El gobernador retirado Kleinhans abordó el galeón la noche antes que zarpara. Antes que el carruaje lo llevara hasta la costa, todo el personal doméstico se reunió en la terraza delantera de la residencia, para despedir al antiguo amo. Él recorrió lentamente la hilera, diciendo una palabra a cada uno. Sukeena hizo ese gracioso gesto suyo, con las manos unidas junto a los labios, y a él le dolió el corazón de amor y deseo.

—Aboli ha llevado vuestro equipaje a bordo. Todo está en el camarote —dijo ella suavemente—. La caja de medicamentos está en el fondo del baúl más grande, pero tenéis un frasco lleno en el pequeño maletín de viaje. Eso debería duraros varios días.

—Jamás te olvidaré, Sukeena —aseguró él.

—Ni yo a vos, amo —respondió ella.

Por un momento de locura él estuvo a punto de perder el dominio de sus emociones. Cuando iba a abrazarla, ella levantó la vista, obligándolo a retroceder ante el odio infinito de sus ojos.

El galeón se hizo a la vela con la marea del alba. Fredricus vino a despertarlo y le cubrió los hombros con un grueso abrigo de pieles. Kleinhans subió a cubierta para contemplar la gran montaña aplanada desde la barandilla de popa, hasta que desapareció bajo el horizonte, dejándole la vista empañada por las lágrimas.

En los cuatro días siguientes el dolor de estómago fue peor que nunca. Al quinto día despertó después de medianoche, con los ácidos quemándoles los intestinos. Después de encender la lámpara, alargó la mano hacia el frasco pardo que le brindaría alivio, pero al sacudirlo notó que ya estaba vacío.

Doblado por el dolor, cruzó el camarote para arrodillarse ante el más grande de sus baúles y buscó en él la caja de teca donde Sukeena había guardado sus medicinas. En la mesa colocada contra el mamparo, a la luz de la lámpara, introdujo la llave de bronce en la cerradura.

Al levantar la tapa dio un respingo. El contenido del cofre estaba cubierto por una hoja de pergamino. En esa escritura negra reconoció, asombrado, un viejo ejemplar de la gaceta de la Compañía. El estómago le dio un vuelco al reconocer la proclama. Estaba firmada por su propia mano y era una condena a muerte. Era la orden de interrogar y ejecutar a cierto Robert David Renshaw. El inglés, el padre de Sukeena.

—¿Qué demonios significa esto? —barbotó en voz alta—. Esa pequeña bruja lo ha puesto aquí para recordarme algo hecho hace tiempo. ¿Es que jamás me dará tregua? Creía haberla sacado de mi vida para siempre, pero aún me hace sufrir.

Alargó la mano para tomar el papel y hacerlo pedazos, pero antes de que pudiera tocarlo percibió un ruido susurrante bajo el pergamino; luego, un movimiento borroso.

Algo le asestó un golpe leve en la muñeca; un cuerpo sinuoso y relumbrante se deslizó por el borde del cofre, dejándose caer a la cubierta. Kleinhans retrocedió, alarmado, pero aquello desapareció entre las sombras, dejándolo desconcertado. Poco a poco empezó a sentir un leve ardor en la muñeca. Entonces levantó la mano hacia la lámpara.

Las venas de la cara interior de la muñeca sobresalían como cuerdas azules bajo la piel pálida, manchada por la vejez. Al observar mejor el sitio del ardor, distinguió dos diminutas gotas de sangre, que brillaban a la luz de la lámpara como piedras preciosas; brotaban de dos pinchazos gemelos. Kleinhans retrocedió, tambaleándose, y se sentó en el borde de la litera, apretándose la muñeca.

Lentamente se formó ante sus ojos una imagen de antaño. Vio a dos solemnes huerfanitos tomados de la mano, de pie antelas cenizas humeantes de una pira funeraria. Luego el dolor creció dentro de él, hasta llenarle la mente y el cuerpo entero.

Ahora sólo existía el dolor. Le corría por las venas como fuego líquido, sepultándose profundamente en sus huesos. Desgarraba cada uno de sus ligamentos, cada tendón, cada nervio. Kleinhans comenzó a gritar y siguió gritando hasta el final.

Una o dos veces al día, Juan Lento iba a la mazmorra del castillo para mirar a Sir Francis por la mirilla de su puerta. Nunca hablaba. Permanecía allí, en silencio, con la quietud de un reptil; a veces, por unos pocos minutos; otras, por una hora entera. Al final Sir Francis ya no podía sostenerle la mirada. Volvía la cara hacia el muro de piedra, pero aun así sentía esos ojos amarillos clavados en su espalda.

Fue en domingo, el día del Señor, cuando Manseer y cuatro chaquetas verdes vinieron en busca de Sir Francis. No dijeron nada, pero al verles la expresión él comprendió adónde lo llevaban. No podían mirarlo a los ojos y tenían el semblante luctuoso de quien lleva un féretro.

Sir Francis salió al patio en un día helado y ventoso. Aunque había dejado de llover, las nubes que rondaban la ladera de la montaña tenían un ominoso tinte gris azulado, como un viejo moretón. Los adoquines brillaban por el aguacero reciente. Trató de no estremecerse ante el viento frío, para que sus guardias no pensaran que temblaba de miedo.

—¡Que Dios te guarde! —dijo una voz joven y clara, imponiéndose al viento.

Él se detuvo a mirar. Hal estaba encaramado en el andamiaje, con el pelo oscuro agitado por el viento y el pecho desnudo mojado por la lluvia.

El padre levantó las manos encadenadas ante sí y gritó a su vez:

—¡In Arcadia habito! ¡Recuerda el juramento!

A pesar de la distancia pudo ver la cara agobiada de su hijo. Luego los guardias lo empujaron hacia el portillo que conducía al sótano de la armería. Manseer lo precedió por la escalera. Al llegar al fondo se detuvo para llamar con timidez a la puerta de fuertes herrajes. Luego la abrió sin esperar respuesta y lo hizo entrar.

La habitación estaba bien iluminada por diez o doce velas de cera, que parpadearon en la corriente. A un lado estaba Jacobus Hop, sentado ante un escritorio, con pergamino, tintero y una pluma en la diestra. Levantó hacia Sir Francis una cara pálida y aterrorizada. En la mejilla tenía un grano grande y rojo. Se apresuró a bajar la vista, incapaz de mirar al prisionero.

El potro estaba contra la pared opuesta. Era una estructura de teca maciza, lo bastante larga como para dar cabida a un hombre muy alto con los miembros completamente estirados. En cada extremo tenía fuertes ruedas y ranuras en las que fijarlas palancas. En el muro lateral, frente al escritorio del escribiente, ardía un brasero. Por sobre éste pendía una variedad de herramientas extrañas y terribles. El fuego irradiaba un calor sedante y acogedor.

Juan Lento estaba de pie junto al potro. Su chaqueta y su sombrero pendían de una percha, a su espalda. Tenía un delantal de cuero, como los que usaban los herreros.

De una polea atornillada al techo pendía una cuerda con un gancho de hierro en el extremo. Sin que Juan Lento dijera nada, sus guardias condujeron a Sir Francis hasta el centro de la habitación y pasaron ese gancho por las ataduras de sus muñecas.

Manseer tiró de la soga hasta que los brazos del prisionero quedaron bien estirados por sobre su cabeza. Aún tenía los pies firmemente plantados en el suelo, pero estaba indefenso. Luego el sargento hizo la venia y salió con sus hombres, cerrando la puerta. La teca maciza era tan gruesa que no dejaba pasar sonido alguno.

En medio del silencio, Hop carraspeó ruidosamente y leyó la trascripción de la condena dictada contra Sir Francis por el tribunal de la Compañía. Aunque tartamudeaba penosamente, al terminar estalló con claridad:

—Pongo a Dios por testigo, capitán Courtney, de que preferiría estar a cien leguas de aquí. No es una tarea que me guste: Os ruego que colaboréis en este interrogatorio.

Sir Francis, sin responder, sostuvo con firmeza la mirada de Juan Lento. Hop recogió nuevamente el pergamino y leyó, con voz trémula y quebrada:

—Primera pregunta. ¿Sabe el prisionero Francis Courtney el paradero de lo que falta de la carga del Standvastigheid, barco de la Compañía?

—No —respondió Sir Francis, sin dejar de mirar aquellos ojos amarillos—. El prisionero no tiene conocimiento alguno de la carga que mencionáis.

—Os ruego que lo penséis mejor, señor —susurró Hop; enronquecido—. Tengo una constitución delicada. Sufro del estómago.

Para los hombres que estaban en el andamiaje castigado por el viento, las horas pasaron con torturante lentitud. Una y otra vez volvían la vista hacia esa pequeña e insignificante puerta, debajo de la armería. Allí no se veía ni se oía nada, hasta que súbitamente, en medio de esa mañana helada y lluviosa, la puerta se abrió de par en par y Jacobus Hop salió corriendo al patio. Llegó tambaleándose hasta el poste donde los oficiales ataban a sus caballos y se colgó de una anilla, como si las piernas ya no lo sostuvieran. Parecía ajeno a cuanto lo rodeaba; respiraba jadeando, como si acabaran de rescatarlo del agua.

En las murallas cesó todo trabajo. Hasta Hugo Barnard y sus capataces, en abatido silencio, contemplaron al miserable empleado. Ante la vista de todos, Hop se dobló en dos para vomitar en los adoquines. Mientras se limpiaba la boca con el dorso de la mano, miró alrededor con desesperación, como si buscara una vía de escape.

Por fin se apartó del poste para cruzar el patio a la carrera, hacia la escalinata que conducía a las habitaciones del gobernador. Uno de los centinelas trató de detenerlo, pero Hop gritó:

—Debo hablar con Su Excelencia. —Y pasó rozándolo.

Irrumpió sin hacerse anunciar en la sala de audiencias. Van de Velde estaba sentado a la cabecera de la larga mesa, con cuatro burgueses, y reía por algo que acababa de escuchar. La risa se apagó en sus gordos labios al ver a Hop en el umbral, trémulo y mortalmente pálido, con los ojos lacrimosos y las botas salpicadas de vómito.

—¿Cómo os atrevéis, Hop? —tronó van de Velde, levantando su mole a duras penas—. ¿Cómo osáis irrumpir así?

—No puedo hacerlo, Vuestra Excelencia —tartamudeó el escribiente—. No puedo volver a ese cuarto. Por favor, no me obliguéis. Enviad a otro.

Volved allí inmediatamente —ordenó el gobernador—. Es vuestra última oportunidad, Hop. Os lo advierto: si no cumplís con vuestro deber como corresponde a un hombre, sufriréis las consecuencias.

—No comprendéis. —Ahora Hop sollozaba sin disimulo—. No puedo. No tenéis idea de lo que sucede allí dentro. No puedo…

—¡Id! ¡Id inmediatamente o recibiréis el mismo tratamiento!

El empleado retrocedió lentamente. Van de Velde gritó tras él:

—¡Cerrad al salir, gusano!

Hop volvió a cruzar el patio a tropezones, como si fuera ciego; tenía los ojos nuevamente llenos de lágrimas. Ante la puerta se detuvo, obviamente para reunir valor. Luego se arrojó a través del vano, desapareciendo de la vista de los callados espectadores.

Al promediar la tarde la puerta se abrió otra vez; Juan Lento salió al patio, con su traje oscuro y su sombrero alto, sereno el rostro; a paso lento y majestuoso, cruzó los portones del castillo y tomó por la arboleda que cruzaba sus jardines hacia la residencia.

Minutos después de su partida, Hop salió a toda carrera de la armería hacia el edificio principal. A su regreso lo acompañaba el médico de la Compañía, con su maletín de cuero; ambos desaparecieron por la escalera de la armería. Largo rato después emergió el médico para dialogar brevemente con Manseer y sus hombres, que rondaban la puerta.

Después de hacerle un saludo militar, el sargento y sus soldados bajaron la escalera. Cuando volvieron a salir traían con ellos a Sir Francis. El prisionero no podía caminar sin ayuda y tenía pies y manos envueltos en vendajes. Unas manchas rojas empapaban ya esas vendas.

—Oh, buen Dios, lo han matado —susurró Hal, viendo que llevaban a su padre a la rastra, con los pies bamboleantes y la cabeza caída.

Casi como si lo hubiera oído, Sir Francis levantó la cabeza para mirarlo y dijo, en voz alta y clara:

—¡Recuerda tu juramento, Hal!

—¡Os amo, padre! —gritó Hal a su vez, estrangulado por la pena.

Barnard le cruzó la espalda de un latigazo.

—¡Vuelve al trabajo, bastardo!

Esa noche, cuando la fila de convictos bajó cansadamente la escalera, Hal se detuvo ante la puerta de su padre para decir quedamente:

—Pido a Dios y a todos sus santos que te protejan, padre.

Oyó que Sir Francis se removía en el crujiente colchón de paja; tras un largo instante, su voz:

—Gracias, hijo mío. Que Dios nos dé a ambos la fortaleza suficiente para soportar los días que se avecinan. Tras las persianas de su dormitorio, Katinka contempló la alta silueta de Juan Lento, que venía por la arboleda desde la plaza de armas. Al perderlo de vista tras el muro de piedra que se levantaba al pie de los prados, comprendió que iba directamente a su cabaña. Ella se había pasado la mitad del día esperando su regreso y estaba impaciente. Mientras se ponía el sombrero estudió su imagen en el espejo y no quedó satisfecha. Separando un mechón de su cabellera, se lo acomodó sobre el hombro. Luego dedicó una sonrisa a su imagen y salió del dormitorio por la pequeña puerta que daba a la galería trasera. Tomó el sendero empedrado, bajo las enredaderas negras que cubrían la pérgola, despojadas de sus últimas hojas por los vendavales de invierno.

La cabaña de Juan Lento se erguía, solitaria, en el límite del bosque. No había en la colonia una sola persona, ni aun entre los más humildes, que aceptara tenerlo como vecino. Katinka encontró la puerta principal abierta y entró sin vacilar. Había una sola habitación, desnuda como la celda de un ermitaño. El suelo estaba recubierto de estiércol; el ambiente olía a humo rancio ya cenizas frías. Una cama angosta, una mesa y una sola silla constituían todo el mobiliario.

Al detenerse en el centro de la habitación, oyó un chapoteo de agua en el patio trasero y siguió la dirección del ruido. Juan Lento, desnudo hasta la cintura, recogía agua de la artesa con un balde de cuero para verterla sobre su cabeza. Levantó la vista hacia ella, con el pelo y el torso chorreando agua. Sus miembros estaban provistos de músculos duros y planos, como los de un luchador profesional o un gladiador romano, pensó Katinka caprichosamente.

—No os sorprende verme aquí —comentó ella. No era una pregunta, pues la respuesta era visible en esa mirada inexpresiva.

—Os esperaba. Esperaba a la diosa Kali. Ninguna otra persona se atrevería a venir —dijo él.

Katinka parpadeó ante ese apelativo tan desacostumbrado. Luego se sentó en el pequeño cerco de piedra, junto a la bomba. Tras un rato de silencio, preguntó:

—¿Por qué me llamáis así?

La muerte de Zelda había forjado entre ellos un extraño vínculo místico.

—En Trincomalee, en la bella isla de Ceilán, junto al sagrado Estanque de los Elefantes, se levanta el templo de Kali. Durante el tiempo que pasé en la colonia lo visitaba todos los días. Kali es la diosa hindú de la muerte y la destrucción. Yo la venero.

Entonces Katinka comprendió que estaba loco. Esa idea la intrigó, erizándole el fino vello incoloro de los brazos. Guardó silencio por largo rato, mientras él completaba su higiene. Lo vio estrujarse el pelo con ambas manos y luego secar sus miembros flacos y duros con un cuadrado de tela. Finalmente se puso la camiseta y, tomando la chaqueta oscura colgada del cerco, se la abotonó hasta la barbilla. Por fin la miró.

—Habéis venido a preguntar por mi gorrioncito.

Katinka pensó que, con esa voz melodiosa, habría debido ser predicador o tenor de ópera.

—Sí —admitió—. Por eso he venido.

Era como si él le leyera los pensamientos. Sabía exactamente lo que ella deseaba y empezó a hablar sin vacilar. Le contó lo que había ocurrido ese día en el cuarto de la armería, sin omitir detalles. Hablaba casi cantando; en su descripción, esos actos terribles sonaban tan nobles e inevitables como los versos de alguna tragedia griega. La transportó a tal punto que ella, apretando los brazos contra el pecho, empezó a mecerse lentamente contra la pared.

Cuando él terminó, Katinka pasó largo rato inmóvil, con expresión arrobada. Por fin, estremeciéndose, dijo:

—Puedes continuar llamándome Kali. Pero únicamente cuando estemos solos. Nadie más debe oírte pronunciar ese nombre.

—Gracias, diosa.

Esos ojos pálidos refulgían con un fervor casi religioso al seguirla en su marcha hacia el portón. Una vez allí Katinka se detuvo y, sin volverse a mirarlo, preguntó:

—¿Por qué dices que es tu gorrioncito?

Juan Lento se encogió de hombros.

—Porque desde hoy en adelante me pertenece. Todos ellos nos pertenecen, a mí y a la diosa Kali, para siempre.

Ella sintió un pequeño escalofrío de éxtasis ante esas palabras. Luego continuó cruzando los jardines hacia la residencia. En cada paso del trayecto sintió la mirada del verdugo fija en ella.

Sukeena estaba esperándola.

—¿Mandasteis buscarme, ama?

—Acompáñame, Sukeena.

Condujo a la muchacha hacia su guardarropa y se instaló en la chaiselongue, frente a la ventana cerrada, indicándole por un gesto que siguiera de pie ante ella.

—El gobernador Kleinhans solía mencionar tu habilidad para la medicina —dijo—. ¿Quién te enseñó?

—Mi madre era experta. Siendo muy niña, yo salía con ella a recoger plantas y hierbas. Al morir ella estudié con mi tío.

—¿Conoces las plantas de este lugar? ¿No son diferentes de las que crecían en la tierra donde naciste?

—Algunas son las mismas. A las otras las he estudiado por mi cuenta.

Katinka ya sabía eso por Kleinhans, pero disfrutaba escuchando la voz musical de la esclava.

Ayer mi yegua tropezó y estuvo a punto de arrojarme. El pomo de la silla me dejó una fea marca en la pierna. Mi piel se magulla con facilidad. ¿Tienes entre tus medicamentos algo que pueda curarme?

—Sí, ama.

—¡Bien! —Katinka se reclinó en el sofá, levantándose las faldas por encima de la rodilla. Con lenta sensualidad, enrolló hacia abajo una de las blancas medias—. ¡Mira!

Sukeena se arrodilló graciosamente frente a ella, en la alfombra de seda. Su mano era suave como una mariposa al posarse en la flor. Katinka suspiró.

—Veo que tienes manos curativas.

La muchacha, sin responder, dejó que una onda de pelo oscuro le ocultara los ojos.

—¿Qué edad tienes?

Los dedos de Sukeena se detuvieron por un instante, luego fueron a explorar el moretón que cubría el dorso de la rodilla.

—Nací en el año del Tigre —dijo—, eso significa que voy a cumplir dieciocho años.

—Eres muy hermosa, Sukeena. Pero ya lo sabes, ¿no?

—No me siento hermosa, ama. No creo que una esclava pueda sentirse hermosa jamás.

—Qué idea extraña. —Katinka no disimuló su fastidio ante el giro que había tomado la conversación—. Dime: ¿tu hermano es tan hermoso como tú?

Una vez más, los dedos de Sukeena temblaron sobre su piel. "¡Ah, esa estocada dio en el blanco!", pensó la señora, sonriendo en silencio. Luego preguntó:

—¿Oíste mi pregunta, Sukeena?

—A mis ojos, Althuda es el hombre más hermoso que haya vivido en este mundo —respondió suavemente la muchacha. De inmediato se arrepintió. Sabía instintivamente que era peligroso permitir que esa mujer descubriera sus zonas vulnerables. Pero no podía retirar sus palabras.

—¿Qué edad tiene Althuda?

—Tres años más que yo. —Mantenía los ojos bajos—. Debo ir por mis medicamentos, señora.

—Te esperaré aquí —replicó Katinka—. Apresúrate.

Volvió a recostarse contra los almohadones, sonriendo y frunciendo el entrecejo ante la vívida procesión de imágenes y palabras que le cruzaban la mente. Se sentía expectante y regocijada, pero también inquieta e insatisfecha. Las palabras de Juan Lento le resonaban en la cabeza como campanas de catedral. La perturbaban. Sin poder estarse quieta un momento más, se levantó de un salto para caminar por la habitación como un leopardo en busca de presa.

—¿Dónde está esa muchacha? —inquirió. De pronto vio de soslayo su propia imagen en el espejo y se volvió a estudiarla.

—¡Kali! —susurró, sonriendo—. ¡Qué nombre maravilloso! ¡Qué espléndido nombre secreto!

La imagen de Sukeena apareció en el cristal, detrás de ella, pero tardó en volverse. La belleza morena de la muchacha era el complemento perfecto para la suya. Mientras estudiaba las dos caras sintió que el entusiasmo le cargaba los nervios, cantando por sus venas.

—Aquí tengo ungüento para vuestra lesión, ama. —Sukeena se detuvo muy cerca, con ojos inescrutables.

—Gracias, gorrioncito mío —susurró Katinka. "Quiero que me pertenezcas para siempre", pensó. "Quiero que pertenezcas a Kali." Volvió al diván y Sukeena se arrodilló nuevamente ante ella. Al principio el bálsamo fue una sensación fresca en la piel de la pierna; luego de él brotó un cálido fulgor. Los dedos de Sukeena eran hábiles e ingeniosos.

—Detesto que algo hermoso sea innecesariamente destruido —susurró Katinka—. Dices que tu hermano es hermoso. ¿Lo amas mucho, Sukeena?

Como no hubiera respuesta, puso una mano bajo el mentón de la muchacha y le alzó la cara para mirarla a los ojos. El tormento que vio allí le aceleró el pulso.

—Mi pobre gorrioncito —dijo. "He tocado el sitio más profundo de su alma", se regocijó. Al retirar la mano dejó que sus dedos acariciaran la mejilla de la esclava.

—He estado en casa de Juan Lento —dijo—. Pero tú me viste en el camino. Me observabas, ¿no es así?

—Sí, ama.

—¿Quieres que te repita lo que me dijo Juan Lento? ¿Lo que sucede en ese cuarto especial del castillo? —Sin aguardar respuesta, Katinka continuó hablando en voz baja. Cuando los dedos de Sukeena quedaron inmóviles, interrumpió su narración para ordenar—: No interrumpas lo que estabas haciendo. Tienes manos mágicas.

Cuando por fin acabó de hablar, Sukeena estaba llorando sin sonido alguno. Sus lágrimas eran lentas y viscosas como gotas de aceite exprimidas en la prensa de oliva. Brillaban contra el oro rojizo de sus mejillas. Después de un rato el ama preguntó:

—¿Cuánto tiempo lleva tu hermano en el castillo? Según dicen, hace cuatro meses que bajó de las montañas para llevarte consigo. ¡Tanto tiempo sin que se lo juzgue, sin que se dicte sentencia!

Katinka dejó pasar los momentos, una lenta gota a la vez, morosa como las lágrimas de la muchacha.

—El gobernador Kleinhans era remiso o se dejó persuadir por alguien, no sé. Pero mi esposo es un hombre enérgico y responsable. No dejará de hacer justicia. Ningún renegado puede escapar de él por mucho tiempo.

Ahora Sukeena, sin disimulo alguno, la miraba con ojos espantados.

—Él enviará a Althuda a ese cuarto secreto donde está Juan Lento. Althuda ya no será hermoso. ¡Qué pena tan grande! ¿Qué podríamos hacer para impedirlo?

—Señora —susurró la esclava—, vuestro esposo tiene poder. Todo está en sus manos.

—Mi esposo es servidor de la Compañía, un servidor leal e inflexible. No descuidará su deber.

—Sois tan bella, ama… Ningún hombre podría negaros nada. Vos podéis persuadirlo. —Sukeena bajó lentamente la cabeza hasta apoyarla en la rodilla desnuda de Katinka—. Os lo suplico con todo mi corazón, con toda mi alma, señora.

—¿Y qué harías por salvar la vida de tu hermano? —preguntó Katinka—. ¿Qué precio estarías dispuesta a pagar, gorrioncito?

—No hay precio demasiado alto, no hay sacrificio que yo rechazara. Todo lo que me pidáis, señora.

—No hay esperanza de hacerlo dejar en libertad, Sukeena. Eso lo comprendes, ¿verdad? —observó el ama, suavemente. "Tampoco lo quiero", pensó, "pues con el hermano en la mazmorra el gorrioncito está bien encerrado en mi jaula."

—No me atrevería a pretender semejante cosa.

Sukeena levantó la cabeza y Katinka volvió a abarcarle el mentón, esta vez con ambas manos. Se inclinó poco a poco hacia adelante.

—Althuda no morirá. Lo salvaremos de Juan Lento, tú y yo —prometió.

Y besó a Sukeena en plena boca. La muchacha tenía los labios mojados de lágrimas. Eran saladas y calientes, casi como sangre. Los entreabrió lentamente, como pétalos de orquídea que se abrieran al pico del picaflor en su búsqueda de néctar.

Althuda. Sukeena se fortaleció pensando en su hermano, en tanto Katinka, sin interrumpir el beso, le tomaba la mano para subírsela poco a poco bajo las faldas, hasta posarla en el vientre blanco. "Althuda, esto es por ti, sólo por ti", se dijo Sukeena, en silencio, mientras cerraba los ojos y deslizaba temerosamente los dedos por ese vientre satinado, hacia el nido de finos rizos dorados que se apretaban en la base.

El día siguiente amaneció en un cielo sin nubes. Aunque el aire estaba helado, brillaba el sol y había cesado el viento. Desde el andamiaje, Hal vigilaba la puerta cerrada que conducía alas mazmorras. Daniel se mantenía a su lado, cargando sobre sus anchos hombros el trabajo de Hal, para protegerlo del látigo de Barnard.

Cuando Juan Lento cruzó el patio hacia la armería, con su mesurado paso de enterrador, Hal clavó en él sus ojos alelados. De pronto, al verlo pasar debajo de los andamios, tomó la pesada maza de albañil que tenía a sus pies y la levantó para dejarla caer sobre el cráneo del verdugo. Daniel cerró el enorme puño alrededor de su muñeca; le quitó la maza, como si quitara un juguete a una criatura, y la dejó en lo alto del muro, fuera de su alcance.

—¿Por qué hiciste eso? —protestó Hal—. Podría haber matado a ese canalla.

—De nada serviría —le dijo Daniel, compasivo. No puedes salvar a Sir Francis matando a un subordinado. Sacrificarías tu propia vida sin conseguir nada. Ellos se limitarían a enviar a otro.

Manseer sacó a Sir Francis de las mazmorras. No podía caminar sin ayuda, pues tenía los pies quebrados bajo las vendas, pero mantuvo la cabeza erguida mientras lo arrastraban por el patio.

—¡Padre! —gritó Hal, atormentado—. ¡No puedo permitir esto!

Sir Francis lo miró desde abajo y levantó la voz, apenas lo suficiente para que llegara hasta él.

—Sé fuerte, hijo mío. Hazlo por mí.

Manseer lo obligó a bajar los peldaños hacia el sótano de la armería.

El día fue largo, el más largo que Hal hubiera vivido nunca. Cuando Juan Lento emergió nuevamente, por fin, la parte norte del patio estaba sumida en sombras profundas.

—Esta vez voy a matar a esa bestia ponzoñosa —barbotó Hal.

Una vez más, Daniel lo sujetó sin permitir que se le escapara, hasta que el verdugo, tras pasar lentamente bajo el andamiaje, cruzó las puertas del castillo.

Hop salió apresuradamente al patio, cadavérico el semblante, y fue en busca del médico de la Compañía. Una vez más, los dos desaparecieron bajo la escalera. En esa oportunidad los soldados sacaron a Sir Francis tendido en una camilla.

—¡Padre! —le gritó Hal.

Pero no obtuvo respuesta ni señal de vida.

—Te lo he advertido demasiadas veces —bramó Hugo Barnard, saliendo a grandes pasos hacia el andamio.

Y le asestó diez o doce latigazos en la espalda. Hal no hizo intento alguno de esquivar los golpes. Viendo que no daba muestras de dolor, el capataz retrocedió, atónito.

—Si vuelves a parlotear como un imbécil te soltaré los perros —prometió, volviéndole la espalda.

Mientras tanto, en el patio, el médico de la Compañía siguió con una mirada grave a los soldados que llevaban el cuerpo inconsciente de Sir Francis a la celda. Luego, en compañía de Hop, echó a andar hacia las habitaciones del gobernador, en el costado sur del patio.

Van de Velde, irritado, apartó la vista de los papeles que cubrían su escritorio.

—¿Sí? ¿Qué sucede, doctor Saar? Estoy muy ocupado. Espero que no hayáis venido a hacerme perder tiempo.

—Se trata del prisionero, Vuestra Excelencia. —El médico, aturullado, parecía estará pidiendo disculpas.

Van de Velde, sin permitirle continuar, giró hacia Hop, que permanecía detrás del médico, retorciendo nerviosamente el sombrero.

—Bueno, Hop, ¿ha sucumbido ya el pirata? ¿Nos ha dicho lo que deseamos saber? —gritó.

El empleado retrocedió un paso.

—Es demasiado tozudo. Yo nunca habría creído posible que un ser humano… —Se quebró en un tartamudeo largo y angustioso.

—Os hago responsable, Hop.

Van de Velde abandonó el escritorio, amenazador. Le estaba gustando ese deporte de intimidar al miserable empleado, pero el cirujano intervino.

—Temo por la vida del prisionero, Vuestra Excelencia. Es probable que no sobreviva a otro día de interrogatorio.

El gobernador se volvió hacia él.

—Ese es el objetivo principal de todo esto, doctor. Courtney está condenado a muerte. Morirá, tenéis mi solemne palabra. —Volvió a su escritorio y se instaló en la blanda silla.

—No vengáis a darme la noticia de su inminente fallecimiento. Sólo quiero saber si todavía siente dolor o ya no y si está en condiciones de hablar o, cuando menos, de indicar por señas si comprende la pregunta. ¿Es así, doctor? —tronó van de Velde.

—Vuestra Excelencia… —El médico se quitó los anteojos para limpiar vigorosamente las lentes, en tanto componía su respuesta. Sabía lo que van de Velde deseaba oír; también sabía que no era conveniente negárselo—. En estos momentos el prisionero no está compos mentis.

El gobernador lo interrumpió, ceñudo.

—¿Y dónde están esas cacareadas habilidades del verdugo? Yo tenía entendido que nunca había perdido a un prisionero, cuando menos sin intención de su parte.

—No estoy poniendo en tela de juicio la habilidad del verdugo oficial, señor. No dudo de que, hacia mañana, el prisionero habrá recobrado la conciencia.

—¿O sea que mañana estará lo bastante sano como para continuar con el interrogatorio?

—Sí, Vuestra Excelencia. Esa es mi opinión.

—Bien, Mijnheer, os tomo la palabra. Si el pirata muere antes que se lo pueda ejecutar formalmente, de acuerdo con el dictamen de la corte, tendréis que responder ante mí. El populacho necesita ver que se hace justicia. De nada sirve que el hombre muera apaciblemente en un cuarto cerrado. Lo queremos allí afuera, en la plaza de armas, donde todos puedan verlo. Quiero que sirva de ejemplo, ¿comprendéis?

—Sí, Vuestra Excelencia. —El médico retrocedió hacia la puerta.

Y vos también, Hop. ¿Comprendéis, idiota? Quiero saber dónde ha escondido la carga del galeón. Y después quiero una buena ejecución, de las que entusiasman. Por vuestro propio bien, será mejor que consigáis ambas cosas.

—Sí, Vuestra Excelencia.

—Quiero hablar con Juan Lento. Enviádmelo por la mañana, antes de que inicie el trabajo. Quiero asegurarme que entienda bien sus responsabilidades.

—Yo mismo os traeré al verdugo —prometió Hop.

Una vez más había caído la noche cuando Hugo Barnard interrumpió el trabajo en los muros para ordenar a los exhaustos prisioneros que bajaran al patio. Al pasar junto a la celda de Sir Francis, Hal lo llamó desesperadamente:

—¿Me oís, padre?

Como no hubiera respuesta, golpeó la puerta con los dos puños.

—Hablad, padre. En el nombre del cielo, ¡habladme!

Por una vez, Manseer se mostró indulgente: no hizo intento alguno por obligarlo a continuar bajando la escalera. Hal volvió a suplicar.

—Por favor, padre. Soy Hal, vuestro hijo. ¿No me conocéis?

—Hal —graznó una voz irreconocible—. ¿Eres tú, hijo?

—¡Oh, Dios! —El muchacho cayó de rodillas, apretando la frente contra la madera—. Sí, padre, soy yo.

—Sé fuerte, hijo; Ya no falta mucho. Pero te encomiendo, si me amas, que respetes tu juramento.

—No puedo dejaros sufrir. No puedo permitir que esto continúe.

—¡Hal! —De pronto la voz de Sir Francis recuperó la potencia—. Ya no hay sufrimiento. Estoy más allá de ese punto. Ya no pueden hacerme daño, salvo a través de ti.

—¿Qué puedo hacer para aliviaros? Decidme qué puedo hacer —suplicó el joven.

—Ahora sólo puedes hacer una cosa. Deja que me vaya seguro de tu fortaleza. Si me fallas ahora, todo habrá sido en vano.

Hal se mordió los nudillos del puño apretado hasta sacarse sangre, en un vano intento de ahogar los sollozos. La voz de su padre se alzó otra vez.

—Daniel, ¿estáis ahí?

—Sí, capitán.

—Ayudadlo. Ayudad a mi hijo a portarse como hombre.

—Os lo prometo, capitán.

Hal levantó la cabeza. Su voz sonaba más firme.

—No necesito la ayuda de nadie. Cumpliré mi promesa, padre. No traicionaré vuestra confianza.

—Adiós, Hal. —La voz de Sir Francis empezaba a esfumarse, como si fuera cayendo en un pozo infinito—. Eres mi sangre y mi promesa de vida eterna. Adiós, mi vida. A la mañana siguiente, cuando sacaron a Sir Francis de la mazmorra, Hop y el doctor Saar caminaban a cada lado de la camilla. Estaban preocupados, pues no veían señales de vida en la quebrada silueta que yacía entre ellos. Aun cuando Hal, desafiando el látigo de Barnard, lo llamó desde los muros, Sir Francis no levantó la cabeza. Lo llevaron abajo, adonde Juan Lento ya lo estaba esperando, pero a los pocos minutos los tres volvieron a salir: Saar, Hop y Juan Lento, que conversaron en voz baja por un breve rato. Luego cruzaron juntos hacia la escalinata que conducía a las habitaciones del gobernador.

Van de Velde estaba de pie ante la ventana de vitrales, contemplando los barcos anclados frente a la costa. A última hora del día anterior había llegado a Table Bay otro galeón de la Compañía; él estaba esperando que el capitán del barco lo visitara para presentarle sus respetos y solicitarle provisiones y almacenamiento. Se apartó con impaciencia de la ventana para enfrentarse a los tres hombres que entraban en su despacho.

—¿Ja, Hop? —inquirió, mirando a su víctima favorita—. Por una vez habéis recordado mis órdenes, ¿no? Me habéis traído al verdugo oficial. —Giró hacia Juan Lento—. Bueno, ¿os ha dicho el pirata dónde tiene escondido ese tesoro? Vamos, hombre, hablad.

Sin alterar su expresión, Juan Lento dijo en voz baja:

—He trabajado con cautela para no dañar al interrogado al punto de tornarlo inútil. Pero me acerco al final. Pronto ya no podrá oír mi voz ni será sensible a ningún tipo de persuasión.

—¿Habéis fracasado? —La voz de van de Velde temblaba de cólera.

—No, todavía no. Es fuerte. Nunca habría pensado que lo fuera tanto. Pero aún me queda el potro. No creo que pueda soportar el potro. No hay hombre capaz de resistirlo.

—¿Todavía no lo habéis empleado? —interpeló van de Velde—. ¿Por qué?

—Para mí es el último recurso. Una vez que se utiliza el potro no queda nada. Es el fin.

—¿Funcionará con éste? —quiso saber el gobernador—. ¿Qué pasará si aún resiste?

—Entonces sólo queda el patíbulo y la horca —dijo Juan Lento.

Van de Velde giró sin prisa hacia el doctor Saar.

—¿Cuál es vuestra opinión, doctor?

—Si exigís una ejecución, Vuestra Excelencia, debería llevársela a cabo muy poco después de que el hombre sea sometido al potro.

—¿En qué tiempo?

—Hoy mismo. Antes que caiga la noche. Después de aplicar el potro no sobrevivirá hasta la mañana.

Van de Velde se volvió nuevamente hacia Juan Lento.

—Me habéis desilusionado. No estoy satisfecho.

El verdugo no pareció escuchar su regaño. Le sostenía la mirada sin siquiera parpadear.

—No obstante, será preciso sacar el mejor provecho posible de este lamentable asunto. Ordenaré que la ejecución se lleve acabo a las tres de la tarde. Mientras tanto, id allá y poned al pirata en el potro.

—Entendido, Vuestra Excelencia —dijo Juan Lento.

—Me habéis fallado una vez. No volváis a hacerlo. Debe estar vivo cuando suba al patíbulo. El gobernador se volvió hacia el empleado. —Enviad a los pregoneros por toda la ciudad, Hop. Ordeno que el resto del día sea feriado en toda la colonia, exceptuando las obras en las murallas del castillo, por supuesto. Francis Courtney será ejecutado esta tarde a las tres en punto. Que todos los burgueses de la colonia estén presentes. Quiero que todos vean cómo tratamos a los piratas. Ah, a propósito: no dejéis de informar a Mevrouw van de Velde. Se enfadará mucho si se pierde la diversión.

A las dos de la tarde sacaron a Sir Francis Courtney en camilla de la celda que estaba debajo de la armería. No se habían molestado en cubrir su cuerpo desnudo. Aun desde lo alto de la muralla sur, con la vista empañada por las lágrimas, Hal pudo ver que el cuerpo de su padre estaba grotescamente deformado por el potro. Todas las articulaciones principales de los miembros, los hombros y la pelvis estaban dislocadas, hinchadas y amoratadas.

En el patio se había formado un destacamento de ejecución, compuesto por chaquetas verdes. Un oficial, con la espada desenvainada, encabezó la marcha en torno de la camilla: veinte hombres marchaban adelante y otros veinte atrás, con los mosquetes al hombro. Marcaba el paso el taptap, taptap del tambor, tocando a muerte. La procesión serpenteó por el portón del castillo, saliendo a la plaza de armas.

Daniel rodeó con un brazo los hombros de Hal, que estaba pálido y estremecido en el viento helado. El muchacho no intentó desasirse. Los marineros que tenían la cabeza cubierta se quitaron los trapos mugrientos y guardaron un lúgubre silencio, en tanto la camilla pasaba allá abajo.

—Dios os bendiga, capitán, —exclamó Ned Tyler—. Fuisteis el hombre más bueno que jamás se hizo a la mar.

Se oyó una aclamación ronca y entrecortada entre los otros; uno de los perrazos negros de Hugo Barnard lanzó un aullido luctuoso y angustiante.

Afuera, en la plaza de armas, la muchedumbre esperaba alrededor del cadalso, en tenso y expectante silencio. Todas las almas de la colonia parecían haber respondido a la convocatoria. Por encima de todas las cabezas esperaba Juan Lento, en lo alto de la plataforma, con su delantal de cuero y la cabeza cubierta por la capucha de su oficio: la máscara de la muerte. Sólo se le veían los ojos y la boca por las ranuras del paño negro.

Guiada por el tambor, la procesión marchó a paso lento y mesurado hacia él. Juan Lento aguardaba, con los brazos cruzados contra el pecho, pero hasta él volvió la cabeza cuando el carruaje del gobernador descendió por la avenida, cruzando la plaza de armas. El verdugo saludó con una reverencia al gobernador y su esposa. Aboli condujo a los seis rucios hasta el pie del patíbulo y allí detuvo el vehículo.

Los ojos amarillos de Juan Lento se encontraron con los de Katinka, en las ranuras de su capucha negra. Hizo otra reverencia, esa vez sólo para la mujer. Le estaba dedicando el sacrificio a ella, a su diosa Kali.

—No tiene por qué actuar con tanta suficiencia —protestó van de Velde, enfurruñado. Hasta ahora, ese palurdo no ha hecho más que arruinarlo todo. Ha matado a ese hombre sin arrancarle una palabra. No sé qué dirán tu padre y los otros miembros de los Diecisiete cuando se enteren de que la carga se ha perdido. Me culparán a mí, como siempre.

—Y como siempre, me tendréis a mí para protegeros, mi querido esposo —dijo ella, poniéndose de pie en el carruaje para ver mejor.

La escolta se detuvo al pie del cadalso; la camilla con la silueta inmóvil fue depositada a los pies de Juan Lento. Los espectadores lanzaron un gruñido grave al ver que el verdugo se arrodillaba para iniciar su sanguinaria tarea.

Muy poco después, ante el lujurioso bramido de la multitud, compuesto de excitación, horror y obsceno gozo, los rucios se agitaron entre las varas; el ruido y el olor a sangre humana los ponían nerviosos. Con semblante impávido y manos suaves, Aboli volvió a ponerlos bajo control. Luego apartó lentamente la cara del horrible espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos y miró hacia las murallas inconclusas del castillo.

Reconoció la figura de Hal entre los otros convictos. Ya estaba casi tan alto como el Grandote Daniel; su silueta y su porte eran los de un hombre totalmente desarrollado, pero aún tenía corazón de niño. Estaba mal que viera aquello. A ningún hombre, a ningún niño, se lo debía obligar a presenciar la muerte de su padre. Aboli sintió que su propio corazón estaba a punto de estallar en el barril de su pecho, pero mantuvo el rostro impasible bajo las cicatrices de los tatuajes. Volvió a mirar el patíbulo, donde el cuerpo de Sir Francis se elevaba lentamente en el aire; la muchedumbre volvió a rugir. Con una presión lenta y segura sobre la cuerda, el verdugo separó a Sir Francis de la camilla, elevándolo por el cuello. Se requería un toque delicado para no descoyuntar una vértebra, con lo cual todo habría terminado demasiado pronto. Para él era cuestión de orgullo no apagar la última chispa de vida en esa vaina quebrada antes de haber extraído las vísceras.

Aboli apartó con firmeza los ojos, desviándolos otra vez hacia la figura desolada y trágica de Hal Courtney, en lo alto de las murallas. "No deberíamos llorar por él, Gundwane. Fue todo un hombre y llevó una vida de hombre. Navegó todos los mares y combatió como debe hacerlo un guerrero. Conocía las estrellas y las costumbres humanas. No reconoció amos ni dio paso a ningún enemigo. No, Gundwane, no deberíamos llorarlo, tú y yo. Mientras lo llevemos en él corazón no morirá jamás. "El cuerpo desmembrado de Sir Francis Courtney permaneció públicamente expuesto durante cuatro días. Todas las mañanas, al acentuarse la luz, Hal miraba desde las murallas y lo veía aún colgado allí. Las gaviotas acudieron desde la playa, en una bulliciosa nube de alas blancas y negras, para disputarse ruidosamente el festín. Una vez ahítas se posaban en la estructura de la horca para blanquear las tablas con su guano.

Por primera vez Hal odiaba la agudeza de su vista, pues no le permitía ignorar ningún detalle de la terrible transformación que se iba desarrollando. Hacia el tercer día las aves habían desprendido la carne del cráneo, que sonreía al cielo con las cuencas vacías. Los burgueses que cruzaban la plaza de armas hacia el castillo daban un amplio rodeo contra el viento; las damas, al pasar, se llevaban a la nariz saquitos de hierbas secas.

Sin embargo, al amanecer el quinto día Hal encontró el patíbulo vacío. Los patéticos restos de su padre ya no colgaban allí; las gaviotas habían vuelto a la playa.

—Gracias sean dadas a Dios misericordioso —susurró Ned Tyler a Daniel—. Ahora el joven Hal podrá comenzar a reponerse.

—Pero es muy extraño que hayan retirado el cadáver tan pronto —observó el Grandote, desconcertado—. Yo no habría pensado que van de Velde pudiera ser tan compasivo.

Sukeena le había explicado cómo deslizar la reja de un ventanuco, en el alojamiento de los esclavos, y pasar por allí su corpachón. Con el correr de los años, la guardia nocturna de la residencia se había vuelto descuidada, por lo que Aboli no encontró mucha dificultad en evadirla. Por tres noches consecutivas escapó de las barracas para esclavos. Sukeena le había advertido que regresara cuando menos dos horas antes del alba, pues a esa hora los guardias se espabilaban y fingían estar alertas para impresionar al personal doméstico.

Una vez que hubo escapado por sobre los muros, Aboli tardó menos de una hora en correr por la oscuridad hasta el límite de la colonia, marcado por un seto de almendros amargos plantados por órdenes del gobernador. Aunque el seto aún estaba ralo y presentaba más huecos que barreras, era la línea que ningún burgués podía pasar sin permiso del gobernador. Por otra parte, las tribus hotentotes que habitaban la ilimitada llanura, la montaña y el bosque no estaban autorizadas a ingresar en la colonia. Por órdenes de la Compañía, quien transgrediera el límite sería fusilado o ahorcado. La empresa ya no estaba dispuesta a tolerar la traición de los salvajes, sus astutas raterías ni la ebriedad en que caían cuando conseguían licores. La liviandad de sus mujeres, que se levantaban las cortas faldas de cuero por un puñado de cuentas o un abalorio, era una amenaza para la moral de los colonos temerosos de Dios. Sólo aquellos que resultaran útiles como soldados o sirvientes podían permanecer en la colonia; el resto había sido expulsado hacia el territorio salvaje de donde provenía.

Noche a noche, Aboli cruzaba ese límite improvisado y recorría como un silencioso fantasma negro la ancha planicie, separada del corazón de África por la montaña aplanada y su bastión de colinas menores. Los animales silvestres no habían abandonado esas llanuras, pues eran pocos los cazadores blancos a los que se permitía abandonar los confines de la colonia para perseguirlos. Allí Aboli oía otra vez el coro salvaje y paralizante que recordaba desde su niñez: el de una manada de leones en cacería. Los leopardos gruñían en los matorrales. Con frecuencia su paso ahuyentaba a invisibles rebaños de antílopes, cuyos cascos tamborileaban en medio de la noche.

Aboli necesitaba un macho negro. Por dos veces había llegado tan cerca que pudo olfatear a los búfalos en la maleza. Ese olor le hacía pensar en el ganado de su padre, que él atendía durante la infancia, antes de la circuncisión. Había oído el gruñir de las grandes bestias y el balar de los terneros; seguía las huellas profundamente marcadas y veía la boñiga húmeda todavía humeando bajo el claro de luna. Pero cada vez que se aproximaba al hato, el viento le jugaba una mala pasada. Los animales, al percibir su presencia, huían precipitadamente por entre los matorrales, galopando hasta que el rumor de su huida se perdía en el silencio. Aboli no podía seguir persiguiéndolos, pues se hacía tarde y estaba a horas de distancia de los almendros amargos, de su celda en las barracas para esclavos.

A la tercera noche se arriesgó a salir por el ventanuco una hora antes de lo que Sukeena juzgaba prudente. Uno de los perros se lanzó contra él, pero antes de que pudiera dar la alarma Aboli lo calmó con un leve silbido. El animal, reconociéndolo, le hociqueó la mano. Él le acarició la cabeza, susurrándole en el lenguaje de la selva; lo dejó gimoteando apenas, entre meneos de rabo, para deslizarse por lo alto del muro como una sombra lunar.

En sus cacerías previas había descubierto que el rebaño de búfalos abandonaba el bosque para abrevar en un pozo de agua, a kilómetro y medio del seto. Sabía que, si lo cruzaba antes de medianoche, podría alcanzarlos mientras aún estuvieran junto al agua. Era su mejor oportunidad de cazar un macho.

En un árbol hueco, a la orilla del bosque, guardaba el arco que había fabricado con una rama de olivo silvestre. Su única punta de flecha era de hierro; Sukeena la había robado de la colección de armas reunida por el gobernador Kleinhans, que ahora adornaba las paredes de la residencia. Difícilmente se notara su falta entre tantas docenas de espadas, escudos y puñales.

—Te la devolveré —había prometido él—. No quiero que te castiguen si la echan de menos.

—Tu necesidad es más grande que mi riesgo —le dijo ella, deslizando la punta de flecha bajo el pescante, envuelta en un trapo—. Yo también tuve un padre al que privaron de un entierro decente.

Aboli había ajustado la punta a una vara de junco, sujetándola allí con cordel y brea. Equilibró el otro extremo con las plumas pelechadas por los halcones de caza que se alojaban detrás de los establos. Como no tenía tiempo para buscar las larvas de insecto con que se preparaba el veneno para untar la punta, sólo le quedaba confiar en que esa única flecha diera en el blanco.

Ahora, mientras Aboli cazaba en la oscuridad, convertido en otra sombra deslizante, descubrió que las viejas enseñanzas de los ancianos de su tribu volvían a él. Con la suave caricia del viento nocturno en el pecho y en los flancos, rodeó el abrevadero hasta sentirla directamente en la cara. Traía el espeso olor bovino de la presa que buscaba.

Había viento suficiente para agitar los juncos, cubriendo cualquier ruido que él pudiera hacer; eso le permitió cubrir con celeridad los últimos cien pasos. Por sobre el suspiro de la brisa y el murmullo del juncal oyó un gruñido. Entonces quedó inmóvil, con la única flecha preparada. ¿Acaso los leones se habían adelantado al rebaño? Miró fijamente hacia adelante. Ya se oía el chapoteo de los grandes cascos en el lodo del abrevadero. Por sobre las cabezas ondulantes de los juncos se movía una silueta oscura y colosal.

—Un macho —susurró—. ¡Un macho bien macho!

El búfalo había terminado de beber, adelantándose a las hembras y las crías. Tenía el pelaje cubierto de barro y avanzaba pesadamente en dirección a Aboli.

El cazador se agachó entre los tallos oscilantes, perdiendo de vista a su presa. Aún podía localizarlo por su fuerte respiración y por el sonido áspero de los juncos contra sus flancos. Cuando todavía estaba fuera de la vista, sacudió bruscamente la cabeza, para librarse de los tallos enredados a sus cuernos, y las orejas le cachetearon las mejillas. "Si estirara la mano podría tocarle el hocico", pensó Aboli. Todos sus nervios estaban tan tensos como la cuerda del arco que sostenía.

El juncal se abrió frente a él, dejando pasar la enorme cabeza, con los cuernos relucientes bajo el claro de luna. Abruptamente el macho notó que algo estaba mal, que había un peligro cerca, y se detuvo con el testuz en alto, húmeda y brillante la nariz, chorreante de agua la boca. Sus fosas nasales se dilataron para olfatear, convertidas en oscuros fosos. Aboli sintió su aliento inflamado en la cara y en el pecho desnudo.

El búfalo volvió la cabeza, buscando un olor a hombre, a felino, a cazador escondido. El negro se mantuvo tan quieto como un tronco, sosteniendo el arco bien extendido. La potencia de la rama de olivo y de la cuerda eran tales que hasta los músculos graníticos de sus brazos y sus hombros se abultaban y temblaban con el esfuerzo. Al girar la cabeza, el macho dejó al descubierto ese punto, detrás de la oreja, donde el cuello se fundía con el hueso del cráneo y con los cuernos. Aboli apuntó por un segundo más. Luego liberó la flecha, que salió zumbando a la luz de la Luna y se enterró hasta la mitad en el enorme cuello negro.

El macho retrocedió, tambaleándose. Si la punta de flecha hubiera encontrado la abertura entre las vértebras de la espina dorsal, como Aboli esperaba, habría caído allí mismo. Pero la punta de hierro tocó el hueso y se desvió hacia un lado; aun así cortó la gran arteria que pasaba por el hueso de la mandíbula. Mientras el animal corcoveaba ante el punzante impacto del metal, la arteria se rompió en un borbotón de sangre, negra como una pluma de avestruz en el claro de luna.

El búfalo pasó a toda velocidad junto a Aboli, lanzando salvajes cornadas; si el hombre no hubiera dejado caer su arco para arrojarse a un lado, la punta que pasó a un dedo de su ombligo lo habría atravesado, desgarrándole las entrañas.

El animal continuó su carga hasta llegar a suelo seco. Aboli, de rodillas, aguzaba el oído para seguir su marcha por entre la maleza. De pronto se interrumpió. Se produjo una pausa larga y tensa; durante la cual pudo oír la respiración trabajosa de la bestia y el tamborileo de la sangre al caer contra las hojas de las matas. Luego lo oyó retroceder penosamente, tratando de mantenerse de pie; las fuerzas abandonaban el cuerpo enorme en esa marea de sangre oscura. Cayó pesadamente, haciendo temblar la tierra. Un momento después resonó el ronco mugido de la muerte; después, un doloroso silencio. Hasta las aves nocturnas y las ranas del pantano habían sido acalladas por ese horrible sonido. Era como si la selva contuviera el aliento ante la desaparición de tan poderosa criatura. Por fin, lentamente, la noche volvió a cobrar vida; las ranas croaron en el juncal; se oyó el chillido de una chotacabras y, desde lejos, el ulular luctuoso de un búho.

Aboli desolló al búfalo con el cuchillo que Sukeena había robado de las cocinas. Luego plegó el cuero crudo y lo ató con soga de corteza. Era tan pesado que, pese a su fuerza, Aboli se tambaleó bajo el bulto hasta que pudo equilibrarlo sobre la cabeza. Dejando la res desollada para las hienas, los buitres y los cuervos que lo encontrarían con la primera luz de la mañana, partió hacia la colonia, recortado contra las estrellas. A pesar de su carga, avanzaba con el trote de los guerreros de su tribu, que volvía a serle natural después de pasar dos décadas confinado en un barco pequeño. Empezaba a recordar muchas tradiciones y enseñanzas tribales, a readquirir viejas destrezas, y se convertía una vez más en auténtico hijo de ese recocido suelo africano.

Subió por las primeras cuestas de la montaña para dejar el cuero en una grieta de la roca, cubierto de grandes cantos rodados, pues las hienas rondaban también por allí, atraídas por los desechos de la colonia. Cuando hubo puesto la última piedra, levantó la vista al cielo. El escorpión ya descendía velozmente hacia el horizonte oscuro. Sólo entonces, al notar que la noche se iba de prisa, se lanzó a grandes saltos cuesta abajo. Cuando llegó a los jardines de la Compañía se oía ya el primer canto del gallo.

Esa mañana, mientras aguardaba ante la cocina con los otros esclavos por su plato de gachas y leche cuajada, Sukeena pasó rumbo a la casa.

—Anoche te oí volver —le susurró, sin girar la cabeza—. Llegaste demasiado tarde. Si te descubren nos causarás grandes desgracias y nuestro plan quedará en la nada.

—Mi tarea está casi terminada —murmuró él—. Después de esta noche no tendré que volver a salir.

—Ten cuidado, Aboli. El riesgo es grande —advirtió ella. Y se alejó como deslizándose.

A pesar de su advertencia le había prestado ayuda en todo. "Esa pequeña tiene el corazón de una leona", se dijo Aboli, sin mirarla.

Esa noche, cuando todos estuvieron acostados, se escabulló por la reja. Una vez más acalló a los perros con un leve silbido y les distribuyó trozos de embutido seco. Una vez en el muro que cercaba los prados levantó la vista hacia las estrellas. Hacia el este se veía la primera luminiscencia de la Luna en ascenso. Franqueó la pared y, manteniéndose fuera del camino, se dirigió hacia la colonia guiándose por el muro.

Apenas había tres o cuatro luces encendidas en las cabañas de la aldea. Los cuatro barcos anclados en la bahía tenían lámparas colgadas del palo mayor. El castillo era una silueta oscura y tenebrosa contra la luz de las estrellas.

Esperó en la plaza de armas, aguzando el oído a los ruidos de la noche. Cuando estaba por cruzar la plaza oyó una carcajada de borracho y fragmentos de una canción; era un grupo de soldados, que regresaba al castillo tras una noche de libertinaje entre los tugurios de la costa. Uno de ellos portaba una antorcha. Las llamas oscilaron cuando el hombre se detuvo ante el patíbulo para gritar un insulto al cadáver que aún pendía allí. Sus compañeros lo festejaron bramando de risa. Luego continuaron la marcha hacia el castillo, prestándose mutuo apoyo.

Cuando hubieron desaparecido tras el portón y cayeron nuevamente el silencio y la oscuridad, Aboli cruzó de prisa la plaza de armas. Apenas podía ver unos pocos metros hacia adelante, pero lo guiaba el olor de la corrupción; sólo un león muerto hiede tan fuerte como un cadáver humano podrido.

El cuerpo de Sir Francis Courtney había sido degollado y descuartizado. Juan Lento usaba un serrucho de carnicero para atravesar los huesos más grandes. Aboli sacó la cabeza de la pica en la que estaba empalada y, después de envolverla en un paño blanco y limpio, la guardó en la alforja que llevaba. Luego recuperó las otras partes del cadáver. Los perros de la aldea se habían llevado algunos de los huesos pequeños, pero aun en la oscuridad Aboli pudo rescatar lo que quedaba. Tras abrochar la hebilla que cerraba la alforja, se la colgó del hombro y partió otra vez a la carrera, rumbo a las montañas.

Sukeena, que conocía íntimamente cada barranco, cada risco, le había explicado cómo hallar la estrecha entrada de la caverna donde, la noche anterior, él había dejado el cuero sin curtir. A la luz dé la Luna en ascenso, regresó sin dificultades hasta allí y retiró prontamente las piedras que cubrían el cuero del búfalo. Luego se adentró a gatas en la grieta, apartando las plantas colgantes que disimulaban la oscura garganta de la cueva.

Trabajó diestramente con acero y pedernal hasta encender una de las velas que le había proporcionado Sukeena. Ocultando la llama con las manos, gateó por ese estrecho túnel natural arrastrando la alforja tras de sí. Tal como le había dicho Sukeena el pasadizo se abría súbitamente en una caverna, lo bastante alta como para que él pudiera ponerse de pie. Al levantar la vela por sobre la cabeza comprobó que ese lugar constituía una sepultura adecuada para un gran jefe. Hasta había en el fondo un saliente rocoso natural a modo de estante. Allí dejó la alforja para salir nuevamente en busca del cuero. Antes de entrar por segunda vez en el túnel, se volvió a mirar por sobre el hombro a fin de comprobar por dónde asomaba la Luna.

—Lo pondré de modo que pueda saludar a diez mil lunas y todos los amaneceres de la eternidad —dijo en voz baja, en tanto arrastraba el pesado cuero al interior de la caverna para extenderlo en el suelo de roca.

Después de poner la vela en el saliente rocoso empezó a vaciar la bolsa. Primero apartó las pequeñas ofrendas y los objetos ceremoniales que había llevado consigo. Luego sacó la cabeza envuelta de Sir Francis y la depositó en el centro del cuero para desenvolverla con reverencia. El denso olor a podredumbre que iba llenando la caverna no le inspiraba repugnancia alguna. Poco a poco reunió las otras partes desmembradas, disponiéndolas en su orden natural, y las ató con trozos de cuerda fina. Sir Francis quedó tendido de costado, con las rodillas recogidas bajo el mentón y los brazos rodeando las piernas, en la posición fetal del vientre y del sueño. Luego lo ciñó estrechamente en el cuero húmedo de modo que sólo quedara a la vista la cara destrozada cosió el pellejo alrededor, para que al secarse constituyera un sarcófago duro como el hierro. Fue una tarea larga y meticulosa; cuando la vela se consumió hasta formar un charco de cera líquida, encendió otra en esa llama y continuó trabajando.

Al terminar tomó el peine de carey, otro regalo de Sukeena para desenredar las guedejas aún adheridas al cráneo y trenzarlas pulcramente. Por fin levantó el cuerpo sentado y lo puso en la cornisa, con la cara hacia el este, para que contemplara eternamente la salida del Sol y de la Luna.

Pasó largo rato en cuclillas bajo el saliente, contemplando la cara estragada. Con los ojos de su mente lo veía tal como había sido en otros tiempos: el rostro de un marino joven y vigoroso, que dos décadas atrás lo había rescatado del barco negrero.

Por fin se levantó para recoger las ofrendas que había traído consigo. Las distribuyó una a una en la cornisa, delante del cuerpo. Había tallado con sus propias manos ese barco diminuto; era tosco e infantil, pues no había tenido tiempo para dedicarle, pero con sus velas y el nombre tallado en la proa: Lady Edwina.

—Que este barco te lleve por los océanos oscuros hasta la tierra donde te espera la mujer cuyo nombre le diste —susurró.

A continuación puso junto al barco el puñal y el arco de olivo.

—No tengo espada con la que armarte, pero que estas armas sean tu defensa en los lugares oscuros.

Luego le ofreció la escudilla de comida y la botella de agua.

—Que nunca vuelvas a padecer hambre ni sed.

Por último, la cruz de madera que había hecho y decorado con conchillas verdes, huesos y guijarros brillantes recogidos en el río.

—Que la cruz de tu Dios, que te guió en vida, te guíe aún en la muerte —dijo, depositándola ante los ojos vacíos de Sir Francis.

Arrodillado en el suelo de la caverna, encendió con la vela una pequeña fogata.

—Que este fuego te abrigue en la oscuridad de tu larga noche.

Luego, en su propio idioma, entonó el himno fúnebre y la canción del viajero, marcando el ritmo con suaves palmadas en señal de respeto. Cuando las hoguera empezó a consumirse regresó a la entrada de la caverna.

—Adiós, amigo mío —dijo—. Adiós, padre mío.

El gobernador van de Velde era hombre cauto. Al principio no había permitido que Aboli le sirviera de cochero.

—Es un capricho que no os rehusaré, querida mía —prometió a su esposa—, pero ese hombre es un negro salvaje. ¿Qué sabe de caballos?

—Pero lo hace muy bien, mucho mejor que el viejo Fredricus —rió Katinka—. Además, queda espléndido con la librea nueva que he diseñado para él.

—Esa bonita chaqueta color castaño me servir de muy poco si me rompe la crisma —aseveró van de Velde.

Sin embargo, pese a sus objeciones, observó el modo en que Aboli manejaba al tiro de rucios.

La primera vez que el esclavo condujo al gobernador hasta sus habitaciones del castillo, entre los convictos que trabajaban en las murallas hubo un murmullo agitado. Habían reconocido a Aboli en el pescante, con la fusta en las manos enguantadas de blanco.

Hal estaba a punto de saludarlo con un grito, pero se contuvo a tiempo. No fue el látigo lo que lo disuadió, sino el comprender la imprudencia de recordar a sus captores que Aboli había sido su compañero a bordo. Los holandeses esperaban de él que tratara al negro como a un esclavo, no como a un camarada.

—Que nadie salude a Aboli —susurró con apremio a Daniel que sudaba a su lado—. Ignoradlo. Pásalo.

La orden recorrió prontamente las filas de hombres que trabajaban en los andamios y descendió a los del patio. Cuando el carruaje cruzó los portones, ante la guardia de honor y las venias de los oficiales de la guarnición, ninguno de los convictos prestó atención alguna. Todos se dedicaron a las duras tareas de la construcción.

Aboli, con la mirada fija hacia adelante, parecía un mascarón de proa tallado en el pescante. Sus ojos oscuros no se desviaron siquiera por un segundo en dirección a Hal. Detuvo el tiro de caballos al pie de la escalinata y se apeó de un salto para ayudar al gobernador. Una vez que van de Velde hubo desaparecido en sus habitaciones. Aboli volvió a encaramarse en su asiento, inmóvil, con la vista fija hacia el frente. En poco tiempo los carceleros y los guardias olvidaron su callada presencia para poner nuevamente atención a sus deberes; el castillo volvió a la rutina.

Pasó una hora antes de que uno de los caballos sacudiera la cabeza, nervioso. Por el rabillo del ojo, Hal había notado que Aboli tocaba las riendas para provocar esa agitación. El negro bajó sin prisa y se acercó al animal para sujetarlo por las correas, acariciándole el testuz y murmurándole frases cariñosas. El rucio se aquietó inmediatamente bajo ese trato; entonces Aboli hincó una rodilla en tierra y le examinó los cascos delanteros, por si tuviera alguna lesión.

En esa misma postura, aprovechando que el cuerpo del caballo lo ocultaba a la vista de guardias y capataces, levantó por primera vez la vista hacia Hal. Sus miradas se cruzaron por un instante. Aboli, con un ademán de cabeza casi imperceptible, abrió el puño derecho para mostrar al muchacho el diminuto rollo de papel que tenía en la palma. Luego volvió a cerrar el puño y se levantó. Caminó a lo largo del tiro, examinando a cada uno de los animales y haciendo pequeños ajustes a los arneses. Finalmente se apartó a un lado para respaldarse contra el muro de piedra y sacudirse el fino polvo de las botas.

Hal lo vio introducir subrepticiamente el rollito de papel en una juntura de los bloques que formaban la pared. Luego se incorporó para regresar al pescante y esperar allí al gobernador. Van de Velde nunca tenía consideración para con los sirvientes, esclavos o animales. Durante toda esa mañana, el tiro de rucios aguardó con paciencia entre las varas; Aboli los tranquilizaba a intervalos. Poco antes del mediodía, el gobernador emergió de las oficinas y se hizo llevar nuevamente a la residencia para el almuerzo.

Al anochecer, cuando los convictos descendieron cansadamente, Hal tropezó al llegar al patio y alargó una mano para sostenerse. Con limpia celeridad, retiró el trozo de papel plegado de la juntura donde Aboli lo había puesto.

En la mazmorra la antorcha colocada al tope de la escalera le brindó apenas la luz suficiente para leer el mensaje. Estaba escrito con una pulcra letra que no reconoció. Pese a todas las enseñanzas de Sir Francis y del mismo Hal, la escritura de Aboli era grande, despatarrada y contrahecha. Al parecer era otra persona quien había redactado esas palabras. El papel envolvía un diminuto trozo de carbón para que Hal pudiera escribir su respuesta al dorso.

"Capitán sepultado con honor." El corazón de Hal dio un salto al leer eso. Conque era Aboli quien había retirado el cadáver mutilado del cadalso; habría debido adivinar que él le brindaría esa muestra de respeto. Sólo había una palabra más: "¿Althuda?"Hal la analizó hasta comprender que Aboli o su escriba estaban preguntando por el estado del otro prisionero.

—¡Althuda! —llamó suavemente—. ¿Estás despierto?

—Te saludo, Hal. ¿Qué hay de bueno?

—Alguien de afuera pregunta por ti.

Hubo un largo silencio, en tanto el prisionero reflexionaba.

—¿Quién pregunta?

—No lo sé. —Hal no podía dar explicaciones, pues estaba seguro de que los carceleros escuchaban subrepticiamente esos diálogos.

Otro largo silencio.

—Puedo imaginarlo —dijo Althuda—. Y tú también. Ya hemos hablado de ella. ¿Puedes enviar una respuesta? Dile que estoy vivo.

Hal frotó el carbón contra la pared para aguzarlo y escribió: "Althuda bien". Aunque lo hizo con letra pequeña y apretada en el papel no había espacio para más.

A la mañana siguiente, cuando los llevaron afuera para iniciar el trabajo del día, Daniel lo ocultó por el momento necesario para que Hal introdujera el trozo de papel en la misma grieta de donde lo había retirado.

Al promediar la mañana, Aboli trajo al gobernador desde la residencia y volvió a detener el coche frente a la escalinata. Mucho después de que van de Velde hubiera desaparecido en su santuario, el negro aún permanecía en el pescante. Por fin contempló con aire indiferente una bandada de estorninos que descendía de los acantilados para posarse en los muros del bastión oriental, emitiendo sus graves y luctuosos silbidos. En el trayecto sus ojos pasaron por Hal, que le hizo una señal afirmativa con la cabeza. Una vez más, Aboli desmontó para atender a los caballos, se detuvo junto al muro para ajustarse las correas de las botas y, con destreza de mago, recobró el mensaje puesto en la grieta. Al verlo, Hal respiró con más tranquilidad, pues habían establecido un buzón.

No cometieron el error de intercambiar mensajes todos los días. A veces pasaba una semana o más antes que Aboli hiciera la seña a Hal y pusiera una nota en la pared. Si el muchacho tenía un mensaje, hacía el mismo gesto para que el negro le dejara papel y carbón. El segundo mensaje que recibió, en esa escritura artística y delicada, decía: "A salvo. Orquídea envía cariños".

—¿Hablábamos de una orquídea? —preguntó Hal a Althuda esa noche—. Te envía su cariño y dice que estás a salvo.

—No sé cómo lo ha conseguido, pero debo creerlo y estarle agradecido por esto, como por tantas otras cosas.

Había un tono de alivio en la voz de Althuda. Hal se llevó el trocito de papel a la nariz y creyó detectar un vago perfume. Acurrucado en la paja húmeda, en un rincón de la celda, pensó en Sukeena hasta que lo venció el sueño. El recuerdo de su belleza era como una llama en la oscuridad invernal de la mazmorra.

El gobernador van de Velde estaba más que borracho. Había bebido vino del Rin con la sopa y de Madeira con el pescado y la langosta. Los rojos vinos de Borgoña acompañaron el guiso de cordero y el pastel de paloma. Regó la carne roja con clarete y, entre plato y plato, añadió algunos sorbos de buena ginebra holandesa. Cuando abandonó finalmente la mesa, para ocupar su asiento junto al fuego, tuvo que sostenerse apoyando una mano en el brazo de su esposa. Ella no solía mostrarse tan atenta, pero durante toda esa velada había estado de un talante alegre y afectuoso; festejaba con risas las ocurrencias de su marido, que en otras ocasiones habría ignorado, y volvía a llenarle la copa con su propia mano antes que él la vaciara hasta la mitad. Pensándolo bien, van de Velde no recordaba ya cuánto tiempo llevaban sin cenar así, solos, como una pareja de amantes.

Por una vez no se había visto obligado a soportar la compañía de los rústicos de la colonia, la obsequiosidad de ambiciosos empleados de la Compañía ni (la mayor de las bendiciones) las jactancias de ese pedante enamorado de Schreuder.

Se dejó caer en el hondo sillón de cuero, junto al fuego, y Sukeena le trajo una caja de finos cigarros holandeses. Mientras ella le acercaba la cerilla pudo echar una lasciva mirada a su pechera. El suave ondular de esos pechos juveniles, entre los cuales anidaba el exótico broche de jade, lo conmovió tanto que sintió un agradable flujo de sangre en la ingle.

Katinka, arrodillada ante el hogar, lo observó con tanta malicia que, por un momento, él se preguntó si lo habría visto ojear el seno de la esclava. Pero ella recogió el atizador que estaba calentando en el fuego y, con una sonrisa, sumergió la punta al rojo en la jarra de vino especiado. Mientras hervía y humeaba, llenó un cuenco y se lo llevó sin darle tiempo a enfriarse.

—¡Mi bella esposa! —Gangueaba un poco—. ¡Mi pequeño tesoro!

Levantó en un brindis el cuenco humeante. Aún no estaba tan ebrio ni tan embobado como para no comprender que debería pagar algún precio por esa desacostumbrada atención. Siempre era así.

Katinka, arrodillada ante él, levantó la vista hacia Sukeena, que rondaba a poca distancia.

—Eso será todo por hoy, Sukeena. Puedes retirarte. —Y dedicó a la esclava una sonrisa cómplice.

—Os deseo un buen descanso y sueños paradisíacos, señor, señora.

Sukeena hizo su graciosa genuflexión y salió con su paso deslizante, cerrando tras de sí la puerta corrediza al estilo oriental; luego se arrodilló en silencio, con la cara pegada al panel. Eran las órdenes de su señora. Katinka quería que la muchacha presenciara lo que iba a pasar entre ella y su esposo. De ese modo ajustaría el lazo con que la sujetaba.

Ella se puso tras el respaldo del sillón.

—Has tenido una semana tan difícil —dijo suavemente—. Primero, ese asunto del cadáver robado del patíbulo; ahora, el nuevo censo y los reglamentos de impuestos que envían los Diecisiete. Pobre esposo querido, permíteme que te masajee los hombros.

Le quitó la peluca para besarle la coronilla, pinchándose los labios con el pelo rasurado. Luego le hundió los pulgares en los gruesos hombros. Van de Velde suspiró de placer, no sólo por la sensación de los músculos que se iban desanudando, sino porque reconocía ese trato como preludio de sus escasos favores sexuales.

—¿Cuánto me amas? —preguntó ella, inclinándose para mordisquearle la oreja.

—Te adoro —barbotó él—. Te idolatro.

—Siempre eres tan bueno conmigo… —La voz de Katinka asumió la sensualidad que le erizaba la piel. —Quiero ser buena contigo. He escrito a mi padre. Le explico las circunstancias en que murió el pirata y le explico que no fue culpa tuya. He entregado la carta al capitán del galeón que está por zarpar hacia la patria para que se la entregue personalmente a papá.

—¿Puedo leer esa carta antes que la despaches? —preguntó él, desconfiado—. Tendría mucho peso si la acompañara mi propio informe a los Diecisiete, que voy a enviar en el mismo barco.

—Claro que puedes. Te la traeré por la mañana, antes que vayas al castillo. —Volvió a rozarle la coronilla con los labios deslizando los dedos por el pecho, hacia abajo. Le desabotonó el jubón para deslizar las manos por la abertura y, asiendo sendos puñados de tetas colgantes, las sobó como si fueran trozos de masa blanda.

—¡Qué buena mujercita eres! —comentó él—. Me gustaría darte una muestra de mi amor. ¿Qué te hace falta? ¿Una joya, una mascota? ¿Otro esclavo? Díselo a tu viejo Petrus.

—Tengo un pequeño capricho, sí —admitió ella, coqueta—. En las mazmorras hay un hombre.

—¿Uno de los piratas? —arriesgó él.

—No, un esclavo llamado Althuda.

—¡Ah, sí! Sé quién es: el fugitivo rebelde. En la próxima semana me encargaré de él. Ya tengo su condena a muerte esperando firma en el escritorio. ¿Quieres que se lo entregue a Juan Lento? ¿Te gustaría estar presente? De eso se trata: quieres divertirte. ¿Cómo podría rehusártelo?

Ella alargó la mano y comenzó a desatar las cintas de los pantalones. Van de Velde se abrió de piernas, reclinándose cómodamente en el sillón para facilitarle la tarea.

—Quiero que indultes a Althuda —le susurró Katinka al oído.

Él se incorporó bruscamente.

—¡Estás loca! —exclamó.

—¡Qué cruel eres! ¡Llamarme loca! —Ella hizo un mohín.

—¡Pero… pero si es un fugitivo! Él y su banda de malhechores mataron a veinte de los soldados enviados para recapturarlos. No me sería posible darle la libertad.

—Ya sé que no puedes liberarlo. Pero quiero que le perdones la vida. Podrías ponerlo a trabajar en las murallas de tu castillo.

—No puedo. —Van de Velde sacudió la cabeza afeitada—. Ni siquiera por ti.

Ella fue a arrodillarse frente a él y volvió a trabajar en las ataduras de los pantalones. Cuando el gobernador trató de incorporarse, lo empujó hacia atrás para meter la mano.

"Dios es testigo de que este viejo sodomita me dificulta las cosas. Está blando y pálido como masa sin levar", pensó, mientras lo asía.

—¿Ni siquiera por tu amante esposa? —murmuró, levantando hacia él los profundos ojos violáceos, mientras se decía: "Así me gusta más; este lirio marchito se ha movido un poco".

—Bueno, quiero decir que sería difícil. —Lo tenía en un dilema.

—Comprendo —musitó ella—. También fue difícil redactar esa carta para mi padre. Lamentaría mucho tener que quemarla.

Se puso de pie, recogiéndose las faldas como si estuviera por subir unos cuantos peldaños. Al ver que estaba desnuda desde la cintura hacia abajo, él dilató los ojos como un arenque al que se saca muy bruscamente del agua profunda. Hizo un esfuerzo por incorporarse, al tiempo que trataba de sujetarla.

"No te quiero otra vez encima de mí con tus montones de grasa", pensó ella, mientras le sonreía con amor, poniéndole ambas manos contra los hombros para inmovilizarlo. "La última vez estuviste en un tris de aplastarme." Y se sentó a horcajadas, como si montara a su yegua.

—¡Oh, buen Dios, qué hombre potente eres! —exclamó al recibirlo.

Su único placer era pensar que Sukeena estaba escuchando junto a la puerta. Con los ojos cerrados, visualizó los esbeltos muslos de la esclava y el tesoro que se escondía entre ellos. La imagen la inflamó; al percibir esa fluida reacción, su esposo pensaría que era sólo por él.

—Katinka… —Fue un gorgoteo enronquecido, como si se estuviera ahogando. —Te amo.

—¿Y el indulto?

—No puedo.

—Entonces yo tampoco —dijo ella, elevándose sobre las rodillas.

Tuvo que esforzarse para no reír a todo pulmón al ver cómo se le hinchaba la cara, con los ojos saltones. Él se retorció en corcovos, pujando vanamente contra el aire.

—¡Por favor! —gimoteó—. ¡Por favor!

—¿El indulto? —insistió ella, mientras se mantenía enloquecedoramente suspendida por sobre él.

—Sí —lloriqueó él—. Lo que quieras. Te daré lo que quieras.

—Te amo, esposo mío —le susurró ella al oído.

Y descendió como un pájaro que se posara en su nido.

"La última vez resistió hasta la cuenta de cien", recordó. "Esta vez trataré de que termine en menos de cincuenta."

Y meció las caderas, aplicándose a superar su propio récord.

Manseer abrió la celda de Althuda rugiendo:

—A ver si sales, perro asesino. Por orden del gobernador, vas a trabajar en la muralla.

Althuda salió por la puerta de hierro. Manseer le clavó una mirada fulminante.

—Parece que no vas a bailar la cuadrilla en el patíbulo con Juan Lento, por desgracia. Pero no te alegres mucho, porque nos divertirás igual desde las murallas del castillo. De eso se encargarán Barnard y sus perros. Apostaría cien gúldenes a que no llegas al final del invierno.

Hal, que subía delante de los convictos, se detuvo un escalón por debajo de Althuda. Por un largo instante se estudiaron con atención. Los dos parecieron complacidos por lo que veían.

—Si se puede elegir, creo que prefiero la proa de tu hermana a la tuya —sonrió Hal.

Althuda era más bajo de estatura de lo que sugería su voz, las marcas del largo cautiverio estaban a la vista: tenía la piel amarillenta y el pelo apelmazado. Pero el cuerpo que asomaba entre sus harapos era fuerte y ágil. Su mirada, franca; su semblante, agradable y honesto. A pesar de los ojos almendrados del pelo negro y lacio, su parte de sangre inglesa combinaba bien con la del pueblo materno. Había un gesto de orgullo y tesón en su mandíbula.

—¿De qué cuna has caído? —preguntó a Hal, con una gran sonrisa. Obviamente, lo alegraba mucho abandonar la sombra del patíbulo—. Pedí un hombre y me enviaron a un chico.

—Anda, renegado asesino —bramó Barnard, cuando el carcelero le entregó a los convictos—. Aunque te hayas librado por ahora de la horca, yo te tengo reservados unos cuantos placeres.

Tú degollaste a varios de mis camaradas en esa montaña.

Era obvio que toda la guarnición estaba amargamente resentida por el indulto de Althuda. Luego Barnard se volvió hacia Hal.

—En cuanto a ti, pirata apestoso, tienes la lengua demasiado larga. Si hoy te oigo pronunciar una palabra te bajaré a patadas de la muralla, para que los perros se coman tus restos.

Para separarlos, Barnard hizo que Hal subiera nuevamente al andamiaje y puso a Althuda a trabajar con los convictos del patio, descargando los bloques a medida que las carretas iban llegando desde las canteras.

Sin embargo, esa noche Althuda fue encerrado en el calabozo común. Daniel y los otros se arracimaron en torno de él, en la oscuridad, para que les contara detalladamente su historia; luego lo acosaron con todas las preguntas que no habían podido gritarle por el foso de la escalera. Era algo nuevo en la monótona ronda de cautiverio y aplastante trabajo. Sólo cuando bajaron desde las cocinas el caldero de guiso, al lanzarse los hombres sobre esa cena frugal, Hal pudo hablar a solas con él.

—Si te fugaste una vez, Althuda, debe de existir la posibilidad de hacerlo nuevamente.

—En ese tiempo yo estaba en mejores condiciones. Tenía un bote de pesca propio. Mi amo confiaba en mí y me permitía andar por toda la colonia. ¿Cómo podemos escapar de los muros que nos rodean? Temo que sería imposible.

—Hablas de temor y de imposibles. No es un lenguaje que yo comprenda. Creía estar frente a un hombre y me encuentro con un timorato.

—Reserva las palabras hirientes para nuestros enemigos, amigo mío. —Althuda le sostuvo la dura mirada—. En vez de contarme lo heroico que eres, explícame cómo haces para recibir noticias del exterior.

La severa expresión de Hal se resquebrajó en una gran sonrisa. Le gustaba el temple de ese hombre, su manera de responder a una andanada con otra. Se acercó más y bajó la voz para explicar a Althuda cómo lo hacían. Luego le entregó el último mensaje recibido. Althuda lo acercó a la puerta de rejas para estudiarlo a la luz de la antorcha, que se filtraba desde lo alto de la escalera.

—Sí —dijo—, es la letra de mi hermana. No conozco a otra persona capaz de escribir sus cartas de un modo tan bonito.

Esa noche los dos compusieron un mensaje para hacer saber a Aboli y a Sukeena que Althuda ya no estaba en la Guarida de los Criminales.

Al parecer, su hermana ya estaba enterada pues al día siguiente acompañó a su ama en una visita al castillo, sentada junto a Aboli en el pescante del carruaje. Ante la escalinata ayudó a su señora a apearse. Aunque resultara extraño, Hal se había habituado tanto a las visitas de Katinka que ya no experimentaba cólera ni amargura al mirar aquel rostro angelical. Apenas le dedicó atención; en cambio observó a la esclava. Sukeena, desde el pie de la escalinata, echaba rápidos vistazos en todas direcciones, buscando a su hermano entre los grupos de convictos.

Althuda, en el patio, daba forma con el cincel a los toscos bloques de piedra, que luego se izaban hasta lo alto de las murallas en construcción. Tenía el pelo y la cara cubiertos de polvo blanco; las manos le sangraban por la abrasión de las herramientas y la piedra. Por fin ella lo descubrió y ambos se miraron por un momento largo, extático.

La expresión radiante de Sukeena fue una de las más bellas que Hal hubiera visto nunca. Pero duró por un instante fugaz; luego la muchacha subió precipitadamente detrás de su ama.

Rato después reaparecieron en lo alto de la escalinata, acompañadas por el gobernador van de Velde. Él llevaba a su esposa del brazo y Sukeena los seguía con aire pudoroso. La esclava parecía buscar, no ya a su hermano, sino a otra persona. Cuando trepó al pescante murmuró algo a Aboli. A modo de respuesta, el negro movió apenas los ojos, pero ella siguió su mirada hasta lo alto del andamiaje, donde Hal estaba recogiendo una soga.

El pulso de Hal se desbocó al comprender que era a él a quien buscaba. Se miraron con solemnidad. Como si hubieran estado muy cerca, más tarde él podría recordar cada ángulo y cada plano de su rostro, la curva grácil de la mejilla. Por fin ella le sonrió, en un breve interludio de miel, y bajó la vista. Esa noche, tendido en la paja húmeda de la celda, Hal revivió ese momento.

"Quizá vuelva mañana", pensó, mientras el sueño caía sobre él como una negra ola.

Pero ella no regresó por varias semanas.

Hicieron sitio en la paja para que Althuda durmiera cerca de Hal y Daniel; de ese modo podrían conversar quedamente en la oscuridad.

—¿Cuántos de tus hombres hay en las montañas? —quiso saber Hal.

—Éramos diecinueve en un principio, pero los holandeses mataron a tres y otros cinco murieron después de la fuga. Las montañas son crueles y hay muchas bestias salvajes.

—¿Qué armas tienen? —preguntó Hal.

—Tienen los mosquetes y las espadas que tomamos a los holandeses, pero hay poca pólvora; a estas horas bien pueden haberla consumido toda. Mis compañeros tienen que cazar para vivir.

—Pero ¿no han hecho otras armas? —inquirió Hal.

—Arcos y lanzas, pero no tienen puntas de hierro para esas armas.

—¿Hasta qué punto son seguros esos escondrijos en la espesura? —insistió Hal.

—Las montañas son interminables. Sus desfiladeros forman un laberinto enmarañado. Los barrancos caen a pico y no hay más senderos que los abiertos por los mandriles.

—¿Los soldados holandeses se aventuran por esas montañas?

—¡Nunca! No se atreven a escalar siquiera el primer barranco.

Esas conversaciones llenaban la primera parte de la noche, mientras los vendavales del invierno descendían de la montaña como una manada de leones que rugieran en los muros del castillo. En las mazmorras, los hombres temblaban en sus jergones de paja. A veces sólo el diálogo y la esperanza impedían que sucumbieran al frío. Aun así, los convictos de más edad, los más débiles, cayeron enfermos: el pecho y la garganta se les llenaban de espesa flema amarilla y el cuerpo quemaba de fiebre; morían tosiendo y ahogándose.

Los sobrevivientes quedaron descarnados. Sin embargo, el frío y el trabajo los habían encallecido. En esos meses terribles Hal alcanzó su pleno desarrollo; en cuanto a levantar grandes pesos o amarrar cuerdas, podía competir con Daniel. Su barba crecía negra y espesa; entre los hombros le colgaba una gruesa coleta de pelo. En la espalda y en los costados se entrecruzaban las marcas del látigo. Sus ojos se volvían duros e implacables cuando contemplaba las cumbres de la montañas, azuladas por la lejanía.

—¿A qué distancia están las montañas? —preguntó a Althuda, en la oscuridad de la celda.

—A diez leguas —le respondió el joven.

—¡Tan lejos! —susurró Hal—. ¿Cómo hicisteis para llegar hasta allí con los holandeses persiguiéndolos?

—Como te dije, yo era pescador. Salía al mar todos los días para matar focas con las que alimentaba a los otros esclavos. Mi barco era pequeño y nosotros, muchos. Apenas pudimos cruzar False Bay hasta el pie de las montañas. Mi hermana Sukeena no sabe nadar. Por eso no permití que se arriesgara al viaje.

—¿Dónde está ahora ese barco?

—Los holandeses que nos perseguían lo encontraron y le prendieron fuego.

Esos concilios nocturnos eran breves, pues todos estaban exigidos hasta el límite de sus fuerzas y su resistencia, pero gradualmente Hal fue obteniendo de Althuda todos los detalles que pudieran ser de utilidad.

—¿Qué temperamento tienen los hombres que te acompañaron a las montañas?

—Son hombres valientes. Las mujeres también; hay tres muchachas en el grupo. Si no hubieran sido tan valerosos, jamás habrían abandonado un cautiverio sin riesgos. Pero sólo hay un guerrero entre ellos.

—¿Quién es?

—Se llama Sabah. Antes que los holandeses lo capturaran era soldado. Ahora ha vuelto a serlo.

—¿Podríamos hacerle llegar un mensaje?

Althuda rió amargamente.

—Podríamos gritarle desde lo alto del castillo o hacer sonar nuestras cadenas. Tal vez nos oiga desde sus cumbres.

—Cuando necesite a un payaso pediré a Daniel que me cuente uno de sus chistes. Dan náuseas hasta a los perros, pero son más divertidos que los tuyos. Respóndeme, Althuda: ¿no hay manera de comunicarse con Sabah?

Aunque su tono era liviano, encerraba un filo de acero. Althuda reflexionó por un rato antes de responder.

—Antes de fugarme acordé con Sukeena un escondrijo donde podríamos dejarnos mensajes, en el seto de almendros amargos que rodea la colonia. Sabah sabía de ese lugar, pues se lo mostré la noche en que volví en busca de mi hermana. Es una posibilidad remota, pero tal vez Sabah siga visitándolo por si hay un mensaje mío.

—Voy a pensar en esto que me has dicho —musitó Hal.

Daniel, que estaba tendido a su lado, meneó la cabeza al percibir el poder y la autoridad de su voz.

"Ahora tiene la voz y los modales del capitán Frank" se maravilló. "Lo que le están haciendo los holandeses habrían hecho encallar a un hombre menos digno. Él, en cambio, no hace sino izar la vela mayor en medio de un viento potente."

Hal había adoptado el papel de su padre y los sobrevivientes lo reconocían. Acudían a él con creciente frecuencia en busca de liderazgo, consejo y valor para seguir adelante, para que resolviera las mezquinas disputas que surgían casi diariamente en medio de tales aprietos, para que mantuviera viva en sus corazones la chispa de la esperanza y el coraje.

A la noche siguiente Hal reanudó el consejo de guerra que el agotamiento había interrumpido en la víspera.

—¿Conque Sukeena sabe dónde dejar un mensaje para Sabah?

—Lo conoce bien, naturalmente: el tronco hueco que se alza a la orilla del río Eerste, el primero después del seto —replicó Althuda.

—Aboli debe tratar de ponerse en contacto con Sabah. ¿Hay algo que sólo sepáis tú y él, para demostrarle que el mensaje es realmente tuyo, no una trampa de los holandeses?

Althuda quedó pensativo.

—Basta con decir: "Es el padre del pequeño Bobby"—sugirió por fin.

Hal aguardó en silencio la explicación. Tras una pausa, Althuda continuó:

—Robert es mi hijo; nació en la montaña después que nos fugamos. En agosto cumplirá un año. Su madre es una de las muchachas que mencioné. Es mi esposa en todo sentido, aunque no lleve mi nombre. Dentro de la colonia, nadie sino yo podría saber el nombre del niño.

—Entonces tienes tantos motivos como cualquiera de nosotros para volar por sobre estas murallas —murmuró Hal.

El contenido de los mensajes que pasaban a Aboli estaba severamente limitado por el tamaño del papel que se podía emplear sin ser descubiertos por los carceleros ni por el hambriento escrutinio de Hugo Barnard. Hal y Althuda pasaban horas enteras forzando la vista en la penumbra y aguzando el ingenio para componer mensajes muy sucintos que no dejaran de ser inteligibles. Las respuestas hablaban con la voz de Sukeena; eran pequeñas joyas de brevedad que los encantaban con ocasionales destellos de ingenio y humor.

Hal se descubrió pensando cada vez más en Sukeena. Cuando ella regresó al castillo, siguiendo a su ama, dirigió la vista hacia el andamio donde él trabajaba antes de buscar a su hermano. Ocasionalmente, si había espacio en las cartas que Aboli ponía en la grieta de la pared, hacía pequeños comentarios personales: una referencia a la espesa barba negra de Hal o un recordatorio de su cumpleaños. Eso lo tomó por sorpresa, conmoviéndolo profundamente. Por un tiempo se preguntó cómo se había enterado ella de un detalle tan íntimo; finalmente dedujo que Aboli se lo había dicho. En la oscuridad instaba a Althuda a hablar de ella. Así supo pequeñas anécdotas de su infancia, sus preferencias y sus aversiones. Escuchando al hermano comenzó a enamorarse de ella.

Ahora las montañas del norte estaban cubiertas por un manto de nieve que brillaba al Sol del invierno. El viento descendía de allí como una lanza que parecía penetrarle hasta el alma.

—Aboli aún no ha tenido noticias de Sabah. —Tras cuatro meses de espera, Hal aceptó por fin ese fracaso—. Tendremos que eliminarlo de nuestros planes.

—Somos amigos, pero seguramente me ha dado por perdido —concordó Althuda—. Sufro por mi esposa, que también ha de creerme muerto.

—Actuemos de una vez. De nada sirve desear lo que nos está negado —dijo Hal, con firmeza—. Sería más fácil escapar si estuviéramos en las canteras de la montaña, no en el castillo. Sukeena debe de haberte conseguido un indulto. Quizá pueda también hacernos enviar a la cantera.

Despacharon el mensaje. Una semana después llegó la respuesta. Sukeena no podía hacerles cambiar el lugar de trabajo; les advertía que cualquier intento en ese sentido despertaría inmediatas sospechas. "Sed paciente, Gundwane", le decía, en el mensaje más largo que había enviado hasta entonces. "Quienes os aman trabajan por vuestra salvación." Hal leyó ese mensaje cien veces y lo repitió para sus adentros otras tantas. Lo conmovía el hecho de que ella lo llamara por su apodo: Gundwane. Naturalmente, eso también lo sabía por Aboli.

"Quienes te aman." ¿Se refería sólo a Aboli o utilizaba intencionalmente el plural? "¿Hay alguien más que me ame? ¿Se refiere sólo a mí o incluye también a Althuda, su hermano?"

Alternaba entre la esperanza y la consternación. "¿Cómo puedo pensar tanto en ella si no conozco siquiera su voz? ¿Cómo puede sentir algo por mí, si sólo ve a un espantajo barbudo, con harapos de mendigo? Tal vez Aboli actúa como mi defensor y le dice que no fui siempre así."

Por muchos planes que hicieran, los días iban pasando y la esperanza se debilitaba. Entre agosto y septiembre murieron otros seis marineros en el grupo de Hal: dos cayeron del andamiaje, uno fue golpeado por un bloque y dos más sucumbieron al frío y la humedad. El sexto fue Oliver, el criado personal de Sir Francis.

En los primeros días de trabajos forzados, la rueda de una carreta le había aplastado el pie derecho; aunque el doctor Saar le entablilló el hueso destrozado, su lesión no curó nunca. El pie se hinchó, estallando en úlceras supuratorias que olían a cadáver. Hugo Barnard lo obligó a retomar el trabajo, aunque cojeaba por el patio, apoyándose en una tosca muleta.

Hal y Daniel trataban de protegerlo, pero si su intervención era muy obvia, Barnard se mostraba aún más encarnizado. El único recurso era tomar sobre ellos todo el trabajo posible y mantener a Oliver fuera del alcance del látigo. Llegó un día en que el hombre estaba demasiado débil para trepar la escalerilla hasta lo alto de la muralla sur; entonces Barnard le mandó cincelar los bloques de piedra. Como en el patio lo tenía bien a la vista, lo azotó dos veces en una misma mañana.

La última vez fue un golpe dado al descuido, no tan cruel como los que lo habían precedido. Oliver era una persona tímida y suave por naturaleza, pero reaccionó como un perro callejero acorralado: blandió la pesada maza de madera que tenía en la mano derecha. Barnard dio un salto atrás, pero no pudo impedir que el golpe le rozara una canilla, despellejándolo; una mancha de sangre oscureció la media y se extendió hasta el zapato. Aun desde allá arriba, Hal notó que Oliver estaba horrorizado por lo que acababa de hacer.

—¡Señor! —exclamó, cayendo de rodillas—. Fue sin querer. Perdonadme, por favor. —Y dejó caer la maza para juntar las manos ante el rostro, en la actitud de quien reza.

Hugo Barnard retrocedió a tropezones y se agachó para examinar la herida, sin prestar atención a las frenéticas súplicas de Oliver. Luego, siempre sin mirarlo, caminó hasta el poste donde tenía amarrados a sus perros. Llevándolos de la traílla, los apuntó hacia el prisionero, que seguía arrodillado.

—¡A él!

Los animales tironearon de las traíllas, ladrando con la boca muy abierta, mostrando los largos colmillos blancos.

—¡A él! —insistió Barnard, sin dejar de sujetarlos.

Su tono de voz enfureció a los animales; sus saltos estuvieron a punto de derribar al capataz.

—¡Por favor! —aulló Oliver. Se esforzó por levantarse, pero cayó hacia atrás. Entonces se arrastró hacia la muleta, que estaba apoyada contra el muro de piedra.

Barnard soltó a los perros, que cruzaron el patio a brincos. Oliver sólo tuvo tiempo de levantar las manos para cubrirse la cara antes que cayeran sobre él, haciéndolo rodar por los adoquines; luego lo atacaron a dentelladas. Uno le buscó la cara, pero él levantó el brazo y recibió los colmillos en el codo. Como estaba sin camisa, el otro lo mordió en el vientre. Ninguno de los dos soltó la presa.

Hal, en lo alto del andamiaje, se encontraba impotente. Los gritos de Oliver se fueron haciendo más débiles, hasta que dejó de forcejear. Barnard y sus perros no cejaban: continuaron maltratando el cuerpo mucho después de que se hubo extinguido la última señal de vida. Por fin el capataz asestó un último puntapié al cadáver mutilado y retrocedió, jadeante; el sudor le chorreaba por la cara, mojándole la camisa, pero levantó la cara hacia Hal, con una sonrisa de oreja a oreja. Los restos de Oliver quedaron en los adoquines hasta que terminó el horario de trabajo. Entonces ordenó a Hal y a Daniel:

—Arrojad esa porquería al montón de estiércol que hay detrás del castillo. Las gaviotas y los cuervos podrán sacarle más provecho que yo.

Y rió entre dientes, gozoso, al ver una expresión asesina en los ojos de Hal.

Cuando volvió la primavera sólo quedaban ocho, pero esos ocho estaban templados por la vida dura. Cada músculo, cada tendón, se erguía con orgullo bajo la piel bronceada y curtida de Hal. Sus palmas tenían la dureza del cuero; sus dedos, la potencia de tenazas. Cuando intervenía para poner fin a una riña, un solo golpe de esos puños cubiertos de cicatrices podía derribar aun gigante.

La primera promesa de primavera dispersó las nubes acumuladas por el viento; en los rayos del Sol se renovó el fuego. El desasosiego reemplazó a la lúgubre resignación que los había poseído durante todo el invierno. Los hombres estaban irritables, reñían con más frecuencia y contemplaban a menudo el Atlántico azul o las lejanas montañas, donde las nieves ya se habían derretido.

Entonces llegó un mensaje de Aboli, escrito por Sukeena: "Sabah saluda a A. Bobby y su madre lo extrañan". Eso los llenó de una salvaje y gozosa alegría que, en verdad, no tenía bases firmes, pues Sabah y su banda sólo podrían ayudarlos una vez que hubieran dejado atrás el seto de almendros amargos.

Pasado un mes, la loca llamarada de esperanza se había reducido a una brasa. La primavera llegó en toda su gloria, convirtiendo la montaña en un prodigio de flores silvestres que deslumbraban con su colorido; sus perfumes llegaban hasta lo alto del andamiaje. El viento volvió a cantar desde el sudeste y los pájaros mosca regresaron quién sabe de dónde, encendiendo el aire con su chispeante plumaje.

Entonces hubo un lacónico mensaje de Sukeena y Aboli: "Es hora de ir. ¿Cuántos sois?"

Esa noche analizaron el mensaje en susurros trémulos de entusiasmo.

—Aboli tiene un plan, pero, ¿cómo hará para sacarnos a todos?

—Para mí es el número uno —gruñó Daniel—. Le apuesto hasta mi último centavo.

—Lástima que no tengas ni un centavo para apostar —rió Ned. Era la primera vez que lo oían reír desde que Oliver murió destrozado por los perros de Barnard.

—¿Cuántos iremos? —preguntó Hal—. Pensadlo bien antes de responder, muchachos. —Recorrió en la penumbra el círculo de caras ceñudas—. Si os quedáis, podréis vivir siquiera por un tiempo y nadie pensará mal de vosotros por eso. Si huimos y no logramos llegar a las montañas… todos habéis visto cómo murieron mi padre y Oliver. Ni los animales deberían morir así.

Althuda fue el primero en hablar:

—Aunque no tuviera a Bobby y a mi mujer, yo iría lo mismo.

—¡Sí! —dijo Daniel.

—¡Sí! —se sumó Ned.

—Ya somos tres —murmuró Hal—. ¿Y tú, William Rogers?

—Estoy con vos, Sir Henry.

—No me provoques, Billy. Ya te he dicho que no me llames así. —Hal frunció el ceño. Cuando lo llamaban por su título se sentía impostor, pues no era digno de los honores ganados por su abuelo a la diestra de Drake, de ese título que su padre había llevado con tanta distinción—. Te doy una última oportunidad, maese Billy. Si esa lengua tuya vuelve a tropezar, te infundiré un poco de tino a fuerza de puntapiés en el otro extremo. ¿Me oyes?

—Os oigo con toda claridad, Sir Henry —auguró Billy, muy sonriente.

Entre las carcajadas de los otros, Hal lo sujetó por el cuello de la camisa para darle unos mamporros en las orejas. Todos burbujeaban de entusiasmo. Todos, menos Dick Moss y Paul Hale.

—Estoy demasiado viejo para esas travesuras, Sir Hal. Tengo los huesos tan entumecidos que no podría subirme a un muchacho bonito amarrado a un tonel, mucho menos a una montaña. —Dick Moss, el viejo pederasta, sonreía—. Perdonad, capitán, pero Paul y yo lo hemos discutido y decidimos quedarnos aquí, donde podamos llenarnos la panza de guiso y pasar la noche abrigados en la paja.

—Probablemente sois más sabios que el resto de nosotros —asintió Hal, sin entristecerse por la decisión. Dicky había dejado muy atrás esos días gloriosos en que era el primero en trepar al palo mayor para arrizar las velas en pleno vendaval. Ese último invierno le había endurecido los miembros y agrisado la cabeza. Habría sido un estorbo inútil en la expedición. Paul era su pareja de a bordo. Llevaba veinte años con Dicky y no abandonaría a su envejecido amante, aunque él era todavía una furia con el chafarote en la mano.

—Os deseo buena suerte a ambos. Sois de los mejores —declaró Hal. Luego miró a Wally Finch y Stan Sparrow (pinzón y gorrión en ingles (N. de la T.))—. ¿Y vosotros, los pájaros? ¿Volaréis con nosotros, muchachos?

—Tan lejos como vayáis. —Wally respondió por los dos. Halle dio una palmada en el hombro.

—Entonces somos seis. Ocho, con Aboli y Althuda. Y volaremos lo bastante lejos para satisfacer todos los gustos, os lo aseguro. Hubo un último intercambio de mensajes, en los que Aboli y Sukeena explicaron el plan trazado. Hal sugirió algunos ajustes y enumeró una lista de artículos que aquellos deberían robar, a fin de facilitar la existencia en la montaña. Lo principal era un mapa, un compás y una ballestilla, si la conseguían.

Aboli y Sukeena hicieron los últimos preparativos sin dejar traslucir su miedo ni su excitación al resto del personal. Siempre había ojos oscuros observando cuanto sucedía en las barracas de los esclavos; ahora que el día elegido estaba tan cerca, no confiaban en nadie. Sukeena fue reuniendo poco a poco los objetos pedidos por Hal y agregó unos cuantos que, a su modo de ver, serían también necesarios.

En vísperas de la fuga, Sukeena hizo que Aboli entrara en la zona principal de la residencia, donde nunca antes se le había permitido el ingreso.

—Necesito de tu fuerza para mover el armario tallado del salón de banquetes —le dijo, frente al cocinero y a dos de sus ayudantes.

Aboli fue tras ella, sumiso como un galgo adiestrado. Una vez que estuvieron solos abandonó esa actitud de esclavo manso.

—¡Date prisa! —le advirtió Sukeena—. La señora regresar muy pronto. Está con Juan Lento en el fondo del jardín.

Caminó de prisa hacia la ventana que daba a los prados; aquella extraña pareja continuaba su intensa conversación bajo los robles.

—La depravación de esa mujer no tiene límites —susurró ella, viendo reír a Katinka por algo que había dicho el verdugo—. Haría el amor con un cerdo, con una serpiente venenosa si se le antojara.

Se estremeció al recordar esa lengua ofídica, que había explorado los rincones más secretos de su propio cuerpo. "No volverá a suceder", sé prometió. "Sólo faltan cuatro días para que Althuda quede a salvo. Si ella me convoca antes a su nido le diré que estoy con mis flujos."

Oyó que algo zumbaba en el aire, como una gran ave en vuelo, y vio por sobre el hombro que Aboli estaba probando una de las armas expuestas en el salón; la hacía girar en círculos zumbadores en torno de la cabeza para probar su equilibrio y su temple, lanzando reflejos de luz contra las paredes blancas. La dejó a un lado para tomar otra, pero descartó esa con gesto ceñudo.

—¡Apresúrate! —le rogó ella.

En pocos minutos Aboli había elegido tres armas, no por las piedras preciosas que decoraban las empuñaduras, sino por su liviandad y por el temple del acero. Las tres eran cimitarras fabricadas por los armeros del sha Jahan, del continente indio.

—Fueron hechas para un príncipe mogol y no para la mano de un tosco marinero, pero servir n hasta que pueda reemplazarlas por un buen chafarote de acero Sheffield. —Luego eligió una hoja más corta, un puñal kukri, utilizado por los montañeses de la India, y se afeitó un poco de vello del antebrazo—. Esto servirá para el trabajo más íntimo. —Y lanzó un gruñido de satisfacción.

—He marcado bien las que elegiste —dijo Sukeena—. Ahora vuelve a ponerlas en sus perchas, para que los otros esclavos no vean los espacios vacíos. Te las pasaré la noche antes de la fecha.

Esa tarde salió a la montaña con su sombrero de paja y su canasto. Aunque sus intenciones no eran evidentes para cualquier espectador, se aseguró de mantenerse fuera de la vista en el bosque del gran barranco. Allí había un árbol seco que le había llamado la atención en otras salidas. De la corteza podrida brotaba un manojo de diminutos hongos purpúreos. Se puso un par de guantes para recogerlos. Por debajo tenían un bonito color amarillo. Eran tóxicos, pero sólo en grandes cantidades resultaban fatales. Los había elegido por esa razón, pues no quería cargaren la conciencia la muerte de personas inocentes. Después de guardarlos en el fondo de su cesto, cubiertos por otras raíces y hierbas, descendió por la empinada ladera y cruzó a paso tranquilo los viñedos de la residencia.