Abrí el grifo y dejé que el agua fría me empapase las manos. Tosí estentóreamente varias veces y comencé a registrar el estrecho mueble en busca de cajitas de plástico y botes de pequeño tamaño. Las etiquetas estaban bastante borrosas. Retiré frascos altos llenos de líquido blanco, un par de gruesas navajas de afeitar, un cepillo de crin y jabón duro del que se usa para preparar espuma de afeitar; asimismo había toallas blancas, dobladas, que despedían olor a menta. Por fin, en el cajón superior, encontré dos frascos de color ambarino cuya etiqueta manuscrita incluía la firma del médico.
Noté cómo me pesaba el extracto que llevaba en el bolsillo del vestido. Deposité las cápsulas blancas y brillantes en la encimera de mármol y me puse manos a la obra. Abrí tres de ellas y las vacié en el lavabo. El polvo se apelotonó, fue arrastrado por el agua y flotó unos segundos sobre el sumidero antes de ser absorbido.
Vertí parte del extracto en la encimera y lo introduje en la cápsula dura, poniendo mucho esmero en mantenerlo lejos de la cara, tal como había insistido Moss. Pellizqué un extremo de la cápsula, la tapé y la metí en el frasco. Iba por la mitad de la segunda cuando mi padre llamó a la puerta. El sonido retumbó en el cuarto de baño y se me pusieron los pelos de punta.
—¿Va todo bien? —preguntó accionando el picaporte, pero el cerrojo estaba echado y la puerta no se abrió.
—Enseguida salgo.
Actué deprisa: acabé de rellenar la segunda cápsula, hice lo propio con tres más y eché el veneno sobrante en el lavabo. Cerré el frasco y volví a dejarlo tal como lo había encontrado, entre dos cajas de latón. Me lavé las manos, hasta que el agua fría me insensibilizó los dedos, me mojé la cara y me guardé la bolsita en el bolsillo.
Cuando salí, encontré a mi padre pegado a la puerta, a pocos centímetros del marco. Se había cruzado de brazos.
—¿Te encuentras mejor? —quiso saber, y demoró unos segundos la mirada en mis manos, que todavía estaban húmedas.
Me las llevé a las mejillas con el deseo de que la suave piel, aunque ruborizada, recuperase la normalidad.
—Necesito tumbarme —dije—. En estas condiciones no podré acompañarte a Afueras.
—No iré solo a ver a Charles —sentenció—. Vamos, será una visita breve. En media hora estarás de regreso.
Su expresión se endureció, y comprendí que no había nada más que decir. Me cogió del brazo y me condujo hacia la puerta de la estancia.
El trayecto en coche duró una eternidad. El vehículo dio bandazos en cada esquina y el olor a cuero y a colonia del habitáculo me repugnó. Bajé la ventanilla con la intención de respirar aire, pero Afueras me devolvió el hedor a polvo y ceniza. Me llevé la mano al vientre y me acaricié la delicada piel, tanteando el montículo que todavía no se apreciaba. Como la menstruación no me había venido, me había planteado que podía estar embarazada, pero en los últimos meses todo sucedía demasiado deprisa y como si fuera ajeno a mí.
Moss había robado una camiseta raída de la caja de objetos recuperados del hangar; en la etiqueta había una ce mayúscula, y la tela estaba gastada después de tanto uso. A solas en mi dormitorio y con la camiseta de Caleb entre las manos, tuve la certeza de que cuando lo mataron, una parte de mí también murió. Ya no sentía nada, a diferencia de cuando él se hallaba en la ciudad. Los días en el Palace me parecían interminables, plagados como estaban de conversaciones forzadas y de personas que, únicamente, me veían como hija de mi padre y nada más.
Me mordisqueé las cutículas de los dedos, mientras el coche rodaba a gran velocidad rumbo a la obra en construcción. En ese momento la lista de desaires a Charles adquirió importancia: las cosas que había hecho o dejado de hacer se convirtieron en razones de peso para que le contase la verdad a mi padre. Había sido yo quien, la primera noche, insistió en que abandonase el lecho. No soportaba que me mirara demasiado, que me hablase demasiado, que conversara demasiado con mi padre, o que hiciese un comentario favorable al régimen. Aunque había momentos en que la situación resultaba soportable, casi todo el rato que compartíamos en el dormitorio se caracterizaba por sus preguntas, sus esfuerzos y mi silencio o mis críticas.
—Genevieve, te estoy hablando —me espetó mi progenitor. Di un respingo cuando me tocó el brazo—. Hemos llegado.
El coche se detuvo ante un edificio en demolición. Habían echado abajo un viejo hotel que durante la epidemia había cumplido la función de depósito de cadáveres. Llevaba más de una década tapiado, y las osamentas de las víctimas seguían en el interior. En el suelo había algunos puñados de flores: rosas marchitas y margaritas resecas y rígidas.
El solar estaba rodeado por una cerca de madera contrachapada, si bien había aberturas que descendían hasta el impresionante cráter abierto en la tierra. Me apeé del coche y caminé hacia una de esas aberturas.
—Genevieve —me dijo el rey—, no tendrías que ver nada de todo esto.
Aproximadamente nueve metros más abajo, en el suelo, había una gigantesca pila de escombros. Una excavadora arrastraba el cemento hacia atrás y lo acercaba al borde de los cimientos; una grúa que no funcionaba, cuyo brazo era de color amarillo y de dimensiones descomunales, se apoyaba en tierra. Por todas partes los muchachos de los campamentos de trabajo, que estaban más delgados que los chicos que hasta entonces había visto en la ciudad, retiraban ladrillos y ceniza con la ayuda de palas y carretillas. Habían circulado rumores de que, una vez producida la liberación de los campos de trabajo, los que en ese momento se hallaban en la ciudad habían quedado atrapados y trabajaban el doble para compensar la ausencia de sus compañeros.
Uno de los chicos de más edad nos señaló desde el agujero. Charles emprendió la subida por la pendiente. Hizo un alto antes de salvar un montón de barras de acero y cemento, gritándoles a dos niños que se habían quitado la camisa y correteaban por un extremo del solar pateando algo. Entrecerré los ojos para protegerlos del sol, y poco a poco discerní los oscuros huecos que tenía en uno de los lados el objeto al que daban puntapiés. Se trataba de un cráneo humano.
Me tapé la nariz porque el olor a reseco me produjo asco. Por lo que me habían contado, en el hotel habían sepultado a cientos de personas, envolviéndoles los cuerpos con sábanas y toallas. Corrían rumores de que algunas de ellas aún estaban vivas y enfermas a causa de la epidemia, y de que sus aterrorizados familiares las habían abandonado allí en sus últimas horas. El polvo se había posado en las superficies en un radio de medio kilómetro, y todo, todo —la calzada, los edificios circundantes, los coches oxidados y sin neumáticos que estaban en el aparcamiento abandonado— estaba cubierto de una delgada película gris.
Mantuve la cabeza gacha, mientras mi marido se nos acercaba y ascendía por la rampa de madera que habían colocado en un lateral del cráter. Pasé el pulgar por debajo de la tira del bolso y recordé su contenido. Por mucho que corriera, el túnel más cercano se encontraba a media hora de distancia. Mis mayores posibilidades consistían en emprender el regreso en coche con mi padre y escapar antes de internarnos por la calle principal, ya que así estaría a diez minutos del túnel sur. Si me desplazaba deprisa, siguiendo los callejones de Afueras, probablemente conseguiría esquivar a los soldados que me persiguieran.
—Tenemos una noticia que darte —anunció mi padre cuando Charles estuvo lo bastante cerca como para oírlo.
Los hombros de la chaqueta azul marino de Charles estaban cubiertos de polvo. Se quitó el casco amarillo con el que se protegía la cabeza y lo acunó como a un bebé.
Nos miró alternativamente a mi padre y a mí y, a continuación, al coche que esperaba con el motor al ralentí. El soldado se había bajado y esperaba de pie junto al vehículo, con el rifle colgado del hombro.
—Tiene que ser importante, pues no recuerdo que Genevieve haya visitado jamás uno de mis proyectos.
El soberano me empujó ligeramente y murmuró:
—Adelante, Genevieve, comunica a tu marido la buena nueva.
Mi padre me vigilaba sin apartar los ojos de mí.
Mi mirada se encontró con la de Charles y presentí que todo había terminado. Se mostró simultáneamente esperanzado y nervioso al tiempo que se alisaba un mechón de pelo negro que le había caído sobre los ojos. Inspiré para llenar los pulmones de aire y lo retuve hasta que ya no pude aguantar más.
—Estoy embarazada —anuncié, y se me atenazó la garganta—. No me cabe la menor duda de que para la Ciudad de Arena será una gran noticia.
La excavadora se desplazó por el suelo de la demolición y emitió un pitido suave. Me llevé la mano al pecho: mi corazón seguía latiendo, y eso me tranquilizó.
«Dilo de una vez —pensé al ver que Charles bajaba la cabeza y clavaba la vista en tierra—. No prolongues más esta situación».
—Como lo es para mí. —Acortó la distancia que nos separaba y me abrazó hasta estrecharme firmemente contra su pecho. Respiré hondo, mi cuerpo se relajó lentamente y me apoyé en él. Entonces me acarició la espalda con tanta delicadeza que hube de contener el llanto—. Nunca me había sentido tan feliz.