Al principio no supe muy bien qué oía, pues el sonido formaba parte del brumoso espacio de los sueños. Me cubrí con la ropa de cama, pero el sonido persistió. Poco a poco centré mi atención en la habitación: una tenue luz que llegaba del exterior iluminaba el armario y las sillas. Como siempre, Charles dormía en la chaise longue colocada en el rincón, sobresaliéndole los pies varios centímetros fuera del almohadón. Cada vez que lo veía en esa posición, encogido y con la expresión suavizada por el sueño, la culpabilidad se apoderaba de mí. Entonces recordaba quién era ese hombre, por qué estábamos allí y que, para mí, él no significaba nada.
Me incorporé en la cama y agucé el oído. Dada la distancia a la que estábamos de la calle, el esporádico chirrido de los frenos nos llegaba débilmente, pero era inconfundible. Lo conocía de cuando nos dirigíamos al oeste, hacia Califia, y también de cuando recorrimos el largo trayecto hasta la Ciudad de Arena. Me acerqué a la ventana y miré hacia la calle principal, por la que una hilera de todoterrenos oficiales recorría la ciudad, con los faros encendidos en plena oscuridad.
—¿Qué pasa? —quiso saber Charles.
Desde veinte pisos de altura, me costó discernir las difusas figuras que se apiñaban en la parte trasera de los vehículos.
—Parece que se están llevando gente de la ciudad —respondí sin dejar de observar los coches que se desplazaban hacia el sur.
La fila de todoterrenos se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Charles se frotó los ojos para despejarse y murmuró:
—Supuse que no lo harían.
—¿A qué te refieres? ¿Adónde los llevan?
Se situó a mi lado, junto a la ventana, pero nuestras imágenes apenas se reflejaron en el cristal.
—Vienen; no se van —reconoció al fin, y señaló el hospital abandonado que se alzaba en Afueras—. Son las chicas.
—¿Qué chicas?
Me fijé de nuevo en los vehículos, que, en un momento dado, frenaron y volvieron a arrancar. Un grupo de soldados estaba en medio de la calzada y daba instrucciones. Conté, como mínimo, doce coches; era el mayor número de ellos que había visto en un mismo sitio.
—Las chicas de los colegios —puntualizó él, y posó su mano en mi espalda, como si ese ademán fuera suficiente para tranquilizarme—. Hoy he oído a tu padre hablar de esta cuestión. Se dice que es una medida preventiva después de todo lo ocurrido en los campamentos.
Después de la cena, el monarca se había encerrado en el despacho con sus asesores. Estaba segura, porque era evidente, de que intentaban elaborar una estrategia de defensa, pero no me imaginaba que llegarían al extremo de evacuar los colegios. Sin tiempo para asimilar lo que acontecía, las lágrimas se me agolparon en los ojos y la visión se me tornó difusa. Por imposible que pareciese, por fin se hallaban en la ciudad: Ruby, Arden y Pip se hallaban aquí.
—¿Están todas las chicas? ¿Cuántas han venido en total?
Me desplacé deprisa por la estancia y saqué un jersey y un pantalón pitillo del armario. Me los puse por debajo del camisón, sin perder un segundo en cambiarme en el cuarto de baño, actitud que habría adoptado en condiciones normales. Me situé de espaldas a Charles cuando me cambié el camisón por el jersey de color beis claro.
Cuando me volví, advertí que tenía la vista clavada en mí y las mejillas arreboladas.
—Por lo que sé, todas están aquí. Creo que el traslado terminará al amanecer. No quieren hacerlo público.
—Ocultarlo será imposible.
Miré hacia el edificio situado enfrente: en los apartamentos se habían encendido varias luces y, tras las cortinas, vislumbré siluetas que miraban hacia la calle.
Charles no dijo nada más mientras me calzaba las bailarinas de color negro brillante que había cogido del suelo del armario. Alina, mi nueva asistenta, casi nunca me permitía llevarlas en público e insistía en que luciese los tacones que me apretaban los pies y me causaban la sensación de que estaba a punto de caerme de bruces.
—No puedes salir…, el toque de queda está en vigor —comentó mi marido cuando dedujo mis intenciones—. Los soldados no te lo permitirán.
Retiré de una percha la chaqueta de un traje suyo y, a continuación, los pantalones colgados debajo.
—Claro que me dejarán salir si vas conmigo —contesté, y le lancé las prendas.
Él se sujetó la ropa apelotonada sobre el torso y, lentamente, sin pronunciar palabra, entró en el baño para cambiarse.
Tardamos casi una hora en llegar al hospital que se hallaba en Afueras. Los vehículos seguían agrupados en la calle principal, de modo que un soldado nos escoltó a pie. Caminé cabizbaja, mirando la arenosa calzada. La última vez que había estado en esa zona iba al encuentro de Caleb: la serena noche me rodeaba, y la posibilidad de una existencia compartida lejos de las murallas, la posibilidad de un «nosotros», había dado alas a mis pies. En este momento, el impreciso perfil del aeropuerto apareció a lo lejos. Traté de divisar el hangar en el que habíamos compartido aquella noche, y donde las delgadas mantas de la aerolínea apenas nos habían protegido del frío. Caleb había acercado mi mano a sus labios y me había besado cada dedo antes de que el sueño nos venciera.…
Me dominó una sensación de malestar y desasosiego. Con la esperanza de que se me pasase, inhalé el frío aire. Cuando nos adentramos en Afueras, mis pensamientos saltaron de Caleb a Pip. Hacía varios meses que había hablado con mis amigas durante una visita «oficial» que había logrado negociar con mi padre. Había regresado a nuestro colegio a visitar a las alumnas y accedido a pronunciar un discurso ante las más pequeñas. Posteriormente, Pip y yo nos habíamos sentado un poco apartadas en el jardín del edificio de ladrillos sin ventanas, y mi amiga se había dedicado a deslizar los dedos en círculo por la mesa de piedra hasta que se le enrojecieron. Estaba muy pero que muy enfadada conmigo. Habían pasado más de dos meses desde que yo entregara a Arden la llave de la salida lateral del colegio, la misma que la profesora Florence me había dado a mí, pero no me había enterado de que se hubiese producido un intento de fuga. ¿Acaso Arden aún la tenía escondida entre sus pertenencias, o es que alguien la había descubierto?
Al aproximarnos al hospital, resonaba el petardeo de numerosos motores. Una sucesión de todoterrenos se hallaban pegados a una pared lateral del edificio de piedra; sus faros encendidos supusieron un agradable alivio en medio de la oscuridad. Un poco más adelante, tres mujeres soldados permanecían de pie junto a las puertas de cristal, la mitad de las cuales estaban tapiadas con madera contrachapada. El hospital había dejado de utilizarse incluso antes de la epidemia; los arbustos que lo rodeaban estaban resecos y sin hojas, y la arena se acumulaba en el límite entre la pared y el suelo. Dos de las soldados discutían con una mujer mayor que vestía camisa blanca impecable y pantalón negro, el uniforme de los trabajadores del centro de la ciudad. Una de ellas, en quien resaltaba una mancha de nacimiento roja y ovalada, le dijo:
—No podemos ayudarte.
Otra soldado, de cejas finas y nariz pequeña y picuda, que rondaba los treinta y cinco años, ordenó a la persona con la que hablaba por radio que se esperase.
Aunque la trabajadora estaba de espaldas, reconocí la delgada sortija de oro que lucía en un dedo, el anillo con una sencilla piedra verde en el centro. Eran las mismas manos que habían estrechado las mías el día en que llegué al Palace, las que habían pasado una toallita para limpiarme la piel cubierta de tierra y desenredado con gran cuidado los nudos de mi mojada cabellera.
—¡Beatrice! —la llamé—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
La mujer se giró. A pesar de que solo habían transcurrido dos meses desde que no la veía, parecía envejecida: marcadas arrugas le enmarcaban la boca, como si fuesen unos paréntesis, y las ojeras tenían un tono grisáceo.
—Me alegro de verla —afirmó aproximándose.
—Le falta decir «princesa Genevieve» —puntualizó Charles, y levantó una mano para cortarle el paso.
Lo aparté sin hacerle el más mínimo caso. Cuando la mañana de mis esponsales descubrieron que yo había desaparecido, Beatrice tuvo que confesar que me había ayudado a salir del Palace. El rey la había amenazado, lo mismo que a su hija, que desde que era un bebé residía en uno de los colegios. Como temió por la vida de su hija, la mujer reveló mi lugar de encuentro con Caleb, es decir, el emplazamiento del primero de los tres túneles que los rebeldes habían cavado debajo de la muralla. Mi antigua asistenta fue la causa por la que nos habían encontrado aquella mañana, la causa de que nos hubieran atrapado y hubieran liquidado a Caleb. Desde entonces no había vuelto a verla.
—Oí rumores en el centro —explicó Beatrice con una voz apenas perceptible—. Como vi pasar varios vehículos, los seguí. ¿Son las muchachas de los colegios? —Con mano temblorosa señaló el edificio y las cristaleras tapiadas—. Estoy en lo cierto, ¿no?
La soldado de la mancha de nacimiento dio varios pasos al frente y le advirtió:
—Debes irte, o tendré que detenerte por estar en la calle después del toque de queda.
—Estás en lo cierto, Beatrice —confirmé. Al final la mujer había quedado al margen de toda implicación con los disidentes; la defendí ante mi padre e insistí en que no sabía casi nada de Caleb, salvo que teníamos pensado abandonar juntos la ciudad. La habían trasladado al centro de adopciones, en el que ahora trabajaba, estando al cuidado de algunas de las participantes más jóvenes en la iniciativa de traer hijos al mundo—. También por eso nosotros estamos aquí. —Me encaré con la soldado—. Quería ver a mis amigas del colegio.
La militar movió negativamente la cabeza y dijo:
—No podemos permitirlo.
Su tono fue tajante. Pese a los intentos de discreción, tuve la sensación de que la soldadesca al completo estaba enterada de la historia: yo había intentado escapar en compañía de un rebelde, sabía que estaban construyendo un túnel debajo de la muralla y había ocultado la información a mi padre a pesar de los riesgos de seguridad que todo ello entrañaba. Por eso, nadie confiaba en mí.
La soldado señaló a Charles y al soldado que nos había acompañado hasta el hospital, y añadió:
—Menos aún podemos permitirlo con ellos aquí. Deben marcharse.
—No entrarán con nosotras —afirmé.
Una soldado más baja, de dientes mellados, siguió presionando la radio con el pulgar, y las interferencias nos abrumaron. Del otro extremo de la línea llegó el suave murmullo de una voz femenina, que preguntó si estaba preparada para la entrada y la descarga de otro todoterreno.
—Ya sabemos lo de las graduadas —declaré de viva voz, señalando con un gesto a Beatrice—. Las dos conocemos el destino de esas chicas. Tras obtener la autorización de mi padre, he visitado a las muchachas de los colegios. Aquí no se corre ningún riesgo de seguridad.
La soldado de la mancha de nacimiento se frotó la nuca, como si se lo replantease. Me volví hacia Charles para ver si estaba dispuesto a hacerla cambiar de parecer. Por mucho que mi lealtad estuviera en cuestión, su palabra aún tenía peso dentro de los límites de la ciudad.
—Las esperaremos fuera —afirmó él quedamente, y se alejó del edificio.
—Todavía tenemos que entrar a las últimas —añadió la soldado y, apartándose de las puertas de cristal, nos permitió acceder al edificio—. Diez minutos, ni uno más.
En la recepción solo había unas pocas luces encendidas. Como casi todas las bombillas estaban rotas y las que funcionaban parpadeaban intermitentemente, me escocieron los ojos. Beatrice caminaba pegada a mis espaldas. Varias sillas de la sala de espera estaban tumbadas, y la moqueta, delgada y raída, olía a polvo.
—Señoritas, a vuestras habitaciones —ordenó una voz femenina que retumbó en el pasillo.
Una sombra se deslizó por la pared y desapareció.
Alguien había intentado fregar apresuradamente los suelos, pero únicamente había conseguido cambiar de lugar la suciedad, de modo que un sinfín de rayas negras se dibujaban en el enlosado del pasillo. A los lados había diversos aparatos colocados en estanterías metálicas con ruedas, así como maquinaria vieja tapada con hojas de papel. Giré por un pasillo lateral, donde una mujer de cierta edad y enjuto rostro tomaba notas en un portapapeles; vestía una blusa roja y holgados pantalones, el uniforme propio de las profesoras que en el colegio había visto miles de veces. Tardé unos segundos en confirmar que no la conocía; seguramente, procedía de otro centro educativo.
—Busco a las muchachas del colegio once —anuncié.
Durante años había nombrado mi colegio por las coordenadas geográficas y, cuando llegué a la ciudad, me enteré de que todos ellos disponían de su número correspondiente.
Beatrice echó a andar por el otro lado del pasillo, se detuvo ante una puerta abierta y después en la siguiente, sin cesar de buscar a Sarah, su hija. Yo pasé junto a la maestra y me adentré en la sala del hospital muy poco iluminada, que estaba ocupada completamente por catres bajos; las ralas cortinas estaban corridas. La totalidad de las chicas tenían menos de quince años. La mayoría de ellas se habían tumbado sin quitarse el uniforme y tapado las piernas con varias mantas de algodón; ni siquiera se habían descalzado.
—No estoy segura de… —comentó la profesora. Me miró con suma atención, pero no pareció reconocerme. Vestida con jersey y pantalones yo podía pasar por cualquier mujer que viviera en la ciudad—. En esta planta no están, aunque es posible que las hayan distribuido en la de arriba. ¿Puedo preguntarle qué hace usted aquí?
No me tomé la molestia de responderle; seguí mi camino y me interné por otro pasillo que desembocó ante unas puertas de doble hoja cerradas. Las franqueé y, en la primera habitación vi a una chica sentada en una cama muy alta, la más alejada de la ventana, y a otra muchacha encima de un aparato oxidado del que sobresalían varios cables. La chica rubia sostenía entre los dedos un adivinador de papel como los que solíamos hacer en el colegio. Cuando me oyeron, se bajaron de un salto y se cobijaron bajo las mantas.
Caminé deprisa por otro pasillo y me asomé a las habitaciones situadas a uno y otro lado de éste. De vez en cuando hallaba a una profesora durmiendo en una de las camas hospitalarias, que olían a humedad, o en un sillón arrinconado. Pero no había alumnas embarazadas. Era consciente de que tenían que haber alojado a las chicas de la iniciativa de traer hijos al mundo al margen de las demás, pero me resultó imposible deducir dónde las habían metido.
Subí corriendo una escalera lateral; en las paredes se reflejaba el tenue resplandor de los faros de los todoterrenos. Subí una planta y pasé por delante de las puertas de las habitaciones: encontré el mismo panorama que en el ala de abajo. Ascendí hasta el pasillo siguiente y lo recorrí sin detenerme mientras me asomaba a cada cuarto. Las muchachas eran tan jóvenes como las anteriores, pero me resultaron desconocidas.
Al llegar al rellano de la sexta planta, reparé en que una soldado montaba guardia junto a la puerta. Como había subido corriendo, agaché la cabeza y el cabello se me pegó a la piel húmeda de sudor.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó la mujer.
Una cicatriz le atravesaba el labio superior, que le había quedado tirante y blanquecino.
—Tengo que encontrar a las chicas de uno de los colegios —respondí—. Busco a una muchacha llamada Pip…; es pelirroja, de piel blanca y está embarazada aproximadamente de cinco meses.
La mujer soldado se acercó a la barandilla y se asomó por el hueco de la escalera. Luego, volviéndose hacia mí, me preguntó:
—¿Cómo ha dicho que se llama? —Mantuvo la culata del fusil a pocos centímetros de mi pecho para impedirme avanzar—. Pero usted, ¿quién es?
—Soy Genevieve…, la hija del rey, y estuve personalmente en ese colegio.
Me repasó de arriba abajo e inquirió:
—¿Se refiere a la pelirroja del colegio del norte de Nevada?
Asentí al recordar el nombre de la ciudad que había leído en los mapas. Había pasado demasiados años refiriéndome al colegio por sus coordenadas, como si fuera lo único que existiera en ese sitio. Me costó reconocer que se trataba de una ciudad real, donde la gente había vivido antes de la epidemia, un lugar al que alguien consideraba su hogar.
—¿La conoce? —pregunté.
Sin pronunciar palabra, la soldado corrió el cerrojo, traspasó el umbral y dejó espacio suficiente para que yo pasara. En el largo pasillo, en el que estaban apostadas otro par de mujeres soldados, no había más que una luz. Una de ellas dejó de leer el gastado libro en cuya tapa aparecía un dinosaurio, una obra titulada Parque jurásico.
—Cabe la posibilidad de que sepa a quién se refiere —admitió la soldado de la cicatriz en el labio—. Venía en el mismo todoterreno que yo. Había alrededor de diez chicas en la parte trasera.
Me volvió a acometer una desagradable sensación de mareo al revisar las habitaciones en las que las muchachas dormían. Casi todas rondaban mi edad, aunque varias de ellas eran un poco mayores; sus hinchados vientres resultaban evidentes bajo la ropa de cama. Me pareció imposible que estuviesen preñadas de más de seis meses, ya que en ese caso las habrían considerado demasiado frágiles para viajar.
Estaban tan cerca que hice un gran esfuerzo por dominar mis fantasías. ¿Cuántas veces había paseado por la ciudad soñando que Arden iba a mi lado, o cuántas veces, mientras merendaba, miraba la silla desocupada que tenía enfrente, planteándome qué significaría que Pip estuviera allí? Por pura costumbre reservaba una parte de mi pastel de chocolate, pues sabía que era el preferido de Ruby. Comprendí entonces lo que debió de suponer llegar a la ciudad después de la epidemia, o ser uno de los habitantes que habían perdido hasta el último amigo o familiar. Los fantasmas de mis amigas me seguían a todas partes, y aparecían y se esfumaban cuando menos los esperaba.
—Está allá atrás —informó la soldado, señalando el catre situado en el otro extremo de la habitación, justo debajo de la ventana. Me quedé inmóvil, escudriñando la cara de las chicas, que parpadearon en pleno sueño: Violet, una muchacha de pelo oscuro que ocupaba el cuarto contiguo al nuestro, descansaba de lado y con la almohada encajada entre las rodillas; y también reconocí a Lydia, que había estudiado arte conmigo. Esta chica había realizado incontables versiones de un dibujo a tinta: una mujer acostada, que se tapaba la nariz con una toalla tratando de detener una hemorragia.
Fue como caminar por un sueño consciente: los rostros me resultaban conocidos, pero las circunstancias habían cambiado. Fui incapaz de asimilarlo; incluso sabiendo lo que sabía, no lo comprendía. Me acerqué a Pip.
El cabello le había crecido y las ondas le caían libremente por la espalda. Se había acurrucado de cara a la pared y apoyaba una mano en el vientre.
—Pip, despierta —dije sentándome en el catre.
La cogí del codo y se sobresaltó.
—¿Qué pasa? —exclamó. Pese a la falta de luz, le distinguí el rostro, de marcados pómulos y tupidas cejas oscuras que siempre le habían conferido aquel aspecto tan serio. Se trataba de Maxine, la muchacha que había dicho que el rey asistiría a nuestra graduación porque, por casualidad, había oído que lo comentaban las profesoras—. ¿Eve? —se extrañó, y se incorporó—. ¿Qué haces aquí?
—Te he confundido con Pip —repliqué recostándome en el polvoriento catre—. No me he dado cuenta.
Ella se limitó a mirarme. Su piel mostraba un extraño tono amarillento y se le apreciaban escoceduras en la zona de las muñecas donde le habían atado las correas.
—Se marcharon. Pip, Ruby y Arden se marcharon. Nadie las ha visto desde hace más de tres semanas.
Me puse de pie y escruté a las demás chicas, como si mirarlas dos veces pudiese modificar lo que ya era harto evidente. ¿Por qué no me había enterado? ¿Acaso mi padre estaba enterado y me lo había ocultado?
Contemplé unos segundos el algodón que Maxine llevaba sujeto con esparadrapo en las venas del brazo; estaba manchado de sangre seca. Pero no tuve valor para preguntarle qué había pasado en el colegio, ni sobre el viaje que había realizado hasta el hospital, pues ahora no podía fingir que era amiga íntima de esa chica con la que solo había hablado de pasada, a fin de enterarme de los rumores que corrían en el recinto.
Me dispuse a marcharme, pero ella me retuvo cogiéndome firmemente del brazo.
—Lo sabías —afirmó, sobrecogida—. Por eso te fuiste. Las ayudaste a escapar, ¿no?
—Lo lamento —musité, y no pude decir nada más.
La soldado entró en la habitación e intentó deducir qué sucedía. Maxine me soltó y se fijó en el fusil que la mujer aferraba. Sorteé los catres, tapándome la cara con los cabellos para que las chicas que se habían despertado a causa del tono de voz de Maxine no me reconocieran. Respiré de nuevo cuando conseguí salir.
—¿Qué tal su amiga? —preguntó la soldado.
Me temblaban las manos y me repugnó el olor del pasillo: una mezcla de polvo y limpiador de suelos químico.
—Agradezco su ayuda —murmuré sin responder a la pregunta.
La mujer tuvo la intención de decir algo más, pero comencé a bajar la escalera y no me detuve hasta oír el chasquido del cerrojo de la puerta que había dejado atrás.
Mis amigas se habían ido. Aunque era exactamente lo que yo quería, fui consciente de que, una vez superados los muros del colegio, ya no tenía manera de ponerme en contacto con ellas. Sabía que sus mayores probabilidades de salvación estaban en Califia, pero llegar allí les habría llevado más de tres semanas. Desconocía si Pip y Ruby estaban en condiciones de trasladarse, o si Arden estaba preñada e incluso cuándo y cómo se habían marchado. Momentáneamente, deseé regresar junto a Maxine y preguntárselo todo, pero recordé sus palabras: yo había optado por ayudarlas, aunque eso significase abandonar a otras chicas. ¿Con qué derecho podía acudir ahora a su lado y pretender que me ayudase? ¿Quién era yo para pedírselo?
Beatrice se hallaba al pie de la escalera. Aferraba a una cría de pelo corto, de color pajizo y enredado en la nuca, como si acabara de levantarse; su carita estaba sonrosada, pero tenía los ojos hinchados. Beatrice se balanceó sobre los talones, estrechó un poco más a la niña y, durante unos segundos, mi soledad se esfumó.
—¡La he encontrado! —exclamó—. Ésta es mi hija Sarah.