El coronel Cornelius Schreuder tuvo que esperar una hora en la antecámara del castillo, antes que el gobernador van de Velde condescendiera a recibirlo. Por fin el asistente lo hizo pasar; entró en la sala de audiencias a grandes pasos, pero van de Velde continuó firmando los documentos y las proclamas que Jacobus Hop le ponía adelante, uno a uno, como si se negara a reconocer su presencia.

Schreuder vestía su uniforme de gala, con todas las condecoraciones. Su peluca estaba recién rizada y empolvada; sus bigotes, atusados con cera de abejas. Tenía todo un lado de la cara cubierto de costras y cicatrices rosadas.

Después de firmar el último documento, van de Velde despidió a Hop con un ademán. Cuando el empleado hubo salido, cerrando la puerta a su espalda, el gobernador tomó del escritorio el informe escrito de Schreuder, como si fuera un excremento especialmente repulsivo.

—¿Conque perdisteis casi cuarenta hombres, Schreuder? —inquirió pesadamente—. Por no mencionar los ocho caballos, que eran los mejores de la Compañía.

—Treinta y cuatro hombres —corrigió el coronel, todavía en rígida posición de firme.

—¡Casi cuarenta! —repitió van de Velde, con expresión de repugnancia—. Y ocho caballos. Los convictos y esclavos que perseguíais se os escaparon limpiamente. No parece una gran victoria, ¿verdad, coronel?

Schreuder clavó una mirada furiosamente ceñuda en los adornos del techo, por sobre la cabeza de su interlocutor.

—La seguridad del castillo es responsabilidad vuestra, Schreuder. Vigilar a los prisioneros es responsabilidad vuestra. Cuidar de mi persona y la de mi esposa también es responsabilidad vuestra. ¿Estamos de acuerdo, Schreuder?

—Sí, Vuestra Excelencia. A Schreuder empezó a contraérsele un nervio bajo el ojo.

—Permitisteis que los prisioneros escaparan. Permitisteis que despojaran a la Compañía de sus pertenencias. Les permitisteis dañar lamentablemente este edificio con explosivos. ¡Mirad cómo han quedado mis ventanas! —Van de Velde señaló los marcos vacíos donde habían estallado los vitrales—. ¡Según los informes que me han presentado, el daño asciende a más de cien mil gúldenes! ¡Cien mil gúldenes! Y por añadidura, permitisteis que los prisioneros nos secuestraran, a mi esposa y a mí, poniéndonos en peligro de muerte…

Tuvo que hacer una pausa para dominar su genio.

—Luego permitisteis que asesinaran a casi cuarenta servidores de la Compañía, incluidos cinco hombres blancos. ¿Cómo suponéis que reaccionarán los Diecisiete de Ámsterdam cuando reciban mi informe completo, donde describo en detalle hasta qué punto descuidasteis vuestras funciones? ¿Qué creéis que dirán? ¡Respondedme, presuntuoso individuo! ¿Qué creéis que dirán?

—Puede haber cierto disgusto —replicó Schreuder, siempre tieso.

—¿Cierto disgusto? ¡Cierto disgusto! —chilló van de Velde. Y se dejó caer en la silla, boqueando como un pez en tierra. Una vez recuperado continuó—: Seréis el primero en saber si hay o no cierto disgusto, Schreuder. Os devuelvo a Ámsterdam en completa desgracia. Partiréis dentro de tres días a bordo del Weltevreden, que en este momento está anclado en la bahía. El mismo barco llevará mi informe a Ámsterdam, junto con mi más enérgica condena de vuestra actuación. Os presentaréis ante los Diecisiete para ofrecerles vuestras disculpas en persona. —Dedicó al coronel una mueca maligna y jactanciosa—. Vuestra carrera militar está liquidada, Schreuder. Os sugiero que analicéis la posibilidad de dedicaros a mantenido de putas, ocupación para la que habéis demostrado considerables aptitudes. Adiós, coronel Schreuder. Dudo de que vuelva a tener el placer de vuestra compañía.

Ardiendo por los insultos del gobernador, como si hubiera recibido veinte latigazos, Schreuder salió a grandes pasos hacia la escalinata. Para darse tiempo de recobrar la compostura, se detuvo a inspeccionar los daños causados por la explosión en los edificios que rodeaban el patio. La armería estaba reducida a un montón de escombros. La madera que techaba el ala norte, destrozada y ennegrecida por el incendio que había seguido a la detonación. Pero los muros exteriores se mantenían intactos y los otros edificios sólo habían sufrido daños superficiales.

Los centinelas, que antes le habrían hecho inmediatamente la venia al verlo aparecer, se demoraban en rendirle honores. Por fin lo saludaron con aire despreocupado; uno de ellos lo hizo con una descarada sonrisa. En la diminuta comunidad de la colonia, cualquier noticia corría con celeridad. Obviamente, toda la guarnición estaba ya enterada de su deshonrosa expulsión por parte de la Compañía. Para Jacobus Hop debía de haber sido un placer divulgar la novedad, decidió Schreuder, mientras se volvía hacia el centinela sonriente.

—¡Borrad inmediatamente esa mueca burlona de vuestra fea cara, si no queréis que os la saque con mi espada!

El hombre recobró inmediatamente la seriedad y se puso rígido, con la vista fija hacia adelante. No obstante, mientras Schreuder cruzaba el patio, Manseer y los otros capataces intercambiaron murmullos y ocultaron sonrisas detrás de la mano. Hasta algunos de los prisioneros recapturados, que ahora reparaban los daños cargados de cadenas, interrumpieron el trabajo para sonreírle con malicia.

Semejante humillación era penosa para un hombre de su temperamento y su orgullo. Trató de imaginar cómo sería cuando, de regreso en Holanda, tuviera que enfrentarse al Consejo de los Diecisiete. Su vergüenza sería repetida en todas las tabernas, en todos los puertos, cuarteles y salones, en las grandes mansiones de Ámsterdam. Van de Velde tenía razón: se convertiría en un paria.

Cruzó a grandes pasos los portones y el puente del foso. No sabía adónde iba, pero giró hacia la costa y se detuvo antes de llegar a la playa para contemplar el mar. Lentamente iba poniendo algún control en sus turbulentas emociones; comenzaba a buscar algún escape del desprecio y el ridículo que no podía soportar.

"Me tragaré una bala", decidió. "Es la única salida." Pero casi de inmediato su temperamento rechazó ese curso de acción tan cobarde. Recordó cuánto había despreciado a un compañero de armas de Batavia que, por cuestiones de faldas, se había puesto una pistola cargada en la boca para volarse el cráneo.

—¡Es una solución de cobardes! —dijo en voz alta—. No sirve para mí.

No obstante, jamás podría obedecer la orden de regresar a Holanda. Pero tampoco podría permanecer allí, en Buena Esperanza, ni viajar a otras posesiones holandesas del planeta. Era un descastado; debía hallar otras tierras donde no se conociera su vergüenza.

Su mirada se concentró en el grupo de barcos anclados frente a Table Bay. Allí estaba el Weltevreden, a bordo del cual van de Velde deseaba enviarlo a enfrentarse con los Diecisiete. Recorrió con la mirada los otros barcos. En tres de ellos no se embarcaría, pues eran holandeses. Sólo quedaban dos barcos extranjeros. Uno era un negrero portugués, que iba hacia los mercados de Zanzíbar; la mera idea de navegar en un barco negrero le resultaba desagradable, pues su olor llegaba hasta la playa. El otro navío era una fragata inglesa de buena construcción que, por su aspecto, había sido botada recientemente. Parecía un barco de guerra, pero él había oído que era propiedad de un armador. Pudo leer su nombre en el costado: Golden Bough. Sabía dónde buscar información: encasquetándose el sombrero sobre la peluca, echó a andar a lo largo de la costa, dirigiéndose a la más cercana de las insalubres casuchas que servían como burdeles y cantinas a los marineros.

La taberna estaba atestada, aun a esa altura de la mañana; como carecía de ventanas, el interior estaba oscuro y apestaba a tabaco, licores baratos y humanidad sin lavar. La mayoría de las rameras eran hotentotes, pero había una o dos mujeres blancas, demasiado afectadas por los años y la sífilis como para trabajar en los puertos de Rótterdam o St. Pauli. De algún modo habían logrado embarcarse hacia el sur y, tras bajar a la costa como ratas, sobrevivían a duras penas en ese ambiente miserable, antes que las enfermedades venéreas las consumieran por completo.

Con la mano en el pomo de la espada, Schreuder despejó para sí una mesa pequeña, utilizando una palabra áspera y una mirada altanera. Una vez que estuvo sentado, ordenó a una de las ojerosas criadas que le sirviera un jarro de cerveza liviana.

—¿Cuáles son los tripulantes del Golden Bough? —preguntó, arrojando una moneda de plata a la sucia mesa.

La fulana arrebató inmediatamente esa muestra de generosidad para dejarla caer por el escote de su mugriento vestido, entre las tetas colgantes; luego señaló con la cabeza a tres marineros que ocupaban una mesa en el rincón más alejado.

—Lleva a cada uno de esos caballeros otro orinal de esa horrible meada que servís aquí y diles que yo invito.

Media hora después, al salir de la taberna, Schreuder sabía adónde se dirigía el Golden Bough, el nombre de su capitán y su talante. Entonces volvió tranquilamente a la playa y alquiló un esquife para que lo llevara a remo hasta la fragata.

La guardia de a bordo lo vio en cuanto abandonó la playa; por su porte y su vestimenta se notaba que era un hombre importante. Cuando Schreuder pidió permiso para subir a bordo, un suboficial galés, robusto y de cara rubicunda, le dedicó un cauto saludo y lo condujo hacia un camarote de popa, donde el capitán Christopher Llewellyn se levantó para darle la bienvenida. Una vez sentado, ofreció a Schreuder un jarro de cerveza negra, obviamente aliviado al descubrir que el visitante hablaba buen inglés. Llewellyn no tardó en aceptarlo como caballero y par suyo, por lo cual habló con desenvoltura y franqueza.

Comenzaron por analizar las recientes hostilidades entre sus dos países, declarando su alegría porque se hubiera logrado una paz satisfactoria; luego discutieron el comercio marítimo en los océanos del este y las políticas que imperaban en las Indias Orientales y la India. Esas regiones estaban muy involucradas en la rivalidad existente entre las potencias europeas, cuyos barcos mercantes y navales ingresaban en los mares de Oriente en número cada vez mayor.

—También hay conflictos religiosos que complican a los países del este —comentó Llewellyn—. Mi viaje actual se debe a un pedido del Rey cristiano de Etiopía, el preste Juan, que solicita asistencia militar en su guerra contra las fuerzas del Islam.

Ante la mención de una guerra en Oriente, Schreuder se irguió un poco más en la silla. Aunque momentáneamente estuviera desempleado, la guerra era su oficio.

—No estaba enterado de ese conflicto. Contadme algo más sobre él, por favor.

—El Gran Mogol ha enviado su flota y un ejército bajo el mando de su hermano menor, Sadiq Khan Jahan, para que arrebate al Rey cristiano los países que componen la costa marítima del Gran Cuerno de África. —Llewellyn interrumpió su explicación para preguntar—: Decidme, coronel, ¿conocéis bien la religión islámica?

Schreuder asintió.

—Sí, desde luego. En los últimos treinta años he tenido bajo mi mando a muchos musulmanes. Hablo árabe y he estudiado el Islam.

—En ese caso sabréis que uno de los preceptos de este credo militante es el hadj, el peregrinaje a La Meca, lugar de nacimiento del profeta, que está situado en las costas orientales del Mar Rojo.

—¡Adivino vuestra intención! —exclamó Schreuder—. Cualquier peregrino que parta desde el reino del Gran Mogol, en la India, se vería forzado a entrar en el Mar Rojo rodeando el Gran Cuerno de África. Eso enfrentaría a las dos religiones en la región. ¿Me equivoco?

—Debo elogiar vuestra captación de las implicaciones religiosas y políticas, coronel. Esa es justamente la excusa que da el Gran Mogol para atacar al preste Juan. Claro que los árabes ya comerciaban con África cuando aún no habían nacido nuestro Salvador ni el profeta Mahoma. Partiendo de un asentamiento en la isla de Zanzíbar han ido extendiendo gradualmente su dominio hasta el continente. Ahora están decididos a conquistar y someter al corazón de la Etiopía cristiana.

—¿Y cuál es vuestro lugar en el conflicto, si me permitís preguntarlo? —inquirió Schreuder, cauteloso.

—Pertenezco a una orden de caballería naval, los Caballeros del Templo de la Orden de San Jorge y el Santo Grial, comprometidos con la defensa de la fe cristiana y los lugares sagrados para la cristiandad. Somos los sucesores de los Caballeros Templarios.

—Conozco esa orden y a varios de vuestros hermanos. El conde de Cumbrae, para empezar.

—¡Ah! —resopló Llewellyn—. No es el mejor de los ejemplos.

—También conocí a Sir Francis Courtney —prosiguió Schreuder.

El entusiasmo de Llewellyn no fue fingido.

—Lo conozco bien —exclamó—. Un excelente marino y caballero. Por casualidad, ¿sabéis dónde puedo encontrar a Franky?

Esta guerra religiosa del Gran Cuerno lo atraería como la miel a una abeja. Su barco y el mío, unidos, constituirían una fuerza formidable.

—Temo que Sir Francis fue víctima de la reciente guerra entre nuestros dos países —expresó diplomáticamente Schreuder.

Llewellyn se mostró afligido.

—¡Qué triste noticia! —Por un rato guardó silencio—. Para reiterar la respuesta a vuestra pregunta, coronel Schreuder, me dirijo hacia el Gran Cuerno, respondiendo al pedido del Preste, que necesita ayuda para rechazar las embestidas del Islam. Mi intención es hacerme a la mar con la marea de esta noche.

—¿Y el Preste no necesitará ayuda militar, además de la naval? —preguntó Schreuder abruptamente, tratando de disimular su entusiasmo. Aquello era una respuesta directa a sus plegarias—. ¿Tendríais a bien brindarme pasaje a bordo de vuestra bella nave para ir al teatro de esa guerra? Yo también estoy decidido a ofrecer mis servicios.

Llewellyn pareció sobresaltado.

—Es una decisión súbita, señor. ¿No tenéis deberes y obligaciones en tierra? ¿Os sería posible embarcaros conmigo en tan breve plazo?

—En verdad, capitán, vuestra presencia en Table Bay es un golpe de suerte. Hoy mismo me he librado de las obligaciones que mencionáis, casi como si hubiera tenido una divina premonición de este llamado. Estoy listo para responder. Me complacería pagar en monedas de oro mi pasaje y el de la dama que va a ser mi esposa.

Llewellyn adoptó un aire dubitativo, rascándose la barba.

—Sólo tengo libre un camarote pequeño, muy poco digno de personas encumbradas.

—Os pagaría diez guineas inglesas por el privilegio de navegar con vos —dijo Schreuder.

La expresión del capitán se aclaró.

—Será un honor contar con vuestra compañía y la de vuestra dama. No obstante, no puedo demorar mi partida ni por una hora. Debo zarpar con la marea. Haré que un bote os lleve a la costa y os espere allí.

En el bote, Schreuder hervía de entusiasmo. Al servicio de un potentado oriental, en una guerra religiosa, tendría oportunidades de lograr riquezas y glorias marciales muy por encima de lo que habría podido esperar al servicio de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. Eso era una forma de escapar de la desgracia y la ignominia. Terminada la guerra podría retornar a Holanda cargado de oro y gloria. Era el golpe de suerte que había esperado toda su vida y lo aprovecharía plenamente, teniendo a su lado a la mujer que amaba por encima de todo.

En cuanto el bote tocó la arena, bajó de un salto y arrojó una pequeña moneda de plata al contramaestre.

—¡Esperadme! —ordenó, mientras marchaba a grandes pasos hacia el castillo.

En sus habitaciones lo esperaba el sirviente, a quien Schreuder dio instrucciones de empacar todas sus pertenencias y hacerlas llevar a la lancha del Golden Bough. Al parecer, toda la guarnición estaba enterada de su expulsión, pues el sirviente no se mostró sorprendido al recibir esas órdenes. A nadie le parecería extraño que él se mudara.

Llamando a gritos a su palafrenero, le ordenó ensillar al único caballo que le quedaba. Mientras esperaba que se lo trajeran, plantado ante el pequeño espejo del vestidor, se reacomodó el uniforme, cepilló la peluca y atusó los mostachos. Sentía una oleada de entusiasmo y liberación. Cuando el gobernador descubriera que él y Katinka se habían ido, el Golden Bough estaría ya en alta mar, rumbo a Oriente.

Bajó precipitadamente la escalinata hacia el patio, donde el mozo de cuadra sujetaba a su caballo, y montó de un salto. En su prisa por iniciar el viaje, puso a la montura al galope por la avenida que llevaba a la residencia del gobernador. Sin embargo, su urgencia no era tanta como para abandonar la cautela. En vez de cruzar los prados hacia la puerta principal de la mansión, tomó la calle lateral que usaban los esclavos y proveedores que traían leña y provisiones desde la aldea. En cuanto estuvo lo bastante cerca como para que los cascos del caballo se oyeran desde la residencia, sofrenó al animal y lo llevó al paso hacia el establo, detrás de las cocinas. Un sorprendido mozo de cuadra salió de prisa para ocuparse del caballo, mientras Schreuder rodeaba el muro de la cocina para entrar en los jardines por un pequeño portón de la esquina.

Echó una cautelosa mirada en derredor, pero no había señales de los jardineros que solían trabajar en esa parte de la finca. Luego cruzó el césped, sin prisa ni demora, para entrar en la casa por la puerta de dos hojas que conducía a la biblioteca. La larga habitación estaba desierta.

Schreuder conocía bien la distribución de los cuartos, pues visitaba a Katinka con frecuencia mientras su esposo estaba en el castillo. Fue primero a su cuarto de lectura, desde donde se veían los jardines y, a lo lejos, la bahía y el Atlántico azul. Era el refugio favorito de la joven, pero ese mediodía no estaba allí. Una esclava, de rodillas frente a las estanterías, sacaba los libros uno por uno para lustrar las encuadernaciones de cuero con un paño suave. La brusca entrada de Schreuder la sobresaltó.

—¿Dónde está tu ama? —inquirió él. Ante el mudo desconcierto de la muchacha, repitió—: ¿Dónde está Mevrouw van de Velde?

La esclava se levantó, llena de confusión.

—La señora está en su dormitorio. Pero no se la puede molestar. Dejó indicaciones estrictas. No se siente bien.

Schreuder giró sobre sus talones para alejarse por el corredor. Probó suavemente el pomo de la última puerta, pero estaba cerrada desde adentro, lo cual le arrancó una exclamación de impaciencia. Se le estaba agotando el tiempo; Llewellyn no vacilaría en cumplir con su amenaza de levar anclas sin él cuando cambiara la marea.

Después de recorrer nuevamente el pasillo, cruzó las puertas vidrieras para salir a la galería y buscó las ventanas del dormitorio principal. Las que daban al vestidor de Katinka estaban cerradas. Schreuder levantó el puño para golpear el vidrio, pero se contuvo. No quería alertar a los esclavos de la casa. En cambio desenvainó la espada y, deslizando la hoja por entre las persianas, levantó la traba interior. Así pudo abrir la celosía y entrar por el antepecho.

El perfume de Katinka le invadió los sentidos; por un instante se sintió mareado de amor y deseo. Luego, con un arrebato de gozo, recordó que muy pronto ella sería sólo suya. Los dos viajarían de la mano rumbo a una vida nueva y a la fortuna. Pisando con cuidado las tablas del suelo, para no asustarla, descorrió suavemente las cortinas de la puerta que daba al dormitorio principal. El cuarto estaba en penumbras, con las persianas cerradas y trabadas. Mientras esperaba que su vista se adaptara a la oscuridad, Schreuder vio que la cama estaba en desorden.

Luego distinguió el brillo perlado de la impecable piel de entre las sábanas revueltas. Estaba desnuda, de espaldas a él; la cabellera de oro platinado caía en cascadas hasta la unión de sus nalgas perfectas. Sintió un arrebato de lascivia que le hinchó la ingle. Tanto era su deseo que por un momento no pudo moverse, ni siquiera respirar.

Entonces ella volvió la cabeza. Sus ojos se dilataron al verlo; su rostro perdió el color.

—¡Cerdo despreciable! —dijo por lo bajo—. ¿Cómo te atreves a espiarme?

Su voz, aunque dominada, estaba llena de furia y desprecio. Él retrocedió, estupefacto. Katinka era su amante; no podía comprender que le hablara así, que lo mirara con tanto rechazo. Entonces vio que sus pechos desnudos tenían el brillo del sudor; estaba a horcajadas sobre un hombre tendido de espaldas, empalada en él en el acto de pasión, montándolo como a un corcel.

El hombre era blanco y musculoso como un gladiador. En un movimiento explosivo, Katinka se separó de él para girar hacia Schreuder, de pie junto a la cama, trémula de indignación. En la cara interior de los muslos brillaba el desborde del coito.

—¿Qué haces en mi dormitorio? —lo increpó.

—Vine a llevarte conmigo —respondió él, estúpidamente.

Pero sus ojos bajaron al cuerpo del hombre. Tenía el vello púbico apelmazado y húmedo; el sexo se erguía hacia el techo, grueso e hinchado, cubierto de una sustancia brillante y viscosa. El hombre se incorporó para clavar en Schreuder una inexpresiva mirada amarilla.

Una oleada de indecible horror y repugnancia se abatió sobre el coronel. Katinka, su amor, estaba copulando con Juan Lento, el verdugo.

Katinka le hablaba, pero sus palabras apenas tenían sentido para él.

—¿Que vienes a llevarme? ¿De dónde sacaste la idea de que yo me iría contigo, el payaso de la Compañía, el hazmerreír de la colonia? Lárgate de aquí, estúpido. Vuelve a la oscuridad y a la vergüenza que te corresponden.

Juan Lento se levantó de la cama.

—Ya la habéis oído. Si no salís de aquí, tendré que arrojaros afuera.

No fueron esas palabras, sino el ver su pene todavía tumescente lo que convirtió a Schreuder en un maníaco. Su mal genio, que hasta entonces había podido mantener reprimido, desbordó hasta apoderarse de él. A las humillaciones, los insultos y los rechazos que se habían acumulado sobre él durante todo el día se agregaba la ira ciega de sus celos.

Juan Lento se inclinó hacia las ropas amontonadas en el suelo, junto a la cama, y volvió a erguirse con un cuchillo de podar en la diestra.

—Os lo advierto —dijo, con esa voz grave y melodiosa—. Retiraos de inmediato.

En un solo movimiento fluido, la espada de Neptuno saltó de su vaina como si fuera un objeto viviente. Juan Lento no era guerrero. Sus víctimas llegaban a él siempre maniatadas y encadenadas. Nunca se había medido con alguien como Schreuder. Dio un salto hacia adelante, apuntándole con el cuchillo, pero el coronel movió su hoja contra la muñeca del verdugo, cortando los tendones de modo tal que los dedos se abrieron involuntariamente, dejando caer el arma.

Luego Schreuder apuntó al corazón. Juan Lento no tuvo tiempo ni posibilidades de evadir la estocada. La punta penetró por el centro del pecho amplio y lampiño sepultándose hasta el pomo enjoyado. Los dos hombres quedaron inmóviles, ligados por la espada. Poco a poco, el miembro sexual de Juan Lento se marchitó hasta quedar blanco y fláccido. Sus ojos se opacaron, ciegos como guijarros amarillos. Al verlo caer de rodillas, Katinka empezó a gritar.

Schreuder arrancó la espada del pecho de su víctima. Estaba cubierta de sangre en toda su longitud. Una pluma de sangre arterial brotó de la herida y Juan Lento cayó de bruces al mosaico del suelo.

—¡No grites! —bramó Schreuder, aún poseído por la ira, avanzando hacia ella con la espada en la mano—. Me has jugado sucio con este animal. Sabías que te amaba. Vine por ti. Quería llevarte conmigo.

Ella retrocedió, con los puños apretados contra las mejillas, y lanzó otro alarido de resonante histeria.

—¡No grites! —vociferó él—. Calla. No soporto que hagas eso.

El horrible alarido le hacía doler la cabeza. Pero ella retrocedía, alejándose, y su voz era cada vez más penetrante, un ruido espantoso que él debía cortar.

—¡No hagas eso!

Trató de sujetarla por la muñeca, pero ella fue demasiado veloz y se desprendió. Sus chillidos se hicieron aún más potentes. La ira de Schreuder rompió sus ataduras, como si fuera alguna bestia temible sobre la que él no tenía dominio alguno. La espada que tenía en la mano voló sin que su cerebro o su mano lo ordenaran, atravesando el vientre blanco y satinado, por sobre el dorado nido del mons veneris.

El grito se tornó más agudo y agónico. Katinka asió la hoja para arrancarla de su carne, cortándose las palmas hasta el hueso. Para hacerla callar, él volvió a hundirla en el vientre, dos veces más, rugiendo:

—¡Silencio!

Ella giró en redondo, tratando de correr hacia las puertas de su vestidor, pero Schreuder le clavó el acero en la espalda, justo por encima de los riñones; luego la sacó para hundirla entre los hombros. Katinka cayó al suelo y rodó de espaldas, mientras el coronel, de pie a su lado, seguía atacándola con la punta y el filo, haciendo que la hoja atravesara su carne hasta golpear contra los mosaicos en los que ella se retorcía.

—¡Haz silencio! —chilló.

Y siguió descargando estocadas hasta que los gritos y los sollozos se apagaron. Aun entonces continuó, de pie en un charco de sangre cada vez más extenso, con el uniforme empapado de escarlata, la cara y los brazos tan salpicados que parecía una víctima de la peste cubierta por el sarpullido de la enfermedad.

Por fin, lentamente, la negra ira abandonó su cerebro. Entonces retrocedió hasta el muro, tambaleante, dejando huellas de sangre contra el encalado.

—¡Katinka! —susurró—. No quería hacerte daño. Te amo tanto…

Ella yacía en un amplio charco de sangre. Las heridas eran como un coro de bocas encarnadas en la blanca piel, todavía chorreantes. Schreuder nunca había imaginado que pudiera haber tanta sangre en un cuerpo tan delgado. La cabellera estaba empapada de rojo; la cara, totalmente manchada. Las facciones, contraídas en un rictus de terror y agonía, ya no resultaban agradables a la vista.

—Katinka, querida mía, perdóname, por favor. —Quiso acercarse a ella, pisando el río de sangre que se extendía en los mosaicos, pero se detuvo con la espada en la mano. En el espejo, al otro lado de la habitación, había visto un espectro salvaje y ensangrentado que le sostenía la mirada.

—Oh, Virgen Santa, ¿qué hice?

Arrancó la vista de la criatura del espejo para arrodillarse junto al cadáver de la mujer que amaba. Trató de levantarla, pero estaba fláccida, como si no tuviera huesos, y se deslizó de entre sus brazos para caer en el charco de su propia sangre.

Schreuder volvió a apartarse.

—No quería que murieras. Me enfureciste. Te amaba y me fuiste infiel.

Una vez más vio su imagen en el espejo.

—¡Oh, buen Dios, cuánta sangre!

Quiso limpiar, con manos pegajosas, la cochambre carmesí que le cubría la chaqueta; luego, la cara, que dejó convertida en una máscara de carnaval.

Por primera vez pensó en huir, en el bote que lo esperaba en la playa, en la fragata anclada en la bahía.

—¡No puedo cruzar así la colonia! ¡No puedo ir a bordo de este modo!

A tropezones, cruzó la habitación hasta el vestidor de van de Velde, quitándose la chaqueta empapada para arrojarla lejos. En el gabinete había una palangana y una jarra llena de agua, en la que sumergió las manos untuosas. Mojó en el agua rosada el paño colgado de un gancho para frotarse los brazos y la parte delantera de los pantalones.

—¡Cuánta sangre! —repetía una y otra vez, mientras enjuagaba el paño y volvía a limpiar.

En uno de los estantes encontró una pila de camisas limpias. Se puso una sobre el torso húmedo. Van de Velde era corpulento, de modo que le quedaba bien. En la sarga oscura de los pantalones, las manchas no eran tan obvias. La peluca también estaba manchada, de modo que la arrojó contra la pared más alejada y eligió otra de entre las que se alineaban sobre soportes contra la otra pared. Encontró un manto de lana que lo cubría desde los hombros hasta las pantorrillas. Dedicó un minuto más a limpiar la hoja y el zafiro de la espada; luego volvió a envainarla. Cuando volvió a mirarse al espejo comprobó que su aspecto ya no causaría impresión ni alarma.

De pronto se le ocurrió una idea. Fue en busca de la chaqueta manchada para arrancar de las solapas las cintas y condecoraciones. Después de envolverlas en un pañuelo limpio que sacó de un estante, se las guardó en el bolsillo interior del manto.

Se detuvo en el umbral del vestidor para echar un último vistazo al cuerpo de la mujer que amaba. Su sangre aún avanzaba lentamente por el suelo, como una serpiente gorda y perezosa. Ante sus ojos llegó al borde del pequeño charco en el que yacía Juan Lento y se unió a la sangre de él. Schreuder experimentó una profunda sensación de sacrilegio al pensar que lo puro podía mezclarse así a lo despreciable.

—No quería que sucediera esto —dijo, desolado—. Lo siento, amada mía. Quería que me acompañaras.

Pasó cautelosamente sobre el charco rojo para acercarse a la ventana y salió a la galería. Luego, ciñéndose el manto a los hombros, cruzó a grandes pasos los jardines hacia la puertecita de los establos, donde llamó a gritos al mozo de cuadra para que le trajera el caballo.

Schreuder recorrió la arboleda y cruzó la plaza de armas con la mirada fija hacia adelante. La lancha seguía en la playa.

—Ya íbamos a daros por perdido, coronel. El Golden Bough está ya recogiendo el ancla e izando las velas.

Cuando él subió a la cubierta de la fragata, el capitán Llewellyn y su tripulación estaban tan concentrados en sus tareas que no le prestaron atención. Un marinero lo acompañó hasta su camarote y se retiró apresuradamente, dejándolo solo. Sus baúles ya estaban a bordo, acomodados bajo la estrecha litera. Schreuder se quitó toda la ropa manchada y sacó un uniforme limpio, pero antes de ponérselo abrochó a las solapas sus estrellas y condecoraciones. Después de hacer un atado con las ropas ensangrentadas, buscó a su alrededor algo que sirviera de peso. Obviamente esos delgados mamparos serían retirados cuando la fragata se preparara para entrar en acción; entonces su camarote formaría parte de la cubierta de tiro, pues había allí una culebrina que ocupaba casi todo el espacio disponible, con una pirámide de balas de cañón a un lado. Schreuder metió una en el atado y aguardó. En cuanto el barco estuvo ya en marcha, abrió un poco la tronera y dejó caer el envoltorio en cincuenta brazas de agua verde.

Cuando salió a cubierta ya estaban a una legua de la costa, con la sudestada a popa, preparándose para rodear el cabo. Schreuder miró hacia atrás, buscando el techo del gobernador entre los árboles, al pie de la gran montaña. Se preguntó si ya habrían descubierto el cuerpo de Katinka o si aún yacía junto a su despreciable amante, ligada a él por la muerte. Permaneció de pie en la popa hasta que la mole de Table Mountain fue sólo una lejana silueta azul contra el cielo del anochecer.

—Adiós, querida mía —susurró.

Sólo a medianoche, cuando se encontró insomne en su dura litera, comenzó a captar la enormidad de su situación. Su culpabilidad era manifiesta. Todos los barcos que zarparan de Table Bay llevarían la noticia a través de los océanos, a todos los puertos del mundo civilizado. Desde ese día en adelante era un fugitivo que huía de la ley.

Hal despertó con una sensación de paz que rara vez había sentido hasta entonces. Permaneció con los ojos cerrados, demasiado perezoso y débil para abrirlos. Notó que estaba abrigado y seco, tendido en un cómodo colchón. Esperó percibir el hedor de la mazmorra, el olor a moho de la paja podrida, el balde de la letrina y la fetidez de hombres apiñados que no se habían bañado en doce meses. En cambio se olía a humo de leña, a ramas de cedro quemadas.

Los recuerdos volvieron en tropel, reanimándolo. Ya no era un prisionero, se dijo, saboreando esa certeza. Había otros olores, otros sonidos. Se entretuvo tratando de identificarlos sin abrir los ojos: olor a pasto recién cortado en el colchón, a pieles de la manta que lo cubría, a carne asándose en las brasas. Había también otra fragancia tentadora que no podía reconocer. Era una mezcla de flores silvestres y cálido almizcle, como de gatito, que lo excitaba de un modo extraño y aumentaba su sensación de bienestar.

Al abrir los ojos, con lenta cautela, quedó deslumbrado por la potente luz de la montaña que entraba por la abertura del refugio en que se encontraba. Obviamente, había sido construido en la ladera, pues la mitad de las paredes eran de roca lisa; los costados más cercanos a la abertura estaban hechos con ramas entretejidas recubiertas de arcilla roja. El techo era de paja. Contra la pared interior se veía una serie de ollas de terracota y toscas herramientas. Junto a la puerta pendían un arco y un carcaj. A su lado, su espada y sus pistolas.

Sin moverse, escuchó el borboteo de un arroyo de montaña; luego, una risa de mujer, más alegre y encantadora que el tintineo del agua. Se incorporó lentamente sobre un codo, asombrado por el esfuerzo que eso le requería, y trató de mirar por la puerta. Una risa infantil se entremezcló a la de la mujer. Durante su largo cautiverio, Hal no había oído nada igual; no pudo menos que soltar una risa de placer.

Cesó la risa femenina y ante la cabaña hubo un movimiento rápido. Una ágil figura de muchacha apareció en la abertura recortada contra el sol. Aunque Hal no podía verle la cara, supo de inmediato quién era.

—Buenos días, Gundwane. Has dormido mucho tiempo, pero, ¿dormiste bien? —preguntó Sukeena, tímida. Traía al bebé montado en la cadera y tenía la cabellera suelta, como un oscuro velo que la cubría hasta la cintura—. Este es Bobby, mi sobrino. —Hizo saltar en la cadera al bebé, que gorgoteó con deleite.

—¿Cuánto tiempo he dormido? —preguntó Hal, tratando de levantarse.

Ella entregó la criatura a otra persona y se apresuró a arrodillarse junto al colchón, apoyándole una manito tibia en el pecho desnudo.

—Despacio, Gundwane. Has pasado dos días en el sueño de la fiebre.

—Pero ya estoy bien —dijo él. Entonces reconoció el misterioso perfume que había detectado antes. Era su olor a mujer: el de las flores que llevaba en el pelo y la suave tibieza de su piel.

—Todavía no —contradijo ella.

Hal le permitió que volviera a recostarlo, sin dejar de mirarla fijamente. Sukeena sonrió sin turbarse.

—Nunca he visto nada tan bello como tú —declaró Hal. Luego levantó una mano hacia su propia mejilla—. ¿Y mi barba?

—Desapareció —rió la muchacha, mientras recogía las piernas bajo el cuerpo—. Robé una navaja al gobernador sólo para eso. —Inclinó la cabeza a un lado para observarlo—. Sin la barba, tú también eres hermoso, Gundwane.

Se ruborizó un poco al comprender la importancia de lo que había dicho. Hal, encantado, contempló ese oro rojizo que le cubría las mejillas. Sukeena, dedicando toda su atención a la pierna herida, retiró la manta de pieles para quitarle el vendaje.

—¡Ah! —murmuró, tocándola apenas—. Está curando espléndidamente, con una pequeña ayuda de mis medicinas. Has tenido suerte. La mordedura de un perro es siempre ponzoñosa; sumada a los abusos que impusiste a esa pierna durante la fuga, habría podido matarte o dejarte lisiado por el resto de tu vida.

Hal sonrió ante esas advertencias; luego, cómodamente recostado, se entregó a sus manos.

—¿Tienes hambre? —preguntó ella, mientras volvía a atar el vendaje sobre la herida.

Ante esa pregunta Hal se dio cuenta de que estaba famélico. Ella le trajo una perdiz asada sobre las brasas y se instaló frente a él, contemplándolo con aire de propietaria. Hal comió y chupó los huesos hasta dejarlos limpios.

—Pronto te pondrás fuerte —sonrió ella—. Comes como un león. —Recogió los restos de la comida y se puso de pie—. Aboli y tus otros marineros me han estado suplicando que les permitiera verte. Ahora los haré pasar.

—¡Espera! —la detuvo él, deseando que ese momento íntimo a solas no terminara tan pronto.

Ella volvió a sentarse a su lado, mirándolo a los ojos con expectación.

—No te he dado las gracias —dijo Hal, sin mucha convicción—. Si no me hubieras cuidado, probablemente habría muerto por la fiebre.

Ella sonrió suavemente.

—Yo tampoco te he dado las gracias. Sin ti aún sería esclava.

Por un rato se miraron sin hablar, estudiándose en detalle. Por fin Hal preguntó:

—¿Dónde estamos, Sukeena? —Abarcó el ambiente con un gesto—. ¿Esta choza?

—Es de Sabah, que se ha ido a vivir con los otros de su grupo para dejárnosla a ti y a mí.

—¿Conque por fin estamos en las montañas?

—Bien dentro de las montañas —asintió ella—. En un lugar que no tiene nombre alguno y donde los holandeses no podrán encontrarnos.

—Quiero ver.

Por un momento Sukeena pareció dudar; luego lo ayudó a levantarse, ofreciéndole el hombro como apoyo para que fuera saltando hasta la abertura del refugio.

Él se dejó caer al suelo, reclinado contra la tosca jamba de cedro. Sukeena se sentó a su lado. Por un rato ninguno de los dos habló. Hal aspiraba profundamente ese aire seco y limpio, cargado del olor a las flores silvestres que crecían en abundancia en derredor.

—Es una visión del paraíso —dijo por fin.

Los picos que los rodeaban eran salvajes y espléndidos. Los barrancos y los cañones estaban pintados de líquenes que tenían todos los colores de la paleta. Los rayos del Sol, ya bajo, caían a pleno sobre las cumbres, al otro lado del profundo valle, coronándolas con un fulgor de oro. El pico de atrás arrojaba una profunda sombra purpúrea. El agua del arroyo, allá abajo, era tan clara como el aire que respiraban; Hal vio los peces recortados contra los bancos de arena amarilla, moviendo como un abanico la cola oscura para avanzar contra la corriente.

—Es extraño. Nunca he visto ningún lugar como este, pero tengo la impresión de conocerlo bien. Me siento bienvenido, como si hubiera estado esperando volver aquí.

—No es extraño, Henry Courtney. Yo también estaba esperando. —Sukeena giró la cabeza para mirarlo al fondo de los ojos—. Esperaba por ti. Las estrellas me dijeron que vendrías. Aquel día en que te vi por primera vez, en la plaza de armas, supe que eras tú.

—Había tanto para reflexionar en esa simple declaración que Hal guardó silencio por largo rato, observándola.

—Mi padre también era experto. Él sabía leer en las estrellas.

—Aboli me lo dijo.

—Conque tú también puedes adivinar el futuro por las estrellas, Sukeena.

Ella no lo negó.

—Mi madre me enseñó muchas cosas. Pude verte desde lejos.

Él aceptó eso sin cuestionamientos.

—Entonces sabes qué va a ser de nosotros. Tú y yo.

Ella sonrió con un brillo travieso en los ojos. Luego enlazó un brazo al de Hal.

—No hace falta ser muy sabio para prever eso, Gundwane.

Pero puedo decirte muchas cosas más de lo que nos espera.

—Dime, pues —ordenó él.

Pero ella meneó la cabeza, sin dejar de sonreír.

—Más adelante. Tendremos mucho tiempo para conversar mientras tu pierna sana y tú recobras las fuerzas. —Se levantó—. Ahora traeré a los otros. No puedo seguir privándolos.

Acudieron de inmediato; Aboli fue el primero en llegar, saludando a Hal en el lenguaje de los bosques.

—Te veo bien, Gundwane. Temí que durmieras eternamente.

—Sin tu ayuda bien podría haber sido.

Luego se acercaron Daniel, Ned y los otros, llevándose los nudillos a la frente en un saludo tímido, y se sentaron en semicírculo frente a él. No eran muy afectos a expresar con palabras las emociones, pero lo que Hal vio en sus ojos lo reconfortó y le dio fuerzas.

—Este es Sabah, a quien ya conoces —presentó Althuda.

—¡Y fue un gustó, Sabah! —Hal le estrechó la mano—. Nunca me alegré tanto de ver a otro hombre como aquella noche, en la garganta.

—Me habría gustado acudir en tu ayuda mucho antes —respondió Sabah en holandés—, pero somos pocos y el enemigo, numeroso como garrapatas en la panza de los antílopes en primavera. —Sabah se sentó en el semicírculo de hombres y comenzó a explicar, con aire de pedir disculpas—: Los hados no nos han sido favorables aquí, en las montañas. No contábamos con los servicios de un médico como Sukeena. De diecinueve que éramos sólo quedamos ocho; dos de esos, una mujer y un bebé. No podíamos ayudaros a combatir a cielo abierto, pues usamos toda la pólvora en cazar para comer. Sin embargo sabíamos que Althuda os traería por el Cañón Oscuro. Preparamos el alud de piedras sabiendo que los holandeses os seguirían.

—Fuisteis sabios y valerosos —elogió Hal.

Althuda sacó a su mujer de las sombras. Era una muchacha bonita y menuda de piel más oscura que él; no se podía dudar de que el niño montado en su cadera era el hijo de Althuda.

—Te presento a Zwaantie, mi esposa. Este es Bobby.

Hal alargó las manos y Zwaantie le entregó al niño. El se lo sentó en el regazo. Bobby lo observó con enormes y solemnes ojos oscuros.

—Es un muchacho fuerte y apuesto —dijo Hal, mientras los padres sonreían con orgullo.

Después de colgárselo nuevamente a la espalda, Zwaantie ayudó a Sukeena a encender la fogata y ambas comenzaron a preparar la cena, compuesta por piezas de caza y frutas de la montaña, mientras los hombres conversaban en voz baja.

Primero Sabah explicó cuáles eran las circunstancias en que se encontraban; se dirigía directamente a Hal, ampliando el breve informe que ya le había hecho. Hal no tardó en comprender que, pese a la belleza del panorama y la aparente abundancia de los alimentos que las mujeres estaban preparando, las montañas no eran siempre tan hospitalarias como en verano. En los meses de invierno la nieve se acumulaba hasta en los valles y la caza escaseaba. Aun así, el grupo no se atrevía a mudarse a alturas mejores, donde las tribus hotentotes podrían verlos e informar de su paradero a los holandeses de Buena Esperanza.

—Aquí los inviernos son muy crudos —resumió Sabah—. Si seguimos aquí, a esta altura del año próximo serán muy pocos los que sobrevivan.

Durante su cautiverio, los marineros de Hal habían aprendido algo de holandés, lo suficiente para comprender lo que Sabah decía. Cuando él hubo terminado, todos contemplaron el fuego en sombrío silencio, masticando con desconsuelo la comida que las mujeres habían traído.

Uno a uno fueron volviendo la cabeza hacia Hal. Daniel habló por todos:

—¿Qué vamos a hacer, Sir Henry?

Hal respondió a la pregunta con otra:

—¿Sois marineros o montañeses?

Algunos de los hombres rieron.

—Todos tenemos agua de mar en vez de sangre —respondió Ned Tyler.

—En ese caso, tendré que llevaros de nuevo al mar y conseguir un barco para vosotros, ¿no? —dijo Hal.

Parecían confundidos, pero algunos volvieron a reír entre dientes, sin mucha convicción.

—Maese Daniel: quiero un inventario de todas las armas, la pólvora y las provisiones que trajimos —pidió el joven, enérgico.

—No hay gran cosa, capitán. Cuando dejamos los caballos apenas tuvimos fuerzas para subir la montaña.

—¿Pólvora?

—Sólo la que traía cada uno en su cuerno.

—Cuando os adelantasteis, los caballos cargaban dos barriles llenos.

—Pesaban veinticinco kilos cada uno. —Daniel parecía avergonzado—. Demasiada carga.

—¡Pero si te he visto cargar el doble de eso! —Hal estaba desilusionado. Sin pólvora estarían a merced de ese territorio salvaje, con las bestias y las tribus que lo infestaban.

—Daniel acarreó mis alforjas por el cañón —intervino Sukeena, suavemente—. Ningún otro podía hacerlo.

—Lo siento, capitán —murmuró Daniel.

Pero Sukeena lo respaldó con ferocidad.

—En mis alforjas no había una sola cosa de la que pudiéramos prescindir. Eso incluye las medicinas que te salvaron la pierna y que nos salvarán a todos de las heridas y las pestilencias de esta zona.

—Gracias, princesa —murmuró Daniel, mirándola como un perro afectuoso. Si hubiera tenido rabo lo habría meneado.

Hal, sonriente, le dio una palmada en el hombro.

—No veo ninguna falta en lo que hiciste, Grandote. No se habría podido actuar mejor.

Todos se relajaron. Luego Ned preguntó:

—¿Hablabas en serio al prometernos un barco, capitán?

Sukeena se apartó del fuego.

—Basta por hoy. Esperad a que recobre las fuerzas para seguir importunándolo. Id ya. Mañana podréis volver.

Se acercaron de a uno a Hal para estrecharle la mano y murmurar algo incoherente. Luego se perdieron en la oscuridad hacia las otras chozas diseminadas en el valle. Cuando desapareció el último, Sukeena arrojó otro leño al fuego y fue a sentarse junto a Hal. En un gesto natural y posesivo, él le rodeó los hombros con un brazo. La muchacha recostó contra él su cuerpo delgado, acomodando la cabeza contra el hueco de su hombro, y dejó escapar un dulce suspiro de contento. Por un rato los dos guardaron silencio.

Quiero quedarme eternamente así, a tu lado —susurró ella—, pero quizá las estrellas no lo permitan. La temporada de nuestro amor puede ser tan breve como un día de invierno.

—No digas eso —ordenó Hal—. ¡No lo digas jamás!

Los dos alzaron la vista a las estrellas. Allí, en el aire tenue, lucían tan brillantes que iluminaban el firmamento con la luminiscencia de la madreperla. Hal las contempló con religioso respeto, analizando lo que ella había dicho un momento antes. Lo estremeció una sensación de tristeza y de desesperanza. Sukeena estremeció.

Ella se incorporó inmediatamente.

—Tienes frío. ¡Ven, Gundwane!

Lo ayudó a levantarse y a entrar en la cabaña, hasta el colchón instalado contra el muro opuesto. Después de acostarlo allí, encendió la pequeña lámpara de aceite y la puso en un estante de la pared de roca. Luego retiró la vasija que había dejado junto a las brasas y llenó de agua humeante un cuenco vacío, al que agregó agua fría hasta que la temperatura le pareció conveniente.

Sus movimientos eran serenos, desprovistos de prisa. Hal la observaba incorporado sobre un codo. Sukeena puso el cuenco de agua tibia en el centro de la habitación y, después de agregarle unas cuantas gotas de un frasco de vidrio, lo removió con la mano. El vapor se cargó con su perfume ligero y sutil.

Luego fue a cerrar la cortina de pieles que cubría la abertura y volvió hacia el cuenco lleno de agua perfumada. Retirando las flores silvestres de su pelo, las dejó caer sobre la manta de pieles, a los pies de Hal. Mientras soltaba la cabellera para peinarla, hasta dejarla brillante como una onda de obsidiana, cantaba en su idioma; parecía una canción de cuna o de amor. Su voz dulce, sedante, encantó a Hal.

Al terminar de peinarse dejó que la camisa resbalara desde sus hombros. Su piel relumbraba a la luz amarilla de la lámpara; tenía pechos turgentes, como pequeñas peras doradas. Cuando le volvió la espalda, Hal se sintió despojado por perderlos de vista. Ahora la canción había cambiado; tenía una cadencia de gozo y entusiasmo.

—¿Qué es lo que cantas? —preguntó él.

Sukeena le sonrió por sobre el hombro desnudo.

—Es la canción de bodas del pueblo de mi madre —respondió—. La novia dice que es feliz y que ama a su esposo con la fuerza eterna del océano y la paciencia de las estrellas refulgentes.

—Nunca oí nada tan agradable —susurró Hal.

Con movimientos lentos y voluptuosos, ella desenvolvió el sarong de su cintura y lo dejó caer. Sus nalgas eran pequeñas y nítidas; la profunda hendidura las dividía en óvalos perfectos. Acuclillada junto al cuenco, mojó un paño en el agua perfumada para lavarse. Comenzando desde los hombros, se restregó los brazos hasta la punta de los largos dedos ahusados. En las axilas tenía sedosos puñados de rizos negros.

Hal cayó en la cuenta de que estaba ejecutando un baño ritual, parte de alguna ceremonia destinada a él, y observó ávidamente cada uno de esos movimientos. De vez en vez ella levantaba la vista para sonreírle tímidamente. El paño le había mojado el pelo suave, detrás de las orejas; en las mejillas y en el labio superior brillaban las gotitas de agua.

Por fin se levantó para volverse lentamente hacia él. Si Hal había pensado alguna vez que ella tenía el cuerpo de un muchachito, ahora lo veía tan femenino que el corazón se le apretó de deseo. Su vientre era plano, pero liso como la manteca; en la base asomaba un triángulo de pelo oscuro, suave como un gatito dormido.

Apartándose del cuenco, Sukeena utilizó para secarse la misma camisa de algodón que había desechado. Luego ahuecó una mano en torno de la lámpara y se inclinó para soplar contra la mecha.

—¡No! —pidió Hal—. Deja la luz encendida. Quiero mirarte.

Por fin ella se acercó, deslizándose descalza por el suelo de roca, y se escurrió en la cama, a su lado, entre sus brazos, plegando el cuerpo al suyo. Le acercó los labios a la boca. Eran suaves, húmedos, cálidos. Su aliento se mezcló con el de Hal; olía a las flores silvestres que había quitado de su pelo.

—Te he esperado durante toda la vida —susurró contra su boca.

—Fue una espera demasiado larga, pero aquí estoy, por fin —él respondió.

Por la mañana exhibió orgullosamente los tesoros que había traído para él en sus alforjas. De algún modo se había procurado todo lo que él pidiera en las notas dejadas para Aboli, en el muro del castillo.

Hal se apoderó de los mapas, inquiriendo:

—¿Cómo los conseguiste, Sukeena?

Ella quedó encantada al ver que los apreciaba tanto.

—En la colonia tengo muchos amigos —explicó—. Hasta las rameras vienen a mí buscando tratamiento para sus enfermedades. Saar mata a más pacientes de los que salva. Algunas de esas mujeres suben a los barcos de la bahía para ejercer su oficio y vuelven trayendo cosas diversas; no todas son regalos de los marineros. —Rió alegremente—. Todo lo que no esté atornillado a la cubierta del galeón les pertenece, a su modo de ver. Cuando pedí mapas, me trajeron éstos. ¿Son lo que deseabas, Gundwane?

—Son más de lo que me habría atrevido a esperar, Sukeena. Este es muy valioso; éste también.

Obviamente, esas cartas eran tesoros de algún navegante, muy detalladas y cubiertas de anotaciones escritas con buena letra. Mostraban en estupendo detalle las costas de África del sur, y Hal pudo apreciar, por sus propios conocimientos, lo exactas que eran. Para asombro suyo, una registraba la localización de la Laguna del Elefante; era la primera vez que la veía registrada en un mapa, descontando los de su padre. La posición era correcta, con diferencia de pocos minutos de ángulo; en el margen se veía un esbozo de la aterrada y la altura de los promontorios, que él reconoció inmediatamente como dibujado del natural.

Aunque la costa y el litoral inmediato estaban bien registrados, el interior había sido dejado en blanco, como de costumbre, o cubierto de lagos apócrifos y sierras nunca vistas. Figuraba el contorno de las montañas en las que ahora se encontraban, como si el cartógrafo, al verlas desde Buena Esperanza o desde la bahía, hubiera calculado su forma y su extensión. Sin embargo, Sukeena había encontrado un almanaque marinero publicado en Ámsterdam, que registraba el movimiento de los cuerpos celestiales hasta el fin de la década.

Hal dejó a un lado esos preciosos documentos para tomar la ballestilla conseguida por Sukeena. Era un modelo plegable, cuyas distintas partes se guardaban en un pequeño estuche de cuero, revestido de terciopelo azul. El instrumento en sí era una artesanía extraordinaria, decorada con representaciones de los cuatro vientos y figuras clásicas. Una diminuta placa de bronce, dentro del estuche, decía: "Cellini. Venezia".

La brújula traída por Sukeena estaba también en un fuerte estuche de cuero; era de bronce; la aguja magnética, con punta de oro y marfil, estaba tan bien equilibrada que giraba infaliblemente hacia el norte al hacer girar lentamente el aparato.

—¡Esto vale veinte libras, cuanto menos! —Se maravilló Hal—. Tienes que ser maga para haber materializado estas cosas.

La tomó de la mano para llevarla afuera. Ya no cojeaba torpemente, como el día anterior. Se sentaron juntos en la pendiente de la montaña y él le enseñó a observar el paso del Sol a mediodía y registrar su posición en una de las cartas. Ella estaba encantada por haberle brindado tanto placer. Hal se impresionó ante la prontitud con que captaba las esotéricas artes de la navegación, pero luego recordó que, siendo astróloga, entendía los cielos.

Con esos instrumentos en las manos podría moverse con seguridad en ese páramo salvaje; su sueño de conseguir un barco empezaba a parecer menos descabellado que el día anterior. La estrechó contra su pecho para besarla y Sukeena se fundió tiernamente con él.

—Ese beso es mejor recompensa que las veinte libras de las que hablabas, mi capitán.

—Si un solo beso vale veinte libras, tengo algo para ti que debe de valer quinientas —dijo él.

Y la acostó en la hierba para hacerle el amor. Largo rato después ella le susurró, sonriendo:

—Eso valía todo el oro del mundo.

Ya en el campamento, descubrieron que Daniel había reunido todas las armas. Aboli estaba lustrando las espadas y afilándolas con una piedra de grano fino, recogida en el arroyo.

Hal revisó cuidadosamente la colección. Había chafarotes y pistolas en cantidad suficiente para armar a todos los hombres, pero sólo contaban con cinco mosquetes, todos ellos modelos holandeses, pesados y robustos. Lo que faltaba era pólvora, mechas de combustión lenta y balas de plomo. Siempre se podía utilizar guijarros como proyectiles, pero no había manera de reemplazar la pólvora negra. Los dos kilos y medio que aún tenían en los cuernos apenas alcanzaban para veinte descargas.

—Como no tenemos pólvora, ya no podemos cazar animales grandes —dijo Sabah—. Comemos perdices y dassies.

Utilizaba en diminutivo el nombre holandés del tejón, dasc, para describir una especie de conejos peludos que pululaban en las cuevas y las grietas de todos los barrancos. Hal creía reconocer en ellos a los conejos de la Biblia.

La orina de las colonias de dassies chorreaba tan copiosamente por la faz de los barrancos que, al secarse, cubría la roca de un revestimiento grueso, que tenía el brillo del caramelo, aunque no oliera tan bien. Con cuidado y habilidad era posible cazar esos conejos montañeses en cantidad suficiente para proporcionar al pequeño grupo una dieta básica de supervivencia. Su carne era suculenta y deliciosa como la de los lechoncillos.

Ahora que Sukeena estaba entre ellos, la dieta era mucho más extensa, gracias a su conocimiento de las plantas y las raíces comestibles. Todos los días Hal la acompañaba a forrajear en las pendientes, llevándole el cesto. Según su pierna se iba fortaleciendo, cada vez llegaban más lejos y permanecían por más tiempo en el páramo.

Las montañas parecían envolverlos en su grandeza y proporcionar un engarce perfecto a la piedra preciosa de su amor. Cuando el cesto de Sukeena quedaba lleno a desbordar, buscaban en los arroyos estanques ocultos donde bañarse desnudos. Después se tendían en las rocas pulidas por el agua, para secarse al sol. Con torturante lentitud, jugaban con sus cuerpos y terminaban haciendo el amor. Luego, en la conversación, cada uno exploraba la mente del otro, tan íntimamente como habían explorado el cuerpo, y hacían el amor una vez más. El mutuo apetito parecía insaciable.

—¡Oh! ¿Dónde aprendiste a complacer así a una mujer? —preguntó Sukeena, sin aliento—. ¿Quién te enseñó las cosas que me haces?

No era una pregunta que a él le gustara responder.

—Sucede, simplemente, que casamos a la perfección. Mis lugares especiales fueron creados para tocar tus lugares especiales. Tu placer multiplica el mío.

Por la noche, cuando todos los fugitivos se reunían en torno de la fogata, Hal se veía acosado a preguntas respecto de sus planes, pero las evitaba con una risa despreocupada o un meneo de cabeza. En su mente iba germinando un plan de acción, pero aún no estaba listo para ser revelado, pues quedaban muchos obstáculos por resolver. A cambio interrogaba a Sabah y a otros cinco esclavos fugitivos que habían sobrevivido al invierno de la montaña.

—¿Qué distancia habéis recorrido hacia el este, cruzando la sierra, Sabah?

—En pleno invierno viajamos en esa dirección durante seis días, buscando comida y un lugar donde el frío no fuera tan intenso.

—¿Qué tierras hay hacia el este?

—Montañas como éstas, por muchas leguas; súbitamente se desciende hacia planicies boscosas y pasturas extensas, desde las que en ocasiones se ve el mar hacia la derecha.

Sabah tomó una ramita para dibujar en el polvo, junto al fuego. Hal memorizaba sus descripciones y lo interrogaba con asiduidad, instándolo a recordar en detalle lo que hubiera visto.

—¿Descendisteis hacia esas llanuras?

—Un poco. Encontramos bestias enormes, nunca vistas por el hombre; son grises y tienen un largo cuerno en el hocico. Una nos embistió entre horribles bufidos. Aunque le disparamos con los mosquetes, no se detuvo y atravesó con el cuerno a la esposa de Johannes, matándola.

Todos miraron al esclavo fugitivo bajito y tuerto, que sollozó al recordar a la difunta. Resultaba extraño ver brotar lágrimas de esa cuenca vacía. Todos callaron por un rato, hasta que Zwaantie retomó el relato.

—Por entonces Bobby tenía sólo un mes y yo no podía someterlo a tanto peligro. Sin pólvora para los mosquetes no podíamos continuar, de modo que persuadí a Sabah de que regresáramos aquí.

—¿Por qué haces esas preguntas? ¿Qué planeas, capitán? Quiso saber Daniel.

Hal meneó la cabeza.

—Todavía no puedo explicarlo, pero no os descorazonéis, muchachos. Os he prometido un barco, ¿no? —dijo, expresando más confianza de la que sentía.

Por la mañana, con la excusa de pescar, se alejó con Aboli y Daniel arroyo arriba, hasta el estanque siguiente. Una vez fuera de la vista se sentaron muy juntos en el ribazo.

—Obviamente, estamos atrapados en estas montañas, a menos que podamos armarnos mejor. Pereceremos lentamente, sin poder defendernos, como ya ha sucedido con la mayoría de los hombres de Sabah. Necesitamos pólvora para los mosquetes.

—¿Y cómo vamos a obtenerla? —preguntó el Grandote—. ¿Qué propones?

—He estado pensando en la colonia —dijo Hal.

Los dos lo miraron con incredulidad. Fue Aboli quien rompió el silencio.

—¿Piensas volver a Buena Esperanza? Aunque lo hicieras no podrías apoderarte de esa pólvora. A lo sumo, robar un kilo a los chaquetas verdes del puente o a algún cazador de la Compañía. Pero eso no bastaría para el viaje.

—Planeaba entrar nuevamente en el castillo —explicó Hal.

Sus dos compañeros rieron con amargura.

—No te falta audacia, capitán —dijo Daniel—, pero eso es una locura.

Aboli estuvo de acuerdo.

—Si creyera que existe la más remota posibilidad de éxito —aseguró, con su voz grave y reflexiva—, yo mismo iría solo, de buena gana. Pero piénsalo bien, Gundwane. No me refiero sólo a la imposibilidad de llegar hasta la armería del castillo. Supongamos que eso se logra; supongamos que el polvorín ha sido reaprovisionado con nuevos embarques desde Holanda; supongamos que, de algún modo, conseguimos escapar llevándonos un poco. ¿Cómo haríamos para cruzar la planicie con un barril, perseguidos por Schreuder y sus hombres? Esta vez no tendríamos caballos.

En el fondo Hal sabía que era una locura, pero tenía la esperanza de que esa descabellada proposición los indujera a esbozar otro plan.

Por fin Aboli dijo:

—Hablaste de apoderarnos de un barco. Si nos dices cómo piensas hacerlo, Gundwane, tal vez podamos ayudarte a hacerlo realidad.

Los dos lo miraban, llenos de expectativa.

—¿Dónde creéis que está el Aguilucho en estos momentos? —preguntó Hal.

Aboli y Daniel parecieron sorprendidos.

—Si Dios ha escuchado mis plegarias, asándose en el infierno —respondió Daniel, amargamente.

Hal se volvió hacia el negro.

—¿Qué piensas tú, Aboli? ¿Dónde buscarías al Aguilucho?

—En algún punto de los siete mares, donde haya olfateado oro o un botín fácil, como el ave carroñera cuyo nombre lleva.

—¡Eso es! —Hal le dio una palmada en el hombro—. Pero ¿dónde lo olfatearía mejor? ¿Por qué compró a Jiri y a nuestros cuatro compañeros negros?

Aboli lo miró inexpresivamente. De pronto, una sonrisa lenta se extendió por sus anchas facciones oscuras.

—¡En la Laguna de los Elefantes! —exclamó.

El Grandote lanzó una risa excitada.

—Olfateó el tesoro de los galeones holandeses y pensó que nuestros negros podrían conducirlo hasta allí.

—¿A qué distancia estamos de esa laguna? —preguntó Aboli.

—Según mis cálculos, a trescientas millas marinas.

La inmensidad de la distancia los dejó mudos.

—Es mucho viajar —dijo Daniel sin pólvora para defendernos y para combatir al Aguilucho si llegamos.

Aboli miró a Hal.

—¿Cuánto tiempo nos llevaría el viaje, Gundwane?

—Si pudiéramos cubrir diez millas marinas por día, cosa que dudo, algo más de un mes.

—¿Y el Aguilucho estará allí cuando lleguemos? ¿O puede abandonar la búsqueda y hacerse a la mar? —reflexionó Aboli en voz alta.

—¡Eso! —murmuró Daniel—. Si se ha ido, ¿qué será de nosotros? Quedaremos varados allí para siempre.

—¿Prefieres estar varado aquí, maese Daniel? ¿Quieres morir de frío y hambre en esta montaña olvidada de Dios, cuando vuelva el invierno?

Callaron otra vez. Finalmente Aboli dijo:

—Yo estoy dispuesto a partir ahora mismo. No tenemos otra salida.

—Pero ¿y la pierna de Sir Henry? ¿Ya está lo bastante fuerte?

—Dadme una semana más, muchachos, y tendréis que gastar esas piernas para seguirme.

—¿Y si encontramos al Aguilucho todavía anclado en la Laguna de los Elefantes? —Daniel no estaba dispuesto a ceder con tanta facilidad—. Tiene consigo a cien rufianes bien armados. Nosotros, si todos sobrevivimos al viaje, seremos doce, armados sólo con espadas.

—¡Estaríamos equilibrados! —rió Hal—. Te he visto enfrentar cosas mucho peores. Con pólvora o sin ella, vamos en busca del Aguilucho. ¿Nos acompañas o no, maese Daniel?

—Te acompaño, capitán, por supuesto —confirmó el Grandote, afrentado—. ¿Cómo pudiste dudarlo?

Esa noche, en torno de la fogata, Hal explicó el plan a los otros. Cuando hubo terminado estudió aquellas caras sombrías a la luz del fuego.

—No exigiré a ninguno que me acompañe. Aboli, Daniel y yo hemos decidido ir, pero si alguno de vosotros prefiriera permanecer aquí, en las montañas, le dejaríamos parte de las armas y de la pólvora restante, sin ningún rencor. ¿Alguien quiere hablar?

—Sí —dijo Sukeena, sin apartar la vista de la comida que estaba preparando—. Iré adonde tú vayas.

—Bien dicho, princesa —sonrió Ned Tyler—. Yo también.

—¡Sí! —exclamaron los otros marineros, al unísono—. Iremos todos.

Hal les agradeció con un gesto de cabeza. Luego se volvió hacia Althuda.

—Tú tienes una mujer y un hijo en que pensar. ¿Qué dices?

La aflicción era visible en el rostro de la pequeña Zwaantie, que estaba amamantando al pequeño. Sus ojos oscuros estaban llenos de dudas y malos presentimientos. Althuda la ayudó a levantarse y se alejó con ella hacia la oscuridad.

Cuando los dos hubieron desaparecido, Sabah habló por todo su grupo.

—Althuda es nuestro, jefe. Él nos sacó del cautiverio. No podemos abandonarlos, a él y a su familia, para que perezcan de frío y hambre en la montaña. Si Althuda va, nosotros iremos; si se queda, deberemos quedarnos con él.

—Admiro tu decisión y tu lealtad, Sabah —dijo Hal.

Aguardaron en silencio, oyendo a Zwaantie sollozar de miedo e indecisión en la oscuridad. Regresaron después de largo rato; Althuda la tenía abrazada por los hombros. Ambos ocuparon su lugar en el círculo.

—Zwaantie no teme por sí misma, sino por el bebé —dijo. Pero sabe que nuestra mejor oportunidad es seguirte, Sir Hal. Iremos contigo.

—Me habría apenado que decidieras otra cosa, Althuda. —Hal sonrió con sincero placer—. Si estamos juntos, nuestras posibilidades mejoran mucho. Ahora debemos hacer los preparativos y acordar la fecha de la partida.

Sukeena se apartó del fuego para sentarse junto a Hal y dijo con firmeza:

—Tu pierna necesita cinco días más, cuanto menos, para curar. No te permitiré ponerte en marcha antes.

—Cuando la princesa habla —declaró Aboli—, tonto es quien no escucha.

Hal y Sukeena utilizaron esos últimos días para buscar las hierbas y las raíces que ella utilizaría como alimento y remedio. La infección de Hal había cedido al tratamiento y la marcha por esas cuestas fortalecía rápidamente el miembro herido.

El día antes de iniciar el viaje, a mediodía, ambos se detuvieron a bañarse, descansar y hacer el amor en la suave hierba que bordeaba el arroyo, un tributario que no habían visitado hasta entonces. Mientras Hal yacía bajo el sol, agotado por la pasión, Sukeena se alejó un breve trecho para orinar.

Hal la vio agacharse tras una mata y cerró los ojos, dejándose llevar perezosamente hasta el borde del sueño. Lo despertó el ruido familiar del palo afilado que usaba Sukeena para cavar en la tierra. Pocos minutos después la vio regresar con un terrón amarillo en la mano.

—¡Cristales de flor! Los primeros que he encontrado en estas montañas. —Encantada con su descubrimiento, quitó algunas de las hierbas menos apreciables de su cesta para que cupieran esos puñados de tierra friable—. En otros tiempos debió de haber volcanes entre estas montañas, pues los cristales de flor surgen de la tierra junto con la lava.

Hal la observaba, más interesado por el brillo de su cuerpo desnudo al sol que por los puñados de tierra amarilla que estaba arrancando de la ribera.

—¿Para qué usas esa tierra? —preguntó, sin levantarse de la hierba.

—Tiene muchas aplicaciones. Es una estupenda cura para los cólicos y los dolores de cabeza. Mezclada con jugo de las bayas de verbena, calma las palpitaciones del corazón y alivia los flujos mensuales de la mujer…

Siguió con su lista de las dolencias que podía tratar con eso, pero Hal no le encontraba ninguna virtud visible; parecía un terrón seco como otro cualquiera. El cesto era ahora tan pesado que, en el trayecto de regreso al campamento, Hal tuvo que hacerse cargo de él.

Esa noche, mientras el grupo libraba las últimas discusiones en torno del fuego, Sukeena molió los terrones en el tosco mortero de piedra que había fabricado y echó el polvo en una olla de agua para calentarla en el fuego. Luego fue a sentarse junto a Hal, que estaba repasando las indicaciones para la marcha del día siguiente: las armas y la carga que llevaría cada hombre, según su edad y su fuerza.

De pronto Hal se interrumpió para olfatear el aire.

—¡Por Jesucristo y todos sus Apóstoles! —exclamó—. ¿Qué tienes en esa olla, Sukeena?

Ya te lo dije, Gundwane. Son esas flores amarillas.

La alarmó ver que Hal corría a levantarla en brazos y la arrojaba por el aire, con las faldas arremolinadas.

—¡No son flores de ningún tipo! ¡Reconocería ese olor hasta en el infierno del que ha salido! —Y la besó hasta que ella apartó la cara, riendo y jadeando.

—¿Estás loco?

—¡Loco de amor por ti! —Hal se volvió hacia los hombres, que presenciaban con asombro la escena—. Muchachos, la princesa ha hecho el milagro que nos salvará a todos.

—¿Qué acertijos estás diciendo? —inquirió Aboli.

—¡Sí! —protestaron los otros—. ¡Habla claro, capitán!

—Hablaré muy claro, para que hasta la rata más estúpida pueda entender. —Hal reía al ver la confusión general—. Esa olla está llena de azufre. ¡Mágico azufre amarillo!

Ned Tyler, el maestro artillero, fue el primero en comprender. Él también se levantó de un brinco para correr hacia la olla. Inhaló aquellos vapores como si fueran humo de opio.

—El capitán tiene razón, muchachos —bramó en su gozo—. Es azufre, sin duda alguna.

Sukeena guió a un grupo, encabezado por Aboli y Daniel, hasta el barranco donde había descubierto el depósito de azufre. Volvieron al campamento tambaleándose bajo las cargas de tierra amarilla, amontonada en canastos o en sacos hechos con pieles de animales.

Mientras ella supervisaba el hervido y la lixiviación de los cristales, el tuerto Johannes y Zwaantie cuidaban de las fogatas, cubriéndolas de tierra para que los leños de cedro fueran reduciéndose poco a poco a negras pepitas de carbón.

El grupo de Sabah escaló con Hal la empinada ladera, por encima del campamento, hasta llegar a los barrancos donde habitaban las colonias de conejos. Los antiguos esclavos, colgados del precipicio como si fueran moscas, rascaron los cristales ambarinos de orina seca. Esos pequeños animales defecaban en muladares comunes; las bolitas de estiércol caían rodando, pero la orina chorreaba hacia abajo, empapando la roca a punto tal que, en algunos lugares, formaba una capa de varios palmos.

Bajaron sacos llenos de esos odoríferos depósitos hasta el pie del barranco, desde donde pudieron acarrearlos hasta el campamento. Trabajando por turnos, mantuvieron las fogatas encendidas día y noche bajo las vasijas de arcilla, para extraer el azufre de la tierra pulverizada y el salitre de la excreta animal.

Ned Tyler y Hal, los dos artilleros, rondaban esas vasijas humeantes como un par de alquimistas, reduciendo el líquido por evaporación. Finalmente secaron al sol las densas pastas residuales. La primera destilación de esos malolientes compuestos les dejó una provisión de polvos cristalinos con la que llenaron tres grandes ollas.

Una vez triturado, el carbón se convertía en un suave polvo negro; el salitre, en cambio, era de color pardo claro y fino como sal marina. Hal se puso una pizca en la lengua; en verdad era picante y salado como el mar. Las flores del azufre tenían el tono amarillo de los narcisos y eran casi inodoras.

Ante toda la banda reunida, Hal comenzó finalmente a mezclar los tres elementos en el mortero de Sukeena. Midió las proporciones y comenzó por moler juntos el carbón y el azufre, pues sin el último y vital ingrediente resultaban inertes e inofensivos. Luego agregó el salitre, para mezclarlo tímidamente con ese polvo gris oscuro, hasta obtener un cuerno lleno de algo que, por el aspecto y el olor, era auténtica pólvora.

Aboli le entregó uno de los mosquetes. Hal midió una carga y, después de echarla poco a poco dentro del caño, la tapó con un trozo de corteza seca. Finalmente agregó un guijarro que había seleccionado en el banco de arena del arroyo. No quería malgastar una bala de plomo para el experimento.

Daniel ya había instalado un blanco de madera en la orilla opuesta. Hal se arrodilló para apuntar, mientras los otros formaban una línea a cada lado y se tapaban los oídos. Se hizo un expectante silencio mientras Hal apuntaba y oprimía el gatillo.

Hubo una atronadora detonación y una nube de humo. El blanco de madera, hecho trizas, cayó del ribazo al agua. Del grupo se elevó un rebosante grito de victoria; todos se palmoteaban las espaldas y bailaban al sol, delirantes de triunfo.

—Esta pólvora es tan buena como la que podríamos conseguir en los almacenes navales de Greenwich —opinó Ned Tyler—, pero habrá que compactarla debidamente para llevarla en bolsas.

Con este propósito, Hal ordenó instalar una gran vasija de terracota detrás de un biombo de hierbas, a la orilla del campamento, y se recomendó estrictamente a todos que lo utilizaran en todas las ocasiones posibles. Hasta las dos mujeres iban detrás del biombo para hacer sus pudorosas contribuciones. Una vez colmada la vasija, humedecieron la pólvora con la orina para formar una pasta que moldearon en forma de ladrillos y secaron al sol. Esos bloques fueron almacenados en cestos de junco, donde se los transportaría con facilidad.

—Iremos moliendo las tortas a medida que las necesitemos —explicó Hal a Sukeena—. Ahora no tendremos que cargar tanta carne seca, pues podremos cazar durante el viaje. Si hay tanta abundancia de caza como nos dice Sabah, no nos faltará carne fresca.

Diez días después de lo que habían pensado en un principio, el grupo estaba listo para iniciar la marcha hacia el este. Encabezaban la columna Hal, por ser el navegante, y Sabah, que ya había recorrido ese camino. Althuda y los tres mosqueteros iban en el medio, custodiando a las mujeres y al pequeño Bobby; Aboli y el Grandote Daniel cerraban la marcha, cargando enormes bultos.

Viajaban siguiendo la disposición del terreno; en vez de escalar las tierras altas, seguían los valles y cruzaban sólo por los pasos. Hal calculaba por la vista y el tiempo las distancias recorridas; el rumbo, con la brújula. Al atardecer, antes de que le faltara luz, marcaba esos datos en sus cartas.

Por la noche acampaban a cielo abierto, pues el clima era templado y estaban demasiado cansados para construir refugios. Al despertar encontraban las mantas de piel cubiertas de rocío.

Tal como Sabah les había anticipado, les llevó seis días de dura marcha por el laberinto de valles alcanzar la empinada escarpa oriental. Desde lo alto miraron hacia abajo.

Muy lejos, hacia la derecha, se divisaba la mancha azul del océano, que se fundía con el tono más claro del cielo, pero abajo no se extendían las planicies que Hal esperaba, sino un territorio quebrado por lomadas, ondulantes praderas y bandas de oscuros bosques, que parecían seguir el curso de los múltiples riachos que se entrecruzaban en el litoral, en su ondulante curso hacia el mar.

A la izquierda, otra cadena de melladas montañas azules marchaba en sentido paralelo hacia el mar, formando una muralla que guardaba el misterioso corazón del continente. La aguda vista de Hal distinguió manchas oscuras en las praderas doradas; se movían como sombras de nubes, aunque no había nube alguna en el cielo. Entonces vio la polvareda que sigue a los rebaños silvestres; de vez en cuando divisaba un reflejo de sol, lanzado por colmillos de marfil o un cuerno pulido.

—Esta zona está llena de vida —murmuró a Sukeena, que estaba a su lado—. Allí abajo puede haber animales extraños, que el hombre nunca ha visto. Quizá dragones que escupan fuego, unicornios e hipogrifos.

Sukeena, estremecida, apretó los brazos contra el cuerpo, aunque el sol estaba alto y fuerte.

—Vi esas bestias en las cartas que traje para ti —concordó.

Ante ellos había un sendero, abierto por las grandes patas del elefante y señalado con montañas de fibroso estiércol amarillo; descendía serpenteante por la cuesta, escogiendo la pendiente más favorable y evitando los cañones peligrosos. Hal lo siguió.

Al descender se iban haciendo más visibles las características del paisaje. Hal llegó a reconocer algunos de los animales que lo habitaban. Esa oscura masa de bovinos, coronada por una dorada polvareda y una nube de pájaros blancos, debían de ser los búfalos silvestres que Aboli mencionaba. Nyati, los había llamado, al prevenir a Hal sobre su ferocidad. Parecía haber varios cientos de bestias en cada uno de los rebaños que tenía a la vista.

Más allá se veía un pequeño grupo de elefantes. Hal los recordaba bien, por haberlos avistado mucho tiempo antes en las costas de la laguna, pero nunca los había visto en tal número. Había cuanto menos veinte hembras, cada una con una cría del tamaño de un lechón. Sembrados en la llanura, como lomadas de granito gris, distinguió a tres o cuatro machos solitarios; apenas pudo dar crédito al tamaño de esos patriarcas y a la longitud de sus relucientes colmillos de marfil.

Había otros animales, no tan grandes como esos machos, pero también grises y de buen tamaño; al principio los tomó por otros elefantes, pero a medida que descendían notó que tenían un cuerno negro, a veces de la estatura de un hombre, decorando el gran hocico. Entonces recordó lo que Sabah le había dicho de esas bestias salvajes, una de las cuales había matado a la mujer de Johannes con ese mortífero cuerno. Esos "rhenosters", como los llamaba Sabah, parecían de temperamento solitario, pues se mantenían apartados de su misma especie, cada uno a la sombra de su propio árbol.

Mientras caminaba a la vanguardia de la pequeña columna, Hal oyó pisadas ligeras detrás de él; eran pasos que había llegado a conocer y amar. Una vez más, Sukeena había abandonado su puesto en el centro de la fila, buscando alguna excusa para caminar un rato junto a él.

Deslizó una mano en la suya y ajustó el paso al de él.

—No quería entrar sola en esta tierra nueva. Quería caminar a tu lado —dijo quedamente. Luego levantó la vista al cielo—. El viento vira hacia el sur, mira esas nubes que se agazapan en las cumbres de las montañas, como una jauría de fieras al acecho. Se aproxima una tormenta.

Su advertencia resultó oportuna. Hal logró conducirlos a una cueva de la ladera, donde encontraron abrigo antes de que se desatara la tempestad. Allí permanecieron tres largos días con sus noches antes de que la tormenta amainara. Cuando al fin salieron, la tierra estaba limpia y el cielo mostraba un azul ardiente.

Antes de que el Golden Bough se hubiera alejado mucho de Buena Esperanza, el capitán Christopher Llewellyn ya estaba arrepentido de haber aceptado a bordo a ese pasajero.

No tardó en descubrir que el coronel Cornelius Schreuder era un hombre de trato difícil: arrogante, demasiado franco y testarudo. Expresaba opiniones firmes e inflexibles sobre cualquier tema que surgiera y nunca se mostraba conciliador al expresarlas.

—Va recogiendo enemigos tal como el perro va recogiendo pulgas —dijo el capitán a su primer oficial.

En el segundo día de navegación había invitado a Schreuder a cenar en el camarote de popa, en compañía de algunos oficiales. Era hombre cultivado y mantenía costumbres elegantes, aun en alta mar. Gracias al botín acumulado en la reciente guerra con los holandeses, podía satisfacer su predilección por las cosas finas.

Construir y botar el Golden Bough le había costado casi dos mil libras, pero era quizás el mejor navío de su clase; sus culebrinas eran flamantes y sus velas, de la mejor calidad. El alojamiento del capitán podía estar amoblado con un refinamiento sin paralelos, pero en aras del lujo no se habían sacrificado sus cualidades de barco de guerra.

Durante el viaje por el Atlántico Llewellyn había descubierto con placer que el barco no defraudaba sus esperanzas. En trayectos largos, con las velas hinchadas y buen viento, su casco cortaba el agua como una hoja; era capaz de navegar a la bolina ciñéndose tanto al viento que el corazón de su capitán cantaba al sentir escorar la cubierta bajo los pies.

Casi todos los oficiales habían estado a sus órdenes durante la guerra, demostrando su coraje y su valía, con excepción de un joven, cuarto hijo de George, vizconde de Winterton.

Lord Winterton, Maestro Navegante de la Orden, era uno de los hombres más ricos y poderosos de Inglaterra, dueño de una flota de barcos mercantes y corsarios. El Honorable Vincent Winterton había sido puesto por su padre bajo la tutela de Llewellyn para efectuar su primer viaje de corsario. Era un joven atractivo y bien educado, aunque aún no había cumplido los veinte años; sus modales francos y simpáticos lo hacían popular entre los marineros y los otros oficiales por igual. Él era uno de los comensales sentados a la mesa de Llewellyn, en la segunda noche de navegación.

La velada se inició con vivacidad, pues todos los ingleses estaban alegres; tenían un buen barco bajo los pies y, por delante, perspectivas de obtener oro y gloria. Schreuder, en cambio, se mostraba ceñudo y altanero. Cuando todos entraron en calor con la segunda copa de vino, Llewellyn alzó la voz:

—Vincent, hijo mío, ¿no nos cantaríais algo?

—¿Podéis soportar mis maullidos una vez más, señor? —El joven reía con modestia, pero el resto de los comensales insistió:

—¡Anda, Vinny! ¡Canta para nosotros, hombre!

Vincent Winterton se levantó para acercarse al pequeño clavicordio, sujeto con grandes tornillos de bronce a la estructura del barco. Mientras se sentaba, echando hacia atrás sus largos rizos, tocó un suave acorde argentino.

—¿Qué os gustaría escuchar?

—Green Sleeves —sugirió alguien.

Vincent hizo una mueca.

—Ya os la he cantado más de cien veces desde que zarpamos de la patria.

—Mother Minel —exclamó otro.

Entonces Vincent, con un gesto de asentimiento, alzó la cabeza para cantar con voz potente y afinada, que arrancó lágrimas a muchos de los presentes, en tanto marcaban el ritmo con el pie.

Schreuder había sentido una inmediata e irrazonable antipatía por ese atractivo joven, tan querido por sus pares, tan sereno y seguro de sí gracias a los privilegios de su nacimiento. Por comparación, el coronel se sentía viejo y olvidado. Él nunca había conquistado esa admiración, ese obvio afecto entre quienes lo rodeaban.

Se sentó en un rincón, rígido, ignorado por esos hombres que, no mucho tiempo atrás, eran sus enemigos mortales. Él sabía que lo despreciaban por ser extranjero y militar de infantería, por no pertenecer a la selecta hermandad del océano. Descubrió que su antipatía dejaba paso a un odio declarado por ese joven de facciones claras y juveniles, cuya voz tenía el timbre y el tono de una campana.

Al terminar la canción se hizo un momento de silencio, atento y respetuoso. Luego todos rompieron en un aplauso.

—¡Oh, muy bien, hijo!

—¡Bravo, Vinny!

Schreuder sintió que su irritación se tornaba insoportable. El aplauso se prolongó demasiado para el gusto del cantante, que abandonó el clavicordio con un gesto humilde, como rogándoles que desistieran. En la pausa siguiente Schreuder dijo en voz queda, pero bien audible:

—¿Maullidos? No, señor; eso fue un insulto a la especie felina.

En el pequeño camarote se hizo un silencio espantado. El joven, enrojeciendo, llevó instintivamente la mano hacia la empuñadura de la espada que llevaba al cinto, pero Llewellyn intervino ásperamente:

—¡Vincent! —Y sacudió la cabeza.

Contra su voluntad, el joven apartó la mano del arma y se obligó a sonreír, haciendo una leve reverencia al pasajero.

—Tenéis buen oído, señor. Debo elogiar vuestro fino gusto.

Y retomó su asiento ante la mesa, volviendo la espalda a Schreuder para entablar una liviana plática con su vecino. Pasado el momento de incomodidad, los otros invitados sonrieron y se incorporaron a la conversación, excluyendo deliberadamente al coronel.

Llewellyn había traído a su propio cocinero y el barco tenía una buena provisión de verduras y carne fresca, cargada en Buena Esperanza. La comida era digna de las mejores cantinas de la zona portuaria londinense; la conversación, agradable y divertida, sembrada de chistes ingeniosos, dobles sentidos y términos de la jerga elegante. Casi todo eso estaba por encima del inglés que Schreuder dominaba, con lo que su resentimiento creció como un tifón tropical.

Su única contribución a la plática fue una mordaz referencia a la victoria holandesa en el río Támesis y la captura del Royal Charles, orgullo de la marina inglesa. Se hizo un nuevo silencio y todos los presentes le clavaron una mirada glacial, antes de proseguir conversando como si él no hubiera abierto la boca.

Schreuder se consoló con el clarete; cuando la botella que tenía ante sí quedó vacía, echó mano del botellón de coñac. Su resistencia para el licor era tan vigorosa como su orgullo, pero esa noche el efecto fue tornarlo más colérico y truculento. Hacia el final de la comida estaba empecinado en buscar camorra, buscando alguna manera de aliviar la terrible sensación de rechazo y desesperanza que lo abrumaba.

Por fin Llewellyn se puso de pie para proponer el brindis leal:

—¡A la salud del Rey y que Dios le dé larga vida!

Todo el mundo se levantó con entusiasmo, cuidando de no golpearse la cabeza con las tablas de la cubierta superior. Sólo Schreuder permaneció sentado.

Llewellyn dio unos golpecitos a la mesa.

—De pie, coronel, por favor. Vamos a brindar a la salud del Rey de Inglaterra.

—Ya no tengo sed, capitán. Gracias. —Schreuder se cruzó de brazos.

Los hombres lanzaron un gruñido. Uno alzó la voz.

—Dejadlo por mi cuenta, capitán.

—El coronel Schreuder es huésped de este barco —advirtió Llewellyn, ominosamente—. Que nadie le manifieste la menor descortesía, aunque él se comporte como un cerdo y transgreda todas las normas de la decencia. —Luego se volvió hacia Schreuder—. Os pido por última vez, coronel, que participéis de nuestro brindis. Si no lo hacéis, todavía estamos a poca distancia de Buena Esperanza. Inmediatamente daré órdenes de virar en redondo para volver a Table Bay, donde os devolveré el dinero del pasaje y os haré depositar en la playa como a un cubo de desperdicios.

Schreuder se sosegó inmediatamente. No esperaba esa amenaza. Sólo quería que uno de esos estúpidos ingleses lo retara a duelo, para hacerles una demostración de esgrima que les desorbitara esos fríos ojos de pescado y les borrara de la cara esa sonrisa de superioridad. Pero la idea de que lo devolvieran a la escena del crimen, entregándolo a las manos vengativas del gobernador van de Velde, le entumeció los labios; los dedos le cosquillearon de miedo. Entonces se puso lentamente de pie, con la copa en alto. Llewellyn se relajó un poco. Todos brindaron y volvieron a sentarse, en un rumor de charlas y risas.

—¿Alguien quiere jugar un poco a los dados? —sugirió Vincent Winterton.

El asentimiento fue general.

—Pero no juguemos otra vez por chelines —objetó uno de los oficiales de más edad—. La última vez perdí casi veinte libras, todo lo que gané cuando capturamos al Buurman.

—Las apuestas serán de un centavo y el límite, de un chelín sugirió otro.

Todos se manifestaron de acuerdo y echaron mano de sus bolsas.

—Señor Winterton —intervino Schreuder—, cubriré cualquier apuesta que vuestro estómago soporte sin vomitar.

Estaba pálido y tenía un brillo de sudor en la frente, pero ése era el único efecto visible del licor.

Una vez más se hizo el silencio, en tanto el pasajero metía la mano en su chaquetilla para sacar una bolsa de piel de cerdo. La dejó caer despreocupadamente en la mesa, donde tintineó con la inconfundible música del oro. Todos los comensales se pusieron rígidos.

—Aquí jugamos por entretenimiento, como buenos camaradas —bramó Llewellyn.

Pero Vincent Winterton preguntó despreocupadamente:

—¿Cuánto hay en esa bolsa, coronel?

Schreuder aflojó el cordel y, con ademán garboso, volcó las monedas en el centro de la mesa, donde formaron un montón centelleante. Luego paseó una mirada triunfal por el círculo de caras. "¡Ahora no me tomarán tan a la ligera!", pensó, mientras decía en voz alta:

—Veinte mil gúldenes holandeses. Más de trescientas de vuestras libras inglesas.

Era toda su fortuna, pero sentía un palpitar temerario y autodestructivo en el corazón que lo impulsaba a la locura, como si fuera posible borrar con oro la culpa de su terrible asesinato.

Los presentes enmudecieron ante esa enorme suma; era más de lo que la mayoría de esos oficiales podían acumular en toda una vida de peligrosas empresas. Vincent Winterton sonrió graciosamente.

—Veo que sois un verdadero deportista, señor.

—¡Ah, bien! —Schreuder sonrió con frialdad—. La apuesta es demasiado alta, ¿verdad? —Barrió las monedas de oro, echándolas nuevamente en la bolsa, e hizo ademán de abandonar la mesa.

—Un momento, coronel —lo detuvo Vincent. El holandés volvió a sentarse—. No he venido preparado, pero si me permitís robaros algunos minutos…

Con una reverencia, salió del camarote. Todos guardaron silencio hasta que él volvió y puso un pequeño cofre de teca en la mesa.

—Eran trescientas, ¿no?

Y comenzó a contar las monedas, sacándolas del cofre. Formaban una espléndida profusión en el centro de la mesa.

—¿Tendríais la amabilidad de guardar las apuestas, capitán? —pidió Vincent, cortés—. Siempre que el coronel esté de acuerdo, claro está.

—No tengo objeciones. —Con un seco gesto afirmativo, Schreuder entregó su monedero a Llewellyn. Interiormente comenzaba a arrepentirse. No había creído que alguno de ellos aceptara su desafío. Una pérdida de semejante magnitud dejaba en la miseria a la mayoría; a él, sin duda.

Llewellyn recibió ambas bolsas y las puso ante sí. Luego Vincent tomó el vaso de cuero y se lo entregó al holandés.

—Generalmente jugamos con éstos, señor —dijo tranquilamente—. ¿Queréis examinarlos? Si no son de vuestro agrado, quizás hallemos otros que os satisfagan.

Schreuder sacudió los dados y los hizo rodar por la mesa.

Luego recogió cada uno de los cubos de marfil para mirarlos al trasluz.

—No les veo defectos —dijo, devolviéndolos al vaso—. Sólo resta acordar cuál será el juego. ¿Azar?

—Azar inglés —concordó Vincent—. ¿Qué más?

—¿Cuál será el límite de cada jugada? —Quiso saber Schreuder—. ¿Una libra o cinco?

—Todo a una sola jugada —dijo Vincent—. Arrojará el que saque la cifra más alta. Después, doscientas libras a su azar.

Schreuder quedó estupefacto ante la propuesta. Esperaba ir manejando sus apuestas con pequeños incrementos, lo cual le daría la posibilidad de retirarse con alguna dignidad si los dados se volvían contra él. Nunca había oído hablar de semejante suma apostada a una sola jugada.

Uno de los amigos de Vincent carcajeó, encantado:

—¡Por Dios, Vinny! Así veremos si este cabeza de queso tiene agallas.

Schreuder le clavó una mirada flamígera, pero se sabía atrapado. Por un momento aún buscó alguna salida, pero el joven murmuró:

—Espero no haberos puesto en aprietos, coronel. Os tomé por un deportista. ¿Preferís que abandonemos todo esto?

—Os aseguro que me parece perfecto —replicó él, fríamente—. Trescientas libras a una jugada. De acuerdo.

Llewellyn puso uno de los dados en el vaso y se lo pasó.

—Este dado decidirá quién arroja. Será quien obtenga el puntaje más alto. ¿Estáis de acuerdo, caballeros?

Ambos asintieron con la cabeza. Luego Schreuder hizo rodar el único dado.

—¡Tres! —dijo Llewellyn. Y volvió a poner el dado en el vaso—. Vuestro turno, señor Winterton.

Puso el vaso frente a Vincent, que lo recogió y lanzó el dado en el mismo movimiento.

—¡Cinco! —dijo Llewellyn—. El señor Winterton será quien arroje a una sola jugada de azar inglés, por una bolsa de trescientas libras. —Puso los dos dados en el vaso—. Señor Winterton, arrojad para decidir el main point.

Vincent hizo rodar los dados.

—El Main es siete —leyó Llewellyn.

A Schreuder se le encogió el corazón. Siete era el Main más fácil de duplicar, pues había muchas combinaciones del dado que sumaban esa cifra. Las probabilidades estaban contra él. Y eso se reflejaba en las caras ufanas de sus espectadores. Si Vincent obtenía otro siete o un once, lo cual era bastante posible, ganaría. Sólo perdería si obtenía los crabs: dos ases, un as y un dos o una suma de doce. Cualquier otro número se convertiría en su chance: tendría que seguir arrojando hasta que la repitiera u obtuviera una de las combinaciones perdedoras.

Schreuder se reclinó hacia atrás, cruzándose de brazos como para defenderse de un ataque brutal. Vincent arrojó.

—¡Cuatro! —dijo Llewellyn—. Ahora la Chance es cuatro.

Todas las personas sentadas a la mesa exhalaron simultáneamente, menos Vincent. Había sacado el Main más difícil de conseguir. Las probabilidades favorecían ahora a Schreuder, abrumadoramente. Vincent debía obtener ahora una Chance de cuatro para ganar o un Main de siete para perder. Sólo dos combinaciones totalizaban cuatro; en cambio muchas otras sumaban el siete perdedor.

—Mis condolencias, señor. —Schreuder sonrió con crueldad—. Cuatro es un número endiablado.

—Los ángeles favorecen al virtuoso. —El joven hizo un ademán despreocupado—. ¿Querríais aumentar vuestra apuesta en cien libras más, una a una?

Con tantas posibilidades contra él, era un ofrecimiento alocado, pero Schreuder no tenía un gulden más con que aprovecharlo. Sacudió secamente la cabeza.

—No podría aprovecharme de un hombre que está de rodillas.

—Qué galante sois, coronel —dijo Vincent.

Y volvió a arrojar.

—¡Diez! —dijo Llewellyn. Era una cifra neutral.

El joven recogió los dados para sacudirlos dentro del vaso y arrojó otra vez.

—¡Seis!

Otro número neutral. Aunque Schreuder seguía inmóvil como un cadáver, tenía el color de la cera y sentía las gotas de sudor que le corrían por el vello del pecho, como babosas de jardín.

—Ésta va para todas las muchachas bonitas que hemos dejado esperando —dijo Vincent.

Los dados repiquetearon en la mesa de nogal. Por un momento terrible, nadie se movió ni pronunció palabra. Por fin, de todas las gargantas inglesas surgió un aullido tal que debió de alarmar a la guardia y llegar a los oídos del vigía, en lo alto del palo mayor.

—¡Jesús, María y José! ¡Dos pares de tetas! ¡El cuatro más dulce que jamás he visto!

—El señor Winterton ha obtenido su Chance —entonó Llewellyn. Y puso los dos pesados monederos frente a él—. Gana el señor Winterton.

Pero su voz se perdió casi por completo en el bullicio de las risas y las congratulaciones, que se prolongaron por varios minutos, mientras Schreuder permanecía inmóvil como un tronco caído, demudado y sudoroso.

Por fin Winterton puso fin a ese alboroto y se levantó para inclinarse hacia Schreuder por sobre la mesa, diciendo seriamente:

—Os saludo, señor. Tenéis nervios de acero y sois un deportista de primera. Os ofrezco la mano de la amistad.

Le alargó la diestra con la palma abierta. Schreuder la miró con aire desdeñoso, sin moverse. Las sonrisas se borraron. En el pequeño camarote volvió a hacerse un cargado silencio.

Por fin el coronel dijo con toda claridad:

—Debería haber examinado esos dados vuestros con más atención, cuando tuve la oportunidad. Disculpad, señor, pero tengo por norma no estrechar la mano de un tramposo.

Vincent se echó bruscamente atrás, mirándolo con incredulidad; los otros habían quedado boquiabiertos. El joven tardó un largo instante en recobrarse de la impresión causada por ese inesperado insulto.

—Os agradeceré que me deis satisfacciones por ese comentario, coronel Schreuder.

—Con el mayor placer. —El holandés se puso de pie con una sonrisa triunfal. Como era el retado, a él le correspondía elegirlas armas. No habría monigotadas con pistolas: se batiría a espada, para que ese cachorro inglés recibiera un metro del acero de su Neptuno en el vientre. Se volvió hacia Llewellyn—. ¿Me haríais el honor de apadrinarme en este duelo? —preguntó.

—¡Yo no! —El capitán sacudió firmemente la cabeza—: No permito duelos en mi barco. Tendréis que buscaros a otro para que os apadrine y controlar vuestro mal genio hasta que lleguemos a puerto. Entonces podréis desembarcar para resolver este asunto.

Schreuder se dirigió nuevamente a Vincent.

—A la primera oportunidad os informaré el nombre de mi padrino —dijo—. Os prometo satisfacción en cuanto lleguemos a puerto.

Y se levantó para salir del camarote. A sus espaldas oyó comentarios y conjeturas, pero los vapores del coñac, mezclados con la ira, le hacían latir las venas en las sienes con tanta fuerza, que temió que le estallaran.

Al día siguiente Schreuder no salió del canil que le servía de camarote; un criado le llevó las comidas a la litera, donde él permanecía tendido como un herido de guerra, curándose las terribles heridas del orgullo y el insoportable dolor causado por la pérdida de todos sus bienes mundanos. Al segundo día subió a cubierta mientras el Golden Bough efectuaba una bordada a babor para establecer su curso hacia el oeste noroeste, siguiendo la abultada costa de África del Sur.

En cuanto asomó la cabeza por sobre la brazola del pasillo, el oficial de guardia le volvió la espalda para ocuparse de unos tarugos, mientras el capitán Llewellyn acercaba el telescopio a un ojo para estudiar las montañas azules que se elevaban al norte. Schreuder se paseó junto a la barandilla de sotavento, calculadamente ignorado por los oficiales. Toda la tripulación estaba al tanto del inminente duelo por el criado que había servido la cena del capitán; los hombres lo miraban con curiosidad y se mantenían lejos de él.

Después de media hora, Schreuder se detuvo abruptamente frente al oficial de la guardia y preguntó sin preámbulos:

—Señor Fowler, ¿me serviríais de padrino?

—Perdonad, coronel, pero el señor Winterton es amigo mío.