Clara estaba echada en la chaise longue del rincón, con el periódico de la ciudad doblado sobre el regazo, cuando desperté; dormía de lado, apoyada en los almohadones que Charles usaba por las noches. Me miré el brazo: sujeto con esparadrapo sobre las venas, me habían puesto un trozo de algodón, en cuyo centro destacaba un puntito rojo. No habían transcurrido más de una o dos horas desde que el médico me había sacado sangre, tomado el pulso y explorado la garganta y los oídos con la misma luz de forma cónica que solían emplear en el colegio. Insistí en que me encontraba bien, y era verdad. Las náuseas habían desaparecido y volvía a tener tacto en las manos; los únicos síntomas que persistían eran la sensación de un tenso vacío en el vientre y un ligero sabor agrio en la boca.
Desde el pasillo me llegó el sonido de alguien que arrastraba una mesa rodante y el de las ruedas que chirriaban a causa del peso. Me levanté: la flojedad de las piernas era más acusada de lo que suponía cuando me dirigí a la librería de madera tallada y me agaché. Los tres volúmenes estaban a salvo en los estantes inferiores, exactamente donde Moss los había dejado hacía varias horas. Si sus suposiciones eran acertadas y alguien había intentado envenenarme, necesitaría esos libros antes de lo previsto.
—Te has levantado… —Clara se frotó los ojos, pero vio mi mano apoyada en el lomo de uno de los libros—. ¿Qué miras?
—Nada —repuse, y me senté a su lado—. Procuro distraerme un rato, eso es todo.
—Nunca te había visto en este estado —me dijo acariciándome la espalda—. Me has dado un buen susto.
—Ya estoy mejor. Lo peor ha pasado.
Recorrió con un dedo el delgado ribete blanco del cojín, y dijo:
—Me alegro. No han podido contactar con Charles.
—No me sorprende. Está en una obra en construcción de Afueras. No volverá hasta el atardecer.
Se le demudó el semblante. En el acto me sentí culpable de lo que había dicho, de la sutil evidencia de que conocía mejor que ella el horario de Charles. Mi prima y mi marido eran los únicos adolescentes que habían crecido en el Palace, y ella lo había amado desde siempre. Me había obligado a prometerle que se lo contaría si alguna vez él la mencionaba.
—Hasta ahora no ha dicho nada de ti —comenté, e intenté reconfortarla—. Como bien sabes, prácticamente siempre que hablamos terminamos discutiendo. No nos sentimos muy próximos que digamos.
Le cogí una mano y, cuando sonrió, se le formó un minúsculo hoyuelo en la mejilla.
—Debo de parecerte tan necia —dijo, y rió—. Intento mantener una relación que solo tiene lugar en mi mente.
—Nada de eso.
¿Cuántas veces me había detenido en Califia e imaginado que Caleb se encontraba junto a mí cuando me sentaba en las rocas y contemplaba las olas rompiendo en la orilla? ¿Cuántas veces había soñado que él todavía estaba aquí, en la ciudad, y que un día haría acto de presencia y me estaría esperando en los jardines del Palace? En medio del silencio de mi dormitorio, todavía le hablaba y le decía que ansiaba recuperar todo lo que habíamos poseído. Había momentos en que tenía que obligarme a recordar que Caleb ya no existía, que se había firmado el certificado de su muerte, que era imposible cambiar lo sucedido. Esos hechos eran mi único vínculo con la realidad.
Sin darme tiempo a añadir un comentario, la puerta se abrió y el soberano entró en la habitación prescindiendo de llamar. En ocasiones se comportaba de esa forma, como si quisiera recordarme que era el dueño hasta del último rincón del Palace.
—Me he enterado de lo que ha pasado —afirmó.
Me erguí al ver que el médico entraba tras él.
—No ha sido nada —afirmé a pesar de que todavía no estaba segura de encontrarme bien del todo. Moss se había llevado los restos del desayuno a Afueras para tratar de averiguar su composición.
—Has vomitado dos veces —enumeró el rey—. Estás deshidratada. Podrías haber perdido el conocimiento.
El médico, un hombre calvo y delgado, no llevaba bata blanca como los de los colegios. Vestía camisa azul y pantalón gris, como cualquier administrativo del centro de la ciudad. Me habían explicado que así era más seguro porque, dieciséis años después de la epidemia, todavía perduraban sentimientos de resentimiento hacia los médicos que habían sobrevivido, o preguntas acerca de lo que habían descubierto y cuándo se habían enterado de ello.
—Su padre estaba preocupado. Me preguntó si podía tratarse de un resurgimiento del virus —explicó el médico, entrecruzando los dedos—. Le garantizo que no lo es.
—Vaya, mi malestar se ha convertido en todo un acontecimiento —comenté, y los miré a uno y a otro—. En realidad, estoy bien.
—Volverá a ocurrirle —añadió el médico, pero no entendí a qué se refería—. Hiperémesis gravídica —declaró, como si esas palabras lo aclarasen todo—. La mayoría de las personas la conocen como náuseas del embarazo.
Mi padre sonrió y su expresión fue apaciblemente divertida. Se acercó y me ayudó a levantarme, cogiéndome de las manos.
—Estás preñada.
Me abrazó, y el aroma intenso y desagradable de la colonia que usaba se coló en mis pulmones. No tuve tiempo de procesar la noticia. Me sentí obligada a sonreír, a ruborizarme y a fingir el júbilo que se suponía que debía experimentar. Obviamente, era lo que mi padre esperaba. A sus ojos, por fin mi marido y yo le habíamos dado un heredero.
—Se trata de una noticia maravillosa. Iremos a Afueras y se lo comunicaremos a Charles —propuso mi padre—. En cuanto estés adecuadamente vestida, reúnete conmigo ante los ascensores.
Clara había enmudecido. No me atreví a mirarla, pero percibí su respiración, lenta e irregular, y tuve la sensación de que se estaba ahogando.
—Esta tarde tendrá que venir a la consulta —me comunicó el médico—. Quiero hacerle varios análisis para cerciorarme de que todo está dentro de la normalidad. Entretanto, he pedido a la cocina que se aprovisione de infusión de jengibre y de galletas saladas, productos que contribuirán a asentarle el estómago. Es posible que la ingesta de alimentos le provoque náuseas, pero saltarse las comidas solo servirá para agudizar el malestar. Como seguramente ya sabe, las molestias desaparecerán en el transcurso del día.
El hombre me tendió la mano para que se la estrechara. Confié en que no reparase en la frialdad de mi mano ni en la rigidez de mi sonrisa. Cuando se retiró, seguido de mi padre, Clara susurró con gran lentitud:
—Me dijiste que no lo amabas.
—No lo amo —confirmé.
Ya había visto a mi prima enfadada y aprendido a reconocer sus cambios de expresión y cómo tensaba la mandíbula. Pero lo de ahora era distinto: me volvió la espalda, vagó por la habitación y sacudió las manos como si intentara secárselas.
—Clara, no es verdad.
—En ese caso, ¿qué es verdad? —cuestionó con los ojos anegados en lágrimas.
No le había contado a nadie lo que Caleb y yo habíamos compartido en el hangar. Era el recuerdo al que retornaba cada vez que mis pensamientos fluían libremente. Rememoraba sus manos acariciándome la nuca, sus dedos bailando sobre mi vientre, el delicado roce de sus labios con los míos, la forma en que nuestros cuerpos se movieron simultáneamente y el sabor a sal y sudor de su piel. Ahora todo eso existía en el recuerdo; era un lugar que nadie más que yo podía visitar, un sitio en el cual él y yo estábamos solos por toda la eternidad.
Había escuchado las advertencias de las profesoras y analizado los riesgos de tener relaciones sexuales o acostarme con un hombre. En aquellas silenciosas aulas, las maestras habían insistido en que, incluso si lo hacíamos una sola vez, podía desembocar en embarazo. Pero en los meses transcurridos desde mi partida, había descubierto que no se podía confiar en nada de lo que decían. Por mucho que hubiese sido una verdad encubierta, por mucho que no se tratara de una exageración o una falsificación, no habría tenido la menor importancia. Resultaba imposible impedir un embarazo en la ciudad: el rey lo había prohibido.
En ese momento muchísimas ideas asaltaron mi mente: era mejor que Clara no lo supiese; correría menos riesgos si no lo sabía; me sentiría todavía más sola si ella lo ignoraba; estaría en una situación más peligrosa si se enteraba; me sentiría como una embustera si no se lo decía.
—Caleb —musité al fin. Pensé que, en cuanto mi padre hablase con Charles, todo habría terminado—. Fue Caleb. Te he dicho la verdad. No tengo, ni nunca he tenido, el más mínimo interés por mi marido.
Clara dejó caer los brazos a los lados del cuerpo, y preguntó:
—¿Por qué no me lo has contado antes? ¿Cuándo sucedió?
—La última vez que salí del Palace por la noche, hace dos meses y medio.
Mi prima se toqueteó la cinturilla del vestido y tensó la delicada costura. Entonces dijo:
—Tu padre no debe enterarse jamás.
Imaginé la expresión que el rey adoptaría cuando Charles le comunicara la verdad. Apretaría los labios, como hacía siempre que alguien lo contrariaba; adoptaría una expresión más sombría si cabe, cuadraría los hombros y se pasaría la mano por la cara, como si con ese ademán pudiera recomponerse las facciones. Me mataría. En ese momento y en medio del silencio de la estancia, tuve la certeza de que me mataría. Había dejado de serle útil. Desde el asesinato de Caleb, albergaba demasiadas dudas sobre mí y sobre mi participación en la construcción de los túneles. Además, se planteaba si yo aún tenía conexiones con los disidentes y si lo había traicionado. Me permitía vivir en el Palace y me conservaba como valor activo única y exclusivamente por mis probabilidades de engendrar la familia real de la Nueva América. Para eso servía Genevieve, la hija criada en los colegios que se había casado con el jefe del departamento de Desarrollo Urbano. Cuando Charles le revelase la verdad que solo nosotros conocíamos, mi padre encontraría la manera de liquidarme. Quizá yo desaparecería cuando la ciudad se recogiese para pasar la noche, como había ocurrido con algunos rebeldes. Darían la explicación que les viniera en gana: que alguien de fuera había entrado en el Palace, que había sido víctima de una enfermedad repentina…, lo que quisiesen.
No tenía tiempo de explicárselo a Clara, ni de contarle los cómo ni los porqués. Me arrodillé, retiré los voluminosos libros del estante inferior y guardé la bolsita en el bolsillo del vestido. Metí el cuchillo y la radio en mi bolso y me dispuse a salir de la habitación. Era necesario que hiciera lo que Moss había dicho y terminar de una vez, antes de que alguien me descubriera. Si era imprescindible, ese mismo día abandonaría la ciudad.
—¿Para qué quieres un cuchillo? —preguntó Clara retrocediendo—. ¿Qué vas a hacer?
—Ahora no puedo explicártelo —respondí deprisa mientras me dirigía a la puerta—. No sé qué pasará cuando mi padre se entere, así que debo protegerme.
—Por eso llevas un cuchillo. ¿Qué piensas hacer con él?
—No sé de qué es capaz mi padre —contesté—. Lo he cogido por si acaso.
Clara asintió antes de que yo franquease la puerta.
Mantuve el bolso apretado contra la axila mientras recorría el pasillo. Las pisadas de un soldado resonaron detrás de mí y las escuché más cerca al aproximarme a las habitaciones de mi padre. Respiré hondo e imaginé lo que habría sentido si todo hubiese sido diferente, si me hubiera enterado de que estaba embarazada en otro tiempo y en otro lugar: de estar vivo Caleb y si hubiésemos estado en el caos, en una parada de la ruta, la felicidad me habría embargado; habría sido uno de esos instantes puros y perfectos, y habríamos compartido la serena comprensión de lo que nos sucedía. En cambio, ahora únicamente sentía temor. ¿Sería capaz de criar a un hijo en solitario, sobre todo en medio de la situación en la que me hallaba?
Mi padre salió de su estancia.
—Es el momento perfecto —decretó, y se dispuso a ir hacia los ascensores, haciéndome señas de que lo siguiera.
Al acercarme a la puerta de su habitación, aminoré el paso y tragué la ácida saliva que me impregnaba la lengua. Me llevé la mano a la cara, me enjugué el sudor y respiré hondo. ¡Ya lo tenía!
Me tapé la boca con una mano y con la otra señalé la puerta.
—Perdón, pero creo que voy a vomitar.
No lo miré a los ojos. Apoyé un hombro en la puerta y esperé a que me dejara pasar.
—Sí, pasa, pasa —dijo, y pulsó varios números en el teclado situado debajo del cerrojo—. Se abrirá enseguida…
Empujó la puerta y me franqueó la entrada.
La suite de mi padre era tres veces más grande que la nuestra y contaba con una escalera de caracol que conducía al salón de la planta superior. Los ventanales daban a la ciudad que se extendía a nuestros pies, y las vistas llegaban hasta más allá de la muralla curva, donde se veía una infinidad de edificios ruinosos. Al pasar cerca de la vitrina instalada junto a la puerta, observé los barcos en miniatura que se exhibían allí; se trataba de esmeradas embarcaciones de madera metidas en botellas de vidrio, barcos de diversos colores y tamaños, con las velas izadas. No había estado más que cuatro o cinco veces en esa estancia, pero en todas las ocasiones me había detenido ante ellas, intentando comprender por qué mi padre dedicaba el tiempo libre a introducir barcos en miniatura en botellas. ¿Tal vez le resultaba satisfactorio encerrarlos, o es que le gustaba tener bajo control esos mundos diminutos?
—Tardaré un minuto —aseguré, y me encaminé hacia el cuarto de baño.
Aunque formaba parte de la habitación principal, la puerta del baño casi siempre tenía el cerrojo echado. Apoyé firmemente la mano sobre la boca, como si hiciera un esfuerzo por mantener la compostura. Eché a correr hacia el lavabo de mármol y me alegré de quedarme por fin a solas.