Siete

Mi padre no se presentó a desayunar. Esperé mientras el segundero del reloj trazó lentamente una trayectoria completa y luego otra. Transcurrieron dos minutos. Siempre llegaba a las nueve sin retrasarse ni un segundo. El plato vacío y los cubiertos continuaron intactos en la mesa.

—Un minuto más —dijo tía Rose, señalando con un gesto el asiento del rey.

Las gotitas condensadas del vaso de agua fría de mi padre rodaron por el cristal, y se acumularon en la mesa. Paseé los huevos revueltos por el plato, procurando no mirar a Clara ni a Charles. La víspera no había pegado ojo. Esa mañana, allí sentada, tuve la sensación de que estaba rodeada de fantasmas. Según había dicho Moss, el asedio comenzaría al día siguiente. En cuanto llegasen los refuerzos de las colonias, los rebeldes tomarían el Palace esa misma semana. Actualmente, el plan, mejor dicho, nuestro plan, me pareció mucho más complicado. Fueran cuales fuesen mis lealtades y al margen de lo que había prometido, ¿cómo iba a dejarlos allí?

Clara jugueteó con su fina trenza de color pajizo y me preguntó:

—¿Sabes dónde está?

No habíamos vuelto a hablar desde la recepción, durante la cual nos había felicitado a Charles y a mí, como si no hubiese sido testigo de los acontecimientos matutinos. Me buscaba incesantemente con la mirada, pues estaba desesperada por hablar conmigo. La víspera había evitado pasar cerca de su habitación, pues temí que me oyera y que volviese a hacer preguntas sobre el cuchillo y la bolsita que me había guardado en el bolsillo. Esos objetos me esperaban en la estantería, de donde los cogería esa noche, antes de marcharme.

Charles le dio vueltas al tenedor, presionándolo con el pulgar. Ante ese sencillo gesto, inspiré e intenté calmar las náuseas. Todo había comenzado: mi padre se encontraba mal; era el único motivo por el cual no había venido a desayunar. Moss pretendía que el envenenamiento pasase inadvertido el mayor tiempo posible, confiando en que su malestar confundiera a los médicos y, mientras le realizaban los análisis, los insurrectos se dirigirían hacia la ciudad.

—Iré a verlo —anuncié a los presentes—. Comenzad sin nosotros.

Clara no dejó de mirarme mientras me alejaba. Pero yo no me atreví a girar la cabeza. Por el contrario, mantuve la vista en la puerta y, luego, en el pasillo que se extendía ante mí y que desembocaba en la suite de mi padre. Después de llamar a la puerta con los nudillos, apoyé en ella la mano, pues todavía no estaba en condiciones de entrar. Enseguida se oyó un débil murmullo de voces y las pisadas de alguien que se acercaba.

El médico entreabrió apenas lo suficiente para que le viera la cara, pero no así la habitación; las gafas le caían sobre la nariz y sudaba copiosamente.

—Dígame, princesa Genevieve.

—¿Puedo pasar?

Avancé unos centímetros, pero él mantuvo la puerta entreabierta y me impidió el acceso. Alzó un dedo, como indicando que esperara, y cerró enérgicamente. Oí más murmullos y las toses de mi padre. Por fin abrió de nuevo.

La estancia tenía el mismo aspecto que la víspera: los muebles estaban limpios y relucientes, y los amplios ventanales de vidrio laminado permitían contemplar la ciudad que se extendía allá abajo. Un hedor agrio impregnaba el ambiente; ese olor a podredumbre y sudor me afectó en el acto y provocó que la bilis me subiese a la garganta. Tragué saliva y me tapé la nariz con la mano.

El médico se detuvo junto a la puerta y aguardó a que yo entrara. Me cubrí la cara con el chal y penetré en la habitación en penumbra. Como las cortinas apenas estaban corridas, solamente entraba una delgada línea de luz que iluminaba el suelo y los pies de la cama. Al recibir de pleno el aire de los conductos de ventilación, tuve la impresión de que la estancia era más pequeña y asfixiante, y el sudor me humedeció la nuca.

Mi padre estaba acostado; jamás lo había visto con semejante aspecto: tenía los ojos entornados y la piel había adquirido un tono grisáceo que únicamente había visto en los moribundos; una mancha amarilla ensuciaba la solapa del pijama de color azul marino.

Cerré los ojos y retorné a la quietud de la habitación de mi madre, a aquella vez en que había abierto la puerta de su cuarto: ella dormía con la cabeza girada hacia un lado; las magulladuras se le habían extendido por toda la zona del nacimiento del cabello, y la sangre se le había secado y ennegrecido alrededor de la nariz. Me aproximé porque deseaba hacerme un ovillo a su lado y pedirle que me encajase las rodillas en las corvas como hacía siempre que me abrazaba; al trepar a la cama, mi madre despertó y se arrinconó junto al cabezal.

«Tienes que irte —dijo, y se tapó la cara con la manta—. Vete ahora mismo». Cuando salí y ella cerró finalmente la puerta, oí con claridad el chasquido del cerrojo y el lento chirrido de las patas de la silla a medida que la arrastraba y la encajaba debajo del pomo de la puerta.

—Hago cuanto puedo para que esté cómodo —explicó el médico, mientras me enjugaba los ojos—. Todo comenzó anoche. Probablemente, se trata de un virus, aunque le garantizo que no se trata de la epidemia.

En las comisuras de los labios se le habían formado ampollas, y el rostro se le había transfigurado, expresando tensión, mientras luchaba contra algo invisible. Era consciente de que aquella indisposición era obra mía y de que estaba sufriendo por mi culpa. Inmersa en esa situación, sentí que me encogía hasta quedar reducida a nada. Había entrado en la suite de mi padre y envenenado su medicación, mientras él me esperaba fuera, convencido de que yo estaba vomitando. En ese momento y en ese estado, no fue más que el hombre que había amado a mi madre y que, después de tantos años, me había buscado para decírmelo.

Me detuve a su lado y le examiné las manos, cuyas gruesas venas azuladas destacaban bajo la piel. De una mano le sobresalía un tubito, y la sangre todavía estaba húmeda bajo el esparadrapo transparente que lo mantenía en su sitio.

—Soy yo. —Me incliné para que me oyese—. He venido a ver cómo estás.

Él giró la cabeza, abrió los ojos y sus labios esbozaron la más débil de las sonrisas.

—He pillado un virus estomacal, no hay de qué preocuparse. —Se secó la saliva acumulada en la comisura de los labios, miró al médico y preguntó—: ¿Esta noche?

—Sí, esta noche tendremos mucho más claro qué le ocurre y sabremos si ha mejorado. De momento, lo que importa es mantenerlo hidratado. —Mi padre se llevó la mano a un costado y se puso rígido y tenso. El médico me forzó a retroceder y estuvo atento a la respiración del enfermo—. Más tarde podrá volver a visitarlo —añadió, y señaló la puerta.

Impávida, vi cómo se le tensaban los pies a mi padre, los dedos apuntándole al techo, y cómo doblaba una rodilla para tratar de sobrellevar el dolor. Emitió una exhalación ronca y jadeante, se relajó ligeramente y trató de mirarme.

—Genevieve, no te preocupes. —Sonrió, pero me pareció que se esforzaba por no llorar—. Se me pasará.

Bajé la vista y me fijé en las espirales de la moqueta y en la delgada línea de luz que se colaba por la cortina. Pensé en mi madre. ¿Estaría enojada conmigo, estaría enfadada con su hija por lo que le había hecho a alguien a quien ella había amado? Por muy responsable que mi padre fuese de tantas muertes, ¿acaso yo no acababa de hacer lo mismo? ¿Era tan nefasta como él, o no?

Iba ya a retirarme, pero en la puerta me detuve al oír sus toses. Di un respingo al escuchar sus estertores acompañados de expectoraciones de flemas y atragantamientos. Ya no había vuelta atrás. Lo hecho hecho estaba. Pero deseé que no tuviera que permanecer así, vivo a medias, mucho más tiempo.

«Que sea rápido —rogué dirigiéndome a un ente sin nombre ni rostro, como en las plegarias que había oído en las ceremonias conmemorativas—. Que termine de una vez».