Pasó seis largos días a solas, sentado junto a la ventana de su camarote. No probaba la comida que Aboli le llevaba. A veces leía la Biblia, pero la mayor parte del tiempo no hacía sino contemplar la estela del barco. Todos los mediodías iba a cubierta ojeroso y demacrado, para calcular la posición del barco y dar sus órdenes al timonel. Luego volvía a encerrarse con su dolor.

Al amanecer del séptimo día Aboli fue a decirle:

—El dolor es algo natural, Gundwane, pero esto es abandono. Descuidas tu responsabilidad y a quienes hemos depositado nuestra confianza en ti. Ya es suficiente.

—Jamás será suficiente. —Hal lo miró—. La lloraré todos los días de mi vida.

Cuando se puso de pie, el camarote giró alrededor, pues estaba debilitado por la pena y el ayuno. Esperó a que se le despejara la cabeza.

—Tienes razón, Aboli. Tráeme un plato de comida y un jarrito de cerveza liviana.

Una vez que hubo comido se sintió más fuerte. Después de lavarse y afeitarse, se cambió de camisa y se peinó el pelo hacia atrás, en una gruesa trenza. Había hebras muy blancas en las guedejas de marta. Apenas reconocía la cara bronceada que lo miraba desde el espejo: la nariz afilada como pico de águila, sin carne que cubriera los pómulos ni la implacable línea de la mandíbula. Sus ojos verdes tenían el brillo firme de las esmeraldas.

"Apenas tengo veinte años", se dijo, asombrado, "y ya aparento el doble."

Recogió la espada que estaba en el escritorio para deslizarla en su vaina.

—Muy bien, Aboli. Estoy listo para asumir nuevamente mis funciones —dijo. Y Aboli lo siguió a la cubierta.

El timonel le hizo la venia y entre los que estaban de guardia en cubierta hubo un intercambio de codazos. Aunque todos estaban muy atentos a su presencia, nadie lo miró. Hal se estuvo un rato junto a la borda, revisando con mirada aguda la cubierta y el cordaje.

—¡Contramaestre, mantén la orza, maldito seas! —espetó al timonel.

El temblor de la vela mayor era insignificante, pero Hal lo había detectado; los hombres que estaban en cuclillas al pie del palo mayor intercambiaron una subrepticia sonrisa. El capitán había vuelto a asumir el mando.

En un principio no comprendieron lo que eso presagiaba, pero pronto lo descubrirían en toda su amplitud. Hal comenzó por hablar a solas con cada uno de los tripulantes, en su camarote. Después de preguntarle el nombre y el lugar de nacimiento, lo interrogaba perspicazmente sobre el servicio cumplido. Mientras tanto lo estudiaba para evaluarlo.

Tres se destacaban entre los demás. John Lovell, el contramaestre, era el que había servido a las órdenes de Sir Francis.

—Mantendréis vuestro viejo cargo de contramaestre —le dijo Hal.

John sonrió de oreja a oreja.

—Será un placer serviros, capitán.

—Espero que penséis lo mismo dentro de un mes —replicó Hal, ceñudo.

Los otros dos eran William Stanley y Robert Moone, timoneles ambos. A Hal le gustaron: Llewellyn tenía buen ojo para evaluar a los hombres.

Su otro contramaestre sería Daniel; Ned Tyler, que sabía leer y escribir, su primer oficial. Althuda, otro de los pocos alfabetizados de a bordo, se encargaría de mantener actualizados todos los documentos; era el vínculo más estrecho que Hal mantenía con Sukeena y, por afecto, deseaba tenerlo cerca; así ambos podrían compartir el dolor.

John Lovell y Ned Tyler revisaron la nómina con Hal y le ayudaron a redactar la lista nominal por la que cada hombre sabría cuál era su tarea y su puesto en cada ocasión.

Hecho eso, Hal inspeccionó el barco, empezando por la cubierta principal; después, acompañado por sus dos contramaestres, abrió todas las escotillas, trepó y se arrastró por todos los rincones del casco, desde las sentinas hasta lo alto del palo mayor. En el polvorín abrió tres de los barriles, elegidos al azar, para evaluar la calidad de la pólvora y la mecha de combustión lenta.

Al verificar la carga según el manifiesto, se llevó una agradable sorpresa por la cantidad de mosquetes y municiones que llevaban, junto con grandes cantidades de mercancías.

Luego ordenó poner el buque al pairo y bajar una lancha, en la que rodeó todo el casco para apreciar su estado. Trasladó algunas de las culebrinas a las troneras de proa y ordenó cambiar de sitio la carga. Después ejercitó a la tripulación en el manejo de las velas, haciendo que el Golden Bough recorriera todos los puntos de la brújula y todas las posiciones con respecto al viento. Eso se prolongó por casi toda una semana; tanto a mediodía como en plena noche, las guardias tuvieron que arrizar o soltar velas y lograr del barco su máxima velocidad.

Hal no tardó en conocer al Golden Bough tan íntimamente como un amante. Sabía hasta qué punto podía ceñir contra el viento y cuánto le gustaba navegar con él a popa, a toda vela. Halló el modo de extraerle hasta el último palmo de velocidad y cómo hacerlo responder al timón, como un buen corcel a las riendas.

La tripulación trabajaba sin quejarse. Aboli los oía conversar en el castillo de proa. Lejos de ello, parecían disfrutar ese cambio con respecto al mando de Llewellyn, más complaciente.

—El joven es buen marino. El barco lo ama. Sabe llevar al Bough hasta sus límites y hacerlo volar por el agua.

—También a nosotros nos lleva hasta los límites —opinó otro.

—¡Alegraos, perezosos! Creo que al final de este viaje habrá un botín abundante.

Hal los hizo sudar con los cañones hasta que los hombres, muy sonrientes, lo maldijeron por tirano. Luego practicaron tiro contra un tonel a flote. Él gritó de alegría como uno más cuando el blanco quedó hecho pedazos.

También practicaba junto a ellos los ejercicios con el chafarote y la lanza, desnudo hasta la cintura, midiéndose con Aboli, Daniel o John Lovell, que era el mejor espadachín de la nueva tripulación.

A medida que el Golden Bough rodeaba la curva sur de África, dirigiéndose hacia el norte, con cada legua recorrida el mar cambiaba de características. Las aguas asumieron un matiz añil vívido, que teñía el cielo con el mismo color. Eran tan límpidas que, inclinándose desde la proa, Hal podía ver a las marsopas a cuatro brazas de profundidad, retozando como juguetones spaniels, hasta que ascendían a la superficie, donde lo miraban con ojos alegres y una sonrisa sapiente. Los peces voladores se adelantaban a ellos con centelleantes alas plateadas. Los enormes cúmulos eran como faros que los guiaban siempre hacia el norte.

Cuando se encontraban con una calma chicha, en vez de permitir que la tripulación descansara, Hal hacía bajar los botes y enfrentaba a una guardia con otra, haciéndoles batir el agua con los remos hasta dejarla blanca. Al terminar la carrera, los hombres debían abordar el Golden Bough como si fuera un barco enemigo; él los enfrentaba con Aboli y Daniel, haciéndolos combatir para pisar la cubierta.

En el calor inmóvil de los trópicos, mientras el Bough se mecía apenas en las aguas oleosas y las velas pendían, laxas, él hacía trepar a los hombres por el cordaje, arriba y abajo, ofreciendo como premio una ración extra de ron.

A las pocas semanas los hombres estaban en excelentes condiciones, desbordantes de energía y con ganas de pelear. Hal, en cambio, se sentía acosado por una preocupación que no compartía con nadie, ni siquiera con Aboli. Pasaba noche tras noche sentado ante su escritorio, sin atreverse a dormir, pues el dolor y los recuerdos acosaban sus sueños; entonces estudiaba los mapas, tratando de hallar una solución.

Tenía cuarenta hombres escasos bajo su mando: apenas lo suficiente para tripular la nave, demasiado pocos para combatir. El Aguilucho, si volvieran a encontrarse, podría enviar a cien hombres a la cubierta del Golden Bough. Si bien los suyos se bastaban para defender el barco, Hal necesitaba muchos más para ponerse al servicio del Preste.

En los mapas veía pocos puertos en los que pudiera enrolar marineros adiestrados. Casi todos estaban controlados por los holandeses y los portugueses, que no recibirían bien a una fragata inglesa; mucho menos, si su capitán tenía intenciones de seducir a sus marineros para llevárselos.

Los ingleses no habían penetrado mucho en ese océano. Unos pocos mercaderes tenían fábricas en el continente indio, pero estaban bajo el poder del Gran Mogol; además, para llegar hasta allá habría tenido que desviarse varios miles de kilómetros del curso planeado.

Hal sabía que en la costa sudeste de la larga isla de St. Lawrence, también llamada Madagascar, los caballeros franceses de la Orden del Santo Grial tenían un puerto seguro que llamaban Port Dauphin. Por pertenecer a la misma orden, allí encontraría buena acogida, pero poco más que le fuera útil, a menos que algún ciclón hubiera provocado un naufragio, dejando en el puerto a marineros sin barco. Sin embargo, decidió hacer en Port Dauphin su primera escala y apuntó la proa hacia aquella isla.

África estaba siempre hacia babor. A veces la tierra se desvanecía en la distancia azul; otras, estaba tan cerca que era posible percibir su peculiar aroma: el olor picante de las especias, el oscuro aroma del suelo, como un bizcocho recién sacado del horno.

A menudo Jiri, Matesi y Kimatti, arracimados junto a la borda, señalaban las colinas verdes y el encaje de las rompientes, conversando quedamente en el lenguaje de la selva. En las horas de calma, Aboli trepaba hasta lo alto del palo mayor para contemplar el continente. Al descender traía una expresión triste y solitaria.

Pasaron semanas enteras sin ver rastros de otros hombres. No había ciudades ni puertos visibles a lo largo de la costa ni velas en el mar; ni siquiera una canoa o un dhow costero.

Sólo cuando estuvieron a menos de cien leguas de Cap St Marie, el extremo meridional de la isla, divisaron otra vela. Hal llamó a puestos de combate e hizo cargar las culebrinas, pues más allá de la Línea no se podía confiar en ningún barco.

Cuando estaban casi al alcance del oído, el otro barco desplegó sus colores. Fue un placer ver la bandera británica y la croix pattée de la Orden flameando en lo alto del palo mayor. Hal respondió con el mismo despliegue y los dos barcos se aproximaron.

—¿Qué barco es este? —preguntó Hal.

La respuesta llegó por sobre las ondas azules.

—El Rose of Durham. Capitán Welles.

Era un mercante armado: una carabela con doce cañones por banda. Hal botó una lancha y se hizo llevar a remo. Lo recibió ante la porta de entrada un ágil y delgado capitán de edad madura.

—In Arcadia habito.

—Flumen sacrum bene cognosco —respondió Hal.

Y se estrecharon las manos a la manera característica del Templo.

El capitán Welles lo invitó a su camarote, donde compartieron un jarro de sidra e intercambiaron ávidamente las noticias. Cuatro semanas antes, Welles había zarpado de la fábrica inglesa de St George, cerca de Madrás, en la costa oriental de la India, con una carga de paños que pensaba cambiar por esclavos en la costa de Gambia, para luego cruzar el Atlántico hasta el Caribe, donde trocaría a sus esclavos por azúcar que llevaría a Inglaterra.

Hal lo interrogó sobre las posibilidades de conseguir marineros en las fábricas inglesas del Karnatic, ese trecho que se extiende a lo largo de la costa del Coromandel. Welles meneó la cabeza.

—Os conviene dar un buen rodeo para no acercaros a esa costa. Cuando zarpé, el cólera estaba haciendo estragos en todas las aldeas y en todas las fábricas. Cualquier hombre que subierais a bordo podría traer la muerte consigo.

Hal sintió un escalofrío al pensar en el caos que esa plaga podía causar en su tripulación, ya menguada. No se atrevería a visitar esos puertos.

Mientras bebían un segundo jarro de sidra, Hal oyó de Welles el primer relato confiable del conflicto que asolaba el Gran Cuerno de África.

—Sadiq Khan Jahan, el hermano menor del Gran Mogol, se ha aproximado con una gran flota a las costas del Cuerno. Ha unido fuerzas con Ahmed El Grang, a quien llaman El Zurdo, rey de los árabes de Omán, quien impera sobre las tierras contiguas al imperio del Preste. Juntos han declarado la jihad, la guerra santa, y se han abatido como un vendaval sobre los cristianos, saqueando los puertos y las ciudades de la costa, incendiando las iglesias, despojando los monasterios, masacrando a los monjes y a los hombres santos.

—Tengo intenciones de ofrecer mis servicios al Preste, para ayudarlo a resistir contra los paganos —dijo Hal.

—Es otra cruzada, y la vuestra, una noble inspiración —aplaudió Welles—. Muchas de las reliquias más sagradas para la cristiandad están en poder de los santos padres de las ciudades etíopes de Aksum, que las tienen escondidas en puntos secretos de las montañas. Si cayeran en manos de los paganos sería un día muy triste para toda la cristiandad.

—Si vos mismo no podéis participar en tan santa empresa, ¿no me cederíais a diez o doce hombres? Estoy muy acosado por la falta de buenos marineros —pidió Hal.

Welles apartó la vista.

—Me espera un largo viaje, en el que visitaremos las costas pestilentes de Gambia y cruzaremos el Atlántico —murmuró—. Sin duda mi tripulación sufrirá grandes pérdidas.

—Pensad en vuestros votos —lo instó Hal.

Después de una breve vacilación, su compatriota se encogió de hombros.

—Reuniré a mi tripulación para que vos mismo pidáis voluntarios.

Hal le dio las gracias, sabiendo que Welles apostaba a lo seguro. Tras un viaje de dos años, eran pocos los marineros que estaban dispuestos a renunciar a su participación en las ganancias y un pronto regreso a la patria en favor de un llamado a las armas para ayudar a un potentado extranjero, por muy cristiano que fuera. Sólo dos hombres respondieron a la proposición de Hal. Al ver que Welles parecía aliviado por desprenderse de ellos, el joven adivinó que eran revoltosos y alborotadores, pero no estaba en condiciones de andarse con exigencias.

Al separarse, Hal entregó a Welles dos paquetes con cartas envueltas en lona. Una estaba dirigida al vizconde Winterton; Hal le describía largamente el asesinato del capitán Llewellyn y su propia adquisición del Golden Bough, comprometiéndose a manejar el barco según el acuerdo original. La segunda carta era para su tío Thomas Courtney, residente en High Weald, para informarlo sobre la muerte de su padre y pidiéndole, como heredero; que continuara administrando la finca en su nombre.

Cuando por fin se despidió de Welles, los dos nuevos marineros lo acompañaron al Golden Bough. Hal vio desde el alcázar cómo se perdían las velas del Rose of Durham bajo el horizonte. Días después, las colinas de Madagascar se elevaron ante sus ojos, hacia el norte.

Esa noche Hal subió a cubierta al terminar la segunda guardia, como de costumbre, para medir el avance del barco y hablar con el timonel. Tres sombras oscuras lo esperaban al pie del palo mayor.

—Jiri y los otros desean hablar contigo, Gundwane —le dijo Aboli.

Se agruparon en torno de él, junto al barandal de barlovento. Jiri habló el primero, en el lenguaje de la selva.

—Yo era ya hombre cuando los negreros me arrancaron de mi hogar —dijo a Hal, en voz baja—. Por eso recuerdo mi tierra natal mucho mejor que estos. —Señaló a Aboli, Kimatti y Matesi.

Los tres asintieron.

—Nosotros éramos niños —dijo Aboli.

—En estos últimos días —prosiguió Jiri—, al olfatear la tierra y ver otra vez las verdes colinas, viejos recuerdos volvieron a mí. Estoy seguro, desde el fondo de mi corazón, de poder hallar el camino hacia el gran río en cuyas orillas vivía mi tribu cuando yo era niño.

Hal calló por un rato. Luego preguntó:

—¿Por qué me dices todo esto, Jiri? ¿Deseas retornar con los tuyos?

Jiri vaciló.

—Todo pasó hace mucho tiempo. Mis padres murieron a manos de los negreros. Mis hermanos y amigos también han desaparecido; se los llevaron encadenados a los barcos. —Después de una pausa continuó—: No, capitán, no puedo retornar. Ahora eres mi jefe, como tu padre lo fue antes, y estos son mis hermanos.

Indicó a sus compañeros. Aboli retomó la narración.

—Si Jiri puede conducirnos hasta el gran río, si logramos hallar nuestra tribu perdida, es muy posible que podamos conseguir un centenar de guerreros para llenar la tripulación de este barco.

Hal lo miró con estupefacción.

—¿Un centenar? ¿Hombres capaces de combatir como vosotros? En verdad las estrellas vuelven a sonreírme.

Bajó con los cuatro al camarote de popa y, después de encender las lámparas, extendió los mapas en la cubierta. Todos se pusieron en cuclillas para tocar los pergaminos con la punta del índice, discutiendo suavemente con voces sonoras, mientras Hal les explicaba el significado de las líneas, pues sólo Aboli entre ellos sabía leer.

Cuando la campana de a bordo indicó el comienzo de la guardia matutina, Hal subió a cubierta para indicar a Ned Tyler:

—Nuevo curso, señor Tyler. Rumbo sur.

Ned, aunque obviamente estupefacto, no hizo preguntas.

—Rumbo sur, señor.

Hal se apiadó, viendo que la curiosidad le picaba como un abrojo en los pantalones.

—Volvemos hacia el continente africano.

Cruzaron el ancho canal que separaba Madagascar del continente. La tierra firme surgió como un borrón azul en el horizonte. El barco viró para volver hacia el sur, a lo largo de la costa.

Aboli y Jiri pasaron casi todas las horas de luz en lo alto del mástil, escrutando el continente. Por dos veces Jiri descendió para pedir a Hal que acercara la nave a la costa, a fin de investigar algo que parecía la boca de un río grande. La primera vez resultó ser un canal falso. La segunda, Jiri dijo:

—Es demasiado pequeña. El río que busco tiene cuatro bocas.

Levaron anclas para volver al mar. Hal perseveraba, aunque la memoria de Jiri empezaba a inspirarle dudas. Varios días después notó el patente entusiasmo de los dos vigías, que observaban la tierra con grandes gesticulaciones. Matesi y Kimatti, que holgazaneaban en el castillo de proa, pues estaban fuera de guardia, treparon precipitadamente por los cordajes para observar ávidamente la tierra.

Hal acercó a su ojo el telescopio de Llewellyn. Ante él se extendía el delta de un gran río; las aguas que vertían sus múltiples bocas estaban teñidas por los detritos de los pantanos y de las tierras desconocidas de su fuente. Escuadrillas enteras de tiburones se alimentaban de esos desperdicios, haciendo serpentear sus altas aletas triangulares por entre las corrientes.

Hal llamó a Jiri para preguntarle:

—¿Cómo llama tu tribu a este río?

—Le da muchos nombres, pues ese río único llega al mar dividido en varios: Muselo, Inhamessingo y Chinde. Pero el principal se llama Zambere.

Todos esos nombres tienen un noble sonido —reconoció Hal—. Pero ¿estás seguro de que es el río serpiente de cuatro bocas?

—Lo juro por la cabeza de mi difunto padre.

El joven puso a dos hombres en la proa para medir la profundidad con la sonda; en cuanto el fondo empezó a elevarse de manera pronunciada, ancló a doce brazas. No quería arriesgar el barco en las estrechas aguas interiores y los enredados canales del delta. Pero había otro riesgo que no estaba dispuesto acorrer.

Sabía por su padre que esos deltas tropicales eran peligrosos para la salud de sus tripulantes. Si respiraran el aire nocturno de los pantanos, pronto serían presas de las mortíferas fiebres que se gestaban allí, bien llamadas "malaria", malos aires.

En las alforjas de Sukeena (su único legado, junto con el broche de jade de su madre) había una buena cantidad de polvo de los jesuitas, que se extraía de la corteza de la cincona. También entre las provisiones de Llewellyn había descubierto un gran frasco de esa preciosa sustancia, único remedio contra la malaria que los marineros encontraban en todas las zonas oceánicas conocidas, desde las selvas de Batavia hasta los canales de Venecia o el Caribe.

Hal no arriesgaría a toda su tripulación a esos estragos. Después de ordenar que se armaran y botaran dos pinazas, eligió tripulantes para esas embarcaciones; naturalmente, incluiría a los cuatro africanos y a Daniel. Luego puso un falconete en cada proa y un par de cañones livianos a popa.

Todos los hombres de la expedición iban fuertemente armados. Además, Hal puso en cada pinaza tres pesados baúles llenos de cuchillos, tijeras, espejos de mano, rollos de alambre de cobre y cuentas de vidrio. Dejó a Ned Tyler al mando del Golden Bough, junto con Althuda, y les ordenó que lo mantuvieran anclado bien lejos de la costa mientras aguardaban su regreso. La señal de alarma sería un cohete rojo: si disparaban una, Ned enviaría las lanchas.

—Tal vez estemos ausentes varios días, semanas enteras —les advirtió—. No perdáis la paciencia. Mientras no tengáis noticias nuestras, no os mováis de aquí.

Hal tomó el mando del primer bote, con Aboli y los otros africanos como tripulantes. Daniel lo seguía en el otro.

Hal exploró cada una de las cuatro bocas. El nivel de agua parecía escaso y algunas de las entradas estaban casi cerradas por los bancos de arena. Conociendo el peligro de los cocodrilos, no se arriesgó a que algunos hombres desembarcaran para llevar los botes a remolque. Por fin eligió la boca que presentaba mayor volumen de agua. Con la brisa matinal llenando la vela y todos los tripulantes tirando de los remos, lograron abrirse paso por sobre el banco de arena hacia el mundo caluroso y callado de los pantanos.

Los manglares y las plantas de papiro formaban un alto muro a cada lado del canal, limitándoles la visión y cortando el viento. Remaron sin pausa, siguiendo los meandros del canal. Cada vericueto les ofrecía el mismo panorama. Casi de inmediato, Hal comprendió que sería muy fácil perderse en ese laberinto, por lo que marcó cada brazo del canal con trozos de lona atados a las ramas superiores de los mangles.

Por dos días avanzaron a tientas hacia el oeste, guiándose sólo por la brújula y las corrientes. En los estanques vadeaban esas grandes vacas de río, que abrían cavernosas mandíbulas y carcajeaban salvajemente ante su proximidad. En un principio se mantuvieron lejos de esos animales, pero al familiarizarse con ellos Hal comenzó a ignorar esos gritos de advertencia y esas muestras de furia y, temerario, continuó la marcha.

Ese alarde parecía justificarse, pues cuando avanzaban hacia ellos, los animales se sumergían, pero en un banco de lodo, situado en el centro de un gran estanque verde, había un enorme hipopótamo hembra con una cría recién nacida a su lado, no mucho más grande que un cerdo. La hembra bramó de un modo amenazador, pero los hombres rieron burlonamente.

—Hazte a un lado, anciana —le gritó Hal desde la proa—. No queremos hacerte daño, pero deseamos pasar.

El enorme animal bajó la cabeza y, con un gruñido belicoso, se lanzó a través del barro en un galope desmañado. En cuanto se dio cuenta de que estaba decidido, Hal tomó la mecha lenta.

—Por Dios, va a atacarnos.

Apuntó el falconete hacia adelante, pero el hipopótamo se zambulló en el agua, desapareciendo bajo la superficie. Hal movía el caño del arma de lado a lado, buscando la oportunidad de disparar, en tanto el animal nadaba muy por debajo de la superficie.

—¡Viene recto hacia nosotros! —gritó Aboli—. Espera hasta que puedas hacer un disparo seguro, Gundwane.

Hal miró hacia abajo, con la mecha encendida en la mano. A través del agua verde vio algo notable: el hipopótamo avanzaba al galope por el fondo, como en un sueño, haciendo volar puñados de lodo con las patas. Pero aún estaba a una braza de profundidad; el disparo no llegaría hasta allí.

—¡Está debajo de nosotros! —gritó.

—¡Prepárate! —aconsejó Aboli—. Así destruyen las canoas de mi pueblo.

Apenas había acabado de decirlo cuando un crujido resonó bajo sus pies: el paquidermo, al aflorar, sacó fuera del agua al pesado bote con sus diez remeros, que se vieron arrancados de sus bancos. Hal se aferró de la borda para no verse arrojado al agua. Cuando el bote cayó ruidosamente contra la superficie, Hal volvió a sujetar el falconete.

El ataque del hipopótamo habría hundido el casco de cualquier embarcación menos sólida y reducido a astillas a una canoa nativa, pero la pinaza estaba bien construida para resistir los embates del Mar del Norte.

La enorme cabeza gris asomó a poca distancia, con la boca abierta como una caverna rosada; los dientes de marfil amarillo tenían el tamaño de un antebrazo. Con un rugido cuya ferocidad hizo temblar a la tripulación, el hipopótamo embistió para destrozar las tablas del costado.

Hal hizo girar el falconete hasta casi tocar la cabeza y disparó. El humo y el fuego entraron directamente en aquella garganta abierta; las mandíbulas se cerraron estruendosamente y el monstruo desapareció en un torbellino. Segundos después afloró a medio camino hacia el banco de barro donde estaba su cría, desconcertada y perdida.

El cuerpo enorme se alzó fuera del agua, en una ciclópea convulsión, para luego hundirse en la muerte, dejando una larga estela carmesí marcando el agua verde.

Los remeros tiraron de los remos con renovado vigor y el bote giró como una flecha en el recodo siguiente, seguido de cerca por el de Daniel. El casco del primero hacía bastante agua, pero con un solo hombre achicando podría mantenerse a flote hasta que hubiera oportunidad de vararlo y reparar el daño. Continuaron navegando por el canal.

De entre las densas matas de papiros alzaban vuelo nubes de aves acuáticas. Había garzas, patos y gansos reconocibles, junto con decenas de otras que nunca habían visto. Varias veces divisaron un extraño antílope de largo pelaje pardo y cuernos espiralados, que parecía sentirse a sus anchas en los pantanos. Al atardecer sorprendieron a uno en la orilla y Hal lo derribó con un disparo de mosquete. Quedaron atónitos al ver lo deformado de sus pezuñas, sumamente alargadas. Hal se dijo que esos pies actuarían en el agua como las aletas de los peces, brindándole asidero en la superficie blanda de los cenagales y entre los juncos. La carne del antílope resultó dulce y tierna; los hombres, que llevaban mucho tiempo sin alimentos frescos, la comieron con deleite.

Por las noches dormían en la cubierta desnuda; eran noches murmurantes, plagadas de grandes nubes de insectos que picaban. Al amanecer despertaban con la cara roja e hinchada de ronchas.

Al tercer día los papiros fueron cediendo terreno a grandes planicies inundadas. Allí la brisa se llevaba las nubes de insectos y llenaba la vela. Avanzaron a mejor velocidad, hasta llegar a un sitio donde se unían todos los brazos del río, formando una gran corriente de unos seiscientos metros de ancho.

Las llanuras que se abrían a cada lado de ese poderoso río estaban cubiertas de ricas hierbas que llegaban hasta la rodilla; en ellas pastaban enormes rebaños de búfalos que, en incontable número, formaban una alfombra móvil. Hal no llegó a ver su fin, aun trepando por el mástil de la pinaza. Eran como lagos oscuros y ríos precipitados de carne bovina.

Los búfalos que bordeaban el ribazo los miraban por sobre el agua, levantando el hocico chorreante y la cabeza de pesada cornamenta. Hal acercó el bote a la costa para disparar el falconete contra un grupo denso. Con ese único proyectil derribó a dos hembras jóvenes. Esa noche, por primera vez, acamparon en la costa y se dieron un festín de chuletas de búfalo asadas sobre las brasas.

Por muchos días continuaron siguiendo esa majestuosa corriente verde; gradualmente, las praderas dieron paso a bosques y claros. El río perdió amplitud, se hizo más profundo y más torrentoso; el avance contra la corriente, más lento. En la octava noche desembarcaron para acampar en un bosquecito de altas higueras silvestres.

Casi de inmediato detectaron señales de presencia humana. Era una empalizada medio podrida, construida con fuertes troncos. Adentro había corrales que parecían haber servido para encerrar ganado u otras bestias.

—¡Negreros! —dijo Aboli, con amargura—. Aquí es donde han encadenado a mi gente, como a animales. En uno de estos bomas, quizás en este mismo, murió mi madre bajo el peso de su dolor.

Aunque la empalizada había sido abandonada mucho tiempo antes, Hal no tuvo valor para acampar en un sitio tan lleno de miseria humana. Avanzaron una legua más aguas arriba, hasta hallar una pequeña isla en la que vivaquear. A la mañana siguiente continuaron navegando por entre bosques y praderas en las que no había más huellas del hombre.

—Los negreros han barrido la espesura con su red —dijo Aboli, apenado—. Por eso abandonaron la fábrica y se fueron. Al parecer, no hay hombres ni mujeres de nuestra tribu que hayan sobrevivido a sus ataques. Debemos abandonar la búsqueda y regresar, Gundwane.

—No, Aboli. Continuaremos.

—Nos rodea una antigua memoria de desesperación y muerte. Estos bosques sólo están habitados por los fantasmas de mi gente.

—Yo decidiré cuándo regresar. Todavía no ha llegado el momento —puntualizó Hal, fascinado por esa tierra nueva y extraña, con su plétora de animales silvestres. Sentía un potente impulso de continuar el viaje, de seguir el gran río hasta su fuente.

Al día siguiente vio desde la proa, hacia el norte, una serie de lomadas de escasa altura, a poca distancia del río. Entonces ordenó varar los botes y, encargando a Daniel la reparación de los daños causados en el casco por el hipopótamo, partió con Aboli hacia las colinas; desde allí podrían ver mejor el territorio que se extendía hacia adelante. Estaban más lejos de lo que parecía, pues las distancias son engañosas en el aire límpido y a la luz intensa del sol africano. Ya caía la tarde cuando llegaron a la cima. Hacia abajo se largaban ilimitadas distancias, donde los bosques y las colinas se repetían como imágenes del infinito en espejos azulados.

Se sentaron en silencio, sobrecogidos por la inmensidad de esa tierra silvestre. Por fin Hal se levantó de mala gana.

—Tienes razón, Aboli. Aquí no hay seres humanos. Debemos volver al barco.

Pero en el fondo sentía una extraña renuencia a volver la espalda a esa tierra tremenda. Más que nunca experimentaba la atracción de su misterio, lo poético de sus vastos espacios.

“¡Tendrás muchos hijos fuertes!”, había profetizado Sukeena. "Sus descendientes prosperarán en este suelo africano y lo harán suyo."

Aún no amaba esa tierra. Era demasiado extraña y bárbara, demasiado ajena a los suaves climas que él había conocido en el norte. Pero sentía muy hondo su magia en la sangre. El silencio del crepúsculo cayó en las colinas: ese momento en que la creación toda contiene el aliento ante el insidioso avance de la noche. Echó una última mirada al horizonte, donde las colinas cambiaban de color como monstruosos camaleones. De pronto se puso rígido y sujetó el brazo de Aboli.

—¡Mira! —dijo suavemente, señalando.

Al pie de la serranía siguiente, entre los árboles del bosque, se alzaba una fina voluta de humo que trepaba por el aire violáceo del anochecer.

—¡Hombres! —susurró Aboli—. Tenías razón al no querer regresar, Gundwane. Descendieron por la colina en la oscuridad, para cruzar como sombras el bosque. Hal se guiaba por las estrellas, con la vista fija en la brillante Cruz del Sur, suspendida por sobre la colina al pie de la cual habían visto la columna de humo. Pasada la medianoche, en tanto avanzaban con la mayor cautela, Aboli se detuvo tan abruptamente que Hal estuvo a punto de tropezar con él.

—¡Escucha! —dijo.

Permanecieron varios minutos en silencio. Por fin Hal dijo:

—No oigo nada.

—¡Espera! —insistió Aboli.

Entonces lo oyó. Era un sonido antes acostumbrado, pero que no oía desde que había zarpado de Buena Esperanza: el plañidero mugir de una vaca.

—El mío es un pueblo de pastores —susurró Aboli—. El ganado es la posesión más preciosa.

Guió a Hal con cautela hasta que les llegó el olor de la leña quemada y los efluvios bovinos de un corral. Hal divisó el círculo de cenizas relumbrantes que marcaba la fogata. Contra ella se recortaba la silueta de un hombre sentado, envuelto en un kaross.

Se tendieron a esperar el alba, pero mucho antes de la primera luz el campamento comenzó a agitarse. El guardián se levantó para desperezarse, tosió y escupió entre las cenizas. Luego echó leña al fuego y se arrodilló para soplar. A la luz de las llamas que se levantaron Hal comprobó que era sólo un niño. El muchachito se apartó de la fogata para acercarse al sitio donde ellos permanecían escondidos y se levantó el taparrabo, su única prenda, para orinar hacia la hierba; jugaba con el chorro de orina, apuntándolo a hojas y ramitas; riendo entre dientes, trató de ahogar a un escarabajo que se le escabulló. Luego volvió a la fogata para anunciar, hacia el cobertizo de ramas y empajado:

—Viene el día. Es hora de soltar el hato.

Su voz era aguda, pero Hal descubrió, con placer, que entendía cada una de sus palabras. Era el lenguaje de la selva que Aboli le había enseñado.

Otros dos jovencitos de la misma edad salieron a gatas de la choza, estremecidos, murmurando y rascándose. Los tres se dirigieron hacia el corral, donde frotaron la cabeza de los animales y les palmearon los flancos, hablándoles como si también fueran humanos.

A medida que la luz aumentaba, Hal vio que esos vacunos eran muy diferentes de los que había conocido en High Weald: más altos y robustos, con enormes jorobas en la base del cuello; la cornamenta era tan amplia que resultaba grotesca; parecía demasiado peso hasta para esas grandes estructuras.

Los niños eligieron una vaca y apartaron al becerro de la ubre. Uno se arrodilló bajo el vientre para ordeñarla, proyectando ronroneantes chorros hacia una calabaza ahuecada. Mientras tanto, los otros dos sujetaron a un novillo y le rodearon el cuello con un tiento. Después de ceñir la atadura hasta que los vasos sanguíneos se abultaron bajo el pelaje negro, uno de ellos perforó una vena con la punta de una flecha. El primero de los niños acudió a la carrera, trayendo la calabaza llena a medias de leche; y la sostuvo bajo el chorro de sangre que brotaba de la vena.

Una vez que la calabaza estuvo llena, restañaron la pequeña herida con un puñado de polvo y dejaron al novillo en libertad.

La bestia se alejó como si nada hubiera sucedido. Después de sacudir vigorosamente, la calabaza, los niños la pasaron de mano en mano, bebiendo por turnos esa mezcla de leche y sangre; luego chasquearon los labios, suspirando de placer.

Absortos como estaban en desayunar, no vieron a Aboli ni a Hal, que los sujetaron por la espalda para levantarlos en vilo, entre chillidos y pataleos.

—Calla, pequeño mandril —ordenó Aboli.

—¡Negreros! —gimió el mayor de los niños, al ver la cara blanca de Hal—. ¡Hemos sido apresados por negreros!

—Nos van a comer —chilló el más pequeño.

—¡No somos negreros! —les dijo Hal—. Y no vamos a haceros daño.

Esa frase tranquilizadora sólo despertó paroxismos de terror en el terceto.

—Es un demonio que sabe hablar el idioma del cielo.

—Entiende todo lo que decimos. Es un diablo albino.

—Nos va a comer, como me dijo mi madre.

Aboli sostuvo al mayor a la distancia de un brazo, mirándolo con firmeza.

—¿Cómo te llamas, monito?

—Mirad esos tatuajes. —El niño aullaba de miedo y confusión—. Son los tatuajes del Monomatapa, el elegido del cielo.

—¡Es un gran mambo!

—O el espíritu del Monomatapa que murió hace tiempo.

—Soy un gran jefe, en verdad —concordó Aboli—. Dime tu nombre.

—Mi nombre es Trveti. Oh, Monomatapa, déjame vivir, que soy pequeño. Sería sólo un bocado en tus poderosas mandíbulas.

—Llévame a tu aldea, Trveti, y os dejaré con vida, a ti y a tus hermanos.

Después de un rato, cuando los niños empezaron a convencerse de que no serían devorados ni convertidos en esclavos, comenzaron a aceptar con tímidas sonrisas la presencia de Hal. No pasó mucho tiempo sin que festejaran con encantadas risitas el haber sido elegidos como guías por el gran jefe tatuado y el extraño albino.

Iban arreando al ganado por una senda entre las colinas, que los puso de pronto frente a una pequeña aldea, rodeada de rudimentarios cultivos de mijo. Las chozas tenían forma de colmenas, con buenos techos de paja, pero estaban desiertas. Ante cada una se veía una fogata con su vasija de arcilla; había becerros en los corrales y cestos tejidos, armas y utensilios dispersos en el suelo, como si los aldeanos los hubieran abandonado para huir.

Los tres niños gritaron frases tranquilizadoras hacia los matorrales circundantes.

—¡Salid! ¡Venid a ver! Es un gran mambo de nuestra tribu, que vuelve de la muerte para visitarnos.

Una vieja fue la primera en asomar tímidamente. Vestía sólo una falda de cuero grasiento; tenía un ojo vaciado y un solo diente en la boca. Las ubres colgantes abofeteaban el vientre arrugado, cubierto de tatuajes rituales. En cuanto vio la cara de Aboli corrió a posternarse ante él y le alzó un pie para poner la cabeza abajo.

—Poderoso Monomatapa —gimió con voz muy aguda—, eres el elegido del cielo. Yo soy un insecto inútil, un escarabajo de la boñiga ante tu gloria.

De a uno, de a dos, luego en grupos más numerosos, los otros aldeanos emergieron de sus escondrijos para arrodillarse ante Aboli, cubriéndose la cabeza de polvo y cenizas en señal de reverencia.

—No dejes que tanta adulación se te suba a la cabeza, ¡oh, Elegido! —le dijo agriamente Hal, en inglés.

—Te otorgo una dispensa real —replicó Aboli, sin sonreír—. No estás obligado a arrodillarte en mi presencia ni a cubrirte la cabeza de polvo.

Los aldeanos les llevaron taburetes de madera tallada y calabazas de leche agria mezclada con sangre fresca, gachas de mijo, aves silvestres a la parrilla, termitas asadas y orugas chamuscadas en las brasas para quemar los pelos.

—Debes comer un poco de todo lo que te ofrezcan —advirtió Aboli a su compañero; no hacerlo sería una gran ofensa.

Hal tragó a duras penas unos sorbos de leche con sangre, mientras Aboli se echaba al coleto una calabaza llena. Las otras exquisiteces eran algo más pasables: las orugas tenían sabor a jugo de pasto fresco y las termitas eran crocantes, deliciosas como castañas asadas.

Una vez que hubieron comido, el jefe de la aldea se adelantó de rodillas para responder a las preguntas de Aboli.

—¿Dónde está la ciudad del Monomatapa?

—A dos días de camino en dirección al Sol poniente.

—Necesito diez hombres fuertes para que me guíen.

—Como tú ordenes, oh, mambo.

Los diez hombres estuvieron listos en menos de una hora. El pequeño Trveti y sus compañeros lloraron amargamente por no haber sido elegidos para ese honor.

La senda que seguían circulaba entre bosques de altos y graciosos árboles, separados por amplias extensiones de praderas, en los que se cruzaban con rebaños de esos vacunos jorobados, al cuidado de niños desnudos. El ganado pastaba en estrecha e improbable tregua con los antílopes silvestres. Algunos de esos animales eran casi equinos, pero de pelaje renegrido o ruano; los cuernos, curvados hacia atrás como cimitarras orientales, llegaban a tocar los flancos.

Varias veces vieron elefantes en pequeños grupos compuestos por hembras y crías. En una ocasión pasaron a doscientos metros de un macho flaco, inmóvil bajo una acacia en medio de la sabana. Ese patriarca, sin demostrar miedo alguno, extendió las orejas desgarradas como estandartes de batalla y levantó los colmillos para observarlos.

Dejaron atrás muchas aldeas de chozas empajadas, similares a la de Trveti. Obviamente, la noticia de su llegada los había precedido, pues los habitantes salían a contemplar con religioso respeto los tatuajes de Aboli y luego se posternaban ante él cubriéndose de polvo.

Cada uno de los jefes locales suplicaba a Aboli que honrara a su aldea pasando la noche en la choza nueva, que los habitantes habían construido especialmente para él al saber de su advenimiento. Les ofrecían comida y bebida: calabazas de leche con sangre y burbujeantes vasijas con cerveza de mijo. Como regalos, puntas de flecha y cabezas de hacha, un pequeño colmillo de elefante, capas y bolsas de cuerpo curtido. Aboli tocaba cada uno de esos objetos como señal de aceptación; luego lo devolvía a quien se lo había dado.

Le llevaron muchachas para que eligiera: bonitas ninfas con brazaletes de cobre y delantales de cuentas que apenas les cubrían las partes pudendas. Las niñas lanzaban risitas agudas, cubriéndose la boca con primorosas manos de palmas rosadas, y devoraban a Aboli con sus inmensos ojos oscuros, líquidos de reverencia. Traían los pechos pubescentes untados de grasa y arcilla roja; las nalgas redondas se bamboleaban a cada paso cuando Aboli las obligaba a retirarse, desencantadas. ¡Qué prestigio habrían disfrutado de ser elegidas por el Monomatapa!

Al segundo día se aproximaron a otra cadena de colinas; esas eran más escarpadas, con pendientes graníticas. Cada una de las cimas estaba fortificada con muros de piedra.

—Más allá está la gran ciudad del Monomatapa, construida en lo alto de las colinas para resistir los ataques de los negreros. Sus regimientos están siempre listos para rechazarlos.

Una multitud salió a darles la bienvenida; eran centenares de hombres y mujeres, acicalados con sus mejores adornos de cuentas de marfil tallado. Los ancianos usaban tocados de plumas y faldas hechas con rabos de vaca. Todos los hombres estaban armados con espadas y arcos de guerra. Al ver el rostro de Aboli, gimiendo de respeto, se arrojaron al suelo ante él, para que pudiera pisar sus cuerpos trémulos.

Llevados en vilo por la multitud, ascendieron lentamente hasta la cumbre de la colina más alta, atravesando una serie de portones ante los cuales parte de la multitud retrocedía. Cuando se acercaron al último, ante la fortaleza que coronaba la colina, sólo iban acompañados por un puñado de jefes, guerreros y consejeros del rango más elevado, que lucían todos los atributos de sus cargos. Aun ésos se detuvieron ante el último portón. Un noble anciano, de pelo plateado y mirada aguileña, tomó a Aboli por la mano para conducirlo al patio interior. Hal se desprendió de los consejeros, que trataban de retenerlo, y marchó a grandes pasos hacia el patio interior, acompañando a Aboli.

El suelo era de arcilla mezclada con sangre y boñiga; al secarse tomaba un aspecto de rojo mármol pulido. En derredor se alzaban chozas mucho más grandes que las anteriores; los techos eran de paja dorada, intrincados y espléndidos. Cada entrada estaba decorada por algo que, a primera vista, parecían bolas de marfil; sólo cuando estuvieron cerca notó Hal que eran cráneos humanos; en el perímetro, a espacios regulares, había pirámides formadas por cientos de ellos.

Junto a cada pirámide de cráneos se erguía un poste alto, en cuyo extremo ahusado había un hombre o una mujer empalados por el ano. En su mayoría eran cadáveres ya hediondos, pero uno o dos aún se movían o lanzaban patéticos gemidos.

El anciano los detuvo en el centro del patio. Hal y Aboli permanecieron un rato en silencio, hasta que de la más grande e imponente de las chozas surgió una extraña cacofonía de instrumentos musicales primitivos y voces humanas discordantes. Una procesión surgió a la luz del Sol, reptando como insectos, con el cuerpo y la cara embadurnados de arcilla coloreada y pintados con fantásticos diseños. Se adornaban con dijes, amuletos y fetiches, pieles de reptiles, huesos y cráneos de hombres y animales: la horrenda parafernalia del mago y el hechicero.

Gemían, aullaban y balbuceaban, poniendo los ojos en blanco y castañeteando los dientes, al compás de tambores y arpas de una sola cuerda.

Los seguían dos mujeres, ambas completamente desnudas.

Una era una mujer madura, de pechos amplios y generosos, con estrías de embarazo en el vientre. La otra, una jovencita esbelta y graciosa, de dulce cara lunar, labios gruesos y dientes asombrosamente blancos. Era la más bonita de cuantas Hal había visto desde que ingresaron en las tierras del Monomatapa. Era estrecha de cintura y ancha de caderas; su piel era como el satén negro. La muchacha apoyó en tierra las manos y las rodillas con las nalgas vueltas hacia ellos, exponiendo a sus miradas los repliegues más profundos de sus partes privadas. Hal se removió, inquieto; pese al peligro de las circunstancias, su nubilidad lo excitaba.

—No demuestres ninguna emoción —le advirtió Aboli suavemente, sin mover los labios—. Si aprecias la vida, mantente inmóvil.

Los hechiceros callaron; por un momento reinó el silencio. Luego salió de la choza una figura muy corpulenta, vestida con un manto de piel de leopardo. Le cubría la cabeza un sombrero alto de la misma piel manchada, que exageraba su estatura ya magistral.

De pie en el vano de la puerta, clavó la mirada en ellos. Todos los magos y hechiceros acurrucados a sus pies gimieron de asombro, cubriéndose los ojos como si los cegara con su belleza y su majestad.

Hal le sostuvo la mirada. Era difícil mantenerse inexpresivo, pues el Monomatapa tenía tatuado en las facciones el mismo diseño que él conocía desde la niñez: el de la carota redonda de Aboli.

Fue éste quien rompió el silencio.

—Te veo, gran mambo. Te veo, hermano mío. Te veo, N’Pofho hijo de mi padre.

El Monomatapa entornó apenas los ojos, pero sus facciones permanecieron talladas en ébano. A paso lento y majestuoso, se acercó a la muchacha desnuda para sentarse en su espalda arqueada, como si ella fuera un escabel. En medio del silencio prolongado, mantenía la vista fija en Aboli y Hal.

De pronto hizo un gesto de impaciencia a la mujer que estaba a su lado. Ella se levantó un seno en la mano y le puso el pezón henchido entre los labios para darle de mamar. El hombre bebió de ella, entre ondulaciones de garganta. Luego la apartó de un empellón, limpiándose la boca con la palma de la mano. Reconfortado por esa bebida tibia, miró a su adivino principal.

—¡Háblame de estos desconocidos, Sweswe! —ordenó—. ¡Hazme una profecía, oh, bienamado de los espíritus oscuros!

El más anciano y feo de los hechiceros se levantó de un salto para iniciar una salvaje danza giratoria, entre brincos y chillidos, sacudiendo la maraca que tenía en la mano.

—¡Traición! —aulló. Una saliva espumosa le salpicó los labios—. ¡Sacrilegio! ¿Quién se atreve a invocar lazos de sangre con el Hijo de los Cielos?

Hizo una cabriola frente a Aboli, como un viejo mono de patas flacas.

—¡Huelo a traición! ¡Huelo a sedición! —arrojó su maraca a los pies de Aboli y arrancó de su cinturón un rabo de vaca, que blandió con todos los músculos trémulos—. ¿Qué demonio es éste, que se atreve a imitar el sagrado Tatuaje? ¡Cuidado! ¡El fantasma de tu padre, el gran Holomima, exige el sacrificio de sangre! —chilló.

Se preparó para saltar hacia Aboli para atacarlo con el látigo del mago, pero él fue más rápido. El chafarote surgió de su vaina como si fuera algo viviente, centelleando a la luz del Sol. La cabeza del mago, limpiamente cortada del tronco, rodó por la espalda hasta caer en la superficie de arcilla pulida, con los ojos atónitos elevados al cielo y los labios contraídos, como si trataran de pronunciar una nueva denuncia.

El cuerpo sin cabeza se mantuvo, por un momento, erguido sobre las piernas temblorosas. Del cuello cortado surgió un chorro de sangre que se elevó en el aire a buena altura; el rabo cayó de la mano, en tanto el cuerpo se derrumbaba lentamente sobre su propia cabeza.

—El fantasma de nuestro padre Holomima exige el sacrificio de sangre —dijo suavemente Aboli—. ¡Helo aquí! Yo, su hijo Aboli, se lo he brindado.

Por un tiempo que a Hal le pareció media existencia, nadie se movió ni pronunció palabra en el recinto real. Por fin el Monomatapa empezó a sacudirse de pies a cabeza. El vientre se le meneaba; las mandíbulas tatuadas parecían bailotear. La cara se contrajo en una mueca que pareció de furia.

Hal apoyó la mano en el pomo de su alfanje.

—Si es realmente tu hermano, lo mataré por ti —susurró a Aboli—. Tú cúbreme la espalda. Saldremos de aquí combatiendo.

Pero el Monomatapa abrió la boca para soltar una enorme carcajada.

—El tatuado ha hecho el sacrificio de sangre que Sweswe exigía —bramó. No pudo hablar por un buen rato, dominado por el regocijo. Se sacudía de risa y respiraba con dificultad.

—¿Lo viste allí, sin cabeza y de pie, todavía queriendo hablar? —rugió. Lágrimas de hilaridad le rodaban por las mejillas.

La obsecuente banda de magos rompió en chillidos de solidario júbilo.

—¡El cielo ríe! —gimieron—. ¡Todos los hombres son felices!

De pronto el Monomatapa dejó de reír.

—¡Traedme la cabeza de ese estúpido de Sweswe! —ordenó.

El consejero que había llevado a los visitantes se apresuró a obedecer, arrodillándose ante el Rey para entregarle la cabeza.

El Monomatapa la sostuvo por las trenzas apelmazadas, mirando el fondo de esos ojos dilatados. Luego volvió a reír.

—¡Qué estupidez, no distinguir la sangre de reyes! ¡¿Cómo pudiste no reconocer a mi hermano Aboli, por su porte majestuoso y la furia de su genio?!

Arrojó la cabeza goteante a los otros magos, que se dispersaron.

—Aprended de la estupidez de Sweswe —los amonestó. ¡Que no haya otras profecías falsas! ¡No me digáis más mentiras! ¡Largaos, largaos todos, o pediré a mi hermano otro sacrificio de sangre!

Huyeron en un pandemónium, mientras el Monomatapa se levantaba de su trono viviente para acercarse a Aboli, con una sonrisa enorme y feliz en la gorda cara tatuada.

—¡Aboli, mi hermano muerto hace tiempo, ahora vive!

Y lo abrazó.

Pusieron a su disposición una de las chozas del perímetro y se les envió toda una procesión de doncellas, que traían vasijas con agua caliente en equilibrio sobre la cabeza para que los dos se bañaran. Otras muchachas traían bandejas con finos atavíos con que reemplazar sus ropas manchadas por el viaje; eran taparrabos de cuero curtido, adornados con cuentas, y mantos de pieles y plumas.

Una vez que se hubieron lavado y puesto esas galas, otra fila de jovencitas trajo calabazas con cerveza, una especie de hidromiel y leche con sangre. Otras cargaban bandejas de comida caliente.

Después de comer, el consejero de cabeza plateada vino a arrodillarse a los pies de Aboli, con mucho respeto y cortesía.

—Aunque cuando me viste por última vez eras demasiado joven para recordarme, me llamo Zama y fui el induna de tu padre, el gran Monomatapa Holomima.

—Me apena, Zama, pero no recuerdo casi nada de aquellos días. Me acuerdo de mi hermano N’Pofho. Recuerdo el dolor del tatuaje y la circuncisión que sobrellevamos juntos. Recuerdo que él chilló más que yo.

Zama, con expresión preocupada, sacudió la cabeza como para advertir a Aboli que no hablara del Rey con tanta liviandad, pero su voz sonó serena.

—Todo eso es cierto, aunque el Monomatapa nunca chilló. Yo estuve presente en la ceremonia del cuchillo. Fui yo quien te sujetó la cabeza cuando el hierro al rojo te quemaba las mejillas y te cortaba la capucha del pene.

—Vagamente me parece recordar tus manos y tus palabras de consuelo. Te doy las gracias por ellas, Zama.

—Tú y N’Pofho eran gemelos, nacidos a la misma hora. Por eso tu padre ordenó que ambos lucierais el tatuaje real. Era una novedad. Hasta entonces nunca se había tatuado a dos hijos reales en la misma ceremonia.

—Casi no me acuerdo de mi padre, salvo que era alto y fuerte, y el miedo que me daban los tatuajes de su cara.

—Era un hombre temible y poderoso —concordó Zama.

—Recuerdo la noche en que murió. Los gritos, los disparos de mosquete, las terribles llamas en la noche.

—Yo estaba allí cuando vinieron los esclavistas, con las cadenas de dolor. —Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas—. Eras tan pequeño, Aboli… Me maravilla que recuerdes esas cosas.

—Háblame de esa noche.

—Cumpliendo con la costumbre y el deber, dormía ante la puerta de tu padre. Estaba a su lado cuando recibió una bala de los esclavistas. —Zama hizo un silencio. Luego volvió a levantar la mirada—. Cuando agonizaba me dijo: "Déjame, Zama. Salva a mis hijos. Salva al Monomatapa". Y yo me apresuré a obedecer.

—¿Viniste a salvarme?

—Corrí a la choza donde dormías con tu madre y tu hermano. Tu madre no quiso entregarte a mí. —¡Llévate a N’Pofho!", me ordenó, pues tú fuiste siempre su favorito. Tomé a tu hermano y corrí con él hacia la noche. En la oscuridad perdí de vista a tu madre. La oí gritar, pero tenía al otro niño en los brazos; regresar habría representado la esclavitud para todos nosotros y la extinción del linaje real. Perdóname, Aboli, pero te abandoné con tu madre y continué corriendo con N’Pofho, para escapar hacia las colinas.

—No hay culpa en lo que hiciste —lo absolvió Aboli.

Zama miró cautelosamente alrededor. Luego movió los labios sin emitir sonido, diciendo: "Elegí mal. Debería haberte salvado a ti". Con otra expresión en el semblante, se inclinó hacia Aboli como para decir algo más, pero luego se apartó con aire desganado, como si no tuviera el valor suficiente para alguna jugada peligrosa.

—Perdóname, Aboli, hijo de Holomima —dijo, levantándose con lentitud—. Ahora debo dejarte.

—Te perdono por todo —dijo Aboli, suavemente—. Sé lo que tienes en el corazón. Reflexiona sobre esto, Zama. Otro león ruge en la cumbre que pudo haber sido mía. Ahora mi vida está vinculada a un nuevo destino.

—Tienes razón, Aboli. Ya soy viejo y no tengo fuerzas ni deseos de cambiar lo que no tiene remedio. —Irguió la espalda—. El Monomatapa te dará otra audiencia mañana por la mañana. Vendré a buscarte. —Bajó un poco la voz—. Por favor, no trates de abandonar el recinto real sin autorización del Rey.

Cuando se hubo ido, Aboli sonrió:

—Zama nos ha pedido que no nos vayamos. Hacerlo sería difícil. ¿Has visto los guardias apostados en todas las entradas?

—Sí, no es fácil dejar de verlos. —Hal abandonó el banquito de ébano tallado para acercarse a la entrada de la cabaña. Contó a veinte hombres en el portón, todos magníficos guerreros: altos, musculosos y armados de lanzas y hachas de guerra. Portaban altos escudos de cuero blanco y negro y se adornaban la cabeza con plumas de cigüeña.

—Salir será más difícil de lo que fue entrar —comentó Aboli, ceñudo.

Al ponerse el Sol apareció otra procesión de jovencitas que traían la cena.

—Ahora comprendo que tu real hermano cargue con tanta grasa —comentó Hal, inspeccionando la gran abundancia de alimentos.

Una vez que estuvieron satisfechos, las muchachas retiraron las bandejas y las cacerolas. Zama volvió trayendo de la mano a dos doncellas que se arrodillaron ante ellos. Hal reconoció a la más bonita de las dos: era el trono viviente del Monomatapa.

—El Monomatapa os envía a estas hembras para que endulcen vuestros sueños con la miel de sus ingles —dijo Zama, antes de retirarse.

Hal, consternado, vio que la hermosa muchacha levantaba la cabeza para sonreírle con timidez. Su rostro era dulce y sereno, de labios gruesos y enormes ojos oscuros. El pelo, trenzado con cuentas, le llegaba hasta los hombros. Sólo tenía puesto un diminuto delantal de cuentas, que dejaba desnudos los pechos y el trasero, regordete y reluciente.

—Te veo, Gran Señor —susurró—, y el esplendor de tu presencia me nubla los ojos.

Se arrastró hacia adelante como un gatito para apoyarle la cabeza en el regazo.

—No puedes quedarte. —Hal se levantó de un salto—. Debes salir inmediatamente de aquí.

La chica lo miró con espanto; los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿No soy de tu agrado, Gran Señor? —murmuró.

—Eres muy bonita, pero… —Hal tartamudeaba. ¿Cómo decirle que estaba casado con un dorado recuerdo?

—Deja que me quede contigo, señor —suplicó la muchacha, patéticamente—. Si me rechazas me enviarán al verdugo. Moriré con la estaca clavada en la abertura secreta de mi cuerpo, hasta que me atraviese las entrañas. Déjame vivir, oh, Grande. Ten piedad de esta hembra que nada vale, oh, glorioso Rostro Blanco.

Hal se volvió hacia Aboli.

—¿Qué puedo hacer?

—Échala. —Su amigo se encogió de hombros—. Ella misma lo dice: no vale nada. Puedes taparte los oídos para no oír sus gritos cuando la empalen.

—No te burles de mí, Aboli. Sabes que no puedo traicionar la memoria de la mujer que amo.

—Sukeena ha muerto, Gundwane. Yo también la amaba como a una hermana, pero ha muerto. Esta niña está viva, pero mañana a esta hora ya no será así, a menos que te compadezcas de ella. Sukeena no te exigió ningún voto. —Se inclinó hacia la otra muchacha para tomarla de la mano y ponerla de pie—. No puedo darte más ayuda, Gundwane. Eres hombre y Sukeena lo sabía. A ella le gustaría que, en su ausencia, siguieras viviendo como tal.

Condujo a su jovencita hacia la parte trasera de la choza, donde había un montón de suaves karosses y un par de cabezales de madera tallada. Luego dejó caer la cortina de cuero que los ocultaría.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Hal a la muchacha acurrucada a sus pies.

—Me llamo Inyosi, Abeja —respondió ella—. Por favor, no me envíes a la muerte.

Se arrastró hacia él para abrazarlo por las piernas y apretar la cara contra su cuerpo.

—No puedo —murmuró él—. Pertenezco a otra.

Pero sólo tenía puesto un taparrabo de cuentas y sentía en el vientre el aliento cálido de la muchacha, sus manos acariciándole las piernas.

—No puedo —repitió desesperadamente.

Una de las manitas de Inyosi se deslizó bajo el taparrabo.

—Tu boca me dice una cosa, Poderoso Señor —ronroneó—. Pero la gran lanza de tu virilidad me dice otra.

Hal dejó escapar un gemido sofocado y, alzándola en brazos, corrió con ella hacia su propio jergón de pieles.

Al principio Inyosi se sobresaltó ante la furia de su pasión, pero luego dejó escapar una exclamación de gozo y respondió a cada beso suyo con otro beso, a cada embate con otro embate. Al amanecer, cuando se disponía a dejarlo, susurró:

—Has salvado mi indigna vida. A cambio trataré de salvar la tuya, que es ilustre. —Lo besó por última vez y murmuró, con los labios contra los de él—: Oí hablar al Monomatapa con Zama, mientras estaba sentado en mi espalda. Cree que Aboli ha vuelto para quitarle el Asiento del Cielo. Mañana, durante la audiencia a la que tú y Aboli deberéis asistir, ordenará a su guardia que os aprese para arrojaros desde el barranco a las piedras de abajo, donde esperan las hienas y los buitres para devorar vuestros cadáveres. —Inyosi se acurrucó contra su pecho—. No quiero que mueras, mi señor. Eres demasiado hermoso.

Luego abandonó el jergón para perderse calladamente en la oscuridad. Hal fue a arrojar un leño a la hoguera. El humo salió por el agujero abierto en el centro del techo abovedado; las llamas iluminaron el interior con una luz amarilla y parpadeante.

—Aboli, ¿estás solo? Tenemos que hablar de inmediato —llamó.

Su amigo apartó la cortina.

—La muchacha duerme, pero podemos hablar en inglés.

—Tu hermano va a hacernos matar a ambos durante la audiencia.

—¿Te lo dijo la chica? —preguntó Aboli.

El joven asintió con aire culpable.

—Conque la pequeña Abeja te salva la vida —Aboli sonrió, solidario—. Sukeena se alegraría de eso. No tienes por qué sentir remordimientos.

—Si intentamos escapar, tu hermano nos hará perseguir por un ejército. Jamás llegaríamos al río.

—¿Tienes algún plan, Gundwane?

Zama fue a buscarlos para conducirlos a la audiencia real. Cuando salieron de la penumbra al sol intenso del África, Hal se detuvo a observar la corte del Monomatapa.

Sólo podía hacer un cálculo aproximado, pero el espacio abierto estaba rodeado por todo un regimiento de guardias reales: un millar de guerreros altos, a quienes los elevados tocados de plumas convertían en gigantes. La brisa matinal agitaba esas plumas y el Sol centelleaba en las anchas hojas de las lanzas.

Detrás de ellos, los nobles de la tribu llenaban todo el espacio y se alineaban en lo alto del muro que rodeaba la ciudadela. Un centenar de esposas reales se arracimaba en torno de la puerta del monarca. Algunas estaban tan gordas, tan cargadas de brazaletes y adornos, que no podían caminar sin apoyarse pesadamente en sus doncellas. Al caminar, sus nalgas ondulaban como blandas vejigas llenas de grasa.

Zama condujo a Hal y Aboli hasta el centro del patio y allí los dejó.

Entre la multitud reinaba un gran silencio; nadie se movía. Súbitamente, el capitán de la guardia personal hizo sonar un cuerno de kudu y el Monomatapa asomó en el vano de su puerta. Un suspiro gemebundo corrió entre la multitud; al unísono, todos se arrojaron al suelo, cubriéndose la cara. Sólo Hal y Aboli seguían de pie.

El Monomatapa caminó hasta su trono viviente y se sentó en la espalda desnuda de Inyosi.

—¡Habla el primero! —susurró Hal, por el costado de la boca—. No dejes que dé la orden de ejecución.

—¡Te veo, hermano mío! —lo saludó Aboli. Los cortesanos gimieron de horror ante esa falta al protocolo—. ¡Te veo, Gran Señor de los Cielos!

El Monomatapa no daba señales de haber oído.

—Te traigo saludos del espíritu de nuestro padre, Holomima, que fue Monomatapa antes de ti.

El hermano retrocedió visiblemente, como si ante su cara se hubiera levantado una cobra.

—¿Hablas con los espíritus? —preguntó, con voz algo trémula.

—Durante la noche nuestro padre vino a mí. Era tan alto como un gran baobab y su rostro era terrible, con ojos de fuego. Su voz era como el trueno de los cielos. Vino a mí para hacerme una temible advertencia.

La congregación lanzó un quejido de temor supersticioso.

—¿Cuál era esa advertencia? —graznó el Monomatapa, mirando a su hermano con reverencia.

—Nuestro padre teme por tu vida y la mía. A ambos nos amenaza un gran peligro.

Algunas de las gordas esposas gritaron; una cayó al suelo con la boca llena de espuma, presa de un ataque.

—¿Qué peligro es ese, Aboli? —El Rey paseó alrededor una mirada temerosa, como si buscara a un asesino entre sus cortesanos.

—Nuestro padre me advirtió que tú y yo estamos unidos en la vida como lo estuvimos al nacer. Si prospera uno de nosotros, lo mismo sucederá con el otro.

El monarca asintió.

—¿Qué más dijo nuestro padre?

—Que así como estamos unidos en la vida, también lo estaremos en la muerte. Profetizó que moriremos en el mismo día, pero que seremos nosotros quienes elijamos ese día.

La cara del Rey tomó un extraño color grisáceo, brillante de sudor. Los ancianos chillaron. Los más próximos a él sacaron pequeños cuchillos para tajearse el pecho y los brazos, salpicando la tierra con sangre a fin de protegerlo de las brujerías.

—Las palabras de nuestro padre me atribulan profundamente —prosiguió Aboli—. Me gustaría poder morar contigo en la Tierra del Cielo, para protegerte de este destino, pero ¡ay!, la sombra de mi padre me advirtió también que, si permaneciera aquí un día más, yo moriría y el Monomatapa conmigo. Debo partir de inmediato para no regresar jamás. Sólo de ese modo podremos ambos sobrevivir a la maldición.

—Sea. —El Monomatapa se puso de pie y le apuntó con un dedo trémulo—. Debes partir hoy mismo.

—¡Ay de mí, bienamado hermano! No puedo partir sin el favor que vine a pedirte.

—¡Habla, Aboli! ¿De qué careces?

—Necesito ciento cincuenta de tus mejores guerreros para que me protejan, pues me espera un temible enemigo. Sin esos soldados iría a una muerte segura. Y mi muerte acarrearía la del Monomatapa.

—¡Elige! —bramó el Monomatapa—. Elige entre mis mejores amadodas y llévalos contigo. Son esclavos tuyos; haz con ellos tu voluntad. Pero vete hoy mismo, antes que se ponga el Sol. Abandona mi tierra para siempre.

Hal remaba en la primera pinaza, cruzando la boca del Musela hacia el mar abierto. Daniel lo seguía de cerca. El Golden Bough seguía anclado a diez brazas de profundidad. Ned Tyler, al verlos, llamó a puestos de combate y preparó los cañones. Las pinazas estaban tan cargadas de hombres que la borda apenas asomaba tres o cuatro centímetros por sobre la superficie del agua; a la distancia parecían canoas guerreras, impresión que fortalecían las lanzas centelleantes y los tocados de los amadodas. Ned ordenó lanzar un disparo de advertencia por delante de las proas. Cuando tronó el cañón, levantando una alta pluma de agua a cien metros de la primera pinaza, Hal se puso de pie en la proa para hacer señales con la croix pattée.

—¡Dios nos ampare! —exclamó Ned—. ¡Estamos disparando contra el capitán!

—No olvidaré muy fácilmente el saludo que me habéis brindado, señor Tyler —le dijo Hal severamente, al pisar la cubierta—. Merezco una salva de cuatro cañones, no uno solo.

—¡Bendito seáis, capitán! No tenía la menor idea. Os tomé por un montón de paganos salvajes, con vuestro perdón, señor.

—Y eso somos, señor Tyler. ¡Eso es lo que somos! —Hal sonrió de oreja a oreja ante la confusión de Ned: una horda de magníficos guerreros estaba invadiendo la cubierta del Goleen Bough—. Creo que podréis convertirlos en marineros, señor Tyler. En cuanto zarparon, Hal puso nuevamente proa al norte, entre Madagascar y el continente. Iba hacia Zanzíbar, centro comercial de esa costa. Allí esperaba averiguar algo más sobre la Guerra Santa del Cuerno y, con suerte, sobre los movimientos del Gull of Moray.

Para los amadodas fue un período de asentamiento. A bordo del Golden Bough todo les era extraño. Ninguno conocía el mar. Si las pinazas les habían parecido las canoas más grandes jamás concebidas por el hombre, quedaron estupefactos ante el tamaño del barco, la altura de sus mástiles y la extensión de sus velas.

Casi todos se marearon inmediatamente y tardaron varios días en acostumbrarse al mar. La dieta de bizcocho y carne en conserva hizo estragos en su sistema digestivo. Echaban de menos las gachas de mijo y las calabazas de leche con sangre. Además, ansiaban la amplitud de la sabana, pues nunca se habían visto encerrados en un espacio tan pequeño.

También padecían el frío, pues aun en ese mar tropical los vientos alisios eran frescos y la corriente de Mozambique bajaba la temperatura varios grados con respecto a las planicies recocidas. Hal ordenó a Althuda que les entregara rollos de lona, con los que Aboli les enseñó a coserse faldas y chaquetas impermeables.

No tardaron en olvidar esas tribulaciones cuando Aboli ordenó a un pelotón subir a los cordajes con Jiri, Matesi y Kimatti. A treinta metros de la cubierta y el mar agitado, balanceándose en el gran péndulo del palo mayor, esos hombres aguerridos se dejaron vencer por el terror, por primera vez en la vida. Al verlos aferrados a los cordajes, indefensos, Aboli trepó hasta ellos para decirles, burlón:

—Mirad qué bonitas vírgenes. Yo tenía esperanzas de que hubiera algún hombre entre ellas, pero veo que todas se agachan para mear.

Luego se irguió en la verga bamboleante, riéndose de ellos. Corrió hasta el extremo y allí ejecutó una danza guerrera. Uno de los amadodas, sin poder soportar esas pullas, se desprendió del cordaje para avanzar por la verga, arrastrando los pies, hacia donde Aboli lo esperaba con los brazos en jarras.

—¡Un hombre en el grupo! —rió Aboli, abrazándolo.

En la semana siguiente, tres de los amadodas cayeron de los cordajes mientras se esforzaban por emular su hazaña. Dos se hundieron en el mar, pero los tiburones se apoderaron de ellos antes que Hal pudiera virar para recogerlos. El tercer hombre se estrelló en la cubierta, recibiendo el final más misericordioso. Después de eso no hubo más bajas. Los amadodas, acostumbrados desde la infancia a trepar por los árboles en busca de miel y huevos, se convirtieron muy pronto en hábiles vigías.

Cuando Hal ordenó traer picas y distribuirlas entre ellos, los amadodas bailaron de alegría, pues eran lanceros natos y les encantaron aquellas pesadas puntas de hierro. Aboli adaptó las tácticas tribales al reducido espacio del Golden Bough. Les enseñó a formar el clásico testudo romano, con los escudos superpuestos como escamas de armadillo. Con esa formación podían invadir irresistiblemente la cubierta de un barco enemigo.

Hal ordenó poner bajo el castillo de proa un grueso colchón de estopa que sirviera como blanco. Una vez que los amadodas hubieron aprendido el peso y el equilibrio de las picas, les fue posible arrojarlas desde el otro extremo del barco y clavar las puntas de hierro en la áspera fibra. Practicaban esos ejercicios con demasiado gusto; dos de ellos murieron atravesados antes de entender que se trataba de batallas fingidas y no debían combatir a muerte.

Llegó el momento de familiarizarlos con el arco inglés. Como por comparación los de ellos eran cortos e insignificantes, miraron con desconfianza esa arma de un metro ochenta de altura; después de probar la tensión, menearon la cabeza con aire dubitativo. Hal tomó uno de los arcos y preparó una flecha. Luego levantó la vista hacia una solitaria gaviota que planeaba por sobre el palo mayor, a buena altura.

—Si derribo esa ave, ¿os la comeréis cruda? —preguntó.

Todos rugieron de risa ante la broma.

—¡Con plumas y todo! —gritó un grandote presumido a quien llamaban Ingwe, el Leopardo.

Con un movimiento fluido, Hal disparó. La flecha ascendió en arco, curvándose contra el viento. Los amadodas gritaron de asombro al ver que atravesaba el níveo pecho de la gaviota. El ave plegó las anchas alas y cayó en un enredo de plumas a los pies de Hal. El cuerpo traspasado pasó de mano en mano, entre estupefactos parloteos.

—Cuidad las plumas —les advirtió Hal—. No arruinéis la cena de Ingwe.

Desde ese momento en adelante amaron ese arco apasionadamente; en pocos días se convirtieron en arqueros de primera. Hal puso a remolque un tonel vacío, a doscientos metros del barco, e hizo que los amadodas dispararan contra él: primero, individualmente; luego, por divisiones, como los arqueros ingleses. Cuando lo izaron a cubierta el tonel parecía un puerco espín; recobraron siete de cada diez flechas disparadas.

Sólo había un aspecto para el que los amadodas no mostraban aptitud alguna: para las grandes culebrinas de bronce. Pese a todas sus amenazas y sus pullas, Aboli no consiguió que las tocaran sino con temor supersticioso. Cada vez que disparaban una andanada, aullaban:

—¡Es brujería! ¡Es el trueno de los cielos!

Hal volvió a distribuir los puestos de combate de modo tal que los marineros blancos atendieran las baterías, mientras los amadodas manejaban las velas y llevaban a cabo el abordaje.

Un banco de nubes inmóviles, a veinte leguas de la proa, marcaba la isla de Zanzíbar. Los cocoteros bordeaban una playa blanca pero las grandes murallas de la fortaleza, más blancas aún, deslumbraban como un glaciar bajo el sol. La ciudadela, construida por los portugueses un siglo atrás, había asegurado hasta la década anterior el dominio de esa nación sobre las rutas comerciales de toda la costa oriental del continente africano.

Más adelante, los árabes de Omán, bajo el mando del rey guerrero Ahmed El Grang, el Zurdo, llegaron con sus dhows de guerra para atacar a los portugueses, a quienes expulsaron tras una gran matanza. Esa pérdida había iniciado la declinación de la influencia portuguesa en la costa; los árabes de Omán ocupaban ahora su puesto como principal nación mercantil.

Hal examinó el fuerte con su telescopio, reparando en el estandarte del Islam que flameaba en la torre y las hileras de cañones a lo largo de las murallas. Esas armas podían disparar violentamente contra cualquier navío hostil que tratara de ingresar en la bahía. Con un escalofrío de presentimientos, se dijo que, si se unía a las fuerzas del Preste, se convertiría en enemigo de Ahmed El Grang. Algún día, esos grandes cañones podían disparar contra el Golden Bough. Mientras tanto debía aprovechar a fondo esa última oportunidad para ingresar en el campamento omaní como neutral y reunir toda la información posible.

El puerto estaba atestado de pequeños navíos, mayormente dhows de los musulmanes provenientes de la India, Arabia y Muscat. Entre esa multitud había dos barcos grandes: uno bajo bandera española y el otro, francés, pero Hal no los reconoció.

Todos esos barcos mercantes iban a Zanzíbar atraídos por las riquezas de África: el oro de Sofala, la goma arábiga, el marfil y el incesante flujo de seres humanos para los mercados de esclavos. En cada temporada, cuando los vientos alisios traían los navíos desde el Cabo de Buena Esperanza y toda la cuenca del Océano Indico, allí se ofrecían a la venta siete mil hombres, mujeres y niños.

Hal bajó y subió su enseña como saludo al fuerte. Luego condujo al Golden Bough hacia el anclaje. A una orden suya, el ancla cayó en el agua clara y los exuberantes amadodas terminaron de arriar las velas. Casi inmediatamente el barco se vio asediado por una flota de botes que vendían todo lo concebible, desde fruta fresca y agua hasta niños varones. A estos últimos se les ordenaba inclinarse por sobre la borda, levantándose los ropajes para exhibir las pequeñas nalgas oscuras para placer de los marineros del Golden Bough.

—Niños bonitos para fukifuki —canturreaban los rufianes en el inglés de los puertos—. Traseros dulces como mangos maduros.

—Señor Tyler, haced bajar un bote —ordenó Hal—. Voy a desembarcar. Llevaré conmigo a Althuda, a maese Daniel y a diez de vuestros mejores hombres.

Remaron hasta los peldaños de piedra que llevaban a la fortaleza. Daniel fue el primero en pisar tierra y les abrió paso por entre la multitud de mercaderes que pululaban en la orilla, ofreciendo su mercancía. En la última visita había escoltado así a Sir Francis. Sus marineros formaron una falange alrededor de Hal para marchar por las callejuelas.

Cruzaron ferias y atestados puestos donde los vendedores exhibían su mercadería. Comerciantes y marineros de otros navíos anclados inspeccionaban los montones de colmillos, tortas de fragante goma arábiga, manojos de plumas y cuernos de rinoceronte. Regateaban por las alfombras de Muscat y las púas de puercoespín rellenas con granos de oro aluvional de Sofala y de los ríos interiores. Los negreros exhibían filas enteras de seres humanos para que los posibles compradores les examinaran los dientes, palparan los músculos de los machos o echaran un vistazo bajo el delantal de las hembras jóvenes.

Desde allí Daniel los condujo a un sector de la ciudad donde los edificios de aceras opuestas llegaban casi a tocarse por arriba, bloqueando la luz del día. El hedor a heces humanas que brotaba de las cloacas abiertas era casi sofocante.

El Grandote se detuvo abruptamente frente a una puerta de caoba, tallada con intrincados motivos islámicos y tachonada de puntas de hierro. Minutos después de hacer sonar la campanilla se oyó el ruido de los cerrojos y la enorme puerta se abrió apenas. Cinco o seis caritas morenas los espiaron desde adentro: eran varones y niñas mestizos, de entre cinco y diez años de edad.

—¡Bienvenidos, bienvenidos! —gorjearon en un inglés de acento extraño—. Que Alá Misericordioso os cubra de bendiciones, milord inglés. Que todos vuestros días sean dorados y perfumados de jazmín silvestre.

Una niñita tomó a Hal de la mano para conducirlo al patio interior. En el centro tintineaba una fuente; el aire estaba perfumado por los franchipanieros y las flores amarillas del tamarindo. Una alta figura, vestida de holgadas túnicas blancas y con un tocado árabe de cordones dorados, se levantó de las alfombras de seda en que estaba reclinada.

—Agrego mil bienvenidas a las de mis niños, mi buen capitán; que Alá os cubra de riquezas y bendiciones —dijo, con un familiar y reconfortante acento de Yorkshire—. Vi que vuestro hermoso barco anclaba en la bahía y adiviné que me visitaríais pronto.

A una palmada suya, de la parte trasera de la casa emergió una hilera de esclavos; cada uno de ellos traía una bandeja con vasos de sorbete, leche de coco y pequeños cuencos de dulces y nueces tostadas. El cónsul hizo que llevaran a Daniel y a sus marineros al sector de los sirvientes, diciendo:

—Allí les servirán un refrigerio.

Hal echó a Daniel una mirada significativa, que el contramaestre interpretó correctamente: en esa vivienda islámica no habría licores, pero sí mujeres; era preciso proteger a los marineros de sí mismos. Hal mantuvo a Althuda a su lado, pues podía necesitarlo para que redactara documentos o tomara notas.

El cónsul los condujo a un rincón apartado del patio.

—Permitid que me presente. Soy William Grey, cónsul de Su Majestad ante el sultanato de Zanzíbar.

—Henry Courtney a vuestro servicio, señor.

—Conozco a un Sir Francis Courtney. ¿Sois parientes, por casualidad?

—Es mi padre, señor.

—¡Ah! Un hombre honorable. Por favor, trasmitidle mis respetos cuando volváis a verlo.

—Por desgracia, murió en la guerra contra los holandeses.

—Mis condolencias, Sir Henry. Tomad asiento, por favor.

A poca distancia había un montón de alfombras de bello diseño. El cónsul se sentó frente a Hal y un esclavo le entregó un narguile.

—Una pipa de bhang es excelente remedio para los malestares hepáticos y para la malaria, que es plaga en estos climas. ¿Aceptáis una, Sir?

Hal rechazó el ofrecimiento, pues conocía las sucias tretas que las flores del hachís jugaban a la mente, los sueños y trances con que podían envolver al fumador.

Mientras disfrutaba de su pipa, Grey lo interrogó astutamente sobre sus movimientos recientes y sus planes futuros. Hal se mostró cortés, pero evasivo. Ambos parecían duelistas en busca de una oportunidad. Con el burbujeo del agua en el cuenco de vidrio, en tanto el humo fragante se diseminaba por el patio, Grey se mostró más afable y expansivo.

—Vivís al estilo de los grandes jeques —observó Hal, probando el efecto de los halagos.

Grey respondió con satisfacción.

—Aunque os cueste creerlo, hace quince años yo era un miserable empleado de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. Mi barco se hundió en los arrecifes coralinos de Sofala y yo llegué aquí como náufrago. —Se encogió de hombros, con un gesto más oriental que inglés—. Como veis, Alá me ha sonreído.

—¿Os habéis convertido al islamismo? —Hal no dejó traslucir la repugnancia que le inspiraba esa apostasía.

—Soy un verdadero creyente del Dios único y de Mahoma, su Profeta —asintió Grey.

El joven se preguntó hasta qué punto esa conversión se debía a consideraciones políticas y prácticas. Grey, el cristiano, no habría prosperado en Zanzíbar tanto como Grey, el musulmán.

—La mayoría de los ingleses que desembarcan en Zanzíbar sólo tienen un propósito —prosiguió el cónsul—. Vienen para comerciar; generalmente, para adquirir una carga de esclavos.

Lamento que esta no sea la mejor temporada para eso. Los vientos alisios han traído los dhows de la India y de más allá, que ya se llevaron los mejores especímenes, dejando sólo las heces. Sin embargo, en mis propias barracas tengo doscientas criaturas de primera, las mejores que podréis hallar en mil millas náuticas.

—Gracias, señor, pero no me interesa comerciar con esclavos —declinó Hal.

—Lamentable decisión, señor. Os aseguro que aún se pueden ganar grandes fortunas con ese negocio. Los ingenios azucareros de Brasil y el Caribe piden a gritos mano de obra para sus plantaciones.

—Os lo agradezco otra vez, pero no me dedico a ese mercado. —Ahora Hal comprendía con toda claridad cómo había ganado Grey su fortuna. El puesto de cónsul era secundario; actuaba como agente y mediador de los comerciantes europeos que visitaban Zanzíbar.

—En ese caso, hay otra actividad muy redituable en la que podría seros de utilidad. —Grey hizo una delicada pausa—. He observado vuestra nave desde mi techo y no pude sino ver que está bien armada. Estaría justificado que se la tomara por un buque de guerra.

Hal asintió con la cabeza, sin comprometerse, y el cónsul prosiguió:

—No sé si estáis enterado, pero el Sultán de Omán, el bienamado de Al Ahmed El Grang, está en guerra con el Emperador de Etiopía.

—Lo he oído decir, sí.

—Se está librando una guerra por tierra y por mar. El Sultán ha librado cartas de contramarca para las naves que deseen unirse a sus fuerzas. En general, estas comisiones se han concedido sólo a musulmanes, pero yo tengo gran influencia en la corte del Sultán y podría conseguiros una. No son baratas, claro está. Me costaría doscientas libras obtener para vos una carta de contramarca, señor.

Hal estaba a punto de rechazar con indignación ese ofrecimiento de luchar con los paganos contra Cristo y sus seguidores, pero la intuición le advirtió que no debía repudiarlo directamente.

—¿Hay ganancias a obtener de ese modo, señor? —preguntó, reflexivo.

—Por cierto. Hay vastas riquezas a arrebatar. El imperio del Preste es una de las ciudadelas más antiguas de la fe cristiana. Hace bastante más de un milenio que los monasterios y las iglesias acumulan el oro y las ofrendas de peregrinos y adoradores. El mismo Preste es tan rico como cualquier soberano europeo. Dicen que en su tesoro de Aksum tiene más de veinte toneladas de oro.

A Grey se había agitado la respiración de pura avaricia ante esa imagen.

—¿Y podríais conseguirme un nombramiento del Sultán? —Hal se inclinó hacia adelante, fingiéndose anhelante.

—Claro que sí, señor. Hace apenas un mes obtuve un nombramiento para un escocés. —La cara de Grey se iluminó con una idea súbita—. Si hiciera lo mismo por vos, tal vez podríais unir vuestras fuerzas a las de él. Con dos barcos de combate como los vuestros formaríais una escuadra poderosa, capaz de enfrentar a todo lo que la armada del Preste enviara contra vosotros.

—La idea me entusiasma. —Hal sonrió de un modo alentador, tratando de no mostrar demasiado interés, pero ya había adivinado quién era ese escocés—. Pero decidme, ¿quién es ese hombre del que me habláis?

—Un excelente caballero y gran marino —respondió Grey—. Hace apenas cinco semanas que zarpó de Zanzíbar para dirigirse al Cuerno.

—En ese caso, tal vez pueda alcanzarlo y unir mi barco al de él —reflexionó Hal en voz alta—. Decidme su nombre y su posición, señor.

Grey recorrió el patio con una mirada conspiradora. Luego bajó la voz:

—Es un noble de alto rango, el conde de Cumbrae. —Luego se dio una palmada en la rodilla para destacar la enormidad de la revelación—. ¡Ya veis, señor! ¿Qué os parece?

—¡Estoy asombradísimo! —Hal ya no necesitaba disimular su excitación—. ¿Pero creéis en verdad que podréis obtener otro nombramiento para mí? Y en ese caso, ¿cuánto tiempo os demandaría?

—En Arabia las cosas nunca se hacen deprisa. —Grey volvía a mostrarse evasivo—. Pero siempre es posible acelerarlas con un poco de baksheesh. Doscientas libras más, digamos; cuatrocientas en total, y mañana al anochecer os pondré la carta de contramarca en la mano. Desde luego, necesitaría que me pagarais por adelantado.

—Es mucho dinero. —Hal frunció el entrecejo. Ya sabía hacia dónde iba el Aguilucho; sólo deseaba correr al Golden Bough para iniciar inmediatamente la persecución. Pero contuvo el impulso. Necesitaba extraer a Grey toda la información posible.

—Es cierto, sí —reconoció el cónsul—. Pero pensad en las ganancias que obtendréis. Veinte toneladas de oro puro para el audaz que las arrebate del tesoro del Preste. Y eso no es todo. También hay joyas y otros tesoros que se enviaron al imperio como tributo, hace más de mil años: los tesoros de las iglesias coptas, las reliquias de Jesucristo y la Virgen, de apóstoles y santos. Por ellas se podría cobrar un rescate ilimitado. —Le brillaban los ojos de codicia. De pronto volvió a bajar la voz—. Dicen que el preste Juan tiene bajo su custodia nada menos que el Santo Grial.

—¡El Santo Grial! —Hal palideció, sobrecogido. Grey quedó encantado al ver esa reacción.

—¡El Santo Grial, sí! El precioso cáliz que los cristianos buscan desde la crucifixión.

Hal meneó la cabeza, mirando a Grey con sincero asombro. Experimentaba una extraña sensación de déja vu que lo había enmudecido. Por la mente le cruzaron las profecías de su padre y de Sukeena. Comprendió, en el fondo de su corazón, que eso formaba parte del destino por ellos anunciado.

Grey interpretó como escepticismo su gesto y el silencio.

—Os aseguro, señor, que el Santo Grial es el motivo principal de que el Gran Mogol y Ahmed El Grang hayan atacado el imperio de Etiopía. Lo sé de los propios labios del Sultán. Él también está convencido de que la reliquia está en manos del Preste. Se lo ha dicho uno de los más grandes ayatollahs del islam, quien le ha profetizado que, si pudiera arrebatar el Grial al Preste, su dinastía recibiría un poder indecible y anunciaría el triunfo del islam sobre las falsas religiones del mundo.

Hal lo miraba fijamente, horrorizado. En sus pensamientos reinaba una confusión total; ya no estaba seguro de sí mismo ni de lo que tenía alrededor. Le costó un esfuerzo apartar esa perspectiva terrible de sometimiento para el cristianismo, a fin de ordenar sus ideas.

—¿Dónde se esconde esa reliquia? —preguntó con voz ronca.

—Sólo el Preste y sus monjes lo saben con certeza. Algunos dicen que está en Aksum o en Gonder. Otros, que lo han ocultado en un monasterio de las altas montañas.

—¿No habrá caído ya en manos de El Grang o el Mogol? ¿No es posible que la guerra ya se haya decidido? —inquirió Hal.

—¡No, no! —aseguró Grey, vehemente—. Esta misma mañana llegó un dhow proveniente del golfo de Aden, trayendo noticias de hace apenas ocho días. Parece que los victoriosos ejércitos del islam han sido refrenados en Mitsiwa. Allí ha surgido, entre las filas cristianas, un poderoso general a quien llaman Nazet. Aunque es sólo un joven imberbe, los ejércitos de Tigre y Galla acuden en tropel hacia su estandarte.

Por el deleite con que Grey relataba esos contratiempos para la causa del islam, Hal tuvo la sensación de que el cónsul apostaba por los dos caballos.

—Nazet ha rechazado a los ejércitos de El Grang y el Mogol. Se enfrentan ante Mitsiwa, preparándose para la batalla final, la que decidirá la guerra, que está lejos de haber terminado. Os aconsejo enérgicamente, mi joven amigo, que zarpéis hacia Mitsiwa en cuanto tengáis vuestra carta de contramarca, a fin de participar del botín.

—Debo pensar en todo lo que me habéis dicho. —Hal se levantó—. Si decido aprovechar vuestro generoso ofrecimiento, volveré mañana con las cuatrocientas libras para comprar mi nombramiento.

—Seréis siempre bien recibido en mi casa —le aseguró Grey.

—Llévame al barco cuanto antes —ordenó Hal a Daniel, en cuanto las grandes puertas talladas se cerraron detrás de ellos—. Quiero zarpar con la marea del anochecer.

Apenas habían llegado a la primera feria cuando Althuda detuvo a Hal tomándolo del brazo.

—Tengo que volver. Dejé mi diario en el patio.

—Tengo muchísima prisa, Althuda. El Aguilucho nos lleva más de un mes de ventaja, pero ahora sé exactamente dónde debo buscarlo.

—Necesito recuperar mi diario. Ve al barco, que yo no tardaré en seguiros. Haz que el bote vuelva y me espere en los peldaños del puerto. Estaré con vosotros antes que os hagáis a la mar.

—No me falles, Althuda. No puedo demorarme.

Hal lo dejó ir, aunque de mala gana, y apretó el paso tras El Grandote. En cuanto llegó al Golden Bough envió la lancha al embarcadero, con órdenes de esperar a Althuda, y dio indicaciones de preparar el barco para navegar. Por fin, en su camarote desplegó en el escritorio las cartas e indicaciones navales correspondientes al golfo de Aden y el Mar Rojo.

Como los estudiaba casi diariamente desde que los heredó de Llewellyn, no tuvo dificultad en localizar todos los nombres mencionados por Grey. Trazó su curso en torno del Gran Cuerno, descendiendo por el golfo de Aden por los estrechos de Bab El Mandeb, hasta llegar a la zona sur del Mar Rojo. Frente a la costa etíope había cientos de islas diminutas, guaridas perfectas para piratas y corsarios.

Tendría que evitar las flotas del Mogol y el omaní hasta llegar a la corte cristiana del Preste y obtener de él un nombramiento. No podía atacar a los musulmanes antes de tener ese documento en las manos; de lo contrario se arriesgaría a correr el destino de su padre: ser acusado de piratería en alta mar.

Tal vez pudiera unirse a ese general Nazet del que hablaba Grey para poner el Golden Bough a su disposición. En todo caso la flota que transportaba al ejército musulmán estaría reunida en gran número en esos mares transitados y sería presa fácil de una fragata veloz, conducida con audacia. En un aspecto Grey tenía razón: en los días venideros se podría cosechar gloria y fortuna.

Al oír la campanada que marcaba el fin de la guardia abandonó sus cartas para subir a cubierta. Vio de inmediato que la marea estaba en descenso y miró hacia el puerto. Aun a esa distancia reconoció la silueta de Althuda en los peldaños del embarcadero. Estaba sumido en una agitada conversación con Stan Sparrow, encargado de esperarlo con la lancha.

—Maldito sea —murmuró Hal—. Está malgastando el tiempo en parloteos.

Dedicando toda su atención a los asuntos de la nave, observó a sus hombres que subían, rápidos y seguros, para izar las velas. Otra mirada a la costa le mostró que la lancha se acercaba al barco.

Althuda trepó inmediatamente la escalerilla y se presentó a Hal, seria la expresión.

—He venido por Zwaantie y por mi hijo —dijo con solemnidad—. Y a decirte adiós.

—No entiendo. —Hal estaba horrorizado.

—El cónsul Grey me ha tomado a su servicio como escribiente. Quiero permanecer en Zanzíbar con mi familia.

—Pero ¿por qué, Althuda, por qué?

—Como bien sabes, Sukeena y yo aprendimos de nuestra madre la religión de Mahoma, el Profeta de Alá. Mi intención es hacer la guerra contra los ejércitos del islam en nombre del Dios cristiano. Ya no puedo seguirte.

Althuda le volvió la espalda para entrar en el castillo de proa. Pocos minutos después salió acompañado por Zwantie, llevando en brazos al pequeño Bobby. La mujer lloraba en silencio, sin mirar al capitán. El esposo se detuvo al tope de la escalerilla y se volvió hacia él.

—Lamento esta separación, pero siempre recordaré el amor que sentías por mi hermana. Que Alá te bendiga —dijo.

Luego siguió a Zwaantie a la lancha. Hal los vio cruzar a remo hasta el muelle y subir los peldaños de piedra. Sin volver la vista atrás, Althuda y su pequeña familia desaparecieron entre la multitud de mercaderes y esclavos.

Entristecido como estaba, no reparó en el regreso de la lancha hasta que la vio ya izada a bordo. Ned Tyler aguardaba sus órdenes junto al timón.

—Levad anclas, por favor, señor Tyler. Izad los velachos y poned proa al canal.

Echó una última mirada hacia la tierra. Se sentía despojado, pues Althuda acababa de cortar su último y tenue vínculo con Sukeena.

—Ella se ha ido —susurró—. Ahora se ha ido de verdad.

Volviendo resueltamente la espalda a la blanca ciudadela, miró hacia adelante, hacia donde las montañas Usambara del continente africano se recortaban contra el horizonte, bajas y azules.

—Bordada a babor, señor Tyler. Izad el velamen normal. El curso es nornordeste y un punto al este para rodear la isla de Pemba. Marcadlo en la tabla.