El viento se mantuvo estable; doce días después dejaron atrás el cabo Guardafui, en el extremo del gran cuerno de rinoceronte. Ante ellos se abrió el golfo de Aden. Hal ordenó el cambio de curso hacia el este.

Los escarpados acantilados rojos de Aden eran las mandíbulas de África. Entraron entre ellas con las últimas brisas de los alisios llenando las velas. El calor era sofocante; sin el viento habría resultado insoportable. El mar presentaba un azul peculiarmente vívido, donde se reflejaban los níveos vientres de las gaviotas que seguían la estela.

Hacia adelante, las costas pedregosas formaban la garganta de Bab El Mandeb. A la luz del día atravesaron esos estrechos hacia el buche del Mar Rojo. Hal aseguró las velas, pues estaban en aguas traicioneras, sembradas por cientos de islas y arrecifes de coral. Hacia el este se extendían las tierras calientes de Arabia; hacia el oeste, las costas de Etiopía y el imperio del Preste.

En esas aguas congestionadas empezaron a encontrarse con otros barcos. Cada vez que el vigía anunciaba uno, Hal subía personalmente a ver; se moría por reconocer las velas cuadradas del Gull of Moray, pero sólo había dhows que huían de su alto y ominoso perfil, buscando refugio en las aguas poco profundas, donde el Golden Bough no se atrevería a seguirlos.

Hal no tardó en descubrir lo inexactas que eran las cartas de Llewellyn. Algunas de las islas que dejaban atrás no figuraban; otras estaban registradas a varias leguas de su verdadera localización. Los sondeos registrados eran meras ficciones del cartógrafo. Como no había luna, Hal no se atrevió a continuar entre esos arrecifes e islas; al oscurecer ancló a sotavento de una de las islas mayores.

—Nada de luces —advirtió a Ned Tyler—. Que la tripulación guarde silencio.

—No hay modo de mantener callados a los hombres de Aboli, capitán. Parlotean como gansos atacados por el zorro.

Hal sonrió.

—Voy a hablar con Aboli.

Cuando volvió a cubierta, al iniciarse la guardia nocturna, el barco estaba silencioso y oscuro. Mientras hacía su recorrida se detuvo a conversar unos minutos con Aboli, que era el jefe de esa guardia. Luego se acercó a la barandilla para contemplar las estrellas, perdido en su maravilla.

De pronto oyó un ruido extraño. Por un momento creyó que provenía del barco, pero luego reconoció voces humanas; hablaban un lenguaje desconocido para él. Se trasladó velozmente a la popa, donde los sonidos eran más claros; allí percibió también un crujir de cordajes y el chapoteo de los remos. Entonces corrió nuevamente a proa, en busca de Aboli.

—Reúne un grupo armado para abordaje. Diez hombres —susurró—. Nada de ruido. Bota la lancha.

Aboli tardó apenas diez minutos en cumplir con su orden. En cuanto la lancha tocó el agua, los hombres descendieron a él y se alejaron. Hal manejaba el timón en la oscuridad, buscando a ciegas la isla invisible. Después de varios minutos susurró:

—¡Alto los remos!

Pasaron los minutos; de pronto, a poca distancia, se oyó el choque de algo contra una cubierta de madera y una exclamación de dolor o fastidio. Forzando la vista en esa dirección, Hal vio la palidez de una pequeña vela latina contra la luz de las estrellas.

—Todos a la vez, ¡adelante! —susurró.

Y el bote se lanzó hacia el frente. Aboli iba en la proa con un gancho de abordaje y un cabo. El pequeño dhow que emergió abruptamente de la oscuridad no era mucho más alto que la lancha. Aboli arrojó el gancho hacia su borda y recostó su peso contra el cabo.

—¡Asegurado! —gruñó—. Adelante, muchachos.

La tripulación dejó caer los remos y, con un escalofriante coro de chillidos, invadió la cubierta de la embarcación desconocida, provocando patéticos gritos de terror y consternación. Hal amarró el timón y, con la lámpara cubierta, corrió detrás de sus hombres para sofrenar su beligerancia. Cuando descubrió la lámpara para iluminar alrededor, descubrió que la tripulación del dhow ya estaba sometida y despatarrada en la cubierta. Había diez o doce marineros semidesnudos, de piel oscura, y un hombre entrado en años, con una túnica larga, a quien Hal tomó por el capitán.

—Traed a ese —ordenó.

Cuando le trajeron al cautivo a la rastra, vio que la barba le llegaba casi hasta las rodillas; sobre el pecho pendía un manojo de cruces coptas y rosarios. En la cabeza lucía una mitra cuadrada, bordada con hilos de oro y plata.

—¡Está bien! —advirtió a los hombres que lo sujetaban—. Tratadlo con suavidad. Es sacerdote.

Ellos se apresuraron a soltarlo. El sacerdote se reacomodó las vestiduras y se peinó la barba con los dedos. Luego, irguiéndose en toda su estatura, contempló a Hal con dignidad glacial.

—¿Habláis mi idioma, padre? —preguntó Hal en inglés.

El hombre lo miró fijamente. Pese a lo incierto de la luz, su mirada era fría y penetrante. No daba señales de haber comprendido. Hal pasó al latín.

—¿Quién sois, padre?

—Soy Fasilides, obispo de Aksum, confesor de Su Cristiana Majestad Iyasu, Emperador de Etiopía —respondió el hombre, en fluido latín erudito.

—Os pido humildemente perdón, Vuestra Gracia. Confundí este barco con un intruso del islam. Ansío recibir vuestra bendición.

Hal clavó una rodilla en la cubierta. "Quizá me estoy excediendo con la obsequiosidad", pensó. Pero el obispo pareció aceptarla como si fuera lo que correspondía. Hizo la señal de la cruz sobre la cabeza de Hal y le apoyó dos dedos en la frente.

—In nomine patris et filio et spiritu sancto —entonó, dándole su anillo a besar.

Como parecía bastante ablandado, Hal aprovechó la oportunidad.

—Este encuentro es providencial, Vuestra Gracia —dijo, poniéndose de pie—. Soy caballero del Templo de la orden de San Jorge y el Santo Grial. Viajo para poner mi barco y sus tripulantes a disposición del preste Juan, el Muy Cristiano Emperador de Etiopía, para su santa guerra contra las fuerzas del islam. Puesto que sois confesor de Su Majestad, quizá queráis conducirme a su corte.

—Sería posible conseguiros una audiencia —dijo Fasilides, con aire de importancia.

Pero perdió esa actitud cuando la luz del amanecer reveló el poder y la magnificencia del Golden Bough. Hal terminó de ablandarlo invitándolo a bordo y ofreciéndole pasaje por el resto del viaje.

No imaginaba qué podía estar haciendo el obispo de Aksum a medianoche, navegando por esas islas en un pequeño y maloliente dhow pesquero. Ante sus preguntas, Fasilides volvió a mostrarse remoto y altanero.

—No se me permite discutir asuntos de Estado, ya sean temporales o espirituales.

Llevó consigo a sus dos sirvientes y a uno de los pescadores del dhow, para que sirviera de piloto a Hal. Una vez a bordo del Golden Bough se instaló cómodamente en el pequeño camarote vecino al del capitán. Con la ayuda del piloto nativo, Hal pudo continuar inmediatamente el viaje hacia Mitsiwa, sin dignarse siquiera arrizar velas cuando se puso el Sol.

Invitó a Fasilides a cenar con él. Notando que el buen obispo mostraba una profunda afición al vino y el coñac de Llewellyn, le mantuvo la copa llena hasta los bordes, hazaña que requería bastante destreza. La dignidad de Fasilides descendía en relación directa con el coñac del botellón, permitiéndole responder a las preguntas con reserva cada vez menor.

—El Emperador está con el general Nazet, en el monasterio de San Lucas, en las colinas de Mitsiwa. Voy allí para reunirme con él —explicó.

—Me han dicho que el Emperador ha obtenido en Mitsiwa una gran victoria contra los paganos —lo acicateó Hal.

—¡Una estupenda victoria! —se entusiasmó Fasilides—. Durante las Pascuas, los paganos cruzaron los estrechos de Bab El Mandeb con un ejército poderoso y se dirigieron hacia el norte, tomando todos los puertos y los fuertes de la costa. El padre de nuestro Emperador lyasu cayó en la batalla y gran parte de nuestro ejército fue dispersado y aniquilado. En la bahía de Adulis, los hombres de guerra de El Grang cayeron sobre nuestra flota, capturando o incendiando a veinte de nuestros mejores barcos. Cuando los paganos dispusieron cien mil hombres frente a Mitsiwa, fue como si Dios hubiera abandonado a Etiopía.

Los ojos de Fasilides se llenaron de lágrimas; tuvo que echarse un buen trago al coleto para serenarse.

—Pero Él es el Dios verdadero y no olvida a su pueblo. Por eso nos envió a un guerrero para que guiara a nuestro destrozado ejército. Nazet bajó de las montañas, trayendo consigo al ejército de Amhara, para unirse a nuestras fuerzas de la costa; traía a la vanguardia al sagrado Tabernáculo de María, Madre de Dios. Ese talismán es como un rayo en las manos de Nazet. Ante su avance, los paganos retrocedieron en la mayor confusión.

—¿Qué talismán es ese, Vuestra Gracia? ¿Alguna reliquia sagrada? —preguntó Hal.

El obispo bajó la voz.

—Es una reliquia de Jesucristo, la más poderosa de toda la cristiandad —dijo, tomándole la mano. Lo miraba a los ojos, con un fervor fanático tan intenso que a Hal se le erizó la piel—. El Tabernáculo de María contiene el Cáliz de la Vida, el Santo Grial que Cristo utilizó durante la última Cena. El mismo cáliz en el que José de Arimatea recogió la sangre del Salvador cuando colgaba de la Cruz.

—¿Y dónde está ahora el Tabernáculo? —preguntó Hal, con voz ronca apretando la mano del anciano con tanta fuerza que le arrancó una mueca—. ¿Lo habéis visto? ¿Existe realmente?

—He orado frente al Tabernáculo que contiene el cáliz sagrado, aunque nadie puede ver ni tocar al cáliz en sí.

—¿Dónde está ese sacro objeto? —inquirió Hal, con la voz llena de entusiasmo—. Toda mi vida he oído hablar de él. La orden caballeresca a la que pertenezco se basa en esa fabulosa copa. ¿Dónde puedo venerarla?

Fasilides preció recobrar la sobriedad y retiró la mano.

—Hay cosas que no se pueden revelar. —Una vez más se tornó remoto e inaccesible. Hal comprendió que no sería prudente insistir con el tema, de modo que buscó otro tema para ablandar las heladas facciones del obispo.

—Habladme de la batalla naval de Adulis —sugirió—. Como soy marino me intereso mucho por el mar. ¿Había allí un barco alto, similar a este, combatiendo junto a las escuadras del islam?

El obispo cedió un poco.

—Había muchos barcos en ambos bandos. Grandes tormentas de fuego y una terrible matanza.

—¿Un barco de velas cuadradas que enarbolaba la cruz patada roja? —insistió Hal—. ¿No lo habéis oído mencionar?

Pero resultaba obvio que el obispo no sabía distinguir una fragata de un quinquerreme. Se encogió de hombros.

—Quizá los almirantes y los generales, cuando lleguemos al monasterio de San Lucas, puedan responder a esas preguntas —sugirió.

A la tarde siguiente pasaron frente a la entrada de Adulis y se dirigieron a la isla de Dahlak, en la boca de la bahía. En ese aspecto, siquiera, el informe de Fasilides era correcto: las rutas marítimas estaban atestadas de barcos. Un bosque de mástiles y cordajes se recortaba contra las lúgubres colinas rojizas que rodeaban la bahía. Cada uno de los mástiles lucía el estandarte del islam y los pendones de Omán y el Gran Mogol.

Hal ordenó poner el Golden Bough al pairo y trepó al palo mayor. Allí pasó una hora con el telescopio contra el ojo. No era posible contar el número de barcos anclados en la bahía; las aguas hervían de pequeños botes que llevaban a la costa los elementos necesarios para un gran ejército. Sólo una cosa era segura: en Adulis no había ningún barco de velas cuadradas.

La flota del emperador Iyasu había dejado sus maltrechos restos frente a Mitsiwa, Hal ancló bien lejos de esos cascos quemados y rotos, mientras Fasilides enviaba a uno de sus sirvientes a la costa, en la lancha.

—Debe descubrir si Nazet aún tiene sus cuartel general en el monasterio. En ese caso debemos conseguir caballos para viajar hasta allí.

Mientras aguardaban el regreso del sirviente, Hal dispuso todo para ausentarse por un tiempo del Golden Bough. Decidió llevar sólo a Aboli consigo y dejar a Ned Tyler al mando del barco.

—No te quedes anclado aquí, pues la costa está a sotavento y, si el Aguilucho te sorprende aquí, serás demasiado vulnerable, —le advirtió—. Patrulla bien lejos de la costa y considera que cualquier vela es la de un enemigo. Si te encuentras con el Gull of Moray, no le presentes batalla bajo ninguna circunstancia. Regresaré tan pronto como pueda. Mi señal será un cohete rojo. Cuando lo veas, envía una lancha a buscarme.

Pasó el resto de ese día y toda la noche lleno de nerviosismo, pero al rayar el alba el vigía anunció:

—Un pequeño dhow viene desde la bahía hacia aquí.

Hal oyó el grito desde su camarote y salió precipitadamente a cubierta. Aun sin telescopio reconoció al sirviente de Fasilides, de pie en la cubierta de la pequeña embarcación, y mandó llamar al obispo. Éste delataba los efectos de sus excesos de la noche anterior, pero habló rápidamente con su sirviente en su propio idioma. Luego se volvió hacia Hal.

—El Emperador y el general Nazet están todavía en el monasterio. Mi sirviente ha traído ropas para vos y vuestro sirviente, a fin de que no llaméis tanto la atención.

En su camarote, Hal se puso los pantalones de fino algodón, tan amplios como enaguas y fruncidos en los tobillos. Las botas eran de cuero blando, con las punteras vueltas hacia arriba. Sobre la camisa de algodón se puso una chaquetilla dolman bordada que le llegaba hasta medio muslo. El sirviente del obispo le enseñó a enroscar la larga tira de paño blanco alrededor de la cabeza, formando el turbante ha’ik, y lo coronó con el pulido casco en forma de cebolla, con grabados de cruces coptas.

Cuando él y Aboli salieron a cubierta, la tripulación los miró con aire atónito. Fasilides hizo un gesto de aprobación.

—Nadie os reconocerá como francos.

La lancha los depositó en la playa, bajo los acantilados, donde los aguardaba una escolta armada. Los caballos eran árabes, de cola y crines largas, fosas nasales grandes y ojos hermosos. Las sillas estaban hechas con un solo bloque de madera y decoradas con bronce y plata; las riendas quedaban tiesas por efecto del bordado de hilos metálicos.

—El viaje hasta el monasterio es largo —advirtió Fasilides—. No podemos perder tiempo.

Ascendieron por el camino hasta salir al suelo nivelado que se extendía frente a Mitsiwa.

—¡Este es el campo de nuestra victoria! —entonó Fasilides, empinándose en los estribos con un amplio ademán que abarcó toda esa horrenda planicie.

Aunque la batalla se había librado semanas atrás, las aves carroñeras aún rondaban el campo como una nube oscura; chacales y perros vagabundos se disputaban los montones de huesos y roían la carne ennegrecida por el sol. Las moscas azules llenaban el aire como enjambres de abejas. Sus gusanos blancos se arracimaban en los cadáveres putrefactos, haciendo que parecieran moverse como si aún tuvieran vida.

Los carroñeros humanos también se afanaban en el campo de batalla; eran mujeres con sus hijos; vestían largas túnicas polvorientas y se cubrían la boca y la nariz para protegerse del hedor. Cada uno iba recogiendo en un cesto botones, monedas, joyas, dagas y anillos que arrancaban de los dedos esqueléticos.

—¡Diez mil enemigos muertos! —dijo Fasilides, triunfal, mientras los guiaba por un camino que rodeaba la ciudad amurallada de Mitsiwa—. Nazet es demasiado buen guerrero para mantener a nuestro ejército encerrado tras estas murallas. Desde esas alturas puede ver todo el terreno. —Y señaló las primeras estribaciones de las tierras altas.

Detrás de la ciudad, al pie de las lúgubres colinas, acampaba el ejército victorioso del emperador Iyasu. Era una extensa ciudad formada por tiendas de cuero, chozas y cobertizos construidos con precipitación; ocupaba cinco leguas entre el mar y las colinas. Los caballos, camellos y bueyes formaban grandes rebaños entre las toscas viviendas; una nube de polvo y humo de las fogatas borraba el azul del cielo. El olor amoniacal de los animales, la fetidez de las basuras que se podrían al sol, el estiércol y las letrinas, el hedor a carroña y a humanidad sucia bajo el calor del desierto, rivalizaban con los efluvios del campo de batalla.

Dejaron atrás escuadrones de caballería montados en magníficos corceles, de largas crines y colas orgullosamente arqueadas. Los jinetes iban armados de arcos, lanzas y rifles de culatas enjoyadas.

Los parques de artillería estaban diseminados en una legua de arena y roca; había cientos de cañones, algunos de ellos colosales, montados sobre carruajes arrastrados por cien bueyes cada uno. Los carros de municiones, cargados con barriles de pólvora, habían sido almacenados en apretados cuadriláteros.

Los regimientos de infantería ejecutaban marchas y contramarchas; a sus diversos y exóticos uniformes habían agregado los saqueos del campo de batalla, de modo que no había dos iguales.

Había escudos cuadrados redondos o rectangulares, de bronce, madera o cuero crudo. Sus caras de halcón eran todas morenas, de barba plateada como la arena de la playa o renegrida como las alas de los cuervos.

—Sesenta mil hombres —dijo Fasilides—. Con el Tabernáculo y Nazet adelante, no hay enemigo que pueda resistirles.

Las prostitutas y los vivanderos que no estaban ocupados en buscar tesoros en el campo de batalla eran casi tan numerosos como los soldados. Atendían las fogatas u holgazaneaban a la sombra escasa de las carretas. Las mujeres somalíes eran altas y misteriosas tras sus velos; las de Galla iban a pecho desnudo y miraban con audacia. Algunas, al divisar la figura viril de Hal, le gritaban invitaciones ininteligibles, explicando el significado con gestos lascivos.

—No, Gundwane —le murmuró Aboli al oído—. No lo pienses siquiera, pues los galas circuncidan a sus mujeres. Donde uno espera recibir una húmeda y oleaginosa bienvenida sólo encuentra un foso seco y desfigurado.

Tan densa era la maraña de hombres, mujeres y animales, que debieron aminorar el paso. Al reconocer al obispo, los fieles acudían en tropel a arrodillarse en el camino para implorar su bendición. Por fin lograron salir de ese laberinto humano y picaron espuelas para subir por la empinada senda de las colinas. Fasilides los llevaba al galope, con el hábito arremolinado en torno de su fibrosa figura y la barba volando por sobre el hombro. En la cumbre sofrenó a su corcel, señalando hacia el sur.

—¡Allí! —exclamó—. Allí está la bahía de Adulis. Y allá, ante el puerto de Zeila, el ejército del islam.

Hal, con una mano a modo de visera para proteger los ojos del fulgor proyectado por el desierto, vio que la nube rojiza de humo y polvo estaba atravesada por chispas: los reflejos del sol en la artillería y las armas de otro vasto ejército.

—¿Cuántos hombres tiene el Grang en sus legiones?

—Esa era mi misión cuando me encontrasteis: averiguar por nuestros espías la respuesta a esa pregunta.

—¿Cuántos, pues? —insistió Hal.

Fasilides se echó a reír.

—Ese dato es sólo para los oídos del general Nazet —dijo. Y azuzó a su caballo.

Treparon un poco más por la tosca senda hasta llegar a la siguiente cima.

—¡Allí! —señaló Fasilides—. El monasterio de San Lucas.

Se aferraba a la cumbre de una escarpada colina. Los muros eran altos, desprovistos de ornamentos, columnas o arquitrabes. Uno de los jinetes que precedían al obispo hizo sonar un cuerno y la enorme puerta de madera giró ante ellos. Entraron en el patio al galope y desmontaron delante del torreón. Los palafreneros acudieron en carrera para ocuparse de los caballos.

—Por aquí —ordenó Fasilides. Cruzando una puerta estrecha, se adentró en la madriguera de pasillos y escaleras interiores. Las botas repiqueteaban en las piedras del suelo, levantando ecos en los corredores llenos de humo.

Abruptamente se encontraron en una capilla oscura y cavernosa, cuyo techo se perdía en la penumbra. Cientos de velas y de incensarios encendidos iluminaban tapices que representaban a santos y mártires, raídos estandartes de órdenes monásticas, iconos pintados y enjoyados. Fasilides se arrodilló ante el altar, en el que se veía una cruz copta de plata de un metro ochenta de altura. Hal se arrodilló a su lado, pero Aboli permaneció atrás, con los brazos cruzados contra el pecho.

—¡Dios de nuestros padres, Señor de las huestes! —oró el obispo en latín—. Te damos las gracias por tu generosidad y por la gran victoria sobre los paganos. Encomendamos a tu cuidado a tu servidor Henry Courtney. Ojalá prospere al servicio del único Dios verdadero y que sus armas se impongan a las de los no creyentes.

Hal apenas tuvo tiempo de completar sus genuflexiones antes que el obispo volviera a levantarse y lo condujera hacia un santuario más pequeño.

—¡Esperad aquí! —ordenó. Apartó una colgadura de vivos colores, que escondía una puerta estrecha, y desapareció por allí.

Hal vio que el santuario estaba más ricamente decorado que la sombría capilla. Cubría el pequeño altar una lámina de metal amarillo que podía ser bronce, pero brillaba como oro puro a la luz de las velas. La cruz estaba decorada con grandes piedras de colores; quizás eran sólo vidrio, pero tenían el fulgor de esmeraldas, rubíes y diamantes. En las estanterías, que llegaban hasta el techo abovedado, se amontonaban las ofrendas de ricos y nobles penitentes. Algunas debían de haber permanecido intactas por siglos enteros, pues las ocultaba una gruesa capa de polvo y telaraña. Cinco monjes de hábitos raídos y sucios rezaban ante la estatua de una Virgen María de facciones negroides, con un pequeño Jesús negro en los brazos. La intromisión de Hal no los distrajo de sus devociones.

Hay y Aboli se apoyaron contra una columna de piedra, en la parte posterior del santuario. El tiempo se estiraba en el aire pesado y opresivo de incienso y antigüedad. El suave cántico de los monjes tenía un efecto hipnótico. El joven sintió que el sueño lo invadía por oleadas; le costó un esfuerzo mantener los ojos abiertos.

De pronto se oyó un ruido de rápidas pisadas detrás de la colgadura. Un niñito apareció bajo la cortina y, con toda la exuberancia de un cachorro, corrió al santuario, donde frenó con una patinada. Tenía cuatro o cinco años de edad; vestía un simple sayo de algodón blanco y estaba descalzo. Paseó una mirada ansiosa por el santuario, haciendo bailotear sus lustrosos rizos negros. Tenía los ojos tan oscuros y grandes como los de los santos representados en los estilizados retratos que pendían de los muros.

Al ver a Hal corrió hacia él y se detuvo frente a él, mirándolo con tal solemnidad que el joven, encantado con ese bonito elfo, apoyó una rodilla en tierra para que ambos pudieran estudiarse en un plano de igualdad.

El niño dijo algo en un idioma que Hal ya reconocía como ge’ez. Obviamente pedía algo, pero el joven no pudo siquiera imaginar qué.

—¡Tú también! —Rió.

Pero el niño, muy serio, repitió la pregunta. Como Hal se encogiera de hombros, descargó una patada contra el suelo y lo dijo por tercera vez.

—¡Sí! —Hal asintió vigorosamente con la cabeza y el niño palmoteó, riendo de placer.

Cuando Hal se incorporó, el pequeño estiró los brazos y dijo algo que sólo podía significar una cosa.

—¿Quieres que te alce?

Hal se agachó para levantarlo. El niño lo miró fijamente a los ojos e hizo una observación, señalando la cara del joven con tanto entusiasmo que estuvo a punto de clavarle un dedito en el ojo.

—No entiendo lo que me dices, pequeño —dijo Hal, suavemente.

Fasilides, que se había acercado silenciosamente desde atrás, explicó solemnemente:

—Su Muy Cristiana Majestad Iyasu, Rey de Reyes, Gobernador de Gala y Amhara, Defensor de la Fe de Cristo Crucificado, comenta que tus ojos tienen un extraño color verde, diferente de cuantos ha visto hasta ahora.

Hal miró fijamente las angelicales facciones del diablito que tenía en los brazos.

—¿Este niño es el preste Juan? —preguntó, sobrecogido.

—Ciertamente. Y te has comprometido a llevarlo a navegar en tu gran barco, que yo le he descrito.

—¿Querríais informar al Emperador que sería un gran honor recibirlo a bordo del Golden Bough?

De pronto Iyasu escapó de entre sus brazos y lo arrastró de la mano hacia la puerta escondida. Atrás había un largo pasillo, iluminado por antorchas dispuestas en soportes de hierro. Al final montaban guardia dos soldados armados, pero se hicieron a un lado a una orden del Emperador, saludando a Su Diminuta Majestad. Iyasu condujo a Hal al interior de una habitación larga.

Había estrechas claraboyas por las que entraba el sol del desierto, en sólidos rayos dorados, y una mesa que ocupaba toda la longitud del cuarto. Los cinco hombres sentados a ella se levantaron para hacer una profunda reverencia a Iyasu; luego miraron con atención a Hal.

Todos eran guerreros, a juzgar por su porte y su atuendo; lucían cotas de malla o de cuero; algunos llevaban puesto un casco; las chaquetas estaban adornadas con cruces u otros dibujos heráldicos.

Ocupaba la cabecera el más joven de los presentes; pese a vestir con mucha sencillez, su presencia era la más imponente. La mirada de Hal fue inmediatamente hacia su silueta esbelta y elegante.

Iyasu llevó a Hal hacia él, parloteando impacientemente en ge’ez. El guerrero los observó con ojos firmes y francos. Aun quedaba la impresión de ser alto, apenas llegaba al mentón de Hal. El sol de una claraboya lo iluminaba desde atrás, rodeándolo de un aura dorada en la que bailaban las motas del polvo.

—¿Sois el general Nazet? —preguntó Hal en latín.

Él asintió; le rodeaba la cabeza una inmensa masa de apretados rizos, como una corona oscura o un halo. Vestía una chaqueta blanca sobre la cota de malla, pero aun así se notaba que era de cintura estrecha y de espalda recta.

—Soy el general Nazet, sí.

Hablaba con voz grave y sorda, pero extrañamente musical. A Hal lo sorprendió su corta edad. Su piel, impecable, tenía la diafanidad oscura y ambarina de la goma arábiga. No había rastros de barba ni de bigote en el mentón ni en la curva orgullosa de los gruesos labios. La nariz era recta y angosta, de fosas finamente cinceladas.

—Soy Henry Courtney —se presentó Hal—, el capitán inglés del Golden Bough.

—Así me lo ha dicho el obispo Fasilides —dijo el general—. ¿Preferiríais hablar en vuestro propio idioma? —Nazet continuó hablando en inglés—. Debo admitir que mi latín no es tan fluido como el vuestro, capitán.

Hal lo miró boquiabierto. El general sonrió.

—Mi padre fue embajador en Venecia. Pasé gran parte de mi niñez en vuestras latitudes septentrionales, donde aprendí los idiomas de la diplomacia: francés, italiano e inglés.

—Me dejáis atónito, general —admitió Hal.

Mientras ordenaba sus ideas notó que los ojos de Nazet tenían el color de la miel y pestañas largas, gruesas y curvadas como las de una doncella. Hasta entonces nunca había experimentado atracción sexual por otro hombre, pero en ese momento, al contemplar esas facciones majestuosas, la piel dorada, los ojos brillantes, cobró conciencia de una presión en el pecho que le hizo difícil continuar respirando.

—Tomad asiento, capitán, por favor. —Nazet señaló el taburete vecino.

Se sentaron tan juntos que Hal llegó a percibir el olor de su vecino. No usaba perfume; era un olor natural, cálido y almizclado, que él saboreó a fondo. Reconociendo lo antinatural de esa pecaminosa atracción, se apartó del general tanto como se lo permitió el duro banquito.

El Emperador trepó al regazo de su general para darle unas palmaditas en la suave mejilla dorada, balbuceando con aguda voz infantil. Nazet rió suavemente y dio su respuesta en ge’ez, sin apartar los ojos de Hal.

—Fasilides me ha dicho que vinisteis a Etiopía para poneros al servicio del Muy Cristiano Emperador.

—Así es. He venido a peticionar a Su Majestad que me otorgue una carta de contramarca, a fin de emplear mi barco contra los enemigos de Cristo.

—Llegáis en el momento más propicio —asintió Nazet—. ¿Os ha hablado Fasilides de la derrota sufrida por nuestra Marina en Adulis?

—También me ha hablado de vuestra magnífica victoria en Mitsiwa.

El general aceptó el cumplido sin falso orgullo.

—La una equilibra la otra —dijo—. Si El Grang domina el mar, puede traer inacabables refuerzos y provisiones desde Arabia y el territorio del Mogol, a fin de reabastecer a su desgastado ejército. Ya ha repuesto todas las pérdidas que le infligí en Mitsiwa. Como espero refuerzos que deben llegar de las montañas, no estoy dispuesto a atacarlo otra vez en Zuila. Él se fortalece de día en día, alimentado por mar.

Hal inclinó la cabeza.

—Sí, comprendo vuestro aprieto.

En la voz del general había algo que lo atribulaba: su timbre cambiaba con la agitación. Era preciso hacer un esfuerzo para atender a sus palabras y no a quien las pronunciaba.

—Ahora me acosa una nueva amenaza —prosiguió Nazet—. El Grang ha tomado a su servicio un barco extranjero mucho más fuerte que cuanto podamos enviar a su encuentro.

Hal experimentó un cosquilleo de expectativa en el cuello.

—¿Qué tipo de barco es ese?

—No soy marino, pero dicen mis almirantes que se trata de una fragata. Ha de ser similar a vuestro navío.

—¿Conocéis el nombre de su capitán?

Pero el joven general sacudió la cabeza.

—Sólo sé que está infligiendo pérdidas terribles a nuestros dhows de transporte. Y yo dependo de ellos para recibir pertrechos desde el norte.

—¿Bajo qué bandera navega? —insistió Hal.

Nazet consultó rápidamente en su idioma a uno de los oficiales.

—Enarbola el estandarte de Omán, pero también una cruz roja de forma extraña sobre campo blanco.

—Conozco a ese incursor —afirmó Hal, sombrío—. Y enfrentaré mi barco con el suyo a la primera oportunidad… si Su Muy Cristiana Majestad me otorga el nombramiento de corsario.

—Por instancias de Fasilides, ya he ordenado que los escribas de la corte redacten vuestro documento. Sólo debemos acordar los términos. Yo lo firmaré en nombre del Emperador. —Nazet abandonó el banquillo—. Pero venid. Quiero mostraros en detalle la posición de nuestras fuerzas y las del El Grang.

Se encaminó hacia el otro extremo de la habitación, seguido por los otros oficiales. Todos rodearon una mesa circular en la que se había construido una maqueta en arcilla del Mar Rojo y los territorios circundantes, con cada aldea y cada puerto representados con claridad. Había diminutos barcos tallados sobre las aguas pintadas de azul; los regimientos de caballería e infantería estaban simbolizados por figuras talladas en marfil, con espléndidos uniformes pintados.

Mientras ellos lo estudiaban sobriamente, el Emperador trepó a un taburete para alcanzar los modelos. Entre chillidos de gozo e infantiles imitaciones de relinchos y cañonazos, comenzó a mover las figuras sobre el tablero. Cuando Nazet alargó un brazo para impedírselo, Hal se quedó observando aquella mano. Era fina, suave y primorosa, de largos dedos ahusados y uñas perladas. De pronto comprendió la verdad.

—¡Virgen Santa! —barbotó en inglés—. ¡Sois mujer!

Las mejillas ambarinas de Nazet se oscurecieron de fastidio.

—Os aconsejo no menospreciarme por mi sexo, capitán. Siendo inglés, recordaréis bien la lección militar que una mujer os dio en Orleans.

A los labios de Hal subió la réplica: "¡Sí, pero eso fue hace más de doscientos años y la quemamos en la hoguera por lo que hizo!" Pero logró contenerse.

—No tenía intención de ofenderos, general —dijo, en tono conciliatorio—. Esto no hace sino aumentar la admiración que ya había concebido por vuestras facultades de líder.

Nazet no se dejó ablandar con tanta facilidad. Con una actitud seca y enérgica, explicó las posiciones tácticas y estratégicas de los dos ejércitos y le indicó dónde podía prestar mayor utilidad con el Golden Bough. Ya no le hablaba directamente; la línea de esos labios gruesos se había endurecido.

—Espero que os pongáis directamente bajo mi mando. A tal fin he ordenado al almirante Senec que idee una sencilla serie de señales, con cohetes y lámparas por la noche, banderas y humo durante el día, a fin de que yo pueda trasmitiros mis órdenes desde la costa al mar. ¿Tenéis alguna objeción?

—No, general. En absoluto.

—En cuanto a vuestra participación en el botín, dos tercios ingresarán en el Tesoro Imperial; el resto será para vos y vuestra tripulación.

—Es costumbre que el barco retenga la mitad del botín —objetó Hal.

—En estos mares, capitán —apuntó Nazet, fríamente—, es su Muy Cristiana Majestad quien establece la costumbre.

—En ese caso, tendré que aceptar. —Hal sonrió irónicamente, pero Nazet no le dio pie para nuevas ligerezas.

—Cualquier pertrecho militar que capturéis os será comprado por el Tesoro, al igual que los navíos enemigos.

Un escriba entró en la sala y se acercó a ella con una reverencia para entregarle un documento escrito en pergamino amarillo. Después de echarle un vistazo, Nazet tomó una pluma para rellenar los blancos y firmó al pie: "Judith Nazet". Y agregó una cruz bajo su nombre.

—Está escrito en ge’ez, pero os haré preparar una traducción para nuestro próximo encuentro. Mientras tanto, os doy mi palabra de que esta carta establece exactamente las condiciones que hemos acordado.

Hizo un rollo con el documento y, después de atarlo con una cinta, lo puso en manos de Hal.

—Con vuestra palabra me basta. —Hal se guardó el documento en la manga.

—Sin duda estáis deseoso de volver a vuestra nave, capitán. No os demoraré más.

Dicho eso, ella pareció olvidarlo para dedicar su atención a los comandantes y a la maqueta.

—Mencionasteis una serie de señales, general. —Pese a esa inflexible actitud, Hal sentía una extraña renuencia a separarse de ella, tal como la aguja de la brújula no puede separarse del norte.

Ella respondió sin mirarlo:

—El almirante Senec os enviará un libro de señales antes que zarpéis. El obispo Fasilides os acompañará hasta donde están vuestros caballos. Adiós, capitán.

Mientras caminaba con el obispo por el largo pasillo, Hal dijo en voz baja:

—El Tabernáculo de María está aquí, en este monasterio.

¿Me equivoco al creerlo?

Fasilides se detuvo en seco.

—¿Cómo lo sabéis? ¿Quién os lo dijo?

—Soy cristiano devoto y me gustaría ver ese objeto sagrado. ¿Podéis otorgarme ese favor?

Fasilides se tironeó de la barba, nervioso.

—Tal vez. Ya veremos. Acompañadme.

Condujo a Hal hasta donde Aboli lo esperaba; luego, ambos lo siguieron por otro laberinto de escaleras y corredores, hasta detenerse ante una puerta custodiada por cuatro sacerdotes de túnica y turbante.

—Este hombre vuestro ¿es cristiano? —preguntó mirando a Aboli.

Hal meneó la cabeza.

—En ese caso tendrá que esperar aquí.

El obispo tomó a Hal del brazo para conducirlo a la puerta. Dijo unas suaves palabras en ge’ez a uno de los sacerdotes, que extrajo de su túnica una enorme llave negra y la hizo girar en la cerradura. Luego Fasilides entró con Hal en la cripta.

El Tabernáculo ocupaba el centro de la habitación, rodeado por un bosque de velas encendidas en altos candelabros.

Hal se sintió abrumado por un gran recogimiento religioso. Ese era un momento supremo en su vida, quizá la razón de su nacimiento y su existencia.

El Tabernáculo era un pequeño cofre con cuatro patas, talladas en forma de garra de león, y cuatro asas. Tenía forma cuadrada. Lo cubría un tapiz con bordados en plata y oro, opacados por una inmensa vejez. En cada extremo de la cubierta se veía una estatuilla dorada que representaba a un ángel arrodillado, con la cabeza inclinada y las manos unidas en oración. La belleza de ese objeto era exquisita.

Hal cayó de rodillas, en la misma actitud de los ángeles.

—Dios mío, Señor de las Huestes, he venido a ponerme a Tus órdenes, tal como mandaste.

Después de orar por largo rato, se persignó y se puso de pie.

—¿Puedo ver el cáliz? —preguntó, deferente.

Pero Fasilides sacudió la cabeza.

—Ni siquiera yo lo he visto. Es demasiado sacro para los ojos de un mortal cualquiera. Os cegaría.

El piloto etíope guió al Golden Bough en medio de la noche, navegando sólo con los velachos. En tanto un marinero iba sondeando la profundidad, avanzaron cautelosamente hacia el sur, al socaire de la isla Dahlak, frente a la boca de la bahía.

Hal escuchaba con nerviosismo los anuncios del sondador:

—¡No toca fondo! —Y minutos después—: ¡No toca fondo! —Luego, el plop de la plomada arrojada hacia adelante.

De pronto cambió el estribillo y la voz del sondador sonó más áspera:

—¡Profundidad, veinte!

—¡Señor Tyler! —ordenó Hal—. Recoged otro rizo a las rastreras. ¡Preparaos para arrojar el ancla!

—¡Profundidad, diez! —La voz del sondador era todavía más áspera.

—Arrizad todo el velamen. ¡Soltad el ancla!

El Golden Bough se deslizó todavía un breve trecho antes de que el cable lo detuviera.

—Ocupaos de la cubierta, señor Tyler —dijo Hal—. Voy a subir.

Trepó sin pausa hasta lo alto del palo mayor, complacido al notar que llegaba al puesto del vigía sin que su respiración se hubiera alterado.

—¡Te veo, Gundwane! —lo saludó Aboli, abriéndole espacio en el nido de lona.

Hal se instaló a su lado para observar primero la tierra. La isla de Dahlak era una masa más oscura en la noche, pero estaban a doscientos metros de sus rocas. Hacia el oeste se veía la extensión de la bahía Adulis, claramente recortada por las fogatas de El Grang, que había acampado su ejército a lo largo de la costa, rodeando el pequeño puerto de Zeila. En las aguas de la bahía centelleaban las lámparas de la flota islámica anclada. Hal trató de contarlas, pero desistió al llegar a sesenta y cuatro. Al preguntarse si algunas serían las del Gull of Moray, la idea le contrajo las entrañas.

Hacia el este vio la primera promesa del alba tras los picos escarpados de Arabia; desde allí venían los dhows de El Grang, cargados de hombres, caballos y provisiones con que engrosar sus legiones. Por debajo del alba, en el mar oscuro, las lámparas de otros barcos parpadeaban como luciérnagas, impulsadas por la brisa nocturna hacia la bahía de Adulis.

—¿Puedes contarlos, Aboli?

El negro rió entre dientes.

—No tengo tan buena vista como tú, Gundwane. Digamos que son muchos y esperemos a que el día nos revele su verdadero número —murmuró.

Aguardaron en el silencio de los viejos compañeros, sintiendo que la promesa del combate entibiaba el frío del amanecer, pues en ese mar estrecho pululaban los barcos enemigos.

El cielo oriental empezó a arder como una forja. Las rocas de la isla cercana aparecieron en la penumbra, pálidas y pintadas de blanco por el guano que las aves habían acumulado allí durante siglos. Las bandadas se lanzaron desde las peñas formando puntas de flecha para cruzar el cielo rojo entre gritos salvajes. Al levantar la vista hacia ellas, Hal sintió en la mejilla los dedos fríos de la brisa matinal; soplaba desde el oeste, como él esperaba. La flotilla de pequeños dhows estaba a sotavento de él y la tenía a su merced.

El Sol naciente prendió fuego a las cumbres. Lejos, más allá de las rocas achaparradas de la isla, una vela centelleó en las aguas oscuras; luego, otra; al expandirse el círculo visual, diez o doce más.

Hal dio una palmada en el hombro de Aboli.

—Hora de trabajar, viejo amigo —dijo. Y se deslizó por el cordaje. En cuanto tocó la cubierta con los pies ordenó al timonel—: Levad anclas, señor Tyler. Todos los marineros a izar las velas.

Liberado de su restricción, el Golden Bough extendió su velamen. Con el susurro de las aguas bajo la proa y una estela cremosa atrás, salió rauda de su escondrijo tras la isla de Dahlak.

La luz, ya bastante intensa, permitió que Hal viera con claridad la presa diseminada en las aguas espumosas de viento. Esperaba con ansiedad ver allí el alto velamen de una fragata, pero sólo divisó las velas latinas de los dhows árabes.

El más cercano de esos navíos no pareció alarmarse ante la aparición del Golden Bough, cuya alta pirámide de velas se erguía a la entrada de la bahía. Hal vio que la tripulación y los pasajeros se habían alineado contra la borda para observarlos. Algunos los saludaban desde lo alto del mástil.

Hal se detuvo junto al timón para decir a Ned Tyler.

—Es probable que sólo hayan visto un barco igual a este en estas aguas, y ése es el Gull. Nos toman por aliados.

Levantó la vista hacia los marineros colgados del cordaje, listos para manejar la gran masa de lona. Luego observó su cubierta, donde los artilleros trajinaban con las culebrinas y traían desde la bodega sus mortíferas cargas.

—¡Señor Fisher! Cargad una batería a cada lado con balas y las otras, con metralla, por favor.

El Grandote Daniel le hizo una venia y sonrió, mostrando los dientes negros y podridos. Hal sólo quería incapacitar a los navíos enemigos, sin hundirlos ni incendiarlos. Hasta la más pobre y pequeña de esas embarcaciones tenía gran valor para el tesoro de Su Muy Cristiana Majestad, si podían capturarlos y entregarlos al almirante Senec, en Mitsiwa. Los cañones cargados con balas se mantendrían en reserva.

El primer dhow estaba tan cerca que Hal ya podía ver las expresiones de sus tripulantes. Eran diez o doce marineros, vestidos de harapos, túnicas descoloridas y turbantes. Casi todos seguían sonriendo y agitando la mano, pero el anciano del timón miraba hacia todos lados, como si buscara alguna manera providencial de escapar de ese enorme casco.

—Enarbolad nuestros colores, por favor, señor Tyler —ordenó Hal.

La croix pattée se desplegó junto a la cruz copta del Imperio, blanca sobre fondo azul real. Los tripulantes del dhow asumieron una expresión patética al ver esa enseña fatal.

—¡Sacad los cañones, maese Daniel!

Las troneras del Golden Bough se retiraron estruendosamente y el casco reverberó con el rumor de las culebrinas, que asomaban sus hocicos de bronce.

—Pasaré junto a la presa por estribor. ¡Disparad en cuanto hayáis apuntado, maese Daniel!

El Grandote corrió a la proa para tomar el mando de la primera batería de estribor. Hal lo vio pasar velozmente de cañón en cañón, verificando la puntería. Dispararían casi directamente contra el dhow cuando pasaran a su lado.

El Golden Bough se acercaba silenciosamente al pequeño barco. Hal dijo en voz baja al timonel:

—Virad lentamente un punto a babor. Cuando la tripulación islámica captó la amenaza de esos cañones, huyó de la barandilla para acurrucarse tras el mástil o los fardos y toneles que atestaban la cubierta.

La primera batería disparó al unísono, en una sola descarga atronadora y humeante; todos los proyectiles dieron en el blanco. La base del mástil voló en una tormenta de astillas blancas; el aparejo quedó colgando hacia el agua, en un enredo de cuerdas y lona. El anciano del timón desapareció, como si un hechicero lo hubiera convertido en aire, dejando sólo una mancha roja en las maderas desgarradas.

—¡Alto el fuego! —aulló Hal, para hacerse oír en la ensordecedora secuela de la andanada. El dhow estaba inutilizado: la proa giraba ya hacia el viento, pues había perdido el timón y el mástil. El Golden Bough lo dejó rotando en su estela.

—¡Mantened el curso, señor Tyler!

La fragata destruyó toda la flotilla de pequeñas embarcaciones diseminadas hacia adelante. Después de haber visto el implacable tratamiento recibido por el primer dhow y los colores imperiales que lucía en su palo mayor, todos pusieron la popa al viento para huir ante el ataque del Golden Bough.

—Rumbo al barco que tenemos a proa —indicó Hal, con voz serena.

Ned Tyler viró un punto. El dhow elegido por Hal era el más grande a la vista; Hal estimó que tenía cuando menos trescientos hombres arracimados en la cubierta. El viaje por mar era breve y el capitán había aceptado el riesgo de cargar más tropas de lo que era prudente.

Un débil grito de desafío llegó a los oídos de Hal:

¡Allah Akbar! ¡Dios es grande!

Los soldados omaníes llevaban centelleantes cascos de acero y largas cimitarras curvas. Hubo una desordenada descarga de mosquetes apuntada a la fragata. Una bala de plomo se hundió en el palo mayor, por sobre la cabeza de Hal.

—Todos los hombres de a bordo son soldados —dijo. No necesitó agregar que, si se les permitía llegar a la costa occidental del mar, marcharían contra Judith Nazet—. ¡Disparad una andanada de balas para hundirlo, maese Daniel!

Las pesadas bolas de hierro barrieron el transporte de tropas, abriéndolo como leña bajo el hacha. El mar entró a torrentes por su vientre hendido, llenándose de pronto con las cabezas bamboleantes de los hombres que se ahogaban.

—Rumbo a ese barco de estandarte plateado.

Sin mirar atrás, Hal atravesó la flota como una barracuda en un cardumen de peces voladores. No se le escapó uno solo. Impulsado por su montaña de velas blancas, el Golden Bough los alcanzaba como si estuvieran anclados, escupiendo humo y fuego por sus cañones. Las embarcaciones más pequeñas se hundieron; otras quedaron en la estela de la fragata, con el mástil partido y arrastrando las velas. Algunos marineros se arrojaban por la borda en el momento en que las culebrinas apuntaban, prefiriendo los tiburones al estallido del cañón.

Varios dhows buscaron la isla más próxima, con intenciones de anclar en los bajíos, donde el Golden Bough no podría seguirlos. Otros encallaron deliberadamente, para que la tripulación pudiera nadar o vadear hasta la playa. Solamente los barcos que estaban más al este, más cerca de la costa árabe, tenían ventaja suficiente para huir ante la fragata. Al mirar hacia atrás, Hal vio que el agua estaba sembrada de cascos flotantes. Cada milla que navegara persiguiendo a los sobrevivientes era una milla que lo alejaba de Mitsiwa.

—¡Ninguno de esos se dará prisa en volver! —dijo inexorable, viendo la confusa huida—. Señor Tyler, tened la bondad de virar en redondo y ceñir contra el viento a estribor.

Era el mejor punto de navegación para el Golden Bough.

—No hay en toda Arabia un dhow que pueda navegar en estas condiciones como mi tesoro —comentó Hal en voz alta, viendo que veinte velas, a barlovento, intentaban escapar hacia el oeste.

El Golden Bough volvió raudo hacia la dispersa flota; algunos de los dhows, al verlo, arriaron la ancha vela triangular, pidiendo a gritos la misericordia de Alá. Al llegar junto a ellos, Hal reducía la velocidad y botaba una lancha, tripulada por un marinero blanco y seis amadodas, para abordar el barco que se rendía.

—Si en la carga no hay nada de valor, retirad a la tripulación y prended fuego a la embarcación.

Ya avanzada la tarde, Hal tenía cinco dhows de buen tamaño a remolque tras el Golden Bough y otros siete que navegaban acompañándolo, con aparejos improvisados y tripulados por sus grupos de abordaje. Todos los navíos capturados llevaban una pesada carga de pertrechos vitales. El cielo, detrás de él, se opacaba por el humo de los cascos incendiados; los restos de naufragios sembraban el mar.

La general Nazet, en su negro potro árabe, contempló desde lo alto del acantilado esa desaliñada flotilla que entraba en el puerto de Mitsiwa. Por fin cerró su telescopio para comentar al almirante Senec, que la acompañaba.

—¡Ya veo por qué lo llamáis El Tazar! Este inglés es realmente una barracuda.

Luego apartó la cara para disimular la reflexiva sonrisa que suavizaba sus bellas facciones. El Tazar. "Es buen nombre para él", pensó. Luego, sin que viniera al caso, se le ocurrió otra idea: "¿Será tan buen amante como es buen guerrero?". Desde que Dios la había elegido para conducir sus legiones contra los paganos, era la primera vez que miraba a un hombre con ojos de mujer.

El coronel Cornelius Schreuder desmontó frente a la extensa carpa de seda roja y amarilla, dejando a su caballo a cargo de un palafrenero, y se detuvo para echar una mirada al campamento. La tienda real se levantaba en una pequeña lomada, desde la que se veía la bahía de Adulis. Allí arriba se podía respirar, pues la brisa marina refrescaba el aire. En la planicie, en cambio, donde el ejército del islam vivaqueaba junto al puerto de Zeila, las piedras se quebraban por el calor y reverberaban en espejismos.

La bahía estaba atestada de barcos, pero los altos palos del Gull of Moray se imponían a todos. El barco del conde de Cumbrae había llegado durante la noche. Schreuder oyó su voz alzada en una discusión dentro de la tienda. Sus labios se contrajeron en una sonrisa falta de humor.

Acomodando la espada de oro al costado, se acercó a la solapa de la tienda. Un alto subahdar le hizo una reverencia. Todas las tropas del islam habían llegado a conocerlo bien en ese breve tiempo; las osadas hazañas de Schreuder eran ya legendarias en el ejército del Mogol. El oficial lo introdujo ante la presencia real.

El interior de la carpa, cómodamente amoblado, tenía el suelo cubierto de coloridas alfombras y los tapices de seda formaban una doble piel que bloqueaba el calor del Sol. Había mesas bajas, de marfil y maderas raras; la vajilla que se ponía en ellas era de oro macizo.

El hermano del Gran Mogol, el maharajá Sadiq Khan Jahan, ocupaba el centro de un montón de almohadones, vestido de seda roja y dorada, con una esmeralda del tamaño de una nuez en el turbante. Estaba bien afeitado, con sólo una línea de kohl formando un fino bigote sobre el petulante labio superior. Le cruzaba el regazo una cimitarra cuya vaina irritaba la vista con sus incrustaciones de piedras preciosas. Tenía un halcón posado en la mano enguantada y lo levantaba para besarle el pico, con tanta ternura como si fuera una mujer hermosa… o mejor, pensó crudamente Schreuder, uno de sus bonitos bailarines.

Algo más atrás, en otro montón de almohadones, estaba Ahmed El Grang, la Mano Izquierda de Alá. Tenía los hombros tan anchos que parecía deformado; el cuello, grueso y acordonado de músculos. Se teñía la barba con alheña para que fuera roja, como la del Profeta. Usaba casco y coraza de acero; en las muñecas, brazaletes del mismo metal. Bajo las cejas pobladas, sus ojos eran fríos e implacables como los de las águilas.

Detrás de esa desigual pareja se sentaba una horda de cortesanos y oficiales, todos ricamente vestidos. Delante del príncipe, de rodillas y con la frente apretada contra el suelo, un traductor trataba de mantenerse a la par con el torrente de invectivas del Aguilucho.

Cumbrae, que llevaba coraza sobre el kilt, se volvió con alivio al ver entrar a Schreuder, quien hizo profundas y respetuosas reverencias al príncipe y a El Grang.

¡Jesús os bendiga!, coronel. ¡A ver si podéis hacer entrar en razones a estos dos encantadores muchachitos! Este mono… —sacudió al intimidado intérprete con la bota—. Este mono está convirtiendo en estupidez todo lo que digo.

Sabía que Schreuder había pasado muchos años en Oriente y hablaba con fluidez el árabe, entre otros idiomas.

—Decidles que vine aquí a tomar presas, no a medir mi Gull contra un barco de igual fuerza, para que me lo vuelen bajo los pies —le indicó—. Quieren que combata contra el Golden Bough.

—Explicádmelo mejor —propuso Schreuder—. Así podré ayudaros.

—El Golden Bough ha llegado a estas aguas, presumiblemente capitaneado por el joven Courtney —informó el Aguilucho.

A Schreuder se le ensombreció la cara ante ese nombre.

—¿Es que nunca nos veremos libres de él?

—Parece que no. —Cumbrae rió entre dientes—. El caso es que actúa bajo la cruz blanca del Imperio y ataca con saña los transportes de El Grang. En esta última semana ha hundido o capturado veintitrés embarcaciones; los capitanes musulmanes no quieren hacerse a la mar mientras él siga navegando. Está bloqueando, por sí solo, toda la costa de Etiopía. —Meneó la cabeza con renuente admiración—. Desde los acantilados de Tenwera lo vi lanzarse contra una flotilla de dhows de El Grang. Los hizo pedazos. ¡Por Dios, maneja ese barco como lo habría hecho el mismo Franky! Navegaba en círculos alrededor de esos musulmanes, haciéndolos volar. Toda la flota de Alá el Misericordioso está acorralada en el puerto, mientras El Grang pide a gritos refuerzos y pertrechos. Los musulmanes llaman al joven Courtney el Tazar, la Barracuda, y nadie quiere salir a enfrentarlo.

Luego su sonrisa se evaporó en un gesto lúgubre.

—El Golden Bough está reluciente, libre de algas. Mi Gull, en cambio, lleva tres años en el mar y sus maderos están apestados por los teredos. Aun en las mejores condiciones, el barco de Courtney me sacaría tres nudos de ventaja.

—¿Y qué debo decir a Su Alteza? —inquirió Schreuder, burlón—. ¿Que tenéis miedo de enfrentaros al joven Courtney?

—No tengo miedo a ningún hombre viviente… ni muerto. Pero en esto no hay ninguna ganancia para mí. Hal Courtney no tiene nada que me aproveche y, si combatiéramos barco contra barco, podría arruinarme. Si quieren que combata con él, tendrán que endulzarme el mal trago.

Schreuder se volvió hacia el príncipe para explicarle todo eso en términos diplomáticos cuidadosamente elegidos. Sadiq Khan Jahan escuchaba inexpresivamente, acariciando a su halcón. Cuando Schreuder hubo terminado, el príncipe se volvió hacia El Grang.

—¿Cómo dijisteis que llaman a este pelirrojo fanfarrón?

—El Aguilucho, Vuestra Alteza —respondió el Grang, con voz ronca.

—Al parecer, el nombre está bien elegido; en vez de matar por sí mismo prefiere arrancar los ojos a débiles y a moribundos o comer las sobras de bestias más feroces. No es un halcón.

Luego se volvió hacia Schreuder.

—Preguntad a esta noble ave de presa qué pago exige por combatir contra El Tazar.

—Decid a esa preciosura que quiero un lakh de rupias de oro. Y lo quiero en la mano antes de zarpar —respondió Cumbrae.

Hasta Schreuder quedó boquiabierto ante tanta audacia. Un lakh equivalía a cien mil rupias. El Aguilucho prosiguió amistosamente:

—Tengo al príncipe con el trasero al aire y los pantalones alrededor de los tobillos, ¿comprendéis? Mi intención es dejarlo bien servido, pero no como él piensa.

Schreuder escuchó la respuesta del príncipe.

—Dice que con un lakh se pueden construir veinte barcos como el Gull.

—Puede ser, pero con eso no se puede fabricar un par de bolas para reemplazar las que Hal Courtney me reviente.

Esa respuesta hizo sonreír al príncipe.

—Decid al Aguilucho que debe de haberlas perdido tiempo ha, pero parece buen eunuco. Siempre tendría un puesto en mi harén.

Cumbrae soltó un bufido ante el insulto, pero meneó la cabeza.

—Decid a nuestro bonito pederasta que, si no hay oro, el Aguilucho alza vuelo.

El príncipe y El Grang conversaron entre susurros y gesticulaciones. Por fin parecieron llegar a una decisión.

—Tengo otra propuesta que tal vez resulte del agrado de nuestro audaz capitán. El riesgo que corra no será tan grande, pero recibirá el lakh que exige. —Su Alteza se levantó. La corte entera cayó de rodillas, con la frente contra el suelo—. Dejaré que el sultán Ahmed El Grang os lo explique en secreto.

Y se retiró por las cortinas de la parte trasera, seguido por todo su cortejo, dejando a los dos europeos solos con el sultán en la caverna de seda.

El Grang les indicó que tomaran asiento frente a él.

—Lo que voy a deciros no debe ser oído por ser viviente alguno.

Mientras ordenaba sus pensamientos tocó la vieja herida de lanza que partía de la oreja y se perdía bajo el cuello de la chaqueta; esa antigua lesión le había seccionado la mitad de las cuerdas vocales. Empezó a hablar con su voz ronca, sibilante.

—El Emperador fue asesinado antes de Suakin y la corona del Preste Juan ha sido heredada por su hijo, el párvulo Iyahu. Sus ejércitos estaban en desbandada hasta que surgió una mujer profeta, quien aseguró haber sido elegida por el Dios cristiano para dirigirlos. Bajó de las montañas al mando de cincuenta mil combatientes, llevando consigo un talismán religioso que llaman Tabernáculo de María. Sus ejércitos, inspirados por el fanatismo religioso, pudieron detenernos en Mitsiwa.

Schreuder y Cochran asintieron. Eso no era ninguna novedad.

—Ahora, Alá me brinda la oportunidad de apoderarme a un tiempo del talismán y del Emperador niño.

El Grang guardó silencio, observando con astucia a los dos blancos.

—Con el Tabernáculo y el Emperador en vuestras manos, los ejércitos de Nazet se disolverían como nieve bajo el sol de verano —dijo suavemente Schreuder.

El Grang asintió.

—Un monje renegado ha venido a ofrecerse para guiar a un grupo reducido, comandado por un hombre audaz, hasta el sitio donde se esconden el talismán y el Emperador. Una vez que ambos hayan sido capturados, necesitaré un barco veloz y poderoso para que los lleve a Muscat, antes que Nazet intente rescatarlos. —Se volvió hacia Schreuder—. Vos, coronel, sois el hombre audaz que necesito. Si triunfáis, vuestro pago será también un lakh.

Luego miró a Cochran.

Vuestro es el barco veloz que puede llevarlos a Muscat. Cuando los entreguéis allí, recibiréis otro lakh. —Sonrió fríamente—. Esta vez os pagaré para huir de El Tazar, no para que lo enfrentéis. ¿Sois lo bastante hombre para esa tarea, mi bravo Aguilucho?

El Golden Bough navegaba hacia el sur, con las velas refulgentes bajo los últimos rayos del Sol, como una torre de oro.

—El Gull of Moray está anclado en la bahía de Adulis —habían dicho los espías de Fasilides y su capitán ha bajado a tierra, dicen que para discutir planes con El Grang.

Pero esa información databa de dos días atrás.

"¿Encontraremos al Aguilucho todavía allí?", se inquietaba Hal, estudiando las velas. Todas estaban izadas y suavemente henchidas. El casco se deslizaba por el agua, vibrando bajo sus pies como una criatura viviente. "Si el Gull está anclado allí podremos abordarlo aun en la oscuridad." Y se paseaba por la cubierta, revisando el aparejo de los cañones. Los marineros blancos le hacían la venia con una gran sonrisa, mientras los amadodas, también sonrientes, lo saludaban cruzándose el pecho con la diestra abierta. Eran como perros de caza con el olor del venado en las fosas nasales. Hal sabía que ninguno de ellos se echaría atrás cuando los condujera a la cubierta del escocés.

El Sol descendió hasta el horizonte y apagó sus llamas en el mar. El contorno de la tierra se fundió con la oscuridad.

"La Luna sale dentro de dos horas", pensó Hal, deteniéndose junto a la bitácora para comprobar la dirección del barco. "Por entonces estaremos en Adulis."

Y levantó la vista hacia la cara de Ned Tyler, iluminada por la lámpara de la brújula.

—Izad el velamen nuevo —ordenó.

Ned repitió la orden por el altavoz. El velamen nuevo estaba tendido en la cubierta, ya guarnidos en sus puños de escota, pero hacía falta una hora de trabajo duro y peligroso para arriar las velas blancas, guardarlas e izar las otras, pintadas con brea.

Negro era su casco y negro como la medianoche el velamen.

El Golden Bough no reflejaría el claro de luna cuando entraran en la bahía de Adulis, a fin de tomar desprevenida a la flota islámica allí anclada.

"Que el Aguilucho esté allí", rezaba Hal en silencio. "Por favor, Dios mío, que no haya zarpado."

La bahía se abrió poco a poco ante ellos, dejando ver las lámparas de la flota enemiga como luces de una gran ciudad. Más allá, las fogatas encendidas por las huestes de El Grang se reflejaban en el vientre de una nube de polvo y humo.

—Poned el barco en bordada de estribor, señor Tyler. Rumbo a la bahía.

El barco viró rápidamente hacia la flota anclada.

—Arrizad todo el aparejo alto, por favor.

La carrera del barco se hizo más lenta. Hal caminó hacia proa, donde Aboli contemplaba la oscuridad.

—¿Tus arqueros están listos? —preguntó.

Los dientes del negro lanzaron un destello en la penumbra.

—Están listos, Gundwane.

Hal vio sus siluetas oscuras acurrucadas a lo largo de la borda, entre las culebrinas, con sus manojos de flechas distribuidos en la cubierta.

—¡No los pierdas de vista! —advirtió Hal. Si algún defecto tenían los amadodas como combatientes era que se dejaban llevar por la sed de sangre.

Mientras se dirigía al puesto de Daniel, en el combés, verificó que todas las mechas encendidas estuvieran bien ocultas, para que las puntas refulgentes no alertaran al enemigo.

—Buenas noches, maese Daniel. Vuestros hombres nunca han combatido de noche. Mantenedlos a rienda corta. No los dejéis disparar a tontas y a locas.

Volvió hacia el timón. El barco entró subrepticiamente en la bahía, como una sombra oscura sobre el agua oscura. La Luna surgió detrás de ellos, iluminando la escena con una radiación plateada que permitió a Hal discernir las formas de la flota enemiga. Pero su propio barco seguía siendo invisible.

Ya estaban lo bastante cerca como para oír los ruidos de los barcos amarrados más adelante: voces que cantaban, rezaban o discutían. Alguien martillaba con una maza de madera; había crujir de remos y latigueo de cordajes en los dhows, que se mecían suavemente sobre las anclas.

Hal se esforzaba por distinguir los palos del Gull of Moray, aun sabiendo que no podría verlos hasta que la primera andanada iluminara la oscuridad.

—Hay un dhow grande bien a proa —dijo en voz baja a Ned Tyler—. Pasadle cerca por estribor. ¡Listo, maese Daniel! —alzó la voz—. ¡Disparad contra el navío de estribor!

Cuando el dhow anclado estuvo por el través, la andanada del Golden Bough iluminó la noche como un rayo; el tronar de los cañones los ensordeció antes de levantar ecos en las colinas del desierto. Esa breve iluminación sirvió para que Hal viera los mástiles y los cascos de toda la flota enemiga. Entonces sintió la desilusión como un plomo en el vientre.

—El Gull se ha ido —dijo en voz alta. Una vez más el Aguilucho se le escapaba. "Ya habrá otra oportunidad", se consoló. Y apartando con firmeza toda distracción de su mente, dedicó toda su atención a la batalla que se desplegaba ante él, como un infernal cuadro vivo.

En el momento en que esa primera andanada hizo blanco en la presa, Aboli no esperó la orden. La cubierta se iluminó con las flechas incendiarias de los amadodas. Los arqueros soltaron esos dardos, que describieron una alta parábola ígnea hasta clavarse en los maderos del navío anclado. Mientras en el casco atacado se elevaban alaridos de terror, el Golden Bough continuó adentrándose por aquella masa de embarcaciones.

—Dos navíos a un punto de cada lado de la proa —dijo Hal al timonel—. Pasad entre ambos.

El barco escoró primero a un lado y luego a otro; las andanadas tronaron en veloz sucesión y una lluvia de flechas incendiarias cayó del cielo sobre los navíos atacados. Detrás de ellos, el primer dhow estaba ardiendo e iluminaba la bahía con sus llamas.

—¡El Tazar!

Al oír las aterrorizadas voces árabes que gritaban su nombre de barco en barco, Hal sonrió ceñudamente, contemplando los despavoridos esfuerzos por cortar las anclas a fin de escaparle.

Ya había cinco dhows incendiados a la deriva en ese abarrotado amarradero.

Las balas de cañón pasaban aullando por encima o iban a estrellarse en los navíos anclados junto a ellos.

Las llamas saltaban de nave en nave, iluminando la bahía como si hubiera llegado la mañana.

Hal volvió a buscar los altos mástiles del Gull.

Si hubiera estado sería inconfundible. Pero no estaba a la vista. A esas horas el Aguilucho habría izado las velas. Hal, encolerizado, se dedicó a sembrar toda la destrucción posible en la flota del islam.

Uno de aquellos cascos incendiados debía de estar cargado de pólvora, pues estalló en una gran torre de humo negro, cruzado de llamaradas rojas, como si el diablo hubiera abierto las puertas del infierno. La detonación barrió toda la flota destrozando los barcos más próximos.

El viento levantado por la explosión rugió por un momento por sobre la fragata; las velas vacilaron haciéndole perder estabilidad. Luego se impuso la brisa que venía desde el mar y volvió a henchirlas. El Golden Bough continuó adentrándose en la bahía hacia el núcleo de la flota enemiga.

Hal hacía un gesto de lúgubre satisfacción cada vez que una de las andanadas daba en el blanco.

Como contraste, de los barcos enemigos surgía un estruendo discordante de disparos sin el menor control.

Las baterías de tierra de El Grang comenzaron a abrir fuego, a medida que sus soñolientos artilleros llegaban a esas armas colosales. Cada descarga era como un trueno individual ante el cual hasta las fuertes andanadas de la fragata quedaban empequeñecidas. Hal sonreía ante potentes disparos, pues los artilleros de la costa no podían ver las velas negras del Golden Bough en medio del humo y la confusión.

Disparaban contra su propia flota. Hal vio cuando menos un barco enemigo desintegrado por un solo proyectil disparado desde la costa.

—¡Preparados para virar!

Hal dio la orden en un fugaz momento de silencio.

La costa de la bahía se aproximaba deprisa y pronto se verían atascados en el fondo. Los tripulantes manejaron las velas con sincronización perfecta, haciendo que la proa describiera un amplio arco, hasta apuntar de nuevo hacia el mar abierto.

Hal alzó la voz, en medio de los barcos incendiados para que los hombres pudieran oír:

—No dudo que El Grang recordará esta noche por mucho tiempo.

Lo vivaron sin dejar de operar los aparejos ni de disparar sus flechas:

—¡El Bough y Sir Hal!

De pronto, una sola voz entonó:

—¡El Tazar!

Y todos repitieron el grito con tanto vigor que El Grang y el príncipe debieron de oírlo desde su tienda, en tanto contemplaban la flota destrozada.

—¡El Tazar! ¡El Tazar!

Hal se dirigió al timonel.

—Sacadnos, señor Tyler, por favor.

Mientras serpenteaban entre los cascos incendiados y la basura flotante, desde uno de los dhows surgió un solo disparo que barrió la cubierta. Pasó milagrosamente entre uno de los artilleros y un grupo de arqueros medio desnudos, sin tocar a nadie. Pero Stan Sparrow estaba de pie ante el barandal opuesto, operando un cañón, y la bala de hierro caliente le arrancó las dos piernas por encima de las rodillas.

Hal se lanzó instintivamente hacia él para socorrerlo, pero ocuparse de muertos y heridos, aunque sintiera el tormento de la pérdida. Stan Sparrow lo había acompañado desde un comienzo. Era un buen hombre y buen compañero.

Los que se llevaban a Stan pasaron cerca de él. Hal vio que el hombre estaba pálido como el marfil, completamente exangüe. Se debilitaba velozmente, pero al ver a Hal hizo un gran esfuerzo por tocarse la frente.

—Fueron buenos tiempos, capitán —dijo. Y la mano cayó sin fuerza.

—Id con Dios, maese Stan —respondió el joven.

Y volvió la mirada hacia la bahía, para que nadie pudiera ver su aflicción.

Mucho después de haber llegado a mar abierto, ya en viaje hacia Mitsiwa, el cielo nocturno seguía iluminado por el infierno que ellos habían creado. Los jefes de división vinieron uno a uno para presentar sus informes de batalla. Aunque Stan Sparrow era el único muerto, había tres heridos de balas de mosquete y otro con una pierna aplastada por el retroceso de una culebrina recalentada. Era poco precio a pagar, pero Hal lamentaba la pérdida de Stan Sparrow, aunque eso fuera una debilidad de su parte.

Estaba exhausto y le dolía la cabeza por el fragor de la batalla y el humo de la pólvora, pero la tensión nerviosa le impediría dormir; su mente era un torbellino de emociones y pensamientos precipitados. Dejando a Ned Tyler en el timón, se alejó hacia la proa, solo, para que el viento fresco lo serenara.

Aún estaba allí cuando rompió el alba. Fue el primero en ver los tres cohetes rojos que se elevaban en el cielo desde los acantilados de Mitsiwa, por encima de la bahía. Era una señal de Judith Nazet para que regresara cuanto antes. Con el pulso acelerado por el temor, gritó a Aboli, que dirigía la guardia:

—¡Izad tres lámparas rojas al palo mayor!

Las luces rojas eran la señal de que había recibido el mensaje.

"Ella ha oído los cañonazos, ha visto las llamas", se dijo. "Quiere recibir mi informe sobre la batalla." De algún modo sabía que no era así, pero trataba de aquietar la súbita sensación de miedo que lo asaltaba.

Ya era día pleno cuando se acercaron a la costa. Hal, que seguía de pie en la proa, vio el bote que partía desde la playa para salirles al encuentro y reconoció aquella esbelta figura, de pie junto al mástil. El corazón le dio un brinco; su tristeza desapareció, reemplazada por una ansiosa expectación.

Judith Nazet traía la cabeza descubierta; un oscuro halo de pelo le enmarcaba el rostro. Venía de armadura, con espada al cinto y un casco de acero bajo el brazo.

Hal marchó hacia el alcázar para ordenar al timonel:

—¡Virad y al pairo!

Judith Nazet cruzó la porta de entrada con ágil y gracioso apresuramiento. Sus maravillosas facciones estaban demudadas.

—Agradezco a Dios que os haya traído de regreso tan pronto —dijo, con voz estremecida por alguna fuerte emoción—. Nos ha sucedido una terrible catástrofe. Apenas hallo palabras para describirla.

Habían envuelto con cuero los cascos de los caballos, para que hicieran poco ruido en el suelo rocoso. El sacerdote cabalgaba junto a él, pero Cornelius Schreuder había tomado la precaución de sujetarle una cadena liviana a la cintura, cuyo extremo ciñó a su propia muñeca. No confiaba en absoluto en la mirada huidiza y la cara de hurón de ese hombre.

Viajaban en doble fila por el valle estrecho. Una hora después de salir la Luna, las laderas rocosas aún les arrojaban a la cara el calor del Sol. Schreuder había elegido a los quince hombres más confiables de su regimiento y los caballos más veloces.

De pronto el sacerdote alzó la mano.

—¡Detengámonos!

Schreuder repitió la orden en un susurro.

—Debo adelantarme para ver si el camino está libre —dijo el religioso.

Yo iré con vos.

Schreuder desmontó y, tras acortar la cadena, ambos dejaron al resto del grupo en el fondo del valle para trepar por la empinada ladera.

—Allí está el monasterio. —El sacerdote señalaba la gran mole cuadrada que se alzaba en las colinas, bloqueando la mitad del cielo estrellado—. Haced dos destellos; luego, otros dos.

Schreuder apuntó la pequeña linterna hacia los muros del monasterio y abrió la cubierta que ocultaba la llama. Hecha la señal, esperaron. No sucedía nada.

—Si estáis jugando conmigo os cortaré la cabeza —gruñó Schreuder.

El menudo sacerdote se estremeció a su lado.

—¡Haced otra vez esa señal! —suplicó.

Schreuder la repitió. De pronto vio un débil destello de luz en lo alto del muro. Apareció dos veces antes de extinguirse.

—Podemos continuar —susurró el sacerdote, excitado.

Pero Schreuder lo contuvo.

—¿Qué habéis dicho a los del monasterio para que nos ayuden a entrar?

—Que el Emperador y el Tabernáculo deben ser trasladados secretamente a un lugar seguro, para salvarlos de una conspiración, pues un gran noble de la facción gala quiere apoderarse de la corona.

—Buen plan —murmuró el coronel.

Y urgió al sacerdote camino abajo, hacia donde aguardaban los caballos. Treparon por otro barranco hasta quedar debajo de esas grandes murallas.

—Dejad los caballos aquí —susurró el sacerdote con voz trémula.

Los hombres de Schreuder desmontaron, entregando las riendas a los dos camaradas que cuidarían de los animales. De lo alto del muro pendía una escalerilla de cuerdas.

—Ya he cumplido con mi parte del trato —murmuró el sacerdote—. Arriba os espera otra persona. ¿Tenéis la recompensa que se me prometió?

—Habéis hecho un buen trabajo —concordó Schreuder, bien dispuesto—. Está en mis alforjas. Uno de mis hombres os la entregará.

Y entregó el extremo de la cadena a su teniente.

—Cuidadlo bien, Ezekiel —dijo en árabe, para que el sacerdote lo entendiera—. Dadle la recompensa que se ha ganado.

Ezekiel se llevó al hombre. Pocos minutos después Schreuder oyó un gruñido de espanto y sorpresa, seguido por la suave exhalación del aire que escapa de la tráquea cortada. El teniente volvió en silencio, limpiando su daga en un pliegue de su turbante.

—Fue un trabajo limpio —dijo el coronel.

—Mi cuchillo está bien afilado.

Schreuder pisó el primer peldaño de la escala y comenzó a subir. Quince metros más arriba llegó a una estrecha tronera abierta en la pared, por la que apenas pudo pasar los hombros.

En la diminuta celda interior lo aguardaba otro sacerdote.

Los hombres de Schreuder entraron uno a uno, agolpándose en la habitación.

—¡Llevadnos primero hasta el niño! —ordenó el coronel apoyando una mano en el huesudo hombro del religioso.

Todos lo siguieron por largos pasillos serpenteantes, cada uno asido al hombro de quien lo precedía por ese oscuro laberinto. Por fin, tras descender una escalera de caracol, vieron algo de luz hacia adelante. Se fue haciendo más potente a medida que avanzaban hacia una puerta con una antorcha a cada lado. En el umbral había dos hombres acurrucados, con las armas caídas en el suelo.

—¡Matadlos! —susurró Schreuder a Ezekiel.

—Están muertos —dijo el sacerdote.

Schreuder tocó a uno con el pie; el brazo cayó sin vida, haciendo rodar el cuenco que había contenido el aguamiel envenenado. Cuando el sacerdote tocó a la puerta, marcando una señal, al otro lado se descorrieron los cerrojos y la hoja se abrió. Una niñera apareció al otro lado, con una criatura en los brazos; tenía los ojos dilatados por el terror a la luz de las antorchas.

—¿Es este? —Schreuder apartó un pliegue de la manta para observar aquella dulce carita morena, con los ojos cerrados y los rizos oscuros humedecidos por la transpiración.

—Es él —confirmó el sacerdote.

Schreuder asió enérgicamente a la niñera por un brazo y la obligó a caminar a su lado.

—Ahora llevadme adonde está lo otro.

Continuaron adentrándose en el laberinto de salones oscuros y corredores estrechos, hasta llegar a otra pesada puerta, ante la cual yacían los cadáveres de cuatro sacerdotes, contorsionados por el tormento del veneno. El guía se arrodilló a su lado para buscar a tientas entre sus vestiduras. Cuando se incorporó tenía en la mano una gran llave de hierro. La hizo girar en la cerradura y dio un paso atrás.

Schreuder llamó a Ezekiel con un susurro y le encomendó a la niñera.

—¡Custodiadla bien!

Luego tomó la manija de bronce para abrir la puerta. El sacerdote traidor y hasta los invasores tuvieron que retroceder ante la intensa luz que brotaba de la cripta. Después de tanta oscuridad, el fulgor de cien velas resultaba deslumbrante.

Schreuder cruzó el umbral, pero luego se detuvo, vacilando al ver el Tabernáculo. Los ángeles de la cubierta parecían danzar bajo esa luz ondulante. Abrumado por el fervor religioso, se persignó instintivamente. Cuando trató de tomar una de las asas del cofre, fue como si tropezara con una barrera invisible que lo rechazaba. Su respiración se tornó dificultosa, como si algo le apretara el pecho. Luchando contra un irracional impulso de girar en redondo y echar a correr, retrocedió varios pasos antes de poder dominarse. Luego salió lentamente de la cripta.

—¡Ezekiel! Yo me ocuparé de la mujer y el niño. Lleva a Mustapha para que te ayude y apodérate del cofre.

Los dos musulmanes, que no sufrían esos escrúpulos religiosos, se adelantaron de buena gana para tomar las asas. El Tabernáculo era asombrosamente liviano y ambos lo llevaron sin esfuerzo.

—Los caballos nos esperan frente al portón principal —dijo Schreuder a su guía, en árabe—. ¡Llévanos!

Avanzaron deprisa por los pasillos oscuros. En cierta oportunidad tropezaron inesperadamente con otro sacerdote de túnica blanca. Al ver el Tabernáculo en manos de los dos soldados armados, el hombre lanzó un grito de horror ante el sacrilegio y cayó de rodillas. Schreuder, que llevaba sujeta a la mujer con la mano izquierda y la espada desenvainada en la derecha, lo mató con una sola estocada en las costillas.

Todos escucharon en silencio por un rato. No se oía nada.

—¡Continuemos! —ordenó el coronel.

El guía volvió a detenerse.

—El portón está a poca distancia. Hay tres hombres en la caseta de guardia. —Schreuder vio la luz de una lámpara que entraba por la puerta franca—. Debo dejaros aquí.

—¡Id con Dios! —dijo el coronel, irónico, mientras el hombre se escabullía—. Dejad el cofre, Ezekiel, y ocupaos de los guardias.

Tres de ellos se adelantaron subrepticiamente por el pasillo, mientras Schreuder retenía a la niñera. Ezequiel se deslizó dentro de la caseta de guardia. Por un momento reinó el silencio. Luego se oyó el repiqueteo de algo que caía al suelo. El coronel hizo una mueca, pero todo volvió a quedar en calma.

—¡Hecho! —anunció el teniente, al regresar.

—Estáis viejo y torpe —lo regañó Schreuder, mientras abría la marcha hacia las grandes puertas.

Hicieron falta tres hombres para levantar las grandes trancas. Luego Ezekiel operó la manivela de un torno primitivo y la puerta se abrió.

—¡Manteneos bien juntos!

Cruzaron el puente a la carrera para salir al sendero rocoso. Allí Schreuder se detuvo y emitió un suave silbido. Se oyó un suave golpetear de cascos envueltos, en tanto los dos hombres restantes sacaban a los caballos de entre las rocas donde se habían escondido. Ezekiel puso el Tabernáculo en la silla del caballo de carga y lo ató con firmeza. Luego cada uno subió a su montura. Schreuder alzó al niño dormido, separándolo de su niñera. El pequeño murmuró, soñoliento, pero el coronel lo acalló, afirmándolo en el pomo de la silla.

—¡Vete! —ordenó a la niñera—. Ya no se te necesita.

—¡Pero no puedo abandonar a mi niño! —La voz de la mujer sonaba aguda y agitada.

Schreuder volvió a inclinarse y la mató limpiamente con la espada de Neptuno. Luego, dejándola tendida junto a la senda, abrió la marcha por la ladera.

—Dos de los sacerdotes del monasterio pudieron seguir a los blasfemos en su huida —explicó Judith Nazet a Hal.

Aun frente al desastre, sus labios seguían siendo firmes; sus ojos, serenos. Él admiró su fortaleza; sólo así había podido tomar el mando de un ejército quebrado para volverlo victorioso.

—¿Dónde están? —preguntó. La horrible noticia lo había conmovido tanto que le costaba pensar con claridad.

—Desde el monasterio fueron directamente a Tenwera. Llegaron antes del amanecer, hace tres horas. Allí los esperaba un gran barco que estaba anclado en la bahía.

—¿Os describieron a ese barco? —preguntó Hal.

—Sí. Era el corsario empleado por el Mogol, el que mencionamos en nuestra última reunión. El mismo que ha hecho tanto daño a nuestra flota de transportes.

—¡El Aguilucho! —exclamó Hal.

—Sí, así lo llaman hasta sus aliados. Desde los acantilados, mis hombres vieron que un bote se llevaba al Emperador y al Tabernáculo hacia ese barco anclado. En cuanto los tuvo a bordo, el Aguilucho levó anclas y se hizo a la mar.

—¿En qué dirección?

—Una vez fuera de la bahía viró hacia el sur.

—Sí, por supuesto —asintió Hal—. Le habrán ordenado llevar a Iyasu y al Tabernáculo a Muscat o a la India, hasta el reino del Gran Mogol.

Ya lo he hecho seguir por la más veloz de nuestras naves. Nos llevaban apenas una hora de ventaja y no hay mucho viento. Es un dhow pequeño, que jamás podría atacar a un barco tan poderoso. Pero si Dios es misericordioso, aún estarán siguiéndolo.

—Debemos ir inmediatamente tras él. —Hal dio media vuelta para ordenar a Ned Tyler—: Virad en redondo y ponednos en la bordada inversa. Izad todas las velas. Rumbo sudsudeste, hacia Bab El Mandeb.

Luego tomó a Judith del brazo, era la primera vez que la tocaba, y la condujo a su propio camarote.

—Estáis fatigada —dijo—. Lo veo en vuestros ojos.

—No, capitán —corrigió ella—. No es fatiga lo que veis, sino dolor. Si vos no podéis salvarnos, todo estará perdido: un rey, un país, un credo.

—Tomad asiento, por favor —insistió él—. Os mostraré lo que debemos hacer. —Desplegó la carta frente a ella—. El Aguilucho podría navegar en línea recta hacia la costa occidental de Arabia. En ese caso lo hemos perdido, pues ni siquiera este barco podrá alcanzarlo antes que llegue a la otra costa.

El sol temprano entraba por las ventanas de popa, delatando cruelmente las marcas de la angustia cinceladas en el rostro adorable de Nazet. Para Hal era terrible ver el dolor que sus palabras habían causado; para aliviarla bajó la mirada hacia la carta.

—Sin embargo, no creo que haga eso. Si navega directamente hacia Arabia, el Emperador y el Tabernáculo tendrán que recorrer por tierra un tramo peligroso y difícil, a fin de llegar a Muscat o a la India. —Meneó la cabeza—. No. Navegará hacia el sur, pasando por Bab El Mandeb. —Apoyó un dedo en la angosta entrada al Mar Rojo—. Si logramos llegar allí antes que él, no podrá esquivarnos, porque el Bab es muy estrecho. Allí podremos atraparlo.

—¡Dios lo permita! —rogó Judith.

—Tengo una larga cuenta que ajustar con el Aguilucho —dijo Hal, ceñudo—. Me muero por tenerlo bajo mis cañones.

Judith lo miró, consternada.

—Pero no podéis disparar contra su nave.

—¿Cómo es eso? —Hal la miró con desconcierto.

—El Emperador y el Tabernáculo están a bordo. No podéis arriesgaros a sacrificarlos.

Hal sintió que su ánimo vacilaba. Tendría que ponerse a la par del Gull of Moray y acercársele mientras el Aguilucho disparaba sus andanadas sin que el Golden Bough pudiera contestar. Imaginó el terrible castigo que deberían soportar: los cañonazos desgarrando el casco de su barco, la matanza en las cubiertas, antes que pudieran abordar el Gull.

La fragata continuó su marcha hacia el sur. Al terminar la guardia de la mañana, Hal reunió a todos sus hombres en el combés del barco para explicarles la tarea que les exigiría.

—No voy a ocultároslo, muchachos. El Aguilucho podrá hacer con nosotros lo que quiera, sin que podamos disparar contra él.

Los tripulantes callaban, grave la expresión.

—Pero pensad en la gloria que será abordar el Gull y hacerles sentir nuestro acero.

Entonces lo ovacionaron, pero había miedo en sus ojos mientras obedecían la orden de ceñir las velas para lograr del barco la máxima velocidad en su carrera hacia Bab El Mandeb.

—Les prometéis la muerte y os ovacionan —observó Judith Nazet cuando quedaron solos, en voz baja—. Y decís que yo soy líder.

En su tono había algo más que respeto.

Al promediar la primera guardia de la tarde se oyó un grito del vigía:

—¡Vela a la vista! ¡Bien hacia proa!

A Hal se le aceleró el pulso. ¿Era posible que hubieran alcanzado tan pronto al Aguilucho? Arrancó el altavoz de su soporte.

—¡Vigía! ¿Cómo es?

—¡Vela latina! —El corazón del capitán dio un vuelco—. Barco pequeño. Lleva nuestro mismo rumbo.

Judith apuntó quedamente:

—Podría ser el que envié tras el Gull.

Gradualmente fueron alcanzando al otro barco. Media hora después era visible desde la cubierta. Hal entregó su telescopio a Judith para que pudiera estudiarlo.

—Sí, es mi explorador —confirmó ella, bajando el anteojo—. ¿Podéis enarbolar la cruz blanca para calmar sus temores y acercarme lo suficiente para que pueda hablar con ellos?

Pasaron tan cerca que pudieron ver desde arriba la cubierta del dhow. Judith gritó una pregunta en ge’ez y, después de escuchar la débil respuesta, se volvió hacia Hal con los ojos brillantes de entusiasmo.

—Estabais en lo cierto. Han estado siguiendo al Gull desde el amanecer. Hasta hace pocas horas tenían a la vista sus velas altas, pero cuando arreció el viento puso más distancia.

—¿Qué curso llevaba cuando lo vieron por última vez?

—El mismo que ha mantenido todo el día: rumbo sur, directamente hacia los estrechos del Bab.

Por mucho que él insistiera para que Judith bajara a descansar en su camarote, ella insistió en permanecer a su lado en el alcázar. Hablaban poco, pues ambos estaban demasiado tensos y temerosos, pero poco a poco se estableció entre ellos una sensación de camaradería. Se reconfortaban mutuamente, recurriendo a una mutua reserva de fortaleza y determinación.

Cada pocos minutos Hal levantaba la vista hacia sus fúnebres velas negras; luego cruzaba hacia la bitácora. No había órdenes que dar al timonel, pues Ned Tyler lo estaba manejando inmejorablemente.

Sobre el barco pendía un silencio cargado y patético. No había gritos ni risas. Los hombres que no estaban de guardia, en vez de dormitar a la sombra del velamen, como de costumbre, se sentaban en pequeños grupos silenciosos, atentos a cada movimiento de su capitán y a cada palabra suya.

El Sol describió su majestuoso círculo en el cielo y descendió hasta tocar las lejanas colinas de occidente. La noche llegó con tanto sigilo como un asesino, borroneando el horizonte, que se fundió con el cielo oscurecido hasta desaparecer.

En la oscuridad, Hal sintió la mano de Judith sobre su brazo. Era suave y tibia, pero fuerte.

—Los hemos perdido, pero no es culpa vuestra —dijo ella, con suavidad—. Nadie habría podido hacer más.

—Todavía no he fracasado —aseguró él—. Tened fe en Dios y confiad en mí.

—Pero en la oscuridad… No creo que el Aguilucho encienda ninguna lámpara. Cuando amanezca ya habrá cruzado el Bab y estará en mar abierto.

Él habría querido decirle que todo eso había sido decretado mucho tiempo atrás, que él navegaba al encuentro de un destino especial. Aunque pareciera fantasioso, tenía que decirlo.

—Judith… —Y se detuvo a buscar las palabras adecuadas.

—¡Cubierta! —tronó la voz de Aboli, desde arriba.

Su timbre hizo que a Hal se le erizara la piel.

—¡Vigía! —respondió.

—¡Una luz hacia proa!

Rodeó con un brazo los hombros de Judith, sin que ella hiciera ademán alguno de apartarse. Por el contrario, se acercó más.

—Ahí está la respuesta a tu pregunta.

—Dios ha provisto.

—Debo subir. —Hal retiró el brazo—. Quizá nos estamos apresurando. Puede ser una jugarreta del diablo. —Se acercó a Ned—. Barco a oscuras, señor Tyler. Si alguien enciende una luz, lo pasaré por la quilla. Y quiero silencio. Ni un solo ruido.

Trepó rápidamente por el aparejo del palo mayor hasta reunirse con Aboli.

—¿Dónde está esa luz? —preguntó, escrutando la oscuridad—. No veo nada.

—Ha desaparecido, pero estaba casi directamente frente a la proa.

—¿Se te ha metido una estrella en los ojos, Aboli?

—Espera, Gundwane. Era una luz pequeña y lejana.

Los minutos pasaron lentamente. De pronto Hal la vio: no era siquiera un destello, sino una suave luminiscencia, tan nebulosa que dudó de su vista, sobre todo porque Aboli, a su lado, no daba señales de haberla detectado. Apartó los ojos para darles descanso y volvió a mirar; aún estaba allí, demasiado abajo para ser una estrella, con un resplandor extraño y anormal.

—Sí, Aboli, ahora la veo.

Mientras lo decía se tornó más potente y su compañero lanzó una exclamación: Luego se apagó otra vez.

—Puede no ser el Gull, sino otro barco.

—Eso creo. El Aguilucho no cometería el descuido de encender una luz de navegación.

—¿Alguna lámpara en el camarote de popa? ¿El reflejo de su bitácora?

—O uno de los marineros que fuma tranquilamente su pipa.

—Oremos porque sea una de esas cosas. Está donde debería estar el Aguilucho —dijo Hal—. La seguiremos hasta que salga la Luna.

Siguieron juntos, aguzando la vista en la noche. A veces aquella extraña luz aparecía como un punto nítido; otras veces era un resplandor vago y amorfo; a menudo desaparecía. En una ocasión se apagó por completo por una aterrorizante media hora antes de encenderse otra vez, perceptiblemente más intensa.

—Nos estamos acercando —susurró Hal—. ¿A qué distancia calculas que estamos?

—Una legua, quizá menos.

—¿Dónde está la Luna? —Hal miró hacia el este—. ¿No piensa surgir?

La primera iridiscencia asomó tras las montañas oscuras de Arabia; tímida como una novia, la Luna develó su rostro, tendiendo un sendero de plata en las aguas. Hal sintió el aliento bloqueado en el pecho y todos los tendones del cuerpo tensos como la cuerda de un arco.

Hacia adelante, en la oscuridad, surgió una encantadora aparición, suave como una nube de niebla opalina.

—¡Allí está! —susurró. Tuvo que aspirar hondo para afirmar la voz—. El Gull of Moray, directamente a proa. —Apretó el brazo a Aboli—. Baja a dar aviso a Ned Tyler y Daniel. Quédate allí hasta que el Gull sea visible desde la cubierta. Luego vuelve.

Mientras Aboli bajaba, él contempló la silueta de aquel velamen, que se iba afirmando y endureciendo bajo el claro de luna. Experimentaba un miedo que rara vez había sentido en su vida: no sólo por sí mismo, sino por los hombres que confiaban en él, por la mujer que estaba abajo, en la cubierta, por el niño que viajaba en el otro barco. ¿Qué esperanzas tenía de poner el Golden Bough a la par del Gull, mientras éste le disparara con sus cañones sin que él pudiera contestar? ¿Cuántos morirían en la hora siguiente y quiénes estarían entre ellos? Pensó en el cuerpo esbelto y orgulloso de Judith Nazet, desgarrado por la metralla.

"No permitas que suceda, Señor", pensó. "Ya me has quitado más de lo que puedo soportar. ¿Cuánto más? ¿Cuánto más pedirás de mí?"

Vio otra vez la luz a bordo del otro barco. Relumbraba desde las altas ventanas de la proa. ¿Habría velas encendidas allí? La observó hasta que le dolieron los ojos, sin detectar el origen de esa emanación luminosa.

Alguien le tocó apenas el brazo. Aboli había vuelto a trepar hasta allí.

—El Gull es visible desde la cubierta —dijo, en voz muy queda.

Hal no quiso bajar del mástil todavía, pues experimentaba una especie de temor religioso al contemplar la extraña luz en la popa del Gull. Aboli —dijo—. Lo que relumbra en la oscuridad es el Tabernáculo de María. Una señal que me guía hacia mi destino.

Aboli se estremeció a su lado.

—En verdad no es una luz de este mundo, sino algo espectral como no lo he visto antes. —Le temblaba la voz—. ¿Pero cómo lo sabes, Gundwane? ¿Cómo puedes estar tan seguro de que es el talismán lo que arde así?

—Porque lo sé —respondió Hal, simplemente.

En ese momento la luz se apagó ante sus ojos y el Gull quedó a oscuras. Sólo las velas, iluminadas por la Luna, seguían siendo visibles.

—Era una señal —murmuró Aboli.

—Sí, era una señal. —La voz de Hal había vuelto a ser firme y serena—. Dios me ha dado una señal.

Descendieron a la cubierta. Hal fue directamente hacia el timón.

—Allí está, señor Tyler. —Ambos miraron las velas que brillaban al claro de luna.

—Sí, allí está, capitán.

—Apagad la luz de la bitácora. Ponedme junto al Gull, por favor. Que haya cuatro timoneles suplentes preparados para hacerse cargo del timón si el anterior muere.

—Sí, Sir Hal.

Hal caminó hacia proa. La silueta del Grandote emergió de la oscuridad.

—¿Los ganchos de abordaje, maese Daniel?

—Todo listo, capitán. Los manejaré con diez de mis hombres más fuertes.

—No, Daniel. Deja eso a John Lovell. Tú y Aboli tienen algo mejor que hacer. Acompáñame.

Condujo hacia sus compañeros hacia Judith Nazet, que estaba al pie del palo mayor.

—Vosotros dos iréis al Gull con la general Nazet. Llevad a diez de vuestros mejores marineros. No os dejéis atrapar por el combate de cubierta. Bajad a toda prisa al camarote de popa. Allí encontraréis al niño y el Tabernáculo. Llevadlos afuera. Que nada os aparte de ese propósito. ¿Entendéis?

—¿Cómo sabéis dónde tienen al Emperador y al Tabernáculo? —preguntó Judith Nazet, en voz baja.

—Lo sé —respondió Hal, con tanta decisión que ella guardó silencio.

Él habría querido que Judith permaneciera en lugar seguro hasta que acabara el combate, pero tenía la certeza de que ella no accedería; por otra parte, no hay lugar seguro cuando dos barcos de tal potencia se traban en combate mortal.

—¿Dónde estarás tú, Gundwane? —preguntó Aboli.

—Con el Aguilucho. —Y Hal los dejó sin decir una palabra más.

Marchó hacia la proa, deteniéndose ante cada una de las divisiones agazapadas bajo la regala para hablar en voz baja con sus contramaestres.

—Que Dios te proteja, Samuel Moone. Tendremos que aceptar uno o dos disparos antes de abordarla, pero piensa en el placer que te aguarda en la cubierta del Gull.

A Jiri le dijo:

—Este será un combate del que podrás jactarte ante tus nietos.

Después de cambiar una palabra con cada uno, regresó a la proa para observar al Gull. Ahora lo tenían a doscientos metros; navegaba serenamente bajo las velas radiantes de luna.

—Ocúltanos a ellos, Señor —susurró, contemplando sus propias velas, una alta pirámide oscura contra las estrellas.

Con dolorosa lentitud, iban acortando la distancia. "Ahora no podrá eludirnos", pensó Hal, con sombría satisfacción. "Estamos demasiado cerca."

De pronto se oyó un salvaje grito de terror, lanzado desde el mástil del Gull.

—¡Vela a la vista! ¡Directamente a popa! ¡El Golden Bough!

Un momento después todo era gritos y confusión en la cubierta del otro barco. Un salvaje batir de tambor llamó a la tripulación del Aguilucho a sus puestos de batalla, entre el rumor de pies que corrían por las tablas de la cubierta. Con una fuerte serie de estallidos, se abrieron las cañoneras y las armas asomaron chirriando. En veinte puntos, a lo largo del barandal oscuro, se vio el fulgor de las mechas de combustión lenta y su reflejo contra el acero.

—¡Encended las lámparas de combate! —se oyó bramar al Aguilucho, iracundo, mientras la tripulación, llena de pánico, ocupaba sus puestos de combate. Luego, la orden al timonel: ¡Todo a babor! ¡Poned a esos cretinos frente a nuestra andanada! Vamos a llenarles las narices de pólvora para que pedorreen en la cara del diablo cuando los enviemos al infierno.

Se encendieron las lámparas del Gull, brindando a sus artilleros luz con que trabajar. Hal distinguió la pelambre roja del Aguilucho.

Luego, la silueta del barco se alteró rápidamente con la virada. Cumbrae reaccionaba instintivamente, pero con poca inteligencia. En la misma situación, Hal se habría mantenido a distancia para disparar contra el Golden Bough hasta despedazarlo mientras no pudiera contestar al fuego. Ahora necesitaría mucha suerte y velocidad para descargar una buena andanada antes que el Bough se le pusiera al lado.

Hal sonrió de oreja a oreja. El Aguilucho era víctima de su propia iniquidad. Probablemente no se le había ocurrido que Hal contendría su fuego por no dañar al niño y a la antigua reliquia. En la situación de Hal, él habría disparado con todos sus cañones.

Mientras el Gull viraba lentamente, el Golden Bough voló hacia él. Por un momento Hal pensó que podrían alcanzarlo antes que disparara sus cañones. Cuando cubrieron los últimos cien metros, Ned ya había dado órdenes de arrizar velas. El Gull giró los últimos arcos, apuntando todos sus cañones directamente hacia donde estaba Hal. El muchacho quedó cegado por el fulgor carmesí de la andanada, que alcanzó a su barco a quemarropa.

La tempestad de aire en movimiento lo golpeó con tal potencia que lo arrojó hacia atrás, haciéndole pensar que había sido alcanzado por una bala. Alrededor, la cubierta se disolvió en una tormenta de astillas. El grupo de amadodas que estaba más cerca fue alcanzado de lleno y desapareció en la nada. El Golden Bough escoró marcadamente ante el peso de los disparos que lo desgarraban; una sofocante niebla de humo cubrió su casco destrozado.

El terrible silencio siguiente a la andanada sólo se quebró con los gritos y las quejas de heridos y moribundos. Luego la brisa se llevó la pared de humo y, desde el otro lado, les llegó el grito de batalla de la otra tripulación:

—¡El Gull y Cumbrae!

Hal oyó él rumor de los cañones que se estaban recargando. "¿Cuántos de mis muchachos han muerto?", se preguntó. "¿La cuarta parte, la mitad?" Volvió la vista hacia su propia cubierta, pero la oscuridad le escondía los maderos rotos y los montones de cuerpos muertos o agonizantes.

Enfrente sonaba ya el golpeteo de la baqueta que apretaba la pólvora y los proyectiles dentro de los cañones.

—¡Más rápido! —susurró—. Más rápido, tesoro mío. Cubre esta distancia y no nos obligues a soportar otra andanada como esa.

Oyó el chirrido del aparejo de una culebrina cuyos artilleros, más veloces, habían terminado de cargar y estaban ya apuntando. Los dos barcos estaban ya tan cerca que Hal vio su boca monstruosa. Asomó por la cañonera hasta casi tocar el flanco del Golden Bough y volvió a rugir. La madera se hizo trizas; aullaron los hombres alcanzados por el proyectil.

Antes que el Gull pudiera sacar otros cañones, los dos barcos se juntaron con un estruendo chirriante. A la luz de las lámparas de combate, Hal vio los ganchos de abordaje que volaban a repiquetear contra la otra cubierta. Sin vacilar, subió a la regala y franqueó de un salto la estrecha banda de agua que separaba los dos cascos. Aterrizó con la ligereza de un gato entre un grupo de artilleros y mató a dos antes que pudieran desenvainar sus alfanjes.

Sus tripulantes lo siguieron en oleada, con los amadodas a la cabeza, armados de picas y hachas. En cuestión de segundos la cubierta superior del Gull quedó transformada en campo de batalla. Los hombres combatían pecho contra pecho, mano a mano, gritando y chillando de ira y terror.

—¡El Tazar! —rugían los hombres del Golden Bough.

Y la respuesta era:

—¡El Gull y Cumbrae!

Hal se vio enfrentado simultáneamente por cuatro hombres y tuvo que retroceder hasta la borda, pero John Lovell los atacó desde atrás, matando a uno de una estocada entre los omóplatos. Hal liquidó a otro aprovechando su vacilación; los dos restantes echaron a correr. El joven dispuso entonces de un momento para mirar alrededor. Vio al Aguilucho al otro lado de la cubierta, rugiendo de ira; blandía la gran espada escocesa por sobre la coronilla, derribando a los hombres que tenía ante sí.

De pronto, por el rabillo del ojo, divisó el casco de acero de Judith Nazet; la flanqueaban las enormes siluetas de Aboli y Daniel, que cruzaron con ella la cubierta para desaparecer por la escalerilla hacia el camarote de proa. Ese momento de distracción pudo haberle costado la vida, pues un hombre lo atacó con una lanza; Hal giró justo a tiempo para evitar la embestida. Luego se encontró nuevamente en medio de la lucha, que iba y venía por la cubierta.

Después de anular a otro hombre con una estocada en el vientre, miró alrededor, buscando al Aguilucho. Estaba en el combés.

—¡Voy por ti, Cumbrae! —le gritó.

Pero en el alboroto el escocés no se volvió a mirarlo. Hal fue hacia él, abriéndose camino entre la turba de combatientes.

En ese momento se cortó uno de los obenques del palo mayor, alcanzado por un hacha en vuelo que no hizo blanco en la cabeza hacia la que había sido arrojada. La lámpara de combate que colgaba de él se estrelló en la cubierta, a los pies de Hal. El joven dio un salto atrás para escapar de la llamarada que ascendía hacia su cara; luego brincó por sobre el fuego para acercarse al Aguilucho.

Pero el escocés había desaparecido. En su lugar había dos marineros que se arrojaron contra Hal. Detuvo al primero cortándole los tendones del brazo que blandía la espada. Luego desvió el movimiento para hundir la punta en la garganta del segundo.

Recobrada el arma, echó una mirada por sobre el hombro. Las llamas de la lámpara habían prendido en la madera de la cubierta y ardían con intensidad, lanzando estandartes de fuego por el obenque cortado hacia el aparejo. Por entre la ígnea danza vio que Judith Nazet salía de la escalerilla interior, seguida de cerca por Daniel, que traía el Tabernáculo de María sobre el hombro, como si fuera un simple almohadón de plumas. Los ángeles dorados de la cubierta chispearon a la luz de las llamas.

Un marinero embistió contra ella, con la pica en ristre. Hal lanzó un grito de horror al ver que la punta de lanza la alcanzaba en pleno costado, por debajo del brazo. Desgarró el fino algodón de la chaqueta, pero se desvió sin hacer daño en la cota de malla que ésta cubría. Judith giró como una pantera feroz, apuntando la espada hacia la cara del hombre. La furia del golpe fue tal que la punta asomó por la nuca del pirata, que cayó a sus pies.

Los fieros ojos de Judith se encontraron con los de Hal por sobre la hirviente cubierta.

—¡Iyasu! —gritó—. ¡Ha desaparecido!

Las llamas saltaban entre los dos. Hal se hizo oír entre ellas.

—¡Vete con Daniel! ¡Sal de este barco! Llevad el Tabernáculo al Golden Bough, que yo buscaré a Iyasu.

Sin vacilar ni discutir, ella corrió con Daniel hasta el barandal y cruzó de un salto a la cubierta del Bough. Hal, siempre combatiendo, se abrió paso hacia la escalerilla, con intenciones de bajar al entrepuente, donde debía de estar el niño, pero una falange de amadodas encabezada por Jiri cruzó toda la cubierta, cortándole el paso. Los guerreros negros habían formado con sus escudos el sólido carapacho del testudo y blandían las lanzas por entre las aberturas, sin que los piratas pudieran resistir esa carga.

En toda batalla hay un momento en el que se decide el resultado. Ese momento llegó cuando los marineros del Gull se diseminaron ante el torrente de guerreros que venían aullando y saltando. Los hombres del Aguilucho estaban derrotados.

"Debo hallar a Iyasu y sacarlo del Gull antes que las llamas alcancen el polvorín", se dijo Hal. Y se volvió hacia el saltillo de la proa, por ser el acceso más sencillo al entrepuente. En ese momento, un rugido lo detuvo en seco.

El Aguilucho estaba allí, muy erguido, iluminado por la luz amarilla del fuego.

—¡Courtney! —bramó—. ¿Es esto lo que buscas?

Tenía la cabeza descubierta y los rizos colorados revueltos en torno de la cara. En la mano derecha traía la espada escocesa; en la izquierda, a Iyasu. El niño chillaba de terror, sostenido en alto por Cumbrae. Vestía sólo una camisa de dormir, que se le había enroscado por encima de la cintura, y las piernecitas morenas pataleaban frenéticamente.

—¿Es esto lo que buscas? —aulló nuevamente el Aguilucho, levantándolo por encima de su cabeza—. Bueno, ven a buscarlo.

Hal se arrojó hacia adelante, derribando a dos hombres antes de poder llegar al pie del castillo de proa. Cumbrae lo observaba. Sin duda se sabía derrotado, pues su barco estaba en llamas y su tripulación, derrotada. Pero sonreía como una gárgola.

—Voy a mostrarte una jugada muy bonita, Henry. Se llama "el crío ensartado".

Con un rápido movimiento del grueso brazo velludo, arrojó al niño en línea recta hacia arriba, con la espada apuntada hacia él.

—¡No! —gritó Hal, enloquecido.

Un momento antes que el niño se ensartara en la punta, el Aguilucho apartó la espada e Iyasu cayó indemne en su brazo.

—¡Pido tregua! —gritó Hal—. Dame al niño sano y salvo y puedes irte en libertad, con todo mi botín.

—¡Qué buen negocio! Pero mi barco está incendiado y mi botín con él.

—Escúchame —suplicó Hal—. Deja al niño en libertad.

—¿Cómo puedo negarme a lo que me pide un hermano? —preguntó el Aguilucho, todavía borboteante de risa—. Tendrás lo que pides. ¡Listo! Ya tienes libre a tu negrito.

Con otro poderoso movimiento del brazo, lanzó a Iyasu por encima de la borda. El niño cayó, con la camisa flameando alrededor del cuerpecito. Luego, con un chapoteo leve, el mar se lo tragó.

Hal oyó el grito de Judith Nazet a sus espaldas. Dejando caer la espada, alcanzó el barandal con tres largos brincos y se zambulló de cabeza. Penetró muy hondo, como un cuchillo, y desde allí volvió la cabeza hacia la superficie.

A seis metros de profundidad, el agua era clara como el aire en la montaña. Vio el fondo del Gull y el reflejo de las llamas en la superficie ondulante del agua. Allí, entre él y la luz del fuego, distinguió una pequeña forma oscura. Se debatía como el pez en la red, dejando escapar burbujas plateadas, en tanto giraba dando tumbos en la estela del casco.

Hal se impulsó hacia él y lo alcanzó antes que la corriente se lo llevara. Con el niño apretado contra el pecho, ascendió raudo hacia la superficie para sacarle la cara fuera del agua.

Iyasu se movió débilmente, tosiendo y sofocándose. Luego dejó escapar un chillido aterrado.

—Sí, desahógate —dijo Hal.

Y miró alrededor.

Daniel debía de haber reunido a sus hombres y cortado los cabos de abordaje para alejar al Golden Bough del casco incendiado. Los dos barcos se estaban separando. Los marineros del Gull estaban saltando al agua, alcanzados por el calor de las llamas, pues la vela principal estaba ardiendo. La fragata, sin timonel, viraba lentamente hacia donde estaba Hal. Tuvo que bracear desesperadamente con una mano para sacar a Iyasu del camino.

Por un minuto horrible pensó que ambos serían atropellados, pero un golpe de viento desvió un punto la proa, haciendo que pasara a muy poca distancia de ellos.

Hal vio, asombrado, que el Aguilucho permanecía solo en el castillo de proa, rodeado de llamas, sin que pareciera sentir su calor. Su barba empezaba a humear y ennegrecerse, pero miró hacia Hal sofocado por la risa. Tomó aliento a duras penas para gritarle algo, pero en ese momento las escotas de la vela de trinquete se quemaron por completo. La enorme extensión de lona descendió flotando hasta cubrir al Aguilucho. Bajo ese flamígero sudario sonó un último alarido. Luego las llamas treparon a gran altura y el destrozado Gull pasó de largo, llevando a su capitán.

Hal lo siguió con la vista hasta que las olas del mar se interpusieron, ocultándole al barco incendiado. Cuando una ola solitaria lo alzó a gran altura, con el niño en brazos, comprobó que estaba ya a una legua de distancia; en ese instante las llamas debieron alcanzar el polvorín, pues la nave estalló con un rugido devastador. Hal sintió que el agua le oprimía el pecho, trasmitiendo la fuerza de la detonación. Aún vio los trozos de madera en llamas que ascendían en el cielo nocturno antes de caer para apagarse en las aguas oscuras. El silencio y la oscuridad volvieron a imponerse.

Del Golden Bough no había señales y el niño lloraba patéticamente. Hal, que no sabía una palabra de ge’ez con que consolarlo, le sostenía la cabeza fuera del agua y le hablaba en su propio idioma.

—¡Buen muchacho! ¡Eres fuerte! Tienes que ser valiente, pues naciste para emperador y los emperadores nunca lloran.

Pero las botas y la ropa empapada estaban tirando de él hacia abajo; era preciso nadar enérgicamente para resistir. Por el resto de esa larga noche logró mantenerse a flote, pero al amanecer ya estaba al final de sus fuerzas y el niño temblaba, gimoteando apenas en sus brazos.

—Ya falta poco, Iyasu; pronto será de día —graznó, con la garganta irritada por la sal.

Pero sabía que ninguno de los dos resistiría tanto.

—¡Gundwane!

Una voz muy amada lo estaba llamando, pero sin duda era el delirio. Rió en voz alta.

—No me juegues sucio —dijo—. No tengo aguante para eso. Déjame en paz.

Entonces vio emerger una sombra de la oscuridad; un chapoteo de remos se acercaba enérgicamente. La voz volvió a llamar:

—¡Gundwane!

—¡Aboli! —Se le quebró la voz—. ¡Aquí estoy!

Esas manazas negras se alargaron para sujetarlo y lo izaron a la lancha junto con el niño. En cuanto estuvo a bordo, Hal miró alrededor. El Golden Bough, con todas sus lámparas encendidas, estaba al pairo a media legua. Pero Judith Nazet se encontraba allí, sentada junto a él en la popa. Se hizo cargo del niño, envolviéndolo en su manto, y lo arrulló suavemente, hablándole en ge’ez, mientras la tripulación remaba hacia el barco. Antes que llegaran al Golden Bough, Iyasu ya dormía entre sus brazos.

—¿Y el Tabernáculo? —preguntó Hal a Aboli, con voz ronca—. ¿Está a salvo?

—En tu camarote —lo tranquilizó el negro. Luego bajó la voz—. Todo esto es lo que tu padre predijo. Por fin las estrellaste dejarán libre, pues se ha cumplido su profecía.

Hal tuvo una profunda sensación de contento; el cansancio se escurrió de sus hombros como una capa que dejara caer. Se sentía ligero y libre, como si lo hubieran liberado de una larga y onerosa penitencia. Miró a Judith, que lo estaba observando. En sus ojos oscuros había algo que él no pudo sondear, pues ella bajó la mirada antes que él pudiera leerlo con claridad. Hal habría querido acercársele más, tocarla, hablarle de esos sentimientos extraños y poderosos que lo invadían, pero había cuatro hileras de remeros que los separaban.

La tripulación del Golden Bough, colgada de los obenques, lo ovacionó en cuanto la lancha estuvo amarrada. Aboli le ofreció una mano para ayudarlo a trepar la escalerilla, pero él subió sin prestarle atención. Se detuvo al ver la larga fila de cadáveres envueltos en lonas, los terribles daños sufridos por su barco. Pero no era buen momento para cavilaciones tristes. Arrojarían a los muertos al mar y los llorarían más tarde. Ahora era el momento de la victoria.

Paseó la mirada por las caras sonrientes de su tripulación.

—Bueno, canallas: habéis saldado las cuentas con el Aguilucho y sus asesinos, y con monedas más pesadas de lo que ellos esperaban. Señor Tyler, abrid el barril de ron. Doble ración para todo el mundo; que todos puedan brindar porque el Aguilucho tenga un buen viaje hacia el infierno. Después poned rumbo a Mitsiwa.

Tomó al niño de brazos de Judith Nazet y lo llevó al camarote de popa. Después de acostarlo en la litera se volvió hacia Judith, que estaba a su lado.

—Es un muchachito fuerte y no ha sufrido mucho daño. Es mejor que duerma.

—Sí —dijo ella en voz baja, fijando en él la misma mirada inescrutable. Luego lo tomó de la mano para conducirlo hacia el rincón donde se encontraba el Tabernáculo de María, oculto tras unas cortinas.

—¿Rezas conmigo, El Tazar? —preguntó. Y se arrodillaron juntos—. Te agradecemos, Señor, por haber salvado la vida de nuestro Emperador, Tu pequeño servidor Iyasu. Te agradecemos que lo hayas rescatado de las perversas manos de los blasfemos. Te pedimos que bendigas sus armas en el conflicto que se avecina. Y te rogamos, Señor, que le concedas un reinado largo y apacible, una vez que hayamos obtenido la victoria. Haz de él un monarca sabio y bondadoso. En Tu nombre, ¡amén!

—¡Amén! —repitió Hal.

—También te agradecemos, Señor, que nos hayas enviado al fiel Henry Courtney, sin cuyo valor y generoso servicio habrían triunfado los impíos. Haz que reciba, como recompensa, la gratitud de todo el pueblo de Etiopía, más el amor y la admiración que tu servidora, Judith Nazet, ha concebido por él.

Hal sintió que el impacto de esas palabras le reverberaba por todo el cuerpo. Se volvió a mirarla, pero ella tenía los ojos cerrados. Cuando ya pensaba haber oído mal, ella le apretó el brazo con más fuerza y se puso de pie, levantándolo consigo.

Iba a levantarse, pero ella lo detuvo apoyándole una mano para que las cosas pudieran ser de otro modo.

Siempre sin mirarlo, lo condujo al pequeño camarote contiguo y cerró la puerta con cerrojo.

—Trenes la ropa mojada —dijo.

Y empezó a desvestirlo como una doncella, con movimientos lentos y serenos. Le tocó el pecho desnudo y deslizó los largos dedos morenos por sus flancos. Luego se arrodilló ante él para desabrocharle el cinturón y sacarle los pantalones. Cuando lo tuvo completamente desnudo fijó una mirada profunda en su virilidad, pero se levantó sin tocarlo para llevarlo de la mano hacia la litera. Cuando él trató de acostarla a su lado, ella le apartó las manos. Comenzó a desvestirse, de pie frente a él. La cota de malla cayó al piso, alrededor de sus pies. Bajo ese pesado atuendo su cuerpo era una paradoja de feminidad. Su piel, lúcida como el ámbar. Aunque tenía pechos pequeños, los pezones eran duros, redondos y morados como bayas maduras. Las esbeltas caderas se esculpían hacia la dulce curva de la cintura. Cubría el monte de Venus una mata de rizos negros y lustrosos.

Por fin fue a inclinarse hacia él para besarlo profundamente en la boca. Luego, con una exclamación impulsiva y un movimiento ágil, cayó sobre él. Hal, atónito ante la fuerza y la ductilidad de su cuerpo, se alzó para hundirse en ella.

En las últimas horas de ese día caluroso, onírico, los despertó el llanto del niño en el camarote vecino. Judith, aunque suspirando, se levantó inmediatamente. Mientras se vestía contempló a Hal como si deseara recordar cada detalle de su cara y de su rostro.

Finalmente se irguió ante él, atándose la armadura.

—Te amo, sí, pero Dios me ha elegido para una tarea especial, tal como te eligió a ti. Debo cuidar de que el Emperador niño asuma, sano y salvo, el trono del preste Juan en Aksum. —Tras un silencio algo más prolongado, dijo con suavidad—: Si vuelvo a besarte es posible que pierda la decisión. Adiós, Henry Courtney. Daría cualquier cosa por ser una doncella vulgar.

Y marchó hacia la puerta para atender a su Rey.

Hal ancló frente a la playa de Mitsiwa e hizo botar la lancha. Con toda reverencia, Daniel Fisher depositó en su fondo el Tabernáculo de María. Judith Nazet, con armadura completa y casco de guerra, iba de pie en la proa, llevando de la mano al niñito. Hal se hizo cargo del timón. Diez marineros los llevaron a remo por entre el suave oleaje hacia la playa.

En las rojas arenas los esperaban el obispo Fasilides con cincuenta capitanes. Diez mil guerreros se alineaban en lo alto de los acantilados. Al reconocer a su general y a su monarca rompieron en gritos de júbilo que barrieron la planicie, hasta que fue repetido por cincuenta mil voces y por los ecos de las colinas. Los regimientos que, desanimados, habían iniciado ya el retorno a las montañas y el lejano interior, creyéndose abandonados por la general y el Emperador, regresaron al oír la ovación. Fila tras fila, columna tras columna, surgieron a raudales de las colinas, levantando una alta nube de polvo rojizo con los cascos de sus caballos, refulgentes las armas al sol. Y sus voces se sumaron al coro triunfal.

Fasilides se adelantó para saludar a Iyasu, que desembarcaba de la mano de Judith. Los cincuenta capitanes, arrodillados en la arena, alzaron las espadas para invocar las bendiciones de Dios. Luego se adelantaron en tropel, compitiendo ferozmente por el honor de cargar en los hombros el Tabernáculo de María. Cantando un himno de batalla, ascendieron en procesión por el camino del acantilado.

Judith Nazet montó en su corcel negro, que lucía un pectoral dorado y un morrión de plumas de avestruz. Lo hizo girar para conducirlo, piafando y haciendo cabriolas, hasta donde estaba Hal, al borde del agua.

—Si la batalla nos favorece, el pagano tratará de escapar por mar. Descargad sobre él la ira y la venganza de Dios Todopoderoso con vuestro bello barco —ordenó—. Si perdemos el combate, haced que el Golden Bough espere en este mismo lugar, para llevar al Emperador a lugar seguro.

—Estaré aquí esperándoos, general Nazet. —Hal levantó la vista hacia ella, tratando de dar a sus palabras un énfasis especial.

Ella se inclinó desde la montura; sus ojos oscuros brillaban tras la visera de su casco, pero él no pudo saber si el brillo se debía a la ferocidad guerrera o a las lágrimas del amor perdido.

—Pasaré el resto de mi vida lamentando que las cosas no hayan sido de otro modo, El Tazar.

Irguió la espalda y, volviendo grupas, subió por el sendero. El emperador Iyasu se volvió entre los brazos del obispo Fasilides para saludar a Hal. Mientras agitaba la mano dijo algo en ge’ez; su voz aguda y gorjeante llegó hasta el borde del agua, pero Hal no entendió una palabra. Él también agitó la mano, gritando:

—¡Tú también, muchacho! ¡Tú también! El Golden Bough se hizo a la mar. Cruzada la línea de las cincuenta brazas, la tripulación se descubrió la cabeza bajo el crudo sol africano para entregar sus muertos al mar. Había cuarenta y tres compañeros en esos sudarios de lona: hombres de Gales, de Devon, de las misteriosas tierras que bordeaban el río Zambeze; todos eran ya camaradas para siempre.

Después Hal guió el barco nuevamente a las aguas poco profundas, donde puso a todos a reparar los daños del combate y a recargar el polvorín con las municiones que la general Nazet había enviado desde la costa.

Al tercer día lo despertó en la oscuridad el tronar de los cañones. Inmediatamente subió a cubierta. Aboli estaba de pie junto a la barandilla de sotavento.

Ya ha comenzado, Gundwane. La general ha enfrentado a su ejército contra El Grang en la batalla final.

Juntos, desde la barandilla, miraron hacia la costa oscura y las lejanas colinas, iluminadas por los infernales destellos del campo de batalla. Un vasto dosel de polvo y humo ascendió lentamente en el cielo calmo, tomando la forma de yunque de las tormentas tropicales.

—Si El Grang es derrotado tratará de escapar con todo su ejército hacia Arabia, cruzando el mar —dijo Hal a Ned Tyler y a Aboli, mientras escuchaban el incesante pandemónium del cañón—. Levad el ancla y poned el barco rumbo al sur. Saldremos al encuentro de los fugitivos que traten de escapar de la bahía.

Ya era pasado el mediodía cuando el Golden Bough ocupó su puesto en la boca de la bahía, con las velas arrizadas. El ruido de los cañones era incesante; Hal subió al puesto del vigía para apuntar su telescopio a la vasta planicie, más allá de Zeila, donde los dos grandes ejércitos estaban trabados en combate mortal.

Entre las cortinas de polvo y humo llegaba a ver las formas diminutas de los jinetes, que atacaban y contraatacaban como espectros en la polvareda de sus propios cascos. Vio los largos destellos de las armas, el serpenteo de la infantería que avanzaba en la niebla roja como serpiente moribunda, las puntas de las lanzas brillantes como escamas de reptil.

La batalla se acercaba poco a poco hacia la costa. Hal vio que una carga de caballería se lanzaba por lo alto de los acantilados contra una desmañada formación de infantería. Los sables subían y bajaban, en tanto los soldados se dispersaban ante ellos. Muchos hombres se arrojaron desde esas alturas hacia el mar.

—¿Quiénes son? —se desesperó Hal—. ¿Qué caballos son esos?

Entonces vio, con el anteojo, la cruz blanca de Etiopía a la cabeza de los jinetes que continuaban su carrera hacia Zeila.

—Nazet los ha derrotado —dijo Aboli—. ¡El ejército de El Grang está en retirada!

—Poned un hombre a sondear, señor Tyler. Vamos a acercarnos más.

El Golden Bough se deslizó silenciosamente por la boca de la bahía hasta quedar a doscientos metros de la costa. Desde lo alto del mástil Hal contempló las nubes leonadas de la guerra que rodaban lentamente hacia la playa, en tanto el ejército derrotado de El Grang retrocedía en desorden ante los escuadrones etíopes. Arrojaban las armas para correr a la orilla, en busca de cualquier embarcación que los llevara. De las playas que rodeaban el puerto en llamas partió una abigarrada flota de dhows, de todo tamaño y condición.

—¡Cielo santo! —rió Daniel—. Están tan apiñados en el agua que sería posible cruzar de una punta de la bahía a la otra de cubierta en cubierta sin mojarse los pies.

—Sacad los cañones, maese Daniel, por favor. Veamos si podemos mojarles algo más que los pies —ordenó Hal.

El Golden Bough avanzó hacia esa vasta flota. Las pequeñas embarcaciones trataron de huir, pero él las alcanzó sin esfuerzo e hizo tronar sus cañones. Uno tras otro, los dhows destrozados se hundieron, arrojando su carga de soldados exhaustos al agua, donde la armadura los llevaba rápidamente al fondo.

Fue una masacre tan terrible que los artilleros dejaron de lanzar gritos gozosos para operar los cañones en lúgubre silencio. Hal recorrió las baterías y les habló con severidad.

—Comprendo lo que sentís, muchachos, pero si los dejáis con vida ahora, tal vez mañana debáis combatir otra vez contra ellos. ¿Y quién os asegura que entonces os den cuartel si lo pedís?

También él estaba asqueado por la matanza. Esperaba con ansias la puesta del Sol o cualquier otra oportunidad de poner fin a esa carnicería. La ocasión surgió de donde menos lo esperaba.

Aboli abandonó su puesto en la batería de estribor para correr hacia Hal, que se paseaba por el alcázar. El joven lo miró con aspereza, pero antes que pudiera reprenderlo, el negro señaló hacia estribor, por encima de la proa.

—Ese barco de vela roja. El hombre que va a popa. ¿Lo ves, Gundwane?

Hal sintió en los brazos el cosquilleo de la aprensión. Un sudor frío le corrió por la espalda al reconocer esa alta silueta reclinada contra el timón. Los atusados mostachos habían desaparecido; usaba un turbante amarillo y una chaqueta dolman densamente bordada, como los potentados islámicos, sobre anchos pantalones blancos y botas blandas. Pero el pálido rostro se destacaba como un espejo entre los hombres barbados que lo rodeaban. Podía haber otros con esos anchos hombros y esa figura alta, atlética, pero ninguno con la misma espada a la cadera, con su tahalí cubierto de incrustaciones de oro.

—Virad, señor Tyler. Poneos al pairo junto a ese dhow de vela roja —ordenó.

Ned miró el barco que le señalaba y lanzó un juramento.

—¡Hijo de perra! ¡Es Schreuder! Que el diablo se lo lleve al infierno.

Al ver que la alta fragata se acercaba a ellos, los tripulantes árabes se arrojaron por la borda y trataron de nadar hacia la playa, prefiriendo los sables de la caballería etíope a las culebrinas del Golden Bough. Schreuder quedó solo, de pie en la popa, contemplando el barco con expresión fría e implacable. A medida que la distancia se acortaba, Hal vio que tenía la cara manchada de polvo y hollín; su ropa estaba llena de desgarraduras y mugre del combate.

Se acercó a la borda para sostenerle la mirada. Estaban tan cerca que apenas necesitó elevar la voz para hacerse oír.

—Coronel Schreuder, la espada que lleváis es mía.

—¿Querríais venir a quitármela, señor? —preguntó el holandés.

—Señor Tyler, asumid el mando en mi ausencia. Acercadme más al dhow para que pueda abordarlo.

—Es una locura, Gundwane —dijo Aboli suavemente.

—Que nadie intervenga, Aboli —ordenó Hal, caminando hacia la porta de entrada.

Mientras el pequeño dhow se balanceaba al lado, él se deslizó por la escalerilla y, franqueando de un salto la distancia, aterrizó levemente sobre la cubierta.

Con la espada en la mano, miró hacia popa. Schreuder se apartó del timón para quitarse la tiesa chaqueta dolman.

—Sois un tonto romántico, Henry Courtney —murmuró. Y la espada de Neptuno susurró al abandonar su vaina.

—¿A muerte? —preguntó Hal.

—Naturalmente. —El coronel asintió con gravedad—. Puesto que voy a mataros.

Se encontraron con la lenta gracia de dos amantes que inician un minué. Las hojas se tocaban en un coqueteo de acero contra acero; los pies no se estaban quietos; las puntas, en alto; los ojos, en los ojos del contrario.

Ned Tyler mantenía la fragata a cincuenta metros de distancia con diestros toques al timón y a las velas arrizadas. Los hombres se habían alineado contra la borda más cercana y guardaban silencio, atentos. Aunque pocos entendían las sutilezas de estilo y técnica, no podían menos que apreciar la elegante belleza de ese rito mortífero.

"¡Los ojos en sus ojos!" Hal creía oír la voz de su padre en la cabeza. "¡Lee en ellos su alma!"

Schreuder mantenía la expresión grave, pero Hal vio la primera sombra en esos fríos ojos azules. No era miedo, pero sí respeto. En esos leves toques de las espadas había evaluado a su adversario. Por sus encuentros anteriores no había imaginado que se enfrentaría a tanta fuerza y habilidad. En cuanto a Hal, estaba seguro de que, en el caso de que sobreviviera, jamás volvería a danzar tan cerca de la muerte, percibiendo su aliento como en esos instantes.

La vio en los ojos de Schreuder, un momento antes de que iniciara su ataque con una serie de rápidas estocadas. Hal retrocedió, parando cada golpe y percibiendo su potencia.

Apenas oía los bramidos excitados de los espectadores, en la cubierta de la fragata, pero estaba atento a los ojos del coronel y lo enfrentaba con la punta en alto. El holandés le apuntó súbitamente al cuello en el primer golpe serio. En cuanto Hal lo paró, él rompió el contacto con un movimiento fluido y, flexionando la rodilla derecha, le buscó el tobillo, tratando de inutilizarlo con un golpe al tendón de Aquiles.

Hal saltó ligeramente por sobre la hoja dorada, pero sintió un tirón en el taco de la bota. Con los dos pies en el aire, se encontraba momentáneamente fuera de equilibrio. Schreuder se irguió como una cobra al ataque, cambiando el ángulo de la hoja para dirigirla hacia el vientre del joven. Hal saltó hacia atrás, pero se sintió tocado; no hubo dolor en ese toque de navaja; sólo una punzada. Retrocediendo con el pie izquierdo, apuntó hacia uno de esos ojos azules. Vio en él la sorpresa y el primer destello de miedo, pero de inmediato Schreuder desvió la cabeza y la punta de Hal le hizo un corte en la mejilla.

Retrocedían, se movían en círculos. Ahora los dos sangraban. Hal sentía una humedad caliente que iba empapando la pechera de su camisa; a Schreuder le corría una víbora escarlata por la comisura de la boca, goteando desde la barbilla.

—La primera sangre me corresponde a mí, ¿verdad, señor? —preguntó Schreuder.

—En efecto, señor —reconoció Hal—. Pero, ¿de quién será la última?

Apenas había pronunciado esas palabras cuando Schreuder atacó a fondo. Mientras los espectadores del Golden Bough aullaban y bailaban de entusiasmo, él fue llevando a Hal, paso a paso, desde la popa hasta la proa del dhow. Allí lo inmovilizó, obligándolo a apoyar la espalda contra la regala. Así permanecieron, con las espadas cruzadas ante la cara, los ojos separados apenas por un palmo y los alientos entremezclados. Hal vio aparecer gotas de sudor bajo la nariz de Schreuder, en el esfuerzo de mantenerlo de ese modo.

Deliberadamente, el joven se tambaleó hacia atrás y vio un destello de triunfo en los ojos azules, tan próximos a los suyos. Pero su espalda estaba cargada como un arco que soportara el peso del arquero. Se descargó y, con toda la fuerza de piernas, brazos y torso, impulsó a Schreuder hacia atrás. Aprovechando el ímpetu de ese movimiento lo obligó a retroceder por la cubierta hasta la popa.

Cuando el brazo del timón se le clavó en la columna, el holandés no pudo continuar retrocediendo. Entonces cruzó su hoja con la de Hal y aplicó toda la potencia de su muñeca al contacto prolongado, el mismo con que había matado a Vincent Winterton y a diez más. Las espadas giraban, chirriando en un remolino plateado que las unía y separaba a la vez.

Aquello se prolongaba indefinidamente. Los dos chorreaban sudor y respiraban a breves jadeos. Era la muerte para el primero que cediera. Ambas muñecas parecían forjadas del mismo acero que las espadas. Y entonces Hal vio, en los ojos de Schreuder, algo que nunca había soñado ver allí: miedo.

El coronel trató de quebrar el círculo y trabar las hojas, como lo había hecho con Vincent, pero Hal no se lo permitió, obligándolo a continuar. Percibió la primera señal de debilidad en ese brazo de hierro y la desesperación en los ojos.

Por fin Schreuder rompió el contacto. Hal cayó sobre él en el mismo instante en que bajaba la punta, abriendo la guardia. Apuntó con fuera hacia el centro del pecho. Sintió que el acero penetraba hasta chocar contra hueso. El pomo tembló en su mano.

El rugido de los hombres de la fragata rompió sobre ellos como una ola impulsada por la tormenta. En el instante en que Hal sentía el arrebato del triunfo, la sensación viva de su hoja sepultada en la carne del adversario, Schreuder se arqueó hacia atrás, levantando la espada de Neptuno hasta la altura de sus ojos, en los que empezaban a apagarse las luces de zafiro. Y lanzó la estocada.

El movimiento hizo que la hoja de Hal penetrara aún más en su cuerpo, pero el joven no tenía defensa alguna contra la punta de la Neptuno, dirigida hacia su pecho. Soltó la empuñadura de su propia espada para brincar hacia atrás, pero no pudo escapar de esa arma dorada ni de su afiladísimo extremo.

Se sintió alcanzado en el lado izquierdo del pecho, arriba. Al retroceder, la hoja escapó de su carne. Hizo un esfuerzo por mantenerse de pie. Los dos hombres se enfrentaron, ambos gravemente heridos. Pero Hal estaba desarmado, mientras que Schreuder aún sostenía la espada de Neptuno en la mano derecha.

—Creo que os he matado, señor —susurró.

—Puede ser. Pero yo estoy seguro de haberos matado a vos —fue la respuesta.

—En ese caso, tendré que asegurarme de lo mío —gruñó el coronel.

Dio un paso inseguro hacia adelante, pero sus piernas perdieron la fuerza y cayó de bruces.

Hal hincó dolorosamente una rodilla junto al cadáver. Apretándose el pecho herido con la mano izquierda, utilizó la derecha para abrir los dedos muertos de Schreuder, que ceñían el pomo de la Neptuno. Luego se volvió hacia la cubierta del Golden Bough.

Al mostrar en alto la espada centelleante, sus hombres lo ovacionaron como enloquecidos. Aquello resonó de un modo extraño en los oídos de Hal, que parpadeó con aire vacilante. Se apagó el brillante sol africano y sus ojos se llenaron de sombras y oscuridad.

Como las piernas se le aflojaban, se dejó caer sentado en la cubierta del dhow, inclinándose hacia adelante, sobre la espada que tenía en el regazo.

Sintió pero no vio el golpe de la fragata conducida por Ned Tyler contra el dhow. Un momento después tenía las manos de Aboli en sus hombros y escuchaba su voz grave, en tanto el negro lo alzaba en brazos.

Ya ha terminado, Gundwane. Ya todo está hecho.

Ned Tyler llevó el barco hacia el interior de la bahía y lo ancló en aguas tranquilas, frente al puerto de Zeila, donde ahora flameaba la cruz blanca de Etiopía por sobre las maltrechas murallas.

Hal pasó catorce días tendido en la litera de su camarote, atendido sólo por Aboli. Al decimoquinto día Aboli y Daniel lo sentaron en una de las sillas de roble para llevarlo a cubierta. Los hombres fueron a hacerle la venia de a uno por vez, murmurando un saludo.

Los preparativos para navegar se hicieron ante sus ojos. Los carpinteros reemplazaron los maderos destrozados; los veleros zurcieron las desgarraduras de la lona. El Grandote Daniel se zambulló para nadar bajo el casco, por si hubiera daños bajo la línea de flotación.

—Está intacto y dulce como nido de virgen —gritó hacia la cubierta, al emerger por el lado opuesto.

Recibían muchas visitas provenientes de la costa: gobernadores, nobles y militares venían a expresar su gratitud a Hal, le traían regalos y lo miraban con enorme respeto. A medida que recuperaba las fuerzas, el joven pudo saludarlos de pie en el alcázar. Además de regalos le llevaban noticias.

—La general Nazet ha llevado al Emperador a Aksum, en un regreso triunfal.

Y muchos días después:

—Gracias a Dios, el Emperador ha sido coronado en Aksum, ante cuarenta mil personas.

Hal contempló nostálgicamente las montañas azules y esa noche durmió poco. Por la mañana Ned Tyler fue a decirle:

—El barco está listo para hacerse a la mar, capitán.

—Gracias, señor Tyler. —Hal le volvió la espalda y lo dejó allí, sin darle órdenes.

Antes que llegara a la escalera que conducía al camarote de popa se oyó un anuncio del vigía.

—¡Un bote ha salido del puerto!

Hal volvió ansiosamente a la borda y estudió a los pasajeros, en busca de una silueta esbelta con armadura y un halo de rizos oscuros. El plomo del desencanto le pesó en las piernas al distinguir sólo al obispo Fasilides, con la blanca barba volando por sobre el hombro.

Fasilides cruzó la porta de entrada e hizo la señal de la cruz.

—Benditos sean este buen barco y todos los valientes que en él navegan.

Los toscos marineros se pusieron de rodillas, con la cabeza descubierta. Después de haber bendecido a cada uno de ellos, el obispo se acercó a Hal.

Vengo como mensajero del Emperador.

—¡Que Dios lo bendiga! —respondió el joven.

—Os traigo sus saludos y su gratitud para con vos y vuestros hombres. —Giró hacia uno de los sacerdotes que lo acompañaban y tomó la pesada cadena de oro que le ofrecía—. En nombre del Emperador, os otorgo la orden del León Dorado de Etiopía.

Después de colgar el medallón enjoyado al cuello de Hal, agregó:

—Traigo conmigo los dineros que habéis ganado en vuestra gallarda guerra contra los paganos, junto con la recompensa que el Emperador os envía personalmente.

En el dhow habían traído cuatro cofres de madera, tan pesados que hicieron falta cuatro marineros operando el aparejo para elevarlos hasta la cubierta del Golden Bough. Fasilides abrió uno de ellos; el oro chisporroteó al sol, deslumbrante.

—¡Bueno, muchachos! —llamó Hal a sus hombres—. Cuando amarremos en el puerto de Plymouth llevaréis en la bolsa dinero suficiente para pagaros un par de cervezas.

—¿Cuándo os haréis a la mar? —quiso saber el obispo.

—Todo está preparado —respondió Hal—. Pero decidme, ¿qué noticias hay de la general Nazet?

Fasilides lo miró con aire astuto.

—Ninguna. Desapareció después de la coronación, y el Tabernáculo de María con ella. Algunos dicen que ha vuelto a las montañas de donde vino.

A Hal se le ensombreció la cara.

—Partiré con la marea de la mañana, padre. Os agradezco, a vos y al Emperador, vuestra caridad y vuestras bendiciones.

A la mañana siguiente Hal salió a cubierta dos horas antes del amanecer. Todos en la nave estaban despiertos. En el Golden Bough reinaba la excitación que precedía siempre a la partida.

Sólo Hal parecía inmune a ella. Sobre él pesaba una sensación de pérdida y traición. Aunque Judith Nazet no le había hecho promesas, él esperaba su regreso de todo corazón. Mientras efectuaba la última inspección del barco se abstuvo firmemente de mirar hacia la costa.

Ned se presentó para decirle:

—¡La marea ha cambiado, capitán! Y con este viento podremos doblar la isla de Dahlak en una sola bordada.

Hal no podía demorarse más.

—Levad el ancla, señor Tyler. Izad el velamen normal. Poned rumbo sur, hacia la Laguna de los Elefantes. Allí hemos dejado algunos asuntos sin terminar.

Ned Tyler y Daniel sonrieron de oreja a oreja ante la perspectiva de cobrar su parte del tesoro escondido allí.

Las velas se hincharon y el Golden Bough despertó con una sacudida. La proa viró y tomó un rumbo estable hacia el mar abierto.

Con las manos cruzadas a la espalda, Hal miraba en línea recta hacia adelante. Aboli se le acercó llevando al brazo un manto, que sacudió y exhibió para su apreciación.

—La croix pattée que usaba tu padre al comienzo de cada viaje.

—¿De dónde sacaste eso, Aboli?

—Lo encargué en Zeila mientras yacías herido. Te has ganado el derecho de usarla. —Cubrió con la capa los hombros de Hal y dio un paso atrás para inspeccionarlo—. Estás igual a tu padre la primera vez que lo vi.

Esas palabras eran tan gratas que levantaron el ánimo a Hal.

—¡Cubierta! —llamó el vigía desde el cielo, que se iba aclarando.

—¿Sí, vigía? —inquirió Hal, levantando la cabeza.

—¡Señal en la costa!

Hal se volvió rápidamente, haciendo volar el manto alrededor de él. Por sobre las murallas de Zeila, tres luces rojas quedaron suspendidas en el cielo del amanecer y, ante su vista, flotaron graciosamente a tierra.

—¡Tres cohetes chinos! —dijo Aboli—. La señal para que regresemos.

—Virad hacia el puerto, señor Tyler, por favor —pidió Hal, acercándose a la borda.

—¡Sale un bote del puerto! —gritó Aboli.

Hal miró hacia adelante; en la oscuridad se distinguía la silueta de un pequeño dhow que les salía al encuentro. El corazón le dio un brinco, dejándolo sin aliento.

De pie en la proa viajaba una silueta de atuendo desacostumbrado, una mujer de caftán azul, con la cabeza envuelta en un paño del mismo color. Al acercarse el bote, ella retiró el velo, mostrando la gloriosa corona oscura de su cabellera.

Hal la esperaba en la porta de entrada. Cuando Judith Nazet pisó la cubierta, la saludó con azoramiento:

—Buenos días, general Nazet.

—Ya no soy general. Ahora soy sólo una mujer vulgar llamada Judith.

—Bienvenida a bordo, Judith.

Vine tan pronto como pude. —Su voz sonaba enronquecida e insegura—. Ahora, por fin, Iyasu ha sido coronado y el Tabernáculo ha vuelto a su morada de las montañas.

—Desesperaba de volver a verte —dijo él.

—No, El Tazar. Nunca hagas eso.

Sorprendido, Hal vio que el dhow ya iba de regreso hacia la costa, sin haber descargado equipaje alguno.

—¿No has traído nada contigo? —preguntó.

—Sólo mi corazón.

—Voy hacia el sur —advirtió Hal.

—Adondequiera que vayas, mi señor, allá iré también.

Hal se volvió hacia Ned Tyler.

—Virad. Iniciad la bordada siguiente, doblando la isla de Dahlak. Luego, al sur, rumbo a Bab El Mandeb. A toda vela, señor Tyler.

—A toda vela será, capitán. —Ned sonrió con toda la cara, guiñando un ojo a Daniel.

Mientras el Golden Bough salía al encuentro de la aurora, Hal se irguió en el alcázar, con la mano izquierda apoyada en el zafiro de la espada de Neptuno. Alargó el otro brazo para atraer a Judith Nazet hacia sí. Ella acudió de buen grado.