En los días siguientes el holandés pidió a todos los oficiales que lo representaran, pero en todos los casos recibió frías negativas. Aislado, humillado, rondaba la cubierta como un leopardo en acecho. Sus pensamientos iban como un péndulo del remordimiento y la angustia por la muerte de Katinka al resentimiento por él trato que le daban el capitán y los oficiales de la nave. Su ira creció hasta serle apenas soportable.
En la mañana del quinto día, mientras caminaba de un lado a otro junto a la barandilla de sotavento, un grito del vigía lo arrancó de la negra bruma de sus sufrimientos. Cuando el capitán Llewellyn se acercó para mirar hacia el sudoeste, Schreuder fue tras él.
Por algunos momentos dudó de lo que veía: una cordillera de nubes oscuras y amenazadoras, que se estiraba desde el horizonte al cielo, acercándose con tanta velocidad que le recordó a la avalancha de piedras desatada en el cañón.
—Sería mejor que bajarais, coronel —le advirtió Llewellyn—. Viene tormenta.
Sin prestar atención a la advertencia, Schreuder permaneció junto a la borda, observando con sobrecogido respeto los nubarrones que avanzaban hacia ellos. El barco, en derredor, era un tumulto: los tripulantes corrían a arriar las velas y a virar la proa hacia la tormenta. El viento se levantó tan de improviso que lo sorprendió con los foques y los sobrejuanetes todavía izados.
La tormenta se abatió sobre el Golden Bough, aullando de furia, inclinándolo al punto de sumergir la barandilla de sotavento; un metro de agua verde se amontonó en la cubierta. Schreuder se vio arrastrado por esa inundación y, de no haberse aferrado del cordaje, habría sido barrido por la borda.
Los foques y los sobrejuanetes estallaron como pergamino mojado; por un largo minuto el Golden Bough permaneció medio sumergido, inmovilizado por el vendaval, con el mar entrando por sus escotillas abiertas. Desde abajo llegaba el trueno de los mamparos reventados y la carga que cambiaba de lugar. Unos hombres gritaron, aplastados por una culebrina que había roto sus ataduras y corría libremente por la cubierta de tiro. Otros, al verse arrastrados al mar por las aguas, aullaban como almas perdidas que cayeran al infierno. El aire se puso blanco de llovizna. Schreuder se sintió ahogar, cegado por esa bruma, aunque tenía la cara fuera del agua.
Poco a poco el barco se enderezó, equilibrado por la quilla, pero el cordaje y el velamen estaban destrozados y se sacudían a impulsos del viento. Algunas de las vergas rotas golpeaban contra los mástiles. Fuertemente escorado por el agua que había cargado, el Golden Bough quedó fuera de control.
Sin poder respirar, empapado hasta los huesos, Schreuder se arrastró hasta el amparo del pasillo. Desde allí, con horrorizada fascinación, vio que el mundo circundante se disolvía en un rocío de plata y enloquecidas olas verdes, surcadas por largos senderos de espuma.
Durante dos días el viento no cesó en sus embates; las olas se hacían más altas y potentes de hora en hora, hasta que parecieron empinarse por encima del palo mayor antes de abatirse sobre ellos. El Golden Bough, medio anegado, tardaba en elevar la proa para enfrentarlas, por lo que estallaban en espuma contra sus cubiertas. Dos timoneles, atados al timón, se esforzaban por mantener la proa apuntada hacia el vendaval, pero cada una de esas olas estallaba sobre sus cabezas. Hacia el segundo día todo el mundo estaba exhausto y al límite de su resistencia. Dormir era imposible y sólo se podían comer galletas marineras.
Llewellyn se había atado al palo mayor y desde allí dirigía los esfuerzos de sus tripulantes por mantener con vida al barco. Como en la cubierta nadie podía mantenerse de pie sin apoyo, no había posibilidad de operar las bombas principales; en la cubierta de tiro, en cambio, los equipos de marineros trabajaban frenéticamente con las bombas auxiliares, tratando de achicar los dos metros de agua que tenían en las sentinas. Pero el mar volvía a entrar por las troneras destrozadas tan pronto y en la misma medida en que lo iban expulsando.
La tierra estaba cada vez más cerca a sotavento, según la tempestad los impulsaba hacia adelante, a palo desnudo, pese a los esfuerzos de los timoneles por mantener el curso. Esa noche oyeron el romper del oleaje, como una andanada en la oscuridad; con cada hora se hacía más tumultuoso, a medida que se aproximaban a las rocas.
Al romper el alba del tercer día se pudo ver, entre la niebla y la espuma, la forma oscura y amenazadora de la tierra. Apenas a una legua, por sobre las montañas de agua furiosa, se alzaban mellados promontorios y acantilados.
Schreuder se arrastró por la cubierta, aferrándose a palos, cuerdas y vergas cada vez que recibían una ola. El agua de mar le chorreaba por el pelo y la cara, llenándole la boca y la nariz.
—Conozco esta costa —anunció a Llewellyn—. Reconozco ese promontorio que se nos aproxima.
—Para evitarlo necesitaremos la bendición de Dios —gritó Llewellyn—. El viento nos tiene aferrados.
—Entonces rezad al Todopoderoso con toda el alma, capitán, pues nuestra salvación está apenas a cinco leguas —bramó Schreuder, parpadeando para quitarse el agua salada de los ojos:
—¿Por qué estáis tan seguro?
—He estado en esa costa y cruzado a pie el terreno. Conozco cada repliegue. Más allá de ese cabo hay una bahía que llamamos del Búfalo. Si el barco entrara en ella quedaría al abrigo del viento; al otro lado hay un par de promontorios rocosos que guardan la entrada a una laguna ancha y serena. Allí estaríamos a salvo hasta de una tempestad como ésta.
—Mis cartas no registran esa laguna. —La expresión de Llewellyn estaba llena de esperanza y duda.
—¡Por Dios, capitán, tenéis que creerme! —gritó el holandés. Allí, en el mar, estaba fuera de su elemento natural; por una vez en la vida, hasta él tenía miedo.
—Primero habrá que evitar esas rocas; después podremos poner a prueba vuestra memoria.
Schreuder, enmudecido, se aferró desesperadamente al mástil, mirando hacia adelante con horror: el mar abría sus labios de blanca espuma, desnudando colmillos de roca negra. El Golden Bough iba hacia esas fauces sin poder evitarlo. Uno de los timoneles gritó:
—¡Oh, Santa Madre de Dios, salva nuestras almas mortales! ¡Vamos a chocar!
—¡Sujetad ese timón! —rugió Llewellyn.
A poca distancia, el mar se abrió cruelmente; el arrecife surgió como una ballena, estirando garras de piedra hacia las frágiles tablas de la embarcación; estaban tan cerca que Schreuder vio las masas de crustáceos y algas que cubrían las rocas. Otra ola, más grande que el resto, los elevó para arrojarlos contra el arrecife, pero las rocas desaparecieron bajo la hirviente superficie. El Golden Bough saltó como un caballo ante la valla y pasó limpiamente por encima.
Su quilla tocó la roca, sofrenando con tal potencia que Schreuder perdió asidero y se vio arrojado contra la cubierta, pero el barco se desprendió con una sacudida y continuó hacia adelante, sostenido en la cresta de esa ola poderosa, hasta deslizarse al agua más profunda que se abría más allá. Hacia adelante se abrió la bahía. Schreuder se incorporó trabajosamente; de inmediato percibió que la temible fuerza del vendaval se quebraba ante el obstáculo de la tierra. Aunque el barco aún se sacudía salvajemente, empezaba a obedecer otra vez. Schreuder lo sintió responder a las instancias del timón.
—¡Allí! —gritó al oído de Llewellyn—. ¡Allí, bien adelante!
—¡Santo cielo, teníais razón! —Por entre la espuma y las aguas agitadas, Llewellyn divisó la silueta de los promontorios gemelos ante la proa del barco. Entonces se volvió hacia los timoneles—. ¡Un punto a sotavento!
Aunque la expresión aterrorizada de los hombres mostraba hasta qué punto les costaba obedecer, la dejaron virar hacia el siguiente muelle de roca negra y oleaje.
—¡Mantenedlo así! —ordenó Llewellyn.
El Golden Bough continuó su marcha a través de la bahía.
—¡Señor Winterton! —Vincent estaba agazapado debajo de la brazola más cercana con cinco o seis marineros—. Debemos desplegar un rizo de la arrastradera. ¿Podéis hacerlo?
Dio a la orden la forma de una pregunta, pues enviar a un hombre hacia lo alto del palo mayor en medio de ese vendaval era casi un asesinato. Era preciso que un oficial diera el ejemplo, y Vincent era el más fuerte y audaz de todos.
—¡Vamos, muchachos! —gritó el joven a sus hombres, sin vacilar—. ¡Una guinea de oro para quien llegue antes que yo a la verga del juanete mayor!
Y corrió hacia el cordaje del palo mayor, para trepar por él como si volara, perseguido por sus hombres.
El Golden Bough cruzó la Bahía del Búfalo como un caballo desbocado. De pronto Schreuder volvió a gritar:
—¡Allí! —Y señaló la entrada de la laguna, que ya se abría a la vista entre los promontorios.
Llewellyn echó la cabeza atrás para mirar a las diminutas siluetas que, diseminadas por el cordaje, luchaban con las lonas arrizadas. Reconoció fácilmente a Vincent por sus formas atléticas y su pelo oscuro, azotado por el viento.
—Buen trabajo, hasta ahora —susurró; pero date prisa, muchacho. Necesito un poco de vela para manejarlo.
Mientras lo decía, el ala del trinquete se desplegó, llenándose con un estallido similar al de un mosquete. Por un momento horrible, Llewellyn pensó que la lona se haría trizas a impulsos del viento, pero resistió. El capitán percibió inmediatamente el cambio en el movimiento del barco.
—¡Madre de Dios, tal vez lo consigamos! —graznó, con la garganta inflamada por la sal—. ¡Todo a la banda!
Y el barco, respondiendo de buena gana, volvió la popa al viento.
Como una flecha disparada por el arco, se lanzó en línea recta hacia el promontorio occidental, como para arrojarse a la costa, pero el casco se deslizó en el agua, alternando el ángulo de la proa. El paso se abrió ante ella. Una vez a sotavento del promontorio, la nave se estabilizó. Franqueó como un rayo los grandes salientes y, elevada por la marejada, entró por el canal en la tranquila laguna, donde estaría protegida de la tempestad.
Llewellyn contempló esa tierra boscosa con maravilla y alivio. De pronto, con un respingo, señaló hacia adelante.
—¡Ya hay otro barco anclado aquí!
Schreuder, a su lado, levantó una mano para protegerse los ojos de las fuertes ráfagas que rodeaban los acantilados.
—¡Conozco a ese navío! —exclamó—. Lo conozco bien. Es el de Lord Cumbrae. ¡El Gull of Moray!
—¡Eland! —susurró Althuda.
Hal reconoció esa palabra holandesa, que significaba "alce"; pero esos animales no se parecían en absoluto a los grandes venados rojos del norte. Eran enormes, más aún que las vacas criadas por su tío Thomas en la finca de High Weald.
Hal, Aboli y Althuda estaban tendidos boca abajo en una pequeña hoya llena de pasto. El rebaño estaba diseminado por un montecillo de acacias. Hal contó cincuenta y dos, entre machos, hembras y crías. Los machos eran pesados y gordos; al caminar, la papada se les bamboleaba de un lado a otro; la carne del vientre y las paletas temblaba como gelatina. A cada paso se oía un chasquido extraño, como de ramitas quebradas.
—Son las rodillas —explicó Aboli, al oído de Hal—. Por haberse jactado de ser los más grandes entre todos los antílopes, el Nkulu Kulu, el gran dios de todas las cosas, los castigó con ese defecto, para que los cazadores los oyeran siempre desde lejos.
Hal sonrió ante esa ingenua creencia, pero entonces Aboli le dijo algo más, que le borró la sonrisa.
—Conozco a esas bestias; los cazadores de mi tribu los apreciaban mucho, pues un macho como ese que está a la vanguardia carga alrededor del corazón una cantidad de grasa blanca que dos hombres juntos no podrían levantar.
Como las presas que podían cazar eran de carnes magras, el grupo no había probado grasa en varios meses y todos la deseaban. Según Sukeena, por la falta de ella pronto se sentirían mal y serían presa fácil de las enfermedades.
Hal estudió al macho, que rumiaba las hojas de acacia, enganchando las ramas superiores con sus grandes cuernos espiralados. A diferencia de sus hembras, de suave pelaje pardo con bandas blancas en las paletas, la vejez lo había vuelto azul grisáceo; tenía un mechón de pelo más oscuro en la frente, entre los cuernos.
—Deja al macho —aconsejó Aboli—. Su carne será tosca y dura. ¿Ves la hembra que está tras él? Será dulce y tierna como una virgen; su grasa se te hará miel en la boca.
Contra el consejo del negro, aun reconociendo que no podía haberlo mejor, Hal sentía el impulso del cazador, que lo llevaba hacia el gran macho.
—Para cruzar el río sin peligro necesitamos toda la carne que podamos cargar. Que cada uno dispare contra un animal —decidió—. Yo me ocuparé del macho; tú y Althuda buscad animales más jóvenes.
Empezó a arrastrarse hacia adelante, seguido por sus compañeros.
Los animales de esas planicies no parecían asustarse del hombre, como si el temible bípedo erguido no representara terrores especiales para ellos, y les permitían acercarse hasta quedar a tiro de mosquete antes de alejarse. "Así debió de ser el Edén antes de la Caída", se dijo, mientras se aproximaba al macho. La suave brisa lo favorecía, llevando hacia atrás el humo de la mecha lenta.
Ya estaba tan cerca que llegaba a distinguir cada una de las pestañas de esos enormes ojos líquidos, las patas de un rojizo dorado de las garrapatas que se arracimaban en el pelaje suave, entre las patas delanteras. El antílope seguía arrancando delicadamente las hojas tiernas con su lengua azulada.
A cada lado, dos de sus hembras jóvenes se alimentaban de la misma acacia. Una estaba con cría; la otra, hinchada por la preñez. Hal volvió lentamente la cabeza hacia sus compañeros y les señaló las hembras con un movimiento de los ojos. Aboli asintió con la cabeza y levantó el mosquete.
Una vez más, Hal concentró toda su atención en el gran macho, siguiendo la línea del omóplato hasta fijarse en un punto. Levantó el mosquete para apoyar la culata contra el hombro, mientras los otros dos hacían lo mismo. Cuando disparó, la detonación de los otros mosquetes se fundió con la suya. Una cortina de humo les bloqueó la vista. Dejó caer el arma para levantarse de un salto y corrió a echar un vistazo. Una de las hembras pataleaba, manando sangre por una herida en el cuello; la otra se alejaba tambaleándose, con una pata delantera colgando del hueso roto. Aboli ya corría tras ella con el chafarote desenvainado.
El resto de la manada huyó por el valle como una apretada masa pardusca; las crías seguían a duras penas a sus madres. Pero el macho no iba con ellos, señal segura de que el proyectil lo había herido gravemente. Se alejaba a pasos cortos y dificultosos por la suave cuesta de la colina. Al cambiar de dirección, exponiendo la paleta a la vista de Hal, la sangre que brotaba de su flanco se vio como un estandarte a la luz del Sol; en ella burbujeaba el aire de los pulmones perforados.
Hal echó a correr por entre los pastos duros. La lesión de su pierna era ahora una cicatriz perfectamente cerrada, azulada y brillante. La prolongada caminata por montañas y planicies había fortalecido el miembro, permitiéndole un paso ágil. A ciento cincuenta metros, poco más o menos, el macho iba dejando una nube de fino polvo rojizo suspendido en el aire, pero la herida empezaba a vencerlo.
Hal cortó la distancia hasta quedar apenas a diez o doce pasos de la enorme bestia. El antílope, al sentirse perseguido, giró en redondo. Hal esperaba un ataque furioso, con la cabezota gacha y los cuernos espiralados paralelos al suelo. Deteniéndose en seco frente al animal, desenvainó el chafarote, listo para defenderse.
El macho lo miró con enormes ojos desconcertados, empañados por la muerte inminente. Goteaba sangre por la nariz y la blanda lengua azul colgaba a un costado de la boca. No hizo nada por atacar ni por defenderse. Hal no vio malicia ni cólera en su mirada.
—Perdóname —susurró, mientras lo rodeaba, esperando una oportunidad. Una lenta oleada de remordimiento rompió contra su corazón al observar el tormento que había infligido a ese magnífico animal. De pronto se lanzó hacia adelante para la estocada, sepultando toda la hoja en la carne. El macho dio un corcovo y se apartó, arrancándole el pomo de la mano, pero el acero había tocado el corazón. Las patas se plegaron suavemente y el antílope cayó de rodillas. Con un lento gruñido, se tumbó de costado y murió.
Hal sujetó la empuñadura del chafarote para retirar la hoja manchada. Luego fue a sentarse en una piedra, cerca de la res. Se sentía triste, pero también extrañamente regocijado. Confundido por esas emociones contradictorias, admiró la belleza y la majestuosidad de la bestia que había reducido a ese triste montón de carne muerta.
Una mano se posó en su hombro.
—Sólo el verdadero cazador conoce la angustia de la matanza, Gundwane —murmuró Aboli—. Por eso los cazadores de mi tribu cantan y danzan, para agradecer y propiciar a los espíritus de la presa que han derribado.
—Enséñame esa canción y esa danza, Aboli.
El negro empezó a cantar, con voz grave y hermosa. Una vez que hubo captado el ritmo, Hal se le unió en el estribillo, que elogiaba la gracia de la presa y le daba las gracias por haber muerto para que el cazador y su tribu pudieran vivir.
Aboli bailó en círculos en torno de la res, arrastrando los pies y golpeando el suelo con las plantas, sin dejar de cantar, y Hal bailó con él. Terminó la canción con el pecho oprimido y los ojos empañados. Entonces se sentaron juntos bajo los rayos oblicuos del Sol, para contemplar a la pequeña columna de fugitivos que, con Sukeena a la cabeza, se acercaba desde muy lejos.
Antes que oscureciera Hal los puso a construir la empalizada y la revisó con atención, para asegurarse de que los huecos estuvieran bien obturados con ramas de acacia.
Luego llevaron los cuartos de res y los apilaron dentro de la empalizada, donde los animales no pudieran robarlos. Sólo dejaron los cascos, las cabezas y las vísceras, con las tripas llenas de hojas y pasto a medio digerir. En cuanto se alejaron, los buitres llegaron volando o a pequeños saltos; también las hienas y los chacales se precipitaron a disputarse aquella carnicería.
Cuando todos quedaron ahítos de suculentas chuletas de antílope, Hal decidió que él y Sukeena cubrirían la guardia que se iniciaba a medianoche. Aunque era la más pesada, pues esa es la hora en que la vitalidad humana está en su punto más bajo, les encantaba tener la noche para ellos solos.
Mientras los otros dormían, ambos se acurrucaron a la entrada de la empalizada, bajo una sola manta de piel, con un mosquete junto a la diestra de Hal. Después de hacer el amor en silencio, para no molestar a sus compañeros, conversaron en susurros, en tanto contemplaban las estrellas que recorrían sus remotos y antiguos circuitos allá arriba.
—Dime la verdad, amor mío: ¿qué has leído en esas estrellas? ¿Qué tenemos por delante, tú y yo? ¿Cuántos hijos varones me darás?
La mano de Sukeena permaneció inmóvil dentro de la suya. Hal sintió que se ponía rígida. Como no respondía, él tuvo que insistir:
—¿Por qué no me dices lo que ves en el futuro? Sé que has trazado nuestros horóscopos; muchas veces, cuando me creías dormido, te vi estudiar y escribir en tu librito azul.
Ella le apoyó un dedo contra los labios.
—Calla, mi señor. En esta existencia hay muchas cosas que es mejor dejar ocultas. Por esta noche, por él día de mañana, amémonos con todo el corazón y con todas las fuerzas. Aprovechemos en todo lo posible cada uno de los días que el Señor nos otorgue.
—Me preocupas, dulce. ¿Es que no habrá hijos varones?
Ella volvió a callar. Una estrella fugaz dejó su breve rastro en los cielos y pereció ante ellos. Por fin Sukeena suspiró.
—Sí, te daré un hijo varón, pero… —Mordió el resto de la frase que le subía a la lengua.
—Hay mucha tristeza en tu voz —observó Hal, inquieto—. Sin embargo, me alegra pensar que me darás un hijo.
—Las estrellas pueden ser malévolas —susurró ella—. A veces cumplen con sus promesas de un modo que no esperamos o que no nos gusta. Sólo de una cosa estoy segura: los hados te han elegido para una misión de gran importancia. Eso está decretado desde el día en que naciste.
—Mi padre también me habló de esa misión. —Hal se quedó reflexionando sobre la vieja profecía—. Estoy dispuesto a enfrentar mi destino, pero te necesito para que me des ayuda y apoyo, como tanto lo has hecho hasta ahora.
Sin responder a esa súplica, ella dijo:
—La tarea que se te ha asignado involucra un voto y un talismán lleno de misterio y poder.
—¿Estaréis conmigo, tú y nuestro hijo? —insistió él.
—Si puedo guiarte en la dirección que debes tomar, lo haré con todo mi corazón y todas mis fuerzas.
—Pero ¿vendrás conmigo? —imploró él.
—Te acompañaré hasta donde las estrellas lo permitan. Más que eso no sé ni puedo decirlo.
—Pero…
Ella le cubrió la boca con sus labios para que no siguiera hablando.
—¡Basta! No preguntes más —le advirtió—. Ahora vuelve a unir tu cuerpo al mío y deja a las estrellas lo que sólo a ellas incumbe.
Hacia el final de la guardia, cuando las Siete Hermanas ya habían desaparecido tras las colinas y el Toro se erguía, orgulloso y alto, ellos continuaban abrazados, conversando en voz muy queda para combatir la somnolencia. Ya estaban habituados a los ruidos nocturnos de la espesura, desde el gorjeo líquido de las aves nocturnas hasta las odiosas carcajadas de las hienas junto a los restos de los antílopes. Pero de pronto surgió un sonido que los estremeció en lo más hondo del alma.
Era el fragor de todos los diablos del infierno, un rugido monstruoso que inmovilizó al resto de la creación rebotando contra las colinas para volver multiplicado en cien ecos. Sukeena se aferró involuntariamente a él, exclamando:
—¡Oh, Gundwane! ¿Qué bestia terrible es esa?
No era la única aterrorizada, pues todo el campamento había despertado súbitamente. Zwaantie gritó y el bebé imitó su pánico. Hasta los hombres se levantaron de inmediato, clamando a Dios.
Aboli apareció junto a ellos, como una oscura sombra lunar, y calmó a Sukeena apoyándole una mano en el hombro tembloroso.
—No es ningún fantasma, sino un animal de este mundo —les dijo—. Dicen que hasta el más bravo de los cazadores se deja asustar tres veces por el león. La primera, cuando ve sus huellas; la segunda, cuando oye su voz; la tercera, cuando se enfrenta a él cara a cara.
Hal se levantó de un salto y convocó a los otros.
—Echad más leña al fuego. Encended las mechas de todos los mosquetes. Poned a las mujeres y al niño en el centro de la empalizada.
Se acurrucaron en un círculo apretado detrás de las endebles paredes; por un rato se acentuó el silencio de la noche, pues hasta las bestias carroñeras habían sido acalladas por la potente voz surgida de la oscuridad.
Esperaron con las armas preparadas, la vista fija en la noche, allí donde la luz amarilla de las llamas no podía alumbrar.
Hal tuvo la impresión de que el resplandor parpadeante de la lumbre le estaba jugando sucio, pues de repente creyó ver una silueta fantasmal deslizándose calladamente a través de las sombras. Entonces Sukeena le apretó el brazo, clavándole las uñas en la carne, y él comprendió que también la había visto.
Abruptamente, ese vendaval de sonido terrorífico volvió a estallar sobre ellos, erizándoles el pelo de la nuca. Las mujeres gritaron; los hombres, trepidantes, sujetaron con más fuerza las armas, que ahora parecían tan frágiles e inadecuadas.
—¡Allí! —susurró Zwaantie.
Ya no cabían dudas de que estaba viendo algo real. Era una monstruosa silueta felina, cuya cabeza habría alcanzado el hombro de un hombre, lo que pasaba ante ellos caminando sin ruido. Las llamas iluminaron el pelaje broncíneo, convirtiendo los ojos en refulgentes esmeraldas, como las que el mismo Satanás luce en su corona. Llegó otro y otro más, que pasaron en rápido y amenazante desfile antes de perderse una vez más en la noche.
—Están reuniendo valor —dijo Aboli—. Olfatean la sangre y la carne.
—¿No deberíamos huir de la empalizada? —preguntó Hal.
—¡No! —El negro sacudió la cabeza—. Su dominio es la oscuridad. Ellos ven allí donde la noche nos ciega. La oscuridad los torna audaces. Debemos quedarnos aquí, donde podamos verlos cuando vengan.
En ese momento salió de la noche una fiera junto a la cual las otras parecían enanas. Caminó hacia ellos a paso majestuoso; con la melena negra y dorada que le cubría la cabeza y los hombros, parecía tan enorme como una parva de heno.
—¿Le disparo? —susurró Hal a Aboli.
—Una herida lo enfurecería. A menos que puedas matarlo limpiamente, no dispares.
El león se detuvo en el círculo de luz, con las garras separadas y la cabeza gacha. La oscura melena se encrespó, hinchándose ante los horrorizados ojos del grupo hasta casi duplicar su tamaño. Abrió las fauces, mostrando los colmillos relucientes, la lengua roja que se encrespaba entre ellos, y volvió a rugir.
El bramido los golpeó como una fuerza física, como una ola impulsada por la tempestad, ensordeciéndolos y embotando sus sentidos. La bestia estaba tan cerca que Hal sintió en la cara el aliento de sus potentes pulmones. Olía a cadáveres y a carroña.
—¡Quietos! —ordenó Hal—. No hagáis ruido alguno. No os mováis, para no provocarlo al ataque.
Hasta las mujeres y el niño obedecieron, sofocando sus gritos, rígidos de espanto. Así parecieron pasar un tiempo eterno bajo la mirada del león, hasta que el tuerto Johannes no pudo soportar más y aulló, disparando su mosquete insensatamente.
Un momento antes de que el humo lo cegara, Hal vio que la bala no había dado en el blanco: se clavó en el polvo, entre las patas delanteras. Luego el humo los envolvió como una nube; desde sus profundidades llegaron los gruñidos del león furioso. Entonces las dos mujeres gritaron y los hombres se atropellaron mutuamente, en su prisa por alejarse hacia el fondo de la empalizada. Sólo Hal y Aboli se mantuvieron firmes, con los mosquetes apuntados hacia la nube de humo. La pequeña Sukeena se apretó contra el flanco de Hal, pero no huyó.
Luego el león surgió a toda carrera de entre la bruma. Hal oprimió el gatillo y su mosquete falló. El arma de Aboli lanzó un rugido ensordecedor, pero la bestia era un borrón móvil tan veloz que engañaba la vista. El disparo debió de salir errado, pues no tuvo efecto alguno sobre el león, que se adentró en la empalizada entre horribles rugidos. Hal se arrojó sobre Sukeena para cubrirla con su propio cuerpo y el león saltó por sobre él.
Parecía haber escogido a Johannes entre ese puñado de humanos despavoridos. Cerró las grandes fauces contra la parte baja de su espalda y lo levantó como el gato levanta a un ratón. Con un último brinco, franqueó la pared posterior del corral y desapareció en la noche.
Johannes gritaba en la oscuridad, pero el león no lo llevó lejos. Se detuvo apenas fuera de la luz y comenzó a devorarlo vivo todavía. Sus compañeros oyeron el crujir de los huesos mordidos, el desgarrarse de la carne. Hubo más rugidos y rumores: las leonas acudían a tomar su parte. Y Johannes seguía gritando en tanto lo hacían pedazos. Poco a poco sus gritos se tornaron más débiles, hasta apagarse por completo. En la oscuridad sólo resonaban los horrendos ruidos del festín.
Las mujeres estaban histéricas; Bobby gemía y golpeaba con los puñitos el pecho de Althuda. Hal tranquilizó a Sukeena, quien reaccionó de inmediato al sentir su brazo rodeándole los hombros.
—No corráis. Caminad en silencio. Sentaos en círculo. Las mujeres en el centro. Recargad los mosquetes, pero no disparéis hasta que yo lo ordene. —Hal se volvió hacia Daniel y Aboli—. Es nuestra provisión de carne lo que los atrae. Cuando hayan terminado con Johannes volverán a atacar la empalizada.
—Tienes razón, Gundwane.
—Entonces les daremos carne de eland para distraerlos —resolvió el joven—. Ayudadme.
Levantaron entre los tres uno de los enormes cuartos traseros para acarrearlo hasta el borde de la luz. Allí lo dejaron caer en el polvo.
—No corráis —repitió Hal—. Si corremos nos perseguirán, como hacen los gatos con los ratones.
Y retrocedieron hacia el interior del corral. Casi de inmediato se aproximó una leona para tomar el sangriento cuarto trasero y se lo llevó a la rastra. Hasta ellos llegó el fragor de la disputa por la presa; luego todos se pusieron a comer, gruñendo y bramándose mutuamente.
Ese trozo de carne bastó para apaciguar a la voraz manada por una hora. Luego volvieron a rondar el círculo de luz, haciendo amagos de arremetida contra los aterrorizados humanos. Hal dijo:
—Tendremos que alimentarlos otra vez.
Pronto resultó evidente que los leones preferían esas ofrendas en vez de atacar el campamento: cuando los tres hombres sacaron otro cuarto trasero, las bestias aguardaron a que ellos se retiraran; luego, una de las leonas se aproximó sigilosamente para llevárselo.
—Las hembras son siempre las más audaces —dijo Hal, para distraer a los otros.
—¡Y las más codiciosas! —concordó Aboli.
—No es culpa nuestra que a los machos os falte coraje y sentido común para arreglarse solos —replicó Sukeena, agriamente.
Casi todos rieron, pero sin mucha convicción. Por dos veces más, durante la noche, Hal tuvo que sacar trozos de carne conque alimentar a la manada. Por fin la aurora comenzó a definir las copas de las acacias contra el cielo pálido; por entonces los leones parecían haber saciado el apetito, pues el macho de melena negra se alejó; a una legua de distancia lanzó un último rugido, en el momento en que el Sol asomaba su flamígero borde por sobre las cimas dentadas de la cordillera.
Hal y Althuda salieron a recoger los restos del pobre Johannes. Extrañamente, los leones habían dejado intactas la cabeza y las manos. Hal cerró los ojos desorbitados y Sukeena envolvió esos patéticos despojos en un trozo de tela; luego oraron sobre la tumba, que Hal cubrió con piedras para que las hienas no la escarbaran.
—No podemos demorarnos aquí —dijo, ayudando a Sukeena a levantarse—. Si queremos llegar al río hoy mismo, tendremos que partir de inmediato. Por suerte aún nos queda suficiente carne.
Colgaron el resto de las reses de pértigas que pudieran cargar entre dos hombres y con ellas avanzaron por las colinas y las praderas. Ya avanzada la tarde llegaron al río. Desde el alto barranco contemplaron su ancha expansión verde, que ya había demostrado ser un verdadero obstáculo para la marcha. El Golden Bough ancló en el extremo del canal, ante la Laguna de los Elefantes; de inmediato Llewellyn puso a su tripulación a operar las bombas y reparar los daños causados por la tormenta. Arriba seguía asolando el vendaval y la superficie de la laguna estaba cubierta de ondas espumosas, pero los promontorios quebraban lo peor de su fuerza.
Cornelius Schreuder se moría por desembarcar. Estaba desesperado por salir de ese barco y alejarse de esos ingleses, a quienes había llegado a detestar amargamente. Lord Cumbrae, en cambio, era su amigo y su aliado; estaba deseoso de reunirse con él para pedirle que le sirviera de padrino en su lance de honor con Vincent Winterton. Preparó de prisa sus baúles y, como el capitán no podía disponer de un hombre para que lo ayudara, los cargó él mismo hasta cubierta. Allí esperó, junto a sus pertenencias, contemplando la base de Cumbrae, al otro lado de la laguna.
El Aguilucho había establecido su campamento en el mismo lugar que en otro tiempo ocupaba Sir Francis Courtney. Entre los árboles se estaba desarrollando una gran actividad. Al parecer, Cumbrae estaba excavando trincheras y otras fortificaciones, lo cual asombró a Schreuder: no encontraba el sentido de levantar terraplenes contra un enemigo inexistente.
Llewellyn se negó a desembarcar sin asegurarse de que las reparaciones estuvieran bien encaminadas y el barco, completamente seguro. Por fin dejó a su primer oficial a cargo de la cubierta y ordenó que prepararan una de las lanchas.
—¡Capitán Llewellyn! —lo abordó Schreuder—. He decidido que, si Lord Cumbrae lo permite, abandonaré vuestro barco para trasladarme al Gull of Moray.
El galés asintió.
—Supuse que esa sería vuestra intención. A decir verdad, coronel, dudo de que a bordo del Golden Bough se lamente mucho vuestra partida. Ahora voy a tierra para ver si podemos renovar nuestra provisión de agua dulce, que se contaminó con agua de mar durante la tempestad. Os trasladaré al campamento de Cumbrae con todas vuestras pertenencias. Aquí tengo el dinero que me pagasteis por el pasaje. Para ahorrarme cualquier discusión desagradable, os lo devuelvo todo.
A Schreuder le habría encantado rechazar desdeñosamente el ofrecimiento, pero esas pocas guineas eran cuanto le quedaba en el mundo. Por eso aceptó la flaca bolsa que Llewellyn le ofrecía con un murmullo renuente:
—En eso, cuando menos, actuáis como caballero, señor. Estoy en deuda con vos.
Bajaron a la lancha. Llewellyn se sentó a popa, mientras Schreuder se instalaba en la proa, ignorando las caras sonrientes de los tripulantes y los irónicos saludos de los oficiales desde el alcázar. Cuando estaban a medio camino asomó entre los árboles una figura familiar, que lucía una falda escocesa y una gorra con cintas. Con la barba pelirroja centelleando al sol y los brazos en jarras, esperó a que llegaran.
—¡Por los humeantes soretes del demonio! ¡El coronel Schreuder! —bramó al reconocerlo—. Me alegra el corazón ver vuestro sonriente semblante.
En cuanto la proa tocó la playa, el holandés bajó de un brinco y estrechó la mano que se le ofrecía.
—Es una estupenda sorpresa encontraros aquí, milord.
El Aguilucho miró por sobre su hombro con una enorme sonrisa.
—¡Oh! ¡Pero si es mi bienamado hermano del Templo, Christopher Llewellyn! Un placer, primo. Que la benevolencia del Señor os acompañe.
Llewellyn no sonrió ni se mostró muy deseoso de estrecharla mano que el Aguilucho le tendía.
—¿Cómo estáis, Cumbrae? Nuestra última conversación, en la Bahía de Trincomalee, fue interrumpida en un punto crucial por vuestra inopinada partida.
—¡Ah, pero eso fue en otras tierras y hace mucho tiempo, primo! No dudo de que ahora podemos ser magnánimos y olvidar esa pequeñez.
—Según mis cuentas, quinientas libras y la vida de veinte de mis hombres no son una pequeñez. Además, os recuerdo que no soy primo vuestro ni tenemos parentesco alguno —le espetó el galés, con las piernas tiesas ante el recuerdo de su vieja indignación.
Pero el Aguilucho le rodeó los hombros con un brazo, diciendo por lo bajo:
—In Arcadia habito.
Era obvio que Llewellyn estaba luchando consigo mismo, pero no podía faltar a su juramento. Por fin dio la respuesta, entre dientes:
—Flumen sacrum. Bene cognosco.
—¡Ya está! —El Aguilucho bramó de risa—. No era tan difícil, ¿verdad? Aunque no seamos primos, aún somos hermanos en Cristo, ¿no?
—Sentiría más estrechamente esa hermandad, señor, si tuviera mis quinientas libras en la bolsa.
—Podría igualar esa deuda con los lamentables daños que infligisteis a mi dulce Gull y a mi propia persona. —El escocés retiró el manto para mostrar la cicatriz que le cruzaba el brazo—. Pero soy dado a perdonar y tengo el corazón tierno, Christopher, así que os pagaré, os doy mi palabra. Hasta el último centavo de vuestras quinientas libras. Y con intereses, por añadidura.
Llewellyn le sonrió con frialdad.
—Me reservaré el agradecimiento hasta que sienta el peso de vuestra bolsa en las manos.
Cumbrae notó lo decidido de su mirada. No necesitaba mirar nuevamente las troneras del Golden Bough ni las prácticas líneas de su casco para saber que estaban igualados. Un combate entre las dos naves sería tan gravoso como lo había sido cuatro años antes, en la bahía de Trincomalee.
—No os culpo por no confiar en hombre alguno de este pícaro mundo, pero os invito a cenar conmigo en tierra, esta noche. Os juro que pondré esa bolsa en vuestras manos.
Llewellyn asintió ceñudamente.
—Gracias por ese ofrecimiento de hospitalidad, señor, pero recuerdo bien la última vez que acepté una invitación vuestra. Tengo a bordo de mi barco un cocinero capaz de proporcionarme una comida más de mi gusto. No obstante, volveré al atardecer por la bolsa que me habéis prometido.
Le hizo una somera reverencia y volvió a su lancha.
El Aguilucho lo siguió con la vista; su expresión era calculadora. Mientras la embarcación se dirigía hacia el arroyo de agua dulce que desembocaba en la laguna, comentó:
—Ese dandi hijo de puta tiene un carácter endiablado.
A su lado Schreuder asintió.
—Nunca me he alegrado tanto de librarme de una persona desagradable ni de poder apelar a vuestra amistad.
Cumbrae lo miró con astucia.
—No comprendo, señor —dijo—. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Y qué puedo hacer por vos en nombre de la amistad?
—¿Dónde podríamos hablar? —preguntó el coronel.
—Por aquí, mi viejo amigo y compañero de armas. —Cumbrae lo condujo a su choza del bosquecillo y le ofreció medio jarrito de whisky—. Decid, ¿por qué no estáis al mando de la guarnición de Buena Esperanza?
—Si he de seros franco, milord, estoy en un aprieto endiablado. El gobernador van de Velde me acusa de un crimen que no cometí. Ya sabéis lo obsesionado que estaba por la envidia y la mala voluntad que me tenía —explicó el coronel.
Cumbrae asintió cautelosamente.
—Continuad, por favor.
—Hace diez días, la esposa del gobernador fue asesinada por el jardinero y verdugo de la Compañía, en un arrebato de lascivia y pasión bestial.
—¡Santo cielo! —exclamó el escocés—. ¡Juan Lento! Ya sabía que ese hombre estaba loco. Se le veía en los ojos. ¡Un maníaco desatado! Pero lamento lo de la mujer. Era un bocado delicioso. Con sólo mirar esas tetas suyas se me abultaba la entrepierna.
—Van de Velde me ha acusado falsamente de este sucio asesinato. Me vi obligado a escapar en el primer barco disponible, antes que me hiciera encarcelar y poner en el potro. Llewellyn se ofreció a llevarme al Oriente, donde yo tenía decidido participar en la guerra que libran el Preste y el Gran Mogol en el cuerno de África.
Cumbrae, con los ojos encendidos, se inclinó hacia adelante al oír hablar de guerra, como la hiena que olfatea la sangre en el campo de batalla. Por entonces ya estaba completamente aburrido de excavar buscando ese elusivo tesoro de Franky Courtney; la perspectiva de llenar fácilmente de riquezas sus bodegas merecía toda su atención. No obstante, por no mostrar a ese fanfarrón lo ansioso que estaba, dejó el tema para otro momento y dijo, con sincera comprensión:
—Contad con toda mi solidaridad y cualquier ayuda que pueda prestaros.
Su mente bullía de ideas. Presentía que Schreuder era culpable del asesinato que negaba con tanta vehemencia. De cualquier modo, culpable o no, era un fugitivo de la ley y se estaba poniendo a su merced.
El Aguilucho había podido comprobar ampliamente la calidad de Schreuder como guerrero. Era un hombre excelente para tener bajo su mando, sobre todo considerando que estaría bajo su absoluto control, en virtud de su culpa y la sangre que le manchaba las manos. Como asesino fugitivo, el holandés ya no podía mostrarse remilgado en cuestiones de moralidad.
“Una vez perdida la virginidad, la mujer no tiene tantos reparos en recogerse las faldas y tenderse en el heno por segunda vez”, se dijo alegremente. Pero alargó una mano para estrechar el brazo de Schreuder en un firme gesto de amistad.
—Confiad en mí, amigo mío —dijo—. ¿En qué puedo ayudaros?
—Deseo unir mi suerte a la vuestra. Seré hombre vuestro.
—Os recibiré de todo corazón. —Cumbrae sonrió de oreja a oreja bajo el bigote rojo, con sincero deleite. Ahora tenía un buen perro de caza, tal vez no muy dotado de inteligencia, pero aun así feroz y completamente libre de miedo.
—Sólo os pido a cambio un favor —dijo Schreuder.
El Aguilucho dejó caer la mano amistosa, con expresión precavida. Habría debido prever que un presente tan bonito debía de tener el precio anotado abajo.
—¿Qué favor?
—A bordo del Golden Bough me trataron de la manera más despreciable. Uno de los oficiales me ganó una gran suma de dinero jugando con dados tramposos; fui insultado y vilipendiado por el capitán Llewellyn y sus hombres. Para colmo, la persona que me engañó me ha desafiado a duelo. No he conseguido que nadie de a bordo quiera servirme de padrino y Llewellyn prohibió que se resolviera esta cuestión de honor hasta que llegáramos a puerto.
—Continuad, por favor. —Las sospechas de Cumbrae empezaban a evaporarse al comprender hacia dónde se dirigía la conversación.
—Os estaría muy agradecido si me honrarais apadrinándome en este asunto, milord.
—¿Eso es todo lo que requerís de mí? —Apenas podía creer que fuera tan fácil. Ya podía ver las ganancias a cosechar del asunto. Había prometido a Llewellyn sus quinientas libras y se las daría, pero sólo cuando estuviera seguro de poder recuperar ese dinero, junto con cualquier otra utilidad a la que pudiera echar mano.
Echó un vistazo a las aguas de la laguna. Allí estaba el Golden Bough, un poderoso navío de guerra. Si lo agregara a su flotilla, comandaría en los océanos orientales una fuerza que pocos podrían igualar. Si aparecía frente al Gran Cuerno de África con esos dos barcos, en el medio de la guerra de que Schreuder hablaba; ¡qué botines podría recoger!
—Será un honor y un placer representaros —dijo al coronel—. Dadme el nombre del miserable que os ha desafiado y yo me encargaré de que obtengáis inmediata satisfacción.
Esa noche, cuando Llewellyn volvió a la costa, venía acompañado por dos de sus oficiales y diez o doce marineros, armados de chafarotes y pistolas. Cumbrae los recibió en la playa.
—Tengo la bolsa que os prometí, mi querido Christopher. Acompañadme a mi pobre alojamiento y tomad una copa conmigo, por nuestra afectuosa amistad y en recuerdo de los gratos días que pasamos en mutua compañía. Pero, ¿no vais a presentarme a esos dos caballeros?
—El señor Arnold Fowler, mi primer oficial. —Los dos hombres se saludaron con la cabeza—. Y mi tercer oficial, Vincent Winterton, hijo de quien me patrocina, el vizconde Winterton. Y, según me han informado, un virtuoso en juegos de azar, con una mano terrible para los dados. —Cumbrae sonrió de oreja a oreja.
El joven Vincent retiró la mano que estaba por tender.
—Con vuestro perdón, señor: ¿qué significa ese comentario? —preguntó rígidamente.
—Sólo que el coronel Schreuder me ha pedido que lo represente. ¿Tendríais la bondad de informarme quién es vuestro padrino?
Llewellyn intervino de inmediato.
—Tengo el honor de actuar como padrino del señor Winterton.
—En ese caso, mi querido Christopher, tenemos mucho que discutir. Seguidme, por favor. Pero como vamos a discutir los asuntos del señor Winterton, sería mejor que él permaneciera aquí, en la playa.
Llewellyn siguió al Aguilucho hasta su choza y aceptó el banquito que se le ofrecía.
—¿Un sorbo del agua de la vida?
El galés sacudió la cabeza.
—No, gracias. Vamos al asunto que nos ocupa.
—Siempre fuisteis impaciente y tozudo. —El Aguilucho llenó su propio jarro y tomó un buen sorbo. Después de chasquear los labios, se limpió los bigotes con el dorso de la mano.
—No sabéis lo que os estáis perdiendo. Es el mejor whisky de las islas británicas. Bien, esto es para vos.
Deslizó la pesada bolsa sobre el barril que le servía de mesa. Llewellyn la sopesó reflexivamente.
—Contadlas, si queréis —invitó el Aguilucho—. No me ofenderé.
Y lo observó con una gran sonrisa, sorbiendo su whisky mientras Llewellyn apilaba las monedas de oro en pulcras columnas sobre el barril.
—Son quinientas. Y cincuenta de interés. Os doy las gracias, señor. —La expresión de Llewellyn se había ablandado.
—Es un pequeño precio a pagar a cambio de vuestro afecto, Christopher —aseguró Cumbrae—. Pero vamos al otro asunto. Como os dije, soy el padrino del coronel Schreuder.
—Y yo lo soy del señor Winterton. Mi apadrinado quedará satisfecho si Schreuder se disculpa.
—Sabéis perfectamente, Christopher, que mi muchacho no se disculpará. Temo que los dos cachorros tendrán que combatir.
A vosotros os corresponde elegir las armas —dijo Llewellyn—. ¿Pistolas a veinte pasos?
—Nada de eso. Mi hombre quiere batirse a espada.
—Habrá que aceptar. ¿A qué hora y en qué lugar?
—Eso lo dejo por vuestra cuenta.
—Tengo que efectuar reparaciones en el casco y el cordaje. Sufrimos varios daños en el vendaval y necesito al señor Winterton a bordo para que me ayude. Sugiero que se haga dentro de tres días, en la playa, al amanecer.
El Aguilucho estudió la propuesta, tironeándose de la barba. Necesitaba algunos días para hacer los arreglos que tenía pensados. Una demora de tres días le caía muy bien.
—¡De acuerdo! —dijo.
Llewellyn se levantó inmediatamente, guardando la bolsa en el bolsillo de la chaqueta.
—¿No aceptáis ahora ese trago que os ofrecí, Christopher? —sugirió Cumbrae.
Pero el galés volvió a rehusarlo.
—Como os he dicho, señor, tengo mucho que hacer abordo de mi barco.
El Aguilucho lo vio bajar a la playa y abordar la lancha, donde entabló una seria conversación con Winterton mientras los llevaban a remo hacia el Golden Bough.
—Al joven Winterton le espera una sorpresa. Si hubiera visto al holandés con una espada en la mano no habría accedido con tanta ligereza a nuestra elección de armas. —Se echó al coleto las últimas gotas de whisky y volvió a sonreír—. Veremos si es posible preparar una pequeña sorpresa también para Christopher Llewellyn.
Luego plantó el jarrito en el barril, bramando:
—Enviadme al señor Bowles, y que sea pronto.
Sam Bowles apareció contorsionando todo el cuerpo, como un perro azotado, para congraciarse con su capitán. Pero sus ojos eran fríos y astutos.
—Sammy, hijo mío. —Cumbrae le dio en el brazo una palmada que le ardió como una picadura de avispa, pero no alteró la sonrisa en los labios del contramaestre—. Tengo para ti un trabajo que será de tu agrado. Escúchame bien.
Sam Bowles tomó asiento frente a él, con la cabeza inclinada a un lado para no perder una palabra de sus instrucciones. Una o dos veces formuló una pregunta o carcajeó de gozo y admiración por los planes de Cumbrae.
—Siempre has querido comandar tu propio barco, Sammy. Aquí tienes tu oportunidad. Sírveme bien y lo tendrás. El capitán Samuel Bowles. ¿Cómo te suena?
—¡Me suena estupendamente, Vuestra Gracia! —Bowles sacudió afirmativamente la cabeza—. ¡Y no os fallaré!
—Por supuesto que no —concordó Cumbrae—. No más de una vez, por cierto. Porque si lo haces bailarás una bonita danza escocesa colgado del palo mayor de mi Gull.
En la orilla del río crecían sauces y oscuras acacias, cubiertas por un manto de flores amarillas. El agua corría ancha y profunda, lenta y verde entre sus muelles rocosos, con los bancos de arena a la vista. Al mirar desde las empinadas cuestas del valle, Sukeena murmuró, estremecida:
—¡Oh, qué bestias feas y desagradables! ¿Serán los dragones de los que hablábamos?
—Son dragones, en verdad —concordó Hal, observando a los cocodrilos que se asoleaban en la playa blanca.
Los había por docenas; algunos no eran mucho más grandes que lagartijas; otros tenían el tamaño de un bote grande; eran enormes monstruos grises, capaces de tragar a un hombre entero. En su primer intento de cruzar el río habían descubierto la ferocidad de esos animales, cuando uno de ellos atrapó a Billy Rogers y se lo llevó al fondo, sin que pudieran recobrar parte alguna de su cuerpo.
—Tiemblo ante la sola idea de intentar el cruce otra vez, con esas bestias custodiando el río —susurró Sukeena, trémula.
—Aboli los ha visto en su tierra, hacia el norte. Su tribu conoce un modo de manejarlos.
En el barranco, muy por encima del alcance de los cocodrilos, acumularon bajo el sol los montones de carne de eland, que ya empezaba a oler mal. Luego Hal hizo que algunos de los hombres recogieran en el bosque leños secos, que pudieran flotar bien en el agua. Siguiendo las instrucciones de Ned Tyler, les dieron forma con los chafarotes, aunque a Hal le dolía ver mellados esos filos de buen acero. Mientras tanto Althuda, con la ayuda de Sukeena cortó cuidadosamente largas correas de cuero crudo de eland, gruesas como un meñique.
Aboli buscó cierto tipo de árboles y cortó de sus ramas una brazada de estacas flexibles. Daniel le ayudó a sacarles punta por los dos extremos y a endurecerlas en el fuego. Después, utilizando como plantilla un tronco de la circunferencia correcta, esos dos forzudos formaron un círculo con cada una de las estacas, superponiendo los extremos afilados. Mientras ellos las sujetaban, Hal ató las puntas con las correas de cuero crudo. Las estacas quedaron convertidas en el resorte cargado de un mosquete, listo para abrirse en cuanto se cortara la correa. Cuando cayó el sol ya tenían preparado un montón de esas trampas.
Su enfrentamiento con la manada de leones les había enseñado algo; esa noche izaron los trozos de carne hasta las ramas superiores de un árbol muy alto. Construyeron la empalizada aguas abajo, a buena distancia de esa reserva de carne; la hicieron con leños fuertes y bloquearon la entrada con ramas de espino recién cortadas. Aunque esa noche durmieron muy poco, pues escuchaban los aullidos de hienas y chacales junto al árbol de donde pendía la carne, los leones no volvieron a molestarlos. Al amanecer abandonaron la empalizada para reiniciar los preparativos del cruce.
Ned Tyler terminó la construcción de la balsa amarrando los troncos con tiras de cuero crudo.
—Es una embarcación bastante endeble. —Sukeena la observaba con obvia prevención—. Cualquiera de esos dragones podría volcarla con sólo menear la cola.
—Por eso Aboli les ha preparado esas trampas.
Bajaron la pendiente hacia donde Althuda y Zwaantie ayudaban al negro a envolver los círculos de madera verde con una gruesa cobertura de carne medio podrida.
—Los cocodrilos no pueden masticar —explicó Aboli—. Estos bocados son del tamaño adecuado para que esos monstruos lo traguen entero.
Cuando todos los cebos estuvieron preparados los llevaron a la orilla. Al acercarse al banco de arena donde descansaban los grandes saurios, como leños varados, prorrumpieron en gritos, palmadas y disparos de mosquete, creando una conmoción que alarmó a esas enormes bestias.
Empinando los corpachones sobre esas patas cortas, buscaron el refugio de su elemento natural: el agua profunda y verde, en la que provocaron ondas que fueron a romper contra la orilla opuesta. En cuanto el banco de arena quedó despejado, los hombres salieron precipitadamente para disponer los trozos de carne maloliente a lo largo del ribazo. Luego corrieron a reunirse con las mujeres, que los esperaban en lo alto del barranco, donde no había peligro.
Después de un rato, las protuberancias oculares de los cocodrilos empezaron a asomar por toda la superficie del estanque, avanzando lentamente hacia el banco de arena.
—Son bestias cobardes y solapadas —dijo Aboli, con odio en la voz y asco en la expresión—, pero cuando huelan la carne el apetito podrá más que el miedo.
Mientras él hablaba, uno de los reptiles más grandes vadeó cautelosamente hasta el banco de arena, abriendo un surco con el rabo encrestado. De pronto, con asombrosa celeridad, se arrojó hacia adelante para asir uno de los trozos de carne y abrió las fauces en toda su extensión, esforzándose por tragarlo. En lo alto del barranco, el asombrado grupo vio que ese enorme bocado se deslizaba por la garganta, abultando las suaves escamas blancas del lado exterior. Luego, el animal volvió a sumergirse en el estanque. Inmediatamente, otro de los reptiles salió para tragar un cebo. Siguió un entrecruzamiento de largos cuerpos deslizantes, que siseaban, se lanzaban dentelladas y chocaban entre sí en su lucha por la carne.
Una vez consumidos todos los cebos, algunos cocodrilos volvieron al estanque, pero muchos se instalaron nuevamente en la arena caliente de sol, de la que habían sido ahuyentados. Volvió a reinar la paz en la ribera; los martines pescadores volaban, raudos, por sobre las aguas verdes. Un gran hipopótamo gris asomó la cabeza al otro lado del estanque y lanzó una risa gruñona. Las hembras se arracimaron en torno de él; sus lomos eran como un montón de negros cantos rodados relucientes.
—El plan no ha funcionado —dijo Sabah, en holandés—. Los cocodrilos están indemnes y siguen listos para caer sobre cualquiera que se acerque al agua.
—Ten paciencia, Sabah —respondió Aboli—. Pasará un rato antes de que sus jugos estomacales carcoman el cuero crudo. Pero entonces los palos se abrirán y las puntas les atravesarán las entrañas.
Apenas acabó de decir eso, uno de los reptiles más grandes, el primero en comer el cebo, dejó escapar un rugido atronador y arqueó el lomo a tal punto que la cola se sacudió por encima de la cabeza. Con un nuevo rugido, giró en redondo para lanzar una dentellada contra su propio flanco, desgarrando las escamas blindadas para arrancar trozos de su propia carne.
—¡Ya está! —Aboli se levantó de un salto—. El extremo afilado de la estaca le ha atravesado el vientre.
Entonces vieron asomar un palmo de madera ennegrecida a través del pellejo escamoso. Mientras el cocodrilo se retorcía en los estertores de la muerte, un segundo reptil empezó a debatirse en ciclópeas convulsiones, y otro, y otro más, hasta que el estanque se convirtió en espuma blanca; los terribles bramidos levantaban ecos en los barrancos, espantando a las águilas y los buitres que anidaban en lo alto de los acantilados.
—¡Buen trabajo, Aboli! Nos has despejado el camino. —Hal se levantó de un brinco.
—¡Sí! Ahora podemos cruzar —concordó el negro—. Pero démonos prisa. No nos demoremos en el agua ni en la orilla, pues aún puede haber algún cocodrilo que no haya sentido la estaca en el vientre.
Hicieron caso de su aviso. Llevando entre todos la tosca balsa, corrieron hasta el ribazo y, en cuanto estuvo a flote, arrojaron a ella las cestas de provisiones, las alforjas y los sacos de pólvora. Luego subieron precipitadamente a las dos mujeres y al pequeño Bobby. Los hombres, desnudos hasta la cintura, la impulsaron a nado por la perezosa corriente. En cuanto llegaron a la orilla opuesta recogieron sus pertenencias para trepar apresuradamente por la cuesta rocosa, hasta verse bien lejos de la ribera.
Ya a buena altura pudieron, por fin, abrazarse mutuamente, entre risas y congratulaciones. Esa noche acamparon allí. Al amanecer Aboli preguntó a Hal, en voz baja:
—¿Cuánto falta para llegar a la Laguna de los Elefantes?
Hal, desenrollando su mapa, le indicó en qué punto se encontraban.
—Estamos a cinco leguas de la costa marítima y a no más de cincuenta leguas de la laguna. A menos que haya otro río tan ancho como éste en el trayecto, deberíamos llegar en cinco días más, si marchamos a buen paso.
—Marchemos a buen paso, pues —dijo Aboli.
Y despertó al resto del disminuido grupo. A instancias suyas, cada uno levantó su carga y, con los rayos del Sol naciente en pleno rostro, retomaron en la columna los puestos que habían mantenido durante todo ese largo viaje.
Las cuatro falúas del Golden Bough, cargadas de marineros, llegaron a la costa en la hora oscura que precede al amanecer. En la proa de cada embarcación, un marinero sostenía en alto una lámpara para iluminar el camino; los reflejos danzaban como luciérnagas en la superficie negra y serena de la laguna.
—Llewellyn trae consigo a media tripulación —se jactó el Aguilucho, observando a la pequeña flota que venía hacia la playa.
—Sospecha una traición. —Sam Bowles rió con placer—. Por eso trae refuerzos.
—¡Qué mal invitado, sospechar una villanía! —El Aguilucho meneó la cabeza tristemente—. Se tiene merecido lo que el destino le reserva.
—Ha dividido sus fuerzas. En esos botes trae cuanto menos a cincuenta hombres —calculó Sam—. Así nos facilita las cosas. Desde aquí todo irá viento en popa.
—Ojalá, señor Bowles —gruñó Cumbrae—. Voy al encuentro de nuestros huéspedes. Recordad que la señal es un cohete rojo. Esperad a verla.
—¡Sí, capitán! —Después de tocarse la frente con los nudillos, Sam se escabulló en las sombras.
Cumbrae bajó por la arena al encuentro de la primera embarcación. Al llegar a la playa vio que Llewellyn y Vincent Winterton estaban juntos. El tercer oficial se había puesto un manto de lana oscura, para protegerse del frío del amanecer, pero traía la cabeza descubierta; el pelo trenzado le caía contra la espalda en una gruesa coleta. Siguió a su capitán a la costa.
—Buenos días, caballeros —saludó Cumbrae—. Debo elogiar vuestra puntualidad.
Llewellyn lo saludó con una cabezada.
—El señor Winterton está listo para comenzar.
El Aguilucho se atusó la barba.
—El coronel Schreuder espera. Por aquí, si gustáis.
Caminaron en fila india por la playa; los marineros de las falúas los seguían ordenadamente.
—No es habitual que semejante multitud de rufianes presencie un lance de honor —comentó.
—Aquí, detrás de la Línea, hay muy pocas convenciones —replicó Llewellyn—, pero una de ellas es mantener las espaldas bien cubiertas.
—Comprendo. —Cumbrae rió entre dientes—. Como demostración de buena fe, no invitaré a ninguno de mis muchachos. Estoy desarmado. —Mostró las manos y se abrió la chaqueta para probarlo. En la parte baja de su espalda tenía el bulto reconfortante de una de esas nuevas pistolas hechas por Fallon en Glasgow. Era un invento maravilloso, aunque de precio prohibitivo; ése era uno de los motivos por el que su uso no estaba más difundido. Al oprimir el gatillo giraba la rueda a resorte del cerrojo; el percutor a piritas de hierro lanzaba una lluvia de chispas hacia la cazoleta para detonar la carga. Esa arma le había costado bastante más de veinte libras, pero valía su precio, pues no tenía mecha encendida que revelara su presencia.
—Como demostración de buena fe, mi querido Christopher, ¿tendríais a bien hacer que vuestros hombres se mantengan juntos de vuestro lado y bajo vuestro control directo?
Algo más abajo llegaron a una zona donde la arena había sido nivelada; una soga delimitaba un cuadrado. En cada una de las esquinas había un tonel de agua.
—Veinte pasos de lado —dijo Cumbrae al galés—. ¿Es espacio suficiente para vuestro hombre?
Después de examinar el cuadrado, Winterton asintió brevemente.
—Está bien —respondió Llewellyn por él.
—Tendremos que esperar un rato hasta que haya luz suficiente. Mi cocinero ha preparado el desayuno: bizcocho caliente y vino especiado. ¿Gustáis?
—Gracias, milord. Una taza de vino nos vendría bien.
Un camarero trajo las tazas humeantes. El escocés dijo:
—Si me excusáis, tengo que atender a mi apadrinado.
Después de hacerles una reverencia, se adentró por el sendero entre los árboles. Minutos después volvió con el coronel Schreuder. Ambos conversaron por lo bajo al otro lado de las cuerdas. Por fin Cumbrae levantó la vista al cielo y dijo algo al coronel. Luego, con una señal afirmativa, se acercó a Llewellyn y su tercer oficial.
—Creo que ya hay bastante luz. ¿Estáis de acuerdo, caballeros?
—Podemos comenzar. —Llewellyn se inclinó rígidamente.
—Mi apadrinado ofrece su arma para que la examinéis —dijo Cumbrae, presentando la espada de Neptuno con el pomo hacia adelante.
El galés observó la hoja, con sus incrustaciones de oro, a la luz del amanecer.
—Una pieza lujosa —murmuró, despectivamente—. Estas damas desnudas estarían bien en un prostíbulo. —Tocó las ninfas marinas grabadas en oro—. Pero al menos la punta no está envenenada y su longitud es igual a la de mi apadrinado. —Unió las dos espadas para compararlas. Luego las entregó a la inspección de Cumbrae.
—Están emparejadas —concordó éste, devolviendo la de Vincent.
—¿Períodos de cinco minutos y a primera sangre? —preguntó Llewellyn, extrayendo un reloj de oro del bolsillo.
—Temo que no estamos de acuerdo. —Cumbrae sacudió la cabeza—. Mi hombre quiere luchar sin pausa hasta que uno de los dos pida cuartel o muera.
—¡Por Dios, señor! —estalló el galés—. ¡Esas reglas son homicidas!
—Si vuestro hombre mea como cachorro, no debería aspirar a aullar con los lobos. —El Aguilucho se encogió de hombros.
—¡Estoy de acuerdo! —intervino Vincent—. Combatiremos a muerte, si así lo quiere el holandés.
Así lo quiere, señor, exactamente —le aseguró Cumbrae—. Cuando gustéis, estamos dispuestos a comenzar. ¿Queréis dar la señal, capitán Llewellyn?
El Aguilucho retrocedió y, en pocas frases, explicó las reglas a Schreuder, quien hizo una señal de asentimiento y pasó bajo la soga. Se había puesto una camisa fina, abierta en el cuello, para demostrar que no tenía cota de malla abajo. Tradicionalmente, esa nívea tela ofrecía un buen blanco al adversario y mostraba la sangre de cualquier corte.
Al otro lado del cuadrado, Vincent soltó el broche de su manto para dejarlo caer a la arena. Él también vestía de camisa blanca. Con la espada en la mano, saltó ágilmente por sobre la soga y se enfrentó a Schreuder. Los dos comenzaron a entrar en calor con una serie de estocadas y cortes en los que sus hojas cantaban y centelleaban a la luz temprana.
—¿Estáis listo, coronel Schreuder? —preguntó Llewellyn a los pocos minutos, sosteniendo en alto un pañuelo de seda roja.
—¡Listo!
—¿Estáis listo, señor Winterton?
—¡Listo!
Llewellyn dejó caer el pañuelo; entre los tripulantes del Gull se alzó un rugido. Los dos espadachines caminaban en círculos, aproximándose cautelosamente con las espadas extendidas, haciendo girar las puntas. De pronto Vincent se adelantó de un salto, apuntando al cuello de Schreuder, pero el holandés paró con facilidad. Por un largo instante forcejearon en silencio, mirándose a los ojos. Tal vez el joven vio la muerte en la implacable mirada del otro y sintió el acero de su muñeca, pues fue el primero en quebrar. Mientras él retrocedía, Schreuder se lanzó tras él con una serie de veloces estocadas, en las que su hoja centelleó como un rayo de sol.
Esa deslumbrante exhibición obligó a Vincent a parar desesperadamente y a retroceder hasta uno de los toneles de las esquinas. Acorralado allí estaba a merced de Schreuder. Abruptamente el coronel quebró el asalto, volviéndole despectivamente la espalda, y marchó nuevamente al centro. Allí volvió a ponerse en guardia y lo esperó.
Todos los observadores, excepto Cumbrae, habían quedado estupefactos ante el virtuosismo del holandés. Vincent Winterton era un espadachín destacado, pero obviamente se había visto obligado a emplear toda su habilidad para sobrevivir a ese primer ataque. En el fondo, Llewellyn sabía que el joven no había sobrevivido por su habilidad, sino porque Schreuder así lo quería. El muchacho ya había recibido dos cortes leves en el pecho y otra herida más profunda en el brazo izquierdo. Su camisa presentaba tres cortes irregulares y comenzaba a empaparse de sangre.
Vincent echó un vistazo a sus heridas; en su cara se reflejó la desesperación de saber que no era adversario para el holandés. Levantó la cabeza para mirar a Schreuder, que lo esperaba en una pose clásica y arrogante estudiándolo con expresión reconcentrada por sobre la ondulante punta de la espada de Neptuno.
El joven irguió la espalda y se puso en guardia, tratando de sonreír despreocupadamente, aunque se preparaba para avanzar hacia una muerte segura. Los rudos marineros que lo observaban, capaces de aullar y vociferar en una riña de gallos o una corrida de toros, guardaban silencio, sobrecogidos por la terrible tragedia que se estaba desarrollando.
Llewellyn no pudo permitirlo.
—¡Un momento! —exclamó, saltando por sobre la soga para interponerse entre los dos hombres, con el brazo derecho en alto.
—Coronel Schreuder, nos habéis dado sobrados motivos para admirar vuestra destreza con la espada. Habéis derramado sangre. ¿No nos daréis buenos motivos para respetaros declarando satisfecho vuestro honor?
—Que ese inglés cobarde se disculpe frente a todos los presentes. Entonces me daré por satisfecho —dijo Schreuder.
Llewellyn se volvió hacia Vincent, suplicante.
—¿Haréis lo que el coronel pide? Por favor, Vincent; hacedlo por mí y por la confianza que vuestro padre me ha brindado.
El joven estaba mortalmente pálido; la sangre había manchado su camisa con el carmesí de las rosas de junio.
—Hace un momento el coronel Schreuder me ha llamado cobarde. Perdonadme, capitán, pero bien sabéis que no puedo acceder a esas condiciones.
El galés miró tristemente a su joven protegido.
—Quiere matarlo, Vincent. Es lamentable desperdiciar así una vida joven y bella.
—Yo también quiero matarlo. —Ahora que la cuestión estaba decidida, Vincent también pudo sonreír alegre, temerariamente—. Apartaos, capitán, por favor.
Llewellyn, desolado, volvió a salir.
—¡En guardia, señor! —anunció Vincent.
Y se lanzó a la carga, levantando arena con la suela de las botas, atacando y defendiendo su vida misma. La espada de Neptuno era un impenetrable muro de acero que detenía su espada con facilidad, haciendo que sus mejores esfuerzos parecieran infantiles. La grave expresión del holandés no vaciló ni por un momento. Cuando por fin Vincent retrocedió, jadeante y sin aliento, con la sangre chorreante diluida por el sudor, había recibido dos heridas más. En sus ojos había una negra desesperación.
Por fin los marineros del Golden Bough recuperaron el uso de la voz.
—¡Cuartel! ¡Holandés sanguinario! —aullaron—. Basta, hombre. ¡Dejad vivir al muchacho!
"No obtendrán cuartel de Cornelius", se dijo Cumbrae, con una lúgubre sonrisa. "Pero el barullo que meten ayudará a Sam en su tarea."
Echó un vistazo hacia el Golden Bough, anclado en el canal. Todos los hombres de abordo estaban arracimados a lo largo de la barandilla, forzando la vista para ver el duelo. Hasta el vigía, en lo alto del mástil, tenía el telescopio apuntado hacia la playa. Nadie sabía de los botes que salían a toda prisa de entre los manglares. Cochran reconoció a Sam Bowles en el primer bote, que se aproximaba al barco, oculto por el mismo casco. "¡Virgen Santa, Sam la tomará sin un solo disparo!", pensó Cumbrae exultante. Y se volvió hacia el duelo.
—Ya habéis tenido vuestra oportunidad, señor —dijo Schreuder, en voz baja—. Ahora me toca a mí. En guardia, por favor.
Con tres pasos veloces cubrió la distancia que los separaba. El joven paró su primera estocada y bloqueó la segunda, pero la hoja de Neptuno era rápida y huidiza como una cobra enfurecida. Parecía hipnotizarlo con su mortífera danza, que lo forzaba lentamente a ceder terreno. Cada vez que paraba y retrocedía perdía posición y equilibrio.
De pronto Schreuder ejecutó un golpe que pocos espadachines se atrevían a intentar, como no fuera durante la práctica: detuvo ambas hojas en el clásico encuentro prolongado, haciéndolas girar una contra otra hasta que los filos de acero chirriaron de un modo que erizó los nervios de todos los presentes. Una vez establecido ese contacto, ninguno de los dos se atrevió a romperlo, pues habría equivalido a conceder una apertura. Las espadas giraban en un mortífero círculo centelleante. Aquello se convirtió en una prueba de fuerza y resistencia. Vincent sintió el brazo convertido en plomo; el sudor le chorreaba por la barbilla. Estaba desesperado y su muñeca empezaba a temblar y a ceder bajo la tensión.
Entonces Schreuder congeló el círculo fatal. En vez de apartarse, inmovilizó la espada del inglés en una morsa de acero. Fue un despliegue de dominio tal que hasta Cumbrae quedó boquiabierto de asombro.
Por un momento los duelistas permanecieron inmóviles; luego, lentamente, Schreuder empezó a forzar las dos puntas hacia arriba hasta que ambos apuntaron al cielo con los brazos estirados. Vincent estaba indefenso. Trató de contener a la otra hoja, pero le temblaba el brazo y se le contraían los músculos. En el esfuerzo se mordió la lengua, a punto tal que por la comisura de la boca asomó una gota de sangre.
Eso no podía durar. Llewellyn gritó dé desesperación al ver que el joven había llegado al límite de sus fuerzas y su resistencia.
—¡Aguanta, Vincent!
Fue en vano. Vincent se quebró. Rompió el contacto con el brazo derecho muy por encima de la cabeza, dejando el pecho completamente expuesto.
—¡Ja! —gritó Schreuder.
Y su estocada fue un borrón, veloz como la flecha arrojada por un arco. Hundió la punta dos centímetros por debajo del esternón y atravesó el cuerpo; por la espalda asomaron treinta centímetros de acero. Por un largo instante Vincent quedó petrificado, como una figura tallada en mármol. Luego las piernas cedieron y se derrumbó en la arena.
—¡Esto es un asesinato! —exclamó Llewellyn. Entró de un salto al cuadrilátero para arrodillarse junto al joven moribundo. Con él en brazos levantó la vista hacia el holandés—. ¡Un sangriento asesinato!
—Debo tomar eso como una solicitud. —Cumbrae, sonriente, se acercó al hombre arrodillado desde atrás—. ¡Y será un placer daros el gusto, primo!
Sacó la pistola de la cintura y, apoyando la boca contra la nuca de Llewellyn, oprimió el gatillo. Con una fuerte descarga de chispas, la pistola rugió y dio un brinco en el puño del Aguilucho. A tan poca distancia, la carga de plomo atravesó limpiamente el cráneo del galés, volándole la mitad de la cara en harapos rojos. El hombre cayó hacia adelante, con el cadáver de Vincent todavía en los brazos.
El Aguilucho se volvió rápidamente. Desde el oscuro bosquecillo ya se elevaba el cohete rojo, dejando una parábola de humo plateado contra el frágil azul del cielo matutino: la señal para que Sam Bowles y su grupo de abordaje asolaran las cubiertas del Golden Bough.
Mientras tanto, los artilleros escondidos entre los árboles apartaban las ramas que cubrían sus culebrinas. El Aguilucho había instalado personalmente la batería, de modo que cubriera todo el costado del cuadrilátero donde estarían los marineros del Golden Bough, de a cuatro en fondo. Las culebrinas estaban cargadas de metralla.
Aunque no habían visto la batería escondida, los marineros del Golden Bough se estaban recobrando rápidamente de la impresión sufrida al ver asesinar a sus oficiales. Entre ellos surgió un rumor de furia y fuertes exclamaciones de indignación, pero no había quién diera la orden y, aunque todos desenvainaron sus chafarotes, nadie avanzó.
El Aguilucho asió al coronel Schreuder por el brazo libre y le espetó al oído:
—¡Vamos! ¡Deprisa! Salid de aquí.
Y lo arrastró fuera del sector demarcado.
—¡Por Dios, señor, habéis asesinado a Llewellyn! —protestó el holandés, estupefacto—. ¡Estaba desarmado, indefenso!
—Más tarde discutiremos los detalles —prometió Cumbrae. Y rodeó con una bota el tobillo de Schreuder, al tiempo que lo empujaba hacia adelante. Los dos cayeron despatarrados en la zanja que el escocés había hecho excavar especialmente, en el momento en que los marineros del Golden Bough irrumpían entre las sogas, tras ellos.
—¿Qué hacéis? —bramó el coronel—. ¡Soltadme inmediatamente!
—Os estoy salvando la vida, idiota —le gritó Cumbrae al oído.
Y le hundió la cabeza por debajo del borde de la zanja, en el momento en que la primera descarga de metralla tronaba en el bosquecillo, barriendo la playa.
El Aguilucho había calculado la distancia con cuidado, para que la difusión de los proyectiles alcanzara su arco más mortífero. Dio de lleno en la falange de marineros y rastrilló la arena de la playa, levantando una tormenta cegadora, antes de hendir la superficie de las aguas como un vendaval. Casi todos los marineros cayeron instantáneamente, pero unos pocos permanecieron de pie, tambaleándose como ebrios, aturdidos por las heridas, el estruendo de la cañonada y la ráfaga de aire.
Cumbrae levantó su espada escocesa, que había sepultado en el fondo de la zanja bajo un poco de arena, y se levantó de un salto para lanzarse contra los sobrevivientes. Degolló limpiamente al primer hombre que se le puso en el camino, en el momento en que sus propios marineros salían de la cortina de humo, gritando como demonios y blandiendo los alfanjes.
Cayeron sobre el diezmado grupo de la playa y lo hicieron pedazos, aun después de que Cumbrae gritara:
—¡Basta! ¡Dad cuartel a los que se rindan!
Nadie escuchó esa orden. Sus hombres siguieron descargando golpes de chafarote hasta que la sangre vertida les empapó los brazos y salpicó las caras sonrientes. El Aguilucho tuvo que repartir golpes en derredor, usando los puños y la espada de plano.
—¡Basta! Necesitaremos hombres para tripular el Golden Bough. Guardadme una docena, rufianes sanguinarios.
Le dejaron menos de lo que pedía. Cuando acabó la masacre sólo quedaban nueve, atados de pies y manos, tendidos boca abajo en la arena como cerdos en el mercado.
—¡Por aquí! —bramó el Aguilucho.
Y la tripulación lo siguió a brincos hasta la playa, donde estaban amarradas las falúas del Golden Bough. Después de amontonarse en ellas, tomaron los remos y, con Cumbrae berreando en la proa como un animal herido, llegaron hasta el barco del galés e invadieron la cubierta con las espadas desnudas y las pistolas cebadas.
Allí no se necesitaba ayuda. Los hombres de Sam Bowles habían tomado el Golden Bough por sorpresa. La cubierta estaba resbaladiza por la sangre y los cadáveres se amontonaban en todas partes. Bajo el castillo de proa, unos pocos de los tripulantes resistían desesperadamente, rodeados por la banda de Sam. Al ver que el Aguilucho invadía la cubierta con otro grupo, todos arrojaron sus chafarotes. Los que sabían nadar corrieron a la borda y se zambulleron en la laguna, mientras los otros caían de rodillas implorando cuartel.
—Dejadlos vivir, señor Bowles —gritó Cumbrae—. ¡Necesito marineros!
Sin verificar que se cumpliera su orden, arrebató un mosquete al hombre que tenía a su lado y corrió a la barandilla. Los marineros fugitivos avanzaban chapoteando hacia los manglares. Apuntó cuidadosamente hacia una de las cabezas, que dejaba entrever la piel rosada bajo el pelo entrecano. Acertó; el hombre levantó las manos y se hundió, dejando una mancha rojiza en la superficie. Los que rodeaban a Cumbrae se unieron al juego entre gritos de gozo, contando los blancos y haciendo apuestas.
—¿Quién me da cinco chelines por ese pícaro de la coleta rubia?
Y disparaban contra los nadadores como contra patos heridos.
Sam Bowles apareció con una gran sonrisa.
—El barco es vuestro, señor.
—Buen trabajo, señor Bowles. —Cumbrae le dio una palmada congratulatoria tal que estuvo en un tris de derribarlo—. Hay algunos escondidos en el entrepuente. ¡Hacedlos salir! Pero tratad de apresarlos vivos. Lanzad un bote al agua para traer también a aquéllos. —Señaló a los pocos sobrevivientes que aún chapoteaban rumbo a los manglares—. Bajo al camarote de Llewellyn para buscar los papeles del barco. Llamadme cuando tengáis a todos los prisioneros bien atados en el combés de la nave.
Abrió de un puntapié la puerta cerrada de Llewellyn y se detuvo a observar el interior. Estaba finamente decorada, con muebles tallados y cortinados de terciopelo. En el escritorio encontró las llaves de la caja fuerte atornillada a la cubierta, bajo la cómoda litera. Al abrirla reconoció de inmediato el monedero que había dado a Llewellyn.
—Te estoy muy agradecido, Christopher. Adonde vas no te hará falta esto —murmuró, mientras se lo deslizaba en el bolsillo. Abajo había una segunda bolsa, que él vació en el escritorio.
—Doscientas dieciséis libras, cinco chelines y dos peniques —contó—. Este dinero será para mantener el barco. Muy parsimonioso, pero agradezco cualquier contribución.
Entonces vio un pequeño cofre de madera en el fondo de la casa. Lo sacó para inspeccionar el nombre tallado en la tapa: "El Honorable Vincent Winterton". Estaba cerrado con llave, pero cedió de inmediato a la hoja de su puñal. Cumbrae sonrió al ver lo que contenía. Mientras dejaba correr un puñado de monedas entre los dedos, pensó: "Ésta ha de ser la suma perdida por el buen coronel, pero no quiero que la tentación lo lleve a apostarla otra vez. Yo se la cuidaré."
Se sirvió un vaso de coñac francés, de la provisión del capitán, y se sentó ante el escritorio para revisar los libros y documentos de abordo. Más tarde, el libro de bitácora sería una lectura interesante, pero lo dejó a un lado. Echó un vistazo a un contrato de sociedad con Lord Newern; al parecer, era el propietario del Golden Bough.
—Ya no, milord —sonrió—. Lamento informaros que ahora es todo mío.
El manifiesto de la carga fue una desilusión. El Golden Bough llevaba mercancías baratas: hachas y cuchillos, paños, cuentas y anillos de cobre. Sin embargo, también había en sus bodegas quinientos mosquetes y una buena provisión de pólvora.
—¡Ah, conque ibas a contrabandear algunas armas! ¡Qué vergüenza, mi querido Christopher! —Chasqueó la lengua con desaprobación—. Tendré que buscar algo mejor para llenar las bodegas en el viaje de regreso —se prometió, mientras bebía otro poco de coñac.
Prosiguió con los otros documentos. Había una segunda carta de Newern, aceptando que el Golden Bough operara como buque de guerra al servicio del Preste Juan, y una florida nota de presentación dirigida a éste, firmada por el conde de Clarendon, Canciller de Inglaterra, donde se refería a Christopher Llewellyn en los términos más elogiosos.
—¡Ah, esto es más valioso! Alterando un poco el nombre, hasta yo me dejaría engañar. —Después de plegarla con cuidado, guardó nuevamente el cofre, las bolsas, los libros y los documentos en la caja fuerte, cuya llave se colgó del cuello con una cinta. Mientras liquidaba el coñac analizó los posibles cursos de acción.
Esa guerra del Gran Cuerno lo intrigaba. Pronto comenzarían a soplar los vientos alisios del sudeste en el Océano de las Indias. En sus alas benévolas, el Gran Mogol enviaría a sus dhows, cargados de tropas y tesoros, desde su imperio dentro del continente indo hacia sus territorios de la costa africana. También estaba el peregrinaje anual de los fieles del Islam, que aprovechaban esos mismos vientos para navegar por las aguas árabes hacia el sitio natal del Profeta. Potentados y príncipes, ministros de estado y ricos mercaderes, todos llevarían consigo riquezas que sólo cabía imaginar, para depositar como ofrendas en las sagradas mezquitas y templos de La Meca y Medina.
Cumbrae se permitió soñar por algunos minutos con enormes rubíes y zafiros del tamaño de un puño, con elefantes cargados de oro y plata en barras.
—Con el Gull y el Golden Bough navegando juntos, no habrá príncipe pagano capaz de resistírseme. Llenaré mis bodegas de lo mejor. El miserable tesoro de Franky Courtney palidece ante tal abundancia —se consoló. Aún estaba irritado por no haber podido encontrar el escondrijo de Franky—. Cuando me vaya de esta laguna dejaré los huesos de Jiri y sus compañeros como señales de mi paso —se prometió.
Sam Bowles interrumpió sus pensamientos.
—Con el perdón de Vuestra Gracia, ya hemos reunido a todos los prisioneros. No se nos escapó ninguno.
El Aguilucho se levantó, feliz de que algo lo distrajera de esas lamentaciones.
—Veamos qué tienes para mí.
Los prisioneros, atados y en cuclillas, formaban tres filas en el combés de la nave.
—Cuarenta y dos hombres curtidos —dijo Sam, orgulloso—, sanos de cuerpo y alma.
—¿Ninguno está herido? —preguntó el Aguilucho, incrédulo.
Sam respondió en un susurro:
—Imaginé que no querríais molestaros en hacerles de enfermera, así que a los heridos les sumergimos la cabeza para ayudarlos a alcanzar el regazo de Jesús. Para la mayoría fue misericordioso.
—Vuestra compasión me asombra, señor Bowles —gruñó Cumbrae—, pero en lo sucesivo ahorradme esos detalles. Como sabéis, son hombres de talante tierno.
Y apartó el asunto de su mente para estudiar a sus prisioneros. Pese a lo asegurado por Sam, muchos habían recibido un fuerte castigo; tenían los ojos amoratados y los labios partidos. Ninguno alzó la cabeza para mirarlo.
Recorrió lentamente esas filas, deteniéndose de vez en cuando para aferrar un puñado de pelo y levantar una cara. Cuando llegó al final de la línea les habló con jovialidad:
—Escuchad, mis valientes muchachos: tengo una litera para cada uno de vosotros. Si navegáis conmigo, recibiréis un chelín al mes y una buena parte del botín. Tan seguro como que me llamo Angus Cumbrae, habrá carradas de oro y plata para compartir.
Como ninguno respondía, frunció el entrecejo.
—¿Estáis sordos o los ratones os han comido la lengua? ¿Quién navegará con Cochran de Cumbrae?
El silencio pendía sobre la cubierta, denso. Dio un paso hacia adelante para escoger al que le pareció más inteligente.
—¿Cómo te llamas, hijo?
—Davey Morgan.
—¿Navegarás conmigo, Davey?
El hombre alzó lentamente la cabeza para mirar al Aguilucho.
—Vi masacrar al joven señor Winterton y matar al capitán a sangre fría, allá en la playa. No navegaré con un pirata asesino.
—¡Pirata! —aulló el Aguilucho—. ¿Te atreves a llamarme pirata, pedazo de tripa hedionda? ¡Naciste para servir de pienso a las gaviotas y eso es lo que harás!
La gran espada escocesa brotó de la vaina y se ensartó en la cabeza de Davey Morgan entre los dientes, hasta llegar a los hombros. Con el arma ensangrentada en la mano, Cochran recorrió las filas de prisioneros.
—¿Algún otro se atreve a llamarme pirata en la cara?
Nadie habló. Por fin Cumbrae giró hacia Sam Bowles.
—Encerradlos a todos en la bodega del Golden Bough. Dadles un vaso de agua y una galleta por día. Que reflexionen mejor sobre mi ofrecimiento. Dentro de algunos días volveré a hablar con estos encantos. Ya veremos si entonces tienen mejores modales.
Luego llevó a Sam a un lado para decirle, bajando la voz:
—Quedan algunos daños por reparar. —Señaló el cordaje—. Ahora serás tú quien comande este barco. Pon todo en orden de inmediato. Quiero levar esa maldita ancla lo antes posible. ¿Me oyes, capitán Bowles?
Ese título encendió de placer la cara de Sam.
—Vuestra Gracia puede confiar en mí.
Cumbrae marchó hacia la borda para embarcarse en una de las falúas.
—Llevadme de nuevo a la playa.
Bajó antes de que tocaran la arena, para vadear hasta la playa con el agua a la rodilla. El coronel Schreuder lo estaba esperando.
—Debo hablar con vos, milord —dijo.
El Aguilucho le sonrió con aire simpático.
—Vuestra conversación siempre es un placer, señor. Acompañadme. Podemos dialogar mientras me ocupo de mis asuntos.
Y caminó hacia el bosquecillo.
—El capitán Llewellyn era… —comenzó Schreuder.
Pero el Aguilucho lo interrumpió:
—Llewellyn era un pirata sanguinario. No hice más que defenderme de su traición. —Se detuvo abruptamente para enfrentar a Schreuder, levantándose la manga para exhibir una cicatriz purpúrea que le desfiguraba el hombro—. ¿Veis esto? Es lo que conseguí por confiar en Llewellyn una vez. Si no lo hubiera impedido, sus desesperados se habrían arrojado sobre nosotros para masacrarnos allí mismo. No dudo que comprendéis y estáis agradecido por mi intervención. Podríais haber sido vos el que siguiera ese camino.
Señaló al grupo de hombres que arrastraban los cadáveres de Llewellyn y Vincent Winterton por las piernas. La cabeza destrozada del capitán iba dejando un rastro rojo en la arena. Schreuder observó la escena con horror. Reconocía en las palabras de Cumbrae una advertencia y una amenaza. Más allá de la primera fila de árboles había una serie de zanjas profundas, recién cavadas por toda la superficie que antes ocupaba el campamento de Sir Francis Courtney. Su choza había desaparecido, reemplazada por un pozo de seis metros de profundidad, cuyo fondo estaba anegado por las filtraciones de agua de la laguna: Había otra gran excavación en el sitio que ocupara el cobertizo de las especias. Era como si un ejército de mineros hubiera estado trabajando entre los árboles. Los hombres del Aguilucho arrastraron los cadáveres hasta el más próximo de esos pozos y los dejaron caer allí sin ceremonias. Los cuerpos se deslizaron por el costado hasta caer con un chapoteo en el agua del fondo.
Schreuder parecía atribulado e inseguro.
—Me cuesta creer que Llewellyn fuera esa clase de persona.
Pero el escocés no le permitió terminar.
—¡Por Dios, Schreuder! ¿Dudáis de mi palabra? ¿No dijisteis que queríais unir vuestra suerte a la mía? Si mis actos os ofenden, será mejor que nos separemos ahora mismo. Os daré una de las pinazas del Golden Bough y algunos de los piratas de Llewellyn para que podáis volver a Buena Esperanza. Allá explicaréis vuestros escrúpulos al gobernador van de Velde. ¿Os parece preferible?
—No, señor, en absoluto —respondió el coronel, apresuradamente—. Bien sabéis que no puedo regresar a Buena Esperanza.
—Pues bien, ¿estáis todavía conmigo?
Schreuder aún contemplaba la horrenda labor de esos hombres. Comprendió que, si irritaba a Cumbrae, probablemente acabaría en el foso, con Llewellyn y los tripulantes del Golden Bough. Estaba atrapado.
—Estoy con vos —dijo, finalmente.
El Aguilucho asintió con la cabeza.
—Chocad esa mano, pues.
Y alargó el enorme puño pecoso, cubierto de pelo rojizo. Schreuder alargó lentamente la mano para estrecharla. Cumbrae vio en sus ojos que había comprendido: desde ese momento en adelante estaría fuera de la sociedad aceptable. Entonces supo que por fin podía confiar en ese holandés. Al aceptar y condonar la masacre del Golden Bough, se había convertido en pirata y forajido. Pertenecía a Cumbrae en todo sentido.
—Venid conmigo, señor. Voy a mostraros lo que hemos hecho aquí. —El escocés cambió de tema con facilidad, guiando a Schreuder por entre las fosas comunes sin echar otra mirada al montón de cadáveres—. Conocí bien a Francis Courtney; éramos como hermanos. Estoy seguro de que su fortuna está escondida por aquí. Tenía el botín del Standvastigheid y el del Heilige Nacht. ¡Por los clavos de Cristo! Tiene que haber veinte mil libras enterradas en estas arenas.
Llegaron a la trinchera larga y profunda donde ya trabajaban cuarenta hombres con sus palas. Entre ellos, los tres marineros negros que Cumbrae había comprado en Buena Esperanza.
—¡Jiri, Matesi, Kimatti! —bramó el Aguilucho. Los esclavos arrojaron las palas y salieron de la zanja, trepidantes, para enfrentarse al amo.
—Mirad estas bellezas señor. Pagué quinientos florines por cada uno. Fue el peor negocio que jamás hice. Ante vuestros ojos tenéis la prueba viviente de que los negros sólo saben hacer tres cosas: evadir el trabajo, robar y copular. —Cumbrae dejó escapar una risotada—. ¿No es verdad Jiri?
—Sí, amito —asintió Jiri con una gran sonrisa—. Eso es verdad divina.
El Aguilucho dejó de reír tan bruscamente como había comenzado.
—¿Qué sabes tú de Dios, pagano? —rugió. Y moviendo el puño en un gran arco derribó al negro nuevamente en la zanja.
—Volved al trabajo, los tres.
Ellos recogieron las palas para atacar frenéticamente el fondo de la zanja, haciendo volar la tierra por sobre el parapeto.
Cumbrae puso los brazos en jarras.
—¡Escuchad, hijos de la medianoche! Me habéis dicho que el tesoro está enterrado aquí. Bueno, halládmelo o no vendréis conmigo cuando zarpe. Os enterraré a los tres en esa tumba que estáis cavando con esas zarpas mugrientas. ¿Me habéis oído?
—Os oímos, amito —respondieron al unísono.
—Hace meses que me mienten. Mis pícaros y yo estamos hartos de jugar a los topos. Permitid que os ofrezca la hospitalidad de mi humilde morada y un jarrito de whisky. Entonces podréis decirme cuanto sepáis de esa bonita guerra entre el Gran Mogol y el Preste. Creo que vos y yo podríamos encontrar mejor ocupación y más ganancias.
El escocés tomó a Schreuder por el brazo para llevárselo amistosamente.
—He llegado a aceptar la triste verdad de que nunca fueron donde estaba el tesoro de Franky supiera de la Laguna de los Elefantes.
Schreuder le dijo algo con aspereza y él apartó la mano.
A la luz de la lumbre, Hal estudiaba a su banda, que comía con voraz apetito la carne ahumada de la cena. En los últimos días la caza había sido pobre y casi todos estaban fatigados. Sus propios marineros nunca habían sido esclavos. El trabajo forzado en las murallas de Buena Esperanza no los había quebrado ni abatido; por el contrario, lo que hizo fue endurecerlos. Y ahora, la prolongada marcha les había templado el carácter. No se podía pedir más de ellos: eran guerreros fuertes y probados. Althuda le inspiraba simpatía y confianza, pero había sido esclavo desde la niñez y algunos de sus hombres jamás serían combatientes.
Sabah era una desilusión, pues se había vuelto taciturno y obstructivo. Rehuía sus deberes y protestaba por las órdenes de Hal. Su frase favorita era: "¡Ya no soy esclavo! ¡Nadie tiene derecho a darme órdenes!"
"A Sabah no le iría bien con marineros como los del Aguilucho", pensó Hal. Pero levantó la vista con una sonrisa al ver que Sukeena venía a sentarse a su lado.
—No te enemistes con Sabah —le susurró ella.
No quiero eso, pero aquí todos debemos hacer nuestra parte.
La miró con ternura.
—Tú vales por diez hombres como Sabah, pero hoy te vi tropezar más de una vez; había dolor en tus ojos cuando no sabías que te estaba observando. ¿Estás enferma, amor mío? ¿Es realmente demasiado duro el ritmo que impongo?
—Eres demasiado cariñoso, Gundwane —le sonrió—. Caminaré contigo sin quejarme hasta las mismas puertas del infierno.
—Lo sé y eso es lo que me preocupa. Si no te quejas, ¿cómo haré para saber lo que te aqueja?
—No me aqueja nada —le aseguró ella.
—Júramelo —insistió—. ¿No me estás ocultando alguna enfermedad?
—Te lo juro con este beso. —Le ofreció los labios—. Todo está bien, según la voluntad de Dios, y voy a demostártelo.
Lo tomó de la mano para conducirlo al rincón oscuro de la empalizada donde había dispuesto la cama. Aunque su cuerpo se fundió con el de Hal tan dulcemente como siempre, había en su amor una suavidad, una languidez que resultaban extrañas; aunque eso encantó a Hal mientras su pasión estuvo al rojo vivo, le dejó una sensación de inquietud y desconcierto. Tenía conciencia de que algo había cambiado, pero no sabía exactamente qué.
Al día siguiente la observó con atención durante la larga marcha; le pareció que, en los tramos más empinados, su paso no tenía la elasticidad de antes. Cuando el calor empezó a apretar, ella perdió su puesto en la columna y comenzó a retrasarse.
Zwaantie quiso ayudarla a sortear un tramo escarpado del sendero que seguían, pero Hal aminoró el paso, casi imperceptiblemente para darle un respiro; también ordenó el alto de mediodía más temprano que en las jornadas precedentes.
Esa noche Sukeena durmió a su lado con la inmovilidad de la muerte, mientras Hal velaba. Por entonces ya estaba persuadirlo de que ella no estaba bien, aunque tratara de ocultarle su debilidad. Mientras dormía, su respiración era tan ligera que él debió acercar el oído a sus labios para tranquilizarse. Cuando la estrechó contra sí tuvo la sensación de que su cuerpo estaba afiebrado. En una ocasión, justo antes del alba, ella lanzó un gemido tan patético que el corazón del joven se llenó de amor y preocupación. Por fin él también se quedó profundamente dormido. Despertó sin haber soñado, con un respingo, y alargó la mano hacia ella, pero no la encontró.
Se incorporó sobre un codo para echar un vistazo a la empalizada. La fogata se había apagado en un charco de ascuas, pero la Luna llena, ya baja por occidente, le permitió ver que Sukeena no estaba allí. Distinguió la forma oscura de Aboli; el lucero del alba se perdía casi por completo en el claro de luna, pero ardía justo sobre su cabeza, en tanto montaba guardia a la entrada.
Estaba despierto, pues Hal lo oyó toser con suavidad y luego vio que se arropaba en la manta de pieles.
Arrojó a un lado su propia manta para ir a sentarse en cuclillas a su lado.
—¿Dónde está Sukeena? —susurró.
—Salió hace un rato.
—¿Hacia dónde?
—Bajó al arroyo.
—¿Y no la detuviste?
—Iba a hacer sus cosas privadas. —Aboli se volvió a mirarlo con curiosidad—. ¿Cómo iba a detenerla?
—Lo siento —susurró Hal—. No quería regañarte. Es que ella me tiene preocupado. No está bien. ¿No te has dado cuenta?
El negro vaciló.
—Quizás —asintió—. Las mujeres son hijas de la Luna y faltan pocas noches para el plenilunio; tal vez esté con sus flujos.
—Voy a buscarla.
Hal bajó por el escarpado sendero hacia el estanque donde se habían bañado la noche anterior cuando iba a llamarla por su nombre, oyó un ruido que lo enmudeció. Se detuvo a escuchar alarmarlo, y lo oyó otra vez: un sonido de dolor y aflicción. Al avanzar un poco más la vio de rodillas en el banco de arena junto al estanque. Había descartado la manta y el claro de luna brillaba sobre su piel desnuda, impartiéndole la pátina del marfil pulido. Estaba doblada en las convulsiones de la descompostura. Hal, preocupado, la vio vomitar en la arena.
Corrió hacia ella para dejarse caer de rodillas a su lado. Sukeena lo miró con desesperación.
—No deberías verme así —susurró, enronquecida. Luego apartó la cara y volvió a vomitar.
Hal le rodeó los hombros desnudos con un brazo. Estaba fría y temblaba.
—Estás enferma —murmuró él—. Oh, amor mío, ¿por qué no me dijiste la verdad? ¿Por qué trataste de ocultármelo?
Ella se limpió la boca con el dorso de la mano.
—No deberías haberme seguido. No quería que lo supieras.
—Si estás enferma tengo que saberlo. ¿No confías en mí?
—No quería ser una carga ni que demoraras la marcha por mi culpa.
Él la abrazó.
—Nunca serás una carga para mí. Eres el aire de mis pulmones y la sangre de mis venas. Ahora dime francamente lo que te aqueja, querida mía.
Ella suspiró, estremecida.
—¡Oh, Hal, perdóname! No quería que sucediera esto, por ahora. Para evitarlo he tomado todas las medicinas que conocía.
—¿Qué es? —preguntó él, confuso y desconcertado—. Dímelo, por favor.
—Llevo un hijo tuyo en el vientre.
Hal la miró, estupefacto, sin poder moverse ni hablar.
—¿Por qué callas? ¿Por qué me miras así? No te enojes conmigo, por favor.
De pronto él la estrechó contra su pecho, con todas sus fuerzas.
—No es el enojo lo que me cierra la boca, sino el gozo. Gozo por nuestro amor. Gozo por el hijo que me prometiste.