Schreuder condujo rápidamente a Limberger por una recitación de su nombre, rango y funciones dentro de la Compañía. Luego le pidió una descripción del Standvastigheid, sus pasajeros y su carga. Limberger leía sus respuestas de la lista que tenía preparada. Cuando hubo terminado, Schreuder le preguntó:

—¿Quién era el propietario de ese barco y de la carga que llevaba?

—La Honorable Compañía Holandesa de las Indias Orientales.

—Ahora bien, capitán Limberger: el cuatro de septiembre de este año, ¿navegaba vuestro barco aproximadamente a treinta y cuatro grados de latitud sur y cuatro grados de longitud oeste, es decir, aproximadamente a cincuenta leguas al sur del Canal de las Aguas?

—En efecto.

—¿Eso sucedía pasado algún tiempo del cese de hostilidad entre Holanda e Inglaterra?

—Así es.

Schreuder tomó de la mesa un libro de bitácora encuadernado en cuero y se lo entregó.

—¿Es este el libro de bitácora que llevabais a bordo de vuestra nave durante ese viaje?

Limberger lo examinó superficialmente.

—Sí, coronel, es mi bitácora.

—Vuestra Excelencia, debo informaros que ese libro de bitácora fue encontrado en posesión del pirata Courtney, tras su captura por las tropas de la Compañía.

Van de Velde hizo un gesto afirmativo. Schreuder se volvió hacia él.

—Tened a bien leernos la última anotación de ese libro.

Después de volver algunas páginas, el capitán leyó en voz alta:

—Cuatro de septiembre de mil seiscientos cincuenta y siete, a las dos campanadas de la guardia matutina. Posición: cuatro grados veintitrés minutos de longitud sur, treinta y cuatro grados cuarenta y cinco minutos de latitud este. Vela extraña a la vista al sudsudeste. Enarbola colores amigos. —Limberger cerró el libro—. La anotación acaba allí.

—Esa vela extraña registrada en vuestro libro de bitácora, ¿correspondía a la carabela Lady Edwina? ¿Enarbolaba ésta el estandarte de la República y de la Compañía?

—Sí a ambas preguntas.

—¿Queréis relatar los acontecimientos que se sucedieron después de haber avistado al Lady Edwina?

Limberger hizo una clara descripción de la captura de su nave, mientras Schreuder destacaba el empleo que Sir Francis había hecho de la falsa enseña para acercarse a distancia de tiro. Una vez que el capitán hubo relatado el abordaje y la lucha a bordo del galeón, Schreuder le pidió una cuenta detallada de los marineros holandeses heridos y muertos. Limberger tenía preparada una lista que entregó a la corte.

—Gracias, capitán. ¿Podéis decirnos qué os sucedió, a vos, vuestros tripulantes y vuestros pasajeros, una vez que los piratas hubieron tomado el control de vuestro barco?

Limberger pasó a describir el viaje hacia el este, en compañía del Lady Edwina, el traspaso de la carga y el equipo de la carabela al galeón y el despacho del Lady Edwina al Cabo, bajo el mando de Schreuder, para negociar los rescates; luego, la llegada a la Laguna de los Elefantes a bordo del galeón tomado y el cautiverio que vivió allí, con sus eminentes pasajeros, hasta su rescate por la fuerza expedicionaria encabezada por Schreuder y Lord Cumbrae.

Cuando el coronel acabó de interrogarlo, van de Velde miró a Hop.

—¿Tenéis alguna pregunta que hacer, Mijnheer?

El empleado se puso de pie, con ambas manos llenas de papeles, violentamente arrebolado. Después de aspirar profundamente, emitió un largo e ininterrumpido tartamudeo. Todos los presentes observaban con interés ese tormento. Por fin habló van de Velde.

—El capitán Limberger tiene intenciones de zarpar hacia Holanda dentro de dos semanas. ¿Os parece que por entonces habréis terminado de formular vuestra pregunta, Hop?

El hombre sacudió la cabeza.

—No hay preguntas —dijo por fin. Y se sentó pesadamente.

—¿Quién es vuestro siguiente testigo, coronel? —preguntó van de Velde, en cuanto Limberger hubo vuelto al sector cercado.

—Me gustaría convocar a la esposa del gobernador designado, Mevrouw Katinka van de Velde. Es decir, si no es molestia para ella.

Hubo un masculino rumor de aprobación cuando Katinka avanzó hacia la silla de los testigos, haciendo susurrar sedas y encajes. Sir Francis sintió que Hal se ponía tieso a su lado, pero no lo miró. Pocos días antes de su captura, al ver que Hal se ausentaba del campamento por largos períodos y comenzaba a descuidar sus tareas, había comprendido que su hijo era prisionero en la trama de esa ramera dorada. Por entonces ya era demasiado tarde para intervenir; de cualquier modo, recordando lo que significaba ser joven y estar enamorado, aunque fuera de una mujer totalmente inadecuada, entendió que era inútil tratar de impedir lo que ya había sucedido. Antes que se presentaran el momento adecuado y los medios debidos para poner fina esas relaciones, Schreuder y el Aguilucho habían atacado el campamento.

Con gran deferencia, Schreuder hizo que Katinka recitara su nombre y situación; luego le pidió que describiera su viaje a bordo del Standvastigheid y cómo se la había tomado prisionera. Ella respondió en voz dulce y clara, palpitante de emoción.

—Decidnos, por favor, cómo fuisteis tratada por vuestros captores, señora.

Katinka empezó a sollozar suavemente.

—He tratado de apartar el recuerdo de mi mente, pues era demasiado doloroso para soportarlo, pero jamás podré olvidar. Se me trató como a un animal enjaulado; me maldecían, me escupían, me tenían encerrada en una choza de paja.

Hasta van de Velde pareció sorprenderse ante ese testimonio, pero cayó en la cuenta de que luciría impresionante en el informe que enviaría a Ámsterdam. Después de leerlo, el padre de Katinka y los otros miembros de los Diecisiete no tendrían más alternativa que aprobar hasta el más duro de los castigos que se impusiera a los prisioneros.

Sir Francis notó el torbellino de emociones que estaba padeciendo Hal, mientras la mujer en la que tanto había confiado derramaba esas mentiras. Sintió que su hijo se derrumbaba físicamente, en tanto ella iba destruyendo su fe.

—Ten valor, hijo mío —dijo quedamente, por el costado de la boca.

Y sintió que Hal erguía la espalda en el duro banco.

—Mi apreciada señora, sabemos que habéis sufrido una prueba terrible a manos de esos monstruos inhumanos. —Por entonces Schreuder temblaba de ira al saber de esa ordalía. Katinka asintió con la cabeza, tocándose primorosamente los ojos con un pañuelo de encaje—. ¿Creéis que animales como estos merecen misericordia o que deberían ser sometidos a toda la fuerza y majestad de la ley?

—El buen Dios sabe que soy sólo una pobre mujer, con el corazón blando y lleno de amor por todo lo que Él ha creado. —A Katinka se le quebró patéticamente la voz—. Pero sé que todos los presentes concordar n conmigo en que un simple ahorcamiento es muy poco para estos criminales incalificables.

Un murmullo de asentimiento se esparció lentamente a lo largo de los bancos, hasta convertirse en un profundo bramido. Querían sangre, como una jaula llena de osos a la hora de comer.

—¡A la hoguera! —gritó una mujer—. No son dignos de que se los considere hombres.

Katinka levantó la cabeza y, por primera vez desde su ingreso, miró a Hal directamente a los ojos, entre sus lágrimas.

El muchacho levantó la barbilla para sostenerle la mirada. Sintió que su amor, su inmenso respeto por ella, se marchitaban como una vid tierna atacada por los hongos. Sir Francis se volvió hacia él. Vio el hielo en los ojos de su hijo y casi pudo sentir el calor de las llamas en su corazón.

—Nunca fue digna de ti —dijo suavemente—. Ahora, al repudiarla, has dado otro gran paso hacia la condición de hombre adulto.

Hal se preguntó si su padre realmente comprendía. ¿Estaba enterado de lo sucedido? ¿Conocía sus sentimientos? De ser así sin duda lo habría rechazado mucho tiempo antes. Giró para mirarlo a los ojos, temiendo verlos llenos de desprecio y repugnancia, pero encontró una mirada tierna de comprensión. Entonces comprendió que lo sabía todo, probablemente desde un principio. Lejos de rechazarlo, su padre le estaba ofreciendo fuerza y redención.

—He cometido adulterio y soy una desgracia para la Orden —susurró—. Ya no soy digno de ser vuestro hijo.

Resonaron los grilletes al posar Sir Francis una mano en la rodilla del muchacho.

—Fue esa ramera la que te extravió. No tienes la culpa. Siempre serás mi hijo y siempre me sentiré orgulloso de ti —susurró.

Van de Velde le dirigió una mirada ceñuda.

—¡Silencio! ¡Basta de murmullos! ¿Es otro contacto con la caña lo que estáis buscando? —Se volvió hacia su esposa—. Habéis sido muy valiente, Mevrouw. Sin duda Mijnheer Hop no querrá incomodaros más.

Transfirió la mirada al infortunado escribiente, que se puso de pie.

—¡Mevrouw! —Esa única palabra surgió seca y clara como un disparo de pistola, sorprendiendo a Hop tanto como al resto de los presentes—. Os agradecemos ese testimonio y no tenemos preguntas que hacer. —Hubo sólo un tartamudeo en la palabra "testimonio". Luego el hombre volvió a sentarse, triunfal.

—Bien dicho, Hop. —Van de Velde le sonrió con aire paternal. Luego dedicó a su esposa una sonrisa afectuosa—. Podéis volver a vuestro asiento, Mevrouw.

En un silencio cargado de lujuria, todos los hombres presentes miraron hacia abajo, en tanto Katinka recogía sus faldas apenas lo suficiente para descubrir sus tobillos perfectos, enfundados en seda blanca, para descender de la plataforma.

En cuanto ella estuvo sentada, Schreuder dijo:

—Ahora, Lord Cumbrae, ¿podemos importunaros?

El Aguilucho subió a la plataforma, adornado con todas sus galas, y pronunció el juramento con una mano apoyada en la piedra de cuarzo amarillo que decoraba la empuñadura de su daga. Una vez que Schreuder hubo establecido quién era y a qué se dedicaba, le preguntó:

—¿Conocéis al capitán pirata llamado Courtney?

—Como a un hermano. —Cumbrae sonrió a Sir Francis—. En otros tiempos fuimos íntimos amigos.

—¿Ya no? —preguntó el coronel, ásperamente.

—¡Ay! Aunque me duela decirlo, nuestros caminos se separaron cuando mi viejo amigo comenzó a cambiar, aunque todavía le tengo un gran afecto.

—¿Cómo fue ese cambio?

—Bueno, Franky siempre fue buen muchacho. Muchas veces navegamos juntos, con tormentas o con días soleados. No había otro a quien yo apreciara más. Era bueno y honrado, valiente y generoso con sus amigos… —Cumbrae se interrumpió, arrugando la frente en una expresión de profunda pena.

—Habláis en pasado, milord. ¿Qué cambió?

—Fue Francis lo que cambió. Al principio, en pequeñas cosas; se volvió cruel con sus cautivos y duro con su tripulación; azotaba y ahorcaba cuando no era necesario. Luego cambió también para con sus viejos amigos; mentía y engañaba para no darles su parte del botín. Se tornó duro y amargado.

—Gracias por vuestra honestidad —dijo Schreuder—. Veo que no os causa ningún placer revelar estas verdades.

—Ningún placer, en absoluto —confirmó Cumbrae, tristemente—. Detesto ver encadenado a mi viejo amigo, aunque Dios todopoderoso sabe que no merece piedad tras su horrorosa conducta para con honrados marinos holandeses y mujeres inocentes.

—¿Cuándo fue la última vez que navegasteis en compañía de Courtney? '

—No hace mucho tiempo: en abril de este año. Nuestras dos naves patrullaban juntas frente a Agujas para abordar a los galeones de la Compañía cuando rodearan el Cabo en dirección a Table Bay.

Entre los espectadores hubo un murmullo de ira patriótica, que van de Velde ignoró.

—¿Eso significa que vos también erais pirata? —Schreuder le clavó una mirada fulminante—. ¿También apresabais a los buques holandeses?

—No, coronel, yo no era pirata. Durante la reciente guerra entre nuestros dos países actué como corsario.

—Por favor, milord, explicadnos la diferencia entre un pirata y un corsario.

—Es simple: el corsario navega bajo una carta de contramarca librada por su soberano en tiempos de guerra; por lo tanto, es legítimamente un guerrero. El pirata es un ladrón, un criminal que lleva a cabo sus depredaciones sin más permiso que el del Señor de las Tinieblas, Satanás en persona.

—Comprendo. ¿Vos teníais una carta de contramarca cuando atacabais a los barcos holandeses?

—En efecto, coronel.

—¿Podéis mostrarnos ese documento?

—¡Naturalmente! —Cumbrae sacó de la manga un rollo de pergamino que entregó a Schreuder.

—Gracias. —El coronel lo desenrolló para mostrarlo a la vista de todos; estaba lleno de cintas escarlatas y sellos de lacre. Luego leyó en voz alta. "Sépase que, por la presente, nuestro bienamado Angus Cochran, conde de Cumbrae…"

—Muy bien, coronel —interrumpió agriamente van de Velde—, no hay necesidad de que lo leáis todo. Entregadme eso, por favor.

Schreuder hizo una reverencia.

—Como Vuestra Excelencia mande.

Le entregó el documento. Van de Velde le echó un vistazo antes de hacerlo a un lado.

—Continuad con el interrogatorio, por favor.

—Milord: el prisionero Courtney ¿también tenía una de esas cartas de contramarca?

—Buen, si la tenía, no puedo dar fe de ello. —El Aguilucho sonrió descaradamente a Sir Francis.

—Si la carta en cuestión hubiera existido, ¿vos lo habríais sabido?

—Sir Francis y yo éramos muy íntimos. Entre nosotros no había secretos. Sí, me lo habría dicho.

—¿Y nunca habló de ese documento con vos? —Schreuder parecía fastidiado, como un pedagogo cuyo discípulo ha olvidado sus parlamentos—. ¿Nunca?

—Oh, sí, ahora recuerdo una ocasión. Le pregunté si tenía un nombramiento real.

—¿Y qué respondió?

—Dijo: "Es sólo un pedazo de papel. ¡Yo no me preocupo por esas basuras!'

—Pero vos navegabais con él, aun sabiendo que no tenía carta alguna.

Cumbrae se encogió de hombros.

—Eran tiempos de guerra y ese asunto no me incumbía.

—Conque estabais con el prisionero frente a Cabo de las Agujas y continuabais atacando a los barcos holandeses, aun después de haberse firmado la paz. ¿Podéis explicarnos eso?

—Es sencillo, coronel: no sabíamos que se hubiera firmado la paz. Es decir, así fue hasta que me crucé con una carabela portuguesa que iba de Lisboa a Goa. Su capitán me dijo que se había firmado la paz.

—¿Cómo se llamaba ese barco portugués?

—El Dragao.

—¿El prisionero Courtney estuvo presente durante ese encuentro?

—No; él patrullaba más al norte. Por entonces estaba más allá del horizonte y yo no lo tenía a la vista.

Schreuder asintió.

—¿Dónde está ahora ese buque?

—Tengo aquí un periódico publicado en Londres hace sólo tres meses. Llegó tres días atrás, en el barco de la Compañía actualmente anclado en la bahía. —El Aguilucho sacó una hoja de la manga, con el garboso ademán de los magos—. El Dragao se perdió con todos sus tripulantes en una tormenta, frente al Golfo de Vizcaya, mientras efectuaba el viaje de regreso.

—¿Qué respondió a vuestras súplicas?

—Apuntó sus cañones contra mi barco, matando a doce de mis marineros, y me atacó con naves incendiarias. —El Aguilucho meneó la cabeza ante el recuerdo de ese pérfido tratamiento, recibido de un antiguo amigo y compañero—. Fue entonces cuando vine a Table Bay, a fin de informar al gobernador Kleinhans que conocía el paradero del galeón, y le ofrecí encabezar una expedición para recapturar al buque y a su carga.

—¿Eso significa que no hay manera de probar o negar vuestro encuentro con él frente a Agujas?

—Tendréis que aceptar mi palabra, coronel. —Cumbrae se acarició la gran barba roja.

—¿Qué hicisteis al saber de la paz entre Inglaterra y Holanda?

—Como hombre honrado, sólo había una cosa que pudiere hacer. Interrumpí ni patrulla y fue en busca del Lady Edwina.

—¿Para dar aviso de que la guerra había terminado?

—Por supuesto, y para decir a Franky que, como mi carta de contramarca ya no tenía validez, retornaba a la patria.

—¿Os encontrasteis con Courtney? ¿Le disteis ese mensaje?

—Lo encontré a pocas horas de navegación. Estaba al norte de mi posición, a unas veinte leguas de distancia.

—¿Qué respondió cuando le dijisteis que la guerra había terminado?

—Dijo: "Puede haber terminado para vos, pero para mí no: Con lluvia o con sol, con viento o calma, en la guerra o en la paz, voy a cazar una cabeza de queso bien gorda".

Se oyó un feroz resonar de cadenas. Daniel, el Grandote, se levantó de un salto, arrancando del banco a la diminuta silueta de Ned Tyler.

—¡No hay una sola palabra de verdad en todo eso, maldito escocés mentiroso! —tronó.

Van de Velde se puso de pie, agitando un dedo hacia Daniel.

—¡Siéntate, bestia inglesa, si no quieres que te haga azotar! Y no será con la caña liviana.

Sir Francis se volvió para sujetar a Daniel por el brazo.

—Calma, maese Daniel —dijo quedamente—. No deis al Aguilucho el placer de vernos sufrir.

El Grandote se sentó, murmurando furiosamente para sus adentros, pero no desobedeció a su capitán.

—El gobernador van de Velde tomará nota, sin duda, del carácter rebelde y desesperado de estos villanos —apuntó Schreuder. Luego volvió su atención hacia el Aguilucho—. ¿Volvisteis a ver a Courtney antes de hoy?

—Sí, en efecto. Cuando supe que, pese a mis advertencias, Había tomado un galeón de la Compañía, fui en su busca para reprochárselo. Le pedí que dejara ir a la nave con su carga y que pusiera en libertad a los rehenes que retenía para pedir rescate.

—¿Qué respondió a vuestras súplicas?

—Apuntó sus cañones contra mi barco, matando a doce de mis marineros, y me atacó con naves incendiarias. —El Aguilucho meneó la cabeza ante el recuerdo de ese pérfido tratamiento, recibido de un antiguo amigo y compañero—. Fue entonces cuando vine a Table Bay, a fin de informar al gobernador Kleinhans que conocía el paradero del galeón, y le ofrecí encabezar una expedición para recapturar al buque y a su carga.

—Como militar, no puedo menos que elogiar vuestra conducta ejemplar, milord. No tengo más preguntas que hacer, Vuestra Excelencia. —Schreuder hizo una reverencia ante van de Velde.

—Hop, ¿tenéis alguna pregunta? —inquirió van de Velde.

El escribiente, confundido, echó una mirada suplicante a Sir Francis.

—Vuestra Excelencia —tartamudeó—, ¿podría hablar a solas con Sir Francis, siquiera por un minuto?

Por un momento pareció que van de Velde iba a denegar el pedido, pero se pasó una mano cansada por la frente.

—Si insistís en demorar constantemente estos procedimientos, Hop, nos estaremos aquí toda la semana. Muy bien, hombre, podéis hablar con el prisionero, pero tratad de ser rápido.

Hop se acercó apresuradamente al prisionero y se inclinó hacia él para hacerle una pregunta. Escuchó lo que sir Francis le susurraba con expresión de horror, asintiendo repetidas veces con la cabeza, y regresó a su sitio.

Clavó la vista en sus papeles, respirando como el pescador de perlas que está a punto de zambullirse a veinte brazas de profundidad. Por fin levantó la cabeza para gritar a Cumbrae:

—¡La primera noticia de que la guerra había terminado la tuvisteis cuando tratasteis de robar al Golondrina de Table Bay y el coronel Schreuder os lo dijo!

Surgió en un solo impulso, sin pausa, pero fue un parlamento largo. Hop se tambaleó hacia atrás, jadeando por el esfuerzo.

—¿Habéis perdido el seso, Hop? —bramó van de Velde—. ¿Estáis acusando a un aristócrata de mentiroso, pedazo de boñiga?

El escribiente se llenó nuevamente los pulmones y, asiendo su frágil valor con ambas manos, volvió a gritar:

—Tuvisteis la carta de contramarca del capitán Courtney en vuestras manos y se la agitasteis en la cara mientras la quemabais por completo.

Una vez más, la afirmación había surgido con fluidez, pero Hop estaba agotado. Quedó jadeando.

Van de Velde se puso de pie.

—Si pretendéis avanzar en la Compañía, Hop, vais por muy mal camino. Venís aquí a arrojar acusaciones descabelladas aun hombre de alto rango. ¿No conocéis vuestro lugar, gusano de alcantarilla? ¿Cómo os atrevéis a comportaros así? Sentaos antes que os haga azotar.

Hop cayó en su asiento como si hubiera recibido un balazo de mosquete en la cabeza. Van de Velde se dirigió al Aguilucho, respirando con agitación.

—Os debo una disculpa, milord. Todos los presentes saben que vuestra participación fue fundamental para rescatar a los rehenes y salvar al Standvastigheid de las garras de estos villanos. Ignorad esas declaraciones insultantes, por favor, y volved a vuestro asiento. Os agradecemos la ayuda.

Mientras Cumbrae cruzaba el salón, van de Velde notó súbitamente que el escribiente garabateaba con afán.

—No anotéis eso, estúpido. No formaba parte de los procedimientos de la corte. A ver, dejadme ver vuestro registro.

Arrebató el papel al empleado. Mientras leía se le oscureció el rostro. Arrancando la pluma de manos del escribiente, hizo una serie de grandes rasgaduras para expurgar aquellas partes del texto que le resultaban ofensivas. Luego empujó nuevamente el registro hacia el empleado.

—Usad la inteligencia. El papel es un artículo costoso. No lo malgastéis anotando cosas sin importancia. —Luego transfirió su atención a los dos abogados—. Caballeros: me gustaría que este asunto quedara resuelto hoy mismo. No quiero provocar gastos innecesarios a la Compañía con nuevas pérdidas de tiempo. Coronel Schreuder, creo que habéis hecho una presentación muy convincente del caso contra los piratas. Espero que no tengáis intenciones de complicar inútilmente las cosas convocando a más testigos, ¿o sí?

—Como Vuestra Excelencia guste. Pensaba llamar a otros diez…

—¡Cielo santo! —exclamó van de Velde, horrorizado—. Eso es totalmente innecesario.

Schreuder le hizo una profunda reverencia y se sentó. El gobernador designado agachó la cabeza como un toro a punto de embestir, mirando al abogado por la defensa.

—¡Hop! —bramó—. Ya habéis visto lo razonable que es el coronel Schreuder y su excelente ejemplo de economía de palabras y tiempo. ¿Cuáles son vuestras intenciones?

—¿Puedo llamar a Sir Francis Courtney a prestar testimonio? —tartamudeó el empleado.

—Os aconsejo enérgicamente que no lo hagáis —respondió van de Velde, ominoso—. Eso beneficiaría muy poco a vuestra causa.

—Quiero demostrar que él tenía una carta de contramarca librada por el Rey inglés y que ignoraba el final de la guerra —insistió Hop, obstinado.

Van de Velde se puso carmesí.

—Maldito seáis, Hop. ¿No habéis escuchado una palabra de lo que he dicho? Conocemos perfectamente esa línea de defensa y la tomaré en cuenta al estudiar mi veredicto. No hace falta que regurgitéis esas mentiras.

—Me gustaría que el prisionero lo dijera, sólo para que conste en actas. —Hop estaba próximo a las lágrimas; sus palabras renqueaban penosamente sobre su lengua paralizada.

—Estáis poniendo a prueba mi paciencia, Hop. Si continuáis así, os iréis a bordo del primer barco que zarpe hacia Ámsterdam. No puedo permitir que un servidor desleal siembre el disenso y la sedición en toda la colonia.

Hop pareció alarmado al oírse describir en esos términos y capituló con presteza.

—Pido disculpas por demorar el trabajo de esta honorable corte. La defensa ha terminado.

—¡Así me gusta! Habéis hecho un buen trabajo, Hop. Lo haré notar en mi próximo informe a los Diecisiete. —La cara de van de Velde, ya recuperado su color natural, dirigió una jovial sonrisa a los presentes—. Se levanta la sesión hasta las cuatro de la tarde. Llevad a los prisioneros de regreso a las mazmorras.

Para no tener que desengrillar a padre e hijo, el carcelero Manseer encerró a Hal en la celda solitaria, cerca del tope de la escalera caracol, y llevó a los otros abajo.

Hal y sir Francis se sentaron juntos en la losa de piedra que servía de cama. En cuanto estuvieron solos, el muchacho estalló:

—Quiero explicaros lo de Katinka… es decir, la esposa del gobernador…

Su padre lo abrazó torpemente, impedido por las cadenas.

—Por imposible que parezca ahora, en otros tiempos yo también fui joven. No necesitas mencionar a esa ramera nunca más. No es digna de que pienses en ella.

—Jamás amaré a otra mujer, mientras viva —dijo Hal, amargamente.

—Lo que sentías por esa mujer no era amor, hijo mío. —Sir Francis meneó la cabeza—. El amor es una moneda preciosa. Cámbiala sólo en un mercado donde no vuelvan a estafarte.

En ese momento se oyó un golpecito en los barrotes de la celda vecina.

—¿Cómo marcha el juicio, capitán Courtney? —preguntó Althuda—. ¿Os han hecho probar la justicia de la Compañía?

Sir Francis alzó la voz para responder.

—Es como vos predijisteis, Althuda. Resulta obvio que ya la habéis experimentado.

—El gobernador es el único dios de este pequeño paraíso llamado Buena Esperanza. Aquí, justicia es lo que rinde ganancias a la Compañía Holandesa de las Indias Orientales o un soborno a sus empleados. ¿Ya se os ha declarado culpables?

—Todavía no. Van de Velde ha ido a llenarse la barriga.

—Rezad porque aprecie menos la venganza que tener mano de obra para sus murallas. De ese modo aún podríais escapar de entre los dedos de Juan Lento. ¿Hay algo que les ocultéis? Algo que ellos deseen de vos; que traicionéis a un camarada, quizá. Si eso no existe, tal vez os libréis del cuartito donde Juan Lento hace su trabajo, debajo de la armería.

—No ocultamos nada —aseguró Sir Francis—. ¿Verdad, Hal?

—Nada —confirmó el muchacho, con lealtad.

—Pero van de Velde cree que sí —añadió Sir Francis.

—En ese caso, amigo mío, sólo puedo desear que el Todopoderoso Alá se apiade de vosotros.

Esas últimas horas transcurrieron con demasiada rapidez para Hal. Él y su padre pasaron el tiempo conversando en voz baja. De vez en cuando Sir Francis sufría un ataque de tos. Sus ojos tenían un brillo febril a la luz mortecina; su piel estaba caliente y pegajosa. Hablaba de High Weald como si supiera que jamás volvería a ver el hogar. Mientras él describía el río y la colina, Hal recordó confusamente los salmones que remontaban las aguas en la primavera, los venados que bramaban en la época del celo. Cuando habló de su esposa, el muchacho trató de rememorar la cara de su madre, pero no vio a la persona de carne y hueso sino a la mujer de la miniatura que había dejado enterrada en la Laguna de los Elefantes.

—En estos últimos años se me ha borrado de la memoria —admitió sir Francis—. Pero ahora su rostro vuelve a mí con nitidez, tan joven, fresco y dulce como en los mejores momentos. ¿Será porque pronto volveremos a estar juntos? ¿Me estará esperando?

—Sé que así es, padre. —Hal le brindó el consuelo que le hacía falta—. Pero yo te necesito más y estoy seguro de que pasaremos juntos muchos años antes que te reúnas con mi madre.

Sir Francis sonrió tristemente, levantando la vista hacia el ventanuco.

—Anoche trepé hasta allí para mirar por los barrotes. El cometa rojo aún estaba en el signo de Virgo. Parecía más próximo y más feroz, pues su cola ardiente había borrado mi estrella por completo.

Oyeron las fuertes pisadas de los guardias que se acercaban y el estruendo de las llaves en la puerta de hierro. Sir Francis se volvió hacia Hal.

—Deja que te bese por última vez, hijo mío.

Sus labios estaban secos y calientes por la fiebre que tenía en la sangre. El contacto fue breve; luego se abrió la puerta.

—No hagáis esperar al gobernador ni a Juan Lento —dijo el sargento Manseer, con jovialidad—. Afuera, vosotros dos.

Entre los espectadores presentes en la sala de tribunales, la atmósfera era la de una riña de gallos un momento antes que las aves salgan a hacerse trizas, en una nube de plumas al vuelo.

Sir Francis y Hal encabezaron la larga fila de prisioneros. Hal, sin poder contenerse, echó un vistazo hacia el sector cercado del extremo. Katinka estaba en su sitio, en el centro de la primera fila, con Zelda sentada directamente detrás. La criada lo miró con una sonrisa maliciosa. Katinka, en cambio, sonreía con suave contento; sus ojos chispeaban con luces violáceas que parecían iluminar los oscuros rincones del salón.

Hal apartó rápidamente la vista, sobresaltado por el odio ardoroso que había reemplazado a su reciente adoración. Se preguntó cómo podía haber sucedido tan de súbito; si hubiera tenido una espada a mano, no habría vacilado en hundir la punta entre sus blancos pechos.

Mientras se dejaba caer en su asiento tuvo el impulso de mirar otra vez a los espectadores amontonados. Quedó helado al ver otro par de ojos, pálidos y vigilantes como los de un leopardo, fijos en el rostro de su padre.

Juan Lento estaba sentado en la primera fila de la galería; su aspecto era el de un predicador, con ese puritano traje negro y el sombrero de ala ancha bien plantado en la cabeza.

—No lo mires —dijo Sir Francis, en voz queda.

Y Hal comprendió que también él sentía intensamente el escrutinio de esos extraños ojos descoloridos.

En cuanto se hizo en el salón un silencio expectante, van de Velde apareció por la puerta que daba a la cámara de audiencias. Traía una sonrisa expansiva y la peluca levemente torcida. Por su leve eructo fue evidente que había almorzado bien. Luego miró a los prisioneros, con expresión tan benigna que Hal sintió una injustificada esperanza en cuanto al resultado de aquello.

—He analizado las evidencias presentadas ante esta corte —comenzó el gobernador, sin preámbulos—, y debo decir, desde un principio, que me impresionó la manera en que ambos abogados presentaron sus casos. El coronel Schreuder fue un paradigma de precisión y exactitud…

Esas palabras largas y difíciles lo hicieron vacilar. Soltó otro eructo. Hal creyó detectar una vaharada de ajo y comino en el aire caldeado que llegó a él segundos después.

A continuación, van de Velde volvió hacia Jacobus Hop una mirada paternal.

—El abogado por la defensa se comportó admirablemente, presentando bien un caso indefendible, tal como voy a registraren su foja de servicios.

Hop cabeceó, enrojecido de gratificación.

—¡No obstante! —Ahora el gobernador miraba directamente hacia los bancos de los prisioneros—. Mientras analizaba las evidencias he pensado mucho en la defensa presentada por Mijnheer Hop, en cuanto a que los piratas operaban bajo una carta de contramarca expedida por el Rey de Inglaterra, y que cuando atacaron al galeón Standvastigheid, propiedad de la Compañía, no estaban informados de que hubieran cesado las hostilidades entre los países beligerantes de la reciente guerra. Me he visto obligado, por irrefutables evidencias contrarias, a rechazar por completo esta línea de defensa. Por lo tanto, declaro a los veinticuatro acusados culpables de piratería en alta mar, robo, secuestro y homicidio.

Los prisioneros lo miraban en pálido silencio.

—¿Hay algo que deseéis decir antes de que dicte sentencia contra vosotros? —preguntó van de Velde, abriendo su caja de rapé.

La voz de Sir Francis resonó en todo el salón.

—Somos prisioneros de guerra. No tenéis derecho a encadenarnos como a esclavos. Tampoco a juzgarnos ni a dictar sentencia contra nosotros.

Van de Velde aspiró una pizca de rapé por cada fosa nasal; luego estornudó con deleite, rociando al escribiente de la corte que estaba sentado junto a él. El hombre cerró el ojo más próximo al gobernador, pero su pluma siguió volando por la página, en un esfuerzo por no retrasarse con respecto a los procedimientos.

—Creo que vos y yo hemos discutido previamente esta opinión. —Van de Velde dirigió hacia Sir Francis una cabezada burlona—. Ahora procederé a sentenciar a estos piratas. Me ocuparé primeramente de los cuatro negros. Que se pongan de pie las siguientes personas: ¡Aboli! ¡Matesi! ¡Jiri! ¡Kimatti!

Los cuatro estaban engrillados de a dos; empujados por los guardias, se adelantaron hasta el estrado, arrastrando los pies. Van de Velde los observó con aire severo.

—He tenido en cuenta que sois salvajes ignorantes y que, por lo tanto, no se puede esperar que os comportéis como cristianos decentes. Aunque vuestros crímenes ofenden al cielo y piden castigo a gritos, me inclino hacia la misericordia. Os condeno a la esclavitud de por vida. Seréis vendidos por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales al mejor postor en subasta pública; los dineros provenientes de esa venta ingresarán en el tesoro de la Compañía. ¡Lleváoslos, sargento!

Mientras los sacaban del salón, Aboli desvió la mirada hacia Sir Francis y Hal. Aunque su rostro oscuro permanecía impávido tras la máscara de los tatuajes, sus ojos les enviaron el mensaje del corazón.

—A continuación sentenciaré a los piratas blancos —anunció van de Velde—. Que los siguientes prisioneros se pongan de pie. —Leyó de la lista que tenía en la mano—: Henry Courtney, primer oficial. Ned Tyler, contramaestre. Daniel Fisher, contramaestre. William Rogers, marinero…

Leyó todos los nombres, salvo el de Sir Francis Courtney. Cuando éste se levantó junto con su hijo, van de Velde lo detuvo.

—¡Vos no! Sois el capitán y el instigador de esta banda de pillos. Para vos tengo otros planes. Que el armero lo separe de los otros prisioneros.

El hombre se adelantó precipitadamente, llevando el saco en que guardaba sus herramientas, y trabajó rápidamente para separar los grilletes de la cadena que unía a Hal con su padre.

Sir Francis quedó solo en el largo banco, mientras el muchacho se adelantaba para situarse a la cabeza de los prisioneros, ante el estrado. Van de Velde los estudió cara por cara, comenzando por un extremo de la fila y moviendo lentamente los ojos lúgubres hasta llegar a Hal.

—En mi vida he visto semejante hatajo de asesinos. Mientras estéis sueltos no habrá hombre ni mujer honrados que puedan sentirse a salvo. Sólo sois dignos de la horca.

Mientras contemplaba a Hal se le ocurrió súbitamente una idea. Buscó con la mirada al Aguilucho, que estaba sentado junto a la encantadora Katinka.

—¡Milord! —llamó—. ¿Podemos intercambiar una palabra en privado?

Dejando de pie a los prisioneros, van de Velde incorporó su mole para anadear hacia las puertas de la sala de audiencias. El Aguilucho lo siguió, después de hacer una rebuscada reverencia a Katinka.

Al ingresar en la cámara encontró a van de Velde eligiendo un bocado de la bandeja de plata que descansaba sobre la mesa lustrada. Se volvió hacia Cumbrae con la boca ya colmada.

—Acaba de ocurrírseme una idea. Si debo enviar a Francis Courtney al verdugo para que se lo interrogue sobre el paradero de la carga faltante, ¿no debería enviar también a su hijo? Es seguro que Courtney estaba con él cuando escondió el tesoro o, cuando menos, le dijo dónde estaba. ¿Qué os parece, milord?

El Aguilucho se tironeó de la barba con expresión grave, mientras fingía analizar la cuestión. Estaba esperando que el grandísimo cerdo llegara a esa conclusión y tenía preparada la respuesta desde hacía tiempo. Estaba seguro de que Sir Francis Courtney jamás revelaría el paradero de su fortuna, ni siquiera bajo los tormentos más persistentes y astutos. Era demasiado terco y tozudo. Sólo había un caso en el que podría capitular: para salvar a su único hijo.

—Creo, Vuestra Excelencia, que ninguna otra persona viviente sabe dónde está el tesoro, aparte del mismo pirata. Es demasiado avaricioso y suspicaz para confiar en otro ser humano.

Van de Velde, dubitativo, se sirvió otro bocado con curry. Mientras él masticaba, el Aguilucho buscaba los mejores argumentos, por si el hombre quería seguir discutiendo. Estaba seguro de que Hal Courtney sabía dónde estaba el tesoro del Standvastigheid. Más aún: también debía de conocer el escondrijo del Heerlycke Nacht. A diferencia de su padre, el joven sería incapaz de resistir el interrogatorio de Juan Lento; más aún: aunque resultara más fuerte de lo que Cumbrae pensaba, era seguro que su padre se quebraría al ver a su hijo en el potro. De un modo u otro, los dos conducirían al holandés hasta el tesoro. Y eso era lo último que el Aguilucho podía permitir.

Su expresión grave estuvo a punto de quebrarse en una sonrisa al captar la ironía: estaba obligado a salvar a Henry Courtney de las atenciones de Juan Lento. Pero si quería apoderarse del tesoro, debía asegurarse de que tampoco el padre informara primero a los cabeza de queso. El mejor lugar para Sir Francis era el patíbulo; el mejor lugar para su cachorro, la mazmorra, bajo las murallas del castillo.

Una nueva sonrisa, esta vez incontenible, le subió a los labios al pensar que, mientras el verdugo estuviera enfriando sus hierros en la sangre de sir Francis, el Gull iría navegando a toda vela hacia la Laguna de los Elefantes, para extraer aquellos sacos de barras y monedas de oro de cualquier escondrijo en que Sir Francis las hubiera almacenado.

Por fin volvió la sonrisa hacia van de Velde.

—No, Vuestra Excelencia: os aseguro que sólo Francis Courtney sabe dónde está. Puede parecer duro y lanzar bravatas, pero en cuanto Juan Lento comience a trabajar con él, Franky se abrirá de piernas como una ramera ante una guinea de oro. Mi consejo es que pongáis a Henry Courtney a trabajar en el castillo y dejéis que su padre os conduzca hacia el botín.

¡Ja! —asintió van de Velde—. Eso es lo que yo mismo pensaba. Sólo quería que me lo confirmarais. —Se metió un último bocado en la boca y continuó hablando—. Bien, vamos a terminar con este asunto, pues.

Los prisioneros encadenados seguían esperando junto al estrado, como bueyes entre las varas, cuando el gobernador se instaló nuevamente en su silla.

—La horca y el patíbulo son vuestro hogar natural, pero son demasiado poco para vosotros. Os sentencio, a todos y a cada uno, a trabajos forzados de por vida al servicio de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, en cuyo perjuicio conspirasteis y a cuyos servidores habéis maltratado. No creáis que esto es bondad o debilidad de mi parte. Llegar el momento en que imploréis entre lágrimas al Todopoderoso por la muerte fácil que os niego hoy. Lleváoslos y ponedlos inmediatamente a trabajar. El verlos ofende mi vista y la de todos los hombres honrados.

En tanto los sacaban del salón, Katinka hizo un gesto de fastidio y frustración. Lord Cumbrae se inclinó hacia ella para preguntar:

—¿Qué es lo que os preocupa, señora?

—Temo que mi esposo haya cometido un error. Debería haberlos enviado a la hoguera.

Se le negaba la emoción de ver trabajar a Juan Lento en ese hermoso muchacho, de escuchar sus alaridos. Habría sido un final profundamente satisfactorio para ese amorío. El marido acababa de privarla de ese placer, después de habérselo prometido. Decidió que, a cambio, lo haría sufrir.

—¡Ah, señora! Lo mejor es saborear la venganza como a una pipa llena de buen tabaco de Virginia, en vez de engullirla de una sola vez. En el futuro, cuando vuestro capricho lo quiera, bastar con que miréis hacia las murallas del castillo para ver cómo se los mata lentamente, a fuerza de trabajo.

Hal pasó cerca de su padre, que seguía sentado en el largo banco, con aspecto desamparado y enfermo, lacios y grasientos el pelo y la barba; las negras ojeras ofrecían un impresionante contraste con lo pálido de su piel. Sin poder soportarlo, el muchacho gritó:

—¡Padre!

Iba a correr hacia él cuando el sargento Manseer se plantó ante él, con la caña en la mano derecha, haciéndolo retroceder.

Su padre no levantó la cabeza. Hal comprendió que ya se había despedido, que estaba en ese lejano territorio donde sólo Juan Lento podría alcanzarlo.

Cuando los convictos hubieron abandonado el salón y las puertas se cerraron tras ellos, se hizo el silencio. Todas las miradas descansaban en la solitaria figura del primer banco.

—Francis Courtney —dijo van de Velde, en voz bien alta— ¡de pie!

Sir Francis echó la cabeza atrás, apartándose el pelo entrecano de los ojos, y apartó las manos de los guardias para levantarse sin ayuda. Marchó hacia el estrado con la frente alta. La camisa desgarrada flameaba contra su espalda desnuda, donde los golpes de la caña empezaban a secarse en negras costras.

—Francis Courtney: no es por casualidad, sin duda, que seos bautizó con el nombre del más notorio de todos los piratas, ese tunante de Francis Drake.

—Tengo el honor de llevar el nombre de ese famoso marino confirmó Sir Francis, suavemente.

—Y yo tengo el gran honor de dictar sentencia contra vos. Os sentencio a muerte.

Van de Velde esperó a que el condenado demostrara alguna emoción, pero éste continuó mirándolo inexpresivamente. Por fin el gobernador se vio obligado a continuar:

—Repito: estáis sentenciado a muerte, pero seréis vos mismo quien escoja la manera de morir. —Abruptamente dejó escapar una risotada suave—. No hay muchos delincuentes de vuestro calibre que sean tratados con tanta condescendencia.

—Con vuestro permiso, reservaré cualquier expresión de gratitud para cuando haya oído el resto de vuestra propuesta murmuró Sir Francis.

Van de Velde dejó de reír.

—No toda la carga del Standvastigheid ha sido recuperada, pues aún falta la parte más valiosa. No tengo dudas de que la ocultasteis antes de ser capturado por las tropas de la honorable Compañía. ¿Estáis dispuesto a revelar el escondrijo de la carga faltante a los funcionarios de la Compañía? En ese caso, vuestra ejecución será por medio de un limpio y rápido degüello.

—No tengo nada que deciros —manifestó Sir Francis, como si el asunto no le interesara.

—En ese caso, temo que se os repetirá la misma pregunta bajo compulsión extrema por parte del verdugo oficial. —Van de Velde chasqueó suavemente los labios, como si esas palabras tuvieran buen sabor—. Si respondéis plenamente y sin reservas, el hacha del verdugo pondrá rápido fin a vuestros sufrimientos. Si mantenéis vuestra obstinación, se continuar con el interrogatorio. En todo momento la elección seguirá estando en vuestras manos.

—Vuestra Excelencia es un dechado de misericordia —comentó Sir Francis, con una reverencia—, pero no puedo responder a la pregunta, pues nada sé de la carga que mencionáis.

—Bien, que Dios Todopoderoso tenga piedad de vuestra alma concluyó van de Velde. Y se volvió hacia el sargento Manseer. —Llevaos al prisionero y ponedlo a cargo del verdugo oficial. Hal hacía equilibrios en el andamiaje de un muro sin terminar, en el bastión oriental del castillo. Aunque ese era apenas el segundo día de los trabajos forzados que durarían hasta el fin de su vida natural, ya tenía las palmas y ambos hombros despellejados por las sogas y los toscos bloques de piedra. Se había aplastado la punta de un dedo, cuya uña tenía el color purpúreo de las uvas. Cada bloque de mampostería pesaba una tonelada, pero era preciso subirlos a mano por el endeble andamiaje de tablas y cañas de bambú.

Con él trabajaban El Grandote Daniel y Ned Tyler; ninguno de los dos se había recuperado por completo de sus heridas. Las lesiones estaban a la vista, pues sólo vestían harapientas faldas de lona.

A Daniel, la bala de mosquete le había dejado un profundo cráter purpúreo en el pecho y una garra de león en la espalda, allí donde Hal había debido cortar. Las costras de esas heridas se habían partido con los esfuerzos y volvían a manar una linfa acuosa, teñida de sangre.

Ned tenía en el muslo una herida de espada que reptaba como una roja enredadera, haciéndolo cojear pesadamente a lo largo del andamio. Las privaciones sufridas en la bodega del Gull los habían dejado sin un gramo de grasa, flacos como galgos; músculos y huesos asomaban claramente bajo la piel enrojecida por el Sol.

Aunque todavía brillaba el Sol, el viento invernal soplaba desde el noroeste, lijándoles el cuerpo como vidrio molido. Tiraron al unísono de la pesada cuerda de esparto; entre el chirriar de las poleas, la gran piedra amarilla abandonó la carreta, allá abajo, para iniciar su peligroso ascenso por la elevada estructura.

El día anterior, un andamiaje del bastión meridional se había derrumbado bajó el peso de las piedras, arrojando a tres de los convictos, que encontraron la muerte en los guijarros. Hugo Barnard, el capataz, había murmurado junto a los cadáveres triturados:

—Tres pájaros de una sola pedrada. Al próximo idiota que se mate lo haré azotar hasta que le quede un hilo de vida. —Y festejó con una carcajada su propio humor patibulario.

Daniel se enroscó una vuelta de cuerda al hombro sano para inmovilizarla, mientras el resto del equipo sujetaba el bloque, que se balanceaba, para subirlo al andamio. Entre todos lo instalaron sobre el muro, siguiendo las instrucciones que les gritaba el albañil holandés. Una vez que estuvo en su sitio, todos se hicieron atrás, jadeando, con todos los músculos del cuerpo doloridos y trémulos por el esfuerzo. Pero no había tiempo para descansar. Hugo Barnard, desde el patio, ya les estaba chillando:

—Bajad ese aparejo. Pronto, si no queréis que suba a daros un toque de persuasión —e hizo restallar las correas anudadas de su látigo.

Daniel echó un vistazo por sobre el borde del andamio. De pronto se puso rígido.

—Allá van Aboli y los otros— dijo a Hal, mirándolo por sobre el hombro.

El muchacho se acercó a él para mirar hacia abajo. Por la puerta de la mazmorra había salido una pequeña procesión. Los cuatro marineros negros eran llevados afuera, engrillados con cadenas livianas.

—Qué suerte tienen, los cretinos —murmuró Ned Tyler.

En vez de ser incluidos en los equipos de trabajos forzados, los negros habían permanecido en el calabozo, descansando; todos los días se les proporcionaba una comida adicional para engordarlos antes de venderlos en subasta pública. Esa mañana Manseer había ordenado a los cuatro que se desnudaran por completo. El doctor SAR, cirujano de la Compañía, entró en la celda para hurgarlos e inspeccionarles las orejas y la boca, hasta quedar satisfecho en cuanto a su estado de salud. Luego Manseer les ordenó que se untaran de pies a cabeza con el aceite de un frasco. Ahora los cuatro relumbraban a la luz del Sol como ébano pulido. Aunque todavía estaban flacos y algo ojerosos, con esa capa de aceite parecían perfectos especímenes de humanidad. Los llevaron por el portón del castillo hacia la plaza de armas, donde ya se había reunido una muchedumbre.

Antes de cruzar los portones, Aboli levantó la cabezota redonda hacia los andamios donde estaba Hal. Sus ojos se encontraron por un momento. No había necesidad de gritarse un mensaje, arriesgándose a un golpe de caña. Aboli continuó la marcha sin mirar atrás.

La tarima de subastas era una estructura improvisada, que en otras oportunidades se utilizaba como patíbulo donde exhibirlos cadáveres de los criminales ejecutados. Los cuatro subieron a la plataforma junto con el doctor Saar, que se dirigió a la multitud.

—He examinado a los cuatro esclavos que hoy se ofrecen a la venta —declaró, bajando la cabeza para mirar por sobre sus lentes y puedo asegurar que todos ellos gozan de buena salud. Tienen buena dentadura, buena vista y todos sus miembros sanos.

Reinaba un humor festivo. El anuncio del médico fue recibido con aplausos; cuando bajó de la tarima para volver precipitadamente al castillo, se lo despidió con irónicos vítores. Jacobus Hop dio un paso adelante, levantando una mano para pedir silencio. Luego leyó la proclama de la venta. La muchedumbre reía, imitando sus tartamudeos.

—Por orden de Su Excelencia, el gobernador de esta colonia de la honorable Compañía Holandesa de las Indias Orientales, estoy autorizado a ofrecer a la venta, al mejor postor, cuatro esclavos negros… —Se interrumpió para quitarse respetuosamente el sombrero, pues el carruaje abierto del gobernador descendía desde la residencia, atravesando los jardines. Los seis lustrosos rucios se detuvieron en la plaza de armas. En los asientos de cuero viajaban Lord Cumbrae y la esposa del gobernador, con el coronal Schreuder sentado frente a ellos, de espaldas a las varas.

La muchedumbre se abrió para dar paso al vehículo, que se acercó hasta el pie de la tarima. Allí Fredricus, el cochero de color, detuvo al tiro y bajó el freno de mano. Ninguno de los pasajeros se apeó. Katinka, elegantemente reclinada contra el asiento, hacía girar su sombrilla y parloteaba alegremente con los dos hombres.

La llegada de esos ilustres visitantes llenó de confusión a Hop, haciendo que tartamudeara en la plataforma, parpadeando bajo el Sol, hasta que Schreuder ordenó, impaciente:

—¡Continuad de una vez, amigo! No hemos venido para veros boquear así.

El escribiente volvió a ponerse el sombrero y le dedicó una reverencia; luego, otra a Katinka. Por fin alzó la voz.

—El primer lote consiste en el esclavo Aboli. Tiene unos treinta años de edad y parece ser miembro de la tribu qwanda, de la costa oriental de África. Como sabéis, los negros qwandas son muy apreciados para las labores rurales y como pastores. También se lo podría adiestrar como excelente carrero o cochero. —Hizo una pausa para enjugarse la cara sudorosa y dominarlos tropezones de su lengua—. Se dice que Aboli es hábil para la caza y la pesca. Con cualquiera de esas ocupaciones representaría un buen ingreso para su propietario.

—¿No nos estáis ocultando algo, Mijnheer Hop? —inquirió Katinka, alzando la voz.

Una vez más Hop se vio lanzado al desconcierto. Su tartamudeo se tornó tan agónico que apenas pudo dar una respuesta.

—Respetada señora, estimadísima señora… —Alargó las manos con las palmas hacia arriba. —Os aseguro que…

—¿Ofreceríais a la venta un toro con ropas? —acusó la dama. ¿Cómo esperáis que pujemos por algo que no está a la vista?

Al captar su intención, el empleado se tranquilizó.

—¡Desvístete! —Ordenó a Aboli en voz alta, para alimentar su coraje frente a ese gigantesco salvaje.

Por un momento Aboli lo miró sin perturbarse. Luego, despectivamente, desató el nudo de su taparrabo y lo dejó caer a las tablas.

Desnudo y magnífico, miró por sobre todas las cabezas hacia la montaña aplanada. Entre la multitud hubo un siseo sofocado. Una de las mujeres lanzó un chillido; otra rió con nerviosismo, pero nadie apartó los ojos.

—¡Diantre! —Fue Cumbrae quien quebró la pesada pausa, con una risa entre dientes—. Quien lo compre se llevar el peso justo. No hay engaño posible con esa morcilla enorme. ¡Ofrezco quinientos guldens!

—¡Cien más! —anunció Katinka.

El Aguilucho la miró de reojo.

—No sabía que os propusierais pujar, señora.

—Quiero a éste a cualquier precio, milord —le advirtió ella, dulcemente—. Me divierte.

—Jamás me interpondría en el camino de una bella dama —aseguró Cumbrae, con una reverencia—. Pero, ¿aceptaréis no pujar contra mí por los otros tres?

—Trato hecho, milord. —Katinka sonrió—. Este es mío. Podéis quedaros con los otros tres.

Cuando Hop lo miró para ver si incrementaba la oferta, Cumbrae se cruzó de brazos, sacudiendo la cabeza.

—Ese precio es demasiado suculento para mi estómago —dijo.

El escribiente buscó en vano a otro interesado entre la multitud. Nadie iba cometer la estupidez de pujar contra la esposa del gobernador. En el tribunal se había podido apreciar el temperamento de Su Excelencia.

—¡El esclavo Aboli ha sido vendido a Mevrouw van de Velde por la suma de seiscientos guldens! —entonó Hop. Y se volvió hacia el carruaje—. ¿Deseáis que se le retiren las cadenas, Mevrouw?

Katinka se echó a reír.

—¿Para que huya hacia las montañas? No, Mijnheer. Estos soldados lo escoltarán hasta el sector de los esclavos de la residencia.

Echó una mirada de soslayo a Schreuder, quien dio una orden a un destacamento de chaquetas verdes que esperaban junto a su cabo en el borde del gentío. Los hombres se adelantaron a codazos para bajar a Aboli de la tarima y se lo llevaron arboleda arriba, hacia la residencia.

Katinka lo siguió con la vista. Por fin tocó al Aguilucho en el hombro con un solo dedo.

—Gracias, milord.

—El lote siguiente es el esclavo Jiri —anunció Hop, consultando sus notas—. Como veis, es otro fuerte espécimen de…

—¡Quinientos guldens! —rugió el Aguilucho, fulminando a los otros compradores con la mirada, como si los desafiara a pujara riesgo de su vida.

Pero no era contra la esposa del gobernador que debían competir, de modo que los burgueses de la colonia se mostraron más audaces.

—¡Cien más! —cantó un comerciante de la ciudad.

—¡Y otros cien! —se sumó un carretero en chaqueta de leopardo. La puja llegó rápidamente a los mil quinientos guldens; sólo quedaban en la competición el carretero y Cumbrae.

—¡Maldito sea este campesino! —murmuró el Aguilucho.

Volvió la cabeza para intercambiar una mirada con su contramaestre, que rondaba tras el carruaje con tres de sus hombres. Sam Bowles hizo una señal de asentimiento, brillantes los ojos. Respaldado por los tres marineros, se abrió paso por entre la multitud para acercarse al carretero por atrás.

—Mil seiscientos guldens —rugió el Aguilucho—. ¡Y al infierno con vos!

El carretero abrió la boca para aumentar la oferta, pero algo lo pinchó bajo las costillas. Al ver el puñal en el puño apretado de Sam Bowles, cerró la boca y se puso pálido como un hueso de ballena.

—Voy a vender, Mijnheer —advirtió Hop.

Pero el hombre se escurrió hacia la ciudad.

Kimatti y Matesi fueron vendidos al Aguilucho por bastante menos de mil guldens cada uno. La gente había visto el pequeño drama y ya nadie tenía interés en pujar contra él.

El grupo de Sam Bowles se llevó a los tres esclavos hacia la playa. Cuando Matesi forcejeó por escapar, un buen golpe de pasador en el cráneo lo dejó quieto. Junto con sus compañeros, fue embarcado por la fuerza en la lancha y llevado a remo hasta el Gull, que permanecía anclado en el límite de los bajíos.

—La expedición ha sido fructífera para los dos, milord —dijo Katinka, sonriendo a Cumbrae—. Para celebrar nuestras adquisiciones, confío en que esta noche podáis cenar con nosotros en la residencia:

—Nada me daría más placer, señora. Lamentablemente, sólo me he demorado aquí por la posibilidad de comprar algunos marineros de calidad. Ahora mi barco espera en la bahía, ya listo, y el viento y la marea me obligan a zarpar.

—Os echaremos de menos, milord. Vuestra compañía ha sido muy entretenida. Espero que volváis a visitarnos con más tiempo en vuestro próximo paso por el Cabo de Buena Esperanza.

—No habrá poder en esta tierra, tempestad, malos vientos o enemigos que me impidan hacerlo —aseguró Cumbrae, besándole la mano.

Cornelius Schreuder ardía por dentro. No soportaba ver que otro hombre rozara con un dedo a esa mujer, que había llegado a gobernar toda su existencia. En cuanto puso los pies en la cubierta del Gull, el Aguilucho gritó hacia el timón:

—Geordie, hijo, prepara todo para levar anclas y hacernos a la mar. —Luego buscó a Sam Bowles—. Quiero a esos tres negros en el alcázar, enseguida.

Cuando los tuvo alineados ante él los estudió con atención:

—¿Alguno de vosotros, bellos paganos, sabe hablar en cristiano? —preguntó.

Ellos lo miraron inexpresivamente.

—Conque sólo habláis vuestro tenebroso lenguaje, ¿eh? —Meneó tristemente la cabeza—. Eso me complica mucho la vida.

—Con vuestro perdón —intervino Sam Bowles, tironeando obsequiosamente de su gorra—, conozco bien a los tres. Fuimos compañeros a bordo. Os están tomando el pelo. Los tres hablan perfectamente nuestro idioma.

Cumbrae les sonrió de oreja a oreja, con ojos asesinos.

—Ahora me pertenecéis, encantos, desde esa lanuda cabeza hasta las rosadas plantas de vuestros grandes pies. Si queréis conservar ese pellejo negro en una sola pieza, no volváis a jugarme sucio, ¿me oís? —Con un solo golpe de su enorme puño peludo, arrojó a Jiri al suelo—. Cuando os hable, respondedme en buen cristiano, con voz clara y fuerte. Ahora volveremos a la Laguna de los Elefantes; en bien de vuestra salud, vais a mostrarme dónde escondió el capitán Franky su tesoro. ¿Me habéis oído?

Jiri se levantó trabajosamente.

—Sí, capitán, amigo. Os oímos. Sois nuestro padre.

—¡Me habría cortado la espita con una hoja sin filo antes que engendrar algo así! —aseguró el Aguilucho, muy sonriente—. Ahora subid a la verga mayor para izar las velas.

Y puso a Jiri en marcha con un buen puntapié en el trasero. Katinka estaba sentada al Sol, en un rincón de la terraza protegido del viento, acompañada por Cornelius Schreuder. Sukeena, ante el aparador, sirvió el vino con sus propias manos y llevó las dos copas a la mesa, decorada con flores y frutas de los jardines de Juan Lento. Cuando depositó la copa de pie tallado frente a Katinka, ésta le acarició suavemente el brazo.

—¿Has mandado buscar al nuevo esclavo? —preguntó, ronroneante.

—Aboli se está bañando y se le está preparando un uniforme como ordenasteis, señora —respondió la muchacha suavemente, como si no hubiera notado el contacto.

Pero Schreuder lo había visto. A Katinka le resultó divertido ver su ceño celoso. Levantando la copa en un brindis, le sonrió por sobre el borde.

—¿Brindamos por un rápido viaje para Lord Cumbrae?

—Por cierto. —El también alzó la copa—. Por un viaje breve y rápido hasta el fondo del océano, para él y todos sus compatriotas.

—¡Qué gracioso, mi querido coronel! Pero bajad la voz, que aquí viene mi último juguete.

Dos chaquetas verdes del castillo escoltaron a Aboli hasta la terraza. Tenía un par de pantalones negros ajustados y una camisa de algodón blanco, lo bastante holgada para abarcar su amplio pecho y sus grandes brazos. Se detuvo ante ella, en silencio.

Katinka pasó a hablar en inglés.

—En el futuro me harás una reverencia cuando te presentes y me llamarás "ama". Si lo olvidas, pediré a Juan Lento que telo recuerde. ¿Sabes quién es Juan Lento?

—Sí, ama —tronó Aboli, sin mirarla.

—¡Oh, bien! Temía que te mostraras fastidioso y que fuera necesario hacerte domar. Esto nos facilita las cosas a ambos. —Después de tomar un sorbo de vino, lo observó lentamente, con la cabeza inclinada—. Te compré obedeciendo a un capricho y aún no he decidido qué haré contigo. Pero el gobernador Kleinhans piensa llevarse a su cochero cuando se embarque, así que necesitaré otro. —Se volvió hacia el coronel Schreuder—. Me han dicho que estos negros manejan bien a los animales. ¿Vuestra experiencia lo confirma, coronel?

—Por cierto, Mevrouw. Como ellos también son animales, parecen entenderse bien con todas las bestias, silvestres o domésticas —asintió Schreuder, estudiando a Aboli sin prisa—. Físicamente es un buen ejemplar, pero de ellos no hay que esperar inteligencia, por supuesto. Os felicito por vuestra compra.

—Más adelante es posible que lo cruce con Sukeena —reflexionó Katinka. La esclava quedó inmóvil, pero como estaba de espaldas a ellos no pudieron verle la cara—. Sería divertido ver cómo se mezcla la sangre negra con la dorada.

—Una combinación muy interesante —comentó el coronel—. Pero, ¿no os preocupa que pueda escapar? Lo vi combatir en la cubierta del Standvastigheid; es un salvaje agresivo. No vendría mal ponerle grilletes, cuando menos hasta que esté domesticado.

—No creo que sea necesario tomarse tantas molestias. Durante mi cautiverio pude observarlo largamente. Está encariñado con el pirata Courtney como un perro fiel, y con su cachorro aún más. Creo que no tratará de escapar mientras quede uno de ellos en las mazmorras del castillo. Desde luego, por la noche lo haré encerrar en el alojamiento de los esclavos, junto con los otros, pero en las horas de trabajo se le permitirá moverse en libertad para que atienda sus tareas.

—Vos sabréis lo que es mejor, sin duda, Mevrouw. Por mi parte, jamás confiaría en semejante criatura —le advirtió Schreuder.

Katinka se volvió hacia Sukeena.

—He acordado con el gobernador Kleinhans que Fredricus enseñe a Aboli el oficio de cochero y conductor. El Standvastigheid no zarpará hasta dentro de diez días. Creo que hay tiempo de sobra. Ocúpate inmediatamente de eso.

La muchacha le hizo su graciosa reverencia oriental.

—Como el ama ordene —dijo.

E hizo una seña a Aboli para que la siguiera.

Caminó delante de él por el sendero que llevaba a los establos, donde Fredricus había detenido el coche. Su postura y suporte hicieron que Aboli recordara a las jóvenes vírgenes de su propia tribu. Las madres les enseñaban desde niñas a llevar las calabazas de agua en equilibrio sobre la cabeza. De ese modo crecían con la columna recta y parecían deslizarse por el suelo como esa muchacha.

—Tu hermano Althuda te envía sus cariños. Dice que sigues siendo su orquídea atigrada.

Sukeena se detuvo tan abruptamente que el negro estuvo a tiempo de chocar contra ella. Parecía un picaflor sobresaltado, apunto de alzar vuelo desde una flor. Cuando volvió a caminar, él notó que temblaba.

—¿Has visto a mi hermano? —le preguntó, sin mover la cabeza para mirarlo.

—Nunca le he visto la cara, pero hablamos a través de la puerta de su celda. Dijo que tu madre se llamaba Ashreth y que tu padre le regaló ese broche de jade que usas desde el día en que naciste. Me dijo que te repitiera estas cosas para hacerte saber que éramos amigos.

—Si él confió en ti, yo también confío. Seremos amigos, Aboli.

—Seremos amigos —confirmó él, suavemente.

—Pero cuéntame: ¿cómo está Althuda? ¿Se encuentra bien? ¿Le han hecho daño? ¿Lo han entregado a Juan Lento?

—Althuda está desconcertado. Aún no han dictado su condena. Lleva cuatro largos meses en la mazmorra sin que le hayan hecho daño.

—¡Gracias sean dadas a Alá! —Sukeena se volvió hacia él con una sonrisa. Su rostro era tan encantador como la orquídea atigrada con la que Althuda la había comparado—. Tenía cierta influencia sobre el gobernador Kleinhans y pude persuadirlo deque demorara la condena de mi hermano. Pero ahora no sé qué pasará con el nuevo. ¡Mi pobre Althuda, tan joven y valiente! Silo entregan a Juan Lento, mi corazón morirá con él, con la misma dolorosa lentitud.

—Hay alguien a quien amo tanto como tú a tu hermano —murmuró Aboli—. Los dos comparten la misma mazmorra.

—Creo saber a quién te refieres. ¿No lo vi el día en que os trajeron a todos, haciéndonos marchar encadenados por la plaza de armas? ¿Camina erguido y orgulloso como un joven príncipe?

—Ese es. Como tu hermano, merece ser libre.

Una vez más se detuvieron los pies de Sukeena, pero luego continuó con sus pasos deslizantes.

—¿Qué estás diciendo, Aboli, amigo mío?

—Tú y yo, juntos, podemos liberarlos.

—¿Es posible? —susurró ella.

—Althuda escapó una vez. Rompió sus cadenas para volar libre como los halcones. —Aboli levantó la vista hacia el cielo Africano, dolorosamente azul—. Con tu ayuda podría volver a hacerlo, y Gundwane con él.

Habían llegado al establo. Fredricus, desde el pescante, miró a Aboli con una mueca que descubrió sus dientes, parduscos por el tabaco que mascaba.

—¿Cómo voy a enseñar a un simio negro a conducir mi coche y mis seis tesoros? —preguntó al aire.

—Fredricus es un enemigo. No confíes en él. —Los labios de Sukeena apenas se movían al hacer esa advertencia—. No confíes en nadie de esta casa hasta que podamos hablar otra vez.

Junto con los esclavos domésticos y casi todo el mobiliario de la residencia, Katinka había comprado a Kleinhans todos los caballos de tiro y el contenido de los establos. Le pagó con una letra contra sus banqueros de Ámsterdam. La suma era grande, pero sabía que su padre cubriría cualquier faltante.

El más hermoso de todos los caballos era una yegua baya, de patas fuertes y elegantes y cabeza bellamente torneada. Katinka era una amazona experta, pero no amaba ni comprendía a la bestia que montaba; sus manos eran fuertes y crueles. Cabalgaba con un freno español que magullaba salvajemente la boca de la yegua y usaba el látigo sin motivo. Cuando arruinaba una montura, siempre podía venderla y comprar otra.

Pese a esos defectos, era temeraria y montaba con garbo. Aunque la yegua piafara bajo ella y sacudiera la cabeza contra el tormento del látigo y el freno, Katinka mantenía su maravillosa elegancia. En esos momentos estaba exigiendo al animal el máximo de velocidad y resistencia; volaba por el empinado sendero, utilizando el látigo cada vez que la yegua vacilaba o cuando parecía que iba a negarse a saltar por sobre algún tronco caído sobre el camino.

El animal estaba empapado en sudor, como si hubiera cruzado un río. La espuma que chorreaba de su boca abierta, teñida de rosado por la sangre que le arrancaba el filo del bocado, salpicaba las botas y la falda de Katinka, que reía con loco entusiasmo al galopar por el collado de la montaña. Se volvió para mirar por sobre el hombro. Schreuder la seguía a cincuenta cuerpos de distancia, si no más; había venido por otro camino, para reunirse con ella secretamente. El caballo negro cargaba trabajosamente con su peso. Aunque el coronel usaba liberalmente el látigo, su cabalgadura no podía seguir el paso a la yegua.

En vez de detenerse en el collado, Katinka aplicó látigo y espuela para obligar a su animal a lanzarse cuesta abajo. Una caída habría sido desastrosa, pues el suelo era traicionero y la yegua estaba agotada, pero el peligro excitaba a Katinka. Disfrutaba al sentir ese poderoso cuerpo bajo el suyo, el golpeteo de la silla contra los muslos y las nalgas sudorosos.

Llegaron deslizándose al pie de la cuesta e irrumpieron en la pradera que se abría junto al arroyo. Siguió el curso de agua por media legua, pero al llegar a un bosquecillo de álamos plateados tiró de las riendas, obligando a la yegua a pasar del galope tendido a la inmovilidad en muy poco trecho. Luego se apeó con un revoloteo de faldas y encajes. Aterrizó como un gato, mientras el animal resoplaba como el fuelle de un herrero, tambaleándose de puro agotamiento, y se irguió con los brazos en jarras, observando a Schreuder, que descendía la cuesta.

Él llegó a la pradera y galopó hacia ella. Se apeó de un salto, con la cara oscurecida por la cólera.

—¡Eso fue una locura, Mevrouw! —gritó—. ¡Si hubierais caído!

—Es que no caigo nunca, coronel —replicó ella, riéndosele en la cara—. A menos que vos me hagáis caer.

Súbitamente le arrojó los brazos al cuello y se pegó a sus labios como una lamprea, succionando con vigor. Cuando él la ciñó con los brazos, le mordió el labio inferior con fuerza suficiente para arrancarle sangre y saboreó ese gusto salado y metálico. Mientras él rugía de dolor, se arrancó del abrazo y, recogiendo las faldas de su traje, corrió ágilmente por la orilla del arroyo.

—¡Virgen Santa! ¡Esto lo pagarás muy caro, pequeño demonio! —Schreuder se limpió la boca y, al ver el manchón de sangre en la palma, corrió tras ella.

Katinka había pasado los últimos días jugando con él hasta llevarlo a las fronteras de la cordura; prometía para luego desdecirse, lo provocaba y lo rechazaba, fría un momento como el viento polar y, al siguiente, ardorosa como el sol tropical a mediodía. El estaba mareado y confundido por las ansias lujuriosas, pero su deseo la había contagiado. Al atormentarlo se provocaba a sí misma con la misma violencia. Ahora lo deseaba casi tanto como Schreuder a ella. Quería sentirlo muy dentro de su cuerpo, apagando los fuegos que ella misma había encendido en su vientre. Había llegado el momento en que no era posible seguir demorándose.

Él la alcanzó, acorralándola contra uno de los álamos plateados. Katinka lo enfrentó como una cierva acorralada por los galgos. Una cólera ciega opacaba los ojos del coronel, que tenía la cara hinchada y roja, los labios tensos, apretados los dientes.

Con un escalofrío de auténtico terror, cayó en la cuenta deque esa cólera era una especie de locura sobre la que él no tenía dominio alguno. Al comprender que su vida corría peligro, su propia lujuria se desbordó como un río poderoso en plena creciente. Se arrojó contra él, desgarrándole con ambas manos la botonaduras de los pantalones.

—Quieres matarme, ¿verdad?

—Zorra, puta —balbuceó él, buscándole el cuello con las manos—. No soporto más. Te haré…

Ella lo sacó por la abertura de la ropa, duro y grueso, furiosamente henchido y tan caliente que parecía quemarle los dedos.

—Mátame con esto, pues. Clávamelo hasta perforarme el corazón. —Se recostó contra la áspera corteza del árbol, separando bien los pies, mientras él le alzaba las faldas. Lo guió con ambas manos hacia adentro. Mientras Schreuder embestía furiosamente contra ella, el álamo se sacudió como atacado por un vendaval. Las hojas plateadas llovieron sobre ellos, centelleantes como monedas recién acuñadas, girando a la luz del Sol. Al llegar al orgasmo, Katinka dio tal grito que los ecos corrieron por los barrancos amarillos, muy arriba.

Katinka bajó de la montaña como una furia, cabalgando el ventarrón del noroeste que había brotado súbitamente del soleado cielo invernal. Su cabellera, desprendida de la cofia, flameaba como un refulgente estandarte, enredándose en el viento. La yegua corría como si la persiguieran los leones. Cuando llegó a los viñedos de arriba, Katinka la enfrentó al muro de piedra, que el animal franqueó volando como un halcón.

Mientras cruzaba la huerta al galope, rumbo a los establos, Juan Lento se volvió para verla pasar. Los cascos de la yegua estaban destrozando las verdes plantas que él había nutrido agachó para recoger un tallo deshilachado y se lo llevó a la boca para morderlo con suavidad, degustando la dulce savia. No experimentaba resentimiento alguno. Esas plantas estaban destinadas a ser cortadas y destruidas, así como el hombre nace para morir. Para Juan Lento sólo interesaba la forma de esa muerte.

Siguió con la vista a la yegua y a su amazona, con la misma reverencia sobrecogida que lo invadía en el momento de liberar a uno de sus gorrioncitos de su existencia mortal. Todas las almas condenadas que morían a sus manos eran sus gorrioncitos. Desde la primera vez que había posado los ojos en Katinka van de Velde, estaba por completo bajo su hechizo. Había esperado a esa mujer durante toda su vida. Reconocía en ella las mismas cualidades místicas que regían su propia existencia, pero sabía que, comparado con ella, era un ser que reptaba por el limo primordial.

Era una diosa cruel e intocable y él la adoraba. Esas plantas desgarradas que tenía en la mano eran un sacrificio a la diosa: como si él las hubiera puesto ante su altar y ella las hubiera aceptado. Tanta condescendencia lo conmovió casi hasta las lágrimas. Parpadeó; por una vez en la vida, esos extraños ojos amarillos reflejaron su emoción.

—Manda —susurró—. No existe nada que yo no haga por ti.

Katinka espoleó la yegua, lanzándola a todo galope hasta la puerta principal de la residencia, y se descolgó de su lomo antes que el animal se hubiera detenido por completo. Ni siquiera miró a Aboli, que bajaba ágilmente desde la terraza para tomar las riendas y llevarse a la yegua rumbo al establo, hablándole suavemente, en el idioma de los bosques.

—Te ha hecho sangrar, pequeña, pero Aboli te curará las heridas.

Ya en el patio, desabrochó la cincha y secó con un paño el sudor del animal, haciéndola caminar en lentos círculos. Luego le dio agua y la condujo a su pesebre.

—Mira cómo te ha cortado con el látigo y las espuelas. Es una bruja —susurró, mientras untaba con bálsamo las magulladuras de la yegua—. Pero aquí está Aboli para protegerte y darte cariño.

Katinka cruzó a grandes pasos las habitaciones de la residencia, canturreando para sus adentros, con el rostro iluminado por el amor. Ya en su alcoba llamó a gritos a Zelda; sin esperarla, se quitó la ropa y la dejó caer amontonada en medio del dormitorio. El aire invernal que entraba por las persianas le enfrió el cuerpo, húmedo de sudor y de jugos pasionales. Los pezones rosados se irguieron en halos de carne erizada.

—¡Zelda! —volvió a gritar—. ¿Dónde estás? —Giró en redondo hacia la criada, que entraba a toda prisa—. ¿Dónde te habías metido, vieja perezosa? ¡Cierra esas ventanas! ¿Mi baño está listo?, ¿o has estado dormitando otra vez ante del fuego? —Pero sus palabras no tenían la malignidad habitual. Al recostarse en las aguas humeantes y perfumadas de la bañera, que había sido traída desde el galeón, sonreía cálida y secretamente para sus adentros. Zelda rondaba la tina, recogiendo la cabellera de su ama para apretarla en la coronilla y enjabonándole los hombros con un paño.

—¡No me importunes! ¡Déjame en paz por un rato! —ordenó Katinka, imperiosa. Zelda dejó caer el paño y salió del cuarto. Su ama reposó por un rato, canturreando suavemente y enjuagando los pies de la espuma para inspeccionar sus delicados tobillos. De pronto, un movimiento en el espejo empañado le llamó la atención, haciendo que se incorporara para mirar, llena de incredulidad. Salió rápidamente de la bañera y, cubriéndose los hombros con una toalla para que absorbiera las gotas de su cuerpo, acercó subrepticiamente a la puerta del dormitorio. Lo que había visto en el espejo era la silueta de Zelda, que recogía la ropa sucia de los mosaicos. Ahora la vieja estaba examinando las manchas de sus prendas interiores. Ante los ojos de Katinka, acercó una a la nariz para olfatearla, tal como una perra olfatea la entrada de una conejera.

—Te gusta el olor a crema de hombre, ¿no? —preguntó fríamente Katinka.

Al oír su voz, Zelda giró en redondo, escondiendo la prenda tras la espalda. Con las mejillas pálidas como ceniza, balbuceó algo.

—Dime, vieja vaca seca, ¿cuándo fue la última vez que oliste algo así? —preguntó el ama. Y dejó caer la toalla para deslizarse por la habitación, esbelta y sinuosa como una cobra erecta, igualmente glacial y venérea su mirada. Al pasar recogió el látigo que había dejado caer. Zelda retrocedió frente a ella.

—Amita —gimoteó—, sólo me preocupaba que estas cosas tan bonitas estuvieran arruinadas.

—Las estabas olfateando como las cerdas viejas olfatean un aifa —dijo Katinka, alzando el brazo. El látigo alcanzó a Zelda en la boca. Con un chillido, cayó de espaldas en la cama. Katinka, erguida ante ella en su desnudez, le azotó las piernas, los brazos, la espalda, descargando el látigo con todas sus fuerzas; en los miembros de la criada, las capas de grasa se sacudían al mordisco de la fusta.

—Éste es un placer del que me privé por demasiado tiempo —gritó Katinka. Su propia furia aumentaba al ver que la anciana se retorcía en la cama, aullando—. Ya estaba harta de tus robos y tu glotonería. Ahora me asquea esa descarada invasión en lo más íntimo de mi vida, ¡vieja entrometida y llorona!

—Me estáis matando, señora.

—¡Mejor así! Pero si sobrevives, cuando el Standvastigheid zarpe hacia Holanda, la semana próxima, tú irás a bordo. No te soporto más a mi lado. Te enviaré en el camarote más miserable sin un penique de pensión. Puedes pasar el resto de tus días pudriéndote en el asilo para indigentes.

Ahora Katinka jadeaba como un animal mientras descargaba sus golpes sobre la cabeza y los hombros de Zelda.

—¡Por favor, señora! ¡No podéis ser tan cruel con vuestra vieja Zelda, que os amamantó cuando erais una beba!

—Cuando pienso que mamé de esas tetas gordas siento ganas de vomitar. —Katinka se las azotó. La anciana, gimiendo, se cubrió el pecho con los brazos—. Cuando te vayas haré revisar tu equipaje, para asegurarme que no me hayas robado nada. No llevarás un solo gulden en tu bolso. Yo me encargaré de eso, grandísima ladrona mentirosa.

Esa amenaza transformó a Zelda; de criatura patética, adulona y rastrera, se convirtió en una poseída. Alargó bruscamente el brazo; su mano regordeta sujetó la muñeca de Katinka, que estaba por golpear otra vez, con una fuerza que sorprendió a su ama. La miró de frente, con un odio terrible.

—¡No! —dijo—. ¡No me quitaréis todo lo que tengo! No haréis de mí una mendiga, después de haberos servido por veinticinco años. Voy a embarcarme en ese galeón, sí, y nada me alegrará tanto como no volver a ver vuestra ponzoñosa hermosura. Pero me iré llevando todo lo que es mío y, además, los mil gúldenes de oro que me daréis como pensión.

Katinka, estupefacta, olvidó su ira para mirarla con incredulidad.

—Estás delirando, lunática. ¿Mil gúldenes? ¡Mil latigazos será lo que te dé!

Trató de liberar el brazo, pero Zelda lo mantuvo aferrado con fuerza de loca.

—¡Lunática, sí! Pero ¿qué dirá Su Excelencia cuando yo le lleve pruebas de vuestros retozos con el coronel?

Katinka quedó petrificada ante la amenaza; luego bajó lentamente la mano del látigo. Su mente volaba, desentrañando cien misterios. Había confiado sin cuestionamientos en esa perra vieja, sin dudar de su absoluta lealtad, sin pensar siquiera en eso. Ahora comprendía por qué su esposo parecía siempre enterado de sus amantes y de conductas suyas que habrían debido ser secretas.

Pensó con celeridad; su expresión impávida disimulaba la indignación que sentía por esa traición. Poco importaba que su esposo supiera de su nueva aventura con Cornelius Schreuder. Sería simplemente un fastidio, pues Katinka aún no se había cansado del coronel. Claro que las consecuencias serían más graves para su nuevo amante.

Al hacer memoria cayó en la cuenta de lo vengativo que había sido Petrus van de Velde: todos sus amantes habían sufrido algún daño considerable. Hasta ese momento, para ella era un misterio que se enterara siempre. En su ingenuidad, nunca se le había ocurrido que Zelda fuera la serpiente escondida en su seno.

—Me he portado mal contigo, Zelda —dijo suavemente—. No debería haberte tratado con tanta dureza. —Alargó una mano para acariciar el rojo cardenal en la mejilla regordeta de la criada—. Por muchos años has sido buena y fiel conmigo; es hora de que goces de un retiro feliz. Hablé por enfado. Jamás se me ocurriría privarte de lo que tanto mereces. Cuando te embarques en ese galeón no llevarás en tu bolso mil gúldenes, sino dos mil, y mi cariñosa gratitud.

Zelda se lamió los labios magullados, sonriendo con malicia triunfal.

—¡Qué buena sois conmigo, dulce ama!

—Claro que no dirás una palabra a mi esposo de mis pequeñas indiscreciones con el coronel Schreuder, ¿verdad?

—Os amo demasiado como para perjudicaros. Se me partirá el corazón el día que deba separarme de vos.

Juan Lento estaba arrodillado entre las flores de la terraza, con el cuchillo de podar en las manos. Cuando la sombra cayó sobre él, se puso de pie, quitándose respetuosamente el sombrero.

—Buenos días, señora —dijo, con voz grave y melodiosa.

—Continuad con vuestra tarea, por favor. Me encanta veros trabajar.

Él volvió a caer de rodillas; la hoja del pequeño cuchillo afilado centelleó entre sus manos. Katinka, sentada en un banco cercano, pasó un rato en silencio, contemplándolo.

—Admiro vuestra habilidad —dijo finalmente.

Él no levantó la cabeza, pero sabía que la señora no se refería sólo a su destreza con el cuchillo de podar.

—Tengo suma necesidad de esa habilidad, Juan Lento. ¿Haríais algo por mí? Vuestra recompensa sería una bolsa de cien gúldenes.

—No hay nada que yo no sea capaz de hacer por vos, Mevrouw. —El hombre levantó finalmente esos ojos amarillos—. No vacilaría en entregaros mi vida, si me la pidierais. No pido pago alguno. El saber que obedecí una orden vuestra es toda la recompensa que puedo desear. Las, noches de invierno se habían vuelto frías; los ramalazos de lluvia que bajaban rugiendo desde la montaña castigaban los vidrios de la ventana, aullando como chacales en los aleros del techo empajado.

Zelda tironeó del camisón para cubrir su amplia estructura. La panza y los muslos habían recobrado todo el peso perdido durante el viaje. Desde que estaba en la residencia se alimentaba bien, devorando apetitosos restos en los rincones de la cocina, bajándolos con el contenido de un jarro en el que echaba las heces de las copas, mezclando vino del Rin con ginebra y schnapps.

Y ahora se preparaba para dormir, con la barriga llena de buena comida. Primero verificó que las ventanas de su pequeño cuarto estuvieran bien cerradas contra las corrientes de aire. Rellenó las grietas con trapos y corrió las cortinas. Luego sostuvo entre las sábanas el calentador de cobre, hasta que el lienzo comenzó a chamuscarse. Finalmente apagó la vela de un soplo, para meterse bajo las gruesas mantas de lana.

Entre suspiros y murmullos, se acomodó en ese blando calor, pensando en la bolsa con monedas de oro que guardaba bajo el colchón. Así se quedó dormida, sonriente.

Una hora después de medianoche, cuando la casa estaba en reposo y silencio, Juan Lento acercó la oreja a la puerta de Zelda. Al oír sus ronquidos, más fuertes que el viento en los aleros, abrió sin ruido para deslizar hacia adentro el brasero lleno de ascuas encendidas. Pasó un minuto escuchando, pero el ritmo de aquella respiración se mantuvo regular, sin interrupciones. Entonces cerró suavemente y se alejó por el pasillo.

Al amanecer, Sukeena despertó a Katinka una hora antes de lo establecido. Después de ayudarla a ponerse una bata abrigada, la condujo hasta las habitaciones de servicio. El grupo de esclavos silenciosos que se había reunido ante la puerta de Zelda se hizo a un lado para dar paso a la señora.

—Sé lo mucho que ella representaba para vos, señora —susurró Sukeena—. Mi corazón sufre por vos.

—Gracias, Sukeena —respondió Katinka con tristeza. Y recorrió velozmente con la vista la diminuta habitación. El brasero había sido retirado. Juan Lento era meticuloso y confiable.

—Se la ve tan apacible, con tan buen color… —Sukeena se inclinó hacia la cama. —Casi parece estar viva.

Katinka se acercó. Los vapores tóxicos del brasero habían enrojecido las mejillas de la anciana. En la muerte se la veía más hermosa de lo que había sido en vida.

—Déjame sola con ella, Sukeena, por favor —pidió en voz baja—. Quiero rezar una oración. La quería tanto…

Y se arrodilló junto a la cama, mientras la muchacha cerraba discretamente la puerta tras ella. Katinka deslizó la mano bajo el colchón, en busca de la bolsa. Por su peso era obvio que no faltaba una sola moneda. Después de guardarla en el bolsillo de su bata, cruzó las manos ante el pecho, cerrando los ojos con tanta fuerza que sus pestañas doradas quedaron entretejidas.

—Vete al diablo, vieja bruja —murmuró.

Juan Lento apareció al fin. Llevaban mucho tiempo esperándolo: días largos y noches atormentadas, tantos que Sir Francis Courtney empezaba a imaginar que no vendría jamás.

Al anochecer, cuando la oscuridad daba fin a las obras en el castillo, los equipos de prisioneros entraban arrastrando los pies. El invierno apretaba el puño en torno del Cabo; a menudo llegaban empapados por la lluvia y helados hasta los huesos. Noche a noche, al pasar junto a la puerta con remaches de hierro que cerraba la celda de su padre, Hal preguntaba.

—¿Qué hay de bueno, padre?

La respuesta, en voz ronca y ahogada por la flema de la enfermedad, era siempre la misma.

—Hoy me encuentro mejor, Hal. ¿Y tú?

—El trabajo fue fácil. Todos estamos bien.

Luego Althuda anunciaba desde la celda vecina:

—Esta mañana vino el médico. Dice que Sir Francis está en condiciones de ser interrogado por Juan Lento.

O en otras ocasiones:

—La fiebre ha empeorado. Sir Francis ha pasado el día tosiendo.

En cuanto se los encerraba en el calabozo de abajo, los prisioneros devoraban la única comida del día, limpiando el plato con los dedos, y se dejaban caer como muertos en la paja húmeda. En la oscuridad previa al amanecer, Manseer hacía resonarlos barrotes de la celda.

—¡Arriba! ¡Arriba, perezosos, antes que Barnard os haga despertar por sus perros!

Se levantaban trabajosamente y volvían a salir a la lluvia y el viento. Allí los recibía Barnard, acompañado por sus dos enormes perros negros, que gruñían y tironeaban de las traillas. Algunos marineros habían encontrado trozos de arpillera o lona con que envolverse los pies o cubrirse la cabeza, pero hasta esos trapos estaban mojados desde el día anterior. De cualquier modo en su mayoría iban descalzos y medio desnudos en medio de los vendavales del invierno.

Y entonces vino Juan Lento. Llegó al mediodía. Los hombres encaramados en los andamios hicieron silencio y cesó el trabajo. Hasta Hugo Barnard se hizo a un lado cuando él cruzó los portones del castillo. Con sus sombríos ropajes y el sombrero de ala ancha encasquetado hasta los ojos, parecía un predicador camino al púlpito.

Juan Lento se detuvo a la entrada de las mazmorras. El sargento Manseer acudió a la carrera por el patio, haciendo tintinear sus llaves. Después de abrir el portillo, se apartó para dar paso al verdugo y entró siguiéndolo. Cuando la puerta se cerró detrás de ambos, los espectadores reaccionaron como quien despierta de una pesadilla y retomaron sus tareas. Pero mientras Juan Lento estuvo allí, en las murallas pendió un silencio lúgubre y profundo. Nadie hablaba, nadie maldecía; hasta Hugo Barnard parecía intimidado. A la menor oportunidad, las cabezas giraban para mirar la puerta cerrada, allá abajo. Juan Lento bajó la escalera. Manseer, que iluminaba los peldaños con un farol, se detuvo ante la celda de Sir Francis y retiró el cerrojo de la mirilla. El verdugo se aproximó. Un rayo de luz penetraba por el alto ventanuco de la celda. Sir Francis, sentado en la losa de piedra que le servía como litera, alzó la cabeza para sostener la mirada de esos ojos amarillos.

Su cara era como una calavera blanqueada por el Sol, tan pálida que parecía luminosa bajo aquella luz mortecina; las largas guedejas se veían muy negras y los ojos eran cavidades oscuras.

—Os esperaba —dijo. Y tosió hasta que la boca se le llenó de flema, que escupió a la paja del suelo.

Juan Lento no dio respuesta alguna. Sus ojos relumbraban en la mirilla. Pasaron lentamente los minutos. Sir Francis experimentó un salvaje deseo de gritarle: "Haz lo que debas hacer. Di lo que debas decir. Estoy listo". Pero se obligó a guardar silencio y a sostenerle la mirada.

Por fin Juan Lento se apartó de la mirilla e hizo un ademán de cabeza a Manseer, que cerró la mirilla y corrió a abrirle la puerta de arriba. El verdugo cruzó el patio seguido por todas las miradas. Cuando salió por el portón, los hombres volvieron a respirar; una vez más se oyeron las órdenes dadas a voz en cuello y el murmullo de las quejas y maldiciones en lo alto de las murallas.

—¿Ese era Juan Lento? —preguntó suavemente Althuda, desde la celda vecina.

—No dijo nada. No hizo nada —susurró Sir Francis, enronquecido.

—Es su costumbre. Llevo aquí el tiempo suficiente para habérselo visto hacer muchas veces. Os desgastará a tal punto que acabaréis diciéndole cuanto quiera saber sin que os toque siquiera. Por eso lo llaman Juan Lento.

—Casi me acobarda, buen Dios. ¿Alguna vez ha venido a miraros, Althuda?

—Todavía no.

—¿Cómo habéis tenido tanta suerte?

—No lo sé. Sólo sé que algún día vendrá también por mí. Como vos, sé lo que se siente al esperar.

Tres días antes que el Standvastigheid zarpara hacia Holanda, Sukeena abandonó las cocinas de la residencia con la cabeza cubierta por su cónico sombrero de paja y una bolsa al brazo. La salida no sorprendió a los otros miembros del servicio, pues ella tenía por costumbre salir varias veces por semana a las laderas de la montaña, a fin de recoger hierbas y raíces. Era famosa en toda la colonia por su conocimiento de las plantas curativas.

Kleinhans la vio desde la galería de la residencia. El puñal del tormento se le retorció en las entrañas, como una herida abierta que sangrara dentro de él. A menudo, sus heces surgían negras de sangre coagulada. Sin embargo, no era sólo la dispepsia lo que lo devoraba: sabía que, cuando el galeón se hiciera a la mar con él a bordo, no volvería a contemplar la belleza de Sukeena. Ahora que se acercaba el momento de la partida, le resultaba imposible dormir por la noche y hasta la leche y el arroz hervido le hacían un nudo en el estómago.

Mevrouw van de Velde, su anfitriona desde que se había instalado en la residencia, lo trataba con bondad. Esa mañana había mandado a Sukeena salir en busca de las hierbas especiales que, una vez destiladas por la muchacha, eran lo único que aliviaba su tormento, permitiéndole unas horas de sueño inquieto. Por órdenes de Katinka, Sukeena le prepararía una cantidad suficiente para el largo viaje hacia el norte. Era de esperar que, una vez en Holanda, los médicos supieran curarle esa horrible dolencia.

Sukeena se movía calladamente por entre la maleza que cubría las laderas de la montaña. Una o dos veces se volvió a mirar, pero nadie la había seguido. Sólo se detuvo para cortar una ramita verde de una mata florecida. Mientras caminaba le arrancó todas las hojas y usó el cuchillo para dar al extremo la forma de una horquilla.

Alrededor, las flores silvestres se abrían en espléndida abundancia, pese a que ya había llegado el invierno. Había cien especies diferentes: algunas, grandes como alcauciles maduros; otras, tan pequeñas como la uña de su meñique; todas ellas superaban la imaginación de cualquier artista y las facultades de su paleta. Y ella las conocía a todas.

Aunque parecía caminar sin rumbo, en realidad se aproximaba gradualmente hacia un hondo barranco que partía la faz de la montaña aplanada. Después de echar una última mirada cautelosa, inició una súbita carrera por la abrupta pendiente, cubierta de matorrales. En el fondo había un arroyo que corría a tumbos por una serie de alegres cascadas y soñadoras lagunas. Sukeena se aproximó a una de ellas, avanzando con más lentitud. En una grieta de la roca, junto al agua oscura, había un pequeño cuenco de terracota; ella misma lo había puesto allí, en su última visita. Del líquido blanco y lechoso con que lo había llenado sólo quedaban unas pocas gotas opalescentes.

Buscó cautelosamente una posición que le permitiera observar mejor esa grieta y vio, en las sombras, el brillo suave de unas escamas ofídicas. Entonces abrió el cesto y se acercó, llevando en la mano derecha la varilla bifurcada. La serpiente se había enroscado junto al cuenco. No era grande: apenas tan gruesa como su índice; cada escama era una diminuta maravilla de intenso tono bronceado. Al acercarse Sukeena, el animal levantó la cabeza un par de centímetros para observarla con ojos negros y brillantes, pero no intentó escapar. Se limitó a deslizarse más hacia el fondo de la grieta, como había hecho la primera vez.

Estaba perezosa y soñolienta, adormecida por el brebaje lechoso que ella le había dado a beber. Un momento después bajó nuevamente la cabeza y pareció quedarse dormida. Sukeena no cedió a la tentación de apresurarse. Bien sabía que esas agujas de hueso de la mandíbula superior podían causar la muerte en una de sus manifestaciones más horribles y torturantes. Alargó suavemente la ramita y, una vez más, la serpiente levantó la cabeza. La muchacha quedó inmóvil, con la horquilla a pocos centímetros de aquel fino cuello. Con lentitud, el pequeño reptil descendió nuevamente a la tierra; cuando la cabeza se estiró hacia afuera, Sukeena la inmovilizó contra la roca. El animal dejó escapar un siseo, enroscando el cuerpo una y otra vez contra la varilla que lo sujetaba.

La muchacha la tomó con dos dedos por detrás de la cabeza, dejándose envolver la muñeca por el largo cuerpo sinuoso. Luego sujetó la cola para desenroscarla y la dejó caer en el cesto. Con el mismo movimiento cerró la tapa.