Angus Cochran, conde de Cumbrae, salió del paso entre las montañas cuando menos trescientos metros por encima de la playa donde había desembarcado del Gull. Lo seguían su contramaestre y dos marineros, todos armados de mosquetes y alfanjes. Uno de los hombres llevaba sobre el hombro un pequeño barril de agua para beber, pues el sol africano absorbe con celeridad la humedad del cuerpo humano.

Les había costado media mañana de dura caminata, siguiendo las sendas abiertas por los gamos en esas empinadas cornisas, para llegar a ese miradero que Cumbrae conocía bien. Lo había utilizado más de una vez. Un hotentote capturado en la playa se lo había mostrado por primera vez. Se instaló cómodamente en una roca que formaba una especie de trono, con los blancos huesos del hotentote a sus pies, en la maleza. El cráneo relucía como una perla, pues en los tres años transcurridos las hormigas y otros insectos lo habían limpiado por completo. Habría sido una tontería permitir que el salvaje llevara noticias de la llegada de Cumbrae a la colonia holandesa de Buena Esperanza.

Desde ese trono de piedra, Cumbrae tenía una visión panorámica deslumbrante: dos océanos y un paisaje de escarpadas montañas se extendían alrededor. Al mirar hacia atrás podía ver el Gull of Moray anclado a poca distancia, en una playa diminuta que se aferraba precariamente al pie de los altísimos acantilados rocosos, allí donde las montañas caían hacia el mar. En esa cordillera marítima había doce picos característicos, marcados en las cartas holandesas que había capturado en los Doce Apóstoles.

Observó al Gull por su telescopio, pero no se veían muchas evidencias del incendio sufrido en su popa. Cumbrae había podido reemplazar las vergas del palo de mesana y poner velas nuevas. Desde esa gran altura, a distancia, se lo veía tan hermoso como siempre, resguardado de las miradas inquisitivas en las verdes aguas de la ensenada, bajo los Apóstoles.

La lancha que había usado para cruzar el oleaje estaba aún varada en la playa, lista para una veloz partida, si se presentaran problemas en tierra. Pero no esperaba nada de eso. Tal vez tropezara con algunos hotentotes entre los matorrales, pero eran gente inofensiva y medio desnuda, una tribu de pastores, con pómulos altos y ojos asiáticos, a los que se podía diseminar al instante con un disparo de mosquete al aire.

Mucho más peligrosos resultaban los animales salvajes que abundaban en esa tierra dura e indómita. La noche anterior, desde la cubierta del Gull, había oído rugidos aterrorizantes, que subían y bajaban hasta concluir en una serie de gruñidos, como el coro de todos los demonios del infierno.

—¡Leones! —susurraban los marineros de más edad, que conocían la costa. La tripulación del barco había escuchado en silencio. Al amanecer vieron uno de esos terribles felinos amarillos, del tamaño de un pony, con una densa melena oscura cubriéndole la cabeza y parte del lomo; se paseaba por las blancas arenas con indolencia majestuosa. Después de eso hizo falta la amenaza del látigo para obligar a los remeros a llevar a Cumbrae y su grupo hasta la costa.

Del saco de cuero que pendía de su falda escocesa sacó una petaca de peltre. Levantando la base al cielo, tragó dos veces y, con un suspiro de placer, volvió a enroscar la tapa. El contramaestre y los dos marineros lo observaban fijamente, pero él meneó la cabeza, con una enorme sonrisa.

—No os haría ningún bien. Recordad lo que os digo: el whisky es la meada caliente del propio diablo. Si no habéis hecho un pacto con él, como yo, no deberíais probarlo siquiera.

Deslizó nuevamente la petaca en el bolso y se llevó el telescopio al ojo. A la izquierda se alzaba la cumbre en forma de esfinge que los primeros marinos, al verla desde el mar, habían llamado Cabeza de León. A la derecha, el acantilado a pico se elevaba hasta la cima aplanada de la imponente Table Mountain, que dominaba el horizonte y daba su nombre a la bahía.

Muy por debajo de su asiento, Table Bay era una encantadora extensión de agua que acunaba en sus brazos a una pequeña isla. Los holandeses la llamaban Robben, palabra con que designaban en su idioma a los miles de focas que la plagaban.

Más allá se abría el Atlántico Sur, espumoso de viento. Cumbrae lo inspeccionó en busca de alguna vela extraña, pero como no pudo detectar nada fijó su atención hacia abajo, en la colonia holandesa de Buena Esperanza.

Era poco lo que la distinguía del silvestre páramo rocoso que la rodeaba. Los pocos edificios tenían techos de paja y se fundían con el ambiente: Las señales más evidentes de la intromisión humana eran los huertos de la Compañía, establecidos para aprovisionar a las naves de la VOC en su viaje hacia el este. Los parejos terrenos rectangulares eran de un verde brillante con recortes marrón chocolate de la tierra recién removida.

Apenas por encima de la playa se alzaba el fuerte holandés. Aun desde lejos era obvio que no estaba terminado. Cumbrae había oído decir a otros capitanes que, desde el comienzo de la guerra contra los ingleses, los colonos habían tratado de acelerar la construcción, pero aún había grandes aberturas en las murallas exteriores, que parecían dientes faltantes.

El fuerte a medio hacer ofrecía interés para Cumbrae sólo en cuanto pudiera ofrecer protección a las naves ancladas en la bahía, al alcance de sus cañones. Por el momento había tres navíos grandes, en los que fijó su atención.

Uno parecía una fragata oficial, pues lucía la enseña de la República: anaranjada, blanca y azul. Tenía el casco pintado denegro, pero las troneras estaban ribeteadas de blanco. Contó dieciséis de esas aberturas en el flanco que podía ver. Calculó que su poder de fuego era muy superior al del Gull, en caso de medirse; pero no era esa su intención. Él quería presas más fáciles, lo cual apuntaba a una de las otras dos naves. Ambas eran mercantes y tenían la bandera de la Compañía.

—¿Cuál será? —musitó, observándolas con la mayor atención.

Una le pareció conocida. Flotaba alta por sobre el agua; probablemente estaba con lastre e iba hacia las colonias holandesas para cargar mercancía valiosa.

—¡No, por Dios, ahora reconozco el corte de su foque! —exclamó—. Es el Lady Edwina, el viejo barco de Franky. El me dijo que lo había enviado al Cabo con el pedido de rescate. —Lo estudió por un rato más—. Lo han despojado por completo; no tiene siquiera los cañones.

Perdido todo interés por él como presa, Cumbrae movió su telescopio hacia el segundo barco mercante. Era algo más pequeño que el Lady Edwina, pero estaba tan cargado que las portillas inferiores quedaban casi bajo el agua. Era obvio que iba en el viaje de regreso, colmada de tesoros orientales. Lo que la hacía aún más atractiva era que estaba anclada a buena distancia de la playa: cuando menos a trescientos metros de las murallas del fuerte. Aun en las mejores condiciones sería imposible que los artilleros de la costa pudieran usar sus cañones.

—Encantadora visión. —El Aguilucho sonrió para sus adentros—. Con sólo mirarla se me hace agua la boca.

Pasó media hora más estudiando la bahía, las líneas de espuma y rocío que marcaban el curso de la corriente en la playa, la dirección del viento, arremolinado al descender. Planificó su ingreso en Table Bay. Sabía que los holandeses tenían un pequeño puesto en las laderas de Cabeza de León, cuyos vigías dispararían un cañonazo para advertir a la colonia que se aproximaba un barco extraño.

Incluso a medianoche, en esa fase lunar, se podría ver el reflejo de sus velas cuando aún estuviera mar adentro. Sería preciso dar un amplio rodeo por debajo del horizonte para luego entrar desde el oeste, utilizando la mole de la isla Robben como tapadera para que no lo detectara siquiera la vista más aguda.

Su tripulación estaba bien versada en el arte de aislar a una presa de las baterías de tierra. Era una triquiñuela inglesa especial, muy apreciada tanto por Hawkins como por Drake.

Cumbrae la había pulido y refinado a tal punto que se creía capaz de dar cátedra a cualquiera de esos grandes piratas isabelinos. Alzarse con una presa bajo las mismas narices del enemigo le brindaba un placer mucho mayor que el botín.

—Montarse a la buena esposa mientras el marido ronca en cama a su lado es mucho más dulce que meterse bajo sus sábanas sin peligro alguno mientras él navega por el mar. —Riendo entre dientes, recorrió la bahía con su telescopio para verificar que nada hubiese cambiado desde su última visita, que no acechara ningún peligro: un nuevo emplazamiento de cañones en la costa, por ejemplo.

Aunque el Sol ya había pasado el cenit y había mucho camino que recorrer para regresar a la lancha varada en la playa, dedicó un rato más a estudiar el aparejo de la presa. Una vez que se hubiera apoderado de ella, sus hombres tendrían que izar velas con celeridad y alejarla de la playa en medio de la noche.

Era pasada la medianoche cuando el Aguilucho, orientándose gracias al bulto inmenso de Table Mountain, que ocultaba la mitad del cielo meridional, llevó al Gull hacia la bahía desde el oeste. Estaba casi seguro de que, aun en una noche clara y estrellada como esa, con media Luna brillando, sería invisible para el vigía apostado en Cabeza de León.

La oscura silueta de ballena de la isla Robben se elevó en la penumbra con asombrosa brusquedad. Como no había ninguna colonia permanente en ese yermo pedazo de roca, Cumbrae pudo acercar su barco a sotavento y anclar en siete brazas de agua protegida.

La lancha estaba lista sobre cubierta. La botaron en cuanto el ancla tocó el suave oleaje. El Aguilucho ya había inspeccionado al grupo de abordaje; iban armados de pistolas, alfanjes y garrotes de roble; se habían ennegrecido la cara con hollín, a fin de parecer un grupo de salvajes; sólo relumbraban los ojos y los dientes. Vestían chaquetas negras como la brea. Dos de los hombres llevaban hachas para cortar el cable del ancla.

El Aguilucho fue el último en bajar a la lancha. En cuanto estuvo a bordo partieron, impulsándose con remos envueltos; el único ruido era el chapoteo que hacían al sumergirse, pero hasta eso se perdía entre el romper de las olas y el suave suspiro del viento.

Casi en cuanto salieron desde atrás de la isla pudieron verlas luces en tierra firme; eran dos o tres puntos de luz: las fogatas de las murallas y las lámparas de los edificios exteriores, diseminadas a lo largo de la costa.

Los tres barcos vistos por él desde el miradero seguían anclados en la bahía, cada uno con un farol en lo alto del mástil y otro en la popa. Cumbrae sonrió en la oscuridad.

—Qué amables, estos cabezas de queso, al darnos así la bienvenida. ¿No saben que estamos en guerra?

Desde esa distancia aún no podía distinguir un barco de los otros, pero la tripulación remaba de buena gana, olfateando ya el botín. Media hora después, aunque todavía estaban fuera de la bahía, Cumbrae pudo reconocer al Lady Edwina. Descartándola de sus cálculos, fijó todo su interés en el otro barco, que no había cambiado de posición y estaba aún más lejos de las baterías del fuerte.

—Timonead hacia el barco de babor —ordenó a su contramaestre, en un susurro.

La lancha se desvió un punto y se reanudó el ritmo de los remos. El segundo bote los seguía a poca distancia, como un perro de caza a su amo; Cumbrae contempló su silueta oscura con un gruñido de aprobación. Todas las armas estaban cubiertas. No se veía un solo reflejo de luna en una hoja desnuda o encaño de pistola, que pudieran haber puesto sobre aviso a la custodia de a bordo. Nadie encendió un solo fósforo que enviara humo con el viento o un chispazo para anunciar la llegada.

Mientras se deslizaban hacia el navío anclado, Cumbrae leyó nombre en el travesaño: De Swael, la golondrina. Se mantuvo alerta a cualquier señal de que hubiera vigilancia: la costa estaba a sotavento y la sudestada se arremolinaba imprevisiblemente en torno de la montaña. Pero ya el capitán holandés descuidado, ya la guardia dormía, pues no había señales a bordo del oscuro barco.

Dos marineros se prepararon para amortiguar el golpe contra el casco del Golondrina con esterillas de estopa anudada. Un contacto brusco de madera contra madera podría resonar en todo barco como la caja de una viola, despertando a todos los tripulantes.

Se tocaron con la suavidad de un beso virginal; uno de los hombres, elegido por su simiesca habilidad para trepar, escaló por el costado; inmediatamente ató un cabo al aparejo de un galeón y dejó caer el extremo hacia la lancha. Cumbrae perdió apenas el tiempo suficiente para encender la mecha de combustión lenta en la lámpara; luego asió el cabo y trepó descalzo, con las plantas encallecidas por la costumbre de cazar sin botas. En silenciosa carrera, los marineros de los botes subieron tras él, también descalzos.

El capitán sacó el pasador que llevaba sujeto al cinturón y, acompañado por su contramaestre, corrió silenciosamente hacia la proa. El guardián del ancla, acurrucado en cubierta, dormía como un galgo frente al hogar. El Aguilucho se inclinó hacia él para darle un fuerte golpe en el cráneo con el pasador de hierro. El hombre lanzó un suspiro y, estirando los miembros, cayó en un estado de inconsciencia aun más profundo.

Sus tripulantes ya estaban apostados ante cada una de las escotillas que llevaban a las cubiertas inferiores. Cuando Cumbrae corrió de nuevo hacia popa, ellos las cerraron sin hacer ruido y las aseguraron con listones, aprisionando en el entrepuente a la tripulación holandesa.

"No puede haber más de veinte hombres", murmuró Cumbrae para sus adentros. "Y lo más probable es que de Ruyter se haya llevado los mejores para la Marina. Estos ser n sólo chicos y viejos gordos en las diez de últimas. Dudo que nos presenten muchos problemas."

Levantó la vista hacia las siluetas oscuras de sus hombres, que trepaban por los cordajes, recortados contra las estrellas. Cuando las velas se desplegaron, él oyó el suave golpe del hacha que cortaba el cable del ancla. De inmediato el Golondrina cobró vida y se lanzó sin ataduras, viento en popa. Su timonel ya estaba junto al timón.

—Mar afuera, ¡hacia el oeste! —ordenó Cumbrae.

El marinero dirigió la proa hacia el viento, hasta donde era posible.

Cumbrae notó en seguida que el barco, pese a su pesada carga, era asombrosamente maniobrable; en una sola bordada podrían dejar atrás la isla Robben. Diez hombres armados estaban a la espera, listos para seguirlo. Dos llevaban linternas cubiertas y todos tenían mechas encendidas para las pistolas. Cumbrae tomó una de las lámparas y condujo a sus hombres a toda carrera hacia los camarotes de popa, destinados a los oficiales. Probó la puerta del que debían abrir hacia las galerías de popa y descubrió que estaba sin llave. La abrió velozmente, sin hacer ruido. Cuando destapó la linterna, un hombre con gorro de dormir se incorporó en la litera.

—Wie his dit? —interpeló, soñoliento.

Cumbrae le cubrió la cabeza con las mantas, para evitar cualquier grito. Dejando a sus hombres con el encargo de maniatar al capitán, salió al pasillo para irrumpir en el camarote siguiente. Allí había otro oficial holandés, ya despierto; era regordete y maduro. Aún tambaleante, con el pelo canoso cayéndole sobre los ojos, buscó a tientas la espada, que pendía envainada a los pies de la cama. Cumbrae lo deslumbró con la lámpara y le apoyó en el cuello la punta de su espada escocesa.

—Angus Cumbrae, a vuestro servicio —se presentó—. Rendíos, si no queréis que os arroje como alimento a las gaviotas, de a un trocito por vez.

El holandés quizá no entendió su fuerte acento escocés, perola intención era inconfundible. Levantó ambas manos por sobre la cabeza, boquiabierto, y el grupo de abordaje se lanzó sobre él para arrojarlo a la cubierta, con la cabeza envuelta en la ropa de cama.

Cumbrae corrió al último camarote, pero en cuanto puso lamino en el picaporte la puerta se abrió de par en par desde adentro, con tal fuerza que se vio arrojado contra el mamparo del pasillo. Una enorme silueta salió a la carga del vano oscuro, lanzando un grito escalofriante. Apuntó hacia Cumbrae una estocada desde arriba, pero en los estrechos confines del pasillo, la hoja de su espada se clavó en el dintel, dando al escocés un instante para recobrarse. Todavía aullando de ira, el extranjero volvió a atacar. En esa oportunidad el Aguilucho paró la estocada y la hoja, disparada por sobre su hombro, fue a destrozar el mamparo a su espalda. Los dos hombrotes se trabaron en lucha por el pasillo, casi pecho contra pecho. El holandés insultaba a gritos, en una mezcla de inglés y de su propio idioma; Cumbrae le respondía con furia escocesa:

—¡Maldito viola monjas cabeza de queso! ¡Voy a meterte las bolas por las orejas!

Sus hombres danzaban en derredor, con los garrotes en alto, esperando la oportunidad de derribar al oficial holandés, pero Cumbrae les gritó:

—¡No lo matéis! Es un muchacho de clase. ¡Se puede cobrar un buen precio por el rescate!

Aun bajo la incierta luz de la lámpara, había reconocido la calidad de su adversario. El holandés, arrancado de la cama, no se había puesto peluca, pero los finos bigotes ahusados delataban que era hombre elegante. La camisa de dormir, de hilo bordado, y la espada que blandía con tanto garbo, demostraban que se trataba de un caballero, sin lugar a errores. La mayor longitud de la espada escocesa era una desventaja en ese espacio reducido; Cumbrae se veía obligado a utilizar antes la punta que el doble filo. El holandés lanzó una estocada; luego hizo una finta baja y se deslizó bajo su guardia. Cumbrae siseó de furia al ver que el acero pasaba a dos centímetros de su brazo levantado, arrancando una lluvia de astillas al mamparo de atrás.

Antes de que su adversario pudiera ponerse en guardia, el Aguilucho le rodeó el cuello con el brazo izquierdo, envolviéndolo en un abrazo de oso. Así enredados en el estrecho pasillo, ninguno de los dos podía utilizar la espada. Dejaron caer las armas para luchar cuerpo a cuerpo, de un extremo del corredor al otro, gruñendo como un par de perros de pelea y lanzándose trompadas a la cabeza o codazos al vientre.

—Rompedle el cráneo jadeó Cumbrae a sus hombres—. Derribad a este bruto. No estaba habituado a que lo vencieran en un combate muscular, pero se había encontrado con la horma de sus zapatos. El holandés estrelló una rodilla contra la entrepierna de Cumbrae y éste volvió a aullar:

—¡Ayudadme, condenados cobardes! ¡Derribad a este canalla!

Se las compuso para liberar una mano, con la que sujetó al otro por la cintura; luego, con la cara encendida por el esfuerzo, lo alzó en vilo, haciéndolo girar para ponerlo de espaldas a uno de los marineros, que aguardaba con un palo de roble en el puño. El garrote descendió en un golpe diestro y bien medido contra la cabeza rasurada; no fue tan violento como para fracturar el hueso, pero sí para aturdir al holandés, convirtiéndole las piernas en gelatina. El hombre cayó en brazos de Cumbrae.

El Aguilucho, jadeante, lo depositó en la cubierta; los cuatro marineros saltaron sobre él para inmovilizarle los miembros y montarse a horcajadas sobre su espalda.

—A ver si atáis a este demonio jadeó el capitán, —antes que reaccione y nos haga pedazos.

—¡Otro asqueroso pirata inglés! —pronunció débilmente el prisionero, sacudiendo la cabeza para despejarla. Y se debatió en la cubierta, tratando de deshacerse de sus captores.

—No voy a tolerar vuestros sucios insultos —le dijo Cumbrae, alegremente, mientras se alisaba la barba revuelta—. Llamadme pirata y asqueroso, si queréis, pero no soy inglés. Os agradeceré que no lo olvidéis.

—¡Piratas! Todos vosotros, los canallas, sois piratas.

—¿Y quién sois vos para llamarme canalla, con ese granáculo peludo al aire? —En el forcejeo, al holandés se le había enrollado la camisa de dormir hasta la cintura, dejándole el trasero descubierto—. No voy a discutir con un hombre vestido de un modo tan indecente. Poneos la ropa, señor, y luego continuaremos esta conversación.

Cumbrae subió corriendo y descubrió que ya estaban en alta mar. De las escotillas cerradas surgían golpes y gritos sofocados, pero sus hombres tenían la cubierta bajo control.

—Buen trabajo, montón de ratas marinas. En la vida habréis ganado cincuenta guineas más fáciles. ¡Un hurra por vosotros! —Rugió, tan estentóreamente que lo oyeron hasta en las vergas.

La isla Robben estaba apenas una legua hacia adelante; cuando la bahía se abrió ante ellos pudieron distinguir al Gull anclado en el claro de luna.

—Izad una lámpara hasta lo alto del palo mayor —ordenó Cumbrae; nos alejaremos un trecho antes que los cabeza de queso puedan despertar del todo.

Mientras subía la lámpara, el Gull repitió la señal de reconocimiento. Luego levó el ancla y siguió a la presa mar afuera.

—En la cocina debe de haber un buen desayuno —dijo Cumbrae a sus hombres—. Los holandeses saben atender la panza. Una vez que los tengáis bien encadenados podréis probar la comida. Contramaestre, mantened el curso. Bajaré a echar un vistazo al manifiesto, para ver qué es lo que hemos atrapado.

Los oficiales holandeses estaban atados de pies y manos y tendidos en fila en la cubierta del camarote principal. Ante cada uno montaba guardia un marinero armado. Cumbrae les iluminó la cara con su lámpara, examinándolos uno a uno. El corpulento oficial guerrero levantó la cabeza para aullarle:

—¡Quiera Dios que yo viva lo suficiente para veros colgar de la horca, junto con los otros piratas ingleses, esos engendros del demonio que apestan los océanos! —Era obvio que estaba completamente recuperado del golpe en la cabeza.

—Debo felicitaros por vuestro dominio del idioma inglés —le dijo Cumbrae—. Vuestras frases son muy poéticas. ¿Cómo os llamáis, señor?

—Soy el coronel Cornelius Schreuder, al servicio de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.

—Complacido de conoceros, señor. Soy Angus Cochran, conde de Cumbrae.

—No sois sino un vil pirata, señor.

—Vuestras repeticiones se están tornando algo cansadoras, coronel. Os imploro que no echéis a perder de este modo una relación tan promisoria. Después de todo, vais a ser huésped mío por algún tiempo, hasta que se pague vuestro rescate. Soy un corsario y navego por orden de Su Majestad, el rey Carlos Segundo. Vosotros, caballeros, sois prisioneros de guerra.

—¡No hay guerra alguna! —bramó el coronel Schreuder, desdeñoso—. Os hemos dado una buena paliza a vosotros, los ingleses, y la guerra ha terminado. La paz se firmó hace más dedos meses.

Cochran lo miró con espanto; por fin recobró el uso de la voz.

—No os creo, señor.

De pronto se sentía intimidado y trémulo. Su negativa era más por darse tiempo para pensar que por convicción. Cuando Richard Lister lo informó sobre la derrota inglesa en el Medway y la batalla del Támesis, la noticia databa de algunos meses atrás. Lister también le había dicho que el Rey estaba buscando hacerlas paces con la República de Holanda. En ese tiempo podía haber sucedido cualquier cosa.

—Ordenad a estos villanos vuestros que me suelten, para que pueda demostrároslo.

El coronel aún estaba furioso; Cumbrae vaciló un momento: antes de ordenar a sus hombres:

—Dejadlo levantar y desatadlo.

Schreuder se levantó de un salto y, atusándose los mostachos despeinados, marchó a grandes pasos hacia su propio camarote. Allí se puso una bata de seda que colgaba a la cabecera de la cama y, mientras se la ataba a la cintura, fue a abrir el cajón del escritorio. Con glacial dignidad, se acercó a Cumbrae para entregarle un grueso fajo de papeles.

El Aguilucho vio que la mayoría eran proclamas oficiales en holandés e inglés, pero también había una hoja de cierto periódico inglés. La desplegó con temor. Estaba fechada en agosto de 1667. El título, en tipos negros de cinco centímetros, anunciaba: ¡SE FIRMÓ LA PAZ CON HOLANDA!

Mientras recorría velozmente la página con la vista, su mente intentaba adaptarse a ese desconcertante cambio de circunstancias. Al firmarse el tratado de paz, todas las Cartas de Contramarca libradas por ambos bandos habían perdido vigencia. Por si le quedaba alguna duda, el tercer párrafo lo confirmaba.

Todos los corsarios de ambas naciones beligerantes que operaban con Cartas de Contramarca han recibido órdenes de suspender inmediatamente todas las expediciones de guerra y retornar a sus puertos de origen, a fin de someterse al examen del almirantazgo.

El Aguilucho perdió la vista en la página, sin leer más, mientras sopesaba las diversas salidas que se le ofrecían. El Golondrina era una rica presa; sólo el buen Dios sabía cuánto. Se rascó la barba, jugando con la idea de mandar al diablo las órdenes del almirantazgo y agarrarse el botín a cualquier precio. Su bisabuelo había sido un forajido famoso, lo bastante astuto como para respaldar al conde de Moray y a los otros Lores escoceses contra la reina María Estuardo. Tras la batalla de Canberry Hill, María fue obligada a abdicar en favor del pequeño Jacobo, su hijo. Su antepasado había recibido el título de conde por su participación en la campaña.

Hasta entonces, todos los Cochran habían sido ladrones de ovejas e incursores fronterizos, que ganaban verdaderas fortunas asesinando y asaltando, no sólo a los ingleses, sino también a los miembros de otros clanes escoceses. Cumbrae lo llevaba en la sangre, de modo que el asunto no era cuestión de ética, sino de calcular qué posibilidades había de escapar con el botín.

Aunque orgulloso de su linaje, el Aguilucho también sabía que sus antepasados habían sabido destacarse evitando diestramente las atenciones del verdugo. En ese último siglo todas las naciones navegantes del mundo se habían agrupado para eliminar la plaga de la piratería que, desde los antiguos tiempos de los faraones egipcios, asolaba el comercio oceánico.

"No te saldrás con la tuya, muchacho", decidió para sus adentros, meneando tristemente la cabeza. Luego mostró en alto la hoja impresa a sus marineros, ninguno de los cuales sabía leer.

—Parece que la guerra ha terminado, por desgracia. Tendremos que liberar a estos caballeros.

—¿Esto significa que perdemos el dinero del botín, capitán? —preguntó el timonel, quejumbroso.

—Sí, a menos que quieras ser ahorcado por piratería en el patíbulo de Greenwich. —Luego se volvió hacia el coronel, con una reverencia y una sonrisa conciliadora—. Parece que os debo una disculpa, señor. Fue un error sin mala intención de mi parte, que espero perdonéis. En estos últimos meses no he tenido noticias del mundo exterior.

El coronel le devolvió rígidamente la reverencia. Cumbrae prosiguió:

—Tengo el placer de devolveros la espada. Luchasteis como guerrero y como auténtico gentilhombre.

Schreuder se inclinó con un poco más de gracia.

—Daré órdenes para que la tripulación de este barco sea liberada inmediatamente. Estáis en libertad de regresar a Table Bay y continuar vuestro viaje desde allí, por supuesto. ¿Adónde ibais, señor? —preguntó el escocés, cortésmente.

—Antes de vuestra intervención nos preparábamos para zarpar hacia Ámsterdam, señor. Llevaba pedidos de rescate para el concejo de la Compañía, por el gobernador designado de Buena Esperanza y su santa esposa, que fueron capturados por otro pirata inglés.

Cumbrae lo miró fijamente.

—Ese gobernador designado, ¿se llamaba Petrus van de Velde? ¿Fue capturado a bordo del barco Standvastigheid? —preguntó—. ¿Y su secuestrador fue un inglés llamado Sir Francis?

El coronel Schreuder pareció sorprendido.

—Por cierto, señor. ¿Pero cómo conocéis esos detalles?

—Os responderé a su debido tiempo, coronel, pero antes debo decir algo. ¿Estáis enterado de que el Standvastigheid fue capturado después de que se firmara el tratado de paz entre nuestros dos países?

—Milord, yo era pasajero a bordo del Standvastigheid cuando lo capturaron. Tengo perfecta conciencia de que se trató de botín ilegal.

—Una última pregunta, coronel. Vuestra reputación profesional ¿no se vería muy realzada si pudierais capturar a ese pirata Courtney, obtener por las armas la liberación del gobernador y su esposa y devolver el tesoro del barco a la Compañía?

El coronel quedó estupefacto ante tan magnífica perspectiva. Esa imagen de ojos violáceos y cabellera como de sol, que nunca se había apartado mucho de su mente, volvió a él con vívidos detalles. La promesa que le habían hecho esos dulces labios rojos pesaba más que el tesoro de especias y metales preciosos. ¡Qué agradecida quedaría la señora Katinka por su liberación! Y también su padre, presidente del directorio de la VOC. Ése podía ser el golpe de suerte más importante de su vida. Quedó tan conmovido que apenas pudo responder a la propuesta con un tieso cabezazo de asentimiento.

—En ese caso, señor, creo que vos y yo debemos discutir ciertos asuntos que podrían redundar en ventaja mutua —apuntó el Aguilucho, con una gran sonrisa.

A la mañana siguiente, el Gull y el Golondrina retornaron juntos a Table Bay. En cuanto anclaron bajo los cañones del fuerte, el coronel y Cumbrae bajaron a tierra a través del oleaje; un grupo de esclavos y convictos se adentró en el mar con el agua hasta los hombros para llevar el bote hasta la playa, antes deque la ola siguiente pudiera darlo vuelta, y los dos caballeros pisaran tierra seca sin haberse mojado las botas. Constituían una pareja llamativa y poco habitual: Schreuder, de uniforme completo, con bandas, cintas y plumas en el sombrero. Cumbrae, resplandeciente con su falda escocesa en tonos de pardo, rojo, amarillo y negro. La población de esa remota colonia nunca había visto semejante atuendo, por lo que se arracimó al borde del terreno de desfiles para mirarlo boquiabierta.

Algunas de las primorosas esclavas javanesas llamaron la atención de Cumbrae, que estaba desde hacía varios meses sin el solaz de la compañía femenina. La piel de esas muchachas brillaba como marfil pulido; sus ojos oscuros eran lánguidos. Muchas habían sido acicaladas por sus dueños al estilo europeo; el busto pequeño y bien delineado lucía con gracia bajo los corpiños de encaje.

Cumbrae recibió la admiración general como si fuera de la realeza, quitándose el sombrero para saludar a las más jóvenes y bonitas; la mirada audaz de sus ojos azules, por sobre la fiera mata de la barba, las redujo a rubores y risitas ahogadas.

Los centinelas que custodiaban el portón del fuerte hicieron la venia a Schreuder, a quien conocían bien. Ya en el patio interior, Cumbrae echó una mirada penetrante en derredor, evaluando las defensas. Aunque ahora reinara la paz, ¿quién sabía cómo serían las cosas algunos años después? Quizás algún día él debiera poner sitio a esas murallas.

Vio que las fortificaciones tenían la forma de una estrella de cinco puntas. Obviamente, tenían como modelo la nueva fortaleza de Antwerp, que había sido la primera en adoptar ese innovador diseño. Cada una de las cinco puntas se coronaba con un reducto, cuyos ángulos salientes posibilitaban a los defensores cubrir con sus disparos las murallas del fuerte, que antes habrían sido tierra muerta e indefendible. Una vez que estuvieran terminados los enormes muros exteriores, la fortaleza sería casi inexpugnable, salvo mediante un sitio complicado, que talvez demandara muchos meses.

Sin embargo, las obras distaban mucho de estar terminadas. Había cientos de prisioneros y convictos trabajando en el foso yen lo alto de los muros a medio levantar. Muchos de los cañones permanecían en el patio, pues aún no se los había instalado en los reductos que daban a la bahía.

—¡Qué oportunidad perdida! —gimió el Aguilucho. Esos datos le llegaban demasiado tarde para resultar útiles—. Con la ayuda de unos pocos caballeros de la Orden, habría podido tomar este fuerte y saquear la ciudad. Richard Lister… y hasta Franky Courtney, antes de que nos distanciáramos. Si hubiéramos sumado nuestras fuerzas, los tres habríamos podido instalarnos cómodamente aquí para dominar todo el Atlántico Sur y apoderarnos de cualquier galeón holandés que tratara de rodear el Cabo.

Mientras observaba el patio notó que una parte de la fortaleza se utilizaba también como prisión. Una fila de convictos y prisioneros engrillados salía de las mazmorras construidas bajo la muralla del norte. Encima de esos cimientos se habían construido las barracas para la guarnición militar.

Aunque el patio estaba lleno de andamiajes y ladrillos amontonados, una compañía de mosqueteros, con el uniforme verde y dorado de la VOC, hacía sus prácticas en el único espacio abierto, frente a la armería. Las carretas de bueyes, cargadas de madera: y piedra, entraban y salían por los portones u obstruían el patio. Un carruaje, en espléndido aislamiento, esperaba frente a la entrada al ala sur del edificio. Los caballos eran una yunta de rucios, tan bien cuidados que el pelaje brillaba al Sol. El cochero: y el lacayo también vestían la librea verde y dorada de la Compañía.

—Su Excelencia ha venido temprano a su despacho esta mañana. Generalmente no lo vemos antes de mediodía —gruñó Schreuder—. Seguramente llegó a la residencia la noticia de vuestra llegada.

Subieron la escalinata del ala sur para ingresar por las puertas de teca, que tenían tallado el escudo de la Compañía. En el encerado vestíbulo de entrada, un auxiliar de campo se hizo cargo de sus sombreros y sus espadas y los condujo a través de la antecámara.

—Anunciaré a Su Excelencia que estáis aquí —se disculpó, mientras salía caminando de espaldas. Volvió pocos minutos después—. Su Excelencia os espera.

Desde la sala de audiencias del gobernador se veía la bahía, a través de unas estrechas ventanas troneras. Estaba amoblada en una extraña mezcla de pesados muebles holandeses y artesanías orientales. Vistosas alfombras chinas cubrían los pisos encerados; las vitrinas exhibían una colección de delicadas cerámicas, con los colores característicos de la dinastía Ming. El gobernador Kleinhans era un hombre alto y dispéptico, que ya se aproximaba a la vejez; la vida en los trópicos le había dejado la piel amarilla y las facciones arrugadas por las preocupaciones del cargo. Su estructura era esquelética, con una nuez de Adán tan prominente que parecía deformada; la peluca resultaba demasiado juvenil para los rasgos marchitos que la sostenían.

—Coronel Schreuder —saludó tiesamente, sin apartar del Aguilucho los ojos descoloridos—. Esta mañana, cuando vi que vuestro barco había desaparecido, pensé que habríais zarpado hacia la patria sin mi licencia.

—Os pido perdón, señor. Ya os daré una explicación completa, pero permitidme primero presentar al Conde de Cumbrae, aristócrata inglés.

—Escocés —gruñó el Aguilucho.

Pero el gobernador Kleinhans, impresionado por el título, pasó a hablar inglés con una buena gramática, apenas perjudicada por su acento gutural.

—Ah, os doy la bienvenida al Cabo de Buena Esperanza, milord. Tomad asiento, por favor. ¿Puedo ofreceros algún refrigerio? ¿Una copa de madeira, quizás?

Con altas copas de vino ambarino en la mano, reunidas en círculo las sillas de respaldo alto, el coronel se inclinó hacia Kleinhans, murmurando:

—Señor, lo que tengo que deciros es muy delicado —y miró de reojo a los sirvientes y al ayuda de campo, que permanecían atentos.

El gobernador golpeó las manos y desaparecieron como humo en el aire. Intrigado, se inclinó hacia Schreuder.

—Bien, coronel, ¿cuál es ese secreto que tenéis para mí?

Lentamente, mientras Schreuder hablaba, las lúgubres facciones del gobernador se encendieron de codicia y expectativa. Sin embargo, cuando el coronel hubo terminado de plantear su propuesta, fingió renuencia y escepticismo.

—¿Cómo sabemos que este pirata, este Courtney, estará aún anclado donde lo visteis por última vez? —preguntó a Cumbrae.

—Hace apenas doce días, el galeón robado estaba varado en la playa, sin el palo mayor y con toda la carga en tierra. Soy marino; puedo aseguraros que Courtney no podrá tenerlo en condiciones de navegar hasta dentro de treinta días. Eso significa que aún disponemos de dos semanas para hacer nuestros preparativos y lanzar un ataque contra él —explicó el Aguilucho.

Kleinhans asintió.

—¿Y dónde está ese fondeadero donde se oculta ese pillo? —El gobernador trató de dar a la pregunta un tono indiferente, pero le brillaban los ojos amarillos de fiebre.

—Sólo puedo aseguraros que está bien escondido. —El Aguilucho evadió la pregunta con una seca sonrisa—. Sin mi ayuda vuestros hombres no podrán descubrirlo.

—Comprendo. —El gobernador se hurgó la nariz con un índice huesudo; luego inspeccionó la escama de moco seco que había retirado. Sin levantar la vista prosiguió, siempre como al descuido—: Naturalmente, no requeriréis recompensa por atacar el nido de ese pirata; después de todo, es meramente vuestra obligación moral.

—No pediré más recompensa que una modesta compensación por mi tiempo y mis gastos —concordó Cumbrae.

—Una centésima parte de la carga que recobremos —sugirió Kleinhans.

—No tan modesta —objetó el escocés—. Había pensado en la mitad.

—¿La mitad? —El gobernador Kleinhans se incorporó bruscamente; su tez tomó el color del pergamino antiguo—. Supongo que bromeáis, señor.

—Os aseguro, señor, que rara vez bromeo cuando se trata de dinero —respondió el Aguilucho—. ¿Tenéis en cuenta lo agradecido que estará el director general de vuestra compañía cuando le devolváis a su hija sana y salva, sin haber tenido que pagar el rescate? Eso, por sí solo, será un factor importante para que os aumente la pensión, sin considerar siquiera el valor de las especias y los metales preciosos de la carga.

Kleinhans empezó a excavar en la otra fosa nasal, en tanto estudiaba silenciosamente aquello. Cumbrae prosiguió, persuasivo:

—Además, cuando van de Velde se vea libre de las garras de ese villano, podrá hacerse cargo de vuestras tareas. Eso os permitirá volver a Holanda, donde os espera la recompensa por vuestro largo y leal servicio.

El coronel Schreuder le había comentado la ansiedad conque el gobernador esperaba su inminente retiro, después de haber servido a la Compañía por treinta años.

Kleinhans se conmovió ante esa tentadora perspectiva, pero habló con voz áspera.

—Un décimo del valor de lo recobrado, sin incluir el de los piratas capturados y vendidos como esclavos. Un décimo. Es mi última oferta.

Cumbrae se puso trágico.

Tendré que dividir la recompensa con mi tripulación. No podría aceptar menos de la cuarta parte.

—La quinta —rechinó Kleinhans.

—Acepto —afirmó Cumbrae, muy satisfecho—. Naturalmente, necesitaré los servicios de esa buena fragata naval que está anclada en la bahía y tres compañías de vuestros mosqueteros, al mando del coronel Schreuder. Y habrá que reequipar mi propia embarcación con pólvora y municiones, por no hablar de agua y otras provisiones.

Se requirió un esfuerzo prodigioso por parte del coronel Schreuder, pero al caer la tarde siguiente las tres compañías de infantería, cada una compuesta por noventa hombres, se formaron en el terreno de desfiles, ante las murallas del fuerte, listas para embarcarse. Los oficiales y suboficiales eran holandeses.

Pero entre los mosqueteros reinaba una mezcla de soldados nativos, malayos, hotentotes reclutados entre las tribus del Cabo cingaleses y tamiles de Ceilán, todos encorvados como gibosos bajo el peso de las armas y las mochilas, pero incongruentemente descalzos.

Cumbrae los observó mientras cruzaban los portones: gorros negros, chalecos verdes y cinturones blancos, con los mosquetes bajos.

—Espero que combatan tan bien como marchan —comentó agriamente—, pero creo que les espera una pequeña sorpresa cuando se enfrenten a las ratas marinas de Franky.

A bordo del Gull sólo podía llevar una compañía con sus pertrechos. Aun así las cubiertas estarían atestadas y resultarían incómodas, sobre todo si tropezaran con mal tiempo en el trayecto. Las otras dos compañías se embarcaron en la fragata naval, donde viajarían mejor, pues De Sonnevogel, "La Nectarina", era un navío amplio y veloz.

Había pertenecido a la flota de Oliverio Cromwell, pero tras ser capturado por el almirante holandés de Royter, en la batalla de Kentish Knock, pasó a formar parte del escuadrón de éste durante su incursión por el Támesis, apenas meses antes de su llegada al Cabo. Era esbelto y encantador con su lustrosa pintura negra y sus bordes níveos. Resultaba obvio que se le habían cambiado las velas y el cordaje antes de zarpar de Holanda. Su tripulación estaba mayormente compuesta por veteranos de las dos últimas guerras con Inglaterra: combatientes de primera, encallecidos en el combate. Su comandante, el capitán Ryker, era también un marino recio y curtido, ancho de hombros y grande de barriga. No hizo el menor esfuerzo por disimular su disgusto al encontrarse bajo la dirección de un hombre que muy poco antes había sido un enemigo, un irregular a quien tenía por poco mejor que un pirata codicioso. Su actitud hacia Cumbrae era fría y hostil; apenas contenía su desprecio.

El consejo de guerra celebrado a bordo del De Sonnevogel no marchaba sobre ruedas. Cumbrae se negó a revelar el punto de destino; Ryker objetó cada una de sus propuestas y sugerencias. Sólo el arbitraje del coronel Schreuder impidió que la expedición se disolviera irrecuperablemente aun antes de haber abandonado Table Bay.

Fue con profunda sensación de alivio que el Aguilucho vio zarpar a la fragata, con casi doscientos mosqueteros alineados a lo largo de la barandilla, haciendo afectuosos gestos de despedida ante la multitud de mujeres hotentotes reunidas en la playa, medio desnudas o vistosamente ataviadas, y seguir a su pequeño barco hacia afuera de la bahía.

La cubierta del Gull iba atestada de infantes que agitaban la mano, parloteaban y se mostraban mutuamente los puntos salientes de la montaña o de la playa, estorbando a los marineros que tripulaban la nave.

Cuando rodearon la punta bajo Cabeza de León, al experimentar el primer embate majestuoso del Atlántico Sur, entre los ruidosos pasajeros se hizo un extraño silencio. Al iniciarse la bordada hacia el este, uno de los mosqueteros corrió hacia la borda para lanzar una larga bocanada de vómito amarillo, directamente contra el viento. Los tripulantes dejaron escapar una sonora carcajada al ver que el viento la devolvía contra el pálido rostro del pobre diablo, salpicando el chaleco verde con los biliosos restos de su última comida.

En el curso de una hora, la mayoría de los soldados había seguido ese ejemplo; las cubiertas quedaron tan resbaladizas, por efecto de sus ofrendas a Neptuno, que el Aguilucho ordenó operar las bombas para lanzar chorros de agua tanto sobre las cubiertas como sobre los pasajeros.

Van a ser días interesantes —dijo al coronel Schreuder—. Espero que, cuando lleguemos a destino, estas bellezas tengan aún fuerzas para vadear hasta la costa.

Antes de cubrir la mitad del trayecto se tornó evidente que su broma era una horrenda realidad. La mayoría de los soldados parecían moribundos; permanecían tendidos en cubierta como cadáveres, sin nada en el estómago que pudieran arrojar. Una señal del capitán Ryker reveló que los pasajeros del Sonnevogel no estaban en mejores condiciones.

—Si desembarcamos a estos hombres para enviarlos directamente al combate, los muchachos de Franky se los comerán sin escupir los huesos. Tendremos que cambiar de planes —dijo el Aguilucho. _ Schreuder se comunicó por señales con la fragata; el capitán Ryker se puso al pairo y acudió en su esquife para discutir, con obvia mala voluntad, el nuevo plan de ataque.

Cumbrae había dibujado un mapa de la laguna y la costa a cada lado de los promontorios. Los tres oficiales lo estudiaron en el diminuto camarote del Gull. El humor de Ryker mejoró por el hecho de conocer el destino final, ante la perspectiva de entrar en acción y cobrar un botín y gracias al whisky que Cumbrae le sirvió. Por una vez se mostró dispuesto a aceptar el plan presentado por el inglés.

—Aquí hay otro promontorio, unas ocho o nueve leguas al oeste de la entrada a la laguna —indicó el Aguilucho, apoyando la mano en el mapa—. Con este viento, las aguas de sotavento estarán lo bastante serenas como para enviar los botes a tierra, desembarcando al coronel Schreuder con sus mosqueteros. Entonces él iniciará una marcha de aproximación. —Clavó en el mapa un índice erizado de vello rojizo—. El interludio en tierra y el ejercicio dará a sus hombres la oportunidad de reponerse de las descomposturas. Cuando lleguen a la guarida de Courtney habrán recuperado parte de sus energías.

—¿Tienen los piratas alguna instalación defensiva a la entrada de la laguna? —quiso saber Ryker.

—Tienen baterías aquí y aquí, cubriendo el canal. —Cumbrae dibujó una serie de cruces a cada lado de la entrada—. Están tan protegidos que serían invulnerables al fuego de un barco que entrara o saliera del fondeadero.

Hizo una pausa al recordar los disparos que esas culebrinas habían hecho sobre el Gull, en tanto éste huía de la laguna, tras su abortado ataque al campamento.

Ryker se puso serio ante la perspectiva de someter su Javea las descargas de baterías bien atrincheradas.

—Yo puedo encargarme de las baterías apostadas en el oeste —prometió Schreuder—. Haré que un pequeño destacamento descienda por los acantilados. Ellos no esperan un ataque desde la retaguardia. Pero no podré cruzar el canal para alcanzar los cañones del promontorio oriental.

—Yo enviaré otro grupo para que ponga fuera de juego a esos cañones —intervino Ryker—. Mientras, podemos idear un sistema de señales para coordinar nuestros ataques.

Pasaron una hora más elaborando un código de banderas y humo entre las naves y la costa. Tanto a Ryker como a Schreuder ya les hervía la sangre y ambos estaban deseosos de alzarse con los honores de la batalla.

"¿Por qué arriesgar a mis propios marineros, si estos héroes se mueren por hacer el trabajo?", pensó el Aguilucho, feliz. Y dijo en voz alta:

—Os felicito, caballeros. Es un plan excelente. Supongo que demoraréis los ataques a las baterías de la entrada hasta que el coronel Schreuder haya atravesado el bosque con la mayor parte de sus hombres ya esté en situación de lanzar el ataque principal contra la parte trasera del campamento pirata.

—Sí, por supuesto —concordó Schreuder de buena gana—. Pero en cuanto las baterías de los promontorios estén fuera de acción, vuestros barcos proporcionar n una distracción navegando entre ellos para bombardear el campamento pirata. Esa será la señal para que yo lance mi ataque por tierra contra su retaguardia.

—Os brindaremos todo nuestro apoyo —asintió Cumbrae, mientras pensaba tranquilizadoramente: "¡Qué hambriento de gloria está!". Reprimió un paternal impulso de darle una palmadita en el hombro. "Que el idiota se quede con mi parte de los cañonazos, siempre que yo pueda echar mano del botín."

Luego observó calculadoramente al capitán Ryker. Sólo quedaba por acordar que el Sonnevogel encabezara el cruce entre los promontorios hacia la laguna y, en el proceso, concentrara mayormente la actividad de las culebrinas de Franky a lo largo del bosque. A él le convendría que la fragata holandesa sufriera graves daños antes de aplastar a Franky: si al terminar la batalla el Aguilucho estuviera al mando del único barco en condiciones de navegar, le sería posible dictar sus propias condiciones cuando llegara el momento de repartir el botín.

—Capitán Ryker —dijo, con un gesto arrogante y garboso—, reclamo el honor de encabezar el ingreso en la laguna con mi gallardo Gull. Mis matones no me perdonarían que os dejara ir adelante.

Ryker apretó tercamente los labios.

—¡Señor! —protestó, tieso—. El Sonnevogel está mejor armado y podrá resistir mejor los proyectiles del enemigo. Insisto en que me permitáis encabezar el ingreso.

"Y con esto queda todo resuelto", se dijo el Aguilucho, mientras inclinaba la cabeza en renuente aquiescencia.

Tres días después desembarcaron al coronel Schreuder y a sus tres compañías de mareados mosqueteros en una playa desierta. Desde allí los vieron adentrarse en la espesura africana, formando una columna larga y desordenada.

La noche africana era callada, pero nunca silenciosa. Cuando Hal se detuvo en el angosto sendero, las livianas pisadas de su padre se perdieron hacia adelante, permitiéndole oír los suaves ruidos de la vida que pululaba en el bosque, alrededor, el gorjeo de un ave nocturna, más bello de lo que músico alguno pudiera arrancar de un instrumento de cuerdas; el correteo de los roedores y otros pequeños mamíferos entre las hojas secas; el grito súbito y asesino de los felinos que los perseguían; los chirridos y zumbidos de insectos; el suspiro eterno del viento.

Todo era parte del coro oculto en ese templo de Pan.

El rayo de la lámpara desapareció hacia adelante; Hal apretó el paso para alcanzar a su padre. Al partir del campamento él no había prestado atención a su pregunta, pero cuando por fin emergieron del bosque, al pie de la colina, el muchacho supo adónde iban. Las piedras que aún marcaban la logia, allí donde él había pronunciado sus votos, formaban un círculo fantasmagórico a la luz de la Luna menguante. Sir Francis hincó una rodilla a la entrada, inclinando la cabeza para una oración. Hal se arrodilló a su lado.

—Hazme digno, Señor —rezó—. Dame fuerzas para cumplir con los votos que aquí pronuncié en mi nombre.

Por fin su padre alzó la cabeza y, poniéndose de pie, tomó a Hal de la mano para ayudarlo a levantarse. Luego entraron juntos hacia el altar de piedra.

—¡In Arcadia habito! —pronunció Sir Francis, con su voz grave y cadenciosa.

Hal dio la respuesta:

—¡Flumen sacrum bene cognosco!

El padre depositó la lámpara en la piedra y, bajo su luz amarilla, ambos volvieron a arrodillarse. Pasaron largo rato orando en silencio antes que Sir Francis alzara la vista al cielo.

—Las estrellas son las claves del Señor. Ellas iluminan nuestras idas y venidas. Nos guían por océanos de los que no existen mapas. En sus curvas encierran nuestro destino. Ellas miden el número de nuestros días.

Hal buscó inmediatamente con la vista a Régulo, su estrella personal. Atemporal e inalterable, chisporroteaba en el signo del León.

—Anoche tracé tu horóscopo —le dijo el padre—. Es mucho lo que no debo revelarte, pero puedo decirte esto: los astros te reservan un destino singular. No logré develar cu l es.

Había algo patético en su tono. Hal lo observó. Estaba demacrado, con grandes ojeras oscuras.

—Si los astros se muestran tan favorables, ¿qué os preocupa, padre?

—He sido duro contigo. Te he exigido mucho.

El joven sacudió la cabeza.

—Padre…

Pero Sir Francis lo acalló poniéndole una mano en el brazo.

—Debes recordar siempre por qué lo hice. Si te hubiera amado menos habría sido más blando contigo. —Al ver que su hijo tomaba aliento para hablar ciñó los dedos con más fuerza—. He tratado de prepararte, de brindarte el conocimiento y la fuerza necesarios para enfrentar ese destino especial que las estrellaste reservan. ¿Comprendes eso?

—Sí. Lo he sabido desde siempre. Aboli me lo explicó.

—Aboli es sabio. Él estará a tu lado cuando yo me haya ido.

—No, padre, no habléis de eso.

—Mira las estrellas, hijo mío —señaló Sir Francis. Hal vaciló, sin comprender del todo—. Ya sabes cuál es la mía. Te la he mostrado cien veces. Búscala en el signo de la Virgen.

Hal elevó la cara al cielo, hacia el este, donde Régulo seguía refulgiendo con claridad. Sus ojos pasaron hacia el signo de la Virgen, que estaba junto al del León. Entonces aspiró bruscamente, haciendo sibilar el aliento entre los labios con supersticioso temor.

El signo de su padre estaba tajeado, de un extremo al otro, por una cimitarra de llamas. Una pluma feroz, roja como la sangre.

—Una estrella fugaz —susurró.

—Un cometa —corrigió su padre—. Dios me envía una advertencia. Mi tiempo en la Tierra se aproxima a su fin. Hasta los griegos y los romanos sabían que el fuego celeste es presagio de desastres, de guerra, hambruna y plagas, y que anuncia la muerte de reyes.

—¿Cuándo? —preguntó Hal, con la voz cargada de miedo.

—Pronto —respondió Sir Francis—. Ha de ser pronto. Casi con certeza, antes que el cometa haya completado su tránsito por mi signo. Esta puede ser la última vez que tú y yo nos encontremos a solas, de este modo.

—¿No hay nada que podamos hacer para evitar esa desgracia? ¿No podemos huir de ella?

—No sabemos cuándo llegar —señaló Sir Francis, con gravedad—. Y no se puede escapar de lo que está decretado. Si huimos nos lanzaremos ciertamente hacia sus fauces.

—Entonces nos quedaremos para enfrentarla y luchar —dijo Hal, decidido.

—Lucharemos, sí, aunque el resultado ya esté decidido. Pero no fue por eso que te traje hasta aquí. Esta noche quiero entregarte tu herencia, esos legados físicos y espirituales que te pertenecen, por ser mi único hijo. —Tomó entre las manos la cara de Hal y la giró hacia él para mirarlo a los ojos—. Después de mi muerte caen sobre ti el rango y el título de barón, concedidos a tu bisabuelo Charles Courtney por la buena reina Isabel, tras la destrucción de la Armada Española. Te convertirás en Sir Henry Courtney. ¿Comprendes eso?

—Sí, padre.

—Tu genealogía está registrada en el Colegio de Armas de Inglaterra. —Hizo una pausa. Un grito salvaje resonó por el valle: el bramido de un leopardo que cazaba en los acantilados, bajo el claro de luna. Cuando los horribles rugidos se apagaron, Sir Francis prosiguió en voz baja—: Es mi deseo que asciendas en la Orden hasta alcanzar el rango de caballero Nautonnier.

—Me esforzaré por alcanzar esa meta, padre.

Sir Francis levantó la mano derecha. La banda de oro de su dedo mayor centelleó a la luz de la lámpara. La hizo girar para quitársela, mostrándola a la luz de la Luna.

—Este anillo es parte de la regalía que corresponde al cargo de Nautonnier.

Tomó la mano derecha de Hal para ponerle el anillo en el dedo mayor; como era demasiado grande, se lo puso en el índice. Luego se abrió el cuello del manto, dejando a la vista el gran sello de su rango. La luz vacilante chisporroteó en los diminutos rubíes que formaban los ojos del león rampante de Inglaterra yen los diamantes de sus estrellas. Después de quitarse la cadena del cuello, la pasó por la cabeza de Hal, acomodándola sobre los hombros.

—Este sello es la otra parte de la regalía, tu llave del Templo.

—Me siento humildemente honrado por la confianza que depositáis en mí.

—El legado espiritual que te hago tiene otra parte —dijo Sir Francis, buscando bajo los pliegues de su manto—. Es el recuerdo de tu madre.

Cuando abrió la mano, en la palma tenía un guardapelo con una miniatura de Edwina Courtney. La luz no era suficiente para que Hal distinguiera los detalles del retrato, pero tenía ese rostro grabado en la mente y en el corazón. Sin decir palabra, la guardó en el bolsillo del chaleco.

—Oremos juntos por la paz de su alma —dijo el padre, en voz baja.

Ambos inclinaron la cabeza. Después de varios minutos, Sir Francis la alzó.

—Ahora sólo queda por discutir la herencia terrenal que te dejo. Primero está High Weald, la casa solariega que nuestra familia posee en Devon. Como sabes, tu tío Thomas adminístrala casa y las tierras durante mi ausencia. Las escrituras de propiedad están en poder de mi abogado, en Plymouth…

Sir Francis habló por largo rato, haciendo una lista detallada de las posesiones y fincas que tenía en Inglaterra.

—Te he dejado todo esto anotado en mi diario, pero ese libro podría perderse o ser hurtado antes que pudieras estudiarlo. Recuerda todo lo que te he dicho.

—No olvidaré una palabra —le aseguró Hal.

—Luego están los tesoros que hemos recogido en este viaje. Tú estabas conmigo cuando escondimos el botín del Heerlycke Nacht y del Standvastigheid. Cuando retornes a Inglaterra con ese botín, no dejes de pagar a cada tripulante la parte que se ha ganado.

—Lo haré, estad tranquilo.

—Paga también a los funcionarios de la Aduana Real la parte que corresponde a la Corona, hasta el último penique. Sólo un delincuente trataría de engañar a su soberano.

—No dejaré de rendir cuentas a mi Rey.

—Si se perdieran las riquezas que he conquistado para ti y para mi Rey, jamás podría descansar en paz. Voy a pedirte un juramento por tu honor, como caballero de la Orden. Debes jurarme que jamás revelarás a persona alguna el paradero del botín. En los días difíciles que se avecinan, mientras el cometa rojo gobierne mi signo y rija nuestros asuntos, puede haber enemigos que traten de forzarte a quebrar ese juramento. Recuerda siempre, ante todo, el lema de nuestra familia: ¡Durabo! Resistiré. Por mi honor y en el nombre de Dios, resistiré —prometió Hal.

Esas palabras se deslizaron con facilidad por su lengua. No podía saber que, cuando les fueran devueltas, su peso le sería penoso y lo bastante grande como para destrozarle el corazón.

Durante toda su carrera militar, el coronel Cornelius Schreuder había hecho campaña con tropas nativas antes que con hombres de su propia raza y país. Los prefería holgadamente, pues estaban habituados a las privaciones y sufrían menos el calor, el sol, el frío y la humedad. Tenían resistencia contra las fiebres y las plagas que asolaban a los blancos que se aventuraran en esos climas tropicales. También sobrevivían con menos comida; eran capaces de vivir y combatir con los frugales alimentos que proporcionara esa tierra salvaje y terrible, mientras que las tropas europeas, obligadas a soportar privaciones similares, enfermaban y morían.

Había otro motivo que justificaba esa preferencia: mientras que la vida de un soldado cristiano se debía considerar preciosa, a esos paganos se los podía sacrificar sin tantas consideraciones, así como el ganado no tiene el mismo valor que los hombres y puede ser enviado al matadero sin escrúpulos. Desde luego, eran ladrones famosos, no se los podía tener cerca de las mujeres o del alcohol y, obligados a confiar en su propia iniciativa, eran como niñitos. Pero bajo el mando de buenos oficiales holandeses mostraban un valor y un espíritu de combate que compensaba con creces esas debilidades.

Schreuder, de pie en una elevación del terreno, observó a la larga columna de infantería que desfilaba ante él. Era notable la prontitud con que se habían recuperado de la terrible postración que, apenas el día anterior, afectaba a casi todos. Una noche de descanso sobre el duro suelo, más unos cuantos puñados de pescado seco y tortas de sorgo asadas a las brasas, y esa mañana estaban tan alegres y fuertes como en el momento de embarcarse. Pasaron descalzos ante él, detrás de los suboficiales blancos, avanzando con facilidad bajo la carga y conversando en sus propios idiomas.

El coronel les tenía ahora más confianza que al desembarcar. Se quitó el sombrero para enjugarse la frente. El Sol apenas comenzaba a asomar por sobre la copa de los árboles, pero ya quemaba como la ráfaga de un horno para el pan. Miró hacia las colinas y la selva que los aguardaban. El mapa que le había dibujado ese escocés pelirrojo era un esbozo rudimentario, que apenas insinuaba la línea de la costa, sin ofrecer ninguna advertencia sobre el escarpado territorio con el que se estaban encontrando.

Al principio había marchado a lo largo de la costa pero eso resultó difícil; los hombres cargados se hundían en la arena hasta los tobillos con cada paso. Además, entre las playas abiertas se interponían acantilados y cabos rocosos que podían demorarlos. Schreuder acabó por ir tierra adentro y despachó a sus exploradores en busca de un camino que cruzara las colinas y el bosque.

En ese momento se oyó un grito adelante. Un hotentote venía a la carrera a lo largo de la fila. El hombre se detuvo ante él, jadeando, y le hizo garbosamente la venia.

—Coronel, adelante hay un ancho río. —Como casi todos los soldados, hablaba bien el holandés.

—¡Maldita sea! —juró Schreuder—. Nos demoraremos todavía más y sólo nos quedan dos días. Muéstrame el camino.

El explorador lo condujo hacia la cima de la lomada. Ante sus pies se abría el profundo valle de un río, cuyas barrancas tenían casi sesenta metros de profundidad y estaban cubiertas por un bosque espeso. En el fondo había un estuario ancho, pardo, que corría hacia el mar con la marea. Sacó el telescopio para estudiar el valle, allí donde cortaba profundamente las colinas de la zona interior.

—No parece haber una manera fácil de cruzar. Y no tengo tiempo para seguir buscando. —Bajó la vista hacia el abismo—. Atad cuerdas a los árboles de arriba, para que los hombres tengan de dónde asirse al descender.

Les llevó media mañana poner a los doscientos hombres abajo, en el valle. Una de las sogas se rompió bajo el peso de los cincuenta hombres que se colgaban de ella para no perder pie en el descenso. Aunque casi todos sufrieron cortes, despellejaduras y distensiones al rodar hasta el ribazo, sólo hubo un herido de gravedad: un joven cingalés que, al caer, se enganchó la pierna derecha en la raíz de un árbol, fracturándosela en diez o doce partes; los bordes mellados del hueso asomaban en la carne de la pantorrilla.

—Bueno, sólo hemos perdido a un hombre —comentó Schreuder a su teniente, muy satisfecho—. Podría haber sido peor. Podríamos haber malgastado días enteros buscando otra manera de cruzar.

—Mandaré que hagan una camilla para el herido —sugirió el teniente Maatzuyker.

—¿Estáis loco? —le espetó el coronel—. Eso nos demoraría. Dejad a ese torpe aquí, con una pistola cargada. Cuando vengan las hienas tendrá que decidir entre disparar contra una de ellas o contra sí mismo. ¡Basta de charla! Continuemos con el cruce.

Desde el ribazo se veían cien metros de agua, cuya superficie se rizaba en pequeños remolinos: la marea en descenso espoleaba a las aguas lodosas en su carrera hacia el mar.

—Tendremos que construir balsas… —aventuró Maatzuyker.

Pero Schreuder bramó:

—Tampoco podemos perder tiempo en eso. Haced llevar una cuerda hasta la otra orilla. Debo ver si este río es vadeable.

—La corriente es fuerte —señaló el teniente, con tacto.

—Hasta un idiota se daría cuenta de eso, Maatzuyker. Talvez por eso no os ha costado observarlo —replicó Schreuder, ominoso—. ¡Elegid al más fuerte de vuestros nadadores!

El teniente le hizo la venia y corrió hacia las tropas. Adivinando lo que se avecinaba, todos encontraron algo interesante que observar en el cielo o en el bosque, para no enfrentarse a su mirada.

—¡Ahmed! —gritó él, aferrando por el hombro a uno de sus cabos, para apartarlo del grupo donde trataba de pasar inadvertido.

Ahmed, resignado, entregó su mosquete a uno de los soldados y comenzó a desnudarse. Su piel era amarillenta y lampiña, tensa sobre los músculos duros.

Maatzuyker le ató la cuerda bajo los sobacos y lo envió al río. Al adentrarse el cabo en la corriente, el agua fue ascendiendo poco a poco hasta su cintura. Las esperanzas de Schreuder ascendían con ella. Los compañeros de Ahmed, desde el ribazo, soltaban gradualmente la cuerda entre gritos de aliento.

De pronto, ya casi en la mitad del río, el cabo tropezó y su cabeza desapareció bajo la superficie. —¡Recogedlo!— ordenó Schreuder.

Tiraron de Ahmed hasta llevarlo nuevamente a aguas menos hondas, donde él luchó por ponerse de pie, resoplando y tosiendo por el agua tragada. De pronto Schreuder gritó con más urgencia:

—¡Tirad! ¡Sacadlo del agua!

Cincuenta metros aguas arriba había visto un potente remolino en la superficie de las aguas opacas. Una veloz estela en forma de V surcaba las aguas del canal hacia el cabo, que aún chapoteaba en los bajíos. El grupo que manejaba la cuerda, entre grito de consternación, tiró de Ahmed con todo vigor, arrastrándolo hacia la ribera. No obstante, lo que venía bajo la superficie avanzó con más celeridad, apuntando hacia el hombre indefenso.

Cuando estaba a pocos metros de él asomó su hocico negro y deforme, retorcido como un tronco oscuro; seis metros más atrás estalló una escamosa cola de saurio. El odioso monstruo cubrió deprisa la distancia y afloró con las fauces abiertas, exhibiéndolas melladas hileras de dientes amarillos.

Sólo entonces lo vio Ahmed y lanzó un chillido salvaje. Con el estruendo de una puerta rastrillo, las fauces se cerraron sobre la parte inferior de su cuerpo. Hombre y bestia desaparecieron de la superficie, en un torbellino de espuma cremosa. Los hombres que tiraban de la cuerda perdieron el equilibrio y se vieron arrastrados por el ribazo, amontonados y forcejeantes.

Schreuder saltó hacia ellos para sujetar el extremo de la cuerda. Después de darle dos vueltas alrededor de su muñeca, se echó hacia atrás con todo su peso. En la corriente parda hubo otro estallido de espuma, en tanto el enorme cocodrilo, con los colmillos clavados en el vientre de Ahmed, giraba una y otra vez sobre sí mismo, a velocidad vertiginosa. Los hombres de la orilla, ya recuperado el equilibrio, tiraron empecinadamente. En el agua oscura apareció súbitamente una mancha roja: el animal había partido a Ahmed en dos, tal como un glotón retuerce la pata del pavo para arrancarla de la carcasa.

La mancha de sangre se disipó aguas abajo por obra de la corriente; los hombres que forcejeaban cayeron hacia atrás al cesar la resistencia en el otro extremo de la cuerda. Lo que arrastraban hacia la costa era el torso de Ahmed; los brazos se sacudieron; la boca se abrió y volvió a cerrarse convulsivamente, como la de un pez en agonía.

Río adentro, el cocodrilo volvió a aflorar, llevando cruzadas en las fauces las piernas del cabo y la parte inferior del cuerpo. Con la cabeza elevada al cielo, hizo un esfuerzo por tragar. El cuerpo desmembrado se deslizó en aquella bocaza, abultando en cuello blando y claro.

Schreuder rugía de ira.

—Esa maldita bestia nos hará perder varios días si se lo permitimos. —Giró hacia los trémulos mosqueteros, que seguían remolcando el cadáver mutilado de Ahmed—. ¡Traed ese trozo de carne!

Los hombres dejaron caer el torso a sus pies. Con sobrecogido respeto, lo vieron quitarse la ropa y erguirse desnudo ante ellos; en su vientre ondulaban músculos planos y duros; el grueso pene asomaba en una mata de vello oscuro. A una impaciente orden suya, le ataron una cuerda bajo las axilas y le entregaron un mosquete cargado, con la mecha encendida. Schreuder se lo puso al hombro y asió con la otra mano el brazo muerto de Ahmed. En el ribazo se elevó un incrédulo rumor de asombro, en tanto Schreuder se metía en el agua, arrastrando consigo los restos sanguinolentos.

—¡Anda, ven, bestia asquerosa! —bramó, colérico. El agua le llegó a las rodillas sin que él detuviera la marcha—. ¿Quieres comer? Bueno, aquí tengo algo para que masques.

De todas las gargantas brotó un gemido de espanto al ver que, aguas arriba, se producía otro enorme remolino; el cocodrilo se precipitó hacia Schreuder, que aguardaba con el agua a la cadera. El coronel se preparó. Por fin, con un movimiento circular, arrojó el cadáver desmembrado y chorreante en la trayectoria del cocodrilo.

—¡Cómete eso! —gritó, mientras descolgaba el mosquete para apuntarlo hacia el cebo humano que se bamboleaba a un par de metros.

La monstruosa cabeza emergió con la boca abierta para devorar los patéticos restos de Ahmed. Schreuder vio sus fauces por sobre la mira del arma: las sierras de los dientes, aún festoneados de carne humana, y el recubrimiento de la garganta, de un delicado tono amarillento. Al abrirse las fauces, una dura membrana cerró automáticamente la garganta para impedir que el agua llenara los pulmones de la bestia.

El coronel apuntó a lo hondo de esa garganta y retiró el seguro. Cayó la mecha encendida y, tras un instante de demora, la pólvora se encendió en la cazoleta. Entonces, mientras Schreuder sostenía el arma sin vacilación, se oyó un estallido ensordecedor y de la boca del arma emergió una larga lengua de humo azul plateado, que penetró en las fauces del cocodrilo. Noventa gramos de municiones de plomo endurecido con antimonio atravesaron la membrana, desgarrando la tráquea, las arterias y la carne, y se adentraron en la cavidad del pecho hasta perforarlos pulmones y el frío corazón del reptil.

Fue tal la convulsión que sacudió al saurio que el cuerpo se arqueó, sacando del agua cuatro o cinco metros; la grotesca cabeza llegó casi a tocar la cola antes de caer hacia atrás, en un alto chorro de espuma. Luego giró sobre sí mismo, se zambulló y volvió a emerger, retorciéndose en contorsiones de leviatán.

Schreuder, sin detenerse a contemplar esos horribles estertores, dejó caer el mosquete humeante y se arrojó de cabeza hacia la parte más profunda del canal. Confiado en que el frenesí de la bestia bastaría para confundir y distraer a cualquier otro de esos mortíferos reptiles, nadó hacia la orilla opuesta con potentes brazadas.

—¡Dadle cuerda! —chilló Maatzuyker a los hombres, paralizados por el espanto.

Éstos, recobrado el tino, empezaron a soltar la soga, manteniéndola tensa para que no tocara la corriente, mientras Schreuder cruzaba a zarpazos el canal.

—¡Cuidado! —gritó Maatzuyker.

Uno, dos cocodrilos asomaron en la superficie. Como los ojos estaban engarzados en sendas protuberancias, podían observar las convulsiones de su compañero agonizante sin exponer toda la cabeza. El suave chapoteo de Schreuder no les llamó la atención sino cuando él estuvo a diez o doce brazadas de la orilla.

Fue entonces cuando uno de los monstruos percibió su presencia y se lanzó hacia él, despidiendo una estela en abanico a cada lado de los bultos gemelos de la frente.

—¡Más deprisa! —aulló Maatzuyker—. ¡Va tras vos!

Schreuder redobló sus brazadas, en tanto el cocodrilo se le acercaba con celeridad. Todos los hombres de la orilla le gritaban palabras de aliento, pero el animal estaba apenas a un cuerpo de distancia cuando los pies del coronel tocaron el fondo. Cubrió velozmente el último metro, en el momento en que Schreuder se arrojaba hacia adelante; las poderosas fauces se cerraron a pocos centímetros de sus pies.

Con la cuerda a la rastra, como si fuera un rabo, caminó tambaleándose hacia los árboles. Pero aún no estaba libre de peligro, pues aquel dragón había salido a tierra, elevándose sobre las cortas patas, y anadeaba hacia él a una velocidad que a los espectadores les pareció increíble. Schreuder alcanzó el primer árbol del bosque con muy poca ventaja y saltó hacia una rama saliente. Apenas logró levantar las piernas antes de la dentellada; con sus últimas fuerzas, trepó a mayor altura por las ramas.

El frustrado reptil acechaba abajo, caminando en derredor del tronco. Por fin, con un rugido siseante, se retiró lentamente hacia el ribazo, llevando en alto el largo rabo encrestado, pero al llegar al río se deslizó bajo la superficie del agua.

Aun antes de que hubiera desaparecido, Schreuder gritó hacia la otra orilla:

—¡Atad bien ese extremo!

Anudó su punta al grueso tronco al que se había encaramado.

—¡Maatzuyker! —aulló—. ¡Poned a esos hombres a construir una balsa! La cuerda servirá para que se impulsen contra la corriente.

El casco del Resolution estaba libre de algas y percebes. A medida que la tripulación iba soltando los cabos guías, se fue enderezando gradualmente, contra la presión de la marea en ascenso.

En el tiempo en que estuvo varado en la playa, los carpinteros habían terminado de preparar el nuevo palo mayor, que por fin estaba listo para ser instalado. Se requirió la participación de todos para llevar ese mástil largo y pesado hasta la playa y levantar el grueso extremo por sobre la regala. Sujetaron el aparejo a los dos palos que estaban en pie y se ajustaron las eslingas para levantar el mástil nuevo.

Bajo la dirección de Daniel y Ned, sendos grupos tiraban cautamente de los cabos elevando aquel enorme poste de reluciente pino hacia la vertical. Sir Francis no habría confiado a nadie la supervisión de esa tarea crucial: insertar el extremo del mástil en el agujero de la cubierta principal, para luego deslizarlo a través del casco hasta la rangua de la vagra. Era una operación delicada, que requería la fuerza de cincuenta hombres, y demandó la mayor parte del día.

—¡Buen trabajo, muchachos! —les dijo Sir Francis, cuando por fin el enorme palo se deslizó por los últimos centímetros y el extremo chocó pesadamente con la rangua preparada—. ¡Aflojad!

Ya sin el apoyo de las cuerdas, el mástil de quince metros se sostuvo por cuenta propia. El Grandote gritó hacia cubierta desde donde estaba, hundido hasta la cintura en la laguna.

—Y ahora, que el diablo se lleve a esos cabezas de queso. Dentro de diez días estaremos saliendo por entre esos promontorios, recordad lo que os digo.

Sir Francis le sonrió desde la barandilla.

—No será antes de que pongamos los cordajes en ese palo mayor. Y eso no sucederá si os quedáis allí, moviendo sólo la lengua.

Iba a girar en redondo, pero desvió una mirada ceñuda hacia la costa. La esposa del gobernador acababa de salir de entre los árboles, seguida por su criada, y se había detenido en lo alto de la playa, haciendo girar entre los largos dedos el mango de la sombrilla, que rotaba por sobre su cabeza en una rueda de intensos colores, atrayendo todas las miradas de la tripulación. Hasta Hal, que supervisaba al grupo del castillo de proa, había abandonado el trabajo para mirarla, boquiabierto como un estúpido. Ese día la mujer vestía un atractivo atuendo nuevo, tan escotado que el busto asomaba casi hasta los pezones.

—Señor Courtney —llamó Sir Francis, en voz lo bastante alta como para avergonzar a su hijo delante de sus hombres—, prestad atención al trabajo. ¿Dónde están las cuñas para afirmar ese paño?

Hal dio un respingo y, enrojeciendo intensamente bajo el bronceado, se apartó de la barandilla para levantar la pesada maza.

—Ya oísteis al capitán —espetó a sus hombres.

—Esa ramera es la Eva de este paraíso —musitó Sir Francis por el costado de la boca, dirigiéndose a Aboli, que estaba a su lado—. No es la primera vez que veo a Hal embobado por ella. ¡Cielo santo, pero si ella le sostiene la mirada con la audacia de una prostituta! ¡Y con los pechos al aire! Él es apenas un niño.

—Lo veis con ojos de padre —sonrió Aboli, meneando la cabeza—. Ya no es un niño. Es un hombre. Una vez me dijisteis que vuestro libro sagrado habla del águila en el cielo, la serpiente en la roca y el hombre con una mujer.

Aunque Hal podía robar poco tiempo a sus tareas, respondía a los reclamos de Katinka como el salmón que regresa a su río natal en la temporada de reproducción. Cuando ella lo convocaba, nada podía impedirle acudir. Subía a la carrera por el camino, con el corazón al ritmo de sus pies alados. Había pasado un día casi entero desde su último encuentro a solas con Katinka: demasiado para su gusto. A veces lograba escabullirse del campamento para reunirse con ella dos y hasta tres veces en un solo día. A menudo sólo podían estar juntos por unos pocos minutos, pero alcanzaba: los dos malgastaban muy poco de ese tiempo precioso en ceremonias o debates.

Para esos encuentros se habían visto obligados a buscar otro sitio que no fuera la choza de Katinka, pues las visitas nocturnas de Hal a la empalizada habían estado a punto de acabar en un desastre. El gobernador van de Velde no dormía tan profundamente como lo sugerían sus ronquidos y ellos se habían tornado ruidosos y descuidados en el juego del amor.

Despertado por las desenfrenadas exclamaciones de su esposa y las estentóreas respuestas de Hal, van de Velde tomó la lámpara y se escurrió hasta su choza. Aboli, que montaba guardia afuera, vio la luz a tiempo para susurrar una advertencia, lo que permitió a Hal recoger precipitadamente su ropa y escapar por el agujero de la empalizada, justo en el momento en que van de Velde irrumpía en la vivienda, con la lámpara en una mano y la espada desenvainada en la otra.

A la mañana siguiente se quejó amargamente ante Sir Francis.

—Alguno de esos ladrones que tenéis por marineros —acusó.

—¿Falta algo valioso de la choza? —quiso saber Sir Francis. Ante el gesto negativo de van de Velde respondió, cargado de insinuaciones—: Tal vez sería mejor que vuestra esposa no exhibiera tanto sus joyas, pues excitan pensamientos avariciosos. En el futuro, señor, será prudente que cuidéis mejor de todas vuestras pertenencias.

Sir Francis interrogó a los hombres que no estaban de guardia, pero como la esposa del gobernador no pudo suministrar ninguna descripción del intruso (por entonces dormía profundamente), el asunto quedó prontamente abandonado. Esa fue la última visita nocturna que Hal se arriesgó a hacerle dentro de la empalizada.

En cambio se encontraban en ese lugar secreto. Estaba bien escondido, pero a poca distancia del campamento, a fin de que Hal pudiera responder a su llamado y llegar en pocos minutos. Se detuvo por un instante en una estrecha terraza frente a la cueva, respirando profundamente en su prisa y su entusiasmo. La había descubierto con Aboli, cuando ambos regresaban de una cacería en las colinas. En realidad no era una cueva, sino un saliente donde la erosión había desprendido la roja piedra arenisca del estrato rocoso más duro, formando una honda galería.

No eran los primeros en pasar por allí. Contra el fondo del refugio había un hogar de piedra con viejas cenizas; el techo estaba manchado de hollín; el suelo, sembrado de espinas de pescado y huesos de pequeños mamíferos, restos de comidas preparadas en el hogar. Los huesos estaban secos y completamente limpios; las cenizas, frías y dispersas. Hacía tiempo que nadie usaba el hogar.

Sin embargo, esas no eran las únicas señales de ocupación humana. La pared posterior estaba cubierta, desde el suelo hasta el techo, por una salvaje y exuberante cabalgata de pinturas. Antílopes cornamentados, gacelas que Hal no llegaba a reconocer, formaban grandes rebaños contra la faz de roca, perseguidos por arqueros humanos dibujados con simples líneas, de nalgas hinchadas e incongruentes órganos sexuales erectos. Las pinturas eran infantiles y coloridas; la perspectiva y el tamaño relativo de hombres y bestias, fantástico. Algunas siluetas humanas reducían al enanismo al elefante que perseguían; las águilas duplicaban el tamaño de los rebaños de búfalos negros dibujados bajo sus alas extendidas. Pese a todo, a Hal le encantaban. A menudo en los intervalos de tranquilidad entre los salvajes arrebatos del amor, se tendía a contemplar esos hombrecitos extraños, que cazaban y combatían entre sí. En esos momentos experimentaba unas extrañas ansias de saber más sobre los artistas y sobre esos heroicos cazadores y guerreros allí representados.

Cuando preguntó a Aboli por ellos, el enorme negro se encogió desdeñosamente de hombros.

—Son los san. Más que hombres, pequeños simios amarillos. Si tienes la desgracia de encontrarte con uno de ellos (y espero que tus tres dioses te protejan de ese destino) te enseñarán más sobre sus flechas envenenadas que sobre sus potes de pintura.

Ese día las pinturas le interesaron sólo por un momento pues el lecho de hierbas que había amontonado en el suelo, contra la pared, estaba desierto. Eso no lo sorprendió, pues llegaba temprano para los retozos. Aun así se preguntó si ella acudiría o si su llamado había sido un capricho. De pronto oyó, a su espalda, el ruido de una ramita al quebrarse en la pendiente.

Buscó rápidamente un sitio donde esconderse. A un costado de la cueva pendía una cortina de enredaderas, cuyo follaje oscuro se encendía en capullos de un amarillo sorprendente; su perfume dulce y ligero llenaba toda la cueva. Hal se deslizó tras ellas, encogido contra la pared de roca.

Un momento después, Katinka apareció ágilmente en la terraza de la entrada y echó una mirada expectante al interior. Al notar que estaba desierto, rígida de cólera, pronunció en holandés una palabra obscena que, por la frecuencia con que ella la utilizaba, Hal había llegado a conocer bien. Los deleites que presagiaba le provocaron un estremecimiento de excitación en la piel.

Salió silenciosamente de su escondrijo y, deslizándose tras ella, le cubrió los ojos con una mano, mientras le ceñía la cintura con el otro brazo; así la levantó en vilo para correr con ella hacia el lecho de hierbas.

Mucho más tarde se dejó caer de espaldas en el colchón de pasto, aún jadeante y chorreando sudor el pecho desnudo. Ella le mordisqueó levemente una tetilla, como si fuera una pasa de uva; luego jugó con el medallón dorado que le pendía del cuello.

—Es bonito —murmuró—. Me gustan los ojos de rubí del león. ¿Qué es?

Hal se encogió de hombros, pues no había comprendido esa pregunta compleja en holandés. Katinka la repitió con lentitud y claridad.

—Es algo que me dio mi padre. Tiene mucho valor para mí —respondió él, evasivo.

—Lo quiero —dijo ella—. ¿Me lo darás?

Hal sonrió perezosamente.

—No podría.

—¿No me amas? —inquirió ella con un mohín—. ¿No estás loco por mí?

—Te amo locamente, sí —admitió el muchacho, limpiándose el sudor de los ojos con el antebrazo.

—Entonces dame el medallón.

Meneó la cabeza sin decir nada. Luego, para evitar la inminente disputa, preguntó:

—¿Tú me amas como yo a ti?

Ella dejó escapar una risa alegre.

—¡No seas necio! ¡Por supuesto que no! Al único que amo es a Lord Cíclope. —Así apodaba al sexo de Hal, en honor al legendario gigante de un solo ojo; para demostrarlo le metió la mano en la entrepierna—. Pero a él tampoco lo amo cuando está así, tan blando y pequeño.

Trabajó un momento con los dedos; luego volvió a reír, esta vez con más sensualidad.

—Ahora sí, lo amo más. ¡Ah, sí, mucho mejor! Cuanto más crece, más lo amo. Y ahora voy a darle un beso para demostrarle lo mucho que lo amo.

Deslizó la punta de la lengua por el vientre de Hal, pero en el momento en que hundía la cara en la oscura mata de vello púbico, un ruido la interrumpió. Provenía de la laguna y se quebró en un centenar de ecos que resonaron en las colinas.

—¡Truenos! —exclamó, incorporándose—. Detesto los truenos. Desde que era pequeña.

—¡No son truenos! —dijo Hal.

La apartó de sí con tanta rudeza que ella volvió a exclamar:

—¡Oh! ¡Me has hecho mal, grandísimo cerdo!

Pero Hal, sin prestar atención a su queja, se levantó de un brinco y corrió desnudo a la entrada de la cueva. Desde esa altura podía ver las copas de los árboles que rodeaban la laguna. En el cielo azul de mediodía se erguían los palos desnudos del Resolution. El aire estaba lleno de aves marinas: ese ruido atronador las había espantado de la superficie del agua; con el sol chispeando en sus alas, parecían criaturas de hielo y cristal que volaran en círculos allá arriba.

El trueno volvió a estallar; llegó hasta Hal mucho después que el destello de luces. Las nubes arremolinadas engrosaron, volcándose densas y pesadas como aceite sobre las aguas de la laguna. Por sobre ese banco de nubes flotaban los altos velámenes de dos grandes naves, como si estuvieran suspendidos por sobre las aguas. El muchacho, estupefacto, vio que entraban serenamente por entre los promontorios. El primero de los barcos lanzó otra andanada. De inmediato vio que era una fragata, con el negro casco ribeteado de blanco, las troneras abiertas y una humareda surgiendo de ella. Muy por encima del humo ondulaba la bandera tricolor de la República Holandesa; flameando ala brisa leve del mediodía. La seguía coquetamente el Gull of Moray, con los mástiles y los cordajes engalanados con los colores de San Jorge, San Andrés y la gran cruz roja del Templo; sus culebrinas aullaban en un coro guerrero.

—¡Dios misericordioso! —gritó Hal—. ¿Por qué las baterías de la entrada no están respondiendo al fuego?

Entonces, a simple vista, vio los extraños soldados de uniforme verde que invadían los emplazamientos al pie de los acantilados. Entre los destellos de sus espadas y sus lanzas, masacraron a los artilleros y arrojaron sus cuerpos al mar, por sobre los parapetos.

—Han tomado por sorpresa a nuestros hombres. El Aguilucho ha traído a los holandeses hasta aquí y les ha mostrado dónde están emplazados nuestros cañones. —Su voz temblaba de indignación—. Pagará con su sangre lo de este día. Lo juro.

Katinka abandonó el colchón de hierbas para correr a la entrada.

—¡Mira! Es un buque holandés que viene a rescatarme de ese sucio pirata de tu padre. ¡Gracias sean dadas a Dios! Pronto estaré lejos de este deprimente lugar, a salvo en Buena Esperanza. —Bailaba de entusiasmo—. Cuando tú y tu padre cuelguen de la horca, frente a la fortaleza, yo estaré allí para enviarte un último beso de despedida.

Reía con aire burlón, pero Hal no le prestó atención. Volviendo deprisa al interior de la cueva, se vistió precipitadamente y ciñó la espada de Neptuno.

—Habrá combate y mucho peligro, pero estarás a salvo si te quedas aquí hasta que todo acabe —le dijo.

De inmediato inició el descenso.

—¡No puedes dejarme sola aquí! —gritó ella—. ¡Te ordeno que vuelvas!

Pero él, sin prestar atención a esas súplicas, bajó a la carrera por el sendero entre los árboles; Nunca debí permitir que me hiciera separarme de mi padre se lamentaba en silencio.

"Él me advirtió del peligro que representaba ese cometa rojo. Merezco todas las crueldades que la fatalidad pueda tenerme reservadas."

Afligido como estaba, sólo pensaba en la necesidad de volver a su puesto; fue así como estuvo a punto de chocar con las filas de soldados que avanzaban entre los árboles, algo más adelante. Apenas a tiempo percibió el olor de las mechas; luego distinguió los chalecos verdes y los cinturones blancos que avanzaban por el bosque. Entonces se arrojó a tierra para rodar hasta el tronco de una alta higuera silvestre. Escondido tras él, vio que los extraños soldados de verde avanzaban rumbo al campamento, alejándose de él, con lanzas y mosquetes en ristre, a las órdenes de un oficial blanco.

Hal oyó que el oficial indicaba en holandés, sin alzar la voz:

—Mantened la distancia. ¡No os amontonéis!

Ya no cabía duda de qué tropas eran ésas. El holandés estaba aún de espaldas a Hal, que así tuvo un momento para pensar. "Debo llegar al campamento para dar aviso a mi padre", pensó, "pero no hay tiempo para dar un rodeo. Tendré que combatir para cruzar entre las filas del enemigo." Desenvainando la espada, se incorporó sobre una rodilla, pero de inmediato un pensamiento lo golpeó con toda su potencia. "Nos superan en número por tierra y por agua. Esta vez no habrá naves incendiarias que ahuyenten al Aguilucho y a la fragata holandesa. La batalla podría ser difícil para nosotros."

Usó la punta de la espada para cavar un hoyo en la tierra blanda y margosa, al pie de la higuera silvestre. Allí puso el anillo que lucía en el dedo, el guardapelo con la miniatura de su madre y el sello del Nautonnier. Luego los cubrió de tierra suelta y la apisonó con la palma de la mano.

Aunque sólo había tardado un minuto, cuando se puso de pie el oficial holandés ya había desaparecido en el bosque. Hal avanzó con sigilo, guiándose por el susurro y los crujidos de la maleza. "Sin sus oficiales estos hombres no combatirán tan bien", pensó. "Si logro acabar con este apagaré algo de su fuego." Aminoró la marcha para acercarse por atrás al hombre que estaba acechando; el ruido que el holandés hacía al atravesar la maleza disimulaba los sonidos más leves de Hal.

El oficial tenía oscuros parches de sudor en la espalda de la chaqueta. A juzgar por sus charreteras, era teniente del ejército de la Compañía. Se trataba de un joven flaco y esmirriado, con pústulas muy rojas en el cuello enjuto. En la mano derecha llevaba la espada desenvainada. No se había bañado en varios días; olía a cerdo salvaje.

—¡En guardia, Mijnheer! —Lo desafió Hal en holandés, pues no podía matarlo por la espalda.

El teniente giró en redondo para enfrentarlo, con la hoja preparada. Sus ojos, de un azul muy claro, se dilataron de espanto y sorpresa al encontrar a Hal tan cerca. No era mucho mayor que él; en la cara demudada por el terror se destacaba más el acné purpúreo que le cubría la barbilla.

Hal lanzó una estocada y las hojas se cruzaron con un chirrido. Se recobró de inmediato, pero le había bastado ese primer toque para evaluar a su adversario. El holandés era lento; a su muñeca le faltaba la agilidad y la potencia del espadachín adiestrado. En los oídos de Hal resonaban las palabras del padre: "Pelea desde el principio. No esperes a sentirte encolerizado". Y entregó el corazón a una fría ira asesina.

—¡Ja! —gruñó en una finta alta, dirigiendo la punta a los ojos del holandés, al tiempo que se preparaba para el quite. El teniente fue lento en el contraataque; Hal tuvo la certeza de que podía probar el ataque volador que Daniel le había enseñado para esos casos y matar con celeridad.

Su muñeca estaba templada como el acero por las horas de práctica con Aboli; paró la hoja del holandés y la hizo girar con un movimiento intenso, que desvió la línea defensiva. Había creado una abertura, pero para aprovecharla con el ataque volador debía abrir su propia guardia y ponerse bajo el peligro de la natural estocada del holandés; ante un adversario hábil habría sido un suicidio.

Se arriesgó: echando todo su peso hacia adelante, sobre el pie izquierdo, lanzó su punta a la guardia del otro. La respuesta llegó demasiado tarde; el acero de Hal atravesó la sarga manchada de sudor, resbaló en una costilla y halló la abertura entre ellas. A pesar de los muchos días pasados con una espada en la mano, esa era la primera vez que Hal mataba con el frío acero. No estaba preparado para la sensación de la hoja al atravesar la carne humana.

Era un contacto esponjoso, muerto, que sofocó la velocidad de su estocada. El teniente Maatzuyker, con una exclamación ahogada, dejó caer su espada al detenerse la punta de Hal contra una vértebra. Sujetó con las manos desnudas el acero afilado, que le cortó las palmas hasta el hueso, cortando los tendones en un rápido torrente de sangre. Los dedos se abrieron, laxos, y el joven cayó de rodillas, levantando hacia Hal los acuosos ojos azules, como si estuviera al borde de las lágrimas.

Hal tironeó del pomo, pero el acero toledano permaneció adherido a la carne húmeda. Maatzuyker, con un jadeo agónico, alzó las manos mutiladas en ademán de súplica.

—Lo siento —susurró Hal, horrorizado. Y tiró otra vez de su espada. El holandés abrió la boca, gimiendo; un súbito borbotón de sangre brotó de sus labios pálidos, volcándose por la pechera de la chaqueta hasta salpicar las botas de Hal.

—¡Oh, Dios! —musitó el muchacho, mientras Maatzuyker se derrumbaba hacia atrás, con la hoja entre las costillas. Quedó petrificado por un momento, mientras el otro se ahogaba en su propia sangre. Luego oyó un grito salvaje entre los matorrales, a poca distancia.

Había sido descubierto por un soldado de uniforme verde. Se oyó el tronar de un mosquete; las municiones repiquetearon en el follaje, por sobre la cabeza de Hal, rebotando en el tronco de atrás. Eso lo galvanizó. Sabía desde un principio lo que debía hacer, aunque no hubiera podido decidirse. Por fin apoyó firmemente la bota en el pecho agitado de Maatzuyker y echó el cuerpo hacia atrás, contra la resistencia de la hoja atrapada. Tiró una vez y otra más, con todo su peso. A desgano, la espada se fue deslizando hasta quedar finalmente libre. Hal retrocedió, tambaleándose.

En cuanto recuperó el equilibrio saltó por sobre el cadáver de Maatzuyker, en el momento en que otro mosquete disparaba un siseo de municiones junto a su cabeza. Mientras el soldado que acababa de disparar manoteaba la petaca, tratando de recargar el arma, Hal corrió directamente hacia él. El mosquetero levantó la vista y, aterrorizado, dejó caer el arma vacía para echar a correr.

Por no usar otra vez la punta, Hal descargó la espada de costado contra el cuello del hombre, justo por debajo de la oreja. El filo penetró hasta el hueso, abriendo el costado como una boca sonriente. El hombre cayó sin un sonido. Pero en torno de él las matas bullían de uniformes verdes. El muchacho comprendió que debían de ser cientos. No se trataba de un grupo incursor, sino de un pequeño ejército que atacaba el campamento.

Oyó gritos de cólera y alarma. Una constante andanada de disparos, en general dirigidos al azar, castigó los matorrales a ambos lados, mientras él corría con toda su velocidad y su fuerza. En medio del estruendo Hal reconoció, por su potencia y su autoridad, una voz estentórea.

—¡Atrapad a ese hombre! —aullaba en holandés—. ¡No lo dejéis escapar! ¡Quiero a ese!

Hal echó un vistazo hacia el sitio de donde provenía y estuvo a punto de tropezar por la impresión: Cornelius Schreuder corría entre los árboles en dirección a él. El sombrero y la peluca salieron volando, pero las cintas y la banda de su rango eran doradas. La cabeza afeitada brillaba como cáscara de huevo. Tenía rápidos los pies, pese a su corpulencia, pero el miedo dio más velocidad a Hal.

—¡Esta vez no escaparás! —chilló Schreuder.

Hal, en un nuevo arranque de celeridad, en treinta pasos tuvo a la vista la empalizada del campamento. Estaba desierto. Comprendió que su padre y todos sus hombres, engañados por los cañonazos de los dos barcos, habrían bajado a la orilla de la laguna para operar las culebrinas instaladas allí.

—¡A las armas! —aulló mientras corría, con Schreuder apenas diez pasos más atrás—. ¡A mí, los del Resolution! ¡A vuestras espaldas!

Al irrumpir en el campamento vio, con enorme alivio, que Daniel y diez o doce marineros acudían precipitadamente desde la playa, respondiendo a su llamado. De inmediato giró hacia el holandés.

—Venid; pues —dijo. Y se puso en guardia. Pero Schreuder se detuvo en seco al ver que los hombres del Resolution venían hacia él. Comprendió que se había adelantado a sus tropas, dejándolas sin jefe, y ahora se veía superado en número de doce a uno.

—Has tenido suerte otra vez, cachorro —gruñó—. Pero antes que acabe el día volveremos a hablar, tú y yo.

Treinta pasos detrás de Hal, El Grandote se detuvo para levantar el mosquete, apuntándolo hacia Schreuder. En el momento en que retiraba el seguro, el coronel agachó la cabeza y giró sobre sus talones para adentrarse entre los árboles, convocando a gritos a sus mosqueteros, que se adelantaban en tropel.

—Maese Daniel —jadeó Hal—, el holandés viene con fuerzas numerosas. El bosque está lleno de hombres.

—¿Cuántos?

—Un centenar o más. ¡Allí! —señaló a la vanguardia de los atacantes, que acudió a la carrera, se detuvo para disparar y recargar las armas y tornó a correr.

—Peor aún, hay dos barcos de guerra en la bahía —le dijo Daniel—. Uno es el Gull; el otro, una fragata holandesa.

—Los vi desde la colina. —Hal había recobrado el aliento—. Nos superan en poder de fuego por delante y en número por detrás.

No podemos quedarnos aquí. En un minuto caerán sobre nosotros. Volvamos a la playa.

Los soldados de color que los seguían lanzaron un clamor de jauría al ver que Hal se retiraba precipitadamente con sus hombres. Las balas silbaron alrededor, levantando terrones de tierra húmeda junto a sus talones.

Por entre los árboles, Hal vio las barreras de tierra frente a los cañones y el banco de humo que se alejaba. Distinguió las cabezas de sus propios artilleros, que estaban recargando la culebrina. En la laguna, la majestuosa fragata holandesa se aproximaba a la costa, envuelta en su propia humareda de pólvora. Ante los ojos del muchacho viró para presentar el flanco y sus cañones volvieron a florecer en grandes destellos de fuego. Segundos después, sonó el tronar del cañoneo y la descarga aullante de la metralla pasó por sobre ellos.

Hal se agachó en el torbellino de aire, con un silbido en los tímpanos. Los proyectiles derribaron árboles enteros, lanzando sobre ellos una lluvia de ramas y hojas. Uno alcanzó de lleno a una de las culebrinas, arrancándola de su posición. Dos de los marineros del Resolution volaron por el aire.

—Padre, ¿dónde estáis? —Hal trató de hacerse oír en medio de ese pandemónium.

Y entre todo eso oyó la voz de Sir Francis.

—No abandonéis esos cañones, muchachos. Apuntad a las troneras de los holandeses. Que esos cabezas de queso prueben el ánimo inglés.

Hal saltó desde el parapeto para aterrizar junto a su padre y le sacudió un brazo.

—¿Dónde estabas, hijo? —Sir Francis lo miró de reojo, pero al ver la sangre que manchaba su ropa gruñó, sin esperar respuesta—: Toma el mando de los cañones del flanco izquierdo. Dirige tu fuego a…

Hal lo interrumpió precipitadamente.

—Las naves enemigas no hacen más que crear una distracción, padre. El verdadero peligro está en la retaguardia. El bosque hierve de soldados holandeses, cientos de ellos. —Señaló hacia atrás con la espada ensangrentada—. En un minuto caerán sobre nosotros.

Sir Francis no vaciló.

—Recorre la línea de cañones. Ordena que una de cada dos culebrinas sea apuntada hacia atrás y cargada de metralla. Los cañones de adelante continuar n disparando contra los barcos. Tú contén el fuego con los de atrás hasta que los atacantes de la retaguardia estén a quemarropa. Yo daré la orden de disparar. ¡Vete ya!

Mientras Hal salía del foso, Sir Francis se volvió hacia El Grandote.

—Reunid a vuestros hombres y a cualquier otro holgazán que podáis encontrar. Id a demorar el avance del enemigo contra nuestra retaguardia.

Hal corrió a lo largo de la línea, deteniéndose junto a cada emplazamiento para dar sus órdenes a gritos. El ruido de la andanada y los disparos hechos desde la playa eran ensordecedores y desconcertantes. Otro disparo de la fragata negra pasó sobre él como el viento demoníaco de un tifón, destrozando los árboles del bosque y abriendo un surco en la tierra, alrededor de él. Sacudió la cabeza para despejarse y prosiguió la carrera, esquivando el tronco de un árbol caído.

Según él iba dando aviso en cada emplazamiento, los artilleros comenzaron a girar las culebrinas hacia el lado opuesto, apuntándolas al bosque. Allí sonaban ya disparos de mosquete y gritos coléricos: Daniel y su pequeña banda de marineros estaban cargando contra las hordas que avanzaban desde el bosque.

Hal llegó al último emplazamiento de la línea y saltó al interior, junto a Aboli, que capitaneaba ese equipo de artilleros. El negro acercó la mecha encendida al agujero y la culebrina tronó. Mientras el humo maloliente se arremolinaba sobre ellos, Aboli se volvió hacia Hal con una gran sonrisa; su cara oscura estaba aún más entenebrecida por el hollín; tenía los ojos enrojecidos por el humo.

—¡Ah, no esperaba que pudieras arrancar tus raíces de entre las cañas de azúcar a tiempo para combatir! Temía tener que subir hasta la cueva para separarlos con una palanca de hierro.

—No sonreirás tanto cuando tengas una bala de mosquete en las plumas de la cola —le dijo Hal, ceñudo—. Estamos rodeados. Los bosques, ahí atrás, están llenos de holandeses. Daniel los está conteniendo, pero no será por mucho tiempo. Son cientos. Apunta este cañón hacia allí y cárgalo de metralla.

Mientras recargaban el cañón, Hal continuó dando sus órdenes.

—Tendremos tiempo para un solo disparo; luego atacaremos en medio del humo —dijo, mientras asentaba la carga con una vara larga.

En cuanto la sacó, un marinero levantó la pesada bolsa de lona, llena de municiones, y la introdujo por la boca. Hal la impulsó hacia la carga de pólvora. Luego se agacharon detrás del parapeto, a ambos lados del cañón, y miraron hacia los primeros árboles. Ya se oían gritos salvajes y un chocar de aceros: Daniel y sus hombres atacaron y retrocedieron ante el contraataque de los uniformes verdes. El fuego de los mosquetes repiqueteaba sin pausa, en tanto los hombres de Schreuder recargaban y corrían hacia adelante para volver a disparar.

Ya podían ver, por entre los árboles, a sus propios marineros que regresaban. Daniel se destacaba entre todos; traía a un herido cargado sobre el hombro y enarbolaba un chafarote en la otra mano. Los uniformes verdes estaban acosando al grupo.

—¡Preparaos! —ordenó Hal a los hombres que lo rodeaban. Agachados tras el parapeto, acercaron la mano a lanzas y alfanjes—. Aboli, no dispares hasta que Daniel haya salido de la línea de fuego.

De pronto Daniel dejó caer su carga y giró hacia atrás, para correr hacia donde los soldados enemigos eran más numerosos. Después de diseminarlos con grandes golpes de chafarote, volvió junto al marinero herido, se lo echó al hombro y continuó la marcha hacia donde se agazapaban los otros.

Hal echó un vistazo a la línea de cañones. Aunque los que apuntaban hacia la vanguardia continuaban disparando contra los barcos de la laguna, una de cada dos culebrinas apuntaba al bosque, esperando el momento de lanzar una tempestad de disparos contra la infantería que los atacaba.

—A tan poca distancia la metralla no se dispersará. Y ellos guardan distancias —murmuró Aboli.

—Schreuder los maneja bien —concordó Hal, ceñudo—. No podremos derribar a muchos con una sola descarga.

—¡Schreuder! —Aboli entornó los ojos—. No me habías dicho que era él.

—¡Allí está! —Hal señaló la alta silueta sin peluca que marchaba hacia ellos por entre los árboles, con la banda relumbrante y el mostacho erizado, instando a sus mosqueteros a avanzar.

Aboli gruñó:

—Ese es un demonio. Nos creará problemas. —Metió una barra de hierro bajo la culebrina para girarla unos pocos grados, tratando de apuntar al coronel—. Quédate quieto —imploró—, siquiera hasta que pueda dispararte.

Pero Schreuder iba y venía junto a sus filas. Ya estaba tan cerca que su voz llegó hasta Hal:

—¡Mantened la formación! Seguid avanzando. Ahora, tranquilos. No disparéis todavía.

Su dominio sobre ellos era evidente por el avance decidido, aunque mesurado. Debían de saber que los esperaba una hilera de cañones, pero avanzaban sin vacilación, sin disparar, por no malgastar el único proyectil que llevaban en el mosquete.

La distancia era ya tan corta que Hal podía distinguir las facciones de cada hombre. No ignoraba que la Compañía reclutaba la mayor parte de sus tropas en las colonias orientales; lo confirmaban los rostros asiáticos de muchos de esos soldados, que tenían ojos oscuros, almendrados, y la tez de un color ambarino intenso.

De pronto Hal cayó en la cuenta de que los dos barcos habían dejado de disparar. Al echar una mirada por sobre el hombro, vio que tanto la fragata negra como el Gull habían anclado a cien brazas de la playa, con los cañones silenciosos. Hal comprendió que Cumbrae y el capitán de la fragata habían acordado con Schreuder algún código de señales. Si ya no disparaban era por temor a hacer blanco en sus propios hombres.

"Eso nos da un respiro", pensó, mientras volvía a mirar hacia adelante.

El grupo de Daniel estaba muy disperso: habían perdido a la mitad y los sobrevivientes estaban obviamente exhaustos por la feroz escaramuza. Su marcha era errática; muchos apenas podían arrastrarse. Traían la camisa empapada de sudor y sangre. Uno a uno fueron dejándose caer por encima el parapeto y se tendieron, jadeantes, en el fondo de la zanja.

Sólo Daniel era infatigable. Después de pasar al herido por sobre el parapeto, entregándolo a los artilleros, habría vuelto a lanzarse contra el enemigo si Hal no se lo hubiera impedido.

—¡Vuelve aquí, loco! Vamos a ablandarlos con un poco de metralla. Después podrás echarte otra vez sobre ellos.

Aboli aún trataba de apuntar el cañón hacia la elusiva silueta de Schreuder.

—Vale por cincuenta de los otros —murmuró para sí, en su propio idioma.

Hal ya no le prestaba atención; trataba ansiosamente de divisar a su padre, que estaba en el otro extremo, para saber qué debía hacer.

—¡Por Dios, está permitiendo que se aproximen demasiado! —protestó—. Un disparo a mayor distancia habría dado a la metralla la posibilidad de diseminarse. Pero no voy a abrir fuego antes de que él dé la orden.

Oyó de nuevo la voz de Schreuder:

—¡Primera fila! ¡Preparaos para disparar!

Cincuenta hombres se dejaron caer de rodillas, bien frente al parapeto, y clavaron en el suelo la culata de los mosquetes.

—¡Estad preparados, vosotros! —avisó Hal a los marineros que se agrupaban en torno de él. Acababa de comprender porqué su padre demoraba la salva de culebrinas hasta ese momento: había estado esperando que los atacantes descargaran sus mosquetes; de ese modo estarían en una fugaz desventaja mientras intentaban recargar.

—¡Listos! —repitió Hal—. ¡Esperad que ellos disparen!

—¡Presentad armas! —La orden de Schreuder resonó en el súbito silencio—. ¡Apuntad!

La hilera de hombres arrodillados levantó los mosquetes, apuntándolos hacia el parapeto. El humo azul de las mechas de combustión lenta se arremolinó por sobre las cabezas; los soldados entornaron los ojos para apuntar en medio de la humareda.

—¡Bajad las cabezas! —chilló Hal.

Los marineros del emplazamiento se agacharon por debajo del parapeto, justo en el momento en que Schreuder rugía:

—¡Fuego!

La larga y desigual descarga de mosquetes repiqueteó a lo largo de la fila de hombres arrodillados. Las balas de plomo pasaron silbando por sobre las cabezas de los artilleros y se hundieron en la rampa de tierra. Hal se levantó de un brinco para mirar hacia el otro lado del emplazamiento. Vio a su padre subir de un salto al parapeto, blandiendo la espada. Aunque la distancia no le permitió oír su orden con claridad, el gesto era inconfundible.

—¡Fuego! —chilló a todo pulmón.

La línea de cañones vomitó una densa bocanada de humo, llamas y zumbante metralla, que atravesó las ralas filas de infantería holandesa a quemarropa.

Frente a Hal, un hombre con marcas de viruela fue alcanzado por toda la furia de la andanada y se desintegró en un estallido de sarga gris y carne rosada. La cabeza ascendió girando en el aire y, al caer a tierra, salió rodando como una pelota. Después de eso todo quedó oscurecido por la densa humareda. Aunque todavía le zumbaban los oídos por la atronadora descarga, Hal pudo oír los gritos y gemidos de los heridos, que resonaban en la maloliente bruma azul.

—¡Todos a la vez! —gritó Hal, en cuanto el humo empezó a despejarse—. ¡Vamos ahora con el acero, muchachos!

Las voces sonaban insignificantes tras la paralizante explosión de los cañones.

—¡Por Franky y el rey Carlos! —gritaron, abandonando a un tiempo los emplazamientos. Entre el refulgir de chafarotes y lanzas, abandonaron a un tiempo el parapeto para cargar contra las destrozadas hileras de uniformes verdes.

Hal encabezó el ataque, con Aboli a su izquierda y Daniel a su derecha. Por tácito acuerdo, aquellos dos gigantes, blanco uno, negro el otro, desplegaban sus alas protectoras sobre Hal, corriendo a toda velocidad para seguirle el paso.

Hal vio que sus malos presentimientos se habían cumplido plenamente. La descarga de metralla no había causado, entre la infantería holandesa, la devastación que se esperaba. La distancia había sido muy poca: las quinientas balas de plomo de cada culebrina habían pasado entre ellos como un solo proyectil de cañón. Los hombres alcanzados por la descarga estaban eliminados, pero por cada uno reducido a la nada quedaban cinco indemnes.

Esos sobrevivientes estaban aturdidos y desconcertados, con los ojos vidriosos y la cara inexpresiva. Casi todos permanecían arrodillados, parpadeando y sacudiendo la cabeza, sin hacer intento alguno por recargar los mosquetes vacíos.

—¡Atacad antes que se recuperen! —aulló Hal.

Los marineros que lo seguían lanzaron su grito con más vigor. Ante esa carga, los mosqueteros empezaron a recuperarse. Algunos se levantaron de un brinco, arrojando a un lado las armas vacías para desenvainar la espada. Uno o dos oficiales de menor graduación, que llevaban pistolas a la cintura, las sacaron para disparar desesperadamente contra los marineros que se lanzaban hacia ellos. Unos pocos giraron en redondo para huir entre los árboles, pero allí estaba Schreuder para rechazarlos:

—¡Regresad, hijos de perra! ¡Resistid como hombres!

Y ellos giraban para formarse en derredor del coronel.

En esa carga participaron todos los tripulantes del Resolution que estaban en condiciones de caminar. Hasta los heridos cojeaban detrás de los otros, lanzando vítores con tanto vigor como sus camaradas.

Las dos líneas se encontraron y de inmediato todo fue confusión. Las densas filas de atacantes se dividieron en pequeños grupos de combatientes. Los hombres, en derredor de Hal, maldecían y gritaban, atacándose a sablazos. Su existencia se cerró, convertida en un círculo de caras furiosas, aterrorizadas, y el estruendo de los aceros, casi todos embotados por la carnicería.

Un hombre de chaqueta verde le apuntó un lanzazo a la cara. Se agachó para esquivarlo y, con la mano izquierda, sujetó el asta por detrás de la cabeza. Cuando el mosquetero tiró hacia atrás, Hal aprovechó el impulso para lanzar su contraataque, dirigiendo la espada de Neptuno hacia el cuello amarillo; la punta se deslizó limpiamente. Cuando el hombre soltó la lanza, cayendo hacia atrás, el peso del cuerpo caído liberó la hoja.

Hal volvió a ponerse en guardia, buscando con la vista al siguiente adversario, pero el ataque de los marineros había barrido casi por completo con la fila de mosqueteros. Quedaban pocos de pie, todos rodeados por puñados de atacantes. Eso lo reanimó. Por primera vez desde que vio a las dos naves entrando en la laguna, sintió que cabía la posibilidad de ganar el combate. En esos últimos minutos habían quebrado el ataque principal. Ahora sólo restaba vérselas con los marineros de la fragata holandesa y con los del Gull, cuando trataran de desembarcar.

—¡Buen trabajo, muchachos! ¡Podemos hacerlos trizas! —gritó—. ¡Podemos lograrlo!

Los marineros que lo oyeron volvieron a lanzar sus hurras. Había una expresión de triunfo en cada uno de sus hombres, en tanto derribaban a los últimos chaquetas verdes. Aboli, riendo, cantaba uno de sus himnos de batalla paganos; su voz resonaba por encima del fragor, inspirando a todos los que lo oían. Lanzaron un hurra por él y por sí mismos, en un delirio de gozo por la facilidad de esa victoria.

La alta figura de Daniel se irguió a la derecha de Hal. Tenía la cara y los gruesos brazos salpicados de la sangre lanzada por parar las heridas de sus víctimas; con la boca bien abierta, reía con ferocidad mostrando los dientes cariados.

—¿Dónde está Schreuder? —chilló Hal.

Inmediatamente Daniel recobró la sobriedad y cerró bruscamente la boca, recorriendo con la mirada el campo de batalla que se iba aquietando ante las bocas de esos cincuenta mosquetes apuntados.

Fue el mismo Schreuder quien respondió inequívocamente a la pregunta de Hal. Un gemido de miedo y horror se elevó entre sus hombres. Nunca antes se habían enfrentado a tropas tan disciplinadas.

—¡Segunda ola! ¡Adelante! —bramó con energía. Estaba de pie en el límite del bosque, apenas a cien pasos de ellos. Hal, Aboli y Daniel echaron a andar hacia él, pero se detuvieron en seco: otra apretada columna de chaquetas verdes brotaba en torrente del bosque, detrás de Schreuder.

—Por Dios —susurró Hal, desesperado—. ¡No hemos liquidado ni a la mitad! Ese cretino mantenía la mayor parte en reserva.

—¡Son como doscientos! —Daniel sacudió la cabeza, incrédulo.

—¡Dividir columnas! —gritó Schreuder.

Y la infantería cambió su formación, abriéndose tras él de a tres en fondo, en filas exactamente espaciadas. El coronel los condujo al trote, con las armas en ristre. De pronto alzó la espada para detenerlos. Como demostración de esas palabras, la siguiente orden de Schreuder resonó muy cerca.

—¡Primera fila! ¡Preparaos para disparar!

Sus hombres clavaron una rodilla en tierra, mientras las otras dos filas permanecían inmóviles.

—¡Apuntad!

Una línea de mosquetes se elevó hacia los grupos de estupefactos marineros.

—¡Fuego!

Estalló la andanada, desde una distancia de cincuenta pasos.

Casi todos los disparos dieron en el blanco, barriendo con los hombres de Hal. Los tripulantes se tambaleaban y caían, alcanzados por las pesadas municiones de plomo.

Los ingleses retrocedieron, vacilantes. Se oyó un coro de gritos de dolor, miedo y cólera.

—¡A la carga! —gritó Hal—. ¡No os quedéis ahí para que os derriben! —Mostró en alto la espada de Neptuno—. ¡Adelante, muchachos! ¡A ellos!

A ambos lados, Daniel y Aboli avanzaron con él, pero los otros, en su mayoría, se demoraron. Comenzaban a entender que la lucha estaba perdida; muchos volvieron la mirada hacia la seguridad de los emplazamientos. Era una señal peligrosa: una vez que miraban por sobre el hombro, todo estaba perdido.

—¡Segunda fila! —gritó Schreuder—. ¡Preparaos para disparar!

Otros cincuenta mosqueteros se adelantaron con las armas cargadas y las mechas encendidas. Pasaron por entre los hombres arrodillados que acababan de disparar y avanzaron dos pasos más, con actitud enérgica, antes de arrodillarse.

—¡Montad armas!

Hasta Hal y los dos temerarios que lo flanqueaban vacilaron.

—¡Fuego! —Schreuder bajó la espada.

La andanada siguiente abatió a los vacilantes marineros. Hal agachó la cabeza: una bala había pasado tan cerca de su oreja que el viento le arrojó un rizo a los ojos.

Daniel a su lado exclamó:

—¡Me dieron!

Con una sacudida de marioneta, cayó sentado. La andanada había derribado a diez o doce hombres del Resolution y herido a otros tantos.

Hal se inclinó para ayudar a Daniel, pero el corpulento contramaestre gruñó:

—No te demores aquí, tonto. ¡Huye! Estamos derrotados y van a disparar otra vez.

—¡Tercera fila, presentad armas!

En derredor de ellos, los tripulantes del Resolution que aún estaban de pie rompieron filas y se diseminaron frente a la hilera de mosquetes, corriendo o tambaleándose hacia los emplazamientos de los cañones.

—Ayúdame, Aboli —gritó Hal.

El negro aferró a Daniel por el otro brazo y, entre los dos, lo pusieron de pie para retroceder hacia la playa.

—¡Fuego! —gritó Schreuder.

Al instante, sin necesidad de decirse una palabra, Hal y Aboli se arrojaron al suelo, arrastrando consigo a Daniel. El humo de la pólvora y la tercera andanada pasaron por sobre ellos. Inmediatamente se levantaron de un salto para correr hacia las fosas, llevando a Daniel.

—¿Estás herido? —preguntó Aboli al muchacho.

Éste sacudió la cabeza para ahorrar aliento. Pocos de los marineros estaban aún de pie. Sólo un puñado había llegado a la línea de cañones.

Continuaron la marcha, llevando a Daniel medio en vilo. Detrás de ellos se oyeron gritos jubilosos y los mosqueteros de verde se lanzaron hacia adelante, blandiendo las armas. Los tres llegaron a la fosa y bajaron con el compañero.

No había necesidad de preguntar por su herida, pues tenía todo el costado izquierdo rojo de sangre. Aboli se arrancó el pañuelo que le rodeaba la cabeza y formó una bola con él, para meterlo precipitadamente bajo la camisa de Daniel.

—Sostén eso contra la herida —le dijo—. Aprieta tanto como puedas.

Y lo dejó tendido en el fondo de la excavación para erguirse junto a Hal.

—¡Oh, Virgen santa! —susurró el muchacho, palideciendo de horror y furia ante lo que veía por sobre el parapeto—. ¡Mira lo que hacen esos carniceros!

En su vociferante avance, los chaquetas verdes sólo se detenían para clavar el arma en los marineros heridos que encontraban en el camino. Algunas de las víctimas se volvían boca arriba, levantando las manos para tratar de desviar la estocada, otros pedían misericordia a gritos y trataban de huir a la rastra Pero los mosqueteros corrían tras ellos, entre risas y gritos, a sablazos. La sanguinaria tarea se cumplió con celeridad, mientras Schreuder les ordenaba a gritos que cerraran filas y continuaran avanzando.

En ese momento de respiro, Sir Francis corrió agachado a lo largo de la línea y saltó dentro del foso, junto a su hijo.

—¡Estamos derrotados, padre! —dijo éste, desanimado. Recorrieron con una mirada a los muertos y heridos—. Ya hemos perdido a más de la mitad de los hombres.

—Hal tiene razón —concordó Aboli—. Esto se acabó. Debemos tratar de huir.

—¿Hacia dónde? —preguntó Sir Francis, con una sonrisa ceñuda—. ¿Hacia allí?

Señaló los botes que cruzaban la laguna hacia la playa, impulsados por remos de marineros enemigos deseosos de incorporarse al combate. Tanto la fragata como el Gull habían lanzado sus botes atestados de hombres. Se acercaban con los chafarotes desenvainados; el humo de las mechas encendidas azulaba el aire, dejando una estela por sobre la superficie del agua. Gritaban sus hurras con tanto salvajismo como los chaquetas verdes que se acercaban por el frente.

Cuando los primeros botes tocaron la playa, los hombres armados cruzaron a la carrera la estrecha franja de arena blanca, aullando de ardor, para tomar por asalto la línea de emplazamientos donde se acurrucaban, desconcertados, los sobrevivientes de la tripulación inglesa.

—No podemos esperar cuartel, muchachos —gritó Sir Francis—. Mirad lo que hacen esos paganos sanguinarios con quienes tratan de rendirse. —Señaló con la espada los cadáveres que sembraban el suelo, frente a los cañones—. ¡Un último hurra por el rey Carlos! ¡Caeremos combatiendo!

Las voces del pequeño grupo sonaron débiles y roncas de agotamiento. Una vez más, los hombres cruzaron trabajosamente el parapeto y se adelantaron para enfrentar la carga de doscientos mosqueteros frescos y anhelosos. Aboli iba doce pasos adelante y derribó con el acero al primer chaqueta verde que se le cruzó. Aunque la víctima cayó de inmediato, la hoja de Aboli se quebró a la altura del pomo. El negro la arrojó a un lado y se inclinó para recoger una lanza de entre las manos muertas de un inglés caído.

Con Hal y Sir Francis corriendo a su lado, hundió el asta de roble en el vientre de otro mosquetero, que se lanzaba hacia él con la espada en alto. La punta de acero lo traspasó por debajo de las costillas y salió por entre sus omóplatos. Mientras el hombre se debatía como un pez en el arpón, la pesada asta se partió en las manos de Aboli. El negro usó el cabo a manera de cachiporra contra un tercer mosquetero. Luego miró a su alrededor, sonriendo como una gárgola enloquecida.

Sir Francis se había trabado en combate con un sargento holandés, dando golpe por golpe, entre el resonar de las espadas.

Hal mató a un cabo con una limpia estocada al cuello y echó una mirada a Aboli.

—Los hombres de los botes caer n sobre nosotros dentro de un momento.

Se oían gritos salvajes en la retaguardia: eran los marineros enemigos, que habían invadido los emplazamientos de cañones y estaban liquidando a los pocos hombres escondidos allí. Hal y Aboli no se molestaron en mirar hacia atrás. Sabían que era el fin.

—Adiós, viejo amigo —jadeó el negro—. Fueron buenos tiempos. Ojalá hubieran durado más.

Hal no tuvo tiempo de responder, pues en ese momento una voz ronca dijo, en inglés:

—Hal Courtney, cachorro audaz, aquí es donde te abandona la suerte. —Cornelius Schreuder apartó a dos de sus hombres para enfrentarse con Hal—. ¡Tú y yo! —gritó.

Y atacó velozmente, adelantando el pie derecho en los rápidos pasos dobles del gran espadachín, recobrándose al instante de cada una de las embestidas con que hacía retroceder al muchacho.

Hal volvió a espantarse ante la potencia de esas estocadas.

Necesitaba de toda su habilidad y de toda su energía para detenerlas. El acero toledano de su espada resonaba agudamente bajo los poderosos golpes. Desesperado, comprendió que no tenía esperanzas de resistir ante esa fuerza magistral.

Los ojos azules de Schreuder eran fríos e inmisericordes. Se anticipaba a cada uno de sus movimientos y le presentaba una muralla de acero centelleante; cuando él intentó una estocada el coronel le desvió la espada con un golpe y volvió a avanzar implacable.

Sir Francis, absorbido por su propio duelo, no había visto el mortal aprieto de su hijo. Aboli sólo tenía en la mano el cabo del asta; no era arma con la cual pudiera enfrentar a un hombre como Cornelius Schreuder. Y Hal, ya agotada su fuerza inmadura por los esfuerzos anteriores, se iba marchitando visiblemente ante la abrumadora potencia de esos ataques.

Por la expresión de Schreuder, Aboli comprendió que se preparaba para lanzar el golpe de muerte. Era seguro e inevitable, pues Hal no podría resistir el rayo que estaba listo para arrojarse contra él.

Se movió con la celeridad de la cobra negra, antes que el coronel pudiera efectuar su estocada final. Corrió a ponerse detrás de Hal, con el trozo de roble en alto, y derribó al muchacho con un fuerte golpe en la sien.

Schreuder quedó estupefacto al ver que su víctima caía al suelo, sin sentido, justo cuando él estaba a punto de aplicarle la estocada mortal. Aboli aprovechó su vacilación para dejar caer el trozo de asta y se plantó protectoramente ante el cuerpo inerte de Hal.

—No podéis matar a un hombre caído, coronel. No sería honorable para un oficial holandés.

—¡Negro del demonio! —rugió Schreuder, frustrado—. Si no puedo matar al cachorro, al menos puedo matarte a ti.

Aboli le mostró las manos vacías, alzando las palmas claras hacia él.

—Estoy desarmado —dijo suavemente.

—No mataría a un cristiano desarmado —tronó Schreuder—, pero tú eres un animal sin dios.

Y llevó la espada hacia atrás, dirigiendo la punta hacia el pecho del negro, allí donde los músculos brillaban de sudor bajo el Sol. Sir Francis Courtney se interpuso ágilmente, sin prestar atención al acero.

—Pero yo soy un caballero cristiano, coronel —dijo serenamente—. Mis hombres y yo nos rendimos, encomendándonos a vuestra gracia.

Invirtiendo su propia espada, ofreció el pomo a Schreuder.

El holandés le clavó una mirada furiosa, enmudecido por la frustración. En vez de aceptar la espada de Sir Francis, le apoyó la punta de la suya contra el cuello, presionando apenas.

—Apartaos, por Dios, si no queréis que os atraviese, cristiano o pagano.

Los nudillos de la mano derecha se pusieron blancos en la empuñadura del arma: se preparaba para cumplir con su amenaza. Pero otra voz lo hizo vacilar:

—Caramba, coronel. Detesto interferir en cuestiones de honor, pero si matáis a Franky Courtney, mi hermano del alma, ¿quién nos guiar hasta el tesoro de vuestro hermoso galeón, el Standvastigheid?

Schreuder desvió la mirada hacia la cara de Cumbrae, que se acercaba a grandes pasos; su gran espada escocesa traía vetas de sangre.

—¿La carga? —se extrañó—. Hemos capturado el nido de este pirata. Aquí encontraremos el tesoro.

—No estéis tan seguro. —El Aguilucho meneó tristemente su poblada barba roja—. Conozco bien a mi querido hermano en Cristo. Franky ha de haber escondido la mayor parte en algún lugar. —Sus ojos centelleaban de codicia por debajo del gorro—. No, coronel. Tendréis que dejarlo con vida, al menos hasta que hayamos podido recompensarnos con un puñado de monedas de plata por haber hecho la buena obra de hoy.

Al recobrar la conciencia, Hal vio a su padre arrodillado junto a él y susurró:

—¿Qué pasó, padre? ¿Vencimos?

Sir Francis meneó la cabeza sin mirarlo a los ojos, mientras le limpiaba con cariño el sudor y el hollín de la cara, usando una tira de tela sucia, arrancada al borde de su propia camisa.

—No, Hal, no vencimos.

El muchacho miró más allá y recordó todo. Vio que apenas habían sobrevivido unos pocos tripulantes del Resolution. Se amontonaban alrededor de él, custodiados por chaquetas verdes con mosquetes cargados. Los otros estaban dispersos allí donde habían caído, frente a los cañones o cruzados sobre el parapeto. Aboli atendía a Daniel, vendándole la herida del pecho con su pañuelo rojo. El Grandote estaba sentado y parecía algo repuesto, aunque obviamente había perdido mucha sangre; bajo la mugre de la batalla, su rostro estaba blanco como las cenizas de la fogata apagada.

Hal volvió la cabeza. Lord Cumbrae y el coronel Schreuder, a poca distancia, conversaban animadamente. Por fin el Aguilucho se apartó para ordenar a gritos, a uno de sus hombres:

—¡Geordie, traed del Gull las cadenas para esclavos! No queremos que el capitán Courtney vuelva a abandonarnos.

El marinero corrió a la playa, mientras el Aguilucho y el coronel se acercaban a los prisioneros, que permanecían encuclillas ante los mosquetes de sus guardianes.

—Capitán Courtney —dijo Schreuder, dirigiéndose ominosamente a Sir Francis—. Os arresto, a vos y a vuestra tripulación, bajo acusación de piratería en alta mar. Seréis llevado a Buena Esperanza y sometido a juicio por esos cargos.

—Protesto, señor. —Sir Francis se levantó con dignidad—. Exijo que tratéis a mis hombres con la consideración debida a prisioneros de guerra.

—No hay guerra alguna, capitán —le informó el holandés, glacial—. Las hostilidades entre la República de Holanda y Gran bretaña cesaron bajo tratado hace algunos meses.

Sir Francis lo miró, estupefacto.

—Ignoraba que se hubiera firmado la paz —dijo al fin—. Actué de buena fe. De cualquier modo, navegaba por mandato de Su Majestad Británica.

—En nuestro encuentro anterior mencionasteis esa carta de contramarca. ¿Me consideraríais presuntuoso si pidiera ver ese documento?

—La orden de su Majestad está en el arcón que tengo en mi choza. —Sir Francis señaló hacia la empalizada, en cuyo interior muchas de las viviendas habían sido destruidas por el fuego de los cañones—. Os lo traeré, si me permitís.

—No os molestéis, Franky, viejo amigo. —El Aguilucho le dio una palmada en el hombro—. Yo lo traeré.

Marchó a grandes pasos hacia la choza que Sir Francis había señalado y agachó la cabeza para cruzar el bajo dintel. Schreuder giró nuevamente hacia el prisionero.

—¿Dónde tenéis a vuestros rehenes, señor? El gobernador van de Velde y su pobre esposa, ¿dónde están?

—El gobernador ha de estar todavía en su empalizada, con los otros rehenes, la esposa y el capitán del galeón. No lo he visto desde que comenzó el combate.

Hal se levantó, trémulo y apretándose el trapo contra la cabeza.

—La esposa del gobernador se ha refugiado en una cueva de la colina. Por allí.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Schreuder, áspero.

—Por su propia seguridad, yo mismo la conduje hasta allí —explicó Hal con audacia, evitando la mirada severa de su padre—. Volvía de la cueva cuando tropecé con vos en el bosque, coronel.

Schreuder miró hacia la ladera, indeciso entre el deber y el deseo de volar en ayuda de la mujer cuyo rescate era, cuando menos para él, el objetivo principal de esa expedición. Pero en ese momento el Aguilucho salió de la choza, trayendo un rollo de pergamino atado con una cinta escarlata de la que pendía el sello real de lacre rojo.

Sir Francis sonrió con satisfacción y alivio.

—Ahí lo tenéis, coronel. Exijo que nos tratéis, a mí y a mi tripulación, como a honorables prisioneros capturados en un limpio combate.

Antes de llegar hasta donde estaban, el escocés se detuvo para desenrollar el pergamino. Lo sostuvo a la distancia del brazo, mostrando a todos la ornamentada escritura hecha en tinta negra. Por fin llamó con un gesto de cabeza a uno de sus marineros. Tomando de sus manos la pistola cargada, sopló sobre la mecha encendida y, dedicando una gran sonrisa a Sir Francis, aplicó la llama al pie del documento.

Sir Francis, horrorizado, vio que el pergamino comenzaba a rizarse y a ennegrecer, en tanto la pálida llama amarilla iba trepando por él.

—¡Por Dios, Cumbrae, maldito traidor!

Quiso dar un paso adelante, pero Schreuder le apoyó la punta de la espada contra el pecho.

—Me daría un inmenso placer hundirla hasta el fondo —murmuró—. Por vuestro propio bien, señor, no pongáis a prueba mi paciencia.

—¡Pero ese cerdo está quemando mi nombramiento!

Yo no veo nada —dijo Schreuder, volviendo deliberadamente la espalda al Aguilucho—. Sólo un notorio pirata que está ante mí, con la sangre de hombres inocentes aún caliente en sus manos.

Cumbrae contemplaba la llama con una gran sonrisa en la barba rojiza. Pasó la hoja crepitante de mano en mano, haciéndola girar para que se consumiera por completo.

—Os he escuchado hacer jactancia de vuestro honor, caballero. —Sir Francis volvió hacia Schreuder una mirada encendida—. Al parecer, era un bien ilusorio.

—¿Honor? —El coronel sonrió con frialdad—. ¿Oigo a un pirata hablando de honor? No puede ser. Sin duda me engañan los oídos.

Cumbrae dejó que las llamas le tocaran la punta de los dedos antes de soltar el último fragmento ennegrecido a tierra; luego pisoteó las cenizas hasta hacerlas polvo. Por fin se acercó a Schreuder.

—Temo que Franky nos ha hecho otra de sus jugadas. No puedo hallar ninguna carta de contramarca firmada por la mano real.

—Ya lo sospechaba. —Schreuder envainó la espada—. Dejo a los prisioneros a vuestro cargo, milord Cumbrae. He de atender al bienestar de los rehenes. —Echó una mirada a Hal—. Me llevarás inmediatamente al sitio donde dejaste a la esposa del gobernador. —Se volvió hacia el sargento holandés que esperaba a su lado—. Atadle las manos a la espalda y ponedle una soga al cuello. Llevadlo con traílla, como a cachorro mestizo que es.

El coronel Schreuder demoró la expedición de rescate mientras se efectuaba la búsqueda de su peluca perdida. La vanidad no le permitía presentarse ante Katinka en semejante desaliño. La encontraron caída en el bosque, donde la había perdido al perseguir a Hal; estaba cubierta de tierra húmeda y hojas marchitas, pero Schreuder la sacudió contra el muslo y, después de reacomodar los rizos con esmero, se la puso en la cabeza. Así restauradas su belleza y su dignidad, hizo un gesto al muchacho:

—¡Muéstranos el camino!

Cuando llegaron a la terraza donde se abría la entrada a la cueva, Hal estaba convertido en un objeto patético. Tenía las manos amarradas a la espalda y una soga al cuello, la cara ennegrecida por el polvo y el humo, la ropa desgarrada y manchada de sangre diluida en su propio sudor. Pese al agotamiento y la aflicción, estaba preocupado por Katinka; sintió un estremecimiento de alarma al entrar en la cueva.

No había señales de ella. "Si algo le ha sucedido no podré vivir", pensó. Pero dijo en voz alta a Schreuder:

—Dejé aquí a Mevrouw van de Velde. No puede haberle sucedido nada malo.

—Por tu bien espero que así sea. —La amenaza era tanto más aterrorizante por haber sido pronunciada tan quedo. Luego Schreuder elevó la voz—. ¡Mevrouw van de Velde! —llamó—. Estáis a salvo, señora. Es el coronel Schreuder quien viene a rescataros.

Las enredaderas que velaban la entrada a la cueva susurraron apenas. Katinka salió tímidamente de entre ellas, con los enormes ojos violáceos desbordantes de lágrimas, demudada y trágica, lo cual aumentaba su atractivo.

—¡Oh! —exclamó, ahogada de emoción. Y alargó las manos hacia Cornelius Schreuder en un gesto dramático—. ¡Habéis venido! ¡Cumplisteis vuestra promesa! —Corriendo hacia él, se empinó en puntas de pies para echarle los brazos al cuello—. ¡Estaba segura! Estaba segura de que jamás permitiríais que fuera humillada y vejada por estos horribles criminales.

Por un momento Schreuder quedó desconcertado por esa reacción; luego la envolvió en sus brazos para ampararla y consolarla, mientras Katinka sollozaba contra sus condecoraciones y sus bandas.

—Si os han hecho sufrir la más leve afrenta, juro que la vengaré cien veces.

—Mi odisea ha sido inenarrable —gimió ella.

—¡Este! —Schreuder miraba a Hal—. ¿Este es uno de los que os maltrató?

Ella miró al muchacho de soslayo, con la mejilla aún apretada contra el pecho de Schreuder. Entornó cruelmente los ojos; una sonrisita sádica torció sus apetitosos labios.

—Era el peor de todos —sollozó—. No puedo repetiros las cosas repugnantes que me decía, cómo me ha acosado y humillado. —Se le quebró la voz—. Sólo agradezco a Dios que me haya dado fuerzas para resistir contra la porfía de ese hombre.

Schreuder pareció hincharse con la potencia de su furia. Apartó suavemente a Katinka para volverse hacia Hal, cerrando el brazo derecho, y lo golpeó con fuerza contra el costado de la cabeza. El joven, tomado por sorpresa, se tambaleó hacia atrás. El coronel lo siguió deprisa; el golpe siguiente alcanzó a Hal en la boca del estómago, arrancándole el aire de los pulmones y doblándolo por la mitad.

—¿Cómo te atreves a insultar y maltratar a una dama de alcurnia? —Schreuder temblaba de furia. Había perdido todo control sobre su temperamento.

El muchacho, con la frente casi contra las rodillas, hacía penosos intentos por respirar. Schreuder le dirigió un puntapié a la cara, pero Hal lo vio venir y apartó la cabeza. La bota le rozó el hombro, arrojándolo hacia atrás.

El holandés hervía de furia.

—No eres digno de lamer las suelas de esta señora.

Se preparó para golpear otra vez, pero Hal fue demasiado rápido. Aunque tenía las manos atadas a la espalda, se adelantó para enfrentarse a él y le apuntó una patada a la entrepierna pero las ligaduras le restaron potencia.

Para Schreuder fue mayor la sorpresa que el dolor.

—¡Por Dios, cachorro, que has llegado demasiado lejos!

El muchacho aún no había recobrado el equilibrio; el golpe siguiente lo derrumbó. El holandés se ensañó con él, golpeándole con las botas el cuerpo acurrucado. Hal lanzó un gruñido y rodó sobre sí, tratando desesperadamente de evitar la andanada de puntapiés.

—¡Sí, eso es! —Katinka trinaba de entusiasmo—. Castigadlo por lo que me ha hecho —azuzaba a Schreuder, impulsando su carácter violento hasta el límite—. Hacedlo sufrir como yo he sufrido.

En el fondo, Hal sabía que ella estaba obligada a rechazarlo delante de ese hombre; a pesar del dolor, la perdonó. Se dobló en dos para proteger sus partes más vulnerables, recibiendo la mayor parte de los golpes en los hombros y los muslos, pero no pudo evitarlos a todos. Uno lo alcanzó en el costado de la boca y la sangre le goteó por el mentón. Al verla, Katinka rompió en pequeños chillidos y palmoteos.

—¡Lo odio! ¡Hacedle daño, sí! ¡Destrozad esa cara bonita e insolente!

Pero la sangre pareció devolver a Schreuder el buen tino. Con obvio esfuerzo, dominó su mal genio y dio un paso atrás, respirando pesadamente, aún estremecido de ira.

—Esto es sólo una muestra de lo que le espera. Creedme, Mevrouw, que cuando lleguemos a Buena Esperanza pagar esto muy caro. —Se volvió hacia ella con una reverencia—. Permitidme, por favor, que os ponga a salvo en el barco que aguarda en la bahía.

Katinka, con una pequeña exclamación, se tocó los suaves labios rosados.

—Oh, coronel, temo que voy a desmayarme.

Viendo que se tambaleaba, Schreuder acudió a sostenerla. Ella se reclinó contra él.

—No creo que las piernas puedan llevarme.

Él la alzó en brazos e inició el descenso de la colina cargándola sin dificultad. Katinka se aferraba a él como si fuera un niño al que llevan a la cama.

—¡Sígueme, carne de patíbulo! —El sargento levantó a Hal tirando de la soga que le ceñía el cuello, y lo condujo hacia el campamento, aún sangrando—. Te habría convenido más que el coronel terminara contigo aquí mismo. El verdugo de Buena Esperanza es famoso. Es un artista, es. —Tiró con fuerza de la cuerda—. Contigo va a divertirse, te lo aseguro.

Una pinaza trajo las cadenas hasta la playa, donde los sobrevivientes del Resolution, tanto los heridos como los indemnes, esperaban en cuclillas bajo el sol ardiente.

Llevaron el primer juego a Sir Francis.

—¡Qué gusto volver a veros, capitán! —El marino que traía los grillos se plantó ante él—. He pensado en vos todos los días, desde nuestro último encuentro.

—Yo, por el contrario, no he vuelto a acordarme de vos, Sam Bowles. —Sir Francis apenas lo miraba, pero había desdén en su voz.

—Ahora me llaman contramaestre Sam Bowles. Su Señoría me ha ascendido —corrigió Sam, con una sonrisa insolente.

—Espero que el Aguilucho disfrute de su nuevo contramaestre. Dios los cría y ellos se juntan.

—Alargad las manos, capitán. Veamos si lucís tan encumbrado con estos brazaletes de hierro —se jactó Sam Bowles—. Por Dios, no imagináis el placer que me da esto.

Le cerró los grilletes en torno de muñecas y tobillos, usando la llave para ceñirlos hasta que se le clavaron en la carne.

—Espero que esto os caiga tan bien como esa lujosa capa vuestra. —Dio un paso atrás para escupirle a la cara y rompió en una carcajada—. Os prometo solemnemente que, el día en que os arricen los velachos, yo estaré allí para desearos buen viaje. ¿De qué modo creéis que os despacharán? ¿Será la hoguera o la horca con descuartizamiento?

Sam, riendo otra vez, pasó a ocuparse de Hal.

—Buenos días, joven maese Henry. Es vuestro humilde servidor, el contramaestre Sam Bowles, quien viene a atenderos.

—Durante el combate no vi por ninguna parte tu cobarde pellejo —comentó Hal, en voz baja—. ¿Dónde te habías escondido, esta vez?

Sam, enrojeciendo, lanzó en arco las pesadas cadenas contra la cabeza del muchacho. Hal, recuperándose, lo miró fríamente a los ojos. El marinero iba a golpearlo otra vez, pero una manaza negra se alargó para sujetarle la muñeca. Al bajar la vista se encontró con los ojos turbios de Aboli, que estaba sentado en cuclillas junto al joven. No dijo una palabra, pero Sam Bowles detuvo el golpe. Sin poder sostener esa mirada asesina, desvió la cara y se arrodilló apresuradamente para sujetar las cadenas a los miembros de Hal.

Luego se levantó para continuar con Aboli, que lo observó con la misma inexpresividad en tanto él le atornillaba apresuradamente los grilletes. Después pasó a Daniel, que estaba tendido en el suelo. El Grandote hizo una mueca, pero no pronunció palabra mientras Sam Bowles le tironeaba brutalmente de los brazos. La herida de bala, que había dejado de sangrar, se abrió nuevamente con ese rudo trato y empezó a manar sangre acuosa por debajo del pañuelo rojo que Aboli había empleado para vendarla. La sangre goteó desde el pecho hasta la arena.

Cuando todos estuvieron engrillados a una misma cadena, se les ordenó ponerse de pie y marchar hacia uno de los árboles más grandes. Hal y Aboli llevaban a Daniel medio en vilo. Una vez más, se los obligó a sentarse; pasaron el extremo de la cadena alrededor del tronco y se la sujetó con dos pesados candados de hierro.

Los sobrevivientes del Resolution eran sólo veintiséis. Entre éstos había cuatro ex esclavos, de los cuales Aboli era uno. Casi todos tenían cuando menos una herida leve, pero cuatro de ellos, incluido Daniel, estaban gravemente heridos y corrían peligro de muerte.

Ned Tyler había recibido un profundo corte de chafarote en el muslo. Hal y Aboli, pese al estorbo de las esposas, se lo vendaron con otra tira de trapo, que arrancaron a la camisa de uno de los muertos que sembraban el campo de batalla, como restos de un naufragio en la playa barrida por el viento.

Varios grupos de mosqueteros de uniforme verde, bajo las órdenes de los sargentos holandeses, estaban recogiendo los cadáveres. Los arrastraban por los talones hasta un claro entre los árboles, donde los desnudaban para quitarles las monedas de plata y los otros objetos de valor que les hubieran correspondido tras la captura del Standvastigheid.

Dos oficiales de menor graduación revisaban minuciosamente la ropa descartada, desgarrando las costuras y arrancando la suela de las botas. Otros tres hombres, arremangados y con los dedos untados de grasa, hurgaban en los orificios corporales de los cadáveres, buscando cualquier cosa de valor que pudiera estar oculta en esos escondrijos tradicionales.

El botín recobrado se arrojaba a un tonel vacío; un sargento blanco montaba guardia junto a él, con una pistola cargada, en tanto se iba llenando lentamente de un rico botín. Cuando el macabro terceto concluía con los cadáveres desnudos, otro grupo se los llevaba para arrojarlos a las altas piras funerarias. Las llamas, alimentadas por troncos secos, alcanzaron tal altura que marchitaron las hojas de los árboles en derredor del claro. El humo de la carne chamuscada tenía un olor dulce y nauseabundo, como el de la grasa de cerdo al quemarse.

Mientras tanto, Schreuder y Cumbrae, asistidos por Limberger, el capitán del galeón, hacían inventario de los barriles de especias; aplicados como cobradores de impuestos, verificaban el contenido y el peso de los bienes recuperados, comparándolos con el manifiesto original de la nave y haciendo anotaciones en los toneles con tiza blanca.

Cuando hubieron completado sus listas, otros grupos de marineros hicieron rodar los grandes barriles hasta la playa, para cargarlos en la más grande de las pinazas y llevarlos hasta el galeón, que permanecía anclado en el canal, con su nuevo palo mayor y su aparejo renovado. El trabajo continuó durante toda la noche, a la luz de las lámparas, las hogueras y las llamas amarillas de las piras crematorias.