Uno

Charles me sujetaba firmemente por la espalda mientras bailábamos, girando una y otra vez por el invernadero. Los invitados no cesaban de observarnos. Yo miraba la estancia por encima del hombro de mi marido, intentando pasar por alto su entrecortada respiración. El coro se había situado al fondo del salón, de techo abovedado, y entonaba las primeras canciones navideñas del año.

«Feliz, feliz, feliz, feliz Navidad —cantaron a la vez—. Feliz, feliz, feliz, feliz…».

—Te pido que, como mínimo, sonrías —me susurró Charles al oído, mientras dábamos otra vuelta por el salón de baile—. ¿Me harás ese favor?

—Lo lamento; no sabía que mi desdicha te afectara. —Alcé la barbilla y, abriendo mucho los ojos, le sonreí—. ¿Así está mejor?

Amelda Wentworth, una mujer entrada en años y de cara redonda y pálida, nos miró con desconcierto cuando pasamos por delante de su mesa.

—Sabes muy bien que no me refiero a eso —aseguró Charles. Habíamos girado tan rápidamente que Amelda ni se enteró—. Sucede que., sucede que la gente intuye algo raro y hace comentarios.

—Me da lo mismo —le espeté, aunque a decir verdad estaba demasiado cansada para discutir.

Casi todas las noches despertaba antes del amanecer. Extrañas sombras se reunían y me rodeaban; en esos momentos llamaba a Caleb sin recordar que ya no existía.

La canción continuó monótonamente. Charles volvió a hacerme girar por el salón de baile.

—Sabes perfectamente de qué hablo —precisó—. Al menos podrías intentarlo.

«Intentarlo…». Siempre decía lo mismo: que intentase crearme una vida en la ciudad, que intentara superar la muerte de Caleb… ¿Por qué no trataba de salir todos los días de la torre y pasaba varias horas al sol? ¿No podía dejar atrás cuanto me había pasado, no «podíamos» olvidarlo?

—Si pretendes que sonría, probablemente no deberíamos mantener esta conversación, y mucho menos aquí.

Danzamos hacia las mesas más alejadas, cubiertas con manteles de color rojo sangre sobre los cuales había coronas navideñas como centros florales. En los últimos días, la ciudad se había transformado: habían colocado luces de colores alrededor de los postes de las farolas y de los árboles de la calle principal y, en el exterior del Palace, habían montado abetos de plástico, aunque las delgadas ramas estaban peladas en algunas zonas. Mirara hacia donde mirase me topaba con un ridículo muñeco de nieve o con un llamativo lazo provisto de adornos dorados. La nueva asistenta me había vestido con un traje de terciopelo rojo, como si yo formase parte de la decoración.

Habían pasado dos días desde la festividad de Acción de Gracias, celebración de la que había oído hablar, aunque hasta entonces jamás la había vivido. El monarca ocupaba su sitio habitual en la larga mesa y se había referido a lo agradecido que estaba a su reciente yerno, Charles Harris, jefe del departamento de Desarrollo Urbano de la Ciudad de Arena. También había agradecido el apoyo constante de los ciudadanos de la Nueva América. Aquel día sostuvo la copa en el aire y, clavando su apenada mirada en la mía, reiteró que se congratulaba por nuestro reencuentro. No le creí, sobre todo por cuanto había acontecido. Él siempre estaba vigilante, atento a que yo manifestase la más mínima señal de deslealtad.

—No comprendo por qué has seguido este camino —musitó Charles—. ¿Qué sentido tiene?

—¿Acaso tengo otra opción? —pregunté, e hice un amago de poner fin a la conversación.

En ocasiones me preguntaba si Charles sumaría dos más dos, si se percataría de los encuentros regulares que yo mantenía con Reginald, que se sentaba a la mesa de mi padre y trabajaba como jefe de Prensa, aunque en realidad era Moss, el cabecilla del movimiento rebelde. Me había negado a compartir el lecho con mi marido, y todas las noches esperaba a que se retirase a la sala de la suite. Solo le cogía la mano en público y, en cuanto nos quedábamos a solas, me encargaba de que entre nosotros existiese la mayor distancia posible. ¿Acaso no se daba cuenta de que estos últimos meses, e incluso su matrimonio, servían para un propósito totalmente distinto?

La canción terminó y la música dio paso a aplausos dispersos. El personal del Palace recorrió las mesas portando bandejas que contenían porciones de pastel rojo escarchado y café humeante. Charles retuvo mi mano al conducirme de regreso a la larga mesa de banquetes presidida por el rey. Este iba vestido para la ocasión y, como llevaba abierta la chaqueta del esmoquin, se le veía el fajín carmesí; en la solapa lucía una rosa que tenía marchitos los bordes de los pétalos. Moss se sentaba dos lugares más allá y mostraba una expresión extraña. Se puso en pie y me saludó.

—Princesa Genevieve, ¿me concede este baile? —preguntó tendiéndome la mano.

—Me temo que pretende arrancarme otra declaración —ironicé, y le dediqué una tensa sonrisa—. Vamos, aunque espero que esta vez no me pise los pies.

Apoyé mi mano en la suya, y nos encaminamos hacia el salón de baile.

Moss esperó a que estuviéramos en el centro de la estancia, a dos metros de la pareja de baile más cercana, y, finalmente, tomó la palabra:

—Lo hace cada vez mejor —comentó soltando una risilla—. No podía ser de otra manera, ya que ha aprendido del maestro.

Me pareció que estaba distinto, casi irreconocible. Tardé unos segundos en averiguar lo que pasaba: sonreía.

—Es verdad —murmuré, y escruté el interior del puño de su camisa, sujeto con un gemelo. Casi esperaba ver la bolsita de veneno junto a la muñeca. Lo había llamado «ricina». Hacía meses que Moss esperaba esa sustancia, traída por un rebelde que se encontraba en Afueras—. ¿Has visto a tu contacto? —le pregunté tuteándolo.

Moss miró hacia la mesa donde se hallaba el monarca: mi tía Rose hablaba animadamente con el jefe de Finanzas, gesticulando, al tiempo que mi padre ponía cara de circunstancias.

—Ha resultado mejor de lo que cabía esperar —respondió—. Han liberado el primer campamento. La revuelta ha comenzado. Esta misma tarde he recibido noticias de la ruta.

Ésa era la novedad que llevábamos meses esperando: una vez liberados los chicos de los campamentos de trabajo, los rebeldes de la ruta los incorporarían a la lucha. Se especulaba que, en el este, se estaba formando un ejército compuesto por disidentes que procedían de las colonias. Sin duda, solo faltaban unas semanas para que asediasen la ciudad.

—Entonces hay buenas noticias, aunque no hayas sabido nada de tu contacto.

—Me lo han prometido para mañana. Tendré que encontrar la manera de hacértelo llegar.

—Así pues, el plan está en marcha.

A pesar de que había accedido a envenenar a mi progenitor, ya que yo era la única persona que tenía acceso libre a él, me resultaba muy arduo asimilar lo que significaba llevarlo a cabo. Él era responsable de demasiadas muertes, incluida la de Caleb, y por ello, tendría que haber sido una decisión fácil de tomar y desearla, todavía más. Pero, a medida que se acercaba el momento, experimentaba una sensación de vacío en el estómago. Al fin y al cabo, era mi padre, sangre de mi sangre, la única persona que, aparte de mí, había amado a mi madre. ¿Había algo de cierto en lo que me había dicho tras la muerte de Caleb?, ¿existía alguna posibilidad de que me quisiera?

Trazamos un lento recorrido alrededor del salón de baile, intentando desplazarnos con ligereza. Demoré unos instantes la mirada en el rey, que celebraba con risas un comentario de Charles.

—Dentro de unos días todo habrá terminado —murmuró Moss, cuya voz apenas era audible a causa de la música.

Supe perfectamente a qué se refería: a los combates junto a las murallas de la ciudad, a las rebeliones en Afueras, a más muertes. Todavía se me representaba la nubecilla de humo que se formó cuando dispararon a Caleb, todavía notaba el hedor a sangre en el suelo de cemento del hangar. Nos habían encontrado segundos antes de escapar de la Ciudad de Arena, justo cuando descendíamos hacia los túneles excavados por los rebeldes.

Moss me contó que, después de dispararle, pusieron a Caleb bajo custodia. El médico de la cárcel consignó que la muerte se había producido a las once y media de la fatídica mañana. Y yo me dediqué a mirar el reloj a esa hora, a la espera de que las manecillas se parasen, pero el segundero siguió girando lentamente en círculo. Caleb había dejado un hueco demasiado grande en mi vida; la enorme sensación de vacío parecía imposible de llenar. A lo largo de las últimas semanas estaba presente en el curso cambiante de mis pensamientos y en las noches que ahora pasaba a solas, palpando la frialdad de las sábanas junto a mí en la cama.

«Aquí solía estar —evocaba—. ¿Cómo podré vivir con tanto espacio vacío?».

—Los soldados impedirán la toma de la ciudad —opiné luchando por reprimir un repentino ataque de llanto. Mi padre había apartado la silla de la mesa, se había puesto en pie y se disponía a atravesar el salón de baile—. Da igual que esté vivo o muerto.

Moss hizo un ligero gesto para indicarme que alguien podía oírnos. Quise cerciorarme: a poca distancia, Clara bailaba con el responsable de Finanzas.

—Tiene toda la razón; en esta época del año, el Palace cobra vida —comentó Moss en voz alta—. Buena observación, princesa.

Se apartó de mí en cuanto la música tocó a su fin, me soltó la mano e hizo una ligera reverencia.

Mientras recorríamos la pista, varios invitados aplaudieron. Tardé unos segundos en localizar a mi padre; se encontraba junto a la salida trasera y, con la cabeza un poco agachada, hablaba con un soldado.

Moss me seguía y, después de dar varios pasos, la cara del soldado se hizo visible. Aunque hacía más de un mes que no lo veía, continuaba estando muy demacrado y llevaba el pelo cortísimo; el sol le había proporcionado un moreno de color rojizo intenso. El teniente Stark me miró con intensidad cuando me senté a la mesa. A pesar de que bajó la voz, antes de que empezase la canción siguiente, le oí decir algo acerca de los campamentos de trabajo: había venido a comunicar la noticia de la rebelión.

El monarca había agachado la cabeza de tal modo que la oreja le quedaba a la altura de la boca del teniente. No me atrevía a mirar a Moss, de modo que mantuve la vista fija en la pared forrada de espejos que tenía frente a mí. Desde mi posición veía a mi padre, a quien nunca hasta entonces le había apreciado semejante nerviosismo: apoyaba el mentón en una mano y había empalidecido mucho.

Sonaron los acordes de otra canción, y las voces del coro se propagaron por el invernadero.

—Por la princesa —brindó Charles, y alzó una fina copa de sidra.

Entrechoqué mi copa con la suya, pensando únicamente en las palabras de Moss.

En menos de una semana mi padre estaría muerto.