Esa noche el gobernador van de Velde ofreció una cena de gala en el gran salón, a la que estaban invitados todos los notables de la colonia y los dignatarios de la Compañía. Los festejos se prolongaron hasta tarde, dejando agotados al personal doméstico y a los esclavos. Sukeena se hizo cargo de recorrer la casa y cerrar las cocinas.

Una vez sola, hirvió los hongos hasta que el agua tuvo la consistencia de la miel fresca. Luego vertió el líquido en una botella de vino vacía. No tenía olor y, sin necesidad de probarlo, sabía que el sabor a hongos sería mínimo. Una de las mujeres que trabajaba en el castillo, en la cocina de las barracas, estaba en deuda con ella; las pociones de Sukeena habían salvado a su hijo mayor, enfermo de viruela. A la mañana siguiente guardó la botella en un canasto, junto con remedios y pociones, y lo puso en el carruaje para que Aboli lo entregara a la mujer.

Al llegar al castillo, van de Velde estaba pálido y malhumorado por los excesos cometidos la noche anterior. Aboli dejó en la grieta de la pared un mensaje que decía: "Esta noche no comáis nada hecho en la cocina de la guarnición".

Esa noche Hal volcó el contenido de la olla en el balde de letrina, antes que los hombres cedieran a la tentación de probarlo. El aroma que llenaba la celda era, para los marineros hambrientos, como una promesa de vida eterna; su pérdida los hizo protestar y rechinar lo dientes; maldijeron a Hal, al destino y a sí mismos.

Por la mañana, a la hora acostumbrada, la mazmorra empezó a cobrar vida. Mucho antes de que el alba delineara los cuatro ventanucos enrejados, los hombres comenzaron a gruñir y toser. Luego, de a uno, fueron usando el cubo de la letrina. Cuando recordaron la importancia de ese día se apoderó de ellos un silencio férreo y sobrecargado.

Poco a poco, mientras la luz del día iba cayendo sobre ellos desde las ventanas, se miraron de reojo. Nunca antes los habían dejado allí hasta tan tarde. Habrían debido estar trabajando desde hacía una hora.

Cuando las llaves resonaron finalmente en la cerradura, Manseer apareció pálido y demacrado. Sus dos compañeros no tenían mejor aspecto.

—¿Qué os pasa, Manseer? —preguntó Hal—. Ya temíamos que nos hubierais abandonado para siempre, cambiando de afectos.

El carcelero era un tonto sin malicia. Con el correr de los meses Hal había cultivado una amistad superficial con él.

—Me pasé la noche en el cagadero —gimió Manseer—. Y no me faltó compañía, pues todos los hombres de la guarnición querían meterse allí conmigo. A estas horas la mitad está todavía en la cama… —Se interrumpió, en tanto su vientre resonaba como un trueno lejano, y asumió una expresión desesperada. —¡Aquí va otra vez! ¡Voy a matar a ese maldito cocinero!

Y volvió a subir la escalera, dejándolos allí por media hora más antes de regresar para sacarlos al patio.

Hugo Barnard los estaba esperando. Se lo veía de muy malhumor.

—Hemos perdido medio día de trabajo —rugió al carcelero—. ¡El coronel Schreuder me echará la culpa, y cuando lo haga vendré a arreglar cuentas contigo, Manseer! —Giró hacia la fila de convictos—. ¡No os quedéis allí con esa cara burlona! ¡Por Dios que os haré rendir un día entero de trabajo, aunque deba teneros en ese andamio hasta la noche! ¡Id, daos prisa!

Barnard estaba perfectamente, rubicundo y con el genio ya en ebullición. Obviamente no sufría los cólicos y la diarrea que afectaban al resto de la guarnición. Hal recordó entonces que vivía con una muchacha hotentote junto a la costa y no comía con los soldados.

Mientras iba hacia los andamios echó un rápido vistazo alrededor. El Sol ya estaba alto y sus rayos iluminaban el reducto oeste del castillo. El número de guardias y carceleros se había reducido a menos de la mitad: un centinela en vez de cuatro ante los portones, ninguno a la entrada de la armería y sólo uno más al tope de la escalinata que conducía a las oficinas, en el costado sur del patio.

Cuando llegó a lo alto de la muralla miró por sobre la plaza de armas; entre los árboles llegaba a distinguir el techo de la residencia del gobernador.

—Que Dios te acompañe, Aboli —susurró—. Estamos listos.

Aboli llevó el carruaje hasta el frente de la residencia algunos minutos antes de lo que la gobernadora había ordenado y detuvo los caballos ante el pórtico. Casi de inmediato, Sukeena apareció en la puerta y lo llamó:

—¡Aboli! La señora tiene algunos paquetes que debemos llevar en el coche. —Su tono era ligero y desenvuelto, sin señales de tensión—. Ven a buscarlos, por favor.

Eso era para otros oídos que, sin duda, estarían escuchando.

Aboli, obediente, aplicó el freno a las ruedas del carruaje y, tras una queda palabra a los caballos, se apeó del pescante. Sin prisa, serena la expresión, siguió a Sukeena al interior de la casa. Un minuto después volvió a salir con una alfombra de seda enrollada y un par de alforjas de cuero, que puso en los cestos de la parte trasera; luego cerró la tapa. No había secreto alguno en sus movimientos ni aire furtivo que pudiera alertar a los otros esclavos. Las dos criadas que barrían la terraza ni siquiera lo miraron. Él volvió a su pescante y, recogiendo las riendas, esperó con la paciencia infinita de los esclavos.

Katinka se demoraba, pero eso no era raro. Por fin, envuelta en una nube de perfume francés y sedas susurrantes, descendió la escalinata, regañando a Sukeena por alguna falta imaginaria. La muchacha deslizaba junto a ella sus piececitos silenciosos, contrita y sonriente a la vez.

El ama subió al carruaje como una reina que fuera a su coronación, ordenando imperiosamente:

—¡Sube y siéntate aquí!

Sukeena le hizo una reverencia, acercando las manos unidas a los labios. Esperaba esa orden. Cuando estaba de humor para la intimidad física, Katinka quería tenerla al alcance de su mano. En otras ocasiones se mostraba fría y altanera; en todo momento, imprevisible.

"Es un buen presagio, que ella actúe como yo quería", pensó para darse aliento, mientras se sentaba frente a su ama, sonriéndole con amor.

—¡Arranca, Aboli! —indicó Katinka. En tanto el carruaje se ponía en marcha, dedicó su atención a la esclava—. ¿Cómo me queda este color a la luz del Sol? ¿No me hace pálida e insípida?

—Queda maravillosamente con vuestra piel, señora —aseguró Sukeena, diciéndole lo que deseaba oír—. Aun mejor que en interiores. Y os realza las luces violáceas de los ojos.

—¿No crees que debería haber un poco más de encaje en el cuello? —Katinka inclinó la cabeza en un gesto gracioso.

La muchacha estudió su respuesta.

—Vuestra belleza no necesita siquiera de los más finos encajes de Bruselas —aseguró—. Se destaca por sí sola.

—¿Te parece, Sukeena? Eres muy halagadora, pero debo decir que tú también estás muy atractiva esta mañana. —La estudió con aire pensativo. El carruaje iba recorriendo la avenida con los rucios al trote—. Tienes buen color en las mejillas y brillo en los ojos. Se justificaría pensar que estás enamorada.

La esclava la miró de un modo que le hizo vibrar la piel.

—Oh, es que estoy enamorada de una persona muy especial —susurró.

—¡Mi pequeña pícara! —ronroneó Katinka.

El coche salió a la plaza de armas y viró hacia el castillo. Katinka estaba tan distraída que tardó un momento en ver hacia dónde iban. Entonces le cruzó la cara una sombra de fastidio.

—¡Aboli! —llamó ásperamente—. ¿Qué haces, idiota? ¡Al castillo no! Vamos a casa de Mevrouw de Waal.

El negro pareció no haber oído. Los rucios continuaron trotando hacia los portones del castillo.

—Di a ese tonto que gire hacia el otro lado, Sukeena.

La esclava se levantó rápidamente en el carruaje bamboleante y luego se instaló junto a Katinka y enlazó un brazo al de su ama sujetándola con firmeza.

—¿Qué diantre haces, criatura? Aquí no. ¿Has perdido la cabeza? ¡Delante de toda la colonia! —Trató de apartar el brazo pero Sukeena lo retuvo con una fuerza que la impresionó.

—Vamos al castillo —dijo, en voz baja—. Y tú harás exactamente lo que yo te diga.

—¡Aboli! ¡Detén inmediatamente el carruaje! —Katinka alzó la voz, tratando de levantarse, pero la muchacha tiró de ella sentándola otra vez.

—No forcejees si no quieres que te corte —ordenó—. Te cortaré primero la cara, para que nunca más seas hermosa. Y si aún no obedeces, te hundiré esta hoja en ese corazón ladino y malvado.

La gobernadora bajó la vista y, por primera vez, vio el puñal que Sukeena sostenía contra su costado. Ella conocía bien el filo de ese delgado acero, pues era regalo de un amante. Sukeena se lo había robado del ropero.

—¿Estás loca? —Pálida de terror, trató de apartarse de la afilada punta.

—Sí. Lo bastante loca como para matarte y disfrutarlo.

Al sentir que le presionaba la daga contra el cuerpo, Katinka gritó. Los caballos irguieron las orejas.

—Si vuelves a gritar te arrancaré la piel —advirtió Sukeena—. Ahora cierra la boca y escucha lo que debes hacer.

—Te entregaré a Juan Lento y me reiré viendo cómo te arranca las entrañas —amenazó la señora. Pero le temblaba la voz y había terror en sus ojos.

—Jamás volverás a reír, a menos que me obedezcas. Esta daga se encargará de eso. —Y la pinchó otra vez, con fuerza suficiente para perforar la tela y la piel. En el vestido apareció una mancha de sangre del tamaño de una moneda.

—¡Por favor! —gimoteó Katinka—. Por favor. Haré lo que tú digas. Pero no vuelvas a hacerme daño. Dijiste que me amabas.

—Y mentí —señaló Sukeena—. Mentí por mi hermano. Te odio. No puedes imaginar la fuerza de mi odio. Detesto el contacto de tus manos. Me asquean las cosas sucias y perversas que me obligaste a hacer. Así que no esperes nada de mi amor. Te aplastaría con tan poca compasión como a un piojo en mi pelo.

Katinka vio la muerte en sus ojos y tuvo miedo, como rara vez lo había tenido en su vida.

—Haré lo que me digas —susurró.

Y Sukeena le dio instrucciones en un tono duro y seco, más amenazador que un grito de ira.

Cuando el coche cruzó los portones del castillo, su llegada fue recibida con la actividad habitual. El único centinela le hizo la venia y presentó su mosquete. Aboli detuvo al tiro de rucios frente a las oficinas de la Compañía. El capitán de la guardia corrió desde la armería, abrochándose precipitadamente el cinturón de donde pendía la espada. Era un joven subalterno, recién llegado de Holanda, y la inesperada visita de la gobernadora lo tomaba por sorpresa.

—¡Por los cuernos del diablo! —murmuró para sí—. ¿Esta puta tenía que venir hoy, cuando tengo la mitad de los hombres descompuestos?

Echó una mirada ansiosa al único guardia apostado ante la puerta de las oficinas; el hombre todavía presentaba un tinte pálido y verdoso. Luego cayó en la cuenta de que la señora lo estaba llamando por señas desde el carruaje. Entonces cruzó el patio a la carrera, enderezándose la gorra y la correa bajo el mentón. Al llegar al coche le hizo la venia.

—Buenos días, Mevrouw. ¿Puedo ayudaros a desmontar?

La gobernadora tenía un aspecto tenso y nervioso; su voz sonaba aguda, ahogada. El subalterno se alarmó de inmediato.

—¿Sucede algo malo, Mevrouw?

—Sí, algo muy malo. ¡Llamad a mi esposo!

—¿Iréis a su oficina?

—No. Me quedaré en el carruaje. Id inmediatamente a decirle que debe venir al momento. Es una cuestión de la mayor importancia. ¡De vida o muerte! ¡Apresuraos!

El subalterno, sobresaltado, le hizo un rápido saludo y subió la escalinata de a dos peldaños por vez, cruzando como un disparo las puertas de la entrada. Durante su ausencia, Aboli se apeó para abrir los cestos de la parte trasera. Luego echó un vistazo al patio.

Había un guardia ante los portones y otro al pie de la escalinata; como de costumbre, ninguno de los dos tenía encendida la mecha lenta del mosquete. Nadie custodiaba las puertas de la armería, pero desde allí vio, por la ventana, que había tres hombres en la sala de guardia. Cada uno de los cinco capataces del patio llevaba espada, látigo y caña. Hugo Barnard estaba en el otro extremo, con sus dos perros en traílla, arengando al grupo de convictos comunes que estaban instalando las lajas al pie de la muralla oriental. Esos condenados, que no formaban parte de la tripulación de Sir Francis, podían representar un riesgo cuando intentaran la huida. Eran casi doscientos los que trabajaban en las murallas, multicolores heces de la humanidad. Bien podían estorbar el intento de rescate bloqueando la salida; quizás abordaran el carruaje en tropel cuando se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo.

"Nos ocuparemos de eso cuando llegue el momento", pensó, ceñudo. Y puso toda su atención en los guardias armados y los capataces, que constituían la amenaza principal. Contando a Barnard y a su grupo, había diez hombres armados a la vista pero cualquier batahola haría que veinte o treinta más salieran precipitadamente de las barracas. Todo aquello podía escapársele de las manos en un momento.

Levantó la vista hacia Hal y el Grandote Daniel, que lo observaban desde el andamiaje. Hal ya tenía en la mano la soga del aparejo, con el extremo enroscado a la muñeca. Ned Tyler y Billy Rogers estaban un nivel más abajo. Los dos pájaros, Finch y Sparrow, trabajaban en el patio, cerca de Althuda. Todos fingían continuar con sus tareas, pero observaban subrepticiamente a Aboli.

El negro hundió las manos en el cesto para aflojar la cuerda que ataba la alfombra enrollada. Abrió una esquina, dejando entrever las tres cimitarras mogólicas y el puñal kukri que había elegido para sí. Sabía que Hal y Argel, desde la altura, podrían ver dentro del gran canasto. Luego permaneció inmóvil e inexpresivo junto a la rueda del carruaje.

De pronto emergió el gobernador, sin sombrero y en mangas de camisa, y bajó la escalinata en una carrera desmañada.

—¿Qué pasa, Mevrouw? —preguntó a su esposa, a medio camino—. Me dicen que me habéis mandado llamar por una cuestión de vida o muerte.

—¡Daos prisa! —exclamó Katinka, quejumbrosa—. Estoy en un aprieto terrible.

Él llegó a la portezuela del coche, jadeando desesperadamente.

—¡Decidme qué os aflige, Mevrouw!

Aboli se puso tras él para rodearle el cuello con su enorme brazo, inmovilizándolo por completo. Van de Velde comenzó a luchar. Era un hombre vigoroso, a pesar de su obesidad, y hasta Aboli encontró dificultades para sujetarlo.

—¿Qué demonios estás haciendo? —rugió el gobernador, enfurecido.

Al sentir la hoja del kukri contra el cuello cesaron sus forcejeos.

—Te cortaré el gañote como a cerdo que eres —le susurró Aboli al oído—. Sukeena tiene una daga contra el corazón de tu esposa. Ordena a tus soldados que no se muevan y que arrojen las armas.

El subalterno, que había oído la exclamación de van de Velde, venía a la carrera por la escalinata, con la espada a medio desenvainar.

—¡Quieto! —gritó el gobernador, aterrorizado—. ¡No os mováis, estúpido, o me haréis matar!

El hombre se detuvo, desconcertado. Aboli ciñó más el brazo contra el cuello de su prisionero.

—Dile que arroje la espada.

—¡Arrojad vuestra espada! —gimió van de Velde—. ¡Haced lo que él diga! ¿No veis que tiene un cuchillo contra mi garganta?

El subalterno dejó caer el arma, que resonó contra los peldaños.

Quince metros por encima del patio, Hal se lanzó desde el andamio, colgado de la soga del aparejo. Daniel sujetaba el otro extremo para frenar la velocidad de su descenso. Entre chirridos de polea, el joven aterrizó de pie en los adoquines. De inmediato saltó hacia la parte trasera del carruaje para tomar una de aquellas cimitarras enjoyadas. Con un brinco más estuvo en la mitad de la escalinata, donde se agachó a recoger con la mano izquierda la espada del subalterno. Luego le apoyó la punta bajo el mentón, diciendo:

—Ordena a tus hombres que suelten sus armas.

—¡Deponed las armas, todos vosotros! —chilló el subalterno—. ¡Si el gobernador o su esposa sufren el menor daño por alguno de vosotros, el culpable pagará con su propia vida!

Los centinelas obedecieron con presteza, dejando caer los mosquetes y las espadas al adoquinado.

—¡Vosotros también! —aulló van de Velde a los capataces que obedecieron de mala gana.

Sin embargo, en ese momento Hugo Barnard estaba fuera de la vista, oculto por los bloques apilados. Avanzó en silencio hasta la puerta de las cocinas, llevando consigo a los perros, y se agazapó allí, a la espera de una oportunidad.

Los otros marineros bajaban ya de los andamios. Sparrow y Finch, que estaban en el nivel inferior, fueron los primeros en llegar al patio; Ned, Daniel y Billy Rogers lo hicieron sólo segundos después.

—¡Ven, Althuda! —llamó Hal.

El joven dejó caer la maza y el cincel para correr a reunirse con ellos.

—¡Toma! —Hal le arrojó la cimitarra enjoyada, en una alta parábola centelleante, y Althuda la tomó en el aire con un brazo estirado, atrapándola por la empuñadura. Hal se preguntó si sería buen espadachín. Como pescador, difícilmente habría practicado mucho.

"Si hay que combatir, tendré que protegerlo", pensó, girando rápidamente. Daniel estaba sacando las otras armas de los cestos. Las cimitarras gemelas parecían juguetes en su enorme puño. Alcanzó una a Ned Tyler y, conservando la otra para sí, corrió a reunirse con Hal.

El muchacho recogió la espada que había arrojado uno de los centinelas para lanzársela al Grandote.

—Ésta va mejor con tu estilo, maese Danny —gritó.

Daniel, mostrando sus dientes ennegrecidos en una sonrisa atrapó la pesada arma de infantería y la hizo sisear en el aire cortando a derecha e izquierda.

—¡Buen Dios, qué bueno, tener otra vez en la mano un arma de verdad! —se exaltó, mientras pasaba la ligera cimitarra a Wally Finch—. Para los hombres, herramientas; para los niños juguetes.

—Mantén bien sujeto a ese grandísimo cerdo, Aboli —gritó Hal—. Si intenta alguna jugarreta, córtale las orejas. El resto de vosotros, ¡seguidme!

Corrió desde la escalinata hacia las puertas de la armería, con Daniel y los otros pisándole los talones. Althuda también iba a seguirlo, pero él se lo impidió:

—Tú no. ¡Cuida de Sukeena! —Mientras Althuda volvía hacia atrás y ellos cruzaban el patio a la carrera, preguntó bruscamente a Daniel—: ¿Dónde está Barnard?

—Ese maldito asesino estaba aquí hace un momento, pero ya no lo veo.

—Vigila por si aparecen sus gavias. El muy cerdo todavía nos dará problemas.

Hal irrumpió en la armería. Los tres hombres de la sala de guardia estaban encorvados en el banco; dos dormían; el tercero se levantó, desconcertado. Antes de que pudiera recobrarse, Hal le oprimió contra el pecho la punta de la espada.

—No te muevas de allí si no quieres mostrarme el color de tu hígado. —El hombre se dejó caer nuevamente en el asiento—. ¡Aquí, Ned!

Su compañero entró en seguida.

—Cuida a estos bebés como si fueras la nodriza.

Y corrió tras Daniel y los otros marineros.

En el extremo del pasillo había una pesada puerta de teca que se abrió ante la embestida de Daniel. Nunca habían tenido la oportunidad de ver el interior de la armería, pero a la primera mirada, Hal notó que todo estaba expuesto ordenadamente. Las armas, enfiladas a lo largo de las paredes; los barriles de pólvora, apilados hasta el techo en el extremo opuesto.

—Escoged vuestras armas y traed cada uno un barrilito de pólvora —ordenó.

Todos corrieron hacia las largas hileras de espadas pulidas, relucientes y afiladas. Más atrás estaban los mosquetes y las pistolas. Hal metió un par de pistolas bajo la cuerda que le servía de cinturón.

—Recordad que deberéis cargar con eso montaña arriba, así que no seáis codiciosos —les advirtió, mientras se echaba al hombro un barril con veinticinco kilos de pólvora. Luego giró hacia la puerta—. ¡Suficiente, muchachos! ¡Salgamos! Daniel, deja un rastro de pólvora al salir.

El grandote usó la culata de un mosquete para hundir los tarugos que cerraban dos toneles. Al pie de la pirámide de barriles volcó un montículo de pólvora negra.

—¡Esto estallará con mucho ruido! —sonrió, mientras retrocedía hacia la puerta con el otro barril bajo el brazo, dejando un largo rastro oscuro.

Salieron a la luz del Sol, tambaleándose bajo la carga. Hal fue el último.

—¡Aléjate de aquí, Ned! —ordenó, entregándole las armas que llevaba.

Ned corrió hacia la puerta. Luego Hal se volvió hacia los tres soldados holandeses, que estaban acurrucados en el banco. Su hombre les había quitado las armas, que estaban en el rincón de la sala de guardia.

—Voy a hacer volar este lugar —les dijo en holandés—. Corred hacia los portones. Si sois prudentes seguiréis corriendo sin mirar atrás. ¡Id!

Los soldados se levantaron de un brinco y, en su prisa por ponerse a salvo, atascaron la puerta, forcejeando unos contra otros; por fin pudieron salir al patio y cruzarlo a toda carrera.

—¡Cuidado! —chillaron mientras corrían. ¡Van a volar el polvorín!

Los carceleros y los convictos comunes, que hasta entonces no habían hecho sino contemplar boquiabiertos el carruaje y al gobernador, rehén de Aboli, giraron la cabeza hacia la armería con estúpida sorpresa.

Hal apareció en la puerta con la espada en una mano y una antorcha encendida en la otra.

Voy a contar hasta diez —gritó—. Luego prenderé fuego al rastro.

Vestido de harapos, con su poblada barba negra y sus ojos enloquecidos, parecía un demente. Todos los hombres del patio dejaron escapar un gemido de horror y miedo. Uno de los convictos arrojó la pala al suelo y siguió a los soldados que huían hacia el portón. Inmediatamente, el pandemónium los abrumó a todos. Doscientos hombres, entre convictos y soldados, embistieron los portones en busca de un lugar seguro.

Van de Velde se debatía en poder de Aboli, gritando:

—¡Suéltame! Ese idiota nos hará volar a todos a la perdición. ¡Suéltame! ¡Corred, corred!

Su chillidos aumentaron el pánico; en el tiempo que se requiere para un suspiro, el patio quedó desierto, exceptuando al grupo de marineros que rodeaba el carruaje y a Hal. Katinka lanzaba alaridos y sollozos histéricos, pero Sukeena le dio una fuerte bofetada.

—Calla, idiota, si no quieres que te dé buenos motivos para lloriquear.

Y Katinka se tragó los nervios.

—¡Aboli, sube a van de Velde al coche! Él y su mujer vendrán con nosotros —anunció Hal.

El negro levantó al gobernador en vilo y lo arrojó por sobre la portezuela. El hombre aterrizó en las tablas del fondo como un feo bulto, y allí quedó pataleando, como un insecto clavado en un alfiler.

—Althuda, apúntale la espada al corazón y prepárate para matarlo cuando yo dé la orden.

—¡Con mucho gusto! —gritó éste, mientras tiraba de van de Velde para incorporarlo y lo empujaba hacia el asiento frente a su esposa—. ¿Dónde quieres que te ensarte? —le preguntó—. ¿En la barriga?

Van de Velde había perdido la peluca en el forcejeo su expresión era abyecta; cada centímetro de su corpachón parecía estremecerse con desesperación.

—No me mates. Yo puedo protegerte —suplicó.

Katinka volvió a gimotear. En esa oportunidad Sukeena se limitó a apoyarle la punta de la daga contra el cuello, susurrando:

—Ahora que tenemos al gobernador, ya no te necesitamos. Si te matara no importaría.

La mujer sofocó los sollozos.

—Daniel, carga la pólvora y las armas de repuesto —ordenó Hal.

Cuando amontonaron todo en el carruaje, la delicada suspensión del vehículo se hundió bajo el peso.

—¡Basta! No resistirá más. —Aboli les impidió arrojar al interior los últimos barriles de pólvora.

—¡Un hombre a cada caballo! —ordenó Hal—. No tratéis de montarlos, muchacho. Ninguno de vosotros sabe montar. No haríais más que romperos la crisma; eso no importaría mucho pero el peso mataría a las pobres bestias antes de que hubiéramos cubierto un kilómetro, y eso sí sería grave. Aferraos del cordaje y dejaos llevar. —Todos corrieron a sus lugares, en torno del tiro, y se prendieron a los arneses—. ¡Dejadme un puesto a babor, muchachos! —pidió.

A pesar del nerviosismo, Sukeena soltó una carcajada al oírlo utilizar esos términos náuticos. Pero los hombres le entendieron y le dejaron libre el primer caballo de la izquierda.

Aboli trepó al pescante; mientras tanto, dentro del carruaje Althuda amenazaba a van de Velde y Sukeena mantenía su daga contra el blanco cuello de Katinka. El negro condujo a los caballos en un giro, gritando.

—¡Vamos, Gundwane! ¡Ya es hora! La guarnición despertará en cualquier momento.

Al mismo tiempo se oyeron los secos estallidos de una pistola. Un oficial salió de las barracas, agitando su arma humeante y gritando a sus hombres que lo siguieran:

—¡A las armas! ¡A mí la Compañía Primera!

Hal se demoró sólo un instante para encender con la antorcha la mecha lenta de una de sus pistolas; luego arrojó la tea al rastro de pólvora y esperó hasta comprobar que había prendido. La llama humeante comenzó a serpentear hacia atrás, cruzando las puertas de la armería hacia el pasillo que conducía al polvorín. Entonces él bajó de un salto los peldaños y corrió al encuentro del sobrecargado carruaje, en tanto Aboli conducía al tiro en un círculo, hacia los portones.

Ya estaba alargando la mano para sujetar la brida del primer rucio cuando Aboli gritó, con súbita agitación:

—¡Gundwane, cuidado atrás!

Hugo Barnard acababa de aparecer en el vano de la puerta tras la que se había refugiado con sus perros a la primera señal de disturbios. En ese momento los soltó y, con salvajes gritos de aliento, los envió en persecución de Hal.

—¡Trat hom! ¡Atrapadlo! —chilló.

Los animales se lanzaron hacia él en silenciosa carrera, corriendo a la par, cruzando el patio como un par de galgos detrás de una liebre.

La advertencia de Aboli había dado a Hal el tiempo justo para volverse a enfrentarlos. Los perros trabajaban en equipo; uno le saltó a la cara, mientras el otro se arrojaba contra sus piernas. Hal apuntó una estocada al primero y clavó el arma en la base del negro cuello, allí donde se articulaba con los hombros. El peso del perro hizo que la hoja se hundiera hasta la empuñadura, traspasándole limpiamente el corazón y los pulmones, hasta llegar a los intestinos. Aunque estaba muerto, el impulso del salto hizo que se estrellara contra el pecho de Hal, que se tambaleó hacia atrás.

El segundo perro se arrastró pegado al suelo y, antes de que el muchacho pudiera recuperar el equilibrio, le hundió los dientes en la pierna izquierda, justo por debajo de la rodilla, tirando de él hacia atrás. Cayó con el hombro contra el pavimento, pero cuando trató de levantarse el animal, que no se había desprendido, tiró hacia atrás con las cuatro patas clavadas en el suelo, tumbándolo otra vez. Hal sintió el chirriar de los colmillos contra el hueso de la pierna.

—¡Mis galgos! —chilló Barnard—. ¡Estás lastimando a mis tesoros!

Y se apresuró a intervenir, con la espada en la mano. Hal trató nuevamente de levantarse y, una vez más fue derribado por el perro. Barnard alzó la espada por sobre su cabeza desprotegida. Anticipándose a la estocada, Hal rodó hacia un lado. La hoja, al chocar contra los adoquines, levantó una lluvia de chispas junto a su oreja.

—¡Hijo de puta! —rugió Barnard, levantando la espada otra vez.

Aboli condujo a los caballos en redondo, apuntándolos deliberadamente hacia Barnard. El capataz estaba de espaldas al coche, tan concentrado en Hal que no lo vio venir. Cuando estaba por descargar nuevamente la espada contra la cabeza del joven, una de las ruedas le rozó la cadera, despidiéndolo hacia un lado.

Con un esfuerzo violento, Hal se incorporó hasta quedar sentado; antes que el galgo pudiera derribarlo otra vez, lo hirió en la base del cuello, hundiendo la hoja en un ángulo hacia atrás, entre los omóplatos, hasta encontrar el corazón. La bestia dejó escapar un aullido agónico y le soltó la pierna. Después de caminar dificultosamente en redondo, se derrumbó en los adoquines, pataleando apenas.

Hal se puso de pie en el momento en que Barnard se arrojaba contra él.

—¡Has matado a mis bellezas! —Enloquecido por el dolor, le lanzó una estocada desmedida, que el muchacho desvió sin esfuerzo—. ¡Sucio pirata! ¡Te voy a hacer pedazos!

Barnard atacó otra vez. Hal desvió sus siguientes estocadas con la misma facilidad.

—¿Recuerdas lo que tú y tus perros hicieron con Oliver? —dijo suavemente.

Hizo una finta alta a la izquierda, obligando a Barnard a abrir la guardia en el medio; entonces embistió como un rayo. La hoja alcanzó al capataz justo por debajo del esternón y asomó hasta la mitad por la espalda. El hombre cayó de rodillas, soltando el arma.

—¡Ya has pagado tu deuda para con Oliver! —dijo Hal.

Y le apoyó el pie descalzo en el pecho para arrancar su acero. Barnard quedó tendido junto a su perro moribundo.

—¡Ven, Gundwane! —Aboli tenía dificultades para dominar al tiro, pues los gritos y el olor a sangre estaban asustando a los caballos—. ¡El polvorín!

Habían pasado sólo unos segundos desde que Hal encendiera el rastro de pólvora, pero al mirar en esa dirección vio salir nubes de acre humo azul por la puerta de la armería.

—¡Vamos, Gundwane! —rogó Sukeena, suavemente—. ¡Oh, por favor, apresúrate!

Su voz estaba tan llena de aflicción que le sirvió de acicate. Pese al aprieto en que se encontraba, Hal cayó en la cuenta de que por primera vez la oía pronunciar su apodo. Empezó a andar. Tenía una profunda mordedura en la pierna, pero los colmillos no podían haber cortado nervios ni tendones, pues aún podía correr, si no prestaba atención al dolor. Cruzó el patio a brincos y se aferró de la brida del primer caballo. El animal sacudió la cabeza y puso los ojos en blanco, pero Hal se mantuvo firme, mientras Aboli daba al tiro rienda suelta.

El carruaje pasó bajo la arcada de los portones, sacudiéndose con estruendo, y cruzó el puente del foso para salir a la plaza de armas. De pronto les llegó desde atrás una atronadora explosión. La onda de impacto se abatió sobre ellos como un aguacero tropical. Los caballos se alzaron de manos, aterrorizados, y Hal se vio levantado en vilo. Aferrándose desesperadamente de las varas, miró hacia atrás.

Una torre de humo rojizo se elevaba del patio interior del castillo, arremolinándose, atravesada por oscuras llamaradas y escombros arrojados. En medio de esa nube destructiva, un cuerpo humano se elevó treinta metros en el aire, dando vueltas sobre sí mismo.

—¡Por Sir Hal y el rey Carlos! —rugió Daniel.

Los otros marineros repitieron su grito, fuera de sí por el entusiasmo de haber escapado.

Sin embargo, Hal notó que las grandes murallas exteriores del castillo no habían sido afectadas por la detonación. Las barracas, que estaban construidas con la misma piedra, también debían de haberla resistido. Allí se alojaban doscientos hombres, tres compañías de chaquetas verdes, que en ese mismo instante estarían recobrando el juicio después de la explosión. Pronto surgirían en torrente por esos portones, lanzados en persecución. ¿Y dónde estaba el coronel Cornelius Schreuder?

El carruaje cruzaba la plaza de armas al galope, precedido por una turba de convictos fugitivos que se diseminaban hacia todos lados; algunos saltaron por sobre el muro de los jardines para dirigirse hacia la montaña; otros corrieron a la playa, en busca de un bote en el que efectuar la huida. Afuera, en la plaza de armas, los pocos burgueses y esclavos domésticos que habían salido a esas horas contemplaban estupefactos esa marea de fugitivos, la nube de humo que envolvía el castillo y un espectáculo aún más extraordinario: el carruaje del gobernador, festoneado por una abigarrada variedad de piratas y forajidos harapientos, que gritaban como locos y blandían sus armas. Como el vehículo proseguía su marcha hacia ellos, se diseminaron frenéticamente.

—Los piratas han escapado del castillo. ¡Corred, corred!

Por fin pudieron recobrarse para dar la alarma. El grito fue repetido más adelante, entre las chozas y los tugurios de la colonia. Hal vio que los burgueses y sus esclavos se apresuraban a escapar de los sanguinarios piratas. Uno o dos valientes se habían armado; de algunas ventanas brotaba un desigual fuego de mosquetes, pero la distancia era mucha y la puntería, mala. Hal no oyó siquiera el silbido de las balas; no hubo la menor herida entre sus hombres ni entre los caballos. El carruaje pasó frente a los primeros edificios, siguiendo la única ruta que rodeaba la playa curva de Table Bay, y se dirigió hacia lo desconocido.

Hal volvió la vista hacia Aboli.

—¡Más despacio, hombre! ¡Vas a agotar a los caballos antes que podamos salir de la ciudad!

Aboli irguió la espalda para sofrenar a los animales.

—¡Soo, Real! ¡Soo, Nube!

Pero los caballos estaban desbocados. Llegaron casi a las afueras de la población antes que el negro pudiera reducirlos a un trote. Todos estaban sudorosos y resoplando por el galope, pero distaban mucho de encontrarse agotados.

En cuanto estuvieron bajo control, Hal soltó los arneses para correr junto al carruaje.

—Althuda —llamó—, en vez de estarte allí sentado como un caballero en paseo por el campo, asegúrate de que todos los mosquetes estén cargados y cebados. ¡Toma! —Le alcanzó su pistola con la mecha encendida—. Usa esto para encender todas las mechas. Pronto los tendremos atrás.

Luego miró a la hermana.

—No hemos sido presentados. Henry Courtney, para serviros.

Le dedicó una gran sonrisa y ella rió, encantada por esa actitud formal.

—Buenos días, Gundwane. Te conozco bien. Aboli me ha dicho que eres un pirata feroz. —Luego se puso seria—. Estás herido. Debo curarte esa pierna.

—No tengo nada que no pueda esperar —aseguró él.

—La mordedura del perro se echa a perder con celeridad si no se la atiende.

—¡Después! —repitió él. Y se volvió hacia Aboli—. ¿Conoces la ruta que lleva a los límites de la colonia?

—Sólo hay una ruta, Gundwane. Tenemos que cruzar la aldea en línea recta, rodear los pantanos y luego ir hacia las montañas por la planicie arenosa —señaló el negro—. El seto de almendros amargos está cinco millas más allá de los pantanos.

Más allá de la población se veían ya los pantanos y la laguna, juncales y espejos de agua, sobre los cuales revoloteaban bandadas de aves acuáticas. Hal había oído decir que en las profundidades de la laguna acechaban cocodrilos e hipopótamos.

—¿Nos cruzaremos con soldados en el trayecto, Althuda? —preguntó.

—Generalmente hay guardias en el primer puente y una patrulla a lo largo del seto, para disparar contra los hotentotes que quisieran entrar —respondió el joven, sin apartar la vista del mosquete que estaba cargando.

Entonces intervino Sukeena:

—Hoy no habrá piquetes ni patrullas. Vigilé el cruce de caminos desde el amanecer. No hubo soldados que fueran a asumir sus puestos. Todos estaban muy ocupados con sus dolores de vientre. —Rió con alegría, tan excitada como los demás. De pronto dio un salto dentro del carruaje, exclamando con voz cantarina: ¡Libre! ¡Soy libre, por primera vez en mi vida!

La trenza se le había deshecho y su cabellera volaba hacia atrás. Tenía los ojos chispeantes. Estaba tan bella que representaba los sueños de todos aquellos marineros andrajosos.

—¡Tú y todos nosotros, amor! —la vitorearon.

Pero esos ojos rientes miraban sólo a Hal.

Mientras pasaban frente a los edificios de la población, los gritos de advertencia los precedían.

—¡Cuidado! ¡Los piratas han escapado! ¡Los piratas están sueltos!

Los buenos ciudadanos de Buena Esperanza se diseminaban delante de ellos. Las madres salían precipitadamente para arrastrar a sus vástagos adentro antes de echar los cerrojos y cerrar las persianas.

—Ahora estáis a salvo. Habéis escapado. Por favor, Sir Henry, ¿no me dejaréis en libertad? —Katinka se había recobrado lo suficiente como para implorar por su vida—. Os juro que nunca quise haceros daño. Os salvé de la horca. Salvé también a Althuda. Haré todo lo que mandéis, Sir Henry, pero dejadme ir aferrado al costado del carruaje —gimoteó.

—Ahora me llamas "Sir" y haces declaraciones de buena voluntad, pero habría sido mejor que las hicieras cuando mi padre iba hacia el patíbulo.

La expresión de Hal era tan fría e inmisericorde que Katinka retrocedió en el asiento, sollozando como si se le quebrara el alma.

Los marineros que corrían junto a Hal le gritaron:

—Querías vernos ahorcar, ¿no es así, mujerzuela pintarrajeada?

—Ahora vamos a alimentar contigo a los leones del páramo —se regodeó Billy Rogers.

La mujer volvió a llorar, cubriéndose la cara con las manos.

—Nunca tuve malas intenciones para con vosotros. Dejadme ir, por favor.

El coche seguía su marcha por la calle desierta. Cuando sólo quedaban por delante las últimas casuchas Althuda se levantó del asiento para señalar hacia atrás.

—¡Se acerca un jinete al galope! —anunció.

—¿Tan pronto? —murmuró el Grandote Daniel, usando la mano como visera. No lo esperaba, ¿tienen caballería para perseguirnos?

—No temáis, muchachos —los tranquilizó Aboli—. En toda la colonia no hay más de veinte caballos, y seis de ellos están con nosotros.

—Aboli tiene razón. Es un solo jinete —gritó Wally Finch.

El hombre iba dejando una pálida cinta de polvo detrás de sí; inclinado sobre el cuello de su montura, exigía al animal su máxima velocidad, utilizando el látigo sin misericordia. Aún estaba lejos, pero Hal lo reconoció por la banda que flameaba tras él.

—¡Virgen Santa, es Schreuder! Ya sabía que no tardaría mucho en unírsenos. —Apretó los dientes, gozando por anticipado—. El insensato viene solo a combatir con nosotros. Le falta seso, pero tiene agallas de sobra.

Aun desde el pescante, Aboli adivinó sus intenciones por la manera en que entornaba los ojos y aferraba la espada.

—¡No se te ocurra ir a darle el gusto, Gundwane! —recomendó severamente—. ¡Cualquier demora nos pondrá en peligro a todos!

—Crees que no puedo medirme con Schreuder, ya lo sé, pero las cosas han cambiado, Aboli. Ahora puedo derrotarlo. Estoy completamente seguro.

El negro se dijo que bien era posible, pues Hal ya no era un niño. Los meses de trabajo en las murallas lo habían fortalecido al punto de poder compararse con el Grandote Daniel.

—Dejadme aquí para que arregle este asunto de hombre a hombre. Después me reuniré con vosotros —exclamó Hal.

—¡No, señor! —gritó Daniel—. Es posible que puedas derrotarlo, pero no con esa pierna mordida hasta el hueso. En otra ocasión ajustarás cuentas con ese holandés. Ahora te necesitamos con nosotros. Pronto habrá cien chaquetas verdes persiguiéndonos.

—¡No! —concordaron Wally y Stan—. ¡Quédate con nosotros capitán!

—Hemos depositado nuestra confianza en ti —añadió Ned Tyler—. Sin un navegante no podremos orientarnos en el páramo. No puedes abandonarnos en estos momentos.

Hal vaciló, sin apartar los ojos flamígeros del jinete que se acercaba. Luego desvió una mirada hacia la muchacha del carruaje. Sukeena lo miraba fijamente, cargados de súplica los enormes ojos oscuros.

—Estás gravemente herido. Mírate la pierna. —Se inclinó desde la portezuela del carruaje, para hablarle en voz tan queda que él apenas la oyó por sobre el ruido del coche, las ruedas y los caballos—. Quédate con nosotros, Gundwane.

Él bajó la vista hacia la sangre y la pálida linfa que manaban aquellas profundas perforaciones. Mientras dudaba, Daniel subió de un salto al estribo.

—Yo me ocupo de ése —dijo.

Y tomó el mosquete cargado que Althuda tenía en las manos. Luego se dejó caer al polvo del camino y esperó allí, controlando la mecha encendida y el cebo de la cazoleta, mientras el carruaje se alejaba al trote y el coronel Schreuder galopaba hacia él.

Pese a todas sus súplicas y advertencias, Hal bajó y retrocedió para intervenir.

—No mates a ese loco, Daniel.

Quería explicarle que él y Schreuder tenían un destino a cumplir juntos. Era una cuestión de honor caballeresco en la que nadie podía interponerse, pero no había tiempo para expresar una idea tan romántica.

Schreuder galopó hasta donde pudieran oírlo y se empinó en los estribos.

—¡Katinka! —gritó—. No tengas miedo. Vengo a salvarte amor mío. Jamás dejaré que esos villanos te lleven.

Sacó la pistola de su banda y sostuvo la mecha contra el viento para alzar llama. Luego se agachó sobre el cuello de su animal extendiendo el brazo armado.

—¡Fuera del paso, canalla! —rugió a Daniel.

Y disparó. Su brazo derecho voló hacia atrás por la fuerza de la descarga y una guirnalda de humo azul le rodeó la cabeza pero la bala pasó lejos y se enterró a treinta centímetros de Daniel, rociándole de grava la pierna desnuda.

Schreuder arrojó a un lado la pistola para desenvainar la espada de Neptuno. Centelleó el oro incrustado en la hoja.

—¡Te voy a hendir el cráneo hasta los dientes! —bramó, levantando el acero.

Daniel hincó una rodilla en tierra y dejó que el caballo del coronel cubriera el último tramo.

"Muy cerca", pensó Hal. "Demasiado cerca. Si el mosquete falla, Danny es hombre muerto." Pero El Grandote apuntó con firmeza y apretó el gatillo. Por un momento Hal pensó que sus temores se habían hecho realidad, pero de pronto el mosquete disparó, con un fuerte ruido y una bocanada de fuego y humo plateado.

Quizá porque oyó el grito de su capitán, quizá por pensar que el caballo era un blanco más grande y seguro que el jinete, Daniel había apuntado al amplio pecho del animal, empapado de sudor. La pesada bala de plomo dio en el blanco y el corcel de Schreuder, lanzado a todo galope, se derrumbó debajo de él. El coronel voló por sobre su cabeza y dio con la cara y el hombro contra el suelo.

El animal forcejeó por un momento y quedó tendido sobre el lomo, agitando la cabeza de lado a lado, en tanto el corazón bombeaba sangre por la herida. Luego su cabeza cayó a tierra con un golpe seco. Con un último resoplido, el animal se aquietó.

Schreuder permanecía inmóvil en el camino recocido por el sol. Por un momento Hal temió que se hubiera partido el cuello y estuvo a punto de correr en su ayuda, pero entonces lo vio hacer algunos movimientos desarticulados. Se detuvo. El carruaje se alejaba velozmente y los otros lo llamaban a gritos:

—¡Vuelve, Gundwane!

—¡Dejad a ese cretino, Sir Henry!

Daniel se levantó de un salto para sujetarlo por el brazo.

—Él no ha muerto, pero a nosotros no nos queda mucho tiempo si nos demoramos aquí. —Y se lo llevó a la rastra. Hal se resistió por algunos pasos, tratando de desasirse.

—Esto no puede terminar así. ¿No comprendes, Danny?

—Comprendo perfectamente —gruñó El Grandote.

En ese momento Schreuder se incorporó en el centro de la ruta, mareado. Aunque tenía una mejilla despellejada por la grava, trató de levantarse y fracasó, una y otra vez.

—Está bien —dijo Hal, con un alivio que fue casi una sorpresa. Y se dejó llevar.

—¡Sí! —dijo Daniel, en tanto alcanzaban al carruaje—. Está en condiciones de cortarte los huevos la próxima vez que os encontréis. No será tan fácil deshacernos de él.

Aboli frenó el coche para que ellos pudieran alcanzarlo y Hal sujetó la brida del primer caballo, dejándose levantar. Luego volvió la mirada hacia Schreuder, que estaba de pie en el medio de la ruta, sangrando y cubierto de polvo. Caminaba a tropezones detrás del coche, como si llevara en el vientre toda una botella de ginebra barata, sin dejar de blandir la espada.

Viendo que se alejaban de él al trote largo, abandonó el intento de alcanzar al carruaje. A cambio los insultó a gritos.

—¡Por Dios que iré tras de vos, Henry Courtney, aunque deba seguiros hasta las puertas mismas del infierno! Os tengo entre ojos, señor.

—Cuando vengáis, traed esa espada que me robasteis —gritó Hal, a su vez—. Os ensartaré en ella como a un lechón, para que el diablo os ase.

Sus marineros, bramando de risa, dedicaron al coronel una buena variedad de gestos obscenos a manera de despedida.

—¡Katinka! ¡Amada mía! —llamó Schreuder, cambiando de tono—. No desesperes, que yo te rescataré. Lo juro por la tumba de mi padre. Te amo con toda mi alma.

Mientras se oyeron los gritos y los disparos de mosquete, van de Velde había permanecido acurrucado en el fondo del carruaje, pero en ese momento volvió a erguirse en el asiento para echar una mirada fulminante a la maltrecha figura que dejaban en la ruta.

—¿Está loco de atar? ¿Cómo se atreve a dirigirse a mi esposa en términos tan detestables? —Giró hacia Katinka la cara roja y la papada bamboleante—. Mevrouw, espero que no hayáis dado a ese soldado estúpido algún motivo para esas licencias.

—Os aseguro, Mynheer, que su lenguaje me sorprende más que a vos. Me siento muy ofendida y os imploro que le exijáis serias explicaciones a la primera oportunidad —respondió ella aferrando con una mano la portezuela del carruaje y el sombrero con la otra.

—Haré algo mejor, Mevrouw. Lo pondré a bordo del primer barco que zarpe hacia Ámsterdam. Yo tampoco puedo tolerar semejante impertinencia. Más aún: ese hombre es el responsable del aprieto en que nos encontramos. Como comandante del castillo, los prisioneros son responsabilidad suya. Si se han fugado es debido a su incompetencia y a la manera en que descuida sus obligaciones. Ese idiota no tiene derecho a hablaros como lo ha hecho.

—¡Oh, claro que sí! —intervino Sukeena, dulcemente—. El coronel Schreuder tiene a su favor el derecho de conquista. Dada la frecuencia con que vuestra esposa se ha dejado montar por él, con las piernas al aire, el hombre tiene derecho a llamarla "amor mío" y hasta ramera y puta, si quisiera ser más honesto.

—¡Calla, Sukeena! —chilló Katinka—. ¿Has perdido el juicio? Recuerda tu lugar. Eres una esclava.

—No, Mevrouw. Ya no soy esclava. Ahora soy una mujer libre y vos, mi cautiva. Por ende, puedo deciros lo que se me antoje, sobre todo si es la verdad. —Se volvió hacia van de Velde—. Vuestra esposa y el gallardo coronel han estado jugando a la bestia de doble lomo tan desembozadamente que son la comidilla de la colonia. El tamaño de vuestros cuernos es excesivo hasta para vuestro corpachón.

—Voy a hacerte azotar —gorgoteó van de Velde, al borde de la apoplejía—. ¡Perra esclava!

—No harás azotar a nadie. —Althuda apoyó la punta de la cimitarra contra la barriga oscilante del gobernador—. Antes bien, vas a disculparte por haber insultado a mi hermana.

—¿Disculparme ante una esclava? ¡Jamás! —empezó van de Velde en un grito.

Pero Althuda lo pinchó con más fuerza y el grito se convirtió en chillido, como aire que escapara de una vejiga de cerdo.

—No te disculparás ante una esclava, sino ante una princesa de Bali que nació libre —corrigió—. Hazlo de inmediato.

—Os imploro perdón, señora —chirrió van de Velde, con los dientes apretados.

—Sois muy galante, señor —dijo Sukeena, sonriéndole.

El gobernador se hundió en el asiento sin decir más, pero clavó en su esposa una mirada de rencor.

Más allá de la población la ruta estaba deteriorada. Había profundas huellas dejadas por las carretas de la Compañía, que salían en busca de leña; el coche se sacudía peligrosamente entre ellas. El agua de la laguna se había filtrado hasta allí, convirtiéndolas en lodo. En varias oportunidades los marineros se vieron obligados a aplicar el hombro a las ruedas traseras, a fin de colaborar con los caballos para que el vehículo pudiera continuar. Se acercaba el mediodía cuando vieron, hacia adelante, la estructura del puente de madera que cruzaba el primer río.

—¡Soldados! —anunció Aboli. Desde el alto pescante había divisado el destello de una bayoneta y la forma de los altos yelmos.

—Son sólo cuatro —dijo Hal, que seguía teniendo la vista más aguda del grupo—. Y no esperan problemas desde aquí.

Estaba en lo cierto. El cabo de la guardia se adelantó para salirles al encuentro, intrigado, pero sin alarmarse; traía la espada en la vaina y la mecha de las pistolas apagada. Hal y su tripulación los desarmaron a todos y les quitaron la ropa, dejándolos sólo en pantalones. Luego, con una descarga de mosquetes por sobre las cabezas, los pusieron en carrera hacia la colonia.

Mientras Aboli conducía al tiro al paso por el puente, Hal y Ned Tyler descendieron al río para atar un barril de pólvora bajo el grueso poste principal de la estructura. Cuando estuvo asegurado, el joven hundió el tarugo del barril con la culata de su pistola, metió en él un trozo de mecha lenta y la encendió. Luego él y Ned treparon a la ruta para correr detrás del carruaje.

Ahora le dolía la pierna, que se estaba hinchando y endureciendo. Mientras cojeaba, hundido en la arena hasta los tobillos, se volvió a mirar por sobre el hombro. El centro del puente estalló en un chorro de lodo, agua, postes y tablas destrozadas. Luego los restos cayeron nuevamente al río.

—Eso no detendrá por mucho tiempo al buen coronel, pero cuando menos tendrá que mojarse los pantalones —murmuró Hal, mientras alcanzaban el carruaje.

Althuda se apeó de un salto, diciendo:

—Toma mi lugar. Debes cuidar esa pierna.

—A mi pierna no le pasa nada —protestó Hal.

—Sólo que apenas soporta tu peso —intervino Sukeena con severidad, inclinándose desde la portezuela—. Sube inmediatamente, Gundwane, si no quieres causarle un daño irreparable.

Mansamente, Hal subió al coche y tomó asiento frente a la muchacha. Aboli sonrió para sus adentros, sin mirarlos: "Ya es ella quien da las órdenes y él quien obedece. Parece que navegan con buenos vientos".

—Déjame ver esa pierna —ordenó Sukeena.

Hal la apoyó en el asiento, entre ella y Katinka.

—¡Cuidado, bruto! —protestó la señora, retirando sus faldas—. Me vas a manchar el vestido de sangre.

—Si no cuidas esa lengua, no será la única cosa que se te manche de sangre —le aseguró Hal, ceñudo.

Ella retrocedió hacia el último rincón del asiento.

Sukeena atendió la herida con manos veloces y competentes.

—Tendría que aplicarte una compresa caliente, pues la mordedura es profunda y seguramente va a infectarse. Pero necesito agua caliente.

—Tendrás que esperar a que lleguemos a las montañas —dijo él.

Por un rato no hubo más conversación. Ambos se miraban a los ojos, extrañados. Nunca habían estado tan cerca y cada uno encontraba en el otro algo asombroso y encantador.

Por fin ella reaccionó.

—Tengo mis medicamentos en las alforjas —dijo enérgicamente. Y trepó al asiento para alcanzar los grandes cestos de la parte trasera.

Mientras revolvía en las bolsas de cuero, colgada allí, el carruaje dio una sacudida. Hal observó con enorme respeto ese trasero pequeño y redondo, apuntado hacia arriba. A pesar de las enaguas y los volados que lo cubrían, le pareció casi tan encantador como su rostro.

Ella volvió al asiento con un frasco negro y varias vendas en las manos.

—Te limpiaré las heridas con esta tintura y les pondré un vendaje —explicó, sin volver a distraerse con aquellos ojos verdes.

—¡Basta! —exclamó Hal, ante el primer toque de la tintura—. ¡Eso quema como el soplo del diablo!

Sukeena lo regañó:

—Has recibido sin quejas latigazos, disparos, estocadas y una terrible mordedura. Pero ante una gota de medicamento lloras como un bebé. Quédate quieto.

La cara de Aboli se arrugó en un ramillete de tatuajes y líneas de risa, pero guardó silencio, aunque le temblaban los hombros. Hal, percibiendo su diversión, se volvió a preguntarle:

—¿Cuánto falta para llegar al seto de almendros amargos?

—Una legua más.

—¿Y Sabah nos espera allí?

—Eso creo, si los chaquetas verdes no nos alcanzan primero.

—Creo que tendremos un respiro. Schreuder cometió un error al lanzarse tras nosotros. Habría debido reunir a sus tropas y perseguirnos de manera ordenada. Supongo que la mayoría de los chaquetas verdes estará persiguiendo a los otros prisioneros que liberamos. Sólo se dedicarán a nosotros cuando Schreuder asuma el mando.

—Y él no tiene caballo —añadió Sukeena—. Creo que lograremos escapar. Y una vez que lleguemos a las montañas… —Se interrumpió, separando la vista de la pierna herida. Ella y Hal miraron el alto terraplén azul que llenaba el cielo allá adelante.

Van de Velde, que había seguido ávidamente esa conversación, intervino:

—La esclava tiene razón. Vuestro solapado plan ha tenido éxito, por desgracia. Pero soy un hombre razonable, Henry Courtney. Liberadnos ahora mismo, a mí y a mi esposa. Entregadnos el carruaje para que podamos volver a la colonia. A cambio os doy mi solemne promesa de suspender la persecución. Ordenaré al coronel Schreuder que envíe a sus hombres de regreso a las barracas. —Se volvió hacia Hal, tratando de mostrarse franco y candoroso—. Os ofrezco mi palabra de caballero.

Hal vio astucia y malicia en los ojos del gobernador.

—Vuestra Excelencia: tengo mis dudas sobre la validez de vuestro derecho al título de caballero; además, detestaría verme privado tan pronto de vuestra encantadora compañía.

En ese momento, una de las ruedas delanteras del coche se hundió en un hoyo del camino.

—Son los aardvarks los que hacen estos agujeros —explicó Althuda, mientras Hal descendía del vehículo ladeado.

—¿Y qué clase de hombre o bestia es esa?

—El oso hormiguero; una bestia de hocico largo y cola gruesa, que excava con sus potentes garras para sacar las hormigas y las devora con una lengua larga y pegajosa.

Hal echó la cabeza atrás en una carcajada.

—Oh, te creo, por supuesto. También creo que tu oso hormiguero vuela, toca la gaita y adivina la suerte por las cartas.

—Tienes unas cuantas cosas que aprender sobre esta tierra, amigo mío —le aseguró Althuda.

Todavía riendo entre dientes, Hal le volvió la espalda para convocar a sus marineros.

—¡Vamos, muchachos! Saquemos a este barco de los arrecifes y pongamos el viento en popa otra vez.

Hizo que van de Velde y Katinka se apearan, mientras los demás tiraban con los caballos para liberar el carruaje. Pero desde allí en adelante el camino era apenas transitable; los matorrales de ambos lados se iban haciendo más altos y espesos.

En el curso de un kilómetro y medio se atascaron dos veces más.

—Es hora de abandonar el carruaje. A pie iremos más rápido —dijo Hal a Aboli, en voz baja—. ¿Cuánto falta para llegar al seto?

—Me parece que ya tendríamos que haber llegado —respondió este—. No puede faltar mucho.

Detrás del siguiente recodo del camino se encontraron con el límite. El famoso seto de almendros amargos era una excrescencia rala y apestada por el añublo, que apenas les llegaba al hombro.

Pero en él terminaba dramáticamente la ruta. También había una tosca choza, que servía como puesto de guardia, y un letrero en holandés.

¡ATENCIÓN!, comenzaba el cartel, en vívidas letras escarlatas. Y pasaba a prohibir el paso de cualquier persona, bajo pena de prisión o multa de mil gúldenes, o ambas penalidades a la vez, en nombre del Gobernador de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.

Hal abrió de un puntapié el único cuarto de la choza, pero lo encontró desierto. El hogar estaba apagado y frío. De las paredes pendían unas cuantas prendas del uniforme de la Compañía; sobre las cenizas vieron un hervidor negro y varias escudillas, botellas y utensilios en la tosca mesa de madera o en los estantes de las paredes.

Daniel estaba por aplicar la mecha al empajado del techo, pero Hal se lo impidió.

—No tiene sentido dejar una señal de humo para que Schreuder nos siga —observó. Aquí no hay nada de valor. Deja.

Y cojeó hacia el carruaje que sus marineros estaban descargando. Aboli desenganchó los caballos y Ned Tyler lo ayudó a improvisar alforjas para ellos, utilizando los arneses, el cuero y la capota de lona del coche.

Katinka permanecía junto a su esposo, desolada.

—¿Qué va a ser de mí, Sir Henry? —susurró al verlo.

—Algunos de los hombres quieren llevarte a las montañas para que sirvas de alimento a las fieras —respondió él. Ella se llevó una mano a los labios y palideció—. Otros quieren degollarte aquí mismo por lo que nos habéis hecho, tú y el sapo de tu marido.

—No podéis permitir semejante cosa —balbuceó van de Velde—. Yo sólo cumplí con mi deber.

—Es cierto —concordó Hal—. Creo que degollaros sería demasiado leve. Prefiero la horca con descuartizamiento, como se hizo con mi padre. —Lo fulminó con una mirada fría. El gobernador se estremeció—. No obstante, como los dos me asqueáis, no quiero volver a veros. Os dejaré, a vos y a vuestra encantadora esposa, librados a la misericordia de Dios, el diablo y el enamorado coronel Schreuder.

Girando en redondo, marchó hacia donde estaban Aboli y Ned, revisando las cargas de los caballos. Tres de los rucios tenían sendos barriles de pólvora, uno a cada lado; dos llevaban envoltorios de armas y el sexto, las abultadas alforjas de Sukeena.

—Todo en orden, capitán —dijo Ned, tocándose la frente con los nudillos—. Podemos levar anclas en cuanto lo mandéis.

—No hay nada que nos retenga aquí. La princesa Sukeena montará el primer caballo. —La buscó con la vista—. ¿Dónde está?

—Aquí, Gundwane. —Sukeena salió desde atrás de la choza—. Y no necesito que me malcríen. Caminaré como el resto.

Hal vio que había cambiado sus largas faldas por un par de anchos pantalones balineses y una camisa de algodón que le llegaba a las rodillas. Tenía la cabellera cubierta por un pañuelo de algodón y calzaba fuertes sandalias de cuero, cómodas para caminar. Los hombres devoraron con los ojos el contorno de sus pantorrillas, pero ella, sin parar mientes en esas miradas groseras, sujetó las riendas del caballo más cercano y lo condujo hacia la abertura del seto.

—¡Sukeena!

Hal iba a detenerla, pero ella reconoció su tono de censura y no le prestó atención. Comprendiendo que insistir era inútil, el muchacho tuvo la prudencia de atemperar la orden siguiente.

—Althuda, desde aquí en adelante sólo tú conoces el camino. Ve adelante con tu hermana.

Althuda corrió para alcanzarla y ambos encabezaron la marcha por el páramo que se extendía más allá.

Hal y Aboli cerraban la columna que serpenteaba por entre la densa maleza. Ningún hombre había pisado recientemente el camino, abierto por los animales silvestres. Las huellas de cascos y zarpas eran bien visibles en el suelo arenoso, que estaba sembrado de estiércol.

Aboli sabía reconocer por esas señales a cada uno de los animales. Mientras avanzaban a paso forzado, fue indicando a Hal:

—Ese es un leopardo. Allí tienes las heces del antílope de cuernos retorcidos que llamamos kudu. Por lo menos no pasaremos hambre. En esta tierra abunda la caza.

Era la primera vez, desde la fuga, en que tenían ocasión de conversar. Hal preguntó en voz baja:

—Ese tal Sabah, el amigo de Althuda, ¿qué sabes de él?

—Apenas lo que decían sus mensajes.

—¿No debería habernos esperado en el seto?

—Sólo dijo que nos conduciría hacia las montañas. Yo supuse que nos esperaría en el seto. —Aboli se encogió de hombros.

—Pero si Althuda puede guiarnos, no lo necesitamos.

Avanzaban a buen ritmo; la yegua rucia trotaba cómodamente llevándolos prendidos de sus riendas. Cada vez que pasaban junto a un árbol capaz de soportar el peso de Aboli, el negro trepaba para mirar hacia atrás, buscando señales de persecución. Al bajar siempre sacudía la cabeza.

—Schreuder vendrá —le aseguró Hal—. He oído decir que sus chaquetas verdes pueden alcanzar a un hombre montado. Vendrán.

Continuaron a paso firme a través de la planicie, deteniéndose tan sólo ante los abrevaderos cenagosos. De cuando en cuando, Hal se colgaba de la yegua para no exigir tanto su pierna herida, mientras él cojeaba a su lado, Aboli le contó cuanto había sucedido en los meses transcurridos desde que los habían separado. En silencio, Hal escuchó el relato de cómo había rescatado el cadáver de Sir Francis del patíbulo y el funeral que le había brindado.

—Fue digno de un gran jefe. Lo vestí con el cuero de un macho negro y le dejé su barco y sus armas al alcance de la mano, agua y comida para el viaje y, delante de sus ojos, la cruz de su Dios.

El muchacho sintió la garganta demasiado anudada como para darle las gracias.

El día fue transcurriendo y el avance se hizo más lento, pues la marcha por el blando suelo arenoso fatigaba a hombres y caballos. Cuando se detuvieron junto a un pantano para descansar unos minutos, Hal llevó a Sukeena aparte.

—Eres fuerte y valerosa, pero tus piernas son más cortas que las nuestras; te he visto tambalearte de fatiga. Desde ahora en adelante irás a caballo. —Como ella quiso protestar, la interrumpió con firmeza—. Te obedecí en lo relativo a mis heridas. Pero en todo lo demás soy el capitán y debes hacer lo que yo diga. En adelante irás montada.

Con un chisporroteo en los ojos, ella hizo un gracioso gesto de sumisión, acercando los labios a la punta de los dedos unidos.

—Como tú ordenes, amo. —Y le permitió subirla a las alforjas del primer rucio.

Después de rodear el pantano avanzaron más de prisa. Por dos veces más, Aboli trepó a un árbol para mirar hacia atrás, sin ver señales de que los siguieran. Contra su intuición, Hal empezaba a albergar esperanzas de haber eludido a sus perseguidores; tal vez pudieran llegar a las montañas, cada vez más altas y próximas, sin que nadie volviera a perturbarlos.

Al promediar la tarde cruzaron un ancho vlei, una pradera cubierta de pastos cortos y verdes, donde pastaban rebaños de antílopes silvestres, cuyas curvadas cornamentas parecían cimitarras. Al aproximarse la caravana de hombres y caballos quedaron petrificados, con los ojos dilatados de asombro; su pelaje tenía un matiz azul metálico bajo el sol de la tarde.

—Ni siquiera yo había visto nunca animales como estos —admitió Aboli.

Mientras el rebaño huía ante ellos, envuelto en su propia polvareda, Althuda explicó desde adelante:

—Los holandeses los llaman blanuwbok, venado azul. Los he visto en gran número en las planicies, más allá de las montañas.

Más allá del vlei la tierra empezaba a elevarse en una serie de ondulaciones, hacia las primeras estribaciones de la cadena. Subieron hacia la primera sierra. Hal cerraba la marcha, caminando con dificultad, obviamente dolorido. Aboli notó que estaba arrebolado por la fiebre; un fluido sanguinolento y acuoso había empapado el vendaje.

En lo alto de la sierra, Aboli los obligó a detenerse. Miraron hacia atrás, hacia la alta Table Mountain que dominaba el horizonte por el oeste. Hacia la izquierda se abría la amplia curva azul de False Bay. Pero estaban demasiado exhaustos como para pasar mucho tiempo admirando el panorama. Los caballos bajaron la cabeza; los hombres se dejaron caer en el primer sitio sombreado que encontraron. Sukeena se deslizó desde su montura para correr hacia Hal, que curvaba la espalda contra un árbol tierno. Al retirar el vendaje, arrodillada a su lado, ahogó una exclamación ante lo inflamada que tenía la pierna. Se agachó para olfatear las incisiones supurantes, luego dijo, con severidad.

—En estas condiciones no puedes seguir caminando. Tienes que montar tú también. —Luego levantó la vista hacia Aboli.

—Enciende fuego para hervir agua —le ordenó.

—No tenemos tiempo para esas tonterías —murmuró el joven, sin mucho convencimiento.

Pero no le prestaron atención. Aboli encendió una pequeña fogata con una mecha de combustión lenta y puso en las llamas un jarrito de lata lleno de agua. En cuanto hubo hervido, Sukeena preparó una pasta con las hierbas que llevaba en su alforja y untó con ella un paño doblado. La aplicó a la herida cuando todavía humeaba. Hal gimió:

—Prefiero que Aboli me la mee y no que tú me quemes con tus endemoniados brebajes.

Sukeena prosiguió con su tarea sin prestar atención a ese impúdico lenguaje. Después de sostener la cataplasma con un nuevo vendaje, sacó de sus alforjas una hogaza de pan y un embutido seco, que cortó en rebanadas y repartió entre los hombres.

—Dios te bendiga, princesa. —Daniel se tocó la frente con los nudillos al aceptar su ración.

—Dios te guarde, princesa —añadió Ned.

Y los demás adoptaron el apodo. Desde entonces en adelante fue la princesa del grupo; esos rudos marineros la miraban con respeto y afecto crecientes.

—Podéis comer mientras caminamos, muchachos —dijo Hal levantándose—. Demasiada suerte hemos tenido hasta ahora.

Pronto el diablo pedirá revancha.

Aunque gruñendo y protestando, todos siguieron su ejemplo.

Mientras Hal ayudaba a Sukeena a montar, Daniel lanzó un grito de advertencia.

—Allí vienen los cretinos, por fin.

Señalaba el vlei; al pie de la cuesta. Hal instaló a Sukeena entre las alforjas y volvió renqueando al otro extremo de la columna. Allá abajo se veía una larga fila de hombres que acababa de emerger de entre la maleza y cruzaba a la carrera la planicie a cielo abierto. Los precedía un solo jinete, al trote.

—Es Schreuder otra vez. Ha conseguido otra montura.

Aun a esa distancia, era fácil identificar al coronel, erguido y arrogante sobre la silla. Había una decisión fatal en la postura de sus hombros y en su manera de levantar la cabeza para mirar cuesta arriba. Obviamente, aún no los había visto, pues estaban escondidos entre los matorrales.

—¿Cuántos hombres lo acompañan? —preguntó Ned Tyler.

Todos miraron a Hal, que entrecerró los ojos para contarlos en tanto iban saliendo de los densos pastizales. Marchaban con un trote bamboleante que les permitía seguir con facilidad al caballo de Schreuder.

—Veinte.

—¿Por qué tan pocos? —preguntó El Grandote.

—Con seguridad, Schreuder ha elegido a los corredores más veloces para presionarnos. Atrás vendrá el resto, a la velocidad que les sea posible. —Hal usó una mano como visera—. Sí, por Dios, allá están: una legua por detrás del primer pelotón. Pero se acercan de prisa. Veo el polvo que levantan y la forma del yelmo por encima del pastizal. Debe de haber cien hombres, por lo menos, en esa segunda división.

—Con veinte podemos —murmuró Daniel—, pero cien de esos asesinos son más de lo que puedo comer sin eructar. ¿Cuáles son tus órdenes, capitán?

Todos miraron a Hal. Antes de responder, el muchacho estudió la composición del terreno y el suelo.

—Maese Daniel, lleva al resto del grupo y a Althuda para que te guíe. Aboli y yo nos quedaremos aquí con un caballo, para demorarlos.

—No podemos dejarlos atrás. Ya nos lo han demostrado, capitán —protestó Daniel—. ¿No sería mejor combatir aquí?

—Has oído tus órdenes. —Hal giró hacia él una mirada fría y acerada.

Daniel volvió a hacerle la venia.

—Sí, capitán. —Y se volvió hacia los otros—. Ya habéis oído, muchachos.

Hal cojeó hacia donde estaba Sukeena; Althuda le sujetaba las riendas.

—Debéis continuar, pase lo que pase. No retrocedáis por ningún motivo —dijo a Althuda. Y agregó, sonriendo a la muchacha—: Ni aunque lo ordene Su Alteza Real.

Ella, sin devolverle la sonrisa, se inclinó hacia él para susurrarle:

—Te esperaré en la montaña. No tardes mucho.

El hermano se puso nuevamente en marcha, guiando a la columna de caballos. Cuando cruzaron el horizonte se oyó un grito remoto en el vlei.

—Conque nos han descubierto —murmuró Aboli.

Hal se acercó al único caballo restante y desató uno de los barriles, que contenía veinticinco kilos de pólvora. Mientras lo dejaba en el suelo dijo a Aboli:

—Llévate el caballo. Sigue a los otros. Deja que Schreuder te vea pasar. Amarra al animal fuera de la vista, detrás de la cima, y luego vuelve aquí.

Hizo rodar el tonel hasta el saliente rocoso más cercano y se agazapó a su lado. Asomando sólo la parte superior de la cabeza, volvió a estudiar la cuesta que se extendía hacia abajo; luego dedicó toda su atención a Schreuder y a su banda de chaquetas verdes. Ya estaban mucho más cerca; dos de los hotentotes corrían delante del caballo, observando el suelo. Estaban siguiendo exactamente el camino trazado por el grupo de Hal.

"Leen nuestras señales en la tierra, como galgos detrás del ciervo", pensó. "Subirán por donde nosotros vinimos."

En ese momento reapareció Aboli y se puso en cuclillas a su lado.

—El caballo está amarrado y los otros continúan a buen paso. ¿Cuál es tu plan, Gundwane?

—Es tan sencillo que no necesito explicártelo —dijo Hal, arrancando el tarugo del barril con la punta de la espada. Luego desenrolló el largo trozo de mecha lenta que se había atado a la cintura—. El problema es esta mecha. O arde demasiado rápido o con demasiada lentitud. Pero me arriesgaré con tres dedos.

Cortó el trozo y lo hizo rodar suavemente entre las palmas, tratando de inducirla a arder parejo; luego introdujo un extremo en el agujero del barril y lo aseguró con el tarugo.

—Será mejor que te apresures, Gundwane. Tu viejo compañero de esgrima tiene mucha ansiedad por volver a verte.

Hal apartó la vista de su tarea. Los perseguidores habían cruzado la pradera y ya comenzaban a subir la pendiente hacia ellos.

—No te dejes ver —dijo—. Quiero que se acerquen mucho.

Los dos se tendieron en el suelo, espiando colina abajo. Schreuder, muy erguido en su montura, estaba bien a la vista. Pero los dos rastreadores desaparecían hasta la cintura entre los pastos altos y las matas florecidas. Cuando estuvieron más cerca, Hal vio la fea despellejadura de la grava en la mejilla de Schreuder, los desgarrones y las manchas de polvo que traía en el uniforme. No llevaba sombrero ni peluca; probablemente los había perdido en la caída o durante la marcha. Por vanidoso que fuera, no había perdido tiempo en buscarlos, tanta era su prisa.

El sol ya le había enrojecido la coronilla afeitada y su caballo estaba echando espuma. Probablemente no se había molestado en abrevarlo durante la prolongada persecución. Seguía aproximándose, con los ojos clavados en el risco por donde había visto cruzar a los fugitivos. Su rostro era una máscara pétrea; Hal comprendió que lo impulsaba su temperamento volcánico; estaba dispuesto a aceptar cualquier riesgo, a enfrentar cualquier peligro.

En la empinada cuesta aun sus infatigables rastreadores empezaron a flaquear. El sudor les corría a raudales por las facciones asiáticas; Hal llegaba a oír sus jadeos.

—¡Adelante, pícaros! —los azuzaba Schreuder—. Vais a dejarlos escapar. ¡Más de prisa! ¡Corred más de prisa!

Los hombres treparon a duras penas por la pendiente.

—¡Bien! —murmuró Hal—. Siguen pegados a nuestro rastro, como yo esperaba. —Susurró a Aboli sus instrucciones finales—. Pero espera a que yo te avise —le advirtió.

Los dejó acercarse aún más, hasta que pudo oír las pisadas de los hotentotes descalzos y el tintineo de las espuelas de Schreuder, hasta que vio cada gota de sudor en la punta de sus mostachos y las pequeñas venas de sus desorbitados ojos azules, que fijaban una mirada obsesiva en el perfil del barranco, pasando por alto al enemigo que estaba oculto a poca distancia.

—¡Listo! —susurró Hal.

Y acercó la mecha encendida a la que había insertado en el barril de pólvora. La llama vaciló, chisporroteando; luego ardió con fiereza y corrió a lo largo de la mecha, rumbo al agujero del barril.

—¡Ya, Aboli!

Aboli alzó el barril y se levantó de un salto, casi bajo los cascos del caballo de Schreuder. Los dos hotentotes lanzaron un chillido de espanto y abandonaron el sendero, mientras el caballo se alzaba de manos, arrojando a Schreuder contra su cuello.

Por un momento, Aboli se mantuvo inmóvil, sosteniendo el tonel por sobre la cabeza con ambas manos. La mecha siseaba como una víbora furiosa; el humo de la pólvora rodeaba su cabeza tatuada como un nimbo azul. Luego lo arrojó ladera abajo. El tonel giró perezosamente en el aire antes de golpear contra el suelo rocoso y continuar el descenso, rebotando y brincando al ganar velocidad. Saltó frente al caballo de Schreuder, que volvió a alzarse de manos en el momento en que su jinete recobraba el equilibrio. El coronel se vio nuevamente arrojado contra el cuello y perdió uno de los estribos, con lo que se vio incómodamente colgado de la montura.

El caballo giró en redondo para lanzarse cuesta abajo, casi contra el pelotón de infantería que venía pisándole los talones. Cuando el animal, enloquecido, se precipitó entre ellos, junto con el tonel de pólvora, la columna de chaquetas verdes dejó escapar un grito de consternación. Todos comprendieron que esa mecha humeante era presagio de una temible explosión, para la cual sólo faltaban segundos; entonces rompieron filas y se diseminaron. La mayoría giró instintivamente cuesta abajo, en vez de apartarse hacia los costados; el barril siguió tras ellos, rebotando en medio del grupo.

El caballo de Schreuder se deslizaba por la ladera, casi sentado sobre los cuartos traseros. Las riendas se quebraron en una mano del jinete; la otra perdió su precario asidero en el pomo de la silla. El coronel cayó, lejos de los cascos de su montura. El barril estalló en el momento en que él daba contra el suelo. Esa caída le salvó la vida, pues quedo a sotavento de un pequeño saliente rocoso, con lo que la peor parte de la explosión pasó por sobre él.

En cambio hizo pedazos a la horda de soldados. Los que estaban más cerca se vieron arrojados como hojas quemadas en una fogata de jardín. El estallido les arrancó la ropa del cuerpo mutilado; un brazo arrancado cayó a los pies de Hal. Tanto Aboli como el joven fueron derribados por la fuerza de la explosión. Con los oídos zumbando, Hal se incorporó trabajosamente para contemplar, sobrecogido, la devastación creada por él.

No había un solo enemigo que se mantuviera de pie.

—¡Por Dios, los mataste a todos! —se maravilló Hal.

Pero al momento se oyeron gritos y gemidos confusos entre los matorrales aplastados. Un soldado, varios más, se levantaron a tropezones, aturdidos.

—¡Vamos! —Aboli sujetó a Hal por el brazo y lo arrastró hacia lo alto del barranco. Antes de cruzar la cima, Hal se volvió a mirar. Schreuder se bamboleaba como un borracho, de pie junto al cadáver mutilado de su montura. Estaba tan aturdido que, ante los ojos de Hal, se le aflojaron las rodillas y cayó sentado entre las ramas quebradas cubriéndose la cara con las manos.

Aboli soltó a Hal para echar mano de la espada.

—Puedo volver y acabarlo —gruñó.

Pero la sugerencia arrancó al muchacho de su propio aturdimiento.

—¡Déjalo! No sería honorable matarlo cuando no está en condiciones de defenderse.

—Entonces vámonos cuanto antes —rezongó Aboli—. Hemos hecho que la banda de Schreuder encalle, pero ¡mira! El resto de los chaquetas verdes no está lejos.

Hal se limpió el sudor y el polvo, parpadeando para despejar la vista. Aboli tenía razón. De entre los pastizales de la planicie, al otro lado del vlei, el segundo destacamento enemigo levantaba una nube de polvo que se acercaba a toda velocidad.

—Si corremos mucho ahora, tal vez podamos mantener la distancia hasta que caiga la noche. Por entonces estaremos en las montañas —calculó Aboli.

Pocos pasos más allá, Hal tropezó y la pierna herida cedió bajo su peso. Sin decir palabra, Aboli le dio el brazo para ayudarlo a llegar hasta donde había amarrado el caballo. En esa oportunidad Hal no protestó cuando su compañero lo subió al lomo y tomó la rienda.

—¿Hacia dónde? —preguntó el joven.

Hacia adelante, la barrera de las montañas se quebraba en un laberinto de gargantas y altísimas murallas de roca, barrancos y profundos desfiladeros, en los que crecían densos bosques y matorrales enmarañados. Él no lograba distinguir caminos ni pasos entre esa confusión.

—Althuda, que conoce el camino, nos ha dejado señales para que sigamos.

Las huellas de los cinco caballos y el grupo de fugitivos estaban profundamente marcada, pero Althuda, para más seguridad, había marcado la corteza de los árboles a lo largo del camino. Lo siguieron a toda la velocidad posible. Desde la cima siguiente pudieron ver las siluetas diminutas de los cinco rucios, que cruzaban un tramo abierto, tres o cuatro kilómetros más allá. Hal llegó a distinguir la figura de Sukeena, montada en el primer animal. El color plateado de los caballos hacía que se desatacaran como espejos contra los oscuros matorrales.

—Son animales hermosos —murmuró Hal—, pero demasiado visibles para el enemigo.

—Entre las varas de un carruaje elegante no puede haberlos mejores —concordó Aboli—, pero en las montañas sucumbirían. Cuando lleguemos a terreno escarpado tendremos que abandonarlos, para que no se rompan esas patas encantadoras entre las rocas y las grietas.

—¿Dejárselos a los holandeses? —se escandalizó Hal—. ¿Porqué no darles fin con una bala de mosquete para que no sufran?

—Porque son hermosos y porque los amo como si fueran hijos míos —respondió Aboli quedamente, alargando una mano para palmear en el cuello al animal.

La yegua rucia desvió un ojo hacia él y relinchó apenas, devolviéndole el afecto. Hal se echó a reír.

—Ella también te ama, Aboli. En consideración a ti los dejaremos con vida.

Descendieron por una nueva pendiente y subieron trabajosamente por el lado opuesto. El suelo se hacía más empinado a cada paso y las cimas de las montañas parecían pender suspendidas allá arriba. En la cumbre volvieron a detenerse para que la yegua recobrara el aliento.

—Parece que Althuda se dirige hacia esa garganta oscura que está hacia adelante —observó Hal, con una mano a modo de visera—. ¿Los ves?

—No —gruñó Aboli—. Los ocultan los árboles y el relieve del suelo. —Luego volvió la vista atrás—. ¡Pero mira a tu espalda, Gundwane!

Hal miró hacia donde él señalaba y lanzó una exclamación de dolor.

—¿Cómo pueden haber avanzado tan pronto? Nos están alcanzando como si estuviéramos inmóviles.

La columna de chaquetas verdes pululaba en el barranco, detrás de ellos, como hormigas soldados a las que se les hubiera atacado el nido. Hal pudo contarlos con facilidad y distinguir a los oficiales blancos. El sol de media tarde arrancaba destellos a las bayonetas. Les llegaron sus gritos leves, pero jubilosos, al ver a la presa tan cerca.

—¡Allí está Schreuder! —exclamó Hal, amargamente—. ¡Ese hombre es un monstruo, Dios mío! ¿No hay manera de pararlo?

El coronel, ya sin montura, trotaba junto a la columna, cerca de la retaguardia, pero iba adelantándose.

—Corre más de prisa que sus propios hotentotes. Si nos demoramos un momento más, nos alcanzará antes que lleguemos a la boca del cañón oscuro.

Hacia adelante, el suelo se empinaba tanto que el caballo no pudo subir directamente. El sendero ascendía en zigzag. Abajo se oyó otro grito jubiloso, como el hurra de los cazadores; los perseguidores habían avanzado un par de kilómetros más.

—Estamos fuera de tiro para los mosquetes —arriesgó Hal.

Mientras lo decía, uno de los soldados de la vanguardia se arrodilló tras una roca y apuntó con cuidado. Los fugitivos vieron la bocanada de humo mucho antes de oír el estallido apagado. La bala arrancó un trocito de roca quince metros por debajo de ellos.

—Todavía estamos demasiado lejos. Deja que malgasten la pólvora.

La yegua rucia avanzaba a brincos por los escalones de roca, mucho más segura de lo que Hal habría esperado. Por fin llegaron a la curva siguiente del ancho zigzag y reanudaron el cruce. Ahora se estaban acercando a los perseguidores en una línea oblicua, que acortaba la distancia aún más.

Los hombres que los seguían los saludaron con gritos alegres y se arrojaron al suelo para descansar, a fin de apaciguar el corazón acelerado y las manos trémulas. Hal los vio revisar el cebo en las cazoletas de las armas y encender las mechas lentas, preparándose para disparar en cuanto la yegua y su jinete estuvieran a tiro.

—¡Por los cuernos de Satanás! —murmuró Hal—. ¡Esto es como acercarse a la andanada del enemigo!

Pero no había dónde esconderse ni se podía huir, de modo que continuaron subiendo trabajosamente por el sendero.

Ahora Hal tenía a Schreuder a la vista: había avanzado sin pausa hacia la vanguardia de la columna y los miraba con fijeza. Aun a esa distancia era obvio que se había exigido mucho más de lo que permitían sus fuerzas; estaba demacrado y ojeroso, con el uniforme desgarrado, sucio y empapado en sudor; sangraba por diez o doce arañazos y abrasiones. Respiraba con mucha dificultad, pero sus ojos hundidos ardían de malevolencia. Aunque no tuviera fuerzas para gritar ni para agitar un arma, observaba a Hal con aire implacable.

Uno de los chaquetas verdes disparó. La bala pasó zumbando muy cerca de sus cabezas. Aboli instaba a la yegua a avanzar deprisa por ese camino arduo y empinado, pero aún estarían al alcance de los mosquetes por varios minutos más. A lo largo de la fila de soldados hubo una onda de fuego. Los proyectiles se clavaron entre las rocas, alrededor de los fugitivos; algunas se aplanaron, convertidas en discos brillantes; otras hicieron llover astillas de roca sobre ellos o pasaron gimiendo para rebotar en el valle.

La yegua, indemne, llegó a otra curva del zigzag e inició el nuevo tramo, donde la distancia era mayor. La mayoría de los hotentotes se levantaron para reanudar la persecución. Unos intentaron subir directamente la cuesta, con intención de cortar camino, pero la ladera resultó demasiado a pico hasta para esos pies ágiles. Dándose por vencidos, se deslizaron hasta el sendero serpenteante para correr tras sus compañeros por esa ruta, más larga, pero más accesible.

Unos pocos soldados permanecieron arrodillados en el sendero para recargar las armas. Schreuder había observado la descarga medio derrumbado contra una piedra, en tanto sus latidos y su respiración acelerados se hacían más lentos. Por fin se incorporó y quitó a uno de los hotentotes el mosquete recargado, apartando al hombre de un codazo.

—¡Estamos fuera de tiro! —protestó Hal—. ¿Por qué insiste?

—Porque está loco de odio contra ti —respondió Aboli—. El diablo le da fuerzas para continuar.

Schreuder se quitó rápidamente la chaqueta y acolchó con ella la roca, formando un almohadón en el que apoyar la culata del mosquete. Después de alinear las miras, las mantuvo por un instante apuntadas hacia la cabeza de Hal. Luego alzó la puntería, dejando asomar por abajo una rebanada de cielo azul, a fin de compensar el descenso de la pesada bala de plomo, una vez que hubiera alcanzado el límite de su impulso. En el mismo movimiento llevó las miras hacia adelante del hocico de la yegua.

—¡No tiene la menor esperanza de acertar desde allí! —exclamó Hal.

Pero en ese instante vio que el humo plateado surgía como una flor venenosa en el tallo del mosquete y sintió algo como un golpe de maza: el proyectil se había hundido en las costillas del animal, a dos centímetros de su rodilla. Hal percibió el aire que escapaba de los pulmones perforados. La esforzada yegua se tambaleó hacia atrás y bajó los cuartos traseros; trató de recobrar el equilibrio alzándose de manos, pero sólo consiguió despeñarse desde el estrecho sendero. Justo a tiempo, Aboli sujetó a Hal por la pierna herida y lo arrancó de su lomo.

Hal y Aboli cayeron despatarrados entre las piedras, en tanto el caballo rodaba hasta llegar al recodo del camino, donde lo detuvo una acumulación de pedruscos y polvo. Allí quedó, sobre el lomo, pataleando apenas. De entre los soldados se elevó un resonante grito de triunfo, cuyos ecos corrieron por entre los barrancos y las lúgubres honduras del cañón.

Hal se levantó, trémulo, para evaluar rápidamente las circunstancias. Tanto él como Aboli conservaban el mosquete colgado del hombro y la espada en su vaina. Además, cada uno llevaba un par de pistolas, un pequeño cuerno de pólvora y un saco lleno de balas. Pero habían perdido todo lo demás. Allá abajo, ese vuelco de la fortuna había dado nuevos ánimos a los perseguidores, que alborotaban como una jauría de galgos ante el olor de la presa. Y continuaban escalando.

—Deja las pistolas y el mosquete —ordenó Aboli. Deja también el cuerno de pólvora y la espada, si no quieres que su peso te agote.

Hal sacudió la cabeza.

—Los necesitaremos muy pronto. Ve adelante.

Aboli, sin discutir, avanzó a toda prisa. Hal lo seguía de cerca, obligando a la pierna herida a funcionar, pese al dolor y a la debilidad que se le extendía lentamente por el muslo.

En los tramos más formidables, el negro le daba la mano para ayudarlo a subir, pero la pendiente se fue haciendo más a pico a medida que avanzaban rodeando los contrafuertes de roca que formaban uno de los portales de la oscura garganta. Con cada paso hacia adelante se veían obligados a subir hacia el próximo nivel, como si estuvieran en una escalinata, en torno de la pared que descendía a pico hasta el valle. Los perseguidores estaban cerca, pero fuera de la vista, al otro lado del contrafuerte.

—¿Estás seguro de que este es el sendero?, jadeó Hal, mientras descansaban por algunos segundos en un escalón más ancho.

—Althuda sigue dejándonos señales —le aseguró Aboli, dando un puntapié a tres guijarros apilados, bien visibles en el centro del camino—. Y mis rucios también —agregó, señalando un montón de húmedo estiércol, algo más adelante. Luego inclinó la cabeza—. ¡Escucha!

Hal pudo oír las voces de los hotentotes, más cerca que la última vez. Parecían estar justo detrás del contrafuerte. Miró a su compañero, consternado, y trató de cargar el peso del cuerpo en la pierna sana, para disimular la debilidad de la otra. Ya se oía el tintineo de las espadas contra la roca y el rumor del pedregullo suelto bajo las plantas. Las voces de los soldados eran tan claras que Hal llegaba a distinguir cada palabra. Y también la voz de Schreuder, que azuzaba implacablemente a sus tropas.

—¡Ahora vas a obedecerme, Gundwane! —dijo Aboli, estirándose para arrebatarle el mosquete—. Adelántate tanto como puedas mientras yo los retengo aquí por un rato.

Hal iba a oponerse, pero el negro lo miró con dureza a los ojos.

—Cuanto más discutas, mayor será el peligro en que me pongas dijo.

El muchacho asintió.

—Te espero en lo alto de la garganta.

Apretó con fuerza el brazo de su compañero y continuó solo, cojeando. Allí donde el sendero entraba hacia el cañón principal, se volvió a mirar. Aboli estaba agazapado en el recodo del camino y tenía los dos mosquetes en la roca, ante él.

Hal dobló en la esquina. La garganta se abría por encima de él como una lóbrega chimenea. Los lados eran paredes de roca viva. Lo techaban árboles de troncos altos y finos, que se estiraban buscando la luz del sol, festoneados de líquenes. Un arroyuelo bajaba a saltos, en una serie de estanques y cascadas. El camino seguía su lecho, ascendiendo por entre piedras redondeadas por el agua. Hal cayó de rodillas para hundir la cara en el primer estanque y bebió, ahogándose en su avidez. Mientras el agua le hinchaba el vientre, sintió que volvía a fluir la fuerza por su pierna inflamada y palpitante.

A su espalda, desde el otro lado del contrafuerte, le llegó el estallido de un disparo; luego, el golpe sordo de una bala hundiéndose en la piel, seguido inmediatamente por el alarido de un hombre que caía al abismo; el grito se fue perdiendo en la caída y se cortó abruptamente cuando el hombre se estrelló contra las rocas, mucho más abajo. Aboli había dado en el blanco con el primer disparo; entre los perseguidores debía imperar el desorden; tardarían un poco en reagruparse y avanzar con más cautela. De ese modo su compañero le había dado algunos minutos preciosos.

Hal se levantó trabajosamente para trepar por el lecho del arroyo. Cada uno de esos enormes cantos rodados exigía al máximo a su pierna herida. Entre gruñidos y quejas, se arrastró hacia arriba, siempre atento a los ruidos del combate. Pero no volvió a oír nada hasta llegar al estanque siguiente, donde lo detuvo la sorpresa.

Althuda había dejado los cinco rucios amarrados a un árbol seco de la orilla. Al ver el gigantesco escalón siguiente, en el lecho del arroyo, era fácil comprender por qué: los animales ya no podían seguir por ese camino vertiginoso. El cañón se reducía a una estrecha garganta… y a él también le faltó coraje al observar la peligrosa ruta que debía seguir. Pero no tenía otra salida, pues el cañón se había convertido en una trampa. Mientras vacilaba oyó, mucho más abajo, otro disparo de mosquete y gritos coléricos.

—Aboli ha derribado a otro —dijo en voz alta. Su propia voz levantó ecos extraños en las altas paredes del desfiladero—. Ahora tiene los dos mosquetes vacíos y tendrá que huir.

Pero le había dado un respiro y él no se atrevía a malgastarlo. Se obligó a continuar por el empinado sendero, arrastrando la pierna herida por esa roca vidriosa, pulida por el agua, resbalosa de algas verdes.

Con el corazón palpitando de agotamiento y las uñas desgarradas hasta la carne viva, se arrastró algunos metros más, hasta llegar a la siguiente plataforma de la garganta. Allí se tendió boca abajo para mirar por sobre el borde. Aboli venía subiendo, saltando sin vacilar de piedra en piedra, con un mosquete en cada mano; ni siquiera miraba hacia abajo para afirmar el pie en esas piedras traicioneras.

Hal levantó la vista al cielo por la estrecha abertura del cañón y vio que el día se estaba esfumando. La noche no tardaría en caer; las copas de los árboles ya se iban dorando con los últimos rayos del sol.

—¡Por aquí! —gritó a Aboli.

—¡Sigue, Gundwane! No me esperes. ¡Están muy cerca!

Hal se volvió a mirar el empinado lecho del arroyo. Durante los doscientos pasos siguientes estarían a plena vista; si él y Aboli trataban de continuar escalando, Schreuder y sus hombres llegarían a ese punto ventajoso mientras ellos tuvieran aún las espaldas expuestas. Antes de que pudieran llegar al siguiente reparo los derribarían los disparos de corta distancia.

"Tendremos que afirmarnos aquí", decidió. "Habrá que resistir hasta que anochezca. Y entonces, tratar de escabullirnos en la oscuridad." Se apresuró a recoger piedras sueltas del curso de agua y las acumuló en el borde del saliente. Al mirar hacia abajo vio que Aboli había llegado al pie de la pared de roca y venía trepando velozmente hacia él.

Cuando estaba a medio camino, completamente expuesto, se oyó un grito algo más abajo. En medio de la penumbra, Hal distinguió la silueta del primer perseguidor. De inmediato le llegaron el destello y el ruido de un disparo. Hal miró hacia abajo, desesperado, pero Aboli estaba indemne y seguía escalando con celeridad.

Ahora el fondo del cañón hervía de hombres; una andanada de disparos levantó ecos atronadores. Hal reconoció a Schreuder allá abajo; su cara blanca se destacaba entre las que lo rodeaban, más oscuras.

Aboli llegó a lo alto de la pared. Hal le dio la mano para ayudarlo a subir hasta la plataforma.

—¿Por qué no continuaste, Gundwane?, jadeó.

—No hay tiempo para hablar. —Hal le arrebató uno de los mosquetes para recargarlo—. Tenemos que resistir aquí hasta que oscurezca. ¡Recarga!

Ya casi no hay pólvora —replicó Aboli—. Apenas alcanza para unos pocos disparos. —Mientras hablaba estaba operando la baqueta.

—Entonces habrá que acertar todos los disparos. Después los rechazaremos con piedras. —Hal cebó su mosquete—. Y cuando nos quedemos sin piedras que arrojar, usaremos la espada.

Las balas empezaron a zumbarles en torno de la cabeza; desde abajo estaban abriendo fuego sostenido. Se vieron obligados a tenderse más allá del borde; cada pocos segundos levantaban la cabeza para echar un vistazo hacia el fondo.

Schreuder estaba utilizando a la mayoría de sus hombres para mantener la descarga, dirigiéndolos de modo tal que siempre hubiera armas cargadas y listas para disparar, mientras los otros recargaban. Al parecer, había elegido a sus hombres más fuertes para escalar la pared, mientras los otros impedían que Hal y Aboli se defendieran.

La primera oleada de escaladores, unos doce, se lanzó contra la pared de roca, armados sólo con espadas. En el momento en que Hal y Aboli asomaban la cabeza por sobre el borde, se produjo una atronadora descarga de mosquetes; las llamaradas de los caños iluminaron la penumbra.

Sin prestar atención a las balas que pasaban junto a él, Hal apuntó su mosquete hacia el escalador más próximo, uno de los cabos holandeses, y disparó a quemarropa. Su bala le destrozó los dientes y el hueso de la mandíbula. El hombre perdió asidero en la piedra resbaladiza y cayó hacia atrás, arrastrando consigo a los tres hombres que lo seguían; los cuatro fueron a estrellarse entre las rocas de abajo.

Aboli disparó y otros dos chaquetas verdes se deslizaron hacia abajo. Luego él y Hal utilizaron las pistolas para disparar una y otra vez, despejando la pared de escaladores, con excepción de dos hombres que se aferraban, impotentes, a una grieta abierta a medio camino.

Hal dejó las pistolas descargadas y tomó uno de los cantos rodados que había puesto a mano. Tenía el tamaño de un puño. Lo arrojó hacia el hombre que estaba debajo de él. El chaqueta verde trató de esquivarlo hundiendo la cabeza entre los hombros, pero la piedra le pegó en la sien. Sus dedos se aflojaron y el hombre cayó.

—Buen tiro, Gundwane —aplaudió Aboli—. Estás mejorando la puntería.

Lanzó su pedrada contra el último hombre y le acertó bajo el mentón. El escalador vaciló por un momento antes de perder asidero y despeñarse.

—¡Recarga! —le espetó Hal. Mientras vertía la pólvora echó un vistazo a la franja de cielo—. ¿Es que no va a anochecer jamás? —se lamentó.

Entonces vio que Schreuder enviaba a la siguiente oleada de escaladores pared arriba. La oscuridad no los salvaría, pues antes de que hubieran recargado los mosquetes los soldados enemigos habrían cubierto ya la mitad del ascenso.

Se arrodillaron en el borde y volvieron a disparar, pero en esa oportunidad sólo pudieron derribar a uno de los atacantes con los dos disparos; el resto continuaba acercándose sin pausa. Schreuder mandó que otra oleada se les uniera. Toda la pared hervía de siluetas oscuras.

—No podremos derribarlos a todos —dijo Hal, desesperado—. Tendremos que retroceder por la garganta.

Pero cuando levantó la vista hacia la empinada cuesta, sembrada de cantos rodados, le faltó ánimo.

Arrojó su mosquete hacia abajo y, con Aboli a su lado, atacó aquella pendiente traicionera. Los primeros escaladores llegaron al borde de la plataforma y se lanzaron tras ellos, gritando.

En la creciente oscuridad, Hal y Aboli ascendían trabajosamente, volviéndose cuando los perseguidores se acercaban demasiado para defenderse con las espadas; así lograban alejarlos apenas lo suficiente para avanzar un poco más. Pero cada vez eran más los chaquetas verdes que llegaban al tope de la pared. En cuestión de minutos se verían alcanzados y vencidos.

Justo adelante, Hal vio una profunda grieta en la pared lateral de la garganta; por un momento pensó que él y Aboli podrían refugiarse en su oscuridad, pero abandonó la idea cuando, al llegar a ese punto, vio lo poco profunda que era. Schreuder los sacaría tal como un hurón expulsa a un par de conejos de su madriguera.

—¡Hal Courtney! —llamó una voz desde la oscura grieta abierta en la roca.

Miró hacia adentro y vio allí a dos hombres. Uno era Althuda, quien lo había llamado. El otro, un desconocido: un hombre de más edad, barbudo y vestido con pieles de animales. Estaba demasiado oscuro para verle la cara con claridad, pero al ver las señas apremiantes que hacían él y Althuda, Hal y Aboli no vacilaron. Ambos se arrojaron contra la estrecha abertura, apretándose con los dos hombres que ya la ocupaban.

—¡Agáchate! —gritó el desconocido al oído de Hal.

Y se levantó; en la mano tenía un hacha de mango corto.

En la abertura de la grieta apareció un soldado, que levantó la espada para atacar a los cuatro hombres arracimados en ella. Althuda levantó la pistola que tenía en la mano y le disparó a quemarropa, en el centro del pecho.

Al mismo tiempo, el barbudo levantó el hacha para descargarla en un golpe poderoso. Hal sólo comprendió lo que estaba haciendo al ver que el hombre había cortado una cuerda de corteza trenzada, gruesa y velluda como su muñeca. La soga se cortó con un latigazo, como si la impulsara una fuerza inmensa. El extremo estaba anudado a una sólida cuña de madera, hundida en una grieta de la roca. La soga rodeaba el rincón de la grieta y se extendía hacia arriba, hasta perderse en la creciente oscuridad.

Por un largo minuto no sucedió nada. Hal y Aboli miraron a los otros dos, desconcertados. En ese momento se oyó en la garganta un crujido y un roce, como si algún gigante se removiera en su sueño.

—¡Sabah ha provocado un alud! —explicó Althuda.

Hal, comprendiendo instantáneamente, miró hacia la garganta por la estrecha entrada de la grieta. El rumor se convirtió en un rugido creciente; por sobre él se oían los alaridos aterrorizados de los chaquetas verdes atrapados en el camino de la avalancha. Para ellos no había refugio ni vía de escape. La garganta era una trampa mortal hacia la que habían sido atraídos por Althuda y Sabah.

El ruido de las piedras ascendió hasta ser ensordecedor. La montaña parecía temblar bajo los pies. Los gritos de los soldados se acallaron. De pronto, un poderoso río de cantos rodados pasó velozmente junto a la grieta, bloqueando la luz; el aire se llenó de polvo y piedra pulverizada, a tal punto que los cuatro hombres quedaron enceguecidos y sofocados. Hal recogió los faldones de su harapienta camisa para cubrirse la nariz y la boca, tratando de filtrar el aire para poder respirar.

La avalancha continuó por largo rato, pero gradualmente el torrente de piedras rodantes se redujo al paso lento e intermitente de los últimos fragmentos. Los aplastó un silencio total y opresivo. El polvo se asentó, dejando ver el contorno de la grieta que los albergaba.

Aboli salió a gatas, buscando el equilibrio en aquella superficie inestable, seguido por Hal. Ambos contemplaron hacia abajo aquella garganta tenebrosa. No había rastros de sus perseguidores, ni un último grito desesperado ni un gemido agónico ni un jirón de ropa o un arma descartada. Era como si no hubieran existido nunca.

La pierna herida ya no podía sostener el peso de Hal, que se derrumbó a la entrada de la grieta. La fiebre de las heridas infectadas le hervía en la sangre, llenándole la cabeza de oscuridad y calor. Sintió unas manos fuertes que lo sostenían. Luego se hundió en la inconsciencia.