Ese día Hal cambió el orden de la marcha para que Sukeena caminara a su lado, a la cabeza de la columna. Pese a sus rientes protestas, le quitó el cesto para agregarlo a su propia carga. De ese modo Sukeena pudo caminar con más ligereza y le siguió el paso sin dificultad. Aun así él le daba la mano en los tramos difíciles; la muchacha ya no se resistía, viendo que le daba placer el protegerla y mimarla de ese modo.

—No debes decírselo a los otros —murmuró Sukeena—. De lo contrario querrán demorar la marcha por mí.

—Eres tan fuerte como Aboli y Daniel —le aseguró él, incondicional—. Pero no diré nada.

Con su secreto en reserva, caminaban de la mano, sonriéndose con tal felicidad que todos lo habrían adivinado, aun si Zwaantie no se lo hubiera dicho a Althuda y éste a Aboli. El negro sonreía con toda la cara, como si el hijo fuera de él; por los favores y las atenciones que brindaba a Sukeena, hasta Sabah acabó por comprender el motivo del nuevo clima que imperaba en el grupo.

El territorio que estaban cruzando se tornó más boscoso. Algunos de los árboles eran monstruosos y parecían perforar el firmamento, como grandes flechas.

—Éstos debían de ser ya viejos cuando nació nuestro Salvador —se maravilló Hal.

Con los prudentes consejos y la guía de Aboli, empezaban a entenderse con ese terreno salvaje y los grandes animales que abundaban en él. El miedo no era ya una compañía constante; Hal y Sukeena habían aprendido a disfrutar de la extraña belleza que los rodeaba. Se detenían en las cumbres para contemplar el vuelo de un águila o el brillo metálico de un ave, apenas del tamaño de un pulgar, suspendido sobre las flores para libar el néctar con el pico curvo, que parecía tan largo como su cuerpo.

La pradera bullía con una plétora de extrañas bestias que desafiaban a la imaginación. Había rebaños de antílopes azules, como los primeros que vieron al descender de las montañas, y caballos salvajes con el pelaje en bandas de color crema, negro y rojizo. Con frecuencia veían, entre los árboles, las formas enormes y oscuras del rinoceronte de doble cuerno, pero habían descubierto que esa temible bestia era casi ciega; bastaba desviarse brevemente del sendero para evitar su resoplante carga.

En las tierras abiertas, más allá del bosque, abundaban unas pequeñas gacelas de color canela, tan numerosas que se movían como el humo en las colinas. En el flanco presentaban una banda horizontal del color del chocolate; coronaba la primorosa cabeza dos cuernos en forma de lira. Cuando se alarmaban por la presencia de seres humanos, brincaban con asombrosa ligereza de cascos, levantando un penacho níveo en el lomo. Cada hembra iba seguida de una cría diminuta. Sukeena palmoteó de placer al ver a esos tiernos animales hociqueando la ubre o retozando con sus pares. Hal la observaba con cariño, sabiendo ahora que ella también llevaba un hijo consigo, compartiendo su gozo ante las crías de otras especies y disfrutando con ella el secreto que creían haber ocultado a los otros.

Todos los mediodías calculaba el ángulo del Sol, mientras el grupo se reunía en derredor para verlo marcar su posición en la carta. La sarta de puntos trazados en el grueso pergamino avanzaba lentamente hacia la indentación de la costa, que el mapa holandés registraba como Buffels Baai, "Bahía de los Búfalos".

—Ahora estamos apenas a cinco leguas de la laguna. —Hal apartó la vista de la carta.

Aboli concordó:

—Esta mañana, mientras cazábamos, reconocí esas colinas de adelante. Desde la altura vi la línea de nubes bajas que marca la costa. Estamos muy cerca.

Hal asintió:

—Debemos avanzar con cautela. Corremos peligro de encontrarnos con grupos del Gull que hayan salido a buscar alimentos. Éste es un lugar favorable para establecer un campamento más permanente. Hay agua y leña en abundancia y desde aquí dominamos bien el panorama. Por la mañana, Aboli y yo nos adelantaremos para ver si el Gull está, realmente, en la Laguna de los Elefantes.

Una hora antes del amanecer llevó a Daniel aparte para confiarle a Sukeena.

—Cuídala bien, maese Daniel. No la pierdas de vista.

—No temas, capitán. Conmigo no corre peligro.

En cuanto hubo luz suficiente para ver el sendero hacia el este, Hal y Aboli abandonaron el campamento. Sukeena los acompañó por un breve trecho.

—Ve con Dios, Aboli —dijo, abrazando al negro—. Cuida a mi hombre.

—Lo cuidaré tanto como tú a su hijo.

—¡Grandísimo pícaro! —Ella le dio un golpe juguetón en el amplio pecho—. ¿Cómo es que lo sabes? ¡Y nosotros, convencidos de que era un secreto hasta para ti! —Se volvió a Hal, riendo—. ¡Él lo sabe!

—Entonces todo está perdido. —El joven meneó la cabeza—. Desde el día en que nazca el niño, este tunante se lo apropiará como lo hizo conmigo.

Ella los vio ascender la colina y saludarla desde la cima. Cuando desaparecieron, la sonrisa se le marchitó en los labios; una lágrima solitaria le corrió por la mejilla. En el trayecto de regreso se detuvo junto al arroyo para lavársela. Cuando entró de nuevo en el campamento, Althuda apartó la vista de la espada que estaba lustrando y le sonrió, sin sospechar su aflicción. Lo maravillaba verla tan hermosa y fresca, aun después de tantos meses de intenso viajar por la espesura.

En su paso anterior por allí, Hal y Aboli habían explorado esas colinas y conocían el curso del río. Entraron en la profunda garganta a un kilómetro y medio de la laguna, siguiendo un sendero abierto por los elefantes, hasta llegar a un vado que recordaban. Pero no se aproximaron a la laguna desde allí.

—Puede haber grupos del Gull cargando agua —advirtió Aboli.

Hal, con un gesto afirmativo, lo condujo por el lado opuesto del cañón, en un amplio rodeo por la cara trasera de las colinas donde no se los vería desde la laguna.

Subieron la pendiente posterior hasta encontrarse a pocos pasos de la línea del horizonte. Hal sabía que les bastaría franquear la cumbre para encontrar la cueva llena de pinturas antiguas, donde él y Katinka solían hacer el amor. Desde esa elevación tendrían una vista panorámica de la laguna, los promontorios rocosos y el océano que se abría más allá.

—Usa esos árboles para disimular tu silueta contra el cielo —le aconsejó Aboli, en voz baja.

El muchacho sonrió.

—Me enseñaste bien. No lo he olvidado.

Ascendió los últimos metros poco a poco, seguido por Aboli.

Gradualmente el panorama se fue abriendo a sus ojos. Hacía varias semanas que no veía el mar y sintió que se le reanimaba el corazón al contemplar esa expansión azul y serena, salpicada por la espuma blanca que levantaba el viento del sudeste. Era el elemento que regía su vida y lo echaba profundamente de menos.

—¡Quiera Dios que haya que haya un barco! —susurró.

Mientras continuaba subiendo, ante sus ojos aparecieron los grandes castillos grises de los promontorios. Antes de dar un paso más, se detuvo a reunir fuerzas para la terrible desilusión de encontrar el fondeadero desierto. Como los jugadores, había apostado su vida a un solo golpe de los dados del Destino. Se obligó a dar un lento paso más por la cuesta. Luego ahogó una exclamación, clavando los dedos en el brazo musculoso de Aboli.

—¡El Gull! —murmuró, como si fuera una oración de agradecimiento—. ¡Y no está solo! Con él hay otro hermoso barco.

Tardaron largo rato en volver a hablar, hasta que Aboli dijo suavemente:

—Has hallado el barco que les prometiste. Si puedes apoderarte de él, por fin serás capitán, Gundwane.

Avanzaron reptando hasta que, en la cumbre de la colina pegaron el vientre a tierra para contemplar la ancha laguna.

—¿Qué barco es el que acompaña al Gull? —preguntó Hal—. Desde aquí no llego a leer el nombre.

—Es inglés —aseguró el negro—. Sólo los ingleses cruzan así los mastelerillos de trinquete.

—¿Galés, quizá? En la costa oeste los fabrican con esa inclinación de la proa y esa forma veloz.

—Es posible, pero lo cierto es que es un barco de guerra. Mira esos cañones. Pocos podrían medirse con él —murmuró Aboli, pensativo.

—¿Mejor que el mismo Gull? —Hal lo miraba con ojos anhelantes.

El negro meneó la cabeza.

—No trates de apoderarte de él, Gundwane. Seguramente pertenece a un honrado capitán inglés. Si lo tomas nos convertirás a todos en piratas. Es mejor intentarlo con el Gull.

Pasaron una hora más tendidos en la cima, trazando planes en voz baja, mientras estudiaban las dos naves y el campamento instalado entre los árboles, en la costa más próxima de la laguna.

—¡Cielo Santo! —exclamó Hal, abruptamente—. Allí está el Aguilucho en persona. Reconocería en cualquier parte ese matorral de pelo encendido. —Su voz se había tornado áspera de odio y cólera—. Va hacia el otro barco. ¿Lo ves subir por la escalerilla sin pedir permiso, como si fuera el dueño?

—¿Quién es el que lo saluda? Juraría que conozco ese andar, esa calva reluciente bajo el sol.

—No puede ser Sam Bowles, si está a bordo de esa fragata… ¡Pero es él! —se maravilló Hal—. Aquí sucede algo muy extraño, Aboli. ¿Cómo podemos averiguar qué es?

Mientras el Sol descendía por el cielo de occidente, Hal trató de dominar su ira. Allá abajo estaban los dos responsables de la terrible muerte de su padre. Al revivir detalladamente su agonía, el odio que le inspiraban Sam Bowles y el Aguilucho creció a tal punto que sus emociones estuvieron a punto de imponerse a la razón. Sentía el fuerte impulso de abandonar cualquier otra cosa y bajar a enfrentarlos, buscando venganza por el tormento de su padre.

"No debo permitirlo", se dijo. "Debo pensar ante todo en Sukeena y en el hijo que va a darme."

Aboli le tocó el brazo y señaló colina abajo. Los rayos del Sol poniente habían cambiado el ángulo de las sombras lanzadas por los árboles, lo cual les permitía ver el campamento con más claridad.

—El Aguilucho está excavando fortificaciones —comentó, intrigado—. Pero no parece haber un plan. Sus trincheras no tienen orden ni concierto.

—Sin embargo, todos sus hombres están trabajando en las excavaciones. Tiene que haber algún sentido… —Hal se interrumpió con una carcajada—. ¡Por supuesto! ¡Para eso volvió a la laguna! ¡Sigue buscando el tesoro de mi padre!

—Está muy lejos de él —rió Aboli—. Es posible que Jiri y Matesi lo hayan desviado con deliberación.

—Por supuesto, esos pícaros le han jugado sucio. En ese mercado de esclavos Cumbrae compró más de lo que creía. Se fingen asustados, lo llaman "amito" y, mientras tanto, se le ríen en las barbas. —La idea lo hizo sonreír, pero volvió a ponerse serio—. ¿Crees que aún están allí abajo? ¿Y si el Aguilucho ya los asesinó?

—No; mientras piense que pueden prestarle utilidad los mantendrá con vida. Creo que todavía están vivos.

—Tratemos de verlos.

Pasaron una hora más en lo alto de la colina, callados. Por fin Hal dijo:

—La marea comienza a cambiar. Esa fragata extraña está girando sobre sus amarras.

La proa se mecía ante el oleaje con majestuosa gracia. De pronto Hal dijo:

—Ahora veo el nombre, pero no llego a leerlo bien. ¿Golden Swan? ¿Golden Heart? No, creo que no. ¡Es el Golden Bough!

—Buen nombre para tan buen barco —comentó Aboli. En ese momento, con un respingo, señaló hacia la red de pozos y trincheras abiertos entre los árboles—. De esa zanja están saliendo tres negros. ¿Es Jiri, ese? Dímelo tú, que tienes mejor vista.

—¡Dios mío, sí! Y lo siguen Matesi y Kimatti.

—Los llevan a una choza cerca de la orilla. Allí deben de encerrarlos por la noche.

—Tenemos que hablar con ellos, Aboli. Bajaré en cuanto oscurezca para tratar de llegar a esa choza. ¿A qué hora sale la Luna?

—Una hora después de medianoche —respondió el negro—. Pero no voy a permitir que vayas. Se lo prometí a Sukeena. Además tu piel blanca brilla como un espejo. Iré yo.

Completamente desnudo, Aboli vadeó desde la costa hasta que el agua le llegó a la barbilla; luego continuó a nado, braceando como los perros para no hacer ruido. Cuando llegó a la costa opuesta, se tendió en los bajíos hasta asegurarse de que la playa estaba despejada. Entonces, caminando a gatas, cruzó velozmente la arena abierta para acurrucarse contra el tronco del primer árbol.

En el bosquecillo ardían una o dos fogatas, desde las que llegaban voces de hombres, alguna carcajada y, ocasionalmente, un fragmento de canción. Las llamas arrojaban luz suficiente para ver la choza donde habían encerrado a los esclavos. Cerca del frente distinguió el resplandor de una mecha encendida en el cebo de un mosquete; eso indicaba la posición del único centinela, que estaba sentado contra un árbol, cubriendo la puerta de la vivienda.

"Son descuidados", pensó. "Un solo guardia. Y parece estar dormido."

Se adelantó gateando, pero antes de haber llegado al muro trasero de la choza oyó ruido de pisadas y se agazapó de inmediato al abrigo de otro árbol. Dos de los marineros del Aguilucho venían caminando por el bosquecillo, discutiendo a voces.

—No pienso navegar con esa pequeña comadreja —declaró uno de ellos—. Ese degüella por puro placer.

—Tú también, Willy MacGregor.

—Sí, pero no enveneno la hoja, como hace Sam Bowles.

—Navegarás con quien el Aguilucho te indique, así que no protestes más. —El segundo hombre se detuvo junto al árbol que cobijaba a Aboli y se levantó la falda para orinar ruidosamente contra el tronco—. ¡Por las bolas del diablo! Aunque sea bajo las órdenes de Sam Bowles, será un placer salir de este lugar. Abandoné la hermosa Escocia para librarme de las minas de carbón. Y aquí me tienes, otra vez cavando agujeros.

Se sacudió vigorosamente y ambos continuaron caminando.

Aboli esperó a que estuvieran bien lejos para arrastrarse hasta el muro trasero de la choza. El recubrimiento de arcilla cruda se estaba desprendiendo de las ramas entretejidas que formaban el armazón. Reptó lentamente a lo largo de la pared, hurgando suavemente en cada hendija con una brizna de hierba, hasta encontrar un sitio en el que pasara de extremo a extremo. A esa abertura acercó los labios para susurrar:

—¡Jiri!

Oyó un movimiento sobresaltado al otro lado de la pared. Un momento después le llegó un susurro temeroso.

—¿Ésa es la voz de Aboli o la de su fantasma?

—Estoy vivo. Siente el calor de mi dedo; ésta no es la mano de un muerto.

Conversaron en susurros por casi una hora antes de que Aboli volviera gateando a la playa, para deslizarse como una nutria en las aguas de la laguna.

La aurora ya pintaba el cielo con los colores del limón y el damasco maduro cuando Aboli escaló la colina hasta el sitio donde esperaba Hal. El muchacho no estaba en la cueva, pero bastó que su amigo emitiera un suave gorjeo de pájaro para que saliera de entre las enredaderas, con el chafarote en la mano.

—Traigo noticias —dijo Aboli—. Por una vez los dioses nos favorecen.

—¡Cuéntame! —ordenó Hal, ansioso mientras envainaba la hoja.

Se sentaron juntos a la entrada de la cueva desde donde podrían vigilar toda la extensión de la laguna, y Aboli le repitió en detalle todo lo que Jiri había podido decirle. Hal ahogó una exclamación al oír lo de la masacre del capitán y la tripulación del Golden Bough, cuyos heridos habían sido ahogados como gatitos indeseables en los bajíos de la laguna.

—Eso es demasiado infernal, hasta para el Aguilucho.

—No liquidaron a todos —aclaró Aboli—. Jiri dice que hay un buen número de sobrevivientes encerrados en la bodega principal del Golden Bough. También dice que el Aguilucho ha puesto a Sam Bowles como capitán de su nuevo barco.

—¡Caramba, cómo ha progresado ese delincuente! —exclamó Hal—. Pero todo esto podría beneficiarnos. El Golden Bough se ha convertido en un barco pirata, de modo que podemos apoderarnos de él. Claro que será empresa peligrosa liquidar al Aguilucho en su propio nido.

Cayó en un largo silencio, que Aboli no perturbó. Por fin el joven levantó la cabeza; obviamente, había tomado una decisión.

Juré a mi padre que jamás revelaría lo que ahora voy mostrarte, Aboli. Pero las circunstancias han cambiado. Sé que él me lo perdonaría. Acompáñame.

Descendieron por la pendiente trasera de la colina, hacia el lugar donde estaba la cueva abierta por los mandriles.

Hal empezó a andar aguas arriba; las costas eran cada vez más altas y caían más a pico.

De trecho en trecho, Hal se detenía para orientarse. Por fin, con un gruñido de satisfacción, encontró el árbol muerto. En ese punto, al que había llegado vadeando salió a la costa para iniciar el ascenso.

—¿Adónde vas, Gundwane? —preguntó Aboli.

—Sígueme.

El negro, encogiéndose de hombros, escaló tras él. Súbitamente, Hal le ofreció una mano para que subiera a un estrecho saliente, invisible desde abajo.

—Esto huele a madriguera del capitán Frank —dijo Aboli, riendo entre dientes.

—El Aguilucho se habría ahorrado mucho trabajo si hubiera buscado aquí, en vez de cavar agujeros en el bosquecito. ¿Me equivoco?

—Por aquí.

Hal avanzó a lo largo de la cornisa arrastrando los pies, con la espalda apoyada contra el barranco y una caída a pico de treinta metros bajo la punta de los zapatos. Al llegar al sitio donde el saliente se ensanchaba, se detuvo para examinar las piedras que bloqueaban la grieta.

—Nadie ha visitado este sitio; ni siquiera los monos —dijo con alivio, mientras empezaba a retirar los cantos rodados. Cuando hubo espacio para entrar, se deslizó por la abertura, buscando a tientas el pedernal y la vela que su padre había puesto a la altura de la cabeza. Una vez encendido el cabo de vela, lo sostuvo en alto.

Aboli soltó la risa al ver, bajo la luz amarilla, ese montón de sacos y cofres.

—Eres rico, Gundwane. ¿Pero de qué te servirá ahora tanto oro, tanta plata? Con todo esto no puedes comprar un barco ni un bocado de comida.

Hal se acercó al cofre más cercano y levantó la tapa. Las barras de oro centelleaban a la luz de la vela.

—Mi padre murió para dejarme este legado. Preferiría ser mendigo y tenerlo junto a mí. —Después de cerrar el cofre, se volvió nuevamente hacia su amigo—. Pese a lo que puedas pensar, no he venido por el oro. Vine por esto.

Dio un puntapié al tonel de pólvora que tenía a su lado.

—¡Y por esto!

Señalaba el montón de mosquetes y espadas acumulados contra la pared opuesta de la cueva.

—¡Y también por esto!

Cruzó hacia las ruedas de polea y los rollos de cuerda que él y su padre habían usado. Tomando un tramo de soga, lo estiró contra la espalda, como si quisiera romperla.

—Aún está fuerte. No se ha podrido. Aquí tenemos todo lo necesario.

Aboli fue a sentarse en el baúl, a su lado.

—Conque tienes un plan. Compártelo conmigo, Gundwane.

Y escuchó en silencio lo que Hal le describía, haciendo apenas alguna señal de asentimiento o una sugerencia.

Esa misma mañana partieron hacia el campamento; llegaron poco después del mediodía, después de haber cubierto la mayor parte del trayecto al trote. Sukeena, que los vio escalar la colina, descendió corriendo a su encuentro. Hal la alzó para hacerla girar en el aire, pero de inmediato se contuvo, depositándola en el suelo como si estuviera hecha de gasa.

—Perdona mi rudeza.

—Soy tuya y puedes tratarme como quieras. Eso me hace feliz —respondió ella, besándolo—. Cuéntame qué habéis descubierto. ¿Hay un barco en esa laguna?

—Hay un barco. Un barco hermoso, pero no tanto como tú.

A instancias de Hal, levantaron el campamento para partir de inmediato. Él y Aboli marchaban adelante para despejar el camino y guiarlos hacia la laguna. Cuando llegaron al río, Hal dejó allí a Daniel y a los otros marineros, con excepción de Ned Tyler. Nadie sabía que la cueva del tesoro estaba a sólo ciento cincuenta metros aguas arriba.

—Espérame aquí, maese Daniel. Debo llevar a los otros a un lugar seguro. Escondeos bien. Volveré cuando haya oscurecido.

Acompañado por Aboli, escaló con el resto del grupo el lado opuesto del cañón y los llevó a la cara opuesta de las colinas. Se acercaban a los bancos de arena que separaban el continente de la isla en la que habían construido los botes incendiarios.

La tarde ya estaba avanzada; Hal les permitió descansar hasta la caída del Sol. En cuanto oscureció todos vadearon los bajíos y, al llegar a la isla, se escondieron en lo profundo de los densos matorrales, donde nadie pudiera verlos desde el campamento pirata.

—¡No encendáis fuego! —advirtió Hal—. Hablad sólo en susurros. Zwaantie, no dejes que Bobby llore. Que nadie se aleje. Manteneos juntos. Mientras yo no esté será Ned quien mande. Obedecedlo.

Él y Aboli cruzaron por entre los matorrales hasta la playa que daba a la laguna. La zona donde habían construido los botes incendiarios estaba nuevamente cubierta de maleza. Buscaron a tientas entre las matas, hasta localizar las dos embarcaciones que no habían podido utilizar en el ataque al Gull. Luego las arrastraron hasta cerca de la playa.

—¿Flotarán todavía? —preguntó Aboli, dubitativo.

—Ned hizo un buen trabajo. Parecen bastante sólidas. Si retiramos los combustibles, creo que flotarán bien en el agua.

Retiraron de los botes la carga de leña seca alquitranada.

—Así está mejor —dijo el joven, satisfecho—. Ahora serán más livianas y fáciles de manejar.

Después de ocultarlas nuevamente, cubriéndolas con ramas, volvieron a reunirse con el grupo de Althuda. Casi todos ya estaban dormidos.

—No despiertes a Sukeena —advirtió al hermano—. Está exhausta y necesita descansar.

—¿Adónde vais? —preguntó Althuda.

—No tengo tiempo para explicaciones. Volveremos antes del amanecer.

Hal y Aboli cruzaron el canal hacia el continente y apretaron el paso por el bosque. Al llegar a las colinas, el joven se detuvo.

—Hay algo que debo buscar.

Giró hacia las luces parpadeantes del campamento pirata, avanzando con cautela y deteniéndose con frecuencia para orientarse. Por fin se detuvo al pie de un gran árbol.

—Es este.

Con la punta del chafarote, hurgó en la tierra blanda, entre las raíces, hasta que tocó algo metálico. Entonces se dejó caer de rodillas para excavar con las manos desnudas. Finalmente sacó la cadena de oro y la mostró a la luz de las estrellas.

—Es el sello de Nautonnier de tu padre —dijo Aboli, reconociéndolo de inmediato.

—Y también el anillo. Y el guardapelo con el retrato de mi madre. —Hal limpió de tierra el vidrio que protegía la miniatura—. Con esto en mis manos vuelvo a sentirme íntegro.

Y se puso de pie, guardando los tesoros en su bolsa.

—Vámonos, antes que nos descubran.

Ya pasada la medianoche descendieron otra vez al fondo del cañón. Al llegar al ribazo los detuvo la suave voz de Daniel.

—Soy yo —lo tranquilizó Hal.

Los otros emergieron de sus escondrijos.

—No os mováis —ordenó Hal—. Aboli y yo volveremos muy pronto.

Echaron a andar aguas arriba. Hal trepó adelante y entró a tientas en la negrura de la cueva. A la débil luz de la vela, ataron los chafarotes en brazadas de a diez, que amontonaron a la entrada. Hal vació uno de los baúles de su precioso contenido para guardar en él veinte pistolas. Luego hicieron rodar los barriles de pólvora hasta la estrecha cornisa y armaron el aparejo. Hal bajó por el barranco y, al llegar al ribazo, emitió un suave silbido.

Entonces Aboli bajó hacia él los atados de armas y los barriles.

Era trabajo pesado, pero los grandes músculos de Aboli lo hicieron fácil. Luego ambos iniciaron el fatigoso traslado de los pertrechos hasta donde esperaban Daniel y los otros marineros.

—Reconozco esto —rió entre dientes El Grandote, deslizando las manos por un atado de chafarotes.

—Aquí hay otra cosa que reconocerás —dijo Hal, entregándole dos pesados barriles de pólvora.

Cargando cada uno todo lo que la espalda podía soportar, ascendieron trabajosamente a lo alto del cañón, una y otra vez.

Finalmente se distribuyeron todo para cruzar el bosque. Hal sólo se desvió en una oportunidad, para esconder en la cueva de las pinturas dos barriles de pólvora, una buena cantidad de mecha lenta y tres chafarotes.

Era casi de día cuando volvieron a reunirse con Althuda y su grupo en la isla. Después de comer la carne fría que Sukeena y Zwaantie les habían preparado, mientras los otros se envolvían en sus mantas de piel, Hal llevó a Sukeena aparte para mostrarle el guardapelo y el gran sello del Nautonnier.

—¿Dónde encontraste esto, Gundwane?

—Los escondí en el bosque el día que nos capturaron.

—¿Quién es esta mujer? —preguntó ella, estudiando el retrato.

—Edwina Courtney. Mi madre.

—¡Oh, qué hermosa es, Hal! Tienes sus mismos ojos.

—Dáselos también a mi hijo.

—Lo intentaré. Con todo mi corazón.

Avanzada la tarde, Hal despertó a los otros y les asignó sus tareas.

—Sabah, saca las pistolas del baúl y cárgalas; luego vuelve a guardarlas allí para mantenerlas secas. Daniel me ayudará a cargar los botes. Ned, tú lleva a las mujeres a la playa y explícales cómo ayudarte a lanzar el segundo bote cuando llegue el momento. Tendrán que dejar todo en tierra, porque no habrá tiempo ni espacio para llevar equipaje.

—¿Mis alforjas también? —preguntó Sukeena.

Hal vaciló por un momento. Luego dijo, firme:

—Tus alforjas también.

Ella, sin discutir, se limitó a echarle una mirada coqueta.

Luego se unió a Zwaantie, que llevaba a Bobby y ambas siguieron a Ned por entre los árboles.

—Acompáñame, Aboli. —Hal tomó al negro del brazo para avanzar silenciosamente hasta el extremo de la isla, donde buscaron un sitio donde pudieran vigilar, tendidos en el suelo el sector de agua donde estaban amarrados el Gull y el Golden Bough.

Mientras montaban guardia, Hal le explicó los detalles y las pequeñas modificaciones del plan primitivo. Aboli asentía de vez en cuando. Por fin dijo:

—Es un buen plan; si los dioses son amables, dará resultado.

Al atardecer estudiaron los dos barcos anclados en el canal y la actividad de la playa. Según iba oscureciendo se relevaba a los hombres que habían pasado el día excavando las trincheras del Aguilucho. Algunos bajaron a bañarse en la laguna. Otros volvieron a remo hasta el Gull, para ocupar sus literas.

El humo de las fogatas ascendía en espiral por entre los árboles, diseminándose en una pálida niebla azul sobre el agua. Olía a pescado al asador. Los sonidos llegaban con claridad hasta Hal y Aboli; era posible distinguir las voces y hasta captar algo de lo que decían: una palabrota, una discusión acalorada. Por dos veces Hal creyó reconocer la voz del Aguilucho, aunque no volvieron a verlo.

Cuando empezaba a caer la noche, una lancha se apartó del Golden Bough para dirigirse a la playa.

—El que va a popa es Sam Bowles —dijo Hal, con la voz cargada de odio.

—El capitán Bowles, si es cierto lo que dice Jiri —corrigió Aboli.

—Es casi hora de moverse. —Las siluetas de los barcos anclados empezaban a fundirse con la masa oscura de la selva—. Ya sabes lo que debes hacer. Que Dios te acompañe, Aboli. —Hal le apretó el brazo por un instante.

—Y a ti también, Gundwane. —Aboli se puso de pie para bajar al agua. Cruzó a nado el canal, sin ruido, dejando una vaga estela fosforescente en la superficie oscura.

Hal fue a reunirse con los otros, que aguardaban junto a las desgarbadas siluetas de los dos botes incendiarios. Los hizo sentar en torno de él, en un círculo estrecho, para hablarles en voz baja. Luego pidió a cada uno que repitiera sus instrucciones y corrigió sus errores.

—Ahora sólo queda esperar a que Aboli haga lo suyo. Al llegar a tierra firme, Aboli salió rápidamente del agua para adentrarse en el bosque sin hacer ruido. Antes que hubiera llegado a la cueva de las pinturas, la brisa cálida ya le había secado el cuerpo. En cuclillas junto a los barriles de pólvora, hizo sus preparativos tal como Hal se lo había indicado.

Cortó dos trozos de la mecha lenta. Uno medía apenas dos metros, pero el segundo era un rollo de nueve metros de longitud. El primero debería arder por diez minutos y el otro durar casi el triple, pero esa demora era un cálculo impreciso.

Trabajó deprisa. Cuando los dos barriles estuvieron listos, cargó uno sobre cada hombro y, llevando a la espalda un atado de tres chafarotes, salió subrepticiamente de la cueva. Recordó que la noche anterior, al visitar la choza donde se encerraba a los esclavos, había observado que los hombres del Aguilucho se habían vuelto descuidados en los meses que llevaban acampados allí sin ningún inconveniente. Los centinelas ya no estaban alertas. Pero él no confiaría en su desidia.

Se acercó sigilosamente al campamento, hasta que pudo distinguir con claridad las facciones de los hombres sentados en torno de las fogatas. No había señales de Cumbrae ni de Sam Bowles. Después de instalar el primer barril en un matorral, lo más cerca que pudo del campamento, se alejó sin encender la mecha, hasta llegar a una de las trincheras.

Puso en el borde el barril que tenía la mecha más larga y lo cubrió con arena y escombros de la excavación. Luego desenrolló la mecha hacia el fondo de la zanja. Allí se acurrucó, ocultando con el cuerpo el pedernal y el acero, para que las chispas no alertaran a los hombres del campamento. Una vez que hubo encendido la mecha y comprobado que ardía bien, salió de la trinchera para volver silenciosamente al primer barril y encendió también esa mecha, la más corta.

"La primera explosión los hará acudir a la carrera", le había explicado Hal. "Entonces el segundo tonel les estallará en la cara."

Siempre cargado con el atado de chafarotes, Aboli se alejó velozmente. Existía el riesgo de que una de las mechas ardiera más deprisa e hiciera estallar prematuramente el barril. Una vez libre de peligro, moviéndose con más cautela, buscó el sendero que descendía a la playa. Por dos veces se vio obligado a abandonar el camino, pues otros hombres venían hacia él, saliendo de la oscuridad. En una ocasión no tuvo tiempo de ocultarse, pero zafó a fuerza de descaro, intercambiando un malhumorado "¡Buenas noches!" con el pirata que pasó rozándolo.

Cuando alcanzó la pared trasera de la choza de barro, Jiri respondió inmediatamente a su murmullo:

—Estamos listos, hermano. —Su tono era recio, en nada parecido al gimoteo cobarde del esclavo.

Aboli cortó la cuerda que sujetaba los tres chafarotes.

—¡Toma! —susurró.

La mano de Jiri asomó por la grieta para recibir las armas.

—Esperad a que estalle el primer tonel —indicó Aboli por el agujero.

—Entendido.

Se escurrió hasta la esquina de la choza para echar un vistazo. El centinela seguía en la posición de costumbre, fumando una pipa. Aboli vio el fulgor del tabaco en la cazoleta.

El tiempo pasaba con mucha lentitud. Temiendo que la mecha del primer tonel se hubiera apagado, decidió ir a revisarla. Pero en el momento en que iba a levantarse la primera detonación barrió todo el campamento.

Arrancó ramas de los árboles y levantó nubes de cenizas y chispas de las fogatas. Llegó también a la choza, donde derribó la mitad del muro frontal y arrancó el empajado del techo. Arrojó hacia atrás al hombre que custodiaba la puerta. El guardia hizo esfuerzos por incorporarse, pero su barriga lo entorpecía. Aboli se acercó para plantarle un pie en el pecho y descargó el alfanje contra su cuello. Después de un espasmo, el cuerpo quedó inmóvil. Aboli se apartó de un brinco para soltar la cuerda que sujetaba la tosca puerta de la choza. Los tres prisioneros sumaron su peso desde adentro hasta que se abrió.

—Por aquí, hermanos —indicó Aboli, conduciéndolos hacia la playa.

El campamento era un caos. Los hombres andaban a tientas en la oscuridad, lanzando palabrotas, órdenes y voces de alarma.

—¡A las armas! ¡Nos atacan!

—¡Todos a mí! —rugió el Aguilucho—. ¡Atacad, muchachos!

—¡Petey! ¿Dónde estás, precioso mío? —aullaba un herido, llamando a su pareja de a bordo—. Estoy herido. Ven a mí, Petey.

Algunas ramas encendidas habían volado desde las fogatas a la maleza y las llamas empezaban a prender en la selva, dando a la escena una iluminación infernal. Convertidos en monstruos por las sombras, los hombres corrían de un lado a otro, asustándose mutuamente. Alguien disparó un mosquete; de inmediato se produjo una salvaje fusilada: los marineros, despavoridos, se disparaban entre sí o descargaban las armas contra sombras. Hubo más alaridos, en tanto las balas de mosquete cobraban su diezmo entre las figuras espantadas.

—¡Esos cretinos están en la selva, detrás de nosotros! —Era otra vez la voz del Aguilucho—. ¡Por aquí, mis valientes!

Los hombres que estaban en la playa acudieron inmediatamente a su convocatoria, para unirse a la defensa. Al encontrarse con los disparos de sus nerviosos compañeros, ocultos entre los árboles, dispararon a su vez.

En la playa Aboli encontró las lanchas abandonadas por los tripulantes que habían respondido al llamado del Aguilucho.

—¿Dónde guardan las herramientas? —preguntó a Jiri.

—Por allí hay un depósito. —Jiri lo guió a toda carrera.

En un cobertizo se acumulaban palas, hachas y barras de hierro. Aboli envainó su chafarote para tomar una pesada barra de hierro. Los otros tres negros siguieron su ejemplo. Luego volvieron corriendo a la playa y cayeron sobre los botes. Con unos cuantos golpes rompieron las maderas del fondo, dejando sólo uno indemne.

—¡Vamos! ¡No perdamos más tiempo! —urgió Aboli.

Los cuatro arrojaron las herramientas para correr a la única lancha intacta y la impulsaron hacia el agua. Luego remaron hacia la oscura silueta de la fragata, que iba emergiendo de la oscuridad, iluminada por las llamas de la selva incendiada.

Cuando apenas se habían alejado unos metros de la playa, una turba de piratas surgió del bosquecillo.

—¡Deteneos! ¡Volved! —gritó uno.

—¡Son esos malditos negros! Han robado uno de los botes.

—¡Que no escapen!

Detonó un mosquete; una bala pasó zumbando por sobre los hombres de la lancha, que agacharon la cabeza y aplicaron todas sus fuerzas a los remos. Ahora todos los piratas estaban disparando; las balas levantaban salpicaduras en el agua a poca distancia o se hundían en los maderos de la lancha.

Algunos de los piratas corrieron a las embarcaciones amarradas para iniciar la persecución, pero casi de inmediato se oyeron aullidos de horror: el agua entraba a torrentes por los fondos destrozados. Las lanchas anegadas se hundieron. Eran pocos los que sabían nadar; los gritos de ira se convirtieron en patéticos pedidos de auxilio, en tanto chapaleaban desesperadamente en el agua oscura.

En ese momento, la segunda explosión barrió el campamento, causando aún más daño que la primera: al lanzarse a la carga, respondiendo a las órdenes del Aguilucho, los hombres se encontraron frente a frente con el estallido.

—Eso los mantendrá entretenidos por un rato —gruñó Aboli—. Vamos hacia la fragata, muchachos, y dejemos al Aguilucho con su pariente, el diablo. Hal no había esperado la primera explosión para lanzar el bote incendiario cargado con los atados de alfanjes y el baúl lleno de pistolas.

Dejando a Sabah para que lo sujetara, corrieron a traer el segundo bote. Las mujeres fueron junto a ellos hasta la orilla del agua y se embarcaron en él. Daniel, que había llevado en brazos al pequeño Bobby, lo puso en manos de su madre. Hal instaló a Sukeena en la popa y le dio un último beso.

—Manteneos fuera de peligro hasta que nos hayamos apoderado del barco. Prestad atención a Ned. Él sabe lo que se debe hacer.

La dejó para correr a hacerse cargo del primer bote. Lo acompañaban Daniel y los dos pájaros, Sparrow y Finch, junto con Althuda y Sabah. Para apoderarse de la fragata necesitarían de todos los combatientes.

Impulsaron el bote hasta el canal y, cuando ya no pudieron hacer pie, lo empujaron a nado hacia la fragata anclada. La marea estaba en su punto más alto; pronto se invertiría, prestándoles ayuda para llevar la fragata hacia el canal profundo, entre los promontorios.

"Pero antes hay que capturarla", se recordó Hal, mientras pateaba con energía, aferrado a la regala.

Cuando estuvieron a diez brazas del Golden Bough, susurró:

—Basta, muchachos. No debemos llegar antes de lo prudente.

Y quedaron suspendidos en el agua, mientras la embarcación flotaba a la deriva. La noche era tan serena que se oían las voces de los hombres en la playa y el crujido de los cordajes; los palos desnudos de la fragata se mecían casi imperceptiblemente contra las estrellas.

—Puede que Aboli haya encontrado dificultades —murmuró Daniel, al fin—. Tal vez tengamos que abordar sin nada que los distraiga.

—¡Espera! —replicó Hal—. Aboli no nos fallará.

Aguardaron, con los nervios tensos a punto de quebrarse. De pronto oyeron un suave chapoteo a sus espaldas. La silueta del segundo bote se acercaba desde la isla.

—Ned está demasiado ansioso —observó Daniel.

—No hace más que seguir mis órdenes. Pero no debe adelantársenos.

—¿Cómo vamos a detenerlo?

—Iré a nado para hablar con él.

Hal se soltó para acercarse al otro bote, con silenciosas brazadas de pecho. Al llegar, llamó en voz queda:

—¡Ned!

—Sí, capitán —respondió el aludido, con la misma suavidad.

—Hay cierta demora. Espera aquí y no te adelantes a nosotros. Aguarda hasta oír la primera explosión. Luego amarra el bote al cable del ancla de la fragata.

—Sí, capitán —respondió Ned.

Hal vio que una camisa asomaba para mirarlo. La luz de las estrellas centelleó en la piel dorada de Sukeena. No debía hablarle ni acercarse más; de lo contrario la preocupación por ella le nublaría el juicio, su amor apagaría el fuego combativo de su sangre. Giró en redondo para nadar hacia el primer bote.

En el momento en que se aferraba de la borda, un trueno destrozó la noche y sus ecos barrieron la laguna. Las llamaradas se alzaron desde el bosque oscuro; por un breve instante, la escena se iluminó como si amaneciera. A esa luz, Hal pudo ver todas las vergas de la fragata, pero no vio señales de centinelas ni de presencia humana alguna a bordo.

—Todos a la vez, muchachos —ordenó.

Y empujaron a la vez, con fuerzas renovadas. Les llevó pocos minutos cubrir la distancia, pero en ese tiempo se transformó la noche. Desde la playa llegaban gritos y disparos de mosquete; las llamas de la selva incendiada se reflejaban en la superficie alrededor de ellos. Hal temió que los iluminaran al punto de tornarlos visibles para algún centinela apostado en la cubierta de la fragata.

Fue un alivio alcanzar, con la desmañada embarcación, la sombra de la fragata. Ned Tyler ya se acercaba con el otro bote a la cadena del ancla; Hal vio que Sukeena, de pie en la proa, sujetaba el cable.

Había un esquife, amarrado junto al Golden Bough y una escala de cuerdas que pendía hasta él desde la cubierta. Para mayor fortuna, estaba vacío y no se veía ninguna cabeza por sobre el barandal de la fragata. Sin embargo, desde arriba llegaba un parloteo. La tripulación debía de estar alineada contra el otro barandal, frente a la playa, observando con asombro y consternación las llamas, las siluetas que corrían, los destellos de los mosquetes.

Impulsaron el bote incendiario un poco más, hasta que chocó suavemente contra el esquife vacío. De inmediato Hal salió del agua, dejando a los otros la tarea de amarrar la embarcación y subió precipitadamente por la escala de cuerdas hasta la cubierta.

Tal como él esperaba, la tripulación mínima de la fragata estaba mirando los disturbios, pero su número lo horrorizó: eran cincuenta, por lo menos. No obstante, se los veía absortos en lo que sucedía en la costa. En el momento en que Hal se preparaba para pisar la cubierta se produjo en la selva otra potente detonación.

—¡Por Dios, mirad eso! —gritó uno de los piratas de Sam Bowles.

—Allí hay un combate sanguinario.

—Nuestros compañeros están en dificultades. Necesitan ayuda.

Yo no le debo favores a nadie. De mí no la tendrán.

—Shamus tiene razón. Que el Aguilucho libre sus propias batallas.

En cinco o seis pasos veloces, Hal llegó al desnivel del castillo de proa y se agazapó allí para estudiar la cubierta. Jiri había dicho que los tripulantes leales de la fragata estaban encerrados en la bodega principal, pero la escotilla estaba bien a la vista de los hombres de Sam Bowles.

Echó un vistazo hacia atrás y vio aparecer la cabeza de Daniel en la porta de entrada. No podía demorarse. Se levantó para correr hasta la brazola de la escotilla principal y se dejó caer junto a ella. A un lado encontró una maza, pero no se atrevió a utilizarla para retirar las cuñas: los piratas se arrojarían contra él en cuanto lo oyeran.

Tocó suavemente la madera con el pomo de su chafarote, preguntando en voz baja:

—¡Ah, del Golden Bough! ¿Me oís?

Una voz apagada respondió de inmediato, en cadencioso acento celta:

—Os oímos. ¿Quién sois?

—Un inglés honrado que viene a liberaros. ¿Combatiréis con nosotros contra el Aguilucho?

—¡Que Dios os bendiga, inglés honrado! Permitidnos probar la sangre de ese perro vagabundo.

Hal miró alrededor. Daniel había traído un atado de chafarotes. Wally Finch y Stan Sparrow cargaban otros. Althuda dejó en la cubierta el cajón con las pistolas cargadas y levantó la tapa. A primera vista, las armas parecían secas y listas para disparar.

—Tenemos armas para vosotros —susurró Hal a los hombres que estaban bajo la escotilla—. Dadme una mano para levantar la tapadera en cuanto yo retire las cuñas. Luego salid combatiendo como leones, pero proclamad el nombre de vuestro barco, para que podamos reconocernos mutuamente.

Después de hacer una señal a Daniel, levantó la maza. El Grandote aferró el borde de la tapa y tiró con todo su peso. Hal aplicó tres golpes de maza y las cuñas volaron ruidosamente. Los tripulantes encerrados forcejearon junto con Daniel, hasta que la brazola se desprendió con estruendo. Entonces los prisioneros surgieron como avispas furiosas.

Ante ese súbito bullicio, los hombres de Sam Bowles se volvieron y quedaron boquiabiertos. Les llevó un largo instante caer en la cuenta de que habían sido abordados y que sus prisioneros estaban libres. Por entonces, Hal y Daniel ya los enfrentaban a la luz del fuego, con los chafarotes en la mano.

Detrás de ellos, Althuda estaba operando con acero y pedernal para encender precipitadamente las mechas lentas de las pistolas. Wally y Stan iban entregando alfanjes a los marineros liberados a medida que salían de la bodega.

Un grupo de piratas, con Sam Bowles a la cabeza, cargó hacia ellos con un grito salvaje. Eran veinte contra dos; en la primera embestida Daniel y Hal tuvieron que retroceder, entre el chirrido del acero contra acero, cediendo terreno poco a poco. Pero resistieron por el tiempo suficiente para que los marineros del Golden Bough pudieran entrar en la lucha.

En pocos minutos la cubierta quedó poblada de hombres combatiendo, tan mezclados que sólo sus gritos de guerra identificaban al enemigo del flamante amigo.

—¡Cochran de Cumbrae! —aullaba Sam Bowles.

Y los hombres de Hal rugían:

—¡Sir Hal y el Golden Bough!

Los marineros liberados estaban sedientos de venganza, no sólo por su encarcelamiento sino por la masacre de sus oficiales y el ahogamiento de los compañeros heridos. La ira de Hal y sus hombres tenía motivos mil veces mejores; ellos habían esperado infinitamente más para cobrar esa cuenta.

Los tripulantes de Sam Bowles parecían animales acorralados. No podían esperar ayuda alguna de los compañeros que estaban en la costa. Tampoco recibirían cuartel de los vengadores que los enfrentaban. Ambos lados estaban casi parejos en número, pero la tripulación de la fragata se había debilitado durante el largo confinamiento en la cubierta oscura y mal ventilada. Hal, a la vanguardia del combate, cobró conciencia de que estaban perdiendo. Sus hombres se veían forzados a retroceder cada vez más hacia la proa.

Por el rabillo del ojo vio que Sabah se desprendía del grupo, dejando caer su espada para escabullirse hacia la escotilla. Lo odió por eso: basta un solo cobarde para provocar una estampida. Pero Sabah no llegó a la escotilla: un alto pirata barbinegro le hundió la espada en la parte baja de la espalda hasta sacarla por el ombligo.

"Con una hora más de ejercitación podría haberse salvado" pensó Hal fugazmente; luego concentró toda su atención y su fuerza en los cuatro hombres que avanzaban hacia él, chillando como hienas en torno de la presa ensangrentada.

Mató a uno con una estocada dirigida al corazón, por debajo del brazo levantado, y desarmó a otro cortándole los tendones del brazo con un limpio tajo en la muñeca. El hombre lanzó un alarido y cruzó corriendo la cubierta para arrojarse desde la borda. Los otros dos atacantes retrocedieron, atemorizados; Hal aprovechó el respiro para buscar a Sam Bowles en el alboroto.

Lo encontró detrás de la horda, cuidadosamente fuera de lo peor, gritando órdenes y amenazas a sus hombres; su cara de hurón estaba contraída por la malicia.

—¡Sam Bowles! —le gritó Hal—. ¡Te tengo entre ceja y ceja!

Sam miró por sobre las cabezas de los hombres que estaban entre ellos; sus ojos descoloridos y juntos se llenaron de terror.

—¡Voy por ti! —rugió Hal, adelantándose a saltos.

Pero tres hombres se cruzaron en su camino. En los pocos segundos que tardó en derrotarlos, abriéndose paso, Sam huyó a esconderse en el gentío.

Ahora los piratas alborotaban alrededor del joven como chacales en torno de un león. Por un momento combatió codo a codo con Daniel; lo asombró ver que El Grandote estaba herido en diez o doce puntos. Luego sintió que el pomo del chafarote se tornaba viscoso en su mano, como si hubiera recogido miel de un frasco usando los dedos, y cayó en la cuenta de que no era miel, sino su propia sangre. El también estaba herido, aunque en el calor de la lucha no sentía dolor alguno.

—¡Cuidado, Sir Hal! —gritó Daniel, muy cerca de él—. ¡La popa!

Hal saltó hacia atrás, apartándose del combate y volvió la cabeza. La advertencia de Daniel había llegado justo a tiempo para salvarlo.

Sam Bowles estaba en el barandal de popa, con una mecha encendida en la mano, y estaba haciendo girar un pequeño cañón manual. Cuando lo tuvo apuntado hacia Hal, entre el apretujamiento de combatientes, aplicó la mecha a la cazoleta.

Un momento antes de que el arma detonara, Hal dio un salto hacia adelante y, tomando al pirata que estaba frente a él por la cintura, lo alzó en vilo. El hombre chilló de sorpresa al verse utilizado como escudo. Entonces el cañón disparó, barriendo la cubierta con un vendaval de plomo. Hal sintió saltar entre sus brazos el cuerpo del hombre, alcanzado por cinco o seis proyectiles. Ya estaba muerto cuando lo dejó caer a cubierta.

Pero el disparo había hecho una temible carnicería entre los tripulantes del Golden Bough, que estaban agrupados a poca distancia de Hal. Tres se debatían en un charco de sangre; dos o tres más se mantenían de pie a duras penas.

Los piratas, viendo que esa inesperada matanza inclinaba la balanza en su favor, embistieron como una jauría, urgidos por los gritos excitados de Sam. Los hombres de Hal iban cediendo terreno como un dique resquebrajado. Cuando faltaban segundos para la derrota total, una gran cara negra y tatuada asomó por sobre la barandilla, a espaldas de la turba enfurecida.

Aboli dejó escapar un bramido que petrificó a todos en sus sitios. Lo seguían de cerca tres siluetas igualmente enormes, cada una con un alfanje en la mano. Antes de que los piratas pudieran reaccionar, cinco de ellos habían caído.

Los que rodeaban a Hal, recuperado el ánimo, respondieron a sus roncos gritos y, con Daniel a la cabeza, se lanzaron de nuevo al combate. Atrapados entre el grupo de Aboli y los marineros rejuvenecidos, los piratas huyeron, desesperados. Los que no sabían nadar se escabulleron por las escotillas hacia las entrañas de la fragata, mientras los otros saltaban desde la borda.

El combate había terminado. La fragata les pertenecía.

—¿Dónde está Sam Bowles? —gritó Hal a Daniel.

—Lo vi correr abajo.

El joven vaciló por un momento, resistiendo la tentación de correr tras él para vengarse. Luego, con esfuerzo, volvió a su deber.

—Ya habrá tiempo para ocuparse de él.

Tras ocupar el sitio del capitán, en el alcázar, observó su nuevo barco. Algunos de sus hombres disparaban con pistola contra los hombres que iban nadando hacia la costa.

—¡Basta de tonterías! —les gritó—. ¡Preparaos para levar anclas! El Aguilucho caerá sobre nosotros en cualquier momento.

Hasta los desconocidos que él había liberado de la bodega corrieron a obedecer la orden, reconociendo la voz de la autoridad. Luego Hal bajó su tono.

—Aboli y maese Daniel, traed a las mujeres a bordo. Cuanto antes.

Mientras los dos corrían a la porta de entrada, él puso toda su atención en el manejo de la fragata. Varios hombres habían trepado ya hasta la mitad de los cordajes; otro grupo operaba el aparejo para levar el ancla.

—No hay tiempo para eso —les dijo Hal—. Cortad con hacha el cable del ancla.

Oyó el golpe del hacha contra las cuadernas de proa. El barco se balanceó con el reflujo.

En la porta de entrada, Aboli estaba subiendo a Sukeena a la cubierta. Daniel tenía al pequeño Bobby llorando contra su pecho y a Zwaantie en el otro brazo.

La vela mayor se desplegó en lo alto, flameando perezosamente antes de llenarse con la suave brisa de la noche. Al girar hacia el timón, Hal sintió otra oleada de optimismo al ver que Ned Tyler estaba ya ante el timón.

—¡A toda vela y ciñendo, señor Tyler! —dijo.

—A toda vela y ciñendo, capitán.

—Timonead hacia el canal principal.

—¡Sí, capitán! —Ned no pudo contener una sonrisa. El muchacho se la devolvió.

—¿Os sirve este barco, señor Tyler?

—Me sirve perfectamente —respondió el timonel, con ojos chispeantes.

Hal descolgó el altavoz y lo apuntó hacia arriba, a fin de ordenar que se desplegaran los velachos. De inmediato sintió que el barco daba un brinco bajo sus pies e iniciaba el vuelo.

—¡Oh, qué bien! —susurró—. Es un pájaro y el viento, su amante.

Se acercó a grandes pasos a Sukeena, que ya estaba arrodillada junto a uno de los heridos.

—¿No te dije que dejaras esas alforjas en tierra?

—Sí, mi señor. —Ella le sonrió dulcemente—. Pero yo sabía que era sólo una broma. —De pronto su expresión se transformó—. ¡Estás herido! ¡Deja que te cure!

—No estoy herido; es sólo un rasguño. Ese hombre te necesita más que yo.

Le volvió la espalda para acercarse a la borda y miró hacia la playa. Las llamas habían cobrado asidero en el bosque e iluminaban la escena como un amanecer. Vio con claridad la cara de los hombres que brincaban de ira y frustración en la orilla, al darse cuenta de que les estaban quitando la fragata bajo sus narices.

Distinguió la gigantesca silueta de Cumbrae, que agitaba su espada escocesa delante del grupo. Su cara estaba tan hinchada por la ira que parecía a punto de estallar como un tomate demasiado maduro. La carcajada de Hal multiplicó cien veces la furia del Aguilucho. Su voz se impulsó al barullo de sus hombres.

—No hay océano tan grande que pueda esconderte, Courtney. Te encontraré aunque tarde cincuenta años.

Hal dejó de reír al reconocer a un hombre que estaba de pie en la playa, algo más arriba. En un primer momento dudó de sus ojos, pero las llamas lo iluminaban con tanta claridad que no había error posible. En contraste con las bufonadas y la transparente ira del Aguilucho, Cornelius Schreuder, con los brazos cruzados, mantenía fija en Hal una mirada glacial, que heló el corazón del muchacho. Se miraron a los ojos; fue como si se enfrentaran en el campo del honor.

El Golden Bough escoró apenas, alcanzado por una ráfaga más fuerte, y el agua empezó a gorgotear bajo su proa como un bebé feliz. La cubierta tembló al alejarse de la playa. Hal se dedicó por entero a conducir la nave y prepararla para el cruce del peligroso canal. Pasaron largos minutos antes que pudiera echar otra mirada hacia la costa.

En la playa sólo quedaban dos siluetas: los dos hombres a quienes más odiaba en el mundo, sus implacables enemigos. El Aguilucho se había adentrado en la laguna, con el agua a la cintura, como para mantenerse cerca. Schreuder aún permanecía donde Hal lo había visto antes, sin moverse; esa quietud de reptil era tan terrorífica como el salvaje histrionismo de Cumbrae.

—Llegará un día en que debas matarlos a los dos —dijo una voz grave, a su lado.

Hal levantó la vista hacia Aboli.

—Sueño con ese día.

Sintió en los pies el primer impulso del mar, que se deslizaba entre los promontorios. Las llamas habían aniquilado su visión nocturna y hacia adelante se extendía una cerrada oscuridad.

Tendría que hallar a tientas el paso por ese canal traicionero como si estuviera ciego.

—¡Apagad las lámparas! —ordenó. Esa débil luz, que no penetraba en la oscuridad, sólo servía para deslumbrarlo—. Un punto más a babor.

—¡Un punto a babor!

Aun sin verlo, percibía la altura del acantilado hacia proa y oía el romper de las olas en el arrecife. Calculó el rumbo por los ruidos del mar, el viento contra su pecho y la cubierta bajo sus pies.

Después de tantos gritos y disparos, en el barco reinaba un silencio mortal. Todos los marineros sabían que Hal los estaba conduciendo hacia un antiguo enemigo, mucho más peligroso que el Aguilucho u hombre viviente alguno.

—Ceñid la mayor y la de mesana —ordenó a los hombres trepados a los cordajes—. Preparaos para soltar los juanetes.

En el Golden Bough reinaba un miedo casi palpable, pues la marea baja los tenía atrapados; la tripulación no tendría manera de aminorar la carrera del barco hacia los invisibles acantilados.

Llegó el momento. Hal sintió el rebote del agua en los arrecifes y el soplo del viento que cambiaba de dirección: el barco ya estaba entre esas fauces de roca.

—¡Timón a estribor! —ordenó ásperamente—. Todo a estribor. Soltad los juanetes.

El Golden Bough giró escorando y las velas altas flamearon al viento, como las alas de un buitre ante el olor de la muerte. El barco continuó su marcha precipitada en la oscuridad, mientras todos sus hombres se preparaban para el terrible impacto contra los colmillos del arrecife.

Hal se acercó a la barandilla para levantar la vista al cielo. Sus ojos se estaban adaptando a la oscuridad. Vio, muy arriba, la línea donde el promontorio ocultaba las estrellas.

—Timón al centro, señor Tyler. Mantenedlo allí.

La nave afirmó su nuevo curso hacia la noche, en tanto a Hal se le aceleraba el corazón ante el eco del oleaje contra el acantilado cercano. Apretó los puños a los costados, esperando el golpe contra los arrecifes. En cambio percibió el movimiento del mar abierto, que el Golden Bough recibió con la pasión de un amante.

—Ceñid los juanetes.

Cesó el flamear de las velas; una vez más oyó el tamborileo de la lona tensa.

Cuando el barco levantó la proa hacia la primera ola oceánica, por un momento nadie se atrevió a creer que Hal los hubiera conducido hacia lugar seguro, sacándolos de ese vórtice.

—Encended las lámparas —dijo Hal, serenamente—. Señor Tyler, virad hacia el sur.

El silencio persistía. De pronto, una voz chilló desde el palo mayor:

—¡Dios os bendiga, capitán! ¡Hemos pasado!

Y el grito victorioso barrió la cubierta.

—¡Por Sir Hal y el Golden Bough!

Lo vitorearon hasta que les dolió la garganta. Hal oyó su nombre pronunciado por bocas extrañas. Los marineros que había liberado de la bodega lo ovacionaban tanto como los otros. Una mano pequeña y tibia se escurrió dentro de la suya. Al bajar la vista vio el dulce rostro de Sukeena.

—Ya te aman tanto como yo. —Le tironeó suavemente de la mano—. ¿Por qué no vienes adonde pueda atender esas heridas?

Pero él no quería salir de su alcázar. Quería disfrutar un poco más de los sonidos y los movimientos de su nuevo barco. Retuvo a Sukeena a su lado, en tanto el Golden Bough cruzaba la noche, iluminado por las estrellas.

Por fin Daniel se acercó a ellos, trayendo a la rastra a una figura abyecta. Hal no la reconoció hasta que su voz gimoteante le erizó la piel de odio.

—Dulce Sir Henry, os imploro que tengáis misericordia de un viejo compañero de a bordo.

—Sam Bowles. —Hal trató de mantener la voz serena—. Tienes en la conciencia sangre suficiente como para botar una fragata.

—Sois injusto conmigo, buen Sir Henry. Soy un pobre diablo impulsado por las tormentas y los vendavales de la vida, noble Sir Henry. Nunca quise hacer daño a nadie.

—Por la mañana me ocuparé de él. Encadénalo al palo mayor y hazlo custodiar por dos hombres de confianza —ordenó Hal a Daniel—. Asegúrate de que esta vez no se nos escurra de entre las manos, privándonos nuevamente de la venganza que tanto nos hemos ganado.

A la luz de la lámpara, vio que engrillaban a Sam Bowles al pie del palo mayor; dos tripulantes se apostaron ante él con los chafarotes desenvainados.

—Mi hermanito Peter fue uno de los que ahogaste —dijo a Sam el mayor de los dos guardias—. Te lo ruego: dame una excusa para hundirte esta hoja en la barriga.

Dejando a Daniel a cargo de la cubierta, Hal bajó con Sukeena al camarote principal. Ella no descansaría hasta que le hubiera lavado y vendado las heridas, aunque ninguna era alarmante. Cuando hubo terminado, Hal la llevó al pequeño camarote vecino.

—Aquí podrás descansar sin que nadie te moleste —le dijo, alzándola hasta la litera. Contra sus protestas, la cubrió con una manta de lana.

—Hay heridos que necesitan mi ayuda —dijo.

—Mi hijo y yo te necesitamos más —replicó él, con firmeza.

Y le empujó suavemente la cabeza hacia abajo.

Ella soltó un suspiro y se durmió casi de inmediato.

De regreso en el camarote principal, el joven se sentó ante el escritorio de Llewellyn. En el centro había una gran Biblia con cubiertas de cuero negro. Durante todo su cautiverio Hal no había tenido acceso al libro. Al abrirlo en la primera hoja leyó una inscripción, en letra enérgica e inclinada: "Christopher Llewellyn, caballero; nacido el 16 de octubre, en el año de gracia de 1621". Abajo, una anotación más reciente: “Consagrado caballero Nautonnier del Templo de San Jorge y el Santo Grial el 2 de agosto de 1641.”

El saber que el capitán anterior de ese barco había sido un caballero hermano dio a Hal nuevos propósitos y gran placer. Pasó una hora hojeando la Biblia y releyendo los pasajes inspiradores por los que su padre le había enseñado a guiar su vida. Por fin lo cerró para revisar el camarote, en busca de los libros y documentos de a bordo. Pronto descubrió la caja de hierro bajo la litera. Como la llave no aparecía, pidió ayuda a Aboli. Una vez que la hubieron forzado, despidió al negro y pasó el resto de la noche sentado al escritorio de Llewellyn, estudiando los papeles a la luz de la lámpara. Estaba tan absorto en su lectura que, cuando Aboli vino a buscarlo, una hora después del amanecer, levantó la vista con expresión de sorpresa.

—¿Qué hora es, Aboli?

—Dos campanadas en la guardia matutina. Los hombres piden verte, capitán.

Hal abandonó el escritorio, desperezándose y frotándose los ojos. Luego se acercó a la puerta del camarote donde dormía Sukeena.

—Sería mejor que hablaras con los hombres nuevos cuanto antes, Gundwane —insistió Aboli, a sus espaldas.

—Sí, tienes razón.

—Daniel y yo les hemos dicho quién eres, pero ahora debes persuadirlos para que se pongan a tus órdenes. Si se niegan a aceptarte como capitán, no podremos hacer gran cosa. Ellos son treinta y cuatro; nosotros, sólo seis.

Hal se acercó al pequeño espejo colgado sobre la jarra y la palangana. Al ver su imagen dio un respingo de sorpresa.

—¡Por Dios, Aboli! ¡Tengo tal facha de pirata que ni yo mismo me inspiro confianza!

Sukeena debía de estar escuchando, pues apareció súbitamente en el vano de la puerta, con la manta echada sobre los hombros.

—Diles que iremos en un minuto, Aboli; tengo que mejorar ese aspecto —pidió.

Cuando Hal y Sukeena salieron juntos a cubierta, los hombres reunidos en el combés lo observaron con asombro. La transformación era extraordinaria. Hal estaba recién afeitado y vestía ropas sencillas pero limpias, tomadas del arcón de Llewellyn. Sukeena se había aceitado el pelo antes de trenzarlo; una de las cortinas de terciopelo, envuelta a la cintura, le servía de larga falda. Formaban una pareja extraordinaria: el alto joven inglés y la belleza oriental.

Hal dejó a Sukeena en la escalera interior y salió a grandes pasos para plantarse ante los hombres.

—Me llamo Henry Courtney. Soy inglés, como vosotros. Y marinero, como vosotros.

—Sí que lo sois, capitán —dijo uno, en voz alta—. Os vimos pilotear a un barco que no conocíais y sacarlo por entre los promontorios en la oscuridad. Sois marinero como para llenarme el tazón a desbordar y calentarme bien la panza.

Otro añadió:

Yo navegué con Sir Francis, vuestro padre, en el viejo Lady Edwina. Él era buen marino, buen combatiente y hombre honesto, por añadidura.

Uno más exclamó:

—Anoche, según mis cuentas, liquidasteis a siete de los canallas del Aguilucho con vuestra propia espada. El perro viejo educó bien a su cachorro.

Todos empezaron a ovacionarlo, sin permitirle hablar por largo rato. Por fin él levantó una mano.

—Voy a deciros sin rodeos que he leído el libro de bitácora del capitán Llewellyn. He visto su compromiso con el armador del barco. Sé hacia dónde se dirigía el Golden Bough y cuál era su propósito. —Hizo una pausa para observar aquellas caras francas, curtidas por la intemperie—. Vosotros y yo tenemos dos opciones. Podemos decir que el Aguilucho nos derrotó antes de comenzar y retornar a la patria, a Inglaterra.

Todos protestaron con gritos o gruñidos, hasta que él volvió a alzar la mano.

—O puedo cumplir el compromiso que el capitán Llewellyn tenía con los armadores del Golden Bough. Por vuestra parte, podéis firmar contrato conmigo, bajo las mismas condiciones y con la misma participación en el botín. Antes de responderme recordad que, si venís conmigo, hay grandes posibilidades de que nos topemos otra vez con el Aguilucho. Entonces tendréis que combatir una vez más contra él.

—Guiadnos ahora hasta él, capitán —gritó uno—, y combatiremos hoy mismo.

—No, hermano. Estamos escasos de hombres. Además, tengo que aprender a conducir esta nave antes que volvamos a enfrentarnos con el Aguilucho. Combatiremos contra el Gull en la fecha y el sitio que yo escoja —aseguró Hal, ceñudo—. Ese día izaremos la cabeza del Aguilucho hasta lo alto del palo mayor y nos dividiremos su botín.

—Estoy con vos, capitán —anunció un marinero rubio y esmirriado—. No sé escribir mi nombre, pero traedme el libro y haré una cruz bien negra y grande, capaz de asustar al mismo diablo.

Todos bramaron de risa.

—Traed el libro y dejadnos firmar.

—Estamos con vos. Os doy mi palabra y mi marca.

Hal volvió a interrumpirlos.

—Vendréis a mi camarote uno por uno, para que pueda aprender vuestros nombres y estrecharos la mano.

Luego giró hacia el barandal para apuntar un dedo hacia la popa.

—Ya estamos en alta mar. —La costa africana se recortaba contra el horizonte, baja y azul—. Ahora trepad a soltar velas y viremos hacia el Gran Cuerno de África.

Los hombres se diseminaron por los cordajes y las vergas; las lonas se hincharon hasta relucir bajo el Sol como una serie de rayos.

—¿Qué rumbo, capitán? —preguntó Ned Tyler, desde el timón.

—Este nordeste y un punto al este, señor Tyler —replicó Hal.

Al sentir que el barco se lanzaba hacia adelante, se volvió para contemplar la estela que surcaba las grandes olas azules con una línea de espuma chispeante. Cada vez que un tripulante pasaba junto a Sam Bowles, encadenado al pie del mástil como un simio cautivo, se detenía a juntar saliva para escupirle. Durante la guardia de la mañana, Aboli se presentó a Hal para decirle:

—Tienes que atender lo de Sam Bowles ahora mismo. Los hombres se están impacientando. Cualquiera de ellos va a clavarle un puñal en las costillas.

—Eso me ahorraría muchas molestias. —Hal levantó la vista de las cartas y las anotaciones que había encontrado en el baúl de Christopher Llewellyn. Sabía que su tripulación exigía una venganza salvaje contra Sam Bowles y no le gustaba lo que debía hacer.

—Subiré inmediatamente a cubierta —suspiró, rindiéndose a la persuasión de Aboli—. Que los hombres se reúnan en el combés.

Pensaba que Sukeena estaba todavía en el pequeño camarote contiguo al polvorín, que había convertido en enfermería y donde dos heridos seguían vacilando al borde de la muerte. Pero cuando salió a cubierta ella vino a su encuentro.

—Deberías ir abajo, princesa —le dijo suavemente—. Este no será un espectáculo adecuado para tus ojos.

—Lo que te interesa a ti me interesa a mí. Tu padre era parte de ti, de modo que su muerte me afecta. Yo también perdí a mi padre en circunstancias terribles, pero lo vengué. Quiero ver cómo vengas tú la muerte del tuyo.

—Muy bien. —Y Hal ordenó—: ¡Traed al prisionero!

Hubo que arrastrar a Sam Bowles hasta donde esperaban sus acusadores: las piernas apenas lo sostenían y sus lágrimas iban a mezclarse con la saliva que los hombres le habían arrojado.

—No quería hacer mal a nadie —imploraba—. Oídme, compañeros. Fue ese diablo de Cumbrae quien me impulsó.

—Mientras ahogabas a mi hermano en la laguna te estabas riendo —gritó uno de los hombres.

Aboli, cruzado de brazos, miró a Sam con un brillo extraño en la mirada.

—¡Acuérdate de Francis Courtney! —tronó—. ¡Acuérdate de lo que le hiciste al mejor hombre que haya navegado en el océano!

Hal había preparado una lista de los crímenes por los que Bowles debería responder. Mientras la leía en voz alta, los hombres aullaban pidiendo venganza. Por fin llegó al último punto de esa horrible enumeración:

—Que tú, Samuel Bowles, asesinaste a la vista de sus camaradas a los tripulantes del Golden Bough que habían sobrevivido con heridas a la traicionera emboscada, haciendo que se ahogaran.

Después de plegar el documento, concluyó severamente:

—Has oído las acusaciones que se presentan contra ti, Samuel Bowles. ¿Qué puedes alegar en tu defensa?

—¡No fue culpa mía! Juro que no lo habría hecho, pero temía por mi vida.

Los hombres lo acallaron a gritos. Pasaron algunos minutos antes de que Hal pudiera serenarlos para preguntar:

—¿No niegas, pues, los cargos presentados?

—¿De qué sirve negarlos? —gritó uno de los tripulantes—. ¡Todos lo vimos con nuestros propios ojos!

Ahora Sam lloraba a gritos.

—Por el amor del dulce Jesús, tened piedad, Sir Henry. Sé que he pecado, pero dadme una oportunidad y no hallaréis una persona más amorosa y digna de confianza para que os sirva por el resto de vuestra vida.

La presencia de Bowles asqueaba tanto a Hal que habría querido enjuagarse la boca para quitarse el mal gusto. De pronto apareció una imagen en su mente: su padre, llevado en camilla al patíbulo, con el cuerpo quebrado y retorcido por el potro. Eso lo estremeció.

Sukeena, a su lado, percibió su aflicción y le apoyó una mano en el brazo. Él aspiró profundamente, dominando las negras oleadas de dolor que amenazaban con sobrecogerlo.

—Samuel Bowles: has admitido ser culpable de todos los cargos presentados contra ti. ¿Hay algo que desees decir antes de que pronuncie la sentencia?

Clavó una mirada ceñuda en los ojos lacrimosos de Sam. Entonces presenció una extraña transformación. Obviamente esas lágrimas eran un recurso que Sam podía usar a voluntad. Otra cosa ardía allí, surgida de una parte honda y oculta de su alma: un nimbo tan cruel y maligno que Hal creyó estar viendo, no los ojos de un ser humano, sino los de una bestia salvaje acorralada.

—¿Crees odiarme, Henry Courtney? No sabes lo que es el verdadero odio. Me regodeo al imaginar a tu padre aullando en el potro. Eso lo hizo Sam Bowles. Recuérdalo en cada día de tu vida. Aunque Sam Bowles haya muerto, ¡eso lo hizo Sam Bowles!

Su voz se elevó en un alarido; los labios se le llenaron de espuma. Dominado por su propia malignidad, chillaba de un modo apenas coherente.

—Esta nave es mía, mi nave propia. Yo iba a ser el capitán Samuel Bowles, pero tú me la quitaste. ¡Que el diablo se beba tu sangre en el infierno! ¡Ojalá baile sobre el cadáver retorcido y putrefacto de tu padre, Henry Courtney!

Hal volvió la espalda a ese repugnante espectáculo, tratando de cerrar los oídos a ese torrente de invectivas.

—Señor Tyler —dijo en voz alta, para que todos los tripulantes pudieran oírlo, pese a los gritos de Sam—. No perdamos más tiempo con este asunto. El prisionero será ahorcado en el acto. Asegurad un cabo en la verga mayor…

—¡Gundwane! —gritó Aboli—. ¡Cuidado atrás!

Se arrojó hacia adelante, pero ya era demasiado tarde para intervenir. Sam Bowles había hundido la mano bajo sus faldas. Sujeta a la cara interior del muslo tenía una vaina. Con la celeridad de una víbora al ataque, en su mano chispeó la hoja de un estilete, bonito como una chuchería de doncella. Lo lanzó con un rápido movimiento de muñeca.

Hal había comenzado a girar al oír la advertencia de Aboli, pero Sam fue más veloz. La daga cruzó el espacio que los separaba. El muchacho hizo una mueca anticipada, esperando la punzada de esa hoja al sepultarse en su carne: Por un instante dudó de sus propios sentidos, pues no hubo golpe alguno.

Al bajar la mirada vio que Sukeena había levantado el brazo desnudo para bloquear el golpe. La hoja plateada se clavó hasta la empuñadura dos centímetros por debajo de su codo.

—¡Jesús, protégela! —barbotó Hal, mientras la estrechaba contra sí. Los dos se quedaron mirando la empuñadura que asomaba de su codo.

Aboli alcanzó a Sam Bowles un momento después de que arrojara el estilete y lo estrelló contra la cubierta con un puñetazo. Ned Tyler y diez o doce más se precipitaron a sujetarlo. Sam sacudió la cabeza, aturdido por el golpe de Aboli. Tenía un hilo de sangre en la comisura de la boca.

—¡Asegurad un cabo a la verga mayor! —gritó Ned Tyler.

Un hombre corrió a trepar por los cordajes. Un minuto después, la soga pendía hasta la cubierta.

—La hoja ha penetrado hondo —susurró Hal, levantando tiernamente el brazo herido.

—Es tan delgado que apenas lo sentí. —Sukeena le sonrió con valor—. Extrae rápidamente la hoja, querido, y cicatrizará limpiamente.

—¡Ayúdame! ¡Sostenle el brazo! —pidió Hal a Aboli.

El negro corrió a su lado y, con un movimiento veloz, arrancó el estilete de la carne de Sukeena. Se desprendió con asombrosa facilidad.

—El daño es poco —aseguró ella. Pero había palidecido y le temblaban dos lágrimas en los párpados. Hal la alzó en brazos para llevarla hacia la escalera de popa.

Lo detuvo un alarido salvaje.

Sam Bowles estaba de pie bajo la soga oscilante. Ned Tyler le ajustó el nudo corredizo bajo la oreja. Cuatro hombres esperaban a un lado, con el extremo de la cuerda en las manos.

—Tu perra está muerta, Henry Courtney. Tan muerta como el bastardo que te engendró. Sam Bowles los mató a ambos. ¡Gloria a mí, capitán Sanguinario Courtney! ¡Recuérdame en tus oraciones! ¡Soy el hombre que no olvidarás en toda tu vida!

—Es sólo un corte pequeño. La princesa es fuerte y valiente. Vivirá —murmuró Ned, ceñudo, al oído de Sam Bowles—. Tú sí que eres hombre muerto, Sam Bowles.

Dando un paso atrás, hizo una señal a los hombres que sujetaban el extremo de la soga. Empezaron a andar sin soltarla, golpeando al unísono la cubierta con los pies descalzos.

Un segundo antes de que la cuerda se tensara, interrumpiendo su respiración, Sam volvió a gritar:

—Mira bien esa hoja que hirió a tu ramera, capitán. ¡Piensa en Sam Bowles cuando pruebes la punta!

La cuerda se le hundió en el cuello y lo tironeó hacia arriba, cortando la palabra siguiente antes de que le llegara a los labios.

La tripulación, aullando de gozo, lo vio ascender en espiral, balanceándose en el extremo de la soga, pataleando de tal modo que las cadenas de sus tobillos tintinearon como cascabeles. Aún se retorcía y gorgoteaba cuando se le clavó el cuello contra la polea sujeta a la verga mayor.

—Dejadlo allí toda la noche —ordenó Ned Tyler—. Por la mañana lo bajaremos para arrojarlo a los tiburones.

Luego se agachó para recoger el estilete que Hal había dejado caer a la cubierta. Mientras estudiaba la hoja manchada desangre, su cara bronceada adquirió un matiz amarillento.

—¡Madre de Dios, no es posible!

Levantó la vista hacia el cadáver de Sam Bowles, que se mecía con el movimiento del barco, allá arriba.

—Tu muerte fue demasiado dulce. Si estuviera en mi poder te mataría cien veces más, cada vez con una muerte más penosa.

Hal depositó a Sukeena en la litera del camarote principal.

—Debería cauterizar la herida, pero el hierro al rojo dejaría una cicatriz. —Se arrodilló junto a la cama para examinar la herida con más atención—. Es profunda, pero casi no sangra.

Mientras le envolvía el brazo con un trozo de lienzo blanco, que Aboli sacó de un baúl, ella ordenó:

—Trae mi alforja.

El negro salió de inmediato. En cuanto estuvieron solos Hal se inclinó hacia ella para besarla en la pálida mejilla.

—Detuviste el puñal de Sam para salvarme —murmuró, apoyando la cara contra la de ella—. Por mí arriesgaste tu propia vida y la vida del niño que llevas en el vientre. Fue un mal negocio, amor mío:

—Lo haría de nuevo… —Sukeena se interrumpió con una exclamación ahogada. Él la sintió rígida entre sus brazos.

—¿Qué te aqueja, tesoro mío? —Se apartó para observarla. Diminutas gotas de transpiración brotaban de los poros de su piel, como el rocío en los pétalos de una rosa amarilla—. ¿Duele?

—Duele —susurró ella—. Quema peor que el hierro al rojo del que hablabas.

Él desenvolvió rápidamente la herida y detectó el cambio que había sufrido mientras se abrazaban. El brazo se estaba hinchando visiblemente, como esos peces del arrecife coralino que, amenazados por un depredador, multiplican varias veces su tamaño original.

Sukeena apretó el brazo, gimiendo involuntariamente. El dolor que fluía desde la herida le llenaba el pecho como plomo fundido.

—No entiendo lo que pasa. —Empezó a retorcerse en la litera—. Esto no es natural. Mira cómo cambia de color.

Hal observaba sin poder hacer nada ese miembro encantador, que se hinchaba lentamente, cubriéndose de líneas rojas y purpúreas que corrían desde el codo hasta el hombro. De la herida empezaba a manar un fluido amarillo viscoso.

—¿Qué puedo hacer? —barbotó.

—No lo sé —dijo ella, desesperada—. Esto va más allá de mi entendimiento.

Un espasmo de dolor la oprimió como una morsa, arqueándole la espalda. Cuando hubo pasado, imploró:

—Necesito mi alforja. No puedo soportar este dolor. Allí tengo un polvo hecho con la amapola del opio.

Hal cruzó de un salto el camarote para aullar:

—¡Aboli! ¿Dónde estás? ¡Trae esa alforja de una vez!

Ned Tyler estaba de pie en el umbral, sosteniendo algo en la mano. En su cara había una expresión extraña.

—Hay algo que debo mostrarte, capitán.

—¡Ahora no, hombre, ahora no! —Hal volvió a levantar la voz—. ¡Date prisa, Aboli!

El negro acudió a la carrera, trayendo las alforjas.

—¿Qué sucede, Gundwane?

—¡Sukeena! Está ocurriendo algo extraño. Necesita una medicina…

—¡Capitán! —Ned Tyler se abrió paso junto a la mole de Aboli para entrar en el camarote y apretó con premura el brazo de Hal—. Esto no puede esperar. Mira esta daga. ¡Mira la punta!

Exhibía el estilete. Los otros lo miraron con atención.

—¡En el nombre de Dios! —susurró Hal—. ¡No puede ser!

La hoja tenía un fino surco a lo largo; estaba lleno de una pasta negra, con aspecto de brea, que se había endurecido al secarse.

—Es el arma de los grandes asesinos —indicó Ned, en voz baja—. El surco está colmado de veneno.

Hal sintió que la cubierta giraba bajo sus pies, como si el Golden Bough hubiera sido alcanzado por una ola gigantesca.

Se le oscureció la vista.

—No puede ser —repitió—. Aboli, dime que no puede ser.

—Sé fuerte —murmuró el negro—. Sé fuerte por el bien de ella, Gundwane.

Y lo sujetó con firmeza por un brazo. Esa mano calmó el vértigo, aclarándole la visión. Pero cuando trató de tomar aliento, la mano plomiza del miedo le trituró las costillas.

—Sin ella no puedo vivir —dijo, como un niño confundido.

—Disimula —aconsejó Aboli—. No le hagas la partida más difícil.

Hal lo miró sin comprender. Luego comenzó a captar la inevitabilidad, el significado de ese diminuto surco abierto en la hoja de acero, las fatales amenazas que Sam Bowles le había gritado con el nudo corredizo en torno del cuello.

—Sukeena va a morir —dijo, consternado.

—Esto te será más difícil que cuantas batallas hayas librado hasta ahora, Gundwane.

Con un esfuerzo enorme, Hal recobró el dominio de sí.

—No le muestres la daga —pidió a Ned Tyler—. ¡Vete! ¡Arroja al mar ese objeto maldito!

Regresó junto a la joven, tratando de disimular su negra desesperación.

—Aboli te ha traído las alforjas —dijo, arrodillándose a su lado—. Enséñame a preparar la poción.

—Oh, date prisa —rogó ella, acosada por otro espasmo—. La redoma azul. Dos medidas en un jarrito de agua caliente. No pongas más. Es potente.

La mano le temblaba violentamente al tomar el jarrito. Sólo podía usar una, pues el brazo herido estaba hinchado y purpúreo. Los dedos, antes tan delicados, se habían inflamado tanto que la piel parecía reventar. Viendo que tenía dificultades para sostener la taza, Hal se la acercó a los labios. Ella tragó la poción con patética urgencia.

Luego cayó hacia atrás, retorciéndose en la litera, empapando las sábanas con el sudor de la agonía. Hal se acostó junto a ella para estrecharla contra su pecho, en un intento de reconfortarla. Sin embargo, sabía muy bien lo inútil de sus esfuerzos.

Poco tiempo después la amapola pareció surtir efecto. Sukeena se aferró a él, apretando la cara contra su cuello.

—Voy a morir, Gundwane.

—No digas eso —imploró Hal.

—Lo sé desde hace muchos meses. Lo vi en las estrellas. Por eso no podía responder a tus preguntas.

—Sukeena, amor mío, moriré contigo.

—No. —Su voz sonaba algo más fortalecida—. Tú seguirás adelante. He viajado contigo hasta donde me fue permitido. Pero los Hados han reservado para ti un destino especial.

Descansó por un rato. Hal pensó que había caído en coma, pero al fin ella agregó:

—Seguirás viviendo. Tendrás muchos hijos varones vigorosos. Sus descendientes prosperarán en esta tierra africana y la harán suya.

—No quiero más hijos que el tuyo —dijo él—. Me prometiste un hijo.

—Calla, amor mío; el hijo que te doy te romperá el corazón.

Otra convulsión terrible se apoderó de ella, haciéndola gritar. Por fin, cuando ya parecía no poder soportarla más, cayó hacia atrás, estremecida y llorosa. Él la abrazó, sin encontrar palabras con que expresarle su pena.

Pasaron las horas. Por dos veces la campana de a bordo anunció el cambio de guardia. Hal la sentía cada vez más debilitada, más remota. Hacia el final, una serie de fuertes convulsiones le sacudieron el cuerpo. Cuando cayó hacia atrás, en sus brazos, susurró:

—Ha nacido tu hijo, el hijo que te prometí.

Tenía los ojos fuertemente cerrados; entre sus párpados se escurrieron las lágrimas.

Él tardó un largo minuto en comprender sus palabras. Por fin, temeroso, retiró la manta.

Entre los muslos ensangrentados yacía un diminuto maniquí rosado, brillante de humedad, todavía atado a ella por una tripa enredada. La cabecita estaba a medio formar; los ojos no se abrirían nunca; la boca jamás conocería el pecho, el llanto o la risa. Pero era, en verdad, un varón.

La tomó nuevamente en brazos. Ella abrió los ojos con una suave sonrisa.

—Lo siento, amor mío. Ya me voy. Aunque olvides todo lo demás, recuerda siquiera esto: te amé como ninguna otra mujer podrá jamás amarte.

Cerró los ojos y Hal sintió que se le iba la vida. Descendió una gran quietud.

Aguardó hasta medianoche con ellos: su mujer y su hijo. Finalmente Althuda trajo un rollo de lona, aguja e hilo. Hal puso al niño muerto en los brazos de Sukeena y lo sujetó allí con un vendaje de lienzo. Luego ayudó a Althuda a envolverlos en una mortaja de lona nueva, con una bala de cañón a los pies.

A medianoche Hal llevó en brazos hasta cubierta a su mujer y su hijo. Bajo la brillante luna africana, los entregó al mar. Se hundieron bajo la superficie oscura, dejando apenas una ondulación en la estela del barco.

—Adiós, amor mío —susurró—. Adiós, mis dos tesoros.

Luego bajó al camarote de popa y abrió la Biblia de Llewellyn, buscando consuelo entre sus cubiertas de cuero negro. Pero no lo encontró.