La fiesta siguió incluso después de que los músicos se retirasen y se hubieran recogido del salón hasta las últimas tazas y platos. Mi padre estaba más animado que nunca, brindando aquí y allá con su copa de cristal y parloteando con Harold Pollack, un ingeniero de la ciudad.
—Se trata de algo digno de celebrar —le oí comentar, mientras Charles y yo nos dirigíamos a la puerta.
—Sobre todo en un momento en el que la situación no está demasiado clara —coincidió Harold.
Ante tal comentario, el soberano hizo un ademán con la intención de restar importancia a esas palabras, como quien espanta a una mosca, y replicó:
—No creas todo lo que oyes. No podemos concluir que algunos motines en los campos de trabajo representen una amenaza para la ciudad.
Me resistí a marcharme y presté atención a la conversación, mientras Charles hablaba con el responsable de Finanzas. Mi padre soportó unos minutos más la presencia de Harold y, finalmente, se excusó con el propósito de retirarse. Durante toda la velada no se había hablado de otra cosa: entre una felicitación y la siguiente, los invitados mencionaron los rumores acerca de los campos de trabajo y preguntaron al rey por los rebeldes que, según se decía, se hallaban a las puertas de la ciudad. Ante cada pregunta, el monarca reía un poco más fuerte y acrecentaba sus intentos de demostrar lo seguro que se sentía de su posición. Los definió como motines, para no llamarlos asedios, y dio a entender que solamente se habían producido en dos campamentos.
—¿Nos vamos? —preguntó Charles ofreciéndome el brazo.
Se lo acepté, y recorrimos el pasillo sin cruzar ni una palabra. Me concentré en el sonido de nuestros pasos y en el débil eco de los del soldado que nos acompañaba.
Entramos en el dormitorio, y el cerrojo emitió un chasquido al correrlo. Mi marido iba de aquí para allá por la estancia, hasta que dejó caer la chaqueta en un sillón y se aflojó la corbata.
—No tenías por qué hacer lo que hoy has hecho —dije.
Él me daba la espalda mientras se quitaba los zapatos.
—Desde luego que sí —afirmó—. Por nada del mundo le habría dicho la verdad a tu padre. Sabes muy bien en qué situación te habría puesto. —Se volvió, y reparé por primera vez en que tenía las mejillas salpicadas de manchitas rosadas, como si acabase de salir de un sitio muy frío—. Genevieve, nadie debe saberlo…, absolutamente nadie.
—No es tu problema ni tienes que resolverlo. Es algo que he hecho yo.
Después de visitar el solar en construcción, había acudido a mi cita con el médico y luego me había reunido con Charles para asistir a la recepción. La gratitud que sentía hacia él había disminuido y dado origen a un sordo resentimiento. Me había salvado. Mejor dicho, él creía que me había salvado y yo presentía la deuda implícita que existía entre nosotros cada vez que me cogía la mano y me la estrechaba. Era como si me dijera: «Estamos juntos en esta historia. No te abandonaré».
Se tapó la cara con las manos y, meneando la cabeza, me dijo:
—¿Es esta tu forma de agradecérmelo? Sabes perfectamente que, cuando nos casamos, yo no quería que esto ocurriera. No quería sentirme como un horroroso segundo plato que alguien te había impuesto. Intento hacerlo bien y siempre lo he intentado. Al menos podrías haberme avisado antes de tenderme una emboscada en la obra en construcción.
—Hasta esta mañana no sabía nada —le espeté.
Me alejé de la puerta y me esforcé por no levantar la voz. Lo cierto es que le estaba agradecida. Su comportamiento había sido amable y honrado, y me había proporcionado, como mínimo, una jornada más en la ciudad. Eso suponía la posibilidad de hablar con Moss antes de escapar. De todos modos, nunca le había pedido ayuda.
—Te pasas horas en los jardines —me recriminó—, caminas en círculo y recorres tres veces el mismo sendero como si fuera la primera ocasión que lo pisas. Mantienes la mirada perdida cuando nos sentamos a cenar y es como si estuvieses en un universo nunca visto al que nadie más puede acceder. Ya sé que albergabas sentimientos hacia él…
—No albergaba sentimientos hacia él. Querrás decir que lo amo.
—Lo amabas. Ya no existe —especificó. Me puse muy tiesa, como si me hubiera metido el dedo en una nueva llaga—. A mí tampoco me gusta lo ocurrido, pero me parece que podrías tratar de ser feliz. Creo que todavía es posible.
«Contigo, jamás», pensé, y las palabras estuvieron en un tris de escapar de mi boca. Las retuve, sin embargo, y me esforcé por no pronunciarlas rudamente. Él me miraba con fijeza, mostrando una sorprendente expresión esperanzada y una actitud expectante. Tuve que reconocer que todo sería más fácil si sintiese algo por aquel hombre, pero me resultaba imposible pasar por alto su comportamiento mezquino y cobarde, su forma de decir «lo ocurrido» o «lo sucedido», como si el asesinato de Caleb no fuera más que una aburrida cena a la que habíamos asistido hacía varias semanas.
—Te agradezco lo que has hecho hoy, pero mis sentimientos no cambiarán.
De pronto se le anegaron los ojos en lágrimas y se dio la vuelta para que yo no lo viese. Le cogí irreflexivamente la mano; la sostuve unos segundos y me transmitió su calor. Pese a que estábamos donde estábamos y a que la iniciativa me correspondía, me pareció extraño y forzado. Nuestros dedos no se entrecruzaron naturalmente, como había pasado con Caleb, con tanta facilidad que parecían haber sido creados para estar siempre entrelazados. Fui la primera en apartar la mano, y ambos dejamos caer los brazos.
Él se sentó en el borde de la cama, apoyó los codos en las rodillas y se sujetó la cabeza con las manos. Estaba más alterado que nunca. Me senté a su lado, esperando que se girara hacia mí.
—Dime una cosa —musitó—. Tú estuviste vinculada a los rebeldes. ¿Son ciertos los rumores que corren?
—¿A qué te refieres?
—A que han tomado los campos de trabajo y avanzan sobre la ciudad. Corren toda clase de rumores: que la incendiarán y que, intramuros, ya hay una facción considerable. —Echó la cabeza hacia atrás, y continuó—: Dicen que cuantos trabajan para el rey serán ejecutados. Nadie sobrevivirá.
Recordé el comentario de Moss sobre los disidentes que habían sido denunciados y asesinados, e incluso que algunos de ellos habían sido torturados en las cárceles de la ciudad. Pero no podía contarle nada a Charles, no lo haría. Allí sentada y pendiente de su entrecortada respiración, ansié encontrar el modo de prevenirlo sobre lo que estaba próximo a pasar. Le toqué la espalda y noté que el pecho se le expandía bajo la camisa.
—Es posible que hoy me hayas salvado la vida.
—Volvería a hacerlo.
Abandonó el borde de la cama, caminó hasta el cuarto de baño y cerró enérgicamente la puerta en cuanto entró.
Yo continué donde estaba, oyendo cómo corría el agua y los cajones que se abrían y se cerraban. Charles Harris trabajaba para mi padre, tal como lo había hecho el suyo. En opinión de Moss, no era mejor que el monarca. Claro que en este instante solo era Charles, el hombre que robaba peonías de los jardines del Palace porque sabía que me gustaba ponerlas entre las hojas de los libros, el que detestaba los tomates, el que era inflexible con el uso del hilo dental, o a veces, incluso después de ducharse, el que conservaba en el pelo el olor de las obras en construcción.
Me puse el camisón y me metí en la cama. Él pasó casi una hora en la ducha. Por fin, apagó la luz, se hizo un ovillo en la chaise longue que había en el rincón y su respiración adoptó un ritmo más relajado gracias al reposo. Permanecí despierta, estudié las sombras de la pared y traté de imaginar qué supondría estar aquí, en la ciudad, cuando entraran los rebeldes. ¿Cuánto tardarían en llegar al Palace? Me figuré el terror que provocaría y a Charles, maniatado, en la escalera. ¿Qué pensaría y qué diría cuando fuesen a por él? Tuve la certeza de que lo matarían.
Me invadió un frío intenso. Pero seguí tumbada y me esforcé por mantener la calma y por guardar los secretos que había prometido guardar. Y tuve otro convencimiento, quizá con la misma certeza, algo que me cortó la respiración: Charles no se lo merecía.