Tres

—Aquí tiene las viejas enciclopedias que me pidió —dijo Moss, depositando en mis brazos los volúmenes de tapa dura—. También he traído una novela que pensé que le gustaría. —En total había tres libros, cada uno de los cuales tenía cinco centímetros de grosor—. Son los tomos que faltan en su colección: la uve doble y la jota. Espero que le sirvan para buscar palabras como «jabalí…».

Dio unos golpecillos con un dedo en el primer tomo y me hizo señas para que lo abriera.

Levanté la cubierta con delicadeza y descubrí que habían recortado algunas páginas para formar un hueco poco profundo en el que había un sobrecito que contenía unos polvos blancos.

—¿Serás tan amable de dejarnos un rato a solas, Alina? —pedí a mi asistenta, que se encontraba en un extremo del salón.

Alina, la sirvienta que había reemplazado a Beatrice, recogía la mesa del desayuno, disponiendo las frágiles tazas en una bandeja. Era una mujer baja, de pelo castaño rizado y ojos pequeños y muy separados. Asintió y echó a andar hacia la puerta.

Intuí que se trataba de uno de los últimos encuentros entre Moss y yo, que los esfuerzos estaban a punto de dar fruto y que, lenta y secretamente, el poder pasaba a manos de los rebeldes. De todas maneras, me costó albergar esperanzas, ya que, después de haber visto a Maxine, cierto abatimiento se había apoderado de mí. Estaba preocupada por mis amigas y no cesaba de pensar en dónde estarían…, y si conseguirían sobrevivir. Ruby y Pip estaban embarazadas de cinco meses, o quizá más. ¿Por qué Arden no había enviado ninguna noticia a través de la ruta?

Cuando la puerta quedó firmemente cerrada tras la salida de Alina, estudié cada libro. En el interior del tomo de la jota, encontré un mapa plegado y una radio de manivela parecida a las que utilizaban en la ruta.

—Qué gracioso —opiné, y abrí la voluminosa novela, cuyo título me resultó desconocido. Contenía un cuchillo, que destelló al recibir la luz—. Guerra y paz. Creo que lo he entendido.

Moss sonrió al tiempo que tomaba asiento frente a mí.

—No pude evitarlo —murmuró—. Me pareció muy adecuado. Estoy tratando de conseguirte un arma, pero el asalto está tan próximo que no es nada fácil obtener suministros. Nadie está dispuesto a desprenderse de las armas de que dispone.

Nunca lo había visto tan contento. Sinceramente, lo envidié. Mi nerviosismo había ido en aumento. Por las mañanas el agotamiento podía conmigo; me estremecía y me acosaban unos constantes retortijones, como si alguien me estrujara el vientre.

—Se acerca el final —murmuró mi interlocutor, acariciando las tapas de los libros—. Y serás tú quien lo inicie.

—Estoy segura de que encontraré la forma de entrar. —Había estado dando vueltas a las circunstancias que me facilitarían el acceso a la suite de mi padre: diría que deseaba hablar con él y me inventaría un tema de conversación—. Pero ¿qué haré una vez dentro?

Moss acarició el dorado relieve de la tapa del libro, y replicó:

—Tendrás que registrar los cajones del mueble que hay junto al lavabo. Tu padre guarda allí el frasco con el medicamento para la hipertensión. Esas cápsulas se abren por la mitad y contienen un polvo blanco.

—Que deberé sustituir —acoté mirando el libro de soslayo.

—Exactamente. Sustituirás tantas como puedas, como mínimo seis o siete cápsulas. Y habrás de ser muy cuidadosa: no aspires el polvo y comprueba que no te quedan restos en las manos. Fue difícil conseguir la ricina; no es la sustancia ideal, pero servirá. Pon las cápsulas en la parte superior del frasco para que sean las primeras que el rey tome. Bastará con unas pocas dosis.

—¿Y a partir de ahí nos dedicaremos a esperar?

—En cuanto tu padre manifieste síntomas de enfermedad, deberás abandonar la ciudad, como mínimo durante uno o dos meses, hasta que cesen los combates. Con la ayuda de las tropas de las colonias tendremos más probabilidades de terminar rápidamente con el conflicto. Volverás en cuanto yo haya llegado al acuerdo de ser el líder provisional y convoquemos elecciones. Entretanto, sería demasiado peligroso que permanecieses en la ciudad. Sé perfectamente a quién eres leal, pero se trata de una cuestión que no puedo ni quiero compartir con la mayoría de los rebeldes…, al menos al principio. Resultaría arriesgado en exceso.

Me vinieron a la memoria los túneles que habían excavado bajo la muralla. Cuando dispararon a Caleb, solo habían descubierto uno de los tres que existían. Con frecuencia, Moss me había descrito el emplazamiento de los otros dos pasadizos y me lo recordaba por si alguna vez alguien averiguaba la conexión existente entre él y yo.

—Así pues, ésa es la razón de la presencia del mapa, de la radio y del cuchillo —concluí—. Abandonaré la ciudad en cuanto mi padre caiga enfermo.

Cualquiera de los que vivían intramuros no tendría dificultades para reconocerme. Al fin y al cabo, era la heredera del monarca, la princesa que aparecía en la primera página del periódico y en las pantallas colocadas a los lados de los edificios de lujo. En el caos estaría más segura y resultaría menos conocida.

—Cuando te marches, contarás con algunas provisiones. Cerciórate de utilizar el túnel sur. —Se quedó mirando los restos de las pastas de arándanos que había sobre la mesa. Asqueada por su olor reseco y harinoso, me había dedicado a desmenuzarlas. Con el dedo arrojó un trocito al suelo—. Esos víveres te durarán unos cuantos días, los suficientes para que te alejes lo bastante de la ciudad sin tener necesidad de cazar. ¡Ah! Por favor, te ruego que no te acerques al hospital, ni a las muchachas, al menos de momento.

—¿Quién te ha dicho que estuve allí?

—Una rebelde…, Seema, una soldado entrada en años que luce una mecha roja en la melena. —No me quitó ojo de encima mientras intentaba, sin éxito, recordar a la mujer que la noche anterior había detectado mi presencia—. El hecho de que te vieran en el hospital ha planteado preguntas. Ciñámonos al plan del que acabamos de hablar.

Me aparté de la mesa y protesté:

—¿Esperas que huya mientras todos los demás se preparan para el asedio? ¿No es la manera más directa de confirmar las sospechas?

—Regresarás en cuanto cesen los combates y me sea posible establecer un mínimo control interno. Será dentro de uno o dos meses, como ya te he dicho.

—En el supuesto de que regrese. Porque ¿cómo vamos a predecir lo que sucederá después del asedio?

Moss parecía convencido de que cuanto terminase la lucha y el rey hubiera muerto, la ciudad se decantaría de forma espontánea hacia la democracia y de que, a medida que conociesen las condiciones en los campos de trabajo y en los colegios, los ciudadanos, e incluso los soldados, se sumarían a los rebeldes.

Moss puso su mano sobre la mía, y me informó:

—Hay alojamiento a lo largo del valle de la Muerte. Los rebeldes han escondido subsistencias en un sitio llamado Stovepipe Wells, usándolo como punto de descanso en su avance hacia la ciudad. Los códigos de radio que te pasé hace varias semanas siguen vigentes. Volveremos a hablar cuando tu padre se encuentre mal, pero dará resultado. Confía en mí.

Estuve en un tris de echarme a reír. ¿Existía un lugar con un nombre más agorero que el valle de la Muerte?

—¿Qué pasará con Clara y Rose? ¿Qué será de Charles cuando los rebeldes tomen el poder?

—Intentaré ofrecerles protección, pero debes tener en cuenta que se los vincula con tu padre. Hace años que viven en el Palace y son fácilmente reconocibles. Charles trabaja para el rey.

—Vendrán conmigo y regresarán cuando yo también pueda hacerlo.

—La última vez que se habló de los túneles con alguien del Palace, dos de los nuestros murieron —precisó Moss sin mirarme.

¿Era su tono ligeramente acusador o se trataba de imaginaciones mías?

—¿Cuándo? —musité, pero me pareció que el salón se me caía encima—. ¿Cuánto tardaremos en comprobar los efectos del veneno?

Moss echó un vistazo a la puerta cerrada a cal y canto. El silencio se instauró en la estancia, y la luz del sol que se colaba por la ventana iluminó las diminutas partículas de polvo que flotaban en el aire.

—Como muy pronto, dentro de un día y medio o, a más tardar, dentro de tres días. Depende de las pastillas que tome y de la cantidad de sustancia que logres introducir en las cápsulas. Los síntomas comenzarán con náuseas, vómitos y dolor abdominal; a las veinticuatro horas sufrirá deshidratación, alucinaciones, convulsiones… —Se calló, y me observó—. ¿Qué te ocurre? Tienes mala cara.

Me puse de pie y me alejé de la mesa. Parecía que el suelo se me deslizaba bajo los pies, y ni la inspiración más lenta y profunda consiguió relajarme la tensión del vientre, al tiempo que una extraña y devastadora repugnancia me invadía; el desasosiego se apoderó de mí.

—Algo no va bien —reconocí a duras penas.

Moss se levantó, examinó el salón, así como las bandejas que aún contenían alimentos, el té y el vaso de agua.

—¿Qué sientes? —me preguntó y, acercándose a la bandeja de plata en la que Alina había puesto los platos del desayuno, revisó cuanto quedaba; luego le dio la vuelta a una de las pastas de arándanos.

—¿Has comido de esto? ¿Quién te lo ha servido?

No pude responder. Sudaba y ardía. El aire que llegaba por los conductos de ventilación resultaba abrasador. Me quité el chal, pero no sirvió de nada, ya que no pude librarme de una sensación nauseabunda y de mareo. Corrí hacia la puerta y tiré del picaporte hasta que cedió. Apenas había dado un par de pasos cuando me doblé por la mitad. El agrio vómito se me escapó de la boca, cayó al suelo y lo cubrió de salpicaduras acuosas y de color marrón. Mis entrañas volvieron a ponerse rígidas.

—¿Eve? —La voz de Clara me llegó desde la otra punta del pasillo y, de repente, se acercó corriendo—. ¡Socorro! ¡Que alguien avise al médico!