dejó delante de las puertas que daban a la escalera, por lo que taponó el único acceso existente. No reaccionamos hasta que el otro soldado tomó la palabra:
—¡Vamos, señores, vamos! —exclamó a grito pelado—. ¿No se dan cuenta de lo que sucede? ¡La ciudad ha sufrido un ataque!