Con el correr de las horas Daniel, el Grandote, empezó a tener fiebre. Ésta fue aumentando. Tenía la piel muy caliente y de a ratos deliraba. Por fin el vendaje había restañado su herida; sobre la fea punción empezaba a formarse una costra blanda, pero alrededor la piel estaba hinchada y lívida.
—La bala sigue allí —susurró Hal a Aboli—. No hay herida en la espalda por la que pueda haber salido.
El negro gruñó:
—Si tratamos de cortar para sacarla, lo mataremos. Por el ángulo en que entró debe de estar cerca del corazón y los pulmones.
—Temo que se agrave. —Hal meneó la cabeza.
—Daniel es fuerte como un toro. —Aboli se encogió de hombros—. Tal vez sea tan fuerte como para derrotar a los demonios.
El negro estaba convencido de que todas las enfermedades eran provocadas por demonios que invadían la sangre. Era una superstición sin base alguna, pero Hal le siguió la corriente.
—Deberíamos cauterizar todas las heridas con brea caliente.
Era el curalotodo de los marineros. Hal habló en holandés con los guardias hotentotes, suplicándoles que trajeran uno de los potes de alquitrán de la carpintería instalada en la empalizada, pero no le prestaron atención.
Pasada la medianoche reapareció Schreuder. Salió a grandes pasos de la oscuridad, para acercarse directamente a Sir Francis, que estaba encadenado con los otros al pie del árbol. Como el resto de sus hombres, estaba exhausto, pero apenas le era posible dormitar por breves instantes, perturbado por el incansable trajinar de los grupos y las débiles quejas de los heridos.
—Sir Francis. —El coronel se inclinó para despertarlo con una sacudida—. ¿Puedo molestaros por algunos minutos?
Por el tono de su voz, parecía estar de talante sereno. El caballero se incorporó.
—Antes que nada, coronel, ¿puedo molestaros para pediros un poco de compasión? Mis hombres no han recibido una gota de agua desde ayer por la tarde. Como veis, cuatro de ellos están gravemente heridos.
Schreuder arrugó el ceño. Sir Francis comprendió que no había dado órdenes de que se maltratara deliberadamente a los prisioneros. No lo creía sádico ni brutal. Su salvaje conducta anterior había sido causada, casi con certeza, por su temperamento excitable y por las tensiones de la batalla. El holandés se volvió hacia los guardias y dio órdenes de que se les suministrara agua y comida; también mandó a un sargento traer la caja de medicinas que Sir Francis guardaba en su choza.
Mientras esperaban el cumplimiento de esas órdenes Schreuder se paseó de un lado a otro por la arena, con el mentón apoyado contra el pecho y las manos cruzadas a la espalda. Hal se incorporó súbitamente, susurrando:
—Aboli. La espada.
El negro lanzó un gruñido al ver el arma que pendía del cinturón de Schreuder; era la espada de Neptuno que había pertenecido al abuelo de Hal, la misma con la que lo habían armado caballero. Apoyándole una mano apaciguadora en el hombro para evitar que atacara al holandés, dijo en voz baja:
—Botín de guerra, Gundwane. Aunque la hayas perdido, cuando menos la usa un guerrero de verdad.
Hal, resignado, comprendió la lógica cruel de ese consejo.
Por fin Schreuder se volvió hacia Sir Francis.
—El capitán Limberger y yo hemos revisado las especias y las maderas que acumulasteis en los cobertizos. Comprobamos que la mayor parte sigue intacta; el faltante puede deberse al daño causado por el agua de mar durante la toma del galeón. Me han dicho que uno de vuestros cañonazos perforó la bodega principal, inundando parte de la carga.
Sir Francis asintió con fatigada ironía.
—Me complace que hayáis podido recobrar todos los bienes de vuestra Compañía.
—Por desgracia no es así, Sir Francis, como bien sabéis. Aún falta gran parte de la carga del galeón.
Al ver que regresaba el sargento, hizo una pausa para darle una orden:
—Retirad las cadenas al negro y al muchacho para que den de beber a los otros.
Sus hombres lo seguían con un tonel de agua que instalaron al pie del árbol. Hal y Aboli comenzaron inmediatamente a servir agua fresca a los heridos; todos ellos bebieron a grandes tragos ese líquido precioso, con los ojos cerrados y las gargantas palpitantes.
El sargento informó a su coronel:
—He hallado los instrumentos del cirujano. —Mostró el rollo de lona—. Pero contiene cuchillos afilados que se podrían usar como armas, Mjnheer. Y el contenido de los potes de brease podría emplear contra mis hombres.
Schreuder bajó la vista a Sir Francis, que se mantenía encuclillas contra el tronco del árbol, ojeroso y desaliñado.
—¿Me dais vuestra palabra de caballero de que nadie utilizará estos elementos médicos para perjudicar a mis hombres?
—Os doy mi solemne palabra —concordó el inglés.
Schreuder hizo un gesto afirmativo al sargento.
—Ponedlo todo en manos de Sir Francis —ordenó.
El hombre entregó el pequeño cofre con elementos de medicina, el pote de alquitrán y una pieza de paño limpio, que se podía utilizar para vendajes.
—Ahora bien, capitán. —Schreuder retomó la conversación donde la había interrumpido—. Hemos recobrado las especias y las maderas robadas, pero aún falta la mitad de las monedas y todas las barras de oro que había en la bodega del Standvastigheid.
—El botín fue distribuido entre mis tripulantes. —Sir Francis sonrió sin humor—. No sé qué han hecho con su parte. Y en su mayoría están demasiado muertos como para esclarecer el tema.
—Calculo que hemos recuperado la mayor parte del botín de vuestra tripulación. —Schreuder señaló el barril que contenía los objetos valiosos, tan lúgubremente recobrados de las víctimas. Un grupo de marineros lo llevaba hacia una pinaza, custodiada por oficiales holandeses con las espadas desenvainadas—. Mis oficiales han revisado las chozas de la empalizada, pero no hay señales de la otra mitad.
—Por mucho que me gustaría seros de utilidad, no puedo explicar qué se ha hecho de la porción faltante —dijo Sir Francis, en voz baja.
Ante esa negativa, Hal apartó la vista de las heridas que estaba atendiendo, pero su padre no lo miró en ningún momento.
—Lord Cumbrae está convencido de que habéis escondido en alguna parte el tesoro faltante —comentó Schreuder—. Y yo concuerdo con él.
—Lord Cumbrae es famoso por sus mentiras y sus estafas —observó el inglés—. Y vos, señor, estáis equivocado en vuestra creencia.
—Lord Cumbrae opina que, si se le diera la oportunidad de interrogaros personalmente, él podría haceros revelar el paradero del tesoro faltante. Está muy deseoso de intentar persuadiros. Sólo con la mayor dificultad he podido impedir que lo haga.
Sir Francis se encogió de hombros.
—Haced lo que consideréis adecuado, coronel. Pero si no me engaña el juicio, la tortura de cautivos no es algo que pueda condonar un militar como vos. Os estoy agradecido por la compasión que habéis brindado a mis heridos.
La respuesta del holandés fue interrumpida por un agónico alarido de Ned Tyler: Aboli le estaba vertiendo un cucharón de brea humeante en el corte del muslo. Cuando el grito se apagó en sollozos, Schreuder continuó serenamente:
—El tribunal que os juzgue por piratería, en el fuerte de Buena Esperanza, estará presidido por el nuevo gobernador. Tengo serias dudas de que Petrus Jacobus van de Velde se incline tanto como yo hacia la misericordia. —Hizo una pausa antes de continuar—: A propósito, Sir Francis: sé de buena fuente que el verdugo empleado en Buena Esperanza por la Compañía se enorgullece de su habilidad.
—Tendré que dar al gobernador y a su verdugo la misma respuesta que os he dado a vos, coronel.
Schreuder, sentándose sobre los talones, redujo la voz a un tono conspirador, casi amistoso.
—Sir Francis: durante nuestra breve relación me he formado un alto concepto de vos como guerrero, marino y gentilhombre. Si yo declarara ante el tribunal que vuestra carta de contramarca existía, que erais un corsario legítimo, el resultado de vuestro juicio podría ser diferente.
—Obviamente, el gobernador van de Velde os merece una fe de la que yo carezco —replicó Sir Francis—. Ojalá pudiera apoyar vuestra carrera haciendo aparecer ese metal precioso faltante señor, pero no puedo ayudaros. Nada sé de su paradero.
Schreuder se incorporó, rígida la expresión.
—He tratado de ayudaros. Lamento que rechacéis mi ofrecimiento. Pero estáis en lo cierto, señor. No tengo estómago para repetiros la pregunta bajo tortura. Más aún, impediré que Lord Cumbrae asuma personalmente esa tarea. Me limitaré a cumplir con mi obligación de llevaros a Buena Esperanza para entregaros a la merced del tribunal. Os lo suplico, señor: ¿no queréis pensarlo mejor?
Sir Francis meneó la cabeza.
—Lamento no poder ayudaros, señor.
—Muy bien —suspiró el coronel—. Vos y vuestros hombres seréis llevados a bordo del Gull of Moray en cuanto esté listo para navegar, mañana por la mañana. La fragata Sonnevogel tiene otra misión en las Indias y se hará a la mar al mismo tiempo, con rumbo propio. El Standvastigheid permanecerá aquí, a cargo de su verdadero comandante, el capitán Limberger, para recoger su carga de especias y maderas antes de reanudar su interrumpido viaje hacia Ámsterdam.
Giró en redondo y desapareció de nuevo entre las sombrasen dirección al cobertizo donde se guardaban las especias.
A la mañana siguiente, cuando los captores los despertaron, cuatro de los heridos no estaban en condiciones de caminar, incluidos Daniel y Ned Tyler; sus camaradas se vieron obligados a cargarlos. Como las cadenas les permitían poca libertad de movimientos, había torpeza en la fila de hombres que bajaron a la playa. Los resonantes grilletes les dificultaban el paso, impidiéndoles alzar los pies lo suficiente para pasar por sobre la regala de la pinaza, de modo que sus guardias tuvieron que empujarlos.
Cuando la embarcación amarró junto a la escalerilla de cuerdas del Gull, los hombres encadenados se vieron ante un ascenso peligroso. Sam Bowles esperaba arriba, junto al portillo de entrada. Uno de los guardias de la pinaza le gritó:
—¿Podemos quitar las cadenas a los prisioneros, contramaestre?
—¿Por qué? —inquirió Sam.
—De otro modo no podrán subir la escalerilla. Los heridos no están en condiciones de arreglarse solos y los otros no pueden levantarlos.
—Si no llegan, los únicos perjudicados ser n ellos —respondió Sam—. Órdenes de Su Señoría. Los grilletes no se tocan.
Sir Francis encabezó el ascenso; la fila de hombres encadenados tras él estorbaba cada uno de sus movimientos. Los cuatro heridos, delirantes y gemebundos, eran pesos muertos que arrastrar por la fuerza. El Grandote Daniel, sobre todo, puso aprueba todas sus fuerzas. Si permitían que se les escurriera, caería a plomo dentro de la pinaza, arrastrando consigo a los veintiséis hombres; era casi seguro que la pequeña embarcación naufragaría y, una vez en la laguna, el peso de las gruesas cadenas de hierro los arrastraría a todos hasta el fondo, a cuatro brazas de profundidad.
A no ser por la fuerza bestial de Aboli jamás habrían alcanzado la cubierta del Gull. Él mismo estaba completamente agotado cuando, por fin, pasó el cuerpo inerte de Daniel por sobre la borda y se derrumbó junto a él en la inmaculada cubierta. Allí quedaron todos, jadeando, sin aliento, hasta que una sonora carcajada los hizo reaccionar.
Hal levantó la cabeza con esfuerzo. En el alcázar, bajo un toldo de lona, había una mesa puesta para el desayuno. Las copas eran de cristal y la vajilla de plata chisporroteaba a la luz del sol temprano. Percibió un aroma embriagador a tocino, huevos frescos y bizcochos calientes. El Aguilucho, sentado a la cabecera, alzó la copa hacia los despatarrados cuerpos humanos que se amontonaban en el combés de su nave.
—Bienvenidos abordo, caballeros. ¡A vuestra asombrosa salud!
—Después de beber el whisky con que había brindado, se limpió los bigotes rojizos con una servilleta de damasco. —Se os han preparado los mejores alojamientos del barco. Os deseo un viaje placentero.
Katinka van de Velde rió otra vez con una nota musical. Estaba sentada a la izquierda del Aguilucho, con la cabeza descubierta los rizos de oro recogidos hacia arriba, grandes e inocentes los ojos violáceos en el óvalo perfecto de su rostro; se había puesto polvos y un lunar postizo en la comisura de la bonita boca pintada.
El gobernador, sentado frente a su esposa, interrumpió el acto de llevarse a la boca un tenedor de plata, cargado de crocante tocino y queso, pero no dejó de masticar. Su risotada hizo que una amarilla gota de huevo escapara de entre sus labios colgantes y le corriera por el mentón.
—No desesperéis, Sir Francis. Recordad el lema de vuestra familia. No dudo que resistiréis. —Y comentó, con la boca llena—: Esta comida es excelente, recién traída de Buena Esperanza. Lástima grande que no podáis disfrutarla con nosotros.
—¡Qué consideración la de Vuestra Señoría, proporcionarnos este entretenimiento! Estos trovadores ¿van a cantar para nosotros o nos divertirán con nuevas proezas acrobáticas? —preguntó Katinka en holandés. Luego hizo un pequeño mohín y tocó el brazo de Cumbrae con el abanico chino.
En ese momento Daniel movió la cabeza de un lado a otro, golpeando las tablas, y gritó en su delirio. El Aguilucho aulló de risa.
—Como veis, señora, hacen lo posible, aunque su repertorio no es para todos los gustos. —Dirigió un cabezazo a Sam Bowles—. Por favor, maese Samuel, acompañadlos hasta sus habitaciones y cuidad de que estén bien atendidos.
Utilizando un trozo de soga anudada, Sam Bowles azotó a los prisioneros para obligarlos a levantarse. Ellos cargaron a los heridos para bajar por la escalerilla. En lo hondo del casco, bajo la cubierta principal, se extendía el entrepuente de los esclavos. Cuando Sam Bowles abrió la escotilla que conducía hasta allí, el hedor que les salió al encuentro hizo que él mismo retrocediera. Era la esencia de los sufrimientos padecidos allí por cientos de almas condenadas.
Como la cubierta superior estaba apenas al nivel de la cintura, se vieron obligados a avanzar a gatas, arrastrando a los heridos. Había argollas de hierro atornilladas a la gruesa viga de roble que cruzaba la bodega en toda su longitud. Sam y sus cuatro compañeros bajaron tras ellos para sujetar sus cadenas a esas anillas. Cuando hubieron terminado, los cautivos quedaron dispuestos como arenques en un tonel: lado con lado, sujetos por los tobillos y las muñecas; sólo podían sentarse, pero les era imposible darse vuelta ni mover los miembros más que los pocos centímetros que las cadenas permitían.
Hal se encontró entre su padre y la mole inerte de Daniel. Al otro lado del Grandote estaba Aboli; más allá, Ned Tyler.
Cuando el último de los hombres quedó encadenado, Sam se arrastró de nuevo hasta la escotilla y los miró desde allí, con una sonrisa burlona.
—Con este viento tardaremos diez días en llegar a Buena Esperanza. Medio litro de agua para cada hombre y cien gramos de galleta, cuando me acuerde de traeros la comida. Podéis mear y cagar allí donde estáis. Nos veremos en Buena Esperanza, encantos.
Cerró violentamente la escotilla y lo oyeron martillar las clavijas que la cerraban. Al cesar los golpes de maza se hizo un silencio aterrador. Al principio la oscuridad pareció total, pero al adaptarse la vista cada uno pudo distinguir la silueta oscura de los compañeros apretados alrededor.
Hal buscó la fuente de luz; había una pequeña reja de hierro instalada en la cubierta, directamente sobre su cabeza. Aun sin los barrotes, habría sido imposible pasar la cabeza por ella, de modo que la descartó como posible vía de escape. Cuando menos proporcionaba una bocanada de aire fresco.
El hedor era difícil de soportar; esa atmósfera sofocante los hacía jadear a todos. Olía a jaula de osos. Un gemido de Daniel les aflojó la lengua. Empezaron a hablar todos a un tiempo.
—Por el amor de Dios, esto huele como un cagadero en temporada de albaricoques.
—¿Os parece que hay posibilidades de escapar de aquí, capitán?
—Por supuesto que sí, tesoro —respondió uno de los hombres, en nombre de Sir Francis—. Cuando lleguemos a Buena Esperanza.
—Daría mi parte del tesoro más rico de los siete mares por estar cinco minutos a solas con Sam Bowles.
Yo, mi parte entera por otros cinco con ese maldito Cumbrae.
—O con el cretino de Schreuder.
De pronto Daniel balbuceó:
—Oh, madre, veo tu adorable rostro. Ven a dar un beso a tu pequeño Danny.
Esa exclamación quejumbrosa los desanimó; en la oscura y ruidosa bodega de los esclavos se hizo un silencio de desesperación. Poco a poco fueron hundiéndose en el letargo del abatimiento, quebrado de vez en cuando por los gemidos del delirio y el repicar de las cadenas, cuando trataban de encontrar una postura más cómoda.
Gradualmente, el paso del tiempo perdió todo significado. Nadie habría podido decir si era de día o de noche cuando el ruido del cabrestante, en la cubierta superior, reverberó por todo el casco, entre los gritos apagados de los suboficiales, que daban las órdenes de zarpar.
Hal trató de calcular el curso del barco por el impulso y la inclinación del casco, pero no tardó en perder la cuenta. Sólo cuando el Gull cabeceó súbitamente, iniciando un movimiento ligero y juguetón, comprendió que habían dejado atrás la laguna y el paso entre los promontorios.
Hora tras hora, el Gull luchó contra la sudestada para salir a alta mar. El movimiento los arrojaba de un lado a otro sobre las tablas desnudas, deslizándolos de espaldas por la breve distancia que las cadenas permitían, hasta que los grilletes los detenían reciamente; luego resbalaban hacia el otro lado. Fue un gran alivio que, por fin, la nave llegara a un tramo más calmo.
—Así está mejor —dijo Sir Francis, hablando por todos—. El Aguilucho ha hecho su viraje y ahora navegamos con el viento del sudeste a popa, rumbo al Cabo.
Con el tiempo, Hal aprendió a calcular el paso de los días por la intensidad de luz que entraba por la rejilla. Durante las largas noches, allí la negrura era aplastante, como la que impera en el fondo de una mina de carbón. Luego, al romper el alba, se filtraba hasta él una luz muy tenue, que iba creciendo en potencia hasta permitirle distinguir la cabeza redonda y oscura de Aboli, más allá del rostro claro de Daniel.
Sin embargo, los sectores más alejados de la bodega permanecían ocultos en la oscuridad aun a mediodía; los suspiros y los ocasionales susurros que provenían de allí levantaban ecos fantasmagóricos entre los mamparos de roble. Luego, la luz volvía a esfumarse en esa lobreguez total, marcando el paso de un día más.
En la tercera mañana, un mensaje susurrado pasó de boca en boca:
—Timothy O’Reilly ha muerto.
Era uno de los heridos; uno de los chaquetas verdes le había clavado una espada en el pecho.
—Fue un buen hombre —dijo Sir Francis, a modo de epitafio—. Que Dios reciba su alma. Ojalá pudiéramos brindarle una cristiana sepultura.
Hacia la quinta mañana, el cadáver de Timothy había aumentado el miasma de podredumbre que impregnaba la bodega de los esclavos, llenando los pulmones con cada inspiración.
Era frecuente que, mientras Hal yacía en el estupor de la desesperanza, unas ratas grises, grandes como conejos, le treparan por el cuerpo. Sus garras afiladas rasguñaban dolorosamente la piel desnuda. Por fin abandonó la inútil tarea de ahuyentarlas a golpes y puntapiés y se resignó a soportar la incomodidad. Sólo gritó cuando una de ellas le hundió los dientes en el dorso de la mano; logró sujetarla por el cuello y, entre sus agudos chillidos, la estranguló a mano limpia.
Cuando Daniel gritó de dolor a su lado, comprendió que también era víctima de las ratas y no podía defenderse de sus ataques. En adelante, él y Aboli se turnaron para velarlo sentados, tratando de apartar del hombre inconsciente esos voraces roedores.
Los grillos les impedían agacharse sobre el estrecho desaguadero que corría a lo largo del mamparo, ideado para servir de cloaca. De vez en cuando se oía el borboteo de alguien que vaciaba sus intestinos allí donde estaba; inmediatamente después, la fetidez de las heces frescas se expandía por ese reducido espacio, ya maloliente.
Cuando Daniel vaciaba la vejiga, el líquido caliente inundaba las tablas y llegaba hasta Hal, empapándole la camisa y los pantalones. No había nada que pudiera hacer por evitarlo, salvo apartar la cabeza de la cubierta.
Por lo general, más o menos cuando parecía ser mediodía, atronadores golpes de maza retiraban las clavijas de la escotilla y ésta se abría; la débil luz que invadía la bodega los dejaba casi ciegos; todos alzaban las manos, cargadas de cadenas, para protegerse los ojos.
—Hoy tengo un manjar especial para vosotros, alegres caballeros —cantaba la voz de Sam Bowles—. Un tazón de agua de nuestros toneles más viejos, con algunas bestezuelas nadando en ellos, y un toque de saliva mía para darle más sabor.
Se lo oía escupir vigorosamente; luego, relinchando de risa, pasaba el primer jarrito de peltre. Era preciso pasar el tazón alo largo de toda la cubierta, de mano en mano, todas torpes por los grilletes; si acaso se volcaba no se lo reponía.
—Uno para cada caballero, es decir: veintiséis jarritos, ni uno más —les decía Sam Bowles, alegremente.
Daniel estaba demasiado debilitado para beber sin ayuda; Aboli tenía que levantarle la cabeza para que Hal le vertiera poco a poco el agua entre los labios. Los otros enfermos necesitaban el mismo tratamiento. Gran parte del agua se perdía al escapar de esas bocas flojas; además, era una tarea larga. Sam Bowles perdía la paciencia antes que hubieran terminado.
—¿Nadie quiere más? Bueno, me voy, pues.
Y cerraba la escotilla, hundiendo las clavijas, mientras la mayor parte de los cautivos quedaban suplicando en vano, con la garganta abrasada y los labios partidos. Pero él se mostraba implacable; había que esperar al día siguiente para recibir la próxima ración.
Aboli optó por llenarse la boca con agua del jarrito; luego apoyaba los labios en los de Daniel y la vertía por la fuerza en la boca del hombre inconsciente. Con los otros heridos hacían lo mismo. Ese método era lo bastante rápido como para conformar al mismo Sam Bowles y se perdía menos cantidad del precioso líquido.
Bowles rió entre dientes cuando uno de los hombres le gritó:
—¡Por el amor de Dios, contramaestre, aquí hay un muerto! Timothy O’Reilly está apestando. ¿No lo oléis acaso?
—Me alegra saberlo —respondió él—. Eso significa que no necesita agua. Mañana serviré sólo veinticinco jarritos.
Daniel estaba moribundo. Ya no se quejaba ni se debatía en su delirio, sino que permanecía inmóvil como un cadáver. Hasta la vejiga se le había secado y ya no se vaciaba espontáneamente en las tablas malolientes. Hal le alzó la cabeza, hablándole en susurros, instándolo a mantenerse vivo.
—No puedes darte por vencido. Resiste un poco más y cuando te descuides estaremos en el Cabo. Tendrás toda el agua fresca que puedas beber y esclavas bonitas que te sirvan de enfermeras. Piensa en eso, Danny.
Un mediodía, en lo que debía de ser la sexta jornada en alta mar, Hal dijo a Aboli:
—Quiero mostrarte algo. Dame la mano.
Le sujetó los dedos para guiarlos por las costillas de Daniel. La piel estaba tan caliente que tocarla era casi doloroso; la carne, tan consumida que las costillas sobresalían como las duelas de un barril. Hal lo empujó hasta donde las cadenas se lo permitieron y guió los dedos de Aboli hacia el omóplato.
—Ahí. ¿Sientes el bulto?
El negro gruñó:
—Lo siento, pero no lo veo. —Estaba tan limitado por las cadenas que no podía mirar por sobre el cuerpo inerte de su compañero.
—No estoy seguro, pero creo saber qué es. —Hal acercó la cara, forzando la vista en la penumbra—. Hay una hinchazón del tamaño de una nuez, negra como un moretón.
La tocó suavemente, pero bastó esa leve presión para que Daniel se quejara, debatiéndose contra las ataduras.
—Ha de estar muy sensible. —Sir Francis se había incorporado para inclinarse hacia allí cuanto le era posible—. No veo bien. ¿Dónde está?
—En el centro del omóplato —respondió Hal—. Creo que es la bala de mosquete. Le ha atravesado todo el pecho hasta quedar allí, bajo la piel.
—Entonces eso es lo que lo está matando —aseguró Sir Francis—. Es la sede y la fuente de la infección que lo devora.
—Si tuviéramos un cuchillo —murmuró Hal podríamos tratar de sacarlo. Pero Sam Bowles nos quitó el cofre de las medicinas.
—Pero no antes que yo pudiera esconder uno de los cuchillos —dijo Aboli, rebuscando en la pretina del pantalón. Mostró en alto la fina hoja, que relumbraba apenas a la débil luz de la rejilla—. Estaba esperando la oportunidad de usarlo para degollar a Sam.
—Tendremos que arriesgarnos a cortar —dijo Sir Francis—. La bala, si queda dentro de su cuerpo, lo matará con más certeza que el bisturí.
—Desde donde estoy no veo lo suficiente para cortar —señaló Aboli—. Tendréis que hacerlo vos.
Se oyó un tintinear de cadenas; luego Sir Francis murmuró:
—Estas cadenas son demasiado cortas. No puedo tocarlo ni con un dedo.
Todos guardaron silencio por un rato. Al fin el capitán dijo:
—Hal.
—¡Padre! —protestó el muchacho—. No tengo conocimientos ni habilidad para esto.
—Entonces Daniel morirá —aseguró el negro, secamente—. Le debes la vida, Gundwane. Toma el cuchillo.
En la mano de Hal, el bisturí parecía tan pesado como una barra de plomo. Con la boca seca de miedo, probó el filo de la hoja en la yema del pulgar y lo descubrió embotado por el exceso de uso.
—Está desafilado —objetó.
—Aboli tiene razón, hijo mío. —El padre le estrechó un hombro—. Eres la única posibilidad de Daniel.
Lentamente, Hal alargó la mano izquierda y sintió el bulto duro en la carne caliente del herido. Se movía bajo los dedos; la sintió rechinar contra el hueso del omóplato.
El dolor reanimó a Daniel, haciendo que forcejeara contra las cadenas.
—Socórreme, Jesús —gritó—. He pecado contra Dios y contra los hombres. El diablo viene por mí. Es oscuro. Todo se vuelve oscuro.
—Sujétalo, Aboli —susurró Hal—. Que no se mueva.
El negro lo rodeó con los brazos, como si fueran grandes pitones negras.
—Hazlo —dijo—. Hazlo deprisa.
Hal se acercó tanto como se lo permitieron las cadenas, hasta que su cara quedó a un palmo de la espalda de su compañero.
Así veía el bulto con más claridad. La piel estaba allí tan estirada que tenía un brillo purpúreo, como una ciruela demasiado madura. Apoyó a ambos lados los dedos de la mano izquierda y estiró la piel aún más.
Después, aspirando hondo, puso la punta del bisturí contra la hinchazón. Contó silenciosamente hasta tres, para reunir coraje, y presionó con toda la fuerza del brazo que blande la espada.
Sintió que la hoja se hundía profundamente en la espalda de Daniel, hasta tocar algo duro, que no cedía: metal contra metal.
El herido dio un grito y quedó laxo entre los brazos de Aboli. Del profundo corte brotó un chorro de pus amarillo y morado caliente y denso como cola de carpintero; alcanzó a Hal en la boca y le salpicó el mentón. El hedor superaba a los otros miasmas de la bodega; al muchacho se le subió el vómito hasta la garganta, pero lo tragó, limpiándose el pus de la cara con el brazo. Luego reunió valor para estudiar tímidamente la herida.
Aún manaba pus negro, pero había una materia extraña en la boca del corte. Excavando con la punta del bisturí, logró sacar un tapón de fibra oscura, en la que se mezclaban astillas de hueso arrancadas del omóplato con sangre coagulada y pus.
—Es un trozo de su chaqueta —exclamó—. La bala debe de haberla introducido en la herida.
—¿Ya encontraste el proyectil? —inquirió Sir Francis.
—No. Todavía debe de estar allí dentro. —Hurgó un poco más en la herida—. Sí. Aquí está.
—¿Puedes sacarlo?
Por algunos minutos Hal trabajó en silencio, agradeciendo que Daniel, inconsciente, no se viera obligado a sufrir esa ruda exploración. El flujo de pus fue menguando; ahora manaba sangre limpia de la oscura herida.
—Con el cuchillo no lo alcanzo. Se me escurre —susurró.
Apartó la hoja para hundir el dedo en la carne caliente de Daniel. Con la respiración dificultada por el espanto, fue hurgando cada vez más adentro, hasta que logró meter la punta del dedo detrás del plomo.
—¡Listo! —exclamó súbitamente.
La bala de mosquete brotó de la herida y cayó a las tablas con un golpe seco. Estaba deformada por el contacto violento con el hueso y tenía una parte brillante. Después de observarla con enorme alivio, retiró el dedo de la herida.
Sobrevino un nuevo chorro de pus y un grumo de materia extraña.
—Ahí está el taco del mosquete. —Hizo una arcada—. Creo que ya ha salido todo.
Bajó la vista a sus manos embadurnadas. La fetidez lo golpeó como una bofetada.
Por un rato guardaron silencio. Por fin Sir Francis susurró:
—¡Buen trabajo, Hal!
—Creo que ha muerto —respondió Hal, con voz débil—. ¡Está tan quieto…!
Aboli soltó a Daniel para buscar a tientas el pecho desnudo.
—No, está vivo. Siento latir su corazón. Ahora, Gundwane, debes lavarle la herida.
Entre los dos arrastraron el cuerpo inerte de Daniel hasta el límite de los grillos y Hal se arrodilló a medias por sobre él, abriéndose los sucios pantalones; deshidratado por la limitada ración de agua, apenas pudo verter un débil chorro de orina en la herida. Bastó para lavar los restos de materia extraña y corrupción, y aun pudo utilizar las últimas gotas para limpiar un poco sus propias manos. Luego se dejó caer hacia atrás, agotado por el esfuerzo.
—Te has portado como un hombre, Gundwane —le dijo Aboli, ofreciéndole el pañuelo rojo, ya negro y crujiente por la sangre seca y el pus—. Usa esto para restañar la sangre. No tenemos otra cosa.
Mientras Hal vendaba la herida, Daniel permaneció inmóvil como un cadáver. Ya no gemía ni luchaba contra sus cadenas.
Tres días después, cuando Hal se inclinó hacia él para darle agua, el herido alzó súbitamente una mano para apartarle la cabeza y se apoderó del jarrito. Lo vació en tres largos sorbos. Después de un atronador eructo dijo, en voz débil, pero lúcida:
—Por Dios, qué rico estaba eso. Quiero un poco más.
Hal, en su alivio, se sintió tan encantado que le dio su propia ración. Al día siguiente Daniel ya podía incorporarse hasta donde lo permitían las cadenas.
—La operación habría matado a diez hombres comunes —murmuró Sir Francis, observando esa asombrosa recuperación—, pero a Daniel Fisher le ha hecho bien.
En el noveno día del viaje, Sam Bowles abrió la escotilla para canturrear alegremente:
—Buenas noticias, caballeros. El viento nos ha jugado una mala pasada en estas últimas cincuenta leguas. Su Señoría calcula que tardaremos cinco días más en rodear el Cabo. Ya veis que vuestro crucero de placer durará un poco más.
Pocos tenían fuerzas o voluntad de rabiar por esa horrible noticia, pero alargaron manos frenéticas hacia el jarrito de peltre. Terminada la diaria ceremonia del agua, Sam Bowles alteró la rutina. En vez de cerrar la escotilla hasta el día siguiente, asomó la cabeza para llamar:
—Capitán Courtney, manda decir Su Señoría que, si no tenéis otro compromiso, se sentiría muy honrado de invitaros a comer.
Bajó a la cubierta de los esclavos y, con la ayuda de dos hombres, destornilló los grilletes de Sir Francis y los retiró de las anillas adosadas al mamparo. Aun después de liberarlo, los tres marineros tuvieron que sostenerlo en vilo. Estaba tan débil y acalambrado que se tambaleaba como un borracho en tanto lo ayudaban a salir penosamente por la escotilla.
—Con vuestro perdón, capitán —dijo Sam, riéndosele en la cara—, no sois exactamente un ramo de rosas. He olido porquerizas y pozos negros mucho más gratos que vos, amigo.
Lo subieron hasta la cubierta y arrancaron los harapos malolientes de su cuerpo consumido. Después, cuatro marineros operaron la bomba, en tanto Sam dirigía hacia él todo el chorro de la manga. El Gull había entrado en el extremo de la fría corriente de Bengala, que barre la costa occidental del continente. El chorro de agua helada estuvo a punto de derribar a Sir Francis, quien debió aferrarse de los cordajes para no perder el equilibrio. Aunque estremecido, ahogándose cuando Sam le apuntaba la manga directamente a la cara, pudo quitarse casi toda la mugre encostrada en el cuerpo y el pelo. No le importó que Katinka van de Velde, inclinada sobre la barandilla del alcázar, escrutara su desnudez sin la menor señal de pudor.
Sólo cuando cesó el chorro y lo dejaron secarse, de pie en el viento, pudo Sir Francis echar un vistazo en derredor para formarse una idea de la posición del Gull. Su cuerpo consumido estaba azul de frío, pero se sentía revitalizado por el baño. Le castañeteaban los dientes y se estremecía de pies a cabeza, en involuntarios espasmos; mientras miraba por sobre la borda cruzó los brazos contra el pecho, en un intento por entrar en calor. Unas diez leguas hacia el norte se veía el continente africano; reconoció los acantilados y los peñascos que custodiaban la entrada a False Bay. Para ingresar en Table Bay por el otro lado de la península tendrían que pasar por ese punto salvaje.
La calma era casi total; en la superficie del mar, lustrosa como aceite, se formaban ondas largas y bajas, que subían y bajaban como la respiración de un monstruo dormido. Sam Bowles había dicho la verdad: a menos que se alzara viento, pasarían muchos días más antes que pudieran rodear el Cabo y anclar en Table Bay. Se preguntó cuántos más de sus hombres seguirían a Timothy antes que los sacaran de esa cubierta para esclavos.
Sam Bowles le arrojó a los pies tres prendas raídas, pero limpias.
—Su Señoría os espera. No os demoréis.
—¡Franky! —En cuanto entró en el camarote de popa, Cumbrae se levantó para saludarlo—. Me alegra mucho ver que esa pequeña estancia en la cubierta inferior no te ha afectado en absoluto.
Antes que Sir, Francis pudiera evitarlo, Cumbrae lo encerró en un abrazo de oso.
—Debo disculparme profundamente por ese trato, pero ha sido por insistencia del gobernador holandés y de su esposa. Yo nunca habría tratado de manera tan deplorable a un hermanó caballero.
Mientras hablaba, el Aguilucho le deslizó rápidamente las manos por el cuerpo, en busca de algún cuchillo u otra arma oculta; por fin lo empujó hacia la más grande y cómoda de las sillas.
—¿Una copa de vino, viejo amigo mío?
La sirvió con sus propias manos. Luego indicó por gestos al camarero que pusiera un plato de guiso frente a Sir Francis. Aunque la boca se le llenó de saliva ante el aroma de esa comida caliente, la primera que se le ofrecía después de dos semanas o poco menos, el prisionero no tocó siquiera la copa ni la cuchara puesta junto al plato.
Cumbrae, aunque enarcó una poblada ceja rojiza, no insistió. Tomando su propia cuchara, se llenó ruidosamente la boca de su propio plato y masticó el bocado con las debidas exclamaciones de apetito y aprobación. Luego lo bajó con un buen trago de vino, limpiándose los bigotes rojos con el dorso de la mano.
—No, Franky. Si de mí hubiera dependido, jamás os habría tratado tan mal. Vos y yo hemos tenido nuestras diferencias, pero siempre en plan de competencia deportiva y caballeresca, ¿no es así?
—¿Fue deporte disparar vuestras andanadas contra mi campamento sin previo aviso? —preguntó Sir Francis.
—Bueno, no malgastemos el tiempo en recriminaciones ociosas. —El Aguilucho descartó el comentario con un gesto—. Eso no habría sido necesario si hubierais aceptado compartir conmigo el botín del galeón. Lo que quiero decir es que vos y yo nos entendemos. En el fondo somos hermanos.
—Creo que os entiendo, sí —asintió Sir Francis.
—En ese caso sabréis que cuanto os hace sufrir es un sufrimiento aun peor para mí. He padecido con vos cada minuto de vuestro encarcelamiento.
—Detestaría haceros sufrir, milord. ¿Por qué no nos liberáis, pues, a mí y a mis hombres?
—Ese es mi ferviente deseo e intención, os lo aseguro. Sin embargo subsiste un pequeño obstáculo que me lo impide. Necesito recibir de vos una señal de que mis cálidos sentimientos son correspondidos. Aún me duele profundamente que no compartierais conmigo, vuestro antiguo amigo, lo que me correspondía por derecho según los términos de nuestro acuerdo.
—Estoy seguro de que los holandeses os han dado la parte que os faltó antes. En verdad, os vi cargar a bordo de este mismo barco una parte de las especias que me pareció muy generosa. No sé qué pensará el Lord Almirante de Inglaterra de semejante tráfico con el enemigo.
—Unos pocos barriles de especias… Casi no vale la pena mencionarlos. —Cumbrae sonrió—. Pero no hay nada como el oro y la plata para despertarme los impulsos fraternos. Bueno, Franky, ya hemos dedicado mucho tiempo a la charla amable. Vos y yo sabemos que tenéis la mitad del metal precioso del galeón escondido en algún lugar, cerca de la Laguna del Elefante. Seguramente lo hallaré, si busco lo suficiente, pero por entonces vos habréis muerto, desagradablemente acabado por el verdugo de Buena Esperanza.
Sir Francis sonrió, meneando la cabeza.
—No he ocultado ningún tesoro. Buscad, si queréis, pero no hay nada que podáis hallar.
—Pensadlo, Franky. ¿Sabéis lo que hicieron los holandeses con los mercaderes ingleses que capturaron en la isla de Bali? Los crucificaron y les quemaron las manos y los pies con llamas de azufre. Quiero salvaros de eso.
—Si no tenéis nada más que discutir, regresaré junto a mis hombres. —Sir Francis se levantó. Ya sentía las piernas más fuertes.
—¡Sentaos! —le espetó el Aguilucho—. Decidme dónde lo escondisteis, hombre, y os pondré a todos en tierra, sin que nadie sufra más daño. Lo juro por mi honor.
Cumbrae pasó todavía una hora tratando de engatusarlo. Por último suspiró.
—Hacéis mal negocio, Franky. Os propondré algo. No lo haría por nadie más, pero os amo como a un hermano. Si me conducís al botín, lo compartiré con vos. Mitad y mitad, exactamente. No podría ser más justo, ¿verdad?
Aun ese ofrecimiento mereció de Sir Francis sólo una sonrisa serena y desapegada. El escocés ya no pudo seguir disimulando su ira. Descargó en la mesa una palmada tan fuerte que se volcaron las copas y el vino se esparció por todo el camarote.
—¡Llévate a este cretino arrogante y encadénalo otra vez! —aulló a Sam Bowles.
Y gritó a Sir Francis, que ya salía:
—Ya descubriré dónde lo escondiste, Franky. Te lo juro. Sé más de lo que crees. En cuanto te vea expuesto en la plaza de armas de Buena Esperanza, volveré a la laguna y no saldré de allí hasta que lo halle.
Antes que anclaran frente a Table Bay murió uno más de los marineros de Sir Francis. Los otros estaban tan entumecidos y debilitados que debieron reptar como animales por la escalerilla. Arracimados en la cubierta, con los harapos emporcados en sus propias heces, miraron en derredor, parpadeantes, tratando de proteger los ojos del intenso sol de la mañana.
Hal nunca había estado tan cerca de esa costa. En los comienzos de la guerra se habían mantenido bien lejos de la bahía, a la que sólo vieron desde muy lejos. Esa breve mirada no lo había preparado para el esplendor de ese paisaje marítimo, donde el azul real del Atlántico, salpicado de espuma, barría las playas de un modo tan cegador que le hería los ojos debilitados.
La fabulosa montaña aplanada parecía llenar la mayor parte del cielo africano: un gran acantilado de roca amarilla, surcado por hondos barrancos densamente boscosos. La parte superior de la montaña era tan geométricamente horizontal, sus proporciones tan gratas, que parecía diseñada por un arquitecto celestial. Por sobre esa inmensa meseta se vertía una permanente reverberación de nubes, espumosas como la leche que desborda al hervir. Esa cascada de plata nunca llegaba a las estribaciones inferiores de la montaña, sino que se evaporaba en pleno vuelo con mágica brusquedad, dejando resplandecerlos tramos inferiores en su manto de verde selva natural.
Tanta grandeza empequeñecía los edificios diseminados a lo largo de la costa como un irritante sarpullido por encima de la nívea playa. De allí zarpó una flotilla de pequeñas embarcaciones para salir al encuentro del Gull, en cuanto hubo anclado.
El gobernador van de Velde se negó a bajar por la escala; hubo que bajarlo desde la cubierta en una guindola, sin que dejara de gritar nerviosas indicaciones a los hombres que manejaban las cuerdas.
—¡Con cuidado, torpes! ¡Dejadme caer y os haré despellejarla espalda a latigazos, patanes!
Lo bajaron hasta la lancha que esperaba junto al Gull; su esposa ya estaba allí. Asistida por el coronel Cornelius Schreuder, había hecho un descenso mucho más elegante que el de su marido.
Los llevaron a remo hasta la costa, donde cinco fuertes esclavos alzaron al nuevo gobernador, sacándolo del bote que danzaba en las rompientes de espumas blancas, y lo llevaron en vilo hasta la costa para depositarlo en la arena.
Cuando los pies del gobernador tocaron suelo africano se oyó el primero de una salva de catorce cañonazos. Una larga voluta de humo se elevó de la tronera, en el reducto del sur. El atronador estallido sobresaltó de tal modo al nuevo representante de la Compañía que lo hizo brincar treinta centímetros en el aire, a riesgo de perder el sombrero emplumado a manos de la sudestada.
El gobernador Kleinhans, sumamente regocijado por la llegada del sucesor, lo estaba esperando en la playa. El comandante de la guarnición, igualmente ansioso por entregar el mando al coronel Schreuder y sacudirse el polvo africano, estaba en los terraplenes de la fortaleza, con el telescopio apuntado hacia los nuevos dignatarios.
El majestuoso carruaje esperaba por encima de la playa, con seis hermosos rucios entre las varas. El gobernador Kleinhans se apeó de él para saludar a los recién llegados, sujetando el sombrero para defenderlo del viento. En derredor del coche se había formado una guardia de honor y, a lo largo de la orilla, varios cientos de mujeres, hombres y niños. Todos los residentes de la colonia en condiciones de caminar o arrastrarse habían acudido a recibir al gobernador van de Velde, que subía trabajosamente por la arena floja.
Cuando por fin pisó suelo firme, recobrados la dignidad y el aliento, aceptó la bienvenida de Kleinhans. Ambos se estrecharon la mano, entre vítores y aplausos de los funcionarios de la Compañía, los burgueses libres y los esclavos allí reunidos. La escolta militar presentó armas y la banda arrancó con una animosa tonada patriótica. La música terminó con un estallido de címbalos y un redoble de tambores. Los dos gobernadores se abrazaron espontáneamente: Kleinhans, encantado porque al fin podía retornar a Ámsterdam; van de Velde, gozoso por haber escapado a la tempestad y la piratería y por tener bajo las plantas, una vez más, suelo holandés.
Mientras Sam Bowles y sus compañeros retiraban los cadáveres de la bodega para arrojarlos desde la borda, Hal, en cuclillas entre los cautivos, observaba desde lejos a Katinka, que se encaminaba hacia el carruaje llevada del brazo por el gobernador Kleinhans y el coronel Schreuder. Sintiendo que el corazón se le desgarraba de amor por ella, susurró a Daniel y a Aboli:
—¿No es la dama más bella del mundo? Ella usará su influencia en nuestro favor. Ahora que su esposo tiene plenos poderes, lo persuadirá para que nos trate con justicia.
Los dos hombrotes, sin responder, intercambiaron una mirada. Daniel mostró los dientes partidos en una gran sonrisa. Aboli puso los ojos en blanco.
Una vez que Katinka estuvo instalada en los asientos de cuero, su marido fue ayudado a subir. Mientras el coche se bamboleaba por su peso, la banda inició una marcha vivaz y la escolta comenzó a marcar el paso, con los mosquetes al hombro, imponentes con sus chaquetas verdes y sus cinturones blancos. La procesión cruzó la plaza de armas hacia la fortaleza, en tanto el gentío corría delante del carruaje y se alineaba a ambos lados de la ruta.
—Adiós, caballeros. Ha sido un placer y un privilegio teneros a bordo. —El Aguilucho se tocó el ala del sombrero en un saludo irónico, mientras Sir Francis cruzaba trabajosamente la cubierta, arrastrando sus cadenas, y encabezaba el descenso hacia el bote amarrado junto a la escala de cuerdas.
Tantos hombres encadenados constituían una pesada carga en ese oleaje. Cuando se alejaron del Gull, la regala estaba a muy pocos centímetros del agua. Los remeros hicieron lo posible por mantener la popa de la lancha hacia las rompientes, pero una ola más alta la elevó desde abajo, haciéndole perder el rumbo y volcar en un metro veinte de agua. Tripulantes y pasajeros se vieron arrojados al agua blanca, con la embarcación atrapada en el remolino.
Sofocados y tosiendo, los prisioneros lograron rescatarse mutuamente del oleaje, tirando de las cadenas. Milagrosamente, nadie se ahogó, pero el esfuerzo los llevó al límite de sus fuerzas. Luego, los guardias de la fortaleza los obligaron a levantarse para avanzar por la arena, a insultos y culatazos, chorreando agua y cubiertos de arena blanca.
Cuando el majestuoso carruaje hubo cruzado las puertas del fuerte, la multitud volvió a la costa, para divertirse un poco con esos pobres diablos. Los estudiaron como si fueran bestias en el mercado, riendo libremente y haciendo comentarios pícaros.
—Antes parecen gitanos y mendigos que piratas ingleses.
—Yo no malgasto mis guldens. No pienso hacer posturas cuando este lote suba a la tarima de los esclavos.
—A los piratas no se los vende; se los quema en la hoguera.
—No parecen gran cosa, pero al menos nos divertir n un poco. Desde la rebelión de los esclavos no hemos tenido una buena ejecución.
—Allí viene Stadige Jan para mirarlos. Sin duda tendrá unas cuantas lecciones para estos piratas.
Hal volvió la cabeza en la dirección señalada. Era un alto burgués, de ropas oscuras y sombrero de puritano, que sobresalía en toda la cabeza por encima de la muchedumbre. Clavó en Hal sus ojos amarillos, pálidos e inexpresivos.
—¿Qué opinas de estas bellezas, Stadige Jan? ¿Podrás hacer que nos canten una bonita melodía?
Hal percibió la fascinada repulsión que ese hombre inspiraba en cuantos lo rodeaban. Nadie se le acercaba demasiado; por el modo en que lo miraban, el muchacho comprendió instintivamente que era el verdugo tan mencionado. La piel se le erizó al estudiar esos ojos descoloridos.
—¿Por qué lo llamarán Juan el Lento? —preguntó a Aboli por el costado de la boca.
—Ojalá no tengamos que enterarnos —respondió el negro, en tanto pasaban frente a la alta y cadavérica figura.
Junto a la columna de hombres encadenados bailoteaba un grupo de pequeños, blancos y pardos, riendo y bombardeándolos con guijarros y basuras tomadas de las cloacas abiertas, por las cuales las aguas servidas de la ciudad descendían al mar. Alentado por ese ejemplo, un par de perros callejeros les tarasqueó los talones. Los adultos se habían puesto las mejores ropas y festejaban con risas las travesuras de los niños. Algunas de las mujeres, al percibir el olor de los desarrapados prisioneros, se llevaron bolsitas de hierbas a la nariz, estremeciéndose con horrorizada fascinación.
—¡Oh! ¿Qué bestias horrendas?
—Mira esas caras crueles y salvajes.
—Me han dicho que alimentan a esos negros con carne humana.
Aboli contrajo la cara, girando los ojos hacia ellas, mostrando los grandes dientes blancos en una sonrisa feroz. Las mujeres chillaron con delicioso terror, mientras las pequeñas escondían la cara contra las faldas maternas al verlo pasar.
Detrás de la muchedumbre, separados de sus superiores y sin participar en el juego de acosar a los cautivos, se agrupaban hombres y mujeres que parecían ser los sirvientes domésticos de los burgueses. El color de esos esclavos variaba entre el negro antracita de África hasta la tez ambarina y dorada del Oriente. Casi todos vestían simplemente las prendas descartadas por sus propietarios, aunque algunas de las mujeres más bonitas lucían galas vistosas, que las identificaban como juguetes favoritos de sus amos.
Observaban en silencio el trabajoso paso de los marineros, cargados de cadenas. Entre ellos no se oían risas. Antes bien, Hal sintió cierta empatía tras sus expresiones cerradas e impasibles: ellos también eran cautivos. Un momento antes de cruzar el portón de la fortaleza, Hal reparó especialmente en una muchacha, que permanecía detrás de la multitud. Había trepado a un montón de ladrillos para ver mejor y asomaba por sobre los espectadores interpuestos. Ese no fue el único motivo por el que le llamó la atención.
Era más hermosa de lo que él habría podido imaginar en mujer alguna: una verdadera flor, de lustrosa cabellera negra y ojos oscuros, demasiado grandes para el delicado rostro oval. Por un momento sus ojos se encontraron por sobre las cabezas de la multitud. Hal tuvo la sensación de que ella trataba de pasarle algún mensaje, pero le fue imposible captarlo. Sólo supo que esa muchacha le tenía compasión y que compartía sus sufrimientos. Luego, al ser conducido con los otros hacia el patio de la fortaleza, la perdió de vista.
Su imagen lo acompañaría en los horribles días que siguieron. Gradualmente fue superponiéndose al recuerdo de Katinka. A veces, por la noche, volvía para brindarle la fuerza que necesitaba para resistir. Si existía allá afuera, detrás de esas severas murallas de piedra, una sola persona tan llena de encanto y ternura, que se preocupara por su abyecta situación, entonces valía la pena seguir luchando.
En el patio del fuerte, un armero militar les quitó los grilletes. Un grupo de marineros, bajo el mando de Sam Bowles, esperaba para devolver al Gull las cadenas descartadas.
—Os echaré de menos, compañeros —sonrió Sam—. Las cubiertas inferiores del viejo Gull quedarán vacías y solitarias sin vuestros rostros sonrientes y alegres. —Al retirarse con su grupo les hizo una venia desde el portón—. Espero que os cuiden tan bien como vuestro viejo amigo Sam Bowles. Pero no temáis, que estaré en la plaza de armas cuando deis allí vuestra última representación.
Cuando Sam se hubo ido, Hal paseó la mirada por el patio. Vio que la fortaleza había sido diseñada a gran escala. Como parte de su preparación, el padre le había hecho estudiar la ciencia de las fortificaciones de tierra, lo cual le permitió reconocer el trazado defensivo clásico de las murallas y los reductos. Comprendió de inmediato que, cuando esas obras quedaran terminadas, sólo un ejército equipado para un largo sitio podría capturarlas.
Pero aún faltaba más de la mitad; por el costado que daba hacia el interior del continente (het Kasteel, el castillo, como lo llamaban los nuevos carceleros) sólo había cimientos abiertos, en los que algún día se alzarían las grandes murallas de piedra. Sin embargo, era obvio que se estaba apresurando el trabajo. Casi con certeza, las dos guerras angloholandesas recientes le habrían impartido ese ímpetu. Tanto Oliverio Cromwell, el Lord Protector del “Commonwealth” de Inglaterra, Escocia y Gales durante el interregno, como el rey Carlos, hijo del hombre que aquél había decapitado, podían reclamar algún crédito por el frenesí constructor que los rodeaba. Ellos habían recordado por la fuerza a los holandeses la vulnerabilidad de esas alejadas colonias. En los muros a medio terminar pululaban cientos de trabajadores; el patio en el que ellos se encontraban estaba lleno de maderas y bloques de piedra, traídos desde la montaña que se erguía sobre todo eso.
Por ser cautivos peligrosos, se los mantuvo aparte de los otros prisioneros. Los hicieron bajar por una breve escalera de caracol, bajo el muro meridional del fuerte. En los bloques de piedra que revestían el suelo, en el techo abovedado y las paredes brillaba la humedad que se filtraba desde el pantanoso suelo circundante. Aunque era un soleado día de otoño, la temperatura de ese ambiente lúgubre los hizo estremecer.
Al pie del primer tramo de escaleras, los carceleros separaron de la fila a Sir Francis Courtney y lo arrojaron a una celda pequeña, en la que apenas cabía un solo hombre. Había seis calabozos idénticos en fila, con puertas de madera sólida tachonadas de hierro, cada una con una diminuta ventanilla enrejada, cerrada con una persiana. No vieron a ningún otro prisionero.
—Habitación especial para vos, señor Pirata —le dijo el corpulento carcelero holandés, al cerrarle violentamente la puerta. Luego hizo girar en la cerradura una enorme llave de hierro entre el puñado que le colgaba del cinturón—. Os hemos puesto en la Guarida de los Criminales, donde están los peores: asesinos, rebeldes y ladrones. Aquí os sentiréis a gusto, sin duda.
Los otros prisioneros fueron conducidos al siguiente nivel de la mazmorra. Cuando el sargento abrió la puerta de rejas, al final del túnel, fueron empujados hacia una celda larga y estrecha. Una vez que la reja se cerró tras ellos, apenas quedó espacio para que todos pudieran estirarse en la delgada capa de paja húmeda que cubría el suelo adoquinado. En un rincón había un solo cubo para que sirviera de letrina, pero hubo un murmullo general de placer al ver la gran cisterna junto a la puerta de reja. Cuando menos, eso significaba que ya no habría racionamiento de agua.
En lo alto de una pared había cuatro ventanucos; una vez que hubieron inspeccionado el ambiente, Hal levantó la vista hacia ellos. Trepando a los hombros de Aboli pudo llegar a una de esas estrechas aberturas. Tenía gruesos barrotes, como las otras, pero Hal las probó a mano limpia. Eran firmes como la roca; fue preciso descartar cualquier idea de escapar por allí.
Colgándose de los barrotes, se izó para espiar por allí. Descubrió que sus ojos estaban a unos treinta centímetros del suelo; desde allí podía ver parte del patio interior del castillo: la entrada y los grandes portales que debían de conducir a las oficinas de la Compañía y las habitaciones del gobernador. A un lado, allí donde los muros aún no habían sido construidos, se veían parcialmente los barrancos de la montaña aplanada y, por sobre ellos, el cielo despejado, por el que pasaba una bandada de gaviotas blancas.
Después de bajar, Hal se abrió paso por entre la multitud de marineros, pasando por sobre los enfermos y los heridos. Desde la puerta enrejada miró hacia la escalera, pero no llegó a ver la celda de Sir Francis.
—¡Padre! —intentó, esperando un regaño de los carceleros. Como no hubo respuesta, alzó la voz para gritar otra vez.
—Te oigo, Hal —respondió Sir Francis.
—¿Tienes alguna orden para nosotros, padre?
—Supongo que nos dejar n en paz por un par de días, cuando menos hasta que hayan reunido al tribunal. Tendremos que esperar. Di a los hombres que no pierdan el ánimo.
Ante eso intervino una voz extraña; hablaba en inglés, pero con un acento poco familiar.
—¿Sois los piratas ingleses de quienes tanto hemos oído hablar?
Somos marinos honrados a los que se acusa falsamente —gritó Sir Francis, a su vez—. Y vos, ¿quién y qué sois?
—Soy vuestro vecino en la Guarida de los Criminales, a dos celdas de la vuestra. Yo también, como vosotros, estoy condenado a morir.
—Todavía no estamos condenados —protestó Sir Francis.
—Es sólo cuestión de tiempo. Dicen los carceleros que así será pronto:
—¿Cómo os llamáis? —Hal se unió al diálogo. Aunque el desconocido no le interesaba, esa conversación servía para pasar el rato y distraerlos de la situación en que se encontraban—. ¿Qué delito habéis cometido?
—Me llamo Althuda; mi delito es haber luchado por ser libre y por liberar a otros hombres.
—En ese caso, Althuda, somos hermanos: tú, yo y todos los presentes. Todos luchamos por la libertad.
Se oyó un desordenado coro de asentimiento. Luego Althuda volvió a hablar.
—Encabecé una rebelión entre los esclavos de la Compañía. Algunos fueron vueltos a capturar. Ésos fueron quemados vivos por Stadige Jan, pero la mayoría escapó a las montañas. Muchas veces enviaron a los soldados a buscarnos, pero los rechazamos y no pudieron volver a esclavizarnos.
Era una voz joven y vital, enérgica y orgullosa. Aun sin haberle visto la cara, Hal se sintió atraído por ese Althuda.
—Pero si escapasteis, ¿cómo es que estáis de nuevo en la Guarida de los Criminales? —Quiso saber uno de los marineros ingleses. Ahora todos escuchaban. La historia de Althuda había conmovido hasta al más encallecido.
—Volví para rescatar a alguien, a otra persona esclavizada que había quedado atrás —les dijo Althuda—. Fui reconocido y traicionado al entrar nuevamente en la colonia.
Todos guardaron silencio por un rato.
—¿Una mujer? —preguntó una voz—. ¿Volvisteis por una mujer?
—Por una mujer, sí.
—En medio del Edén siempre hay una Eva que nos tienta a hacer locuras —cantó uno.
Todos rieron. Luego otro inquirió:
—¿Era tu novia?
—No —respondió Althuda—. Volví por mi hermanita.
Eran treinta los invitados al banquete ofrecido por el gobernador Kleinhans para dar la bienvenida al sucesor: los hombres más importantes en la administración de la colonia, junto con sus esposas.
Desde el puesto de honor, Petrus van de Velde contemplaba con deleitosa expectativa la longitud de la mesa, por sobre la cual pendían enormes arañas cada una con cincuenta velas perfumadas que iluminaban el gran salón como si fuera de día arrancando chispas a la platería y a las copas de cristal.
Por varios meses, desde que había zarpado de la costa de Trincomalee, Van de Velde se había visto obligado a subsistir con la bazofia que se cocinaba a bordo del galeón; luego, con la tosca comida que le habían servido los piratas ingleses. Ahora le brillaban los ojos y se le hacía agua la boca al contemplar las exquisiteces culinarias esparcidos ante él. Alargó una mano hacia la copa y se llenó la boca del raro vino de Champagne. Las diminutas burbujas le cosquillearon en el paladar, acicateándole el apetito ya desmandado.
Van de Velde consideraba muy ventajoso ese nombramiento, que debía agradecer a las vinculaciones de su esposa con el Concejo de los Diecisiete. Por allí, por el extremo de África, pasaba una constante procesión de barcos en ambas direcciones, trayendo a Table Bay los lujos de Europa y del Oriente. Allí no les faltaría nada.
Maldijo en silencio a Kleinhans por su largo discurso de bienvenida, del que apenas escuchó una palabra. Toda su atención era para el despliegue de fuentes de plata expuesto ante él, una tras otra.
Había lechoncitos mamones recubiertos de una crocante película dorada; grandes trozos de carne roja, chorreantes de jugo y rodeados por humeantes terraplenes de patatas asadas; montañas de pollos tiernos, palomas, patos y gordos gansos; cinco tipos diferentes de pescado fresco del Atlántico, preparados de cinco maneras distintas, fragantes de curry y especias de Java Kandy y la India; altas pirámides de las enormes langostas carmesíes que abundaban en ese océano meridional; una gran variedad de frutas y suculentas hortalizas cultivadas en las huertas de la Compañía, y sorbetes, natillas, bollos azucarados, pasteles, bizcochos borrachos, confituras y todas las delicias dulces que los cocineros esclavos de las cocinas podían concebir. Todo eso estaba respaldado por murallas de queso, traído desde Holanda por los barcos de la compañía, frascos de arenque encurtido y trozos ahumados de salmón y cerdo salvaje.
En contraste con esa gran abundancia, la vajilla tenía un delicado diseño azul y blanco. Detrás de cada silla esperaba un esclavo doméstico, con el uniforme verde de la Compañía, listo para volver a llenar copas y platos con hábiles manos enguantadas de blanco. Mientras sonreía, haciendo gestos afirmativos antelas bobadas de Kleinhans, Van de Velde se preguntaba por qué ese hombre no se callaba de una vez y les permitía lanzarse sobre la comida.
Por fin, haciendo una reverencia al nuevo gobernador y otra mucho más profunda a su esposa, Kleinhans se dejó caer en su silla. Todo el mundo clavó en van de Velde una mirada expectante. Después de recorrer con la mirada esas caras asnales, él se puso de pie, suspirando. "Bastará con dos minutos", se dijo. Y les dijo lo que esperaban oír.
—En conclusión —terminó jovialmente—, sólo quiero desear al gobernador Kleinhans un buen viaje de retorno a la vieja patria y un retiro largo y feliz.
Se sentó precipitadamente, alargando la mano hacia la cuchara. Era la primera vez que los burgueses tenían el privilegio de ver al nuevo gobernador en la mesa; entre los presentes se hizo un silencio asombrado y respetuoso, en tanto el nivel de la sopa descendía en su plato como la marea en las planicies cenagosas del Zuider Zee. De pronto cayeron en la cuenta de que, cuando el huésped de honor terminara la sopa, se cambiarían los platos para servir lo siguiente; entonces se lanzaron en un frenético esfuerzo por alcanzarlo. Entre ellos había muchos hombres de buen diente, pero ninguno podía compararse con el gobernador, sobre todo si llevaba ventaja.
Cuando su plato quedó vacío, todos fueron rápidamente recogidos y reemplazados por una montaña de gruesas tajadas de lechoncillo. Los dos primeros platos se consumieron en virtual silencio, quebrado tan sólo por sorbidos y mascadas.
Durante el tercer plato, Kleinhans reunió valor para un gallardo intento de reavivar la conversación. Se inclinó hacia adelante para distraer a Van de Velde de su plato.
—Supongo que desearéis atender, antes que nada, el asunto de los piratas ingleses.
El otro asintió vigorosamente con la cabeza, pues tenía la boca demasiado llena de suculenta langosta como para una respuesta verbal.
—¿Habéis decidido cómo organizaréis el juicio y la sentencia? —inquirió Kleinhans, lúgubre.
Van de Velde tragó ruidosamente antes de responder.
—Ser n ejecutados, por supuesto, pero no antes de que su capitán, ese notorio corsario de Francis Courtney, revele dónde ha escondido la carga faltante. A ese fin me gustaría reunir inmediatamente al tribunal.
El coronel Schreuder tosió cortésmente. Van de Velde lo miró con impaciencia.
—¿Sí? ¿Queríais decir algo? ¡Adelante, pues!
—Hoy tuve oportunidad e inspeccionar las obras que se realizan en las fortificaciones del kasteel, señor. Sólo Dios sabe cuándo volveremos a guerrear contra Inglaterra, pero puede ser pronto. Los ingleses son ladrones por naturaleza y piratas por vocación. Por ese motivo, señor, los Diecisiete de Ámsterdam han considerado de gran prioridad completar nuestras fortificaciones.
Eso está claramente expresado en mi carta de nombramiento como comandante del kasteel.
Todos los comensales asumieron una expresión atenta y grave ante la mención de los sagrados Diecisiete, como si se hubiera invocado el nombre de una deidad. Schreuder dejó que el silencio se prolongara por un rato, a fin de dar peso a su argumento. Luego dijo:
—Las obras están muy atrasadas con respecto a lo que Sus Excelencias han decretado.
El mayor Loten, comandante saliente de la guarnición, interpuso:
—Es cierto que las obras están algo retrasadas, pero existen buenos motivos.
La construcción era su principal responsabilidad. El gobernador van de Velde desvió los ojos hacia él, en tanto se llevaba a la boca el tenedor nuevamente cargado de langosta. La salsa era realmente deliciosa; suspiró de placer al pensar que tenía ante sí cinco años de esas comidas. Ciertamente, era preciso que comprara a ese cocinero antes de que Kleinhans se embarcara. Componiendo las facciones en una actitud más solemne, escuchó las excusas de Loten:
—Me he visto impedido por la escasez de mano de obra. Esa lamentable rebelión entre los esclavos nos ha dejado gravemente faltos de hombres.
Van de Velde frunció el entrecejo.
Justamente era lo que iba a decir —retomó Schreuder, con desenvoltura—. Si estamos tan escasos de hombres para satisfacer las expectativas de los Diecisiete, ¿sería prudente ejecutara veinticuatro piratas ingleses fuertes y capaces, en vez de emplearlos en las obras?
Todas las miradas se volvieron hacia Van de Velde para apreciar su reacción, esperando que él los orientara. El nuevo gobernador tragó saliva y, antes de hablar, desalojó con el índice un trocito de langosta incrustado entre las muelas.
—A Courtney no se lo puede dejar con vida —dijo al fin—, ni siquiera para que trabaje en las fortificaciones. Según Lord Cumbrae, cuya opinión respeto —dedicó al Aguilucho una pequeña inclinación—, el inglés sabe dónde está escondida la carga faltante. Además, mi esposa y yo —señaló con la cabeza a Katinka, sentada entre Kleinhans y Schreuder nos hemos visto obligados a sufrir muchas indignidades a sus manos.
—Estoy de acuerdo —dijo Schreuder—. Debemos obligarlo a decir cuanto sabe de los metales preciosos que faltan. Pero ¿y los otros? ¿No os parece, señor, que sería un desperdicio ejecutarlos cuando se los necesita en las murallas? Después de todo, son estúpidos como el ganado; no pueden entender la gravedad de su delito, pero tienen espaldas fuertes con qué pagarlo.
Van de Velde gruñó sin comprometerse.
—Me gustaría saber qué opina al respecto el gobernador Kleinhans —dijo. Y volvió a llenarse la boca, con la cabeza hundida entre los hombros y los ojillos fijos en su predecesor. Sabiamente, pasaba a otro la responsabilidad de tomar la decisión. Más adelante, si hubiera repercusiones, podría descargar parte de la culpa.
—Por supuesto —dijo el gobernador Kleinhans, moviendo la mano con ligereza—, en estos momentos los buenos esclavos se venden por casi mil guldens. Semejante agregado a la bolsa de la Compañía merecería un gran elogio por parte de Sus Excelencias. Los Diecisiete han decidido que la colonia debe costear sus propios gastos en vez de convertirse en una carga para el tesoro de la Compañía.
Todos los presentes analizaron solemnemente la cuestión. En medio del silencio, Katinka dijo, haciendo resonar su voz de cristal:
—Por mi parte, necesitaré esclavos para mi casa. Me vendría bien poder adquirir buenos trabajadores, aun a esos precios exorbitantes.
—Por acuerdo y protocolo internacionales, está prohibido vender como esclavos a cristianos —señaló Schreuder, al ver que se reducían sus perspectivas de conseguir mano de obra para sus fortificaciones—. Ni siquiera a los ingleses.
—No todos los piratas capturados son cristianos —insistió Kleinhans—. Entre ellos vi varias caras negras. Los esclavos negros tienen mucha demanda en la colonia. Son buenos para el trabajo y para la reproducción. ¿No sería muy deseable cambiarlos por guldens con que complacer a los Diecisiete? En cuanto a los piratas ingleses, podríamos condenarlos a trabajos forzados de por vida. De ese modo los utilizaríamos para acelerar la terminación de las obras, lo cual también complacería a los Diecisiete.
Van de Velde volvió a gruñir, en tanto rasqueteaba ruidosamente su plato, como demostración de que estaba listo para probarla carne de vaca. Mientras le ponían otro plato cargado adelante, analizó esos argumentos en conflicto. Había algo más a tener en cuenta, algo que los demás ignoraban: su enconado odio por el coronel Schreuder. No quería facilitarle las cosas; a decir verdad, le encantaría que el coronel fracasara lamentablemente y tuviera que volver en desgracia a la patria… siempre que ese fracaso no redundara en su propio descrédito.
Clavando en Schreuder una dura mirada, jugó con la idea de rechazar su propuesta. Sabía perfectamente lo que ese hombre se traía entre manos. Su atención pasó del coronel a Katinka, que esa noche estaba radiante. En pocos días de estancia en el Cabo, en su alojamiento temporario en el castillo, se había repuesto por completo del largo viaje y del cautiverio impuesto por Sir Francis Courtney. Era joven y adaptable, por supuesto, pues aún no había cumplido los veinticuatro años, pero no bastaba eso para explicar su vivacidad de esa noche. Cada vez que hablaba ese engreído de Schreuder, cosa que ocurría con demasiada frecuencia, ella dirigía hacia él sus ojos enormes e inocentes, para dedicarle toda su atención. Si le hablaba directamente cosa que también sucedía demasiado a menudo, apoyaba una de esas manos blancas y delicadas sobre su manga. En una oportunidad, para intensa mortificación de van de Velde, llegó a posarlos dedos en la zarpa huesuda de Schreuder, dejándolos allí para que todos los presentes lo vieran y sonrieran burlonamente.
Por muy poco no le arruinaba el apetito ese descarado cortejo ritual que se desarrollaba, no sólo ante sus narices, sino antelas narices colectivas de toda la colonia. Bastante malo habría sido ya tener que aceptar, en privado, el hecho de que el valiente coronel estaría muy pronto hurgando bajo esas enaguas susurrantes. Pero compartir ese conocimiento con todos los subordinados resultaba insufrible. ¿Cómo haría para exigirles respeto y aduladora obediencia, mientras su mujer le ponía públicamente los cuernos? "Cuando lo despaché hacia Ámsterdam para negociar mi rescate pensé que no volveríamos a verlo, pensó, ceñudo. "Al parecer, en el futuro tendré que adoptar medidas más severas." En tanto se abría paso a través de los dieciséis platos, daba vueltas en su mente a las diversas alternativas.
Estaba tan atiborrado de buena comida que la breve caminata entre el gran salón del castillo y la cámara del consejo le demandó mucho jadeo y alguna pausa ocasional, ostensiblemente para admirar las pinturas y otras obras de arte que decoraban los muros, pero en realidad destinadas a recobrar las fuerzas.
Ya en la cámara, tras acomodarse con un gran suspiro en los almohadones de una silla de respaldo alto, aceptó una copa de coñac y una pipa de tabaco.
—Convocaré a la corte para juzgar a los piratas en la semana próxima, es decir: en cuanto Mijnheer Kleinhans deje la gobernación en mis manos —anunció—. No tiene sentido seguir perdiendo tiempo con esa chusma. Designo al coronel Schreuder para que actúe como fiscal. Yo asumiré las funciones de juez. —Miró a su anfitrión por encima de la mesa—. Por favor, Mijnheer Kleinhans, ¿ordenaréis a vuestros oficiales que efectúen los arreglos necesarios?
—Por cierto, Mijnheer van de Velde. ¿Pensáis designar a un defensor para los piratas acusados?
Por la expresión de van de Velde resultaba evidente que no se le había ocurrido, pero dijo con despreocupación, moviendo una zarpa regordeta:
—Ocupaos de eso, ¿queréis? No dudo que alguno de vuestros empleados tendrá suficientes conocimientos legales como para ejecutar adecuadamente esa tarea. Al fin y al cabo, ¿qué hay para defender? —Y rió entre dientes.
—Estoy pensando en uno —confirmó Kleinhans—. Voy a designarlo y le concederé acceso a los prisioneros para que pueda tomarles declaración.
—¡Por Dios! —Van de Velde parecía escandalizado—. ¿Porqué hacer semejante cosa? No quiero que, ese pillo del inglés Courtney ponga ideas extrañas en la cabeza de vuestro hombre. Yo le daré todos los datos. Bastará con que él los repita ante la corte.
—Comprendo —concordó Kleinhans—. Os dejaré todo preparado antes de retirarme, la semana próxima. —Miró a Katinka—. Mi querida señora, sin duda querréis abandonar vuestro alojamiento temporario aquí, en el castillo, para instalaros cuanto antes en la residencia del gobernador, tanto más cómoda y amplia. Podríamos organizar una inspección de vuestro nuevo hogar para el domingo, después de ir a la iglesia. Sería un honor guiaros personalmente en una recorrida del establecimiento.
—Sois muy amable, señor. —Katinka le sonrió, feliz por volver a concentrar la atención. Kleinhans disfrutó por un momento del calor de su aprobación. Luego continuó tímidamente—: Como bien podéis imaginar, durante mi período en la colonia he adquirido un servicio doméstico bastante numeroso. Por coincidencia, los cocineros que prepararon la humilde comida de esta noche forman parte de mi propio equipo de esclavos. —Echó un vistazo a van de Velde—. Espero que sus esfuerzos hayan merecido vuestra aprobación.
Al ver que el sucesor asentía de buen grado, se volvió nuevamente hacia Katinka.
—Como sabéis, muy pronto retornaré a la vieja patria y a mi pequeña finca rural. Veinte esclavos serían demasiado para mis necesidades futuras. Expresasteis interés por adquirir esclavos de calidad, Mevrouw. Me gustaría aprovechar vuestra visita a la residencia para mostraros las criaturas que tengo a la venta. Todas han sido elegidas con esmero; creo que os resultará más barato y conveniente hacer una adquisición privada que pujar en una subasta pública. Cuando se compran esclavos, el problema es que, aunque parezcan valiosos en la tarima, pueden tener graves defectos ocultos. Siempre es reconfortante saber que el vendedor tiene buenos motivos para vender, ¿no es así?
Hal instaló una vigilancia constante desde la ventana de la celda. Siempre había un hombre encaramado en los hombros de otro y aferrado a la reja, observando el patio del castillo. El vigía informaba de cuanto veía a Hal, que a su vez trasmitía los datos a su padre, por el foso de la escalera.
En el curso de pocos días pudieron establecer los horarios de la guarnición, la rutina de los funcionarios de la compañía y las idas y venidas de los burgueses libres que visitaban el castillo con regularidad.
Hal hizo una descripción de cada una de esas personas al invisible líder del alzamiento de los esclavos, encerrado en la Guarida de los Criminales. Althuda, que sabía en detalle cómo eran todos los habitantes de la colonia, les trasmitió todo ese conocimiento acumulado; de ese modo, en los primeros días Hal llegó a conocer, no sólo el aspecto de cada uno, sino su personalidad y su temperamento.
Para hacer un calendario, marcaba el paso de cada día con un arañazo en la piedra arenisca de un rincón; junto a él registraba los hechos más importantes. No estaba seguro de que esos registros sirvieran para algo, pero al menos daban a sus hombres algo de qué hablar, fomentando la ilusión de que él tenía un plan de acción para que los liberaran o, si eso fracasaba, para huir.
—¡El carruaje del gobernador ante la escalinata! —anunció el vigía.
Hal, que estaba sentado contra la pared opuesta, entre Aboli y Daniel, se levantó de un salto.
—Baja —ordenó—. Déjame subir.
Por entre los barrotes vio el majestuoso coche detenido al pie de la ancha escalinata que conducía a las oficinas de la Compañía y las habitaciones del gobernador. El cochero se llamaba Fredricus; era un anciano esclavo javanés, propiedad del gobernador Kleinhans. Según Althuda, no se podía contar con él, pues era el perro de Kleinhans desde hacía treinta años. Althuda sospechaba que era él quien lo había traicionado, informando de su regreso al mayor Loten.
—Probablemente nos libraremos de él cuando Kleinhans abandone la colonia. Es seguro que se llevara a Fredricus de nuevo a Holanda —dijo.
Hubo una súbita conmoción, provocada por un destacamento de soldados que corrían desde la armería, para formarse al pie de la escalinata.
—Kleinhans está por salir —anunció Hal, reconociendo esos preparativos. Mientras hablaba se abrieron las dos hojas de la puerta y un pequeño grupo emergió a la luz del Sol para descender hacia el carruaje.
La alta y encorvada silueta de Kleinhans, con su cara agria y dispéptica, ofrecía un agudo contraste con la encantadora joven que iba de su brazo. El corazón de Hal dio un vuelco al reconocer a Katinka, pero sus sentimientos ya no eran tan intensos como antes. En cambio entrecerró los ojos al ver la espada de Neptuno, enfundada en su vaina trabajada con incrustaciones de oro, pendiendo al costado de Schreuder, que la seguía por los peldaños. Cada vez que la veía en poder de Schreuder se reavivaba su cólera.
Fredricus se apeó rígidamente del alto pescante para abrirla portezuela; luego se hizo a un lado, para permitir que los dos caballeros ayudaran a Katinka a subir e instalarse cómodamente.
—¿Qué está pasando allí abajo? —preguntó su padre.
Con un respingo, Hal cayó en la cuenta de que no había dicho una palabra desde que había visto a su amada. Pero a esa altura ya estaba fuera de su vista. El carruaje cruzó serenamente los portones del castillo y, tras el saludo de los centinelas, Fredricus puso los caballos al trote para cruzar la plaza de armas. El día otoñal era luminoso; había cesado la constante sudestada. Katinka iba sentada junto al gobernador Kleinhans, de cara hacia adelante. Cornelius Schreuder, frente a ella. El marido había quedado en la oficina del castillo, elaborando sus informes para los Diecisiete, y ella sentía despertar el demonio interior. Acomodó las faldas, haciendo que las susurrantes crinolinas cubrieran las botas del coronel. Sin dejar de conversar animadamente con Kleinhans, adelantó un pie por debajo de las faldas, buscando la puntera de Schreuder para presionar contra ella, coqueta.
Al sentir que él daba un respingo volvió a presionar; él respondió con cierta timidez. Entonces se dirigió directamente a él.
—¿No creéis, coronel, que sería espléndido hacer una avenida de robles hasta la residencia? Ya imagino esos troncos gruesos y duros irguiéndose con vigor. ¡Qué belleza! —Y ensanchó los ojos violáceos para dar significado al comentario, mientras volvía a presionar con el pie.
—Por cierto, Mevrouw. —La voz de Schreuder se cargó de doble sentido—. Concuerdo por entero con usted. En realidad pintáis una imagen tan vívida como si estuvierais viendo crecer el tallo ante vuestros ojos.
Ante esa invitación, ella bajó la vista al regazo del coronel y descubrió, divertida, el efecto que le estaba causando.
A un kilómetro y medio de la imponente mole del castillo se alzaba la residencia del gobernador, en el extremo de las huertas más próximo a la montaña. Era un edificio elegante, de oscuro techo empajado y muros encalados; lo rodeaban anchas galerías sombreadas. Tenía la forma de una cruz, con los aguilones de los cuatro extremos decorados con frisos de yeso que representaban las cuatro estaciones. Los jardines estaban bien cuidados; una serie de jardineros empleados por la Compañía había derrochado en ellos amor y atenciones.
Aun desde lejos, a Katinka le encantó su nuevo hogar. Había temido verse alojada en alguna casucha fea y bucólica, pero aquélla sobrepasaba sus expectaciones más optimistas. Todo el personal doméstico de la residencia se había reunido en la ancha terraza del frente para saludarla.
El carruaje se detuvo y sus dos compañeros se apresuraron a ayudarla a descender. Ante una señal previamente acordada todos los hombres del servicio se quitaron el sombrero, inclinándose al punto de barrer el suelo con él, mientras las mujeres se agachaban en profundas reverencias. Katinka recibió el saludo con un frío gesto de la cabeza. Luego, Kleinhans se los fue presentando de a uno. En general, esas caras pardas o amarillas no le causaron la menor impresión; apenas les echó un vistazo al pasar, apresurando ese pequeño rito tedioso tanto como le era posible. Sin embargo, uno o dos retuvieron su atención por unos cuantos segundos.
—Este es el jefe de jardineros. —Kleinhans chasqueó los dedos para llamar al hombre, que se presentó ante ella con la cabeza descubierta, sosteniendo contra el pecho el alto sombrero de puritano, con su ancha ala y su hebilla de plata—. El hombre tiene cierta importancia dentro de nuestra comunidad. No sólo es el responsable de este bello panorama —explicó el gobernador, señalando los prados verdes y los espléndidos macizos de flores—. También proporciona frutas y verduras frescas a las naves de la compañía que anclan en Table Bay y es el verdugo oficial.
Katinka estaba a punto de dejarlo atrás, pero al oír eso se volvió para estudiar a aquella persona con un pequeño escalofrío de entusiasmo. El hombre era mucho más alto que ella. Contempló aquellos extraños ojos descoloridos, imaginando los horribles espectáculos que habrían visto. Luego le miró las manos. Eran manos de granjero: anchas fuertes y callosas; el dorso estaba cubierto de vellos duros. Las visualizó sosteniendo una pala o un hierro de marcar, una horquilla o la cuerda anudada de la horca.
—¿Te llaman Stadige Jan? —Había oído pronunciar ese nombre con fascinación y repugnancia como se habla de una serpiente mortífera.
—Ja, Mevrouw, así me llaman.
—Extraño nombre. ¿Por qué? —Esa firme mirada amarilla le resultaba inquietante, como si el hombre observara algo que estuviera muy por detrás de ella.
—Porque hablo con lentitud. Porque nunca me doy prisa. Porque soy concienzudo. Porque las plantas crecen lenta y lozanamente bajo mis manos. Porque bajo estas mismas manos los hombres mueren lenta y penosamente.
Levantó una para que ella la examinara. Su voz era sonora, pero melodiosa. Katinka se descubrió tragando saliva con dificultad; experimentaba una extraña y perversa excitación sexual.
—Pronto tendremos oportunidad de verte trabajar, Stadige Jan. —Sonrió, algo sofocada—. Creo que las mazmorras del castillo están llenas de criminales que aguardan tus atenciones.
Súbitamente imaginó esas manos anchas y fuertes trabajando con el cuerpo esbelto de Hal Courtney, ese cuerpo que ella conocía tan bien, para cambiarlo y destrozarlo gradualmente. Los músculos del bajo vientre y los muslos se le endurecieron ante la idea. Sería una emoción incomparable ver cómo desfiguraban y mutilaban, con mucha lentitud, el hermoso juguete del que ella ya se había cansado.
—Ya volveremos a conversar, Stadige Jan —dijo, con voz sensual—. No dudo que tendrás muchas anécdotas divertidas para contarme, sobre coles y otras cosas.
Él volvió a inclinarse y retrocedió hacia la hilera de sirvientes, volviendo a cubrir con el sombrero la cabeza afeitada. Katinka siguió su marcha.
—Esta es mi ama de llaves —continuó Kleinhans.
Pero Katinka estaba tan sumida en sus pensamientos que, por varios segundos, no dio señales de haberlo oído. Por fin arrojó una mirada ociosa a la mujer que el gobernador le estaba presentando. Entonces, dilatando los ojos, concentró toda su atención en ella.
—Se llama Sukeena.
En el tono de Kleinhans había algo que ella no pudo sondear de inmediato.
—Es muy joven para un puesto tan importante —comentó por dar tiempo a la intuición. Esa muchacha le resultaba tan apasionante como el verdugo, aunque de un modo muy diferente. Era tan exquisitamente pequeña y primorosa que no parecía de carne y hueso, sino creación de un artista.
—Es una característica de su raza parecer mucho más joven de lo que se es —le explicó Kleinhans—. Son de cuerpo tan pequeño e infantil… observad lo estrecho de su cintura; esas manos y pies de muñeca.
Se interrumpió abruptamente al comprender que podía haber cometido un error al analizar con una mujer el físico de otra. La expresión de Katinka no reveló su diversión. "Este viejo verde está loco por ella", pensó, estudiando las preciosas cualidades que él señalaba. La muchacha vestía una blusa de cuello alto Pero la tela era tenue como una gasa. Sus pechos, como el resto, eran diminutos, pero perfectos. A través de la seda, Katinka pudo apreciar la forma y el color de sus pezones; eran como un par de rubíes imperiales envueltos en gasa. Ese vestido, aunque de diseño sencillo y clásicamente oriental, debía de haber costado cincuenta guldens, cuando menos. Sus sandalias estaban bordadas de oro: calzado demasiado rico para una esclava doméstica. Alrededor del cuello lucía un ornamento de jade tallado, joya digna de la favorita de un mandarín. Sin duda alguna, esa muchacha era un bonito abalorio de Kleinhans.
Katinka había disfrutado su primera satisfacción carnal a la edad de trece años, en el umbral de la pubertad. En la intimidad de la habitación infantil, su niñera la había iniciado en esos prohibidos deleites. De vez en cuando, cuando se lo dictaba la fantasía y se le presentaba la oportunidad, aún viajaba a las encantadas islas de Lesbos. A menudo encontraba allí placeres que ningún hombre había podido brindarle. Ahora, al ascenderla mirada desde el cuerpo aniñado hasta los ojos oscuros, experimentó un estremecimiento de deseo que, bajando desde el vientre, se fundía en su entrepierna.
La mirada de Sukeena ardía como las lavas de los volcanes de su Bali natal. No eran los ojos de una sumisa niña esclava, sino los de una mujer orgullosa y desafiante. Katinka se sintió desafiada y eso la excitó. Someterla, gozarla y luego quebrarla. La idea le aceleró el pulso y le acortó el aliento.
—Sígueme, Sukeena —ordenó—. Quiero que me muestres la casa.
—Sí, mi señora. —La muchacha se inclinó, con las palmas unidas y tocándose los labios con la punta de los dedos, pero sus ojos sostuvieron la mirada de Katinka con la misma expresión oscura y furiosa. La posibilidad de que fuera odio incrementó la excitación de Katinka.
"Sukeena la intriga, como yo esperaba. Me la compraré", pensó Kleinhans. "Por fin me libraré de esa bruja." Había detectado el mutuo juego de pasiones y emociones entre las dos mujeres. Aunque no pretendía conocer la mente oriental de su joven esclava, era su juguete desde hacía casi cinco años, en los que él había aprendido a reconocer muchos de sus matices. Lo consternaba la idea de separarse de ella, pero debía hacerlo en aras de su propia paz, de su cordura. Ella lo estaba destruyendo. Ya no recordaba lo que era tener la mente serena, vivir sin el tormento de las pasiones y los deseos insatisfechos, no encontrarse bajo el poder de la bruja. Por ella había perdido la salud. Los ácidos de la dispepsia le carcomían el estómago; no recordaba haber dormido una noche entera en esos cinco largos años.
Por lo menos estaba libre del hermano, que había sido un tormento casi comparable. Ahora ella también debía cesar. Kleinhans ya no soportaba esa mácula en su existencia.
Sukeena se apartó de entre los sirvientes para caminar sumisamente detrás de esos tres: su odioso amo, ese soldado gigantesco y grosero y la dorada señora, hermosa y cruel; de algún modo percibía que su destino estaba ahora en esas manos blancas y finas.
"Se lo quitaré", juró. "Este viejo vil no pudo poseerme, aunque ha pasado estos cinco años sin soñar otra cosa. Tampoco esta tigresa dorada podrá hacerme suya. Lo juro por la sagrada memoria de mi padre."
Recorrieron en grupo los cuartos altos y ventilados de la residencia. A través de las persianas verdes penetraba el maduro sol del Cabo, arrojando sombras de cebra hacia el suelo de mosaicos. En esas colonias soleadas el ánimo se aligeraba, Katinka se sentía temeraria, ansiosa de aventuras extrañas y estímulos insondables.
En todos los cuartos percibió una influencia femenina, delicada y sutil. No se trataba sólo del perdurable perfume de las flores y el incienso, sino de otra presencia viviente, que jamás podría haber emanado de ese viejo triste y enfermo. No necesitaba mirar hacia atrás para sentir el aura de la muchacha, el susurro de sus sedas, de las sandalias doradas, el aroma de jazmines en el pelo renegrido, el dulce almizcle de su piel.
Como contrapunto oía el metálico repiqueteo de los tacones del coronel contra el mosaico, el crujido del cuerpo, el tintineo de la espada que pendía a su costado. Su olor era más potente que el de la muchacha: un efluvio masculino y rancio, a sudor, a cuero, a animales, como el de un potro demasiado exigido que saltara entre sus muslos. En ese invernáculo emocional en el que se encontraba, cada uno de sus sentidos participaba por entero.
Por fin el gobernador Kleinhans la condujo fuera de la casa, hacia una pequeña glorieta apartada bajo los robles. Allí se había servido un refrigerio. Sukeena vigilaba todo, dirigiendo a los sirvientes con una mirada o un gesto gracioso.
Katinka notó que, al presentarse cada plato, cada botella, la muchacha probaba un bocado o un sorbo delicado, como el de una mariposa en la orquídea abierta. Su silencio no la hacía pasar inadvertida; por el contrario, las tres personas sentadas ala mesa estaban intensamente conscientes de su presencia.
Cornelius Schreuder se sentó tan cerca de Katinka que su pierna apretaba la de ella cada vez que se inclinaba para hablarle. Ambos contemplaron la bahía donde anclaba el Standvastigheid, no lejos del Gull of Moray. El galeón había entrado durante la noche, colmado por la carga recobrada de maderas y especias. Como Kleinhans se embarcaría en él para viajar hacia el norte, el gobernador tenía prisa por liquidar sus asuntos en el Cabo. Katinka le sonrió dulcemente por sobre el borde de la copa, segura de negociar con ventaja.
—Deseo vender a quince de mis esclavos —dijo él—. He preparado una lista con los detalles de cada uno: habilidades, preparación, edad y estado de salud. Cinco de las hembras están embarazadas, de modo que el comprador ya tendrá asegurado un incremento de su inversión.
Katinka echó un vistazo al documento que él le ofrecía; luego lo dejó caer en la mesa.
—Habladme de Sukeena —ordenó—. ¿Me equivoco al detectar en ella una gota de sangre aria? ¿Es hija de un holandés?
Aunque la muchacha estaba cerca, hablaba de ella como si fuera un objeto inanimado, sin oído ni sensibilidad humana: una joya bonita, una miniatura, quizá.
—Sois observadora, Mevrouw. —Kleinhans inclinó la cabeza—. Pero no: su padre no era holandés. Fue un comerciante inglés; la madre era balinesa, pero aun así una mujer de buena crianza. Aunque la conocí cuando ya era madura, tengo entendido que en su juventud fue una gran belleza. El comerciante inglés la trataba como a una esposa legítima, a pesar de que era simplemente su concubina.
Los tres estudiaron sin disimulo las facciones de Sukeena.
—Sí, la sangre europea es evidente en el tono de su piel y en la forma de sus ojos —observó Katinka.
La muchacha mantenía la vista gacha. Sin cambiar de expresión, continuó serenamente con sus tareas.
—¿Qué pensáis de su aspecto, coronel? —Katinka se volvió hacia Schreuder, apretando la pierna contra la de él—. Siempre me interesa saber qué atrae a los hombres. ¿No os parece una criatura deliciosa?
Schreuder enrojeció apenas y apartó la silla, para no mirar directamente a Sukeena.
—Nunca he tenido predilección por las nativas, Mevrouw, ni siquiera por las mestizas. Mis gustos se inclinan marcadamente hacia nuestras encantadoras holandesas. No cambiaría el oro puro por escoria.
—¡Oh, coronel, qué galante sois! Envidio a la holandesa de oro puro que sepa conquistaros —rió Katinka.
La mirada de Schreuder era más elocuente que las palabras que se veía obligado a callar.
Ella se volvió hacia Kleinhans.
—Si era hija de un inglés, debe de hablar ese idioma. Sería muy útil, ¿no?
—Por cierto, lo habla con gran fluidez, pero eso no es todo. Es hábil para el dinero; maneja la casa con mucha economía y eficiencia. Los otros esclavos la respetan y le obedecen. Tiene profundos conocimientos de la medicina oriental y sabe preparar remedios para todas las enfermedades.
—¡Un dechado de virtudes! —exclamó Katinka, interrumpiendo su enumeración—. Pero, ¿qué podéis decirme de su carácter? ¿Es tratable, dócil?
—Es lo que aparenta —dijo Kleinhans, disimulando la evasiva con una respuesta inmediata—. Os aseguro, Mevrouw, que en estos cinco años la he encontrado siempre muy sumisa.
La cara de Sukeena parecía tallada en jade, encantadora y remota, aunque su alma hervía de indignación ante la mentira. Llevaba cinco años resistiéndose a él; sólo en pocas ocasiones había podido invadir su cuerpo, después de golpearla hasta dejarla inconsciente. La consolaba saber que eso no era ninguna victoria para él. En dos oportunidades había recobrado el sentido mientras él aún gruñía y forcejeaba sobre ella como un animal, tratando de penetrar en su carne seca y renuente. Eso no contaba como derrota; sin darse por vencida ni siquiera ante sí misma, ella había vuelto a resistirse de inmediato, con tanta fuerza y decisión como en un comienzo.
—No eres una mujer —había exclamado, desesperado, mientras Sukeena se debatía bajo él, escurriéndose como un gusano—. Eres un demonio.
Y se retiró abatido, sangrando allí donde ella lo había mordido, cubierto de arañazos, dejándola maltrecha, pero triunfante.
Había terminado por abandonar todo intento de obligarla a someterse. En cambio intentó otros medios para ablandarla. Una vez, sollozando como una anciana, llegó a ofrecerle la libertad y el casamiento. Ella recibió la idea bufando como un gato. Había hecho dos intentos de matarlo: uno con una daga; otra, con veneno. Ahora él la obligaba a probar todo lo que le servía pero ella encontraba fuerzas en la idea de que, algún día, podría presenciar sus estertores de muerte.
—Realmente, su presencia parece angelical —concordó Katinka, sabiendo por instinto que esa descripción enfurecería a la muchacha—. Ven aquí, Sukeena.
La esclava se acercó, moviéndose como un junco en el viento.
—¡Arrodíllate!
Sukeena se hincó ante ella, con los ojos pudorosamente gachos.
—¡Mírame!
Levantó la cabeza. Mientras la estudiaba, Katinka se dirigió a Kleinhans sin mirarlo.
—¿Decís que es sana?
—Sana y joven. Nunca en su vida ha estado enferma.
—¿Está embarazada? —inquirió la señora, deslizando una mano por el vientre duro y plano de la muchacha.
—¡No, no! —exclamó Kleinhans—. Es virgen.
—Sobre eso no existen garantías. El demonio entra hasta en las fortalezas más protegidas. —Katinka sonrió—. Pero acepto vuestra palabra. Quiero verle los dientes. Abre la boca.
Por un momento creyó que Sukeena se rehusaría, pero abrió los labios y sus pequeños dientes relumbraron al sol, más blancos que el marfil recién tallado.
Katinka apoyó la punta de un dedo en el labio inferior de la esclava. Era suave como un pétalo de rosa. Prolongó el momento para estirar su placer y la humillación de Sukeena. Luego, lenta y voluptuosamente, deslizó el dedo por entre sus labios. El gesto tenía una insinuación sexual, como si fuera una parodia de la penetración masculina. A Katinka le tembló la mano con tanta violencia que el dulce vino de Constancia desbordó la copa. Cornelius Schreuder, ceñudo, se removió en el asiento y cruzó las piernas.
El interior de la boca era blando y húmedo. Las dos mujeres se miraron mutuamente. Luego Katinka empezó a mover el dedo de un lado a otro, explorando y hurgando, mientras preguntaba a Kleinhans:
—¿Qué fue del padre, el inglés? Si amaba a su concubina tanto como decís, ¿por qué permitió que sus hijos fueran vendidos en el mercado de esclavos?
—Era uno de los bandidos ingleses que ejecutamos cuando yo era gobernador de Batavia. Debéis de estar enterada de ese incidente, ¿no, Mevrouw?
—Lo recuerdo bien, sí. Los acusados fueron torturados por el verdugo de la Compañía a fin de comprobar la extensión de su villanía —dijo Katinka con suavidad, siempre mirando a Sukeena a los ojos, asombrada e intrigada por lo extremado del sufrimiento que veía en ellos—. Pero ignoraba que vos erais por entones el gobernador. ¿El padre de la muchacha fue ejecutado por orden vuestra?
Los labios de Sukeena, trémulos, se cerraron suavemente entorno de ese dedo largo.
—Oí decir que los crucificaron —susurró Katinka, con voz sensual. Aunque a la muchacha se le llenaron los ojos de lágrimas, sus facciones se mantuvieron serenas—. Y que les aplicaron antorchas de azufre a los pies. —La esclava movió la lengua contra su dedo al tragarse el dolor—. Y luego, a las manos.
Los dientecitos agudos se cerraron sobre su dedo; no lo hicieron con la fuerza necesaria para marcar la piel, pero la amenaza estaba en sus ojos, llenos de odio.
—Lamentablemente, era necesario. Ese hombre era extraordinariamente obstinado. Ha de ser una característica nacional de los ingleses —asintió Kleinhans—. Para respaldar el castigo, ordené que la concubina del condenado, cuyo nombre era Ashreth, fuera obligada a presenciar la ejecución junto con sus dos hijos. Naturalmente, en ese entonces nada sabía de Sukeena y de su hermano. No fue una crueldad ociosa de mi parte, sino política de la Compañía. Esta gente no responde a la bondad, pues la confunde por debilidad.
Kleinhans lanzó un suspiro de pena ante tamaña intransigencia. Por las mejillas de Sukeena se deslizaban lágrimas silenciosas.
—Una vez que los criminales hubieron confesado plenamente su culpa —prosiguió él—, se apuntaron las antorchas hacia la leña acumulada a sus pies y todo el grupo ardió en llamas, lo cual fue una misericordiosa liberación para todos nosotros.
Con un pequeño estremecimiento, Katinka retiró el dedo de entre los labios trémulos de la muchacha. Con la ternura de un amante satisfecho, acarició la mejilla satinada; el dedo, todavía húmedo de saliva, dejó rastros mojados en la piel ambarina.
—¿Qué fue de la mujer, la concubina? ¿También se la vendió con sus hijos? —preguntó, sin apartar la mirada de esos ojos empapados de dolor.
—No —dijo Kleinhans—. Esa es la parte extraña del asunto. Ashreth se arrojó por sí sola a las llamas y pereció en la misma pira que su amante inglés. No hay modo de entender la mente de estos nativos, ¿verdad?
Se hizo un largo silencio. Una nube pasó contra el Sol, haciendo que el día pareciera súbitamente oscuro y helado.
—La compraré —dijo Katinka, en voz tan queda que Kleinhans se puso una mano contra la oreja, a manera de bocina.
—Disculpad, Mevrouw, pero no he oído lo que dijisteis.
—Que voy a comprarla —repitió Katinka—. A esta muchacha, Sukeena. Os la compro.
—Todavía no hemos acordado un precio. —El gobernador parecía sobresaltado; no esperaba que fuera tan fácil.
—Estoy segura de que vuestro precio será razonable… es decir, si también deseáis venderme los otros esclavos de vuestra lista.
—Sois una dama muy compasiva. —Kleinhans meneó la cabeza con admiración—. Veo que la historia de Sukeena os ha llegado al corazón y queréis tomarla bajo vuestro cuidado. Gracias. Sé que la trataréis con bondad. Hal, colgado de la reja de la ventana, trasmitía sus observaciones a Aboli, que lo sostenía sobre los hombros.
—Han regresado en el carruaje del gobernador. Los tres: Kleinhans, Schreuder y la esposa de van de Velde. Van a subirla escalinata… —se interrumpió con una exclamación—. ¡Un momento! Del carruaje desciende alguien más. Alguien que no conozco. Una mujer.
Daniel, que estaba de pie ante la puerta de rejas, trasmitió ese mensaje hacia las celdas solitarias de arriba.
—Describid a esa desconocida —pidió Sir Francis.
En ese momento la mujer se volvió para decir algo a Fredricus, el cochero. Con un respingo, Hal reconoció a la esclava que había visto entre la multitud, mientras ellos cruzaban la plaza de armas.
—Es menuda y joven, casi una niña. Parece balinesa o malaya. —Vaciló—. Probablemente tiene sangre mezclada y, casi con seguridad, es esclava o servidora. Kleinhans y Schreuder caminan delante de ella.
Cuando Daniel lo repitió, la voz de Althuda se oyó súbitamente en el pozo de la escalera.
—¿Es muy bonita? Cabellera larga y oscura, recogida en la coronilla y adornada con flores. ¿Usa un ornamento de jade verde colgado del cuello?
—Todo eso, sí —respondió Hal, a gritos—. Pero no es bonita: es indeciblemente encantadora. ¿La conoces? ¿Quién es?
—Se llama Sukeena. Por ella regresé de las montañas. Es mi hermanita.
Hal observó que Sukeena subía la escalinata con la liviana presteza de una hoja otoñal llevada por el viento. Por algún motivo, mientras contemplaba a esa muchacha, el recuerdo de Katinka no lo consumía tanto. Cuándo ella desapareció de la vista, la luz que se filtraba hasta la mazmorra pareció más escasa; los muros de piedra, más húmedos y fríos.
En un principio los sorprendió el tratamiento que recibían en las mazmorras del castillo. Todas las mañanas se les permitía vaciar el cubo de la letrina, echando el privilegio a la suerte. Al terminar la primera semana, cuando los esclavos rurales de la Compañía trajeron una carrada de paja fresca, se les permitió arrojar afuera la que cubría el suelo, ya vieja y llena de par sitos. Una tubería de cobre llenaba continuamente la cisterna con agua de un arroyo de montaña, de modo que no pasaran sed. Todas las noches se les enviaba desde las cocinas una hogaza de pan basto, del tamaño de una rueda de carreta, y una gran cacerola de hierro. La cacerola estaba llena de cáscaras y restos de verduras, hervidas con la carne de focas capturadas en la isla Robben. Ese guiso era más abundante y sabroso que casi todo cuanto habían comido a bordo.
Althuda rió al oír esos comentarios.
—También alimentan bien a sus bueyes. Los animales estúpidos trabajan mejor cuando están fuertes.
—Por ahora no estamos trabajando mucho —hizo notar Daniel, dándose palmadas en el vientre.
Althuda volvió a reír.
—Mirad por la ventana —les aconsejó—. Hay un fuerte que construir. No os dejar n por mucho tiempo cruzados de brazos, creedme.
—Oye, Althuda —gritó Daniel—, como tu hermana no es inglesa, supongo que tú tampoco lo eres. ¿Cómo es que hablas tan bien nuestro idioma?
—Mi padre era de Plymouth. Nunca estuve allí. ¿Conocéis ese lugar?
Hubo un rugido de risas, comentarios y palmadas. Hal habló en nombre de todos.
—Exceptuando a Aboli y a estos otros muchachos africanos, todos somos hombres de Devon. ¡Eres uno de nosotros, Althuda!
—Nunca me habéis visto. Debo advertiros que no tengo vuestro aspecto —advirtió el prisionero.
—Si tu pinta es siquiera un poco parecida a la de tu hermanita, no habrá ningún problema —replicó Hal.
Y los hombres aullaron de risa.
Durante la primera semana de cautiverio sólo vieron al sargento carcelero, llamado Manseer, cuando se les traía el guiso o cuando se cambiaba la paja. En la octava mañana, la puerta de arriba se abrió súbitamente y Manseer les gritó por el pozo de la escalera:
—Formaos de a dos en fondo. Saldréis a lavaros, a ver si os quitáis un poco ese hedor, o el juez se sofocará antes de poneros en manos de Stadige Jan. Vamos, moveos.
Vigilados por diez o doce guardias, los prisioneros salieron de a dos. Se los obligó a desvestirse por completo para lavarse y lavar su ropa bajo el chorro de la bomba de mano, detrás de los establos.
A la mañana siguiente los sacaron nuevamente al amanecer.
En esa oportunidad, el armero del castillo esperaba con su forja y su yunque para encadenarlos entre sí, no ya en una incómoda fila india, sino de a dos.
Cuando abrieron la puerta de Sir Francis y éste salió, con el pelo lacio hasta los hombros y una barba entrecana cubriéndole el mentón, Hal se adelantó para que los engrillaran juntos.
—¿Cómo estáis, padre? —preguntó, preocupado. Nunca había visto tan decaído a su padre.
Antes que Sir Francis pudiera responder, lo acometió un ataque de tos.
—Prefiero un buen vendaval al aire de aquí abajo —respondió luego, con voz ronca—, pero estoy bastante bien para lo que es preciso hacer.
—No podía decírtelo a gritos, pero Aboli y yo hemos estado ideando un plan para escapar —le susurró Hal—. Logramos levantar una de las lajas del suelo, en la parte trasera del calabozo, y vamos a excavar un túnel por debajo de los muros.
—¿A mano limpia? —sonrió sir Francis.
—Necesitamos alguna herramienta —admitió Hal—, pero cuando la tengamos…
Ante su gesto de ceñuda determinación, Sir Francis sintió que le estallaba el corazón de amor y orgullo. "Lo he hecho luchador; le he enseñado a seguir combatiendo aun cuando la batalla esté perdida. ¡Buen Dios, ojalá los holandeses no le impongan el destino que me tienen reservado a mí!"
Al promediar la mañana se los hizo subir la escalinata hacia el salón principal del castillo, convertido en sede del tribunal. Engrillados de a dos, los condujeron hacia las cuatro hileras de bancos que ocupaban el centro, para que se sentaran allí. Sir Francis y Hal estaban en el medio de la primera fila. Sus guardias, con las espadas desenvainadas, se alinearon contra la pared de atrás.
Contra el muro de adelante se había construido una plataforma; en ella, frente a los bancos de los prisioneros, se veía una mesa pesada y una alta silla de teca oscura. Era el sitial del juez. A un extremo de la mesa estaba ya el escribiente del tribunal, sentado en un banquillo y escribiendo afanosamente en su registro. Por debajo de la plataforma había otro par de mesas y sillas. Una de ellas estaba ocupada por alguien a quien Hal había visto muchas veces por la ventana del calabozo. Según Althuda, era un empleado menor de la administración, llamado Jacobus Hop; después de echar un nervioso vistazo a los prisioneros, no volvió a mirarlos. Removía incesantemente un fajo de documentos, deteniéndose de vez en cuando para enjugarse el rostro sudoroso con un gran pañuelo de cuello blanco.
A la otra mesa se sentaba el coronel Cornelius Schreuder, convertido en la imagen romántica del militar gallardo, refulgente de medallas, estrellas y banda dorada sobre el pecho. Los rizos de la peluca recién lavada le pendían hasta los hombros. Había estirado las piernas hacia adelante para cruzar las finas botas ala altura de los tobillos. Frente a sí, en la mesa, tenía varios libros y papeles dispersos, sobre los que había depositado al descuido el sombrero emplumado y la espada de Neptuno. Se mecía hacia atrás y hacia adelante, mirando implacablemente a Hal. Aunque el muchacho trató de sostenerle la mirada, por fin se vio obligado a bajar la vista.
Tras de las puertas principales se oyó un súbito tumulto; cuando se abrieron, la muchedumbre de la ciudad entró precipitadamente en busca de asientos, a cada lado del salón. En cuanto el último de los bancos estuvo ocupado, las puertas volvieron a cerrarse a viva fuerza en las narices de los infortunados que quedaban fuera. Ahora resonaban en el salón los comentarios excitados de los espectadores, que estudiaban a los prisioneros e intercambiaban opiniones.
A un lado se había separado un sector sobre el que montaban guardia dos soldados de chaqueta verde con las espadas desnudas. Detrás de la barandilla se alineaban sillas cómodamente acolchadas. Hubo un nuevo rumor, en tanto la multitud desviaba la atención de los acusados a los dignatarios que cruzaban las puertas. A la cabeza iba el gobernador Kleinhans, llevando del brazo a Katinka van de Velde, seguidos ambos por Lord Cumbrae y el capitán Limberger, que conversaban con aire despreocupado, sin prestar atención a la conmoción que provocaba su ingreso entre el vulgo.
Katinka ocupó la silla del centro. Hal la miró fijamente, deseando que ella dirigiera la vista hacia él, que le diera una señal reconfortante. Trataba de apoyarse en la fe de que ella no lo abandonaría jamás, de que ya había empleado su influencia intercediendo por ellos ante su esposo. Pero Katinka, enfrascada en su conversación con el gobernador Kleinhans, no echó siquiera un vistazo a las filas de marineros ingleses. "No quiere que los otros sepan de su preferencia y su preocupación por nosotros, se consoló Hal, pero cuando llegue el momento no dejará de hablar en nuestro favor."
El coronel Schreuder plantó pesadamente los pies para levantarse. Paseó por el salón atestado una mirada de enorme desdén, arrancando de las espectadoras pequeños suspiros y chillidos de admiración.
—Este tribunal se ha convocado en virtud del poder conferido por la honorable Compañía Holandesa de las Indias Orientales, según los términos de la carta otorgada a la mencionada Compañía por el gobierno de la República de Holanda y las Tierras Bajas. Por favor, saludad en silencio y de pie al presidente del tribunal, Su Excelencia el gobernador Petrus van de Velde.
Los espectadores se levantaron con un murmullo apagado, fijando la vista en la puerta que abría a la plataforma. Algunos de los prisioneros se pusieron de pie, haciendo repiquetear las cadenas, pero al ver que Sir Francis Courtney y Hal permanecían inmóviles, volvieron a ocupar los bancos.
Por la puerta más alejada apareció el presidente del tribunal. Después de subir pesadamente al estrado, clavó una mirada flamígera en los prisioneros sentados.
—¡Que esos tunantes se pongan de pie! —bramó súbitamente.
Su feroz expresión acobardó al gentío. En el aturdido silencio que siguió a ese estallido, Sir Francis habló claramente en holandés:
—Ni yo ni uno solo de mis hombres reconocemos la autoridad de esta asamblea. Tampoco aceptamos el derecho del autodesignado presidente a juzgar y sentenciar a ingleses nacidos en libertad, súbditos tan sólo de Su Majestad, el rey Carlos Segundo.
Van de Velde pareció hincharse como un gran sapo y su cara asumió un oscuro, furioso matiz de carmesí.
—Sois pirata y asesino —rugió—. Por la soberanía de la República y la carta de la Compañía, por el derecho de la ley moral e internacional, estoy investido de autoridad para realizar este juicio. —Se interrumpió para tomar aliento, jadeante, y prosiguió en voz aún más alta—. Os declaro culpable de flagrante desobediencia a esta corte, por lo que os sentencio a diez golpes de caña, que ser n administrados de inmediato.
—Miró al comandante de la guardia. —Maestro de armas, llevad al prisionero al patio y ejecutad de inmediato la sentencia.
Cuatro soldados acudieron presurosos desde la parte trasera del salón y levantaron por la fuerza a Sir Francis. Hal, encadenado a su padre, fue arrastrado con él hasta la puerta principal. Hombres y mujeres subieron a los bancos, estirando el cuello para ver; luego corrieron en masa a la puerta y a las ventanas.
Sir Francis, en silencio, con la cabeza erguida y la espalda recta, fue llevado a empujones al poste donde los oficiales amarraban sus caballos, a la entrada de la armería. A una orden del sargento, pusieron a los prisioneros a ambos lados de la alta barandilla, frente a frente, con las muñecas sujetas a las anillas de hierro.
Hal no podía intervenir. El sargento enganchó el índice en el cuello de la camisa de Sir Francis y tiró hacia abajo, desgarrando la tela hasta la cintura. Luego dio un paso atrás y blandió su caña liviana.
—Cuando se te nombró caballero hiciste un juramento —susurró Sir Francis a su hijo—. ¿Lo respetarás, por tu honor?
—Sí, padre.
La caña silbó hasta golpear la carne desnuda; Sir Francis hizo una mueca.
—Este castigo es algo leve, juego de niños, comparado con lo que sobrevendrá. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo muy bien.
El sargento golpeó otra vez. Estaba superponiendo un cardenal al anterior, con lo cual multiplicaba el dolor con cada azote.
—Hagas lo que hagas, digas lo que digas, nada puede alterar el paso del cometa rojo. Las estrellas han trazado mi destino y tú no puedes intervenir.
La caña zumbó otra vez. El cuerpo de Sir Francis se puso tenso y volvió a relajarse.
—Si eres fuerte y constante, resistir s. Esa será mi recompensa.
En esa ocasión se le escapó una exclamación ronca al morderla caña los músculos tensos de la espalda.
—Eres mi cuerpo y mi sangre. A través de ti, yo también resistiré.
La caña zumbó y golpeó una y otra vez.
—Júramelo una vez más. Refuerza tu juramento de que jamás revelarás nada a estas gentes en un inútil intento de salvarme.
—Os lo juro, padre —susurró Hal, pálido como un hueso calcinado, en tanto la caña cantaba en una cruel sucesión de golpes.
—En ti deposito toda mi fe y mi confianza —dijo Sir Francis.
Los soldados lo descolgaron del poste. Al subir nuevamente la escalinata se apoyó apenas en el brazo de Hal. Cuando se tambaleó, el muchacho lo sostuvo, de modo tal que aún mantenía la cabeza en alto y la espalda recta cuando entraron en el salón, marchando juntos hacia los asientos del primer banco.
El gobernador van de Velde estaba ya sentado en el estrado: junto al codo tenía una bandeja de plata, cargada de pequeñas escudillas de porcelana con bocadillos especiados para abrir el apetito. Masticando con aire satisfecho y bebiendo cerveza de un jarro de peltre, charlaba con el coronel Schreuder, que seguía en la mesa de abajo. En cuanto Sir Francis y Hal ocuparon nuevamente el puesto, su amistosa expresión cambió de un modo dramático. Alzó la voz. Entre los presentes se hizo un silencio denso e inmediato.
—Espero haber dejado en claro que no toleraré nuevos estorbos a estos procedimientos. —Clavó en sir Francis una mirada fulminante. Luego barrió con ella todo el salón—. Eso vale para todos los aquí reunidos. Quien intente de algún modo burlarse de este tribunal recibirá el mismo trato que el prisionero.
—Miró a Schreuder. —¿Quién presentará la acusación?
Schreuder se levantó.
—El coronel Cornelius Schreuder, para serviros, Excelencia.
—¿Quién se presenta por la defensa? —Van de Velde dirigió una mirada ceñuda a Jacobus Hop, que se incorporó como un resorte, arrojando la mitad de los documentos a los mosaicos del suelo.
—Yo, Vuestra Excelencia.
—¡Decid vuestro nombre completo, hombre! —bramó van de Velde.
Hop se retorció como un cachorro, tartamudeando:
—Jacobus Hop, empleado y escribiente de la Honorable Compañía Holandesa de las Indias Orientales.
Esa declaración le llevó un largo rato.
—En el futuro hablad con voz fuerte y clara —le advirtió van de Velde, antes de volverse nuevamente hacia Schreuder—. Podéis presentar vuestra acusación, coronel.
—Este es un caso de piratería en alta mar, sumado a homicidio y secuestro. Los acusados son veinticuatro. Con vuestra anuencia, leeré ahora una lista de sus nombres. Cada prisionero se pondrá de pie al ser nombrado, para que la corte pueda reconocerlo.
Sacó de la manga un rollo de pergamino y lo sostuvo con el brazo estirado.
—El primer acusado es Francis Courtney, capitán del barco pirata Lady Edwina. Vuestra Excelencia: él es jefe e instigador de todos los actos criminales perpetrados por esta manada de corsarios y lobos de mar.
Tras una señal de asentimiento de van de Velde, el coronel prosiguió:
—Henry Courtney, primer oficial. Ned Tyler, contramaestre. Daniel Fisher, contramaestre…
Fue recitando el nombre y el rango de cada uno de los prisioneros, que se levantaban por un instante; algunos inclinaban la cabeza, dirigiendo una sonrisa simpática a van de Velde. Los últimos cuatro nombres de la lista correspondían a los tripulantes negros.
—Matesi, esclavo negro. Jiri, esclavo negro. Kimatrti, esclavo negro. Aboli, esclavo negro.
"La fiscalía demostrará que, el día cuatro de septiembre de mil seiscientos sesenta y siete, año de Nuestro Señor, Francis Courtney, al mando de la carabela Lady Edwina, de la que los otros prisioneros constituían la tripulación, se arrojó sobre el galeón De Standvastigheid, comandado por el capitán Limberger…
Schreuder hablaba sin consultar notas ni papeles; Hal sintió una renuente admiración por lo concienzudo y lúcido de sus acusaciones.
—Y ahora, con la venia de Vuestra Excelencia, me gustaría llamar a mi primer testigo.
Van de Velde hizo una señal afirmativa. Schreuder giró hacia atrás.
—Llamo al capitán Limberger.
El capitán del galeón abandonó su cómoda silla en el sector separado para subir a la plataforma, donde ocupó el asiento para los testigos, instalado junto a la mesa del juez.
—¿Comprendéis la gravedad de este asunto y juráis, por Dios Todopoderoso, decir la verdad ante este tribunal? —preguntó van de Velde.
—Lo juro, Vuestra Excelencia.
—Muy bien, coronel, podéis interrogar a vuestro testigo.