Desde la llegada a la laguna se había enviado a tierra un grupo encargado de quemar leña y lixiviar las cenizas para obtener lejía; Sir Francis hizo que Aboli fuera al bosque en busca de ciertas hierbas usadas por su tribu para mantener las chozas libres de esos detestables par sitos. Ahora un grupo de marineros aguardaban en el castillo de proa, armados con baldes de esa sustancia cáustica.

—Quiero que restreguéis cada grieta, cada juntura del casco, pero tened cuidado —les advirtió Sir Francis—. Ese fluido corrosivo quema la piel hasta desprenderla de las manos…

Se interrumpió abruptamente. A bordo, todas las cabezas giraron hacia los distantes promontorios rocosos; los hombres que estaban en la playa interrumpieron lo que estaban haciendo para escuchar.

El tronar seco de un cañón levantó ecos en los acantilados, ala entrada de la laguna, y reverberó en las aguas tranquilas de la ancha bahía.

—Es la señal de alarma del vigía apostado en los promontorios, capitán —gritó Ned Tyler, señalando una nube de humo blanco, aún suspendida sobre uno de los emplazamientos que custodiaban la entrada. Ante la vista de todos, una diminuta bola negra voló hasta lo alto del mástil improvisado en la cima del oeste y se desplegó en una roja cola de golondrina. Era la señal de alarma general; sólo podía significar que había un barco extraño a la vista.

—¡Llamad a los puestos de combate, maese Daniel! —ordenó Sir Francis, seco—. Abrid los cajones de armas y distribuidlas entre la tripulación. Voy a cruzar hacia la entrada. Necesito cuatro hombres para los remos de la lancha; que el resto asuma sus puestos de combate en tierra.

Aunque se mantenía inexpresivo, interiormente estaba furioso por haberse dejado sorprender así, con los mástiles retirados y todos los cañones fuera del casco. Se volvió hacia Ned Tyler.

—Quiero que los prisioneros sean llevados a tierra y puestos bajo estrictísima vigilancia, bien lejos de la playa. Si se enteran de que hay un barco extraño frente a la costa, tal vez intenten algo para llamar la atención.

Oliver subió precipitadamente, trayendo al brazo el manto de Sir Francis. Se lo extendió sobre los hombros, mientras él terminaba de dar sus órdenes. Luego Sir Francis giró para marchar hacia la lancha. Hal esperaba allí, donde su padre no pudiera ignorarlo, con el temor de que no le ordenara acompañarlo.

—Muy bien —le espetó el caballero—. Ven conmigo. Tal vez me haga falta esa vista tuya.

Y Hal se deslizó por el cabo de amarre, para soltarlo en cuanto su padre estuvo a bordo.

—¡Remad hasta reventar las tripas! —ordenó Sir Francis a los hombres.

El bote se deslizó a través de la laguna. El capitán saltó por sobre la borda para vadear hacia la costa, bajo el acantilado, con el agua chapoteando por encima de sus botas. Hal tuvo que correr para alcanzarlo en el camino de los elefantes.

Lo siguieron hasta arriba, noventa metros por encima de la laguna, con el panorama abierto del océano. Aunque el viento que los castigaba a esa altura había agitado el mar, llenándolo de olas rompientes, la vista aguda del muchacho distinguió unas motas más brillantes que persistían entre la espuma efímera, aun antes de que el vigía pudiera señalárselas. Sir Francis miró por el telescopio.

—¿Qué ves allí? —preguntó a Hal.

—Hay dos barcos.

—Sólo veo uno… ¡No, espera! Tienes razón. Hay otro algo hacia el este. ¿Te parece que es una fragata?

—Dos mástiles. —Hal echó sombra sobre sus ojos—. A toda vela. Sí, creo que es una fragata. El otro navío está demasiado lejos; no reconozco su tipo. —Apenado por tener que admitirlo, forzó la vista para distinguir algún detalle—. Los dos están directamente frente a nosotros.

—Si van hacia Buena Esperanza tendrán que virar muy pronto —murmuró sir Francis, sin bajar el telescopio.

Siguieron observando con ansiedad.

—Podría ser un par de barcos mercantes holandeses que fueran hacia Occidente —arriesgó Hal, esperanzado.

—En ese caso ¿por qué se acercan tanto a una costa de sotavento? —objetó Sir Francis—. No, me parece que vienen directamente hacia la entrada. —Cerró bruscamente el telescopio—. ¡Acompáñame! —Y descendió al trote hacia la lancha falúa que aguardaba en la playa—. Maese Daniel, remad hasta las baterías del otro lado y tomad el mando allí. No abráis fuego mientras yo no lo haga.

Siguieron con la vista su rápido cruce de la laguna; los hombres de Daniel la arrastraron hasta una estrecha caleta, donde quedó fuera de la vista. Luego Sir Francis marchó a lo largo de los emplazamientos de artillería y dio varias órdenes secas a los hombres que estaban apostados junto a las culebrinas, con las mechas de combustión lenta.

—En cuanto yo dé la orden, disparad sobre el primer barco. Una salva de proyectiles redondos. Apuntad a la línea de flotación. Luego cargad balas encadenadas y derribad los aparejos. Si pierden la mitad del velamen no tratar ñ de maniobrar en estos canales estrechos.

Subió de un salto al parapeto del emplazamiento y se quedó mirando el mar a través de la angosta entrada, pero los acantilados rocosos aún ocultaban a la vista los navíos que se aproximaban.

De pronto, desde el oeste de los promontorios surgió un barco, con todo el velamen desplegado. Estaba apenas a tres kilómetros de la costa; ante la mirada consternada del grupo, alteró el curso para dirigirse directamente hacia la entrada.

—Tienen los cañones afuera, de modo que están buscando pelea —observó lúgubremente Sir Francis, mientras bajaba del muro—. ¡Se la daremos, muchachos!

—No, padre —exclamó Hal—. Conozco ese barco.

—¿Quién…? —Pero Sir Francis recibió la respuesta antes que pudiera completar la pregunta: en el palo mayor se desplegó un largo estandarte terminado en dos puntas, escarlata y blanco níveo.

—¡La cruz patada! —anunció Hal—. Es el Gull of Moray. ¡Es Lord Cumbrae, padre!

—Por Dios que sí. ¿Cómo supo ese carnicero barbirrojo que estábamos aquí?

—¡Padre! —volvió a gritar Hal—. ¡Mirad allí! En las arraigadas. Reconocería esa cara burlona de canalla en cualquier parte. Por eso saben. Él los trajo hasta aquí.

Sir Francis miró por su catalejo.

—¡Sam Bowles! Parece que ni siquiera los tiburones tuvieron estómago para tragar esa carroña. Tendría que haber dejado que sus compañeros se ocuparan de él.

Tras la popa del Gull of Moray apareció un barco extraño que también alteró su curso, siguiendo al Aguilucho hacia la entrada.

—A ése también lo conozco —gritó Hal contra el viento—. ¡Vamos! Hasta puedo reconocer el mascarón de proa. Es el Goddess (Diosa). No conozco otro barco en este océano con una Venus desnuda en su proa.

—El capitán Richard Lister, sí —concordó Sir Francis—. Me siento más tranquilo teniéndolo aquí. Es un buen hombre… aunque Dios sabe que en ninguno de los dos confío del todo.

Al acercarse por el canal, dejando atrás los cañones, el Aguilucho debió ver el punto de color que formaba el manto de Sir Francis contra las rocas cubiertas de líquenes, pues bajó y volvió a subir el estandarte a manera de saludo.

Sir Francis respondió levantando el sombrero, pero gruñó entre dientes:

—Preferiría saludarte con un ramillete de metralla, escocés cretino. Has olfateado el botín, ¿no? Vienes a implorar o robar, ¿verdad?

El Gull pasó lentamente, arrizando progresivamente las velas según se adentraba en la laguna. El Goddess lo seguía a cautelosa distancia, luciendo también la cruz patada en el palo mayor, junto con la cruz de San Jorge y la bandera británica. Richard Lister también era caballero de la Orden. Su menuda silueta apareció en el alcázar; se acercó a la barandilla para gritar algo que el viento no permitió oír.

—Extraños compañeros tienes, Richard. —Aunque el galés no podía oírlo, Sir Francis agitó el sombrero a modo de respuesta. Con Lister había capturado el Heerlycke Nacht y ambos habían compartido amistosamente el botín. También habría debido estar con él y con el Aguilucho en esos horribles meses de bloqueo, frente al Cabo de las Agujas, pero había faltado a la cita en Port Louis, en la isla de Mauricio. Después de esperarlo por todo un mes, Sir Francis cedió a las exigencias del Aguilucho y ordenó hacerse a la mar sin él.

—Bueno, será mejor que pongamos a mal tiempo buena cara y vayamos a saludar a estos inesperados huéspedes —dijo Sir Francis a Hal.

Mientras bajaban a la playa, Daniel cruzó el canal con la lancha. Remaron por la laguna, en tanto las dos naves recién llegadas anclaban en el canal principal. El Gull of Moray estaba apenas a ochocientos metros del Resolution, hacia proa. Sir Francis ordenó a Daniel que timoneara directamente hacia el Diosa. Richard Lister los estaba esperando para saludarlos.

—¡Por las llamas del infierno, Franky! Me enteré de que habíais quitado un buen botín a los holandeses. Ahora veo que lo tenéis anclado allí —dijo, estrechando la mano a Sir Francis.

No le llegaba siquiera al hombro, pero su apretón era potente. Después de olfatear el aire con la gran campana rojiza que tenía por nariz, añadió con su cadencia celta:

—Y me parece oler a especias. ¡Cómo me maldigo por no haberos encontrado en Port Louis!

—¿Dónde estabais, Richard? Os esperamos por treinta y dos días:

—Me duele admitirlo, pero tropecé con un huracán justo al sur de Mauricio. Me desarboló y acabó por arrojarme hacia la costa de San Lorenzo.

—Debió de ser la misma tempestad que desarboló al barco holandés —comentó Sir Francis, señalando el galeón—. Cuando lo capturamos teñía un velamen improvisado. Pero, ¿cómo os encontrasteis con el Aguilucho?

—En cuanto el Goddess estuvo en condiciones de hacerse ala mar, pensé buscaros frente al Cabo de las Agujas, por si aún estabais allí. Fue así como nos encontramos. Él me condujo hasta aquí.

—Bueno, me alegra veros, mi viejo amigo. Pero decid: ¿tenéis alguna noticia de la patria? —Sir Francis se inclinó ansiosamente hacia adelante. Esa era una de las primeras preguntas que los hombres intercambiaban cuando se encontraban más allá de la Línea. Aunque viajaran hasta el límite de los mares inexplorados, siempre ansiaban saber de su tierra. Hacía casi un año que Sir Francis no tenía noticias de Inglaterra.

Ante esa pregunta, Richard Lister se ensombreció.

—Cinco días después de zarpar de Port Louis me crucé con Windsong, una de las fragatas de Su Majestad, que había salido de Plymouth hacía cincuenta y seis días rumbo a la costa de Coromandel.

—¿Y qué noticias os dio? —interrumpió Sir Francis, impaciente.

—Ninguna buena, pongo a Dios por testigo. Dicen que toda Inglaterra fue atacada por la peste; que hombres, mujeres y niños morían por millares, a tal punto que no era posible sepultarlos con suficiente celeridad y los cadáveres quedaban pudriéndose en las calles.

—¡La peste! —Sir Francis se persignó, horrorizado—. Es la ira de Dios.

—Después, cuando la peste asolaba todavía las ciudades y las aldeas, Londres fue destruida por un potente incendio. Dicen que las llamas apenas dejaron alguna casa en pie.

Sir Francis lo miró con espanto.

—¿Londres, incendiada? ¡No puede ser! El Rey… ¿está a salvo? ¿Fueron los holandeses quienes acercaron antorchas a la ciudad? Decidme más, hombre, decidme más.

—Si, el Rey está a salvo. Pero no, esta vez los culpables no fueron los holandeses. El incendio se inició en una panadería de Pudding Lane y ardió sin pausa por tres días. La catedral de St. Paul quedó arrasada, igual que el Guildhall, el Royal Exchange, cien iglesias parroquiales y sabe Dios qué más. Dicen que los daños excederán los diez millones de libras.

—¡Diez millones! —Sir Francis lo miró con horror—. Ni siquiera el monarca más rico del mundo podría reunir semejante suma. ¡Caray, Richard, si los ingresos anuales de la Corona, en total, no llegan a un millón! Esto dejará en la miseria al Rey ya la nación.

Richard Lister meneó la cabeza con lúgubre gesto.

—Hay más noticias malas. Los holandeses nos han dado una buena paliza. Ese demonio de de Ruyter entró navegando por el Támesis. Por él perdimos dieciséis barcos; además, capturó el Royal Charles, que estaba amarrado en los muelles de Greenwich, y se lo llevó a remolque a Ámsterdam.

—¿El buque insignia, flor y nata de nuestra flota? ¿Podrá Inglaterra sobrevivir a semejante derrota, que sigue tan de cerca a la peste y al incendio?

Lister volvió a menear la cabeza.

—Dicen que el Rey busca hacer la paz con los holandeses. En este mismo instante podría estar poniendo fin a la guerra. Por lo que sabemos, bien puede haber terminado hace meses.

—Oremos con todo nuestro fervor porque no sea así. —Sir Francis contempló al Resolution—. Capturé ese barco hace apenas tres semanas. Si por entonces había terminado la guerra, las órdenes que yo tenía de la Corona carecían de validez. Mí captura podría ser interpretada como acto de piratería.

—¡Son los avatares de la guerra, Franky! No sabíais nada de la paz. Nadie, salvo los holandeses, os culparán por eso. —Lister apuntó la trompeta inflamada de su nariz hacia el Gull of Moray—. Creo que milord Cumbrae se siente algo desdeñado por haber sido excluido de esta reunión. Ved, viene hacia aquí.

El Aguilucho acababa de lanzar un bote y cruzaba a remo el canal; Cumbrae en persona iba de pie en la popa. En cuanto el bote chocó contra el flanco del Goddess, trepó la escalerilla de cuerdas hasta la cubierta.

—¡Franky! —saludó—. Desde que nos separamos no he dejado pasar un solo día sin orar por vos. —Cruzó la cubierta a grandes pasos, balanceando el kilt—. Y mis oraciones fueron escuchadas. ¡Bonito galeón el que tenemos aquí! ¡Y lleno hasta la regala de especias y plata, según se dice!

—Habríais debido esperar uno o dos días más antes de abandonar vuestro puesto. Así habríais tenido una parte.

El Aguilucho se alzó de manos en un gesto de asombro.

—¡Pero qué me estáis diciendo, mi querido Franky! ¡Si nunca abandoné mi puesto! Sólo hice un breve desvío hacia el este para asegurarme que los holandesitos no se nos escaparan adentrándose en el mar. Corrí a encontrarme con vos en cuanto me fue posible. Pero ya os habíais ido.

—Permitidme recordaros vuestras propias palabras, señor: "Ya se me ha agotado por completo la paciencia. Sesenta y cinco días son más que suficientes para mí y para mis bravos".

—¿Mías, esas palabras, Franky? —El Aguilucho meneó la cabeza—. Los oídos deben de haberos traicionado. El viento os jugó una mala pasada y no me oísteis bien.

Sir Francis rió despreocupadamente.

—Sois el mayor mentiroso de Escocia y estáis malgastando vuestro talento. Aquí no hay nadie a quien podáis engañar. Tanto Richard como yo os conocemos demasiado.

—¡No pretenderéis privarme de mi legítima parte del botín, Franky, supongo! —Se las compuso para mostrarse a un tiempo dolorido e incrédulo—. Reconozco que durante la captura yo no estaba a la vista y no me corresponde tanto como la mitad. Dadme un tercio y no protestaré.

—Aspirad muy hondo, señor. —Sir Francis apoyó la mano, como por casualidad, en la empuñadura de la espada—. Esa bocanada de especias es todo lo que obtendréis de mí.

El Aguilucho se animó como por milagro y soltó una carcajada atronadora.

—¡Franky, mi viejo y querido camarada de armas! Venid esta noche a cenar en mi barco. Discutiremos la iniciación a la Orden de vuestro muchacho frente a un buen whisky de las Tierras Altas de Escocia.

—Conque es la iniciación de Hal lo que os trae a verme, no la plata ni las especias, ¿eh?

—Sé lo mucho que os interesáis por ese chico, Franky… igual que todos nosotros. Es un orgullo para vos. Todos queremos que se convierta en caballero de la Orden. Lo habéis dicho con frecuencia. ¿No es así?

Sir Francis echó un vistazo a su hijo e hizo un gesto afirmativo casi imperceptible.

—No tendréis otra oportunidad como esta en años enteros. Henos aquí: tres caballeros Nautonnier reunidos. Es el número mínimo que se requiere para admitir a un acólito al primer grado. ¿Cuándo podréis volver a encontrar, detrás de la Línea, a tres caballeros para formar una logia?

—¡Qué considerado sois, señor! ¿Y esto, desde luego, no tiene nada que ver con la parte de mi botín que reclamabais hace apenas un minuto? —El tono de Sir Francis chorreaba ironía.

—¡No se vuelva a hablar de eso! Sois un hombre honrado, Franky. Rígido, pero justo. No seríais capaz de engañar a un caballero hermano, ¿verdad?

Mucho antes de la guardia de medianoche, Sir Francis regresó de su cena con Lord Cumbrae, a bordo del Gull of Moray. En cuanto estuvo en su camarote hizo que Oliver llamara a Hal.

—El próximo domingo. Dentro de tres días. En el bosque —informó a su hijo—. Ya está decidido. Abriremos la logia cuando salga la Luna, poco después de las dos campanadas de la segunda guardia vespertina.

—Pero, el Aguilucho… —protestó Hal—. No os inspira afecto ni confianza. Nos falló…

—Pero Cochran tiene razón. Es posible que no volvamos a encontrarnos con tres caballeros reunidos hasta que volvamos a Inglaterra. Debo aprovechar esta oportunidad de verte afianzado en la Orden. Sabe Dios que quizá no haya otra posibilidad.

—Pero mientras estemos en tierra nos encontraremos a su merced —advirtió el muchacho—. Podría jugarnos sucio.

Sir Francis sacudió la cabeza.

—Puedes estar tranquilo: jamás nos pondremos a merced del Aguilucho.

Se levantó para acercarse a su arcón y levantó la tapa.

—Me he estado preparando para cuando llegara el día de tu iniciación. Aquí está tu uniforme. —Cruzó el camarote con un atado entre las manos y lo dejó caer en la litera—. Póntelo. Debemos asegurarnos de que te queda bien. —Y alzó la voz para gritar—: ¡Oliver!

El sirviente acudió de inmediato con un costurero bajo el brazo. Hal se quitó la vieja y raída chaqueta de lona y la falda; luego, con la ayuda de Oliver, se puso el uniforme ceremonial de la Orden. Nunca había soñado con poseer prendas tan espléndidas. Las medias eran de seda blanca; los pantalones y el chaleco, de satén azul medianoche; las mangas estaban acuchilladas en oro. Los zapatos tenían hebillas de plata maciza y el charol negro hacía juego con el cinturón. Después de peinarle los rizos enredados, Oliver le puso el sombrero de oficial. En el mercado de Zanzíbar había elegido las mejores plumas de avestruz para decorar la ancha ala.

Una vez que lo hubo vestido caminó alrededor, con aire crítico.

—Estrecho a la altura de los hombros, Sir Francis. Maese Hal crece todos los días. Pero eso se puede arreglar en un abrir y cerrar de ojos.

El padre asintió con la cabeza y volvió a hundir la mano en el baúl. El corazón de Hal dio un brinco ante el manto plegado que sacó de allí: el símbolo de la Caballería por el que había estudiado tanto. Sir Francis se acercó para extendérselo sobre los hombros y se lo abrochó en el cuello. Los pliegues blancos le llegaban hasta las rodillas; entre los hombros tenía la cruz carmesí.

Francis dio un paso atrás para estudiarlo con atención.

—Sólo falta un detalle —gruñó, volviendo al arcón.

Volvió trayendo una espada, pero no una espada cualquiera. Hal la conocía bien. Era un legado de la familia Courtney, cuya magnificencia lo sobrecogía. El padre volvió a relatarle su historia y su origen.

—Esta arma perteneció a Charles Courtney, tu bisabuelo. Hace ochenta años le fue concedida por Sir Francis Drake en persona, por la parte desempeñada en la captura y el saqueo del puerto de Ranchería, en la costa americana. Fue el gobernador español, don Francisco Manso, quien entregó esta espada a Drake al rendirse.

Le mostró la vaina de oro y plata para que la examinara. Estaba decorada con delfines, coronas y duendes marinos, reunidos en torno de la heroica figura de Neptuno entronizado. Sir Francis invirtió el arma para ofrecerle la empuñadura. Tenía un gran zafiro engarzado en el pomo. Al desenvainarla, Hal comprobó de inmediato que no había sido el mero adorno de un petimetre español. La hoja era del mejor acero toledano, con incrustaciones de oro. La flexionó entre los dedos, regocijado por su buen temple.

—Ten cuidado —le advirtió el padre—. Con ese filo puedes afeitar.

Hal la devolvió a su vaina y Sir Francis se la colgó del cinturón; luego dio un paso atrás para examinarlo.

—¿Qué opinas? —preguntó a Oliver.

—El único defecto está en los hombros. —El criado deslizó las manos por el satén del chaleco—. Con tanta esgrima y tanta lucha, el muchacho cambia de forma. Tendré que rehacer las costuras.

—Bien, llévalo a su camarote y ocúpate de eso.

Tras despedirlos a ambos, Sir Francis volvió a su escritorio y abrió el libro de bitácora.

Hal se detuvo en el vano de la puerta.

—Gracias, padre. Esta espada… —Tocó el pomo enjoyado que pendía a su costado, pero no supo cómo continuar. Sir Francis gruñó sin levantar la vista y, mojando la pluma, comenzó a escribir en la hoja de pergamino. Hal se demoró un instante más a la entrada, hasta que su padre le echó una mirada de irritación. Entonces dio un paso atrás y cerró con suavidad. Al salir hacia el pasillo, la esposa del gobernador holandés salió por la puerta de enfrente, con tanta celeridad que estuvieron a punto de chocar.

Hal dio un brinco a un lado y se quitó el sombrero emplumado.

—Perdonad, señora.

Katinka se detuvo a mirarlo. Lo examinó lentamente, desde las relucientes hebillas de los zapatos hacia arriba. Al llegar a los ojos los observó con frialdad, diciendo:

—Un cachorro de pirata acicalado como un gran aristócrata. —De pronto, súbitamente, se inclinó hacia él hasta casi tocarle la cara con la suya—. He revisado el mamparo —susurró—. No hay ninguna abertura. No has cumplido con la tarea que te asigné.

—Mis deberes me han retenido en tierra. No he tenido tiempo —tartamudeó él, en latín.

—Ocúpate de eso esta misma noche —ordenó Katinka.

Y pasó a su lado. Su perfume quedó suspendido en el aire, haciendo que el chaleco de satén pareciera demasiado estrecho y caliente. El pecho se le cubrió de sudor.

Oliver pasó la mitad de la noche, según la impresión de Hal, afanándose con esa prenda. Rehizo dos veces las costuras de los hombros antes de quedar satisfecho. El joven ardía de impaciencia.

Cuando por fin se fue, llevándose las galas recién adquiridas, Hal no perdió tiempo en echar la tranca a su puerta y arrodillarse junto al mamparo. Descubrió que el entablado se fijaba en el armazón de roble por medio de clavijas de madera. De a una por vez, con la punta del puñal, las retiró de sus agujeros practicados a taladro. Era un trabajo lento y él no se atrevía a hacer ruido. Cualquier golpe resonaría por todo el barco.

Ya casi al aclarar logró retirar la última clavija; entonces deslizó la hoja de su daga por la juntura y, haciendo palanca, abrió el panel. Se desprendió súbitamente, con un chirrido de protesta que pareció retumbar en todo el casco; sin duda alguna, habría alarmado tanto a su padre como al gobernador.

Esperó, conteniendo el aliento, el terrible castigo que caería sobre su cabeza. Pero pasaron los minutos y, por fin, pudo volver a respirar.

Asomó tímidamente la cabeza y los hombros por la abertura rectangular. La cabina de Katinka estaba a oscuras, pero su perfume lo dejó sin aliento. Entonces le llegó, desde la cubierta, el tañido apagado de la campana de a bordo; comprendió con espanto que estaba por amanecer y que en media hora se iniciaría su guardia.

Después de retirar la cabeza, volvió a poner el panel en su sitio y lo aseguró con las clavijas de madera, pero sin apretarlas, para poder retirarlas en cuestión de segundos. —¿Vais a permitir que los hombres del Aguilucho bajen a tierra?— preguntó Hal a Sir Francis, respetuosamente. —Perdonad, padre, pero ¿podéis confiar en él hasta ese punto?

—¿Puedo impedirlo sin provocar una pelea? Dice que necesita agua y leña; nosotros no somos los dueños de este suelo, ni siquiera de esta laguna. ¿Cómo puedo prohibírselo?

Hal podría haber añadido más protestas, pero su padre lo acalló con un rápido ceño y se volvió para saludar a Lord Cumbrae. El escocés saltó de su lancha en cuanto la quilla tocó las arenas de la playa y corrió hacia la costa; bajo el kilt, sus piernas estaban cubiertas de fuerte vello rojizo, como patas de oso.

—Os deseo todas las bendiciones de Dios en esta mañana encantadora, Franky —gritó al acercarse. Sus descoloridos ojos azules se disparaban de un lado a otro, inquietos como pececillos bajo las cejas pobladas.

—Mira todo —murmuró Hal—. Ha venido a averiguar dónde tenemos las especias.

—No podemos esconderlas. Son una montaña —observó Sir Francis—. Pero podemos dificultarle el robo. —Luego sonrió fríamente a Cumbrae, que ya llegaba—. Espero que gocéis de buena salud y que el whisky no haya perturbado vuestro sueño, señor.

—Es elixir de vida, Franky. La sangre de mis venas. —Sus ojos enrojecidos recorrían velozmente el campamento, en el borde del bosque—. Necesito reaprovisionarme de agua. Por aquí debe de haber agua dulce.

—Un kilómetro y medio laguna arriba. Hay un arroyo que baja de las colinas.

—Peces en abundancia. —El Aguilucho señaló las parrillas instaladas en el claro, donde se ahumaba el pescado sobre lentas hogueras de leña verde—. Haré que mis muchachos pesquen también un poco. Pero, ¿no hay carne roja? ¿Se encuentran venados o vacunos salvajes en la selva?

—Hay elefantes y manadas de búfalos, pero son feroces; no basta una bala de mosquete en las costillas para derribarlos. De cualquier modo, en cuanto el buque esté carenado pienso mandar a un grupo de cazadores tierra adentro, más allá de las colinas, para ver si encuentran presas más fáciles.

Era evidente que Cumbrae había hecho esa pregunta para ganar tiempo, pues apenas se molestó en escuchar la respuesta. Al ver que sus ojos vagabundos relucían, Hal siguió la dirección de su mirada. El Aguilucho había descubierto entre los árboles, cien pasos tras el borde del bosque, la hilera de techos de paja bajo los cuales se alineaban los enormes barriles de especias.

—Conque planeáis varar el galeón para carenarlo. —Cumbrae volvió la espalda a las especias, señalando con un cabezazo el casco del Resolution—. Me parece prudente. Si necesitáis ayuda, tengo tres carpinteros de primera.

—Sois buen amigo —dijo Sir Francis—. Tal vez recurra a vos.

—Cualquier cosa, por ayudar a otro caballero. Sé que haríais lo mismo por mí. —El Aguilucho le dio una calurosa palmada en el hombro—. Y ahora, mientras mis hombres van a llenarlos toneles de agua, vos y yo podemos buscar un lugar adecuado para instalar nuestra logia. Debemos hacer que nuestro joven Hal se sienta orgulloso. Para él será un día importante.

Sir Francis echó una mirada a su hijo.

—Aboli te está esperando. —Y señaló con la cabeza al enorme negro que esperaba, paciente, algo más abajo.

Hal vio que su padre se alejaba con Cumbrae y desaparecía por un sendero abierto en el bosque. Entonces corrió a reunirse con Aboli.

—Por fin estoy listo. Vamos.

El negro se puso inmediatamente en marcha, trotando a lo largo de la playa, hacia el extremo de la laguna. Hal le siguió el paso.

—¿No has traído palos?

—Los cortaremos en el bosque. —Aboli dio una palmada al mango del hacha que llevaba colgada del hombro. Mientras tanto se desvió, abandonando la playa para adentrarse un kilómetro y medio, poco más o menos, hasta llegar a un denso bosquecillo.

—He marcado estos árboles. Mi tribu los llama kweti. Con ellos hacemos las mejores lanzas.

Mientras se abrían paso por el denso matorral, hubo una explosión de hojas y ramas aplastadas, como si alguna bestia enorme huyera de ellos. Alcanzaron a divisar un pellejo negro y el destello de grandes cuernos curvos.

—¡Nyati! —exclamó Aboli—. El búfalo salvaje.

—Deberíamos cazarlo. —Hal descolgó el arma que llevaba al hombro y buscó en su saco el pedernal y el acero con que encender la mecha—. Semejante monstruo nos daría carne para toda la tripulación.

El negro, con una gran sonrisa, sacudió la cabeza.

—Antes te cazaría él a ti. No hay en la selva bestia más feroz, ni siquiera el león. Se reiría de las pequeñas balas de tu mosquete y te abriría el vientre con esas grandes lanzas que lleva en la cabeza. Deja al viejo Nyati en paz y busquemos otras carnes con que alimentar a la tripulación.

Aboli descargó el hacha contra la base de un kweti tierno y, con diez o doce golpes, dejó al descubierto la raíz bulbosa. Con unos cuantos hachazos más pudo sacarla de la tierra, sin separarla del tallo.

—Mi tribu llama iwisa a este garrote —explicó a Hal, sin dejar de trabajar—. Hoy te mostraré cómo usarlo.

Recortó la raíz con hábiles toques, convirtiéndola en una bola dura como el hierro, como si fuera la cabeza de una maza. Al terminar la levantó para apreciar su peso y su equilibrio. Luego la hizo a un lado para buscar otro.

—Necesitaremos dos cada uno.

Hal, sentado sobre los talones, vio volar las astillas bajo el acero.

—¿Qué edad tenías cuando te atraparon los negreros, Aboli? —preguntó.

Las diestras manos hicieron una pausa en la tarea. Una sombra pasó tras los ojos oscuros, pero Aboli volvió al trabajo antes de responder:

—No sé, pero era muy joven.

—¿Te acuerdas de eso, Aboli?

—Recuerdo que llegaron de noche; hombres de túnicas blancas, armados de largos mosquetes. Fue hace mucho tiempo, pero recuerdo las llamas en la oscuridad, cuando rodearon nuestra aldea.

—¿Dónde vivía tu pueblo?

—Muy hacia el norte. En las costas de un río grande. Aunque mi padre era jefe, lo sacaron de su choza a la rastra para matarlo como a un animal. Mataron a todos nuestros guerreros, dejando sólo a los niños muy pequeños y a las mujeres. Nos encadenaron en fila, cuello con cuello, y nos obligaron a marchar por muchos días hacia el sol naciente, hasta la costa. —Aboli se incorporó abruptamente para recoger las mazas terminadas—. Estamos parloteando como dos viejas en vez de cazar.

Echó a andar entre los árboles, por donde habían venido. Cuando llegaron nuevamente a la laguna se volvió hacia Hal.

—Deja aquí tu mosquete y tu petaca de pólvora. En el agua no te servirán de nada.

Mientras Hal escondía su arma en la maleza, el negro seleccionó dos de los iwisa más livianos y rectos. Luego se los entregó al muchacho.

—Obsérvame y haz lo que yo haga —ordenó.

Después de quitarse la ropa, vadeó por las aguas poco profundas de la laguna. Hal, desnudo, lo siguió hasta el juncal más denso.

Aboli se detuvo allí, sumergido hasta la cintura, y trenzó los juncos por encima, para formar una pantalla que lo ocultara. Luego se sumergió en el agua, dejando afuera sólo la cabeza. Hal se instaló a poca distancia y armó rápidamente un techo similar. A la distancia se oía vagamente el chirriar de los remos y las voces del grupo del Gull, que regresaba de cargar agua en el extremo de la laguna.

—¡Bien! —anunció Aboli en voz baja—. ¡Prepárate, Gundwane! Ellos harán que las aves alcen vuelo.

De pronto hubo un fragor de alas y el cielo se llenó de una vasta nube de pájaros, la misma que habían visto antes; una bandada de patos, similares al ánade real, pero de pico amarillo intenso, formó una V para huir hacia donde estaban ellos.

—Aquí vienen —anunció Aboli, en un susurro.

Hal, tenso, volvió la cara hacia el viejo macho que guiaba ala bandada. Sus alas, como cuchillas, hendían el aire con golpes rápidos y secos.

—¡Ya! —gritó Aboli.

Y se incorporó en toda su estatura, con el brazo derecho hacia atrás y la iwisa en el puño. La arrojó de modo que girara en el aire como una rueda, en tanto la línea de patos silvestres se diseminaba, presa del pánico.

El negro había calculado esa reacción; su maza alcanzó al guía en pleno pecho, deteniéndolo en seco. El ave cayó en un enredo de alas y pies palmeados, dejando un rastro de plumas, pero mucho antes de que tocara el agua Aboli ya había arrojado su segunda maza. Giró hasta alcanzar a un ave más joven y le quebró el cuello extendido; el pato cayó a poca distancia del Hal arrojó sus propias mazas en rápida sucesión, pero ambas pasaron muy lejos de los blancos, mientras la bandada huía a poca altura por sobre los juncales.

—Aprenderás pronto; erraste por poco —lo alentó Aboli, mientras chapoteaba por entre los juncos para recoger las presas y sus, as. Puso las aves muertas a flotar en un charco, delante de él, a que sirvieran de señuelo. Pocos minutos después, otra bandada sibilante descendió casi hasta rozar los juncos.

—¡Buen tiro, Gundwane! —rió Aboli, mientras salía a recoger otras dos presas—. Esta vez estuviste más cerca. Pronto podrás derribar uno.

A pesar de esta profecía, sólo al promediar la mañana pudo Hal cobrar su primer pato; aun a ese no hizo más que fracturarle un ala y debió vadear y nadar detrás de él hasta el medio de la laguna antes de poder retorcerle el cuello. Hacia mediodía las aves dejaron de pasar y se asentaron en el agua profunda, donde no era posible alcanzarlas.

—¡Ya basta!

Aboli dio la cacería por terminada y recogió su botín. Con tiras arrancadas a la corteza de un árbol que crecía a la orilla del agua, formó cordeles con los que ató en manojos a los patos muertos. Eran una carga muy pesada, aun para sus anchos hombros; Hal, en cambio, llevaba su magro saco sin dificultad alguna.

Cuando rodearon la punta de playa y tuvieron la bahía a la vista, Aboli dejó caer su carga en la arena.

—Descansaremos aquí.

Hal se sentó a su lado. Por un rato guardaron silencio, hasta que Aboli preguntó:

—¿A qué ha venido el Aguilucho? ¿Qué dice tu padre?

—El Aguilucho dice haber venido para formar una logia a fin de iniciarme.

El negro asintió.

—En mi tribu, los guerreros jóvenes tienen que entrar en la logia de circuncisión para convertirse en hombres.

Hal, estremecido, se tocó la entrepierna como para verificar que todo estuviera en su sitio.

—Me alegro de no tener que entregarme al cuchillo, como hiciste tú.

—Pero ese no es el verdadero motivo de que el Aguilucho nos haya seguido hasta aquí. Sigue a tu padre como la hiena al león. Ese hombre apesta a traición.

—Mi padre también lo ha olfateado —aseguró Hal suavemente—. Pero estamos a su merced: el Resolution no tiene palo mayor y los cañones no están a bordo.

Los dos contemplaron el Gull of Moray hasta que Hal se movió, inquieto.

—¿Qué está por hacer el Aguilucho?

Una lancha se apartaba de su flanco hacia el punto donde el cable del ancla se hundía bajo la superficie de la laguna. Ambos vieron trabajar allí, por varios minutos, a la tripulación del bote.

—Desde la playa no se los ve; mi padre no puede enterarse de lo que hacen —pensó Hal en voz alta—. Tienen un aire furtivo que no me gusta nada.

Mientras él hablaba, los hombres concluyeron su tarea secreta y volvieron a remar hacia el barco. Entonces Hal vio que estaban tendiendo un segundo cable por sobre la popa. Ante eso se levantó de un salto, agitado.

—¡Están instalando una codera en el ancla! —exclamó.

—¿Una codera? ¿Para qué?

—De ese modo, con unos pocos giros de cabrestante, el Aguilucho puede hacer que su barco gire en la dirección que él elija.

El negro se levantó a su lado con expresión grave.

—Y así podrá apuntar sus cañones sobre nuestro indefenso barco o barrer con descargas de metralla el campamento de la playa —dijo—. Corramos a advertir al capitán.

—No, Aboli, nada de correr. El Aguilucho no debe sospechar que hemos descubierto su triquiñuela.

Sir Francis escuchó con atención lo que Hal le decía; luego se acarició reflexivamente la barbilla. Después de acercarse a la barandilla del Resolution, se llevó tranquilamente el telescopio al ojo. Recorrió en un lento arco toda la extensión de la laguna, demorándose apenas sobre el Gull, a fin de que nadie notara su nuevo interés por el barco del Aguilucho. Luego cerró el telescopio y volvió hacia Hal. Había respeto en sus ojos al decir:

—Bien hecho, hijo. El Aguilucho está preparando una de sus habituales tretas. Tenías razón. Como yo estaba en la playa, no lo vi poner esa codera. Tal vez no la habría detectado nunca.

—¿Vais a ordenarle que la retire, padre?

Sir Francis meneó la cabeza, sonriente.

—Es mejor no hacerle saber que lo hemos descubierto.

—Pero, ¿qué podemos hacer?

Ya tengo las culebrinas de la playa apuntadas hacia el Gull. Daniel y Ned han advertido a todos…

—Pero… padre, ¿no hay alguna triquiñuela que podamos preparar contra el Aguilucho, para compensar la sorpresa que él nos tiene destinada? —Hal, en su agitación, había tenido la temeridad de interrumpir.

El padre frunció inmediatamente el entrecejo. Su respuesta fue seca.

—Sin duda tendréis alguna sugerencia que hacer, maese Henry.

Esa formalidad advirtió al muchacho que su padre se estaba encolerizando. De inmediato se mostró contrito.

—Perdonad mi presunción, padre. No quise ser impertinente.

—Me complace saberlo. —Sir Francis le volvió una rígida espalda.

—Mi bisabuelo, Charles Courtney, ¿no estuvo con Drake en la batalla de Gravelines?

—Sí, por cierto. —El padre giró nuevamente hacia él—. ¿No es extraña esa pregunta, considerando que lo sabes muy bien?

—Por ende, bien puede haber sido él mismo quien propuso a Drake el uso de naves incendiarias contra la Armada Española, que estaba anclada en Caláis, ¿no?

Sir Francis volvió lentamente la cabeza para mirar a su hijo. Comenzó con una sonrisa; luego fue una risa entre dientes; por fin estalló en una carcajada.

—¡Dios bendito, esa es la sangre de los Courtney! Ven inmediatamente a mi camarote y explícame lo que estás pensando.

Hal esbozó un dibujo en la pizarra, mientras su padre miraba por sobre el hombro.

—No es necesario construirlas con solidez, pues no tendrán que llegar muy lejos ni resistir la mar picada —explicó, deferente.

—Sí, pero una vez lanzadas tendrán que mantener un curso firme y llevar una carga bastante pesada —murmuró el padre. Y tomó la tiza de entre los dedos de su hijo para trazar algunas líneas rápidas—. Podríamos unir dos cascos con un cabo. No conviene que se den vuelta o que se agoten antes de llegar a destino.

—Desde que anclamos aquí hemos tenido viento estable del sudeste —advirtió Hal—. No hay señales de que vaya a cambiar. De modo que tendremos que ponerlas a barlovento. Si las ponemos en el islote que está al otro lado del canal, tendremos el viento a favor.

—Muy bien —asintió Sir Francis—. ¿Cuántas necesitamos?

Era obvio que le brindaba un gran placer al muchacho al consultarlo de ese modo.

—Drake envió ocho contra los españoles, pero nosotros no tenemos tiempo para construir tantas. ¿Cinco, quizá?

El padre volvió a asentir.

—Sí, con cinco bastará. ¿Y cuántos hombres necesitarás? Daniel debe permanecer en la playa, al mando de las culebrinas. El Aguilucho puede poner a funcionar su trampa antes que estemos preparados. Pero te enviaré a Ned Tyler y al carpintero para que te ayuden a construirlas. Y a Aboli, por supuesto.

Hal miró a su padre con enorme respeto.

—¿Me confiáis la construcción? —inquirió.

—El plan es tuyo. Si fracasa, quiero poder echarte toda la culpa —replicó su padre, con un levísimo dejo de sonrisa en los labios—. Reúne a tus hombres y baja a tierra para comenzar inmediatamente el trabajo. Pero sé circunspecto. No facilites las cosas al Aguilucho.

Los hacheros de Hal despejaron una pequeña abertura en el lado opuesto del boscoso islote que se alzaba al otro lado del canal, donde no se los pudiera ver desde el Gull of Moray. Después de dar un rodeo por la selva, el muchacho pudo también trasladar a sus hombres y el material hasta la isla, sin ser detectado por los vigías del Aguilucho.

Esa primera tarde trabajaron a la luz vacilante de las antorchas, hasta pasada la medianoche. Todos comprendían la urgencia de la tarea; cuando quedaron exhaustos, se limitaron a dejarse caer bajo los árboles, en un suave colchón de hojas musgosas, y durmieron hasta que el amanecer les brindó luz suficiente para reanudar la obra.

Hacia el segundo mediodía, las cinco extrañas embarcaciones estaban listas para ser llevadas a su escondite, en el bosquecillo que crecía al borde de la laguna. Sir Francis aprovechó la marea baja para vadear desde tierra firme hasta el islote, a fin de inspeccionar el trabajo.

Luego movió la cabeza con aire dubitativo.

—Espero sinceramente que floten —musitó, mientras rodeaba lentamente una de esas poco elegantes embarcaciones.

—No lo sabremos hasta que las botemos por primera vez. —Hal estaba fatigado e irritable—. No puedo organizar una demostración previa para beneficio de Lord Cochran, padre, ni siquiera para complaceros.

Sir Francis le echó un vistazo, disimulando su sorpresa. "El cachorro se ha convertido en perro joven y aprende a gruñir", pensó, con una punzada de orgullo paternal. "Exige respeto. Y a decir verdad, se lo ha ganado."

—Dado el poco tiempo de que disponías —dijo en voz alta—, te has desempeñado bien. Eso desvió diestramente el enfado de Hal. —Te enviaré hombres frescos para que te ayuden a trasladarlas hasta el bosquecillo.

Fatigado como estaba, Hal apenas pudo arrastrarse por la escalerilla de cuerdas hasta la cubierta del Resolution. Pero aunque su tarea estaba terminada, el padre no le permitió escapar a su camarote.

—Estamos anclados directamente detrás del Gull. —Señaló, por sobre el canal rielado de luna, la silueta oscura del otro barco—. ¿Te has puesto a pensar qué podría suceder si una de tus peligrosas embarcaciones pasa de largo junto al objetivo y deriva hasta aquí? Desarbolados como estamos, no podríamos maniobrar.

—Aboli ha cortado en la selva largas cañas de bambú. —El tono de Hal no podía disimular que estaba cansado hasta los huesos—. Las usaremos para desviar de nosotros cualquier nave incendiaria, impulsándola hacia la playa sin que cause daño. Señaló las fogatas del campamento, que titilaban entre los árboles. —El Aguilucho se verá tomado por sorpresa y no estará equipado con cañas de bambú.

Eso satisfizo al padre.

—Ahora ve a descansar. Mañana por la noche abriremos la logia. Debes estar en condiciones de dar las respuestas del catecismo. Hal volvió contra su voluntad de los abismos de sueño en que se había hundido. Por un momento no supo qué lo había despertado. Luego volvió a oír ese suave rasguido en el mamparo.

De inmediato despertó por completo, olvidando hasta el último vestigio de fatiga, y abandonó el jergón para arrodillarse ante el entablado. El rasguido sonaba ahora impaciente e inflexible. Después de marcar con los nudillos una veloz respuesta en la madera, buscó a tientas en la oscuridad el tapón de su agujero. En cuanto lo hubo retirado, un rayo de luz amarilla penetró por la abertura, pero se interrumpió cuando Katinka acercó los labios al otro lado.

—¿Dónde estuviste anoche? —susurró, furiosa.

—Tenía cosas que hacer en tierra —susurró él a su vez.

—No te creo. Tratas de escapar a tu castigo. Me desobedeces deliberadamente.

—No, no. No sería capaz…

—Abre inmediatamente este panel.

Hal buscó a tientas su puñal, que pendía de su cinturón, al pie de la litera, y retiró las clavijas. El panel quedó en sus manos con muy poco ruido. Un cuadrado de suave luz entró por la escotilla.

—¡Ven! —ordenó ella.

El muchacho reptó por la abertura. Era muy estrecha, pero después de un breve forcejeo se encontró en cuatro patas en el piso de la cabina. Cuando iba a levantarse, ella se lo impidió.

—Quédate allí.

Hal levantó la vista. Katinka vestía un vaporoso camisón de tela muy tenue. La cabellera suelta, esplendorosa, la cubría hasta la cintura. La luz de la lámpara recortaba su silueta bajo la tela, haciendo visible el lustre de su piel bajo los pliegues traslúcidos.

—No tienes vergüenza —dijo ella, al ver que se arrodillaba a sus pies como ante la sacra imagen de una santa—. Te presentas desnudo. No me demuestras el menor respeto.

—¡Perdonad! —exclamó él. En su prisa por obedecer había olvidado su propia desnudez; ahuecó las manos para cubrirse las partes pudendas—. No era mi intención faltaros el respeto.

—¡No! No cubras tu deshonor. —Katinka se inclinó para apartarle las manos y ambos bajaron la vista hacia la ingle de Hal, que se estiraba y engrosaba poco a poco, pujando hacia ella. El prepucio se recogió como por voluntad propia.

—¿No hay nada que yo pueda hacer para impedir una conducta tan repugnante? ¿Tan avanzado estás en los caminos de Satán?

Lo sujetó por el pelo para levantarlo a viva fuerza; luego lo arrastró hasta el espléndido camarote donde él había visto su belleza por primera vez.

Se dejó caer sentada en el acolchado, frente a él. Las faldas de seda blanca, al abrirse, cayeron a ambos lados de los muslos largos y esbeltos. Ella dio un tirón al puñado de rizos que retenía y dijo, con voz súbitamente sofocada:

—Debes obedecerme en todo, ¡hijo de las tinieblas!

Separó los muslos y lo obligó a bajar la cara, apretándosela con fuerza contra ese vértice, ese imposible montículo de sedosos rizos dorados. Hal percibió en ella un olor a mar, a sal y algas, la esencia de seres chispeantes que viven en los océanos, el aroma suave y cálido de las islas, de las olas salobres que rompen en la playa recocida por el sol. Dilató las fosas nasales para beberlo; luego rastreó con los labios la fuente de ese fabuloso perfume.

Ella se retorció en el cubrecama de satén para acercarse a su boca, abriendo más los muslos, e inclinó las caderas hacia adelante para ofrecérsele. Siguió usando el puñado de rizos para moverle la cabeza, guiándolo hacia el diminuto pimpollo de carne sonrosada que anidaba en la grieta oculta. Él lo descubrió con la punta de la lengua, arrancándole una exclamación ahogada. Katinka empezó a moverse contra su cara, como si cabalgara en pelo a lomos de un potro lanzado al galope, lanzando pequeñas exclamaciones incoherentes, contradictorias.

—¡Oh, basta! ¡Basta, por favor! ¡No, no te detengas! ¡Sigue hasta la eternidad!

De pronto le arrancó la cabeza de entre sus tensos muslos y cayó hacia atrás, elevándolo por sobre su cuerpo. Hal sintió que dos talones pequeños y duros se le clavaban en la parte baja de la espalda; sus uñas, como puñales, le cortaron los músculos de los hombros. Luego el dolor se perdió en un contacto de calor untuoso, envolvente, en tanto penetraba profundamente en ella, ahogando sus gritos en la dorada maraña de su cabellera. Los tres caballeros habían instalado la logia en una cuesta de las colinas, por sobre la laguna, al pie de una pequeña cascada que caía en un estanque de agua oscura, rodeado de árboles altos, cargados de líquenes y lianas.

Dentro del círculo de piedras se levantaba el altar, con una fogata encendida adelante. Así quedaban representados todos los elementos antiguos. La Luna estaba en su cuarto creciente, lo cual significaba renacimiento y resurrección.

Hal esperó en el bosque, solo, mientras los tres caballeros de la Orden abrían la logia en el primer grado. Luego su padre, llevando en la mano la espada desnuda, se acercó a grandes pasos por la oscuridad para conducirlo por el camino.

Los otros dos caballeros aguardaban junto al fuego, dentro del círculo sacro. Las hojas de sus espadas refulgían con los reflejos de las llamas. En el altar de piedra, bajo un paño de terciopelo, Hal vio recortarse la espada de Neptuno de su bisabuelo. Se detuvieron fuera del círculo de piedras, para que Sir Francis suplicara el ingreso.

—¡En el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo!

—¿Quién desea entrar en la Logia del Templo de la Orden de San Jorge y el Santo Grial? —tronó Lord Cumbrae; su voz resonó contra las colinas; la larga espada escocesa, de doble filo, chispeaba en su puño velludo.

—Un novicio que se presenta para ser iniciado en los misterios del Templo —respondió Hal.

—Entrad a riesgo de vuestra vida eterna —le advirtió Cumbrae.

Hal dio un paso hacia el interior del círculo. De pronto el aire le pareció más frío, a pesar de la fogata junto a la cual se estaba arrodillando.

—¿Quién patrocina a este novicio? —inquirió nuevamente el Aguilucho.

—Yo lo patrocino. —Sir Francis se adelantó un paso.

Cumbrae se volvió hacia Hal.

—¿Quién sois?

—Henry Courtney, hijo de Francis y Edwina.

Se inició el largo catecismo, en tanto la rueda estrellada del firmamento giraba lentamente; las llamas de la fogata se fueron consumiendo. Ya era medianoche pasada cuando Sir Francis retiró, por fin, el terciopelo que cubría la espada de Neptuno. Cuando lo puso en manos de su hijo, el zafiro del puño reflejó un azulado rayo de Luna hacia los ojos de Hal.

—Sobre esta espada confirmaréis los postulados de vuestra fe.

—En estas cosas creo —comenzó Hal y las defenderé con mi vida. Creo que sólo hay un único Dios en Trinidad: el Padre eterno, el Hijo eterno y el eterno Espíritu Santo.

—¡Amén! —corearon los tres caballeros Nautonnier.

—Creo en la comunión de la Iglesia de Inglaterra y en el derecho divino de su representante en la Tierra, Carlos, Rey de Inglaterra, Escocia y Gales.

—¡Amén!

Una vez que Hal hubo recitado su credo, Cumbrae le ordenó pronunciar sus votos de caballero.

—Defenderé la Iglesia de Inglaterra. Me enfrentaré a los enemigos de Carlos, mi señor y soberano. —La voz del joven sonaba trémula de convicción y sinceridad—. Repudio a Satanás y a todas sus obras. Rechazo todas las doctrinas falsas, las herejías y los cismas. Vuelvo la espalda a cualquier otro dios y a sus falsos profetas.

"Protegeré a los débiles. Defenderé al peregrino. Socorreré al necesitado y a quienes requieran justicia. Alzaré mi espada contra el tirano y el opresor.

"Defenderé los lugares santos. Buscaré y protegeré las preciosas reliquias de Cristo Jesús y Sus Santos. Jamás cesaré en mi búsqueda del Santo Grial que contenía Su sagrada sangre.

Los caballeros Nautonnier se persignaron ante ese voto, pues la búsqueda del Santo Grial constituía el centro de sus creencias. Era la columna granítica que sostenía el techo de su Templo.

—Me comprometo a la Observancia Estricta. Obedeceré el código de mi Caballería. Me abstendré del libertinaje y la fornicación. —Hal tropezó con la palabra, pero se recuperó con celeridad—. Y honraré a mis compañeros de Caballería. Por sobre todas las cosas, guardaré el secreto sobre todos los procederes de mi Logia.

—¡Y quiera el Señor tener piedad de vuestra alma! —entonaron los tres caballeros Nautonnier al unísono. Luego se adelantaron para formar un círculo en torno del novicio arrodillado. Cada uno apoyó una mano en la empuñadura de su propia espada y la otra en la cabeza inclinada, superponiéndolas.

—Henry Courtney, os damos la bienvenida a la compañía del Grial y os aceptamos como hermano caballero del Templo de la Orden de San Jorge y el Santo Grial.

Richard Lister fue el primero en hablar; en su sonora voz galesa, su bendición fue casi un cántico.

—Os doy la bienvenida al Templo. Que sigáis siempre la Observancia Estricta.

Luego fue Cumbrae:

—Os doy la bienvenida al Templo. Que las aguas de los océanos lejanos se abran, amplias, ante la proa de tu nave, y que la fuerza del viento te impulse hacia adelante.

Finalmente habló Sir Francis Courtney, con la mano firmemente posada en la frente de Hal.

—Os doy la bienvenida al Templo. Que seáis siempre leales a vuestros votos, a vuestro Dios y a vos mismo.

Para concluir, los tres caballeros Nautonnier lo pusieron de pie para abrazarlo, uno tras otro. Los rígidos bigotes de Lord Cumbrae pinchaban como una guirnalda de espinas del arbusto del traidor.

—Mi bodega está colmada con mi parte de las especias que vos y yo capturamos del Heerlycke Nacht; eso basta para comprarme un castillo y cinco mil acres de la mejor tierra de Gales —dijo Richard Lister, en tanto estrechaba la mano a Sir Francis, con el gesto secreto de los Nautonnier—. Además, tengo una esposa joven y dos fornidos hijos varones a los que no veo desde hace tres años. Un pequeño descanso entre quienes amo, en sitios verdes y gratos; después, lo sé, volverá a convocarme el viento. Tal vez volvamos a encontrarnos en aguas lejanas, Francis.

—Seguid la marea de vuestro corazón, Richard. Os agradezco vuestra amistad y lo que habéis hecho por mi hijo. —Sir Francis devolvió el mismo saludo—. Espero poder, algún día, dar la bienvenida al Templo a vuestros muchachos.

Richard se volvió hacia la lancha que lo esperaba, pero vaciló. Rodeando con un brazo los hombros de Sir Francis, con gesto grave, le previno en voz baja:

—Cumbrae me hizo cierta propuesta con respecto a vos, pero no me gustó en absoluto y se lo dije en la cara. Cuidad la espalda, Franky; dormid con un ojo abierto mientras él esté cerca.

—Sois buen amigo —dijo Francis.

Lo siguió con la vista mientras cruzaba hacia el Goddess en la chalupa. En cuanto Richard subió la escalerilla hacia el alcázar, su tripulación levó el ancla por sobre la tosca Venus de la proa. Con todo el velamen henchido, se alejó por el canal, bajando por un momento su estandarte como despedida. Luego desapareció tras los promontorios, en el mar abierto.

—Ahora sólo tenemos la compañía del Aguilucho. —Hal echó un vistazo al Gull of Moray, que permanecía en el centro del canal; los botes, arracimados en torno de él, cargaban en la bodega toneles de agua, brazadas de leña y pescado seco.

—Efectuad los preparativos para varar el barco, señor Courtney, por favor —indicó Sir Francis.

Hal irguió la espalda. No estaba acostumbrado a que su padre lo tratara así, como a caballero y oficial de graduación, ya no como a un mísero recluta. Hasta su modo de vestir era distinto: el padre le había proporcionado una camisa de fino algodón blanco y pantalones nuevos de pana, que le resultaban suaves como la seda contra la piel, después de haber usado aquellos harapos de dura lona.

Lo sorprendió aún más que su padre se dignara explicar la orden.

—Debemos continuar con lo nuestro como si no sospecháramos traición alguna. Además, el Resolution estará más seguro en la playa, si llegamos a un combate.

—Comprendo, señor. —Hal levantó la vista al Sol para calcular la hora—. La marea nos favorecerá a las dos campanadas de la guardia matinal de mañana. Estaremos preparados.

Durante todo el resto de esa mañana, la tripulación del Gull se comportó como la de cualquier otra nave que se prepara para hacerse a la mar. Aunque Daniel y sus artilleros, con los cañones listos, lo vigilaban desde los escondrijos excavados en el suelo arenoso, en el borde del bosque, el barco no daba ninguna señal de traición.

Poco antes del mediodía, Lord Cumbrae se hizo llevar a remo hasta la costa y fue en busca de Sir Francis, que vigilaba el caldero de brea burbujeante, listo para iniciar el calafateado del casco en cuanto el Resolution estuviera en la playa.

—Me despido, pues. —Rodeó los hombros de Sir Francis con un brazo rojo y grueso—. Richard tenía razón. No habrá botín alguno si nos quedamos sentados en la playa, rascándonos el trasero.

—¿Conque estáis listo para navegar? —preguntó Sir Francis en tono sereno, sin revelar su estupefacción.

—Me iré con la marea de la mañana. Pero ¡cuánto detesto separarme de vos, Franky! ¿No queréis compartir conmigo una última copa a bordo del Gull? Me gustaría discutir con vos mi parte del botín del Standvastigheid.

—Vuestra parte es nada, milord. Con esto acaba nuestra discusión. Os deseo buenos vientos.

Cumbrae echó a vuelo una gran carcajada. —Siempre me ha gustado vuestro sentido del humor, Franky. Sé que sólo deseáis ahorrarme el trabajo de llevar esa pesada carga de especias hasta el Firth of Forth—. Apuntó la barba rizada hacia las especias acumuladas bajo los árboles. —Bien, voy a permitir que lo hagáis por mí. Pero mientras tanto, confío en que llevéis buena cuenta de mi parte, para entregármela cuando volvamos a encontrarnos… más los intereses habituales, por supuesto.

—La misma confianza me merecéis vos, milord. —Sir Francis se quitó el sombrero en una reverencia, barriendo la arena con las plumas.

Cumbrae le devolvió el saludo y, todavía riendo, bajó a la lancha y se hizo llevar al Gull.

En el curso de la mañana, los rehenes holandeses habían sido llevados a tierra e instalados en sus nuevos alojamientos, construidos para ellos por Hal y su grupo. Estaban bastante apartados de la laguna y separados del recinto donde se albergaban los tripulantes del Resolution.

Ahora la nave estaba vacía y lista para varar. Cuando la marea ascendió entre los promontorios, la tripulación, dirigida por Ned Tyler y Hal, comenzó a desviarla hacia la playa. Habían atado las roldanas más fuertes a árboles de buen tamaño y maromas a la popa y la proa del Resolución; con cincuenta hombres tirando de las líneas, la nave quedó paralela a la playa.

Aseguraron al barco allí donde tocó la blanca arena. Al retirarse la marea lo bajaron con aparejos sujetos a los palos de mesana y de trinquete, que aún estaban en pie. La nave escoró marcadamente, hasta que los mástiles tocaron la copa de los árboles, dejando expuesto todo el casco por el lado de estribor hasta la quilla. Sir Francis y Hal vadearon hasta allí para inspeccionarla. Descubrieron, con placer, que había pocas señales de infestación de teredos.

Había que reemplazar unas cuantas secciones de entablado; el trabajo se inició de inmediato. Cuando cayó la oscuridad se encendieron antorchas, pues era preciso continuar hasta que el ascenso de la marea los obligara a detener la tarea. Por fin Sir Francis fue a cenar en sus nuevos aposentos, mientras Hal daba órdenes de asegurar el casco hasta el día siguiente. Se apagaron las antorchas y Ned se llevó a los hombres para una cena tardía.

Hal no tenía hambre de comida. Sus apetitos eran de diferente clase, pero pasaría cuando menos una hora más antes deque pudiera satisfacerlos. Una vez solo en la playa, estudió al Gull por sobre la angosta banda de agua. Todo parecía estar encalma. Los pequeños botes seguían flotando al costado, pero no se tardaría mucho en izarlos a bordo y cerrar las escotillas para hacerse a la mar.

El muchacho se adentró entre los árboles y bajó hasta la línea de cañones. Bajando la voz, habló con los hombres que montaban guardia junto a las culebrinas. Vigiló una vez más el emplazamiento de cada uno, asegurándose de que apuntaran bien a la silueta oscura del Gull, que descansaba en un campo estrellado, en la superficie de la serena laguna. Por un rato se quedó sentado junto a Daniel, meciendo las piernas que colgaban hacia los cañones.

—No os preocupéis, señor Henry. —Hasta Daniel utilizaba con bastante naturalidad esa nueva forma respetuosa de tratarlo—. No perdemos de vista a ese pelirrojo cretino. Podéis ir a cenar.

—¿Desde cuándo no duermes, Daniel? —preguntó Hal.

—No os preocupéis por mí. El cambio de guardia será muy pronto. Timothy va a reemplazarme.

A la puerta de su choza Hal encontró a Aboli, quieto como una sombra; sentado junto al fuego, lo esperaba con una jarra de cerveza liviana y una escudilla con trozos de pato asado y pan.

—No tengo hambre, Aboli —protestó el joven.

—Come. —Aboli lo obligó a tomar la escudilla—. Necesitarás fuerzas para la tarea que te espera esta noche.

Hal aceptó el plato, pero trató de interpretar el significado más profundo de ese consejo. La luz del fuego bailaba en esas facciones oscuras y enigmáticas como las de un ídolo pagano, iluminando los tatuajes de las mejillas, pero los ojos se mantenían inescrutables.

Hal utilizó el puñal para dividir la pechuga del pato y ofreció la mitad a Aboli.

—¿Qué tarea es esa? —preguntó, cauteloso.

Aboli desgarró un trozo de carne con los dientes y se encogió de hombros.

—Cuando pases por el agujero de la empalizada para ejecutarla, pon cuidado de no desgarrarte las partes tiernas con alguna espina.

Las mandíbulas de Hal dejaron de moverse; el pato perdió su sabor. Aboli debía de haber descubierto el estrecho pasaje que Hal había dejado abierto en la cerca de espinillos, tras la choza de Katinka.

—¿Cómo te enteraste? —preguntó con la boca llena.

—¿Cómo no enterarme? Cuando miras en cierta dirección tus ojos son como la Luna llena, y a medianoche he oído en la popa tus rugidos, como los de un búfalo herido.

Hal quedó estupefacto. Había actuado con tanto cuidado y astucia…

—¿Crees que mi padre también lo sabe? —preguntó, temeroso.

—Todavía estás vivo —señaló Aboli—. Si él lo supiera no sería así.

—¿No se lo dirás a nadie? —susurró el muchacho—. A él, menos aún.

—A él menos que a nadie —concordó el negro—. Pero ten cuidado de no cavar tu propia tumba con esa pala que tienes entre las piernas.

—La amo, Aboli —murmuró Hal—. Por pensar en ella no puedo dormir.

—Ya he oído tus desvelos. Temí que despertaras con ellos a toda la tripulación.

—No te burles de mí, Aboli. La falta de ella me matará.

—En ese caso, tendré que llevarte a ella para salvarte la vida.

—¿Vendrías conmigo? —El ofrecimiento tomó a Hal por sorpresa.

—Esperaré junto al agujero de la empalizada. Para custodiarte. Necesitarás ayuda, si el esposo te encuentra donde a él le gustaría estar.

—¡Ese animal gordo! —exclamó Hal, furioso, odiándolo con todo su corazón.

—Gordo, puede ser. Astuto, casi con certeza. Poderoso, sin duda. Pero no lo subestimes, Gundwane. —Aboli se levantó—. Iré adelante para ver si el camino está libre.

Los dos se deslizaron calladamente por la oscuridad y se detuvieron en la parte posterior de la empalizada.

—No hace falta que me esperes, Aboli —susurró Hal—. Quizá tarde un rato.

—Si no fuera así, me llevaría una desilusión —reconoció Aboli, en su propia lengua—. Recuerda siempre este consejo, que te servirá para todos los días de tu vida. La pasión del hombre es como el fuego en el pasto alto y seco: arde con furia, pero se agota pronto. La mujer es como un caldero de mago: debe hervir largamente sobre las brasas antes de poder brindar su hechizo. Sé rápido para todo, salvo para el amor.

Hal suspiró en la oscuridad.

—¿Por qué las mujeres tienen que ser tan diferentes de nosotros, Aboli?

—Demos gracias a todos tus dioses, y también a los míos, porque así sea. —Los dientes del negro brillaron en una gran sonrisa. Luego empujó suavemente a Hal hacia la abertura—. Si llamas, aquí estaré.

En la choza de Katinka aún estaba la lámpara encendida. Las astillas de luz amarillenta se filtraban por los puntos débiles del empajado. Hal escuchó con atención, pero no oyó voz alguna. Entonces se escurrió hasta la puerta, que no estaba del todo cerrada. Echó un vistazo a la enorme cama de dosel que sus hombres habían llevado desde el Resolution. Como las cortinas estaban corridas para evitar el paso de los insectos, Hal no tenía la certeza de que hubiera una sola persona tras ellas.

Se deslizó calladamente hasta la cama. En cuanto tocó las cortinas, una mano pequeña y blanca asomó por entre los pliegues para tirar de él hacia adentro.

—¡No hables! —susurró ella—. ¡No digas una palabra!

Sus dedos volaron con habilidad por los botones de la camisa, abriéndola hasta la cintura; luego le clavó dolorosamente las uñas en el pecho, al tiempo que le cubría la boca con sus labios. Hasta entonces nunca lo había besado; el calor y la suavidad de esos labios lo dejaron atónito. Trató de tocarle los pechos, pero ella le sujetó las muñecas y se las retuvo contra los costados, mientras le deslizaba la lengua en la boca, entrelazándola con la suya, retorcida y escurridiza como una anguila viva, provocándolo poco a poco hasta excitarlo como nunca antes.

Luego, sin soltarle las manos, lo obligó a tenderse hacia atrás. Sus dedos veloces desabrocharon los pantalones de pana. En un revoloteo de sedas y encajes, Katinka montó a horcajadas sobre sus caderas y lo inmovilizó contra el cubrecama de satén, buscándolo con la pelvis, sin usar las manos, hasta que lo introdujo en su calor secreto.

Mucho más tarde, Hal cayó en un sueño tan profundo que era como una pequeña muerte.

Lo despertó una mano insistente en el brazo desnudo. Hal despertó alarmado.

—¿Qué…?

Pero la mano le cubrió la boca, amordazando la palabra siguiente.

—¡Gundwane! No hagas ruido. Busca tu ropa y acompáñame. ¡Pronto!

Se levantó con suavidad, para no perturbar a la mujer que dormía a su lado, y buscó los pantalones que ella había dejado caer. No volvieron a hablar hasta que estuvieron fuera de la empalizada. Allí Hal levantó la vista hacia el firmamento y vio, por el ángulo de la gran Cruz del Sur con el horizonte, que faltaba poco más de una hora para el amanecer. Era la hora de las brujas, cuando todos los recursos humanos están en su punto más bajo. Volvió la vista hacia la silueta oscura del negro.

—¿Qué pasa, Aboli? ¿Por qué me llamaste?

—¡Escucha! —Su compañero le puso una mano en el hombro. Hal inclinó la cabeza.

—No oigo nada.

—¡Espera! —Aboli le apretó el hombro, pidiendo silencio.

Entonces Hal percibió, lejana y débil, amortiguada por los árboles, un arrebato de risa incontrolable.

—¿Dónde…? —inquirió el muchacho, desconcertado.

—En la playa.

—¡Por los clavos de Cristo! —barbotó Hal—. ¿Qué diablura es esta?

Echó a correr hacia la laguna, con Aboli a su lado, tropezando en la oscuridad con las ramas bajas que le castigaban la cara. Al llegar a las primeras chozas del campamento oyeron nuevos ruidos, un fragmento de canción gangosa y una risotada enloquecida.

—Los cañones —jadeó Hal.

Y en ese momento vieron, en el último destello de la fogata moribunda, una pálida silueta humana hacia adelante.

—¿Quién es? —Lo desafió la voz de Sir Francis.

—Soy Hal, padre.

—¿Qué sucede? —Era obvio que él acababa de despertar, pues estaba en mangas de camisa y su voz sonaba entorpecida por el sueño. Pero tenía la espada en la mano.

—No sé —dijo el muchacho. Hubo otro rugido de risa estúpida—. Proviene de la playa. De los cañones.

Sin decir una palabra más, los tres continuaron la carrera y llegaron juntos a la primera culebrina. Allí, a la orilla de la laguna, el dosel del follaje se hacía más tenue, permitiendo el paso de los últimos rayos de Luna; era luz suficiente para ver a uno de los artilleros caído sobre el largo caño de bronce. Cuando Sir Francis le acertó con un furioso puntapié, el hombre se derrumbó en la arena.

Fue entonces cuando Hal descubrió el pequeño barril en el borde del foso. Otro de los artilleros, ignorantes de su presencia allí, estaba en cuatro patas y lamía, como un perro, el líquido que chorreaba de la espita. Hal percibió el aroma azucarado, pesado en el aire nocturno como las emanaciones de alguna flor ponzoñosa. Bajó de un salto al foso y sujetó al artillero por el pelo.

—¿De dónde sacaste el ron? —bramó.

El hombre lo miró con ojos legañosos. Hal echó atrás el puño y le asestó un golpe que le hizo resonar los dientes en la mandíbula.

—¡Condenado imbécil! ¿De dónde lo sacaste? —Hal lo pinchó con la punta del puñal—. Respóndeme, si no quieres que te corte el cuello.

El dolor y la amenaza hicieron que su víctima reaccionara.

—Fue un regalo de despedida de Su Señoría —balbuceó. Nos envió un barril desde el Gull, para que bebiéramos a su salud y lo acompañáramos con nuestras plegarias.

Hal arrojó lejos de sí al borracho y subió de un salto al parapeto.

—¿Y los otros artilleros? ¿Acaso el Aguilucho ha enviado sus regalos a todos?

Corrieron a lo largo de los emplazamientos; en cada uno encontraron cuerpos inertes junto a barriles de roble que despedían un olor dulzón. Unos pocos de los tripulantes estaban aún de pie, pero aun esos se tambaleaban, babeantes de intoxicación. Eran pocos los marineros ingleses capaces de resistir la esencia ardiente de la caña azucarera.

Hasta Timothy Reilly, uno de los timoneles de confianza, había sucumbido. Trató de contestar a la acusación de Sir Francis, pero se bamboleaba; en cuanto Sir Francis lo golpeó en la cabeza con la empuñadura de la espada, el hombre se derrumbó en la arena.

En ese momento, el Grandote Daniel apareció corriendo desde el campamento.

—Oí el alboroto, capitán. ¿Qué ha pasado?

—El Aguilucho ha emborrachado a los artilleros. Están todos atontados. —Su voz temblaba de furia—. Esto sólo puede significar una cosa: no hay un momento que perder. Despertad al campamento. Que los hombres tomen las armas… pero que sea sin ruido.

Mientras Daniel se alejaba a toda carrera, Hal oyó un leve ruido en el barco oscuro anclado al otro lado de la laguna; era un lejano repiqueteo de gatillos y ruedas dentadas, que le provocó escalofríos por la columna.

—¡El cabrestante! —exclamó—. ¡El Gull está tensando la codera!

A la luz de la Luna, la silueta del Gull empezaba a alterarse, en tanto la maroma que corría desde el ancla hasta el cabrestante tiraba de la popa, haciéndola girar hasta que todo el costado quedó frente a la playa.

—¡Tiene los cañones afuera! —exclamó Sir Francis, al ver el destello de la Luna en el metal. Detrás de cada uno se distinguía ya el débil resplandor de una mecha de combustión lenta, en las manos de los artilleros.

—¡Por los cuernos de Satán! ¡Van a disparar contra nosotros! ¡Baja! ¡Cuerpo a tierra!

Hal saltó desde el parapeto al foso de los cañones y se arrojó al suelo arenoso.

De pronto la noche se iluminó intensamente, como por efecto de un relámpago. Un instante después, el trueno le castigó los tímpanos; el tornado de un disparo barrió la playa, azotando el bosque en derredor. El Gull había disparado todos sus cañones hacia el campamento, en una devastadora andanada.

La metralla desgarró el follaje y las ramas; sobre ellos cayó una lluvia de hojas y trozos de corteza húmeda. Llenaba el aire un letal enjambre de astillas arrancadas a los troncos.

Las frágiles chozas no brindaban protección alguna a sus ocupantes. La andanada las atravesó, haciendo volar postes y aplanando las endebles estructuras como si hubieran sido alcanzadas por una ola gigantesca. Se oían los chillidos aterrorizados de los hombres, que despertaban a una pesadilla, junto con sollozos y alaridos de aquellos derribados por los proyectiles o atravesados por las astillas.

El Gull había desaparecido tras la humareda de sus propios cañones, pero Sir Francis se levantó de un salto para arrancar la mecha humeante que sostenía la mano insensible del artillero ebrio. Echó un vistazo a las miras de la culebrina; aún apuntaban hacia el humo arremolinado tras el cual se ocultaba el Gull. Acercó la mecha al agujero de contacto. La culebrina emitió una larga bocanada de humo plateado y retrocedió contra su aparejo. Sir Francis no pudo ver el resultado de su disparo, pero gritó una orden a los artilleros que aún estaban en condiciones de obedecer.

—¡Fuego! ¡Abrid fuego! ¡Disparad tan deprisa como podáis!

Se oyó una salva desordenada, pero un momento después muchos de los artilleros se levantaron a duras penas, tambaleantes, para perderse entre los árboles.

Hal subió al borde del parapeto, llamando a gritos a Aboli y Daniel.

—¡Vamos! Traed una mecha cada uno y seguidme. ¡Debemos cruzar a la isla!

Daniel ya estaba ayudando a Sir Francis a recargar la culebrina.

—Deja eso, Daniel. Deja esa tarea a otros. Necesito tu ayuda.

Mientras ellos iniciaban juntos la marcha por la playa, el banco de niebla que cubría al Gull se hizo a un lado y el barco disparó la andanada siguiente. Sólo habían pasado dos minutos desde la primera. Sus artilleros eran veloces y estaban bien adiestrados; además, contaban con la ventaja de la sorpresa. Una vez más, una tormenta de artillería barrió la playa y desgarró el bosque con efectos mortíferos.

Hal vio que una bala de plomo alcanzaba de lleno a una de sus culebrinas. El aparejo se rompió, permitiendo que el cañón saliera disparado hacia atrás, apuntando la boca hacia las estrellas.

Los gritos de heridos y moribundos crecían en el pandemónium de la desesperación, en tanto los hombres iban desertando de sus puestos para huir entre los árboles. El fuego intermitente de los fosos fue menguando hasta que sólo se oyó el estruendo ocasional de un solo cañón. Una vez que la batería quedó acallada, el Aguilucho giró sus armas hacia las chozas restantes y los matorrales donde los tripulantes del Resolution habían buscado amparo.

Hal oyó los gritos victoriosos que lanzaba la tripulación del Gull, en tanto volvían a cargar y a disparar.

—¡Por el Gull y por Cumbrae! —gritaban.

No hubo más andanadas, pero sí un constante tartamudeo de disparos: cada cañón disparaba en cuanto estaba preparado. Las bocas destellaban dentro del sulfuroso humo blanco, como llamaradas del infierno.

Mientras corría, Hal oyó a su espalda la voz de su padre, que trataba de reunir a su destruida y desmoralizada tripulación. Aboli corría junto a su hombro. Daniel iba pocos pasos más atrás, perdiendo terreno ante los dos veloces corredores.

—Necesitarás más hombres para la botadura —jadeó Daniel—. Son pesadas.

—Ahora no encontrarás quién te ayude. Están todos borrachos perdidos o huyendo para salvar la vida —gruñó Hal. Pero aun mientras hablaba vio que Ned Tyler salía precipitadamente del bosque, un trecho más adelante, a la cabeza de cinco marineros. Todos parecían bastante sobrios.

—¡Bien, Ned! —gritó Hal—. Pero debemos apresurarnos. El Aguilucho enviará a sus hombres a la playa en cuanto haya acallado nuestras baterías.

Cruzaron en grupo el canal que los separaba de la isla. Como la marea estaba baja, al principio caminaron con dificultad por el barro glutinoso que les succionaba los pies; luego avanzaron hacia el agua abierta, vadeando, nadando y a la rastra, con el tronar de los cañones del Gull como acicate.

—Apenas hay una brisa del sudoeste jadeó el Grandote al salir, chorreando agua, a la playa de la isla. —No nos servirá.

Hal, sin decir nada, arrancó una rama seca y la encendió con su mecha. Llevándola en alto para iluminar el camino, corrió hacia el interior del bosque. En pocos minutos estaban del otro lado de la isla. Hal se detuvo a mirar el Gull, anclado en el canal mayor.

La aurora venía deprisa y la noche huía ante ella. Bajo la luz plateada, la laguna relumbraba suavemente, como una lámina de peltre pulido.

El Aguilucho seguía utilizando sus cañones de uno y otro lado, gracias al uso de la codera, haciendo girar el barco sobre el ancla para poder elegir cualquier blanco. De los emplazamientos de la playa apenas surgía algún destello aislado, que Cumbrae respondía de inmediato, haciendo girar el barco para lanzar toda la potencia de su andanada, sofocándolos con un torbellino de metralla, arena voladora y árboles derribados.

Todo el grupo de Hal estaba sin aliento tras la dura carrera por el barro y el cruce del canal.

—No hay tiempo para descansar —dijo el muchacho, sibilante la respiración en la garganta.

Las naves incendiarias estaban cubiertas con montículos de ramas cortadas. Las sacaron del escondrijo y se formaron en círculo alrededor de la primera; cada uno buscó asidero.

—¡Todos a la vez! —los exhortó Hal.

Entre todos lograron apenas separar de la arena las quillas del doble casco, pesado por las brazadas de leña seca empapada de brea, para tornarla más inflamable.

A tropezones, cargados con ella, bajaron por la playa y la dejaron caer en los bajíos, donde quedó meciéndose; el cuadrado de lona sucia, sostenido por un mástil romo, se agitaba ociosamente ante los leves golpes de la brisa que descendía de los promontorios. Hal se enroscó el cabo a la muñeca, para evitar que se alejara a la deriva.

—¡No hay viento suficiente! —se lamentó el Grandote, mirando al cielo—. ¡Dios mío, envíanos una buena brisa!

—Reserva las plegarias para más tarde. —Hal aseguró la embarcación y volvió corriendo hacia los árboles. A la rastra, a empujones, bajaron otras dos hasta la orilla del agua.

—Todavía no hay viento. —Daniel echó un vistazo al Gull. La luz se había intensificado en ese breve rato. Cuando se detuvieron para tomar aliento vieron que los hombres del Aguilucho abandonaban sus cañones y, entre gritos de júbilo, blandiendo chafarotes y lanzas, se lanzaban hacia los botes.

—¡Mirad esos cerdos! Creen que el combate está decidido —gruñó Ned Tyler—. V n en busca del botín.

Hal vaciló. Aún quedaban otras dos naves incendiarias en el borde del bosque, pero tardarían demasiado en lanzarlas.

—Tendremos que hacer algo para que cambien de opinión —dijo, ceñudo.

Y sujetó entre los dientes la mecha de combustión lenta. Se adentró en el agua, vadeando, hasta donde cabeceaba la primera nave incendiaria. Una vez allí, aplicó la mecha al montón de leña. Hubo un chisporroteo y una llamarada; manando humo azul, la embarcación se alejó a la deriva, impulsada por esa brisa perezosa, en tanto se encendían los leños empapados de brea.

Hal asió el cabo atado a la proa y la llevó a remolque hacia el canal. Diez o doce metros más allá se encontró en aguas profundas, donde ya no hacía pie. Entonces buscó asidero en la popa y pateó con fuerza, impulsando la embarcación.

Al ver lo que estaba haciendo, Aboli se zambulló de cabeza en la laguna y lo alcanzó con unas cuantas brazadas potentes. Entre ambos pudieron empujar con más fuerza.

Con una mano en la popa, Hal sacó la cabeza del agua para orientarse y vio la flotilla de botes que se dirigían a la playa, cargados con los marineros del Gull, que chillaban como locos, haciendo centellear las armas a la luz del amanecer. Tan seguro de la victoria estaba el Aguilucho que apenas había dejado a unos pocos hombres custodiando el barco.

Hal echó una mirada por sobre el hombro. Ned y Daniel, siguiendo su ejemplo, habían conducido al resto del grupo al agua e iban tras la popa de otras dos embarcaciones, pateando hasta levantar espuma blanca para llevarlas hacia el canal. De las tres embarcaciones se elevaban volutas de humo según las llamas iban prendiendo en la carga de leña embreada.

Siguió trabajando empecinadamente con las dos piernas para impulsar el bote hacia el Gull. Algo más allá encontraron la marea en ascenso, que los llevó con más celeridad, como a tres patos lisiados.

Cuando la primera de las embarcaciones desvió la proa, Hal tuvo una mejor visión de la playa. Reconoció la cabeza flamígera del Aguilucho en la lancha que encabezaba el ataque al campamento. A pesar del estruendo, le pareció oír sus carcajadas por encima del agua.

Un momento después tuvo que desviar su atención hacia la carga que llevaba, pues el fuego había prendido con firmeza y rugía en bulliciosa vida. Las llamas lanzaban densas columnas de humo negro, bailando y meciéndose ante la brisa creada por su propio calor. La única vela se hinchó con más decisión.

—¡Manténla en movimiento! —pidió Hal a Aboli, jadeante—. Dirígela dos puntos más a babor.

Una bocanada de calor se abatió sobre él, tan fiera que pareció robarle el aire de los pulmones. El muchacho hundió la cabeza bajo la superficie; salió resoplando, con el agua cayéndole encascadas desde el pelo, pero aún pateando con todas sus fuerzas. El Gull estaba a menos de ciento sesenta metros, en línea recta hacia adelante. Daniel y Ned lo seguían a poca distancia, con sendas embarcaciones envueltas en humo negro y llamas anaranjadas. El aire se estremecía sobre ellos, palpitando en el calor como un espejismo en el desierto.

—Manténla en movimiento —repitió Hal. Las piernas empezaban a dolerle de un modo insoportable; hablaba más para sí mismo que para Aboli. El cabo atado a la proa de la embarcación flotaba hacia atrás, amenazando con enredársele en las piernas, pero él lo apartó a puntapiés; no había tiempo para soltarlo.

Vio que la primera de las lanchas llegaba a la playa y Cumbrae saltaba a tierra, revoleando la espada escocesa en centelleantes círculos. Al tocar la arena echó la cabeza hacia atrás para emitir un escalofriante grito de guerra gaélico; luego trepó a saltos la empinada cuesta. Cuando llegó a la línea de árboles miró hacia atrás, para asegurarse de que sus hombres lo siguieran, y allí se detuvo, con la espada todavía en alto, la vista clavada en la escuadrilla de naves incendiarias que cruzaba el canal, florecidas de humo y llamas, firmemente dirigidas a su barco anclado.

—¡Ya casi hemos llegado! —jadeó Hal.

Las oleadas de calor que se estrellaban contra su cabeza parecían freírle los ojos. Volvió a sumergir la cabeza para refrescarla; al sacarla vio que estaban apenas a cincuenta metros del Gull.

Aun por sobre el crepitar de las llamas oyó el rugido del Aguilucho:

—¡A los botes! ¡Regresamos al Gull! Esos cretinos están enviando naves incendiarias contra él.

La fragata estaba cargada con el botín de un largo y empeñoso viaje corsario. La tripulación hizo oír un salvaje coro de furia al ver en peligro el fruto de esos tres años. La carrera hacia los botes fue aún más precipitada que la carga playa arriba.

El Aguilucho, de pie en la proa del primero, saltaba y gesticulaba de tal modo que amenazaba con volcarlo.

—¡Cuando tenga a esos cerdos asquerosos entre las manos! ¡Voy a arrancarles esas tripas mal ol…!

En ese momento reconoció la cabeza de Hal a la popa de la primera embarcación, bien iluminada por el fulgor de las llamas, y su voz ascendió una octava entera:

—¡Es el cachorro de Franky, por el infierno! ¡Ya verá! ¡Le voy a asar el hígado en su propio fuego! —chilló. Presa de una ira que le embargaba la voz, con la cara encendida, cortó el aire con la espada para acicatear a su tripulación.

Hal estaba apenas a diez o doce metros del alto costado del Gull; sus piernas exhaustas encontraron nuevas fuerzas. Aboli nadaba incansablemente, empleando una potente patada de rana que despedía una estela arremolinada detrás de él.

Mientras la lancha del Aguilucho se acercaba velozmente, ellos cubrieron los últimos metros. Hal sintió que la proa del bote chocaba con fuerza contra la popa del Gull. El impulso de la marea lo inmovilizó allí, haciéndolo girar de costado, haciendo que las llamas, avivadas por la brisa matinal, lamieran el flanco del barco, chamuscando y ennegreciendo la madera.

—¡Amarradla! —aulló el Aguilucho—. ¡Echadle un cabo para remolcarla hacia afuera!

Sus remeros se lanzaron directamente hacia la nave incendiaria, pero se acobardaron al sentir el calor que les salía al encuentro. El Aguilucho, en la proa, alzó las manos para cubrirse la cara; su roja barba se rizó, chamuscada.

—¡Atrás! —rugió—. ¡Atrás o nos freímos! —Miró a su timonel—. ¡Dame el ancla! Yo la engancharé para que podamos remolcarla.

Hal estaba por sumergirse para nadar bajo el agua, alejándose del calor, cuando oyó la orden de Cumbrae. Buscó la punta del cabo, que aún flotaba entre sus piernas, y lo sujetó entre los dientes. Luego nadó entre dos aguas, cruzando bajo el casco de la nave incendiaria, y emergió en el angosto espacio entre ella y el Gull, donde la mecha del timón rompía la superficie. Escupiendo agua de laguna, Hal pasó parte del cabo alrededor del macho. Su cara parecía estar ampollándose por el calor que lo castigaba con golpes de martillo, pero ató con firmeza la embarcación en llamas ala popa del Gull. Luego volvió a sumergirse y afloró junto a Aboli.

—¡A la playa! —jadeó—. Antes que el fuego alcance el polvorín del Gull.

Ambos partieron a grandes brazadas. Hal vio pasar la lancha tan cerca que casi habría podido tocarla, pero el Aguilucho había perdido todo interés por ellos. Estaba haciendo girar la pequeña ancla por sobre la cabeza; al fin la arrojó hacia la embarcación incendiaria y logró engancharla.

—¡A los remos! —gritó a su tripulación—. ¡Remolcadla!

Los remeros aplicaron todas sus fuerzas, pero inmediatamente la nave de fuego tensó el cabo de amarre que Hal había atado. Las palas batieron inútilmente el agua: era imposible remolcarla. Y en el Gull la madera del casco empezaba a humear ominosamente.

El fuego era el terror de todos los marinos. La nave estaba construida de materiales combustibles y llena de explosivos, madera y brea, lona y estopa, sebo, barriles de especias y de pólvora. Las caras de los tripulantes se contrajeron de miedo. Hasta el Aguilucho pareció enloquecer cuando, al levantar la vista, vio que las otras dos naves incendiarias se dirigían implacablemente hacia él.

—¡Detened a esas otras! —ordenó, señalándolas con la espada—. ¡Alejadlas de aquí!

Luego volvió su atención al bote en llamas amarrado al Gull.

Hal y Aboli estaban a cincuenta metros de distancia, rumbo a la playa, pero Hal se puso de espaldas para observar. Vio de inmediato que el Aguilucho había fracasado en sus esfuerzos por remolcar el bote incendiario. Ahora se dirigía hacia la proa de su barco para trepar a la cubierta, seguido por su tripulación.

—¡Baldes! —bramó—. ¡Formad una cadena de baldes! ¡A las bombas! ¡Diez hombres a las bombas! ¡Rociad las llamas!

Todos corrieron a obedecer, pero el fuego se extendía con celeridad, devorando la proa, bailando a lo largo de la regala, extendiéndose con apetito hacia las velas arrizadas en las vergas.

Una de las lanchas había enganchado la nave incendiaria de Ned y la estaba remolcando con frenéticas remadas. Otra intentaba echar un cabo a la de Daniel, pero las llamas obligaban a sus tripulantes a mantener distancia. Cada vez que lograban engancharla, Daniel nadaba en derredor y cortaba la soga con un golpe de puñal. Aquellos remeros que llevaban armas de fuego disparaban desesperadamente hacia su cabeza bamboleante, levantando llovizna a su alrededor, pero el Grandote parecía invulnerable.

Aboli se había adelantado un trecho. Hal giró para nadar tras él hasta la playa. Juntos subieron a la carrera por la arena blanca, rumbo al bosque destrozado por los disparos. Sir Francis seguía en el foso donde lo habían dejado, pero ahora lo rodeaba un escaso grupo de sobrevivientes que estaban recargando el gran cañón. Hal llegó hasta él, gritando:

—¿Qué debo hacer?

—Ve con Aboli en busca de más hombres. Cargad otra culebrina. Abrid fuego contra el Gull —ordenó sir Francis, sin apartar la vista del cañón.

Hal corrió nuevamente hacia los árboles. Halló a cinco o seis hombres, a quienes él y Aboli sacaron a puntapiés de los agujeros y las matas donde se habían escondido, para llevarlos de nuevo a la batería silenciosa.

En los pocos minutos que tardaron en reunir a los artilleros, la escena de la laguna cambió por entero. Daniel había logrado asegurar su nave incendiaria contra el flanco del Gull; sus llamas aumentaban la confusión y el pánico a bordo de la fragata. Ahora el Grandote nadaba también hacia la playa, remolcando a dos de sus hombres, que no sabían nadar.

La tripulación del Gull había enganchado el bote de Ned y lo estaba remolcando hacia afuera. Ned y sus tres compañeros también avanzaban torpemente hacia la costa, pero uno de ellos se dio por vencido y desapareció bajo la superficie.

Esa muerte acicateó la cólera de Hal, que vertió un puñado de pólvora en la boca de la culebrina, en tanto Aboli utilizaba un pasador de hierro para apuntarla. Su rugido fue ensordecedor. Los hombres de Hal gritaron de alegría al ver que toda la carga de metralla hacía blanco en la lancha que remolcaba el bote abandonado por Ned. El disparo la desintegró; los hombres amontonados en ella fueron arrojados a la laguna, donde quedaron chapoteando y pidiendo ayuda a gritos. Trataron de subir ala lancha más próxima, que ya estaba atestada, y sus ocupantes los rechazaron con los remos. A pesar de todo, algunos lograron asirse de la regala. En el consiguiente forcejeo, la embarcación escoró pesadamente y acabó por darse vuelta. Alrededor de los cascos ardientes, el agua se llenó de restos y cabezas de nadadores frenéticos.

Hal se concentró en la tarea de recargar el cañón. Cuando volvió a levantar la vista vio que algunos de los náufragos habían llegado al Gull y estaban trepando por las escalerillas hacia la cubierta. Por fin el Aguilucho había puesto las bombas en funcionamiento; doce hombres subían y bajaban como otros tantos monjes dedicados a la oración, aplicando su peso a las manivelas; las boquillas de las mangas arrojaban blancos chorros de agua a la base de las llamas, que ya se iban extendiendo por la proa del Gull.

El siguiente disparo de Hal destrozó la barandilla de babor y, en su trayectoria, barrió al grupo que operaba la bomba de proa. Cuatro de los hombres desaparecieron como arrebatados por una garra invisible, bañando de sangre a sus compañeros. El chorro de agua de esa manga se redujo hasta cesar.

—¡Más hombres allí! —La voz de Cumbrae resonó por sobre la laguna, enviando a otros a ocupar el lugar de los muertos. De inmediato revivió el chorro, pero hizo poca impresión en las llamas que ahora rodeaban toda la popa de la fragata.

Daniel llegó a la costa y, dejando caer en la arena a los dos hombres que había rescatado, corrió hacia los árboles.

—Encárgate de un cañón —le gritó Hal—. Cárgalo con metralla y apunta a las cubiertas. Impídeles que combatan el incendio.

El Grandote le mostró los negros dientes en una sonrisa y se tocó la frente con los nudillos.

—Tocaremos una bonita canción para que baile Su Señoría prometió.

Los tripulantes del Resolution, desmoralizados por el solapado ataque del Gull, comenzaban a reanimarse al ver ese vuelco de la fortuna. Uno o dos más emergieron del bosque, donde habían estado escondidos. Cuando los disparos empezaron a castigar el casco de la fragata, los otros se envalentonaron y corrieron a operar los cañones. Pronto hubo una sábana de fuego y humo entre la arboladura del Gull. Las llamas habían alcanzado las vergas de mesana y estaban prendiendo en las velas aferradas. Hal vio que el Aguilucho caminaba a grandes pasos entre el humo, iluminado por las llamas de su barco incendiado, con un hacha en la mano. Se inclinó hacia el cabo de ancla, allí donde estaba más tenso, y lo cortó con un golpe gigantesco. De inmediato la nave comenzó a derivar de costado. El escocés, alzando la cabeza, gritó una orden a sus marineros, que estaban trepando por los obenques.

Los hombres desplegaron la vela mayor y la nave respondió con prontitud. Al captar la brisa, las llamas se dirigieron hacia afuera y los que combatían contra el fuego pudieron dirigir el agua de las mangas hacia la base del fuego. Por una breve distancia llevó a remolque a las dos naves incendiarias, pero cuando los cabos que las aseguraban se quemaron por completo, el Gull pudo dejarlas atrás en su lento curso por el canal.

A lo largo de la playa, las culebrinas continuaron disparando contra él salva tras salva, hasta que la fragata estuvo fuera de su alcance. Entonces la batería quedó en silencio. Aún manando humo y llamas por atrás, el Gull se dirigía hacia el mar abierto. Cuando ya parecía estar fuera de peligro, entre los promontorios, las baterías escondidas en los acantilados abrieron fuego contra él. Una nube de humo brotó entre las rocas grises; las balas de cañón levantaron bocanadas de espuma a lo largo de la línea de flotación o abrieron agujeros en las velas.

La fragata pasó penosamente por ese baqueteo, hasta que finalmente se vio fuera del alcance de las humeantes baterías.

—¡Señor Courtney! —gritó Sir Francis a Hal; aun en el calor del combate había utilizado ese trato formal—. Tomad un bote para cruzar hasta los promontorios. Mantened al Gull bajo observación.

Hal y Aboli cruzaron la bahía y treparon hasta lo alto. El Gull estaba ya a una milla de la costa, navegando proa al viento, con las velas extendidas en los dos palos delanteros. De su popa brotaban volutas de humo gris. Hal vio que las velas bajas de mesana y la botavara estaban ennegrecidas y ardiendo todavía. En las cubiertas pululaban las diminutas siluetas de los tripulantes, apagando los últimos focos y esforzándose por poner el buque bajo control.

—Hemos dado a Su Señoría una lección que no olvidará por mucho tiempo —se exaltó Hal—. Creo que tardará bastante envolver a darnos problemas.

—El león herido es el más peligroso —gruñó Aboli—. Aunque le hayamos limado los dientes, aún tiene garras.

Cuando Hal bajó del bote a la playa, por debajo del campamento, descubrió que su padre ya había puesto a un grupo de hombres a reparar el daño sufrido por los emplazamientos de culebrinas en la costa. Estaban reconstruyendo los parapetos y remontando los dos cañones que habían sido derribados de sus aparejos.

El Resolution, varado en la playa, había sido alcanzado por un disparo y tenía grandes heridas en los maderos. Los disparos de metralla salpicaban los flancos, pero no habían logrado penetrar sus recias tablas. El carpintero y sus hombres ya estaban retirando las partes dañadas para revisar la estructura de abajo, tarea preparatoria para reemplazarlas con nuevas tablas de roble, tomadas de las reservas de a bordo. Los calderos de brea burbujeaban sobre las brasas. Por todo el campamento resonaba el chirrido de los serruchos.

Hal encontró a su padre entre los árboles, donde se había tendido a los heridos bajo el reparo improvisado de una lona. Contó diecisiete y, a primera vista, comprendió que tres de ellos, cuando menos, no verían el siguiente amanecer. Sobre ellos pendía ya el aura de la muerte.

Ned Tyler oficiaba de cirujano; preparado para ese papel en la recia escuela empírica de la cubierta de tiro, blandía los instrumentos con el mismo abandono recio de los carpinteros que trabajaban en el casco del Resolution.

Hal vio que estaba ejecutando una amputación. Uno de los hombres había recibido un disparo de metralla en la pierna, justo debajo de la rodilla, y el miembro pendía de un jirón de carne, del que asomaban los tendones blancos y agudas astillas de hueso. Dos de sus hombres trataban de sujetar al paciente, que corcoveaba y se retorcía sobre la lona empapada de sangre, con un trozo de cuero doblado entre los dientes. El marinero lo mordía con tanta fuerza que los músculos del cuello sobresalían como cuerdas de esparto. Tenía los ojos desorbitados, la cara carmesí y los labios contraídos en un rictus terrorífico. Hal vio estallar uno de sus dientes podridos bajo la presión de la mordida.

Apartó los ojos para iniciar su informe.

—Cuando perdí de vista al Gull llevaba rumbo oeste. El Aguilucho parece haber dominado el incendio, aunque todavía desprende una nube de humo…

Lo interrumpieron los alaridos que lanzó el hombre cuando Ned dejó a un lado el cuchillo para tomar el serrucho. De pronto se hizo el silencio; el herido quedó inerte entre las manos de los hombres que lo sujetaban. Ned dio un paso atrás, meneando la cabeza.

—El pobre diablo se ha ido de licencia. Traed al siguiente. —Y se limpió el sudor con una mano cubierta de sangre.

Aun con el estómago revuelto, Hal mantuvo la voz serena.

—Cumbrae estaba izando todas las velas que el Gull podía soportar.

Había decidido no dar ninguna muestra de debilidad frente a sus hombres y su padre, pero la voz se le apagó al ver que Ned comenzaba a arrancar una enorme astilla de madera clavada en la espalda de otro marinero. No pudo apartar los ojos.

Los dos corpulentos asistentes se montaron a horcajadas en el paciente para sujetarlo, mientras Ned sujetaba el extremo saliente de la astilla con un par de tenazas. Apoyando un pie en la espalda del hombre, se inclinó hacia atrás con todo su peso. El trozo de madera era tan grueso como un pulgar y tenía la forma de una cabeza de flecha. Sólo cedió su asidero en la carne viva con la mayor resistencia. Los gritos del hombre resonaban por todo el bosque.

En ese momento apareció el gobernador van de Velde entre los árboles. Traía del brazo a su esposa, que sollozaba patéticamente y apenas podía sostener su propio peso. Zelda la seguía a poca distancia, tratando de acercarle un frasco de sales a la nariz.

—¡Capitán Courtney! —invocó van de Velde—. Debo protestar con la mayor energía. Nos habéis hecho pasar por un peligro horrendo. Una bala atravesó el techo de mi morada. ¡Podría haberme matado!

Y se limpió la papada chorreante con el pañuelo de cuello.

En ese momento, el pobre hombre que Ned estaba atendiendo dejó escapar un chillido penetrante; uno de los asistentes acababa de verter brea caliente en la profunda herida de su espalda, a fin de restañar la sangre.

—Debéis mantener callados a estos rufianes vuestros. —Van de Velde agitó una mano hacia el marinero herido—. Sus balidos de establo asustan y ofenden a mi esposa.

Con un último gruñido, el paciente quedó laxo y mudo; la bondad de Ned lo había matado. Sir Francis, con expresión ceñuda, se sacó el sombrero ante Katinka.

—Mevrouw, ya veis lo considerados que somos para con vuestra sensibilidad. Este rudo compañero ha preferido morir para no ofenderos más. —Con expresión dura y poco amable, prosiguió—. En vez de gimotear y desmayaros, tal vez queráis ayudar a maese Ned en la tarea de atender a los heridos.

Ante esa sugerencia, van de Velde se irguió en toda su estatura para fulminarlo con la mirada.

—Insultáis a mi esposa, Mijnheer. ¿Cómo os atrevéis a sugerir que actúe como servidora de estos campesinos toscos?

—Me disculpo ante vuestra señora, pero sugiero que, si no ha de cumplir otra finalidad que embellecer el paisaje, será mejor que la retengáis en su choza. Es seguro que habrá más espectáculos y sonidos desagradables para poner a prueba su resistencia.

Sir Francis hizo un gesto a Hal para que lo siguiera y dio la espalda al gobernador. Los Courtney marcharon juntos hacia la playa, más allá de los marineros, que estaban envolviendo a los muertos en sus sudarios de lona; otro grupo cavaba las tumbas. Con semejante calor era preciso enterrarlos el mismo día. Hal contó los bultos.

—Sólo doce son nuestros —le dijo el padre—. Los otros siete son del Gull. El agua los trajo a la playa. También hemos tomado ocho prisioneros. Ahora voy a ocuparme de ellos.

Los cautivos estaban bajo custodia en la playa, sentados en hilera con las manos cruzadas detrás de la nuca. Al acercarse a ellos Sir Francis dijo, en voz lo bastante alta como para que todos oyeran:

—Señor Courtney: haced que vuestros hombres pongan ocho nudos corredizos en ese árbol. —Señalaba las extensas ramas de una enorme higuera salvaje—. Vamos a colgar unas cuantas frutas nuevas.

Y agregó una risa entre dientes, tan macabra que Hal dio un respingo.

Los ocho levantaron un gemido de protesta:

—No nos ahorquéis, señor. Las órdenes eran de Su Señoría. Nosotros sólo hicimos lo que se nos mandó.

Sir Francis no les prestó atención.

—Haced poner esas cuerdas, señor Courtney.

Hal aún vaciló por un momento, pues lo horrorizaba tener que llevar a cabo una ejecución a sangre fría, pero al ver la expresión de su padre se apresuró a obedecer.

En poco tiempo se arrojaron las sogas por sobre las ramas más fuertes y se hicieron los nudos corredizos en los extremos colgantes. Un equipo del Resolution se preparó para izar a las víctimas. Uno a uno, los ocho prisioneros del Gull fueron arrastrados hasta las cuerdas, con las manos atadas a la espalda, y se les pasó la cabeza a través de los lazos. A una orden de su padre, Hal recorrió la línea para ajustar los nudos bajo las orejas de cada hombre. Luego regresó hacia su padre, pálido y descompuesto, y le hizo la venia.

—Listo para proceder con la ejecución, señor.

Sir Francis, que estaba medio de espaldas a los condenados, dijo suavemente, por la comisura de la boca:

—Pídeme por ellos:

—¿Cómo, señor? —preguntó Hal, desconcertado.

—¡Maldito seas! —A Sir Francis se le quebró la voz—. Pídeme que les perdone la vida.

—Con vuestro perdón, señor, ¿no podríais dejar vivir a estos hombres? —Sugirió el muchacho, en voz alta.

—Esa canalla sólo merece la horca —bramó Sir Francis—. Quiero verlos danzar una jiga frente al diablo.

—No hicieron otra cosa que cumplir con las órdenes de su capitán. —Hal se estaba entusiasmando con el papel de abogado defensor—. ¿No podéis darles una oportunidad?

Los ocho hombres, con el nudo corredizo al cuello, sacudían afirmativamente la cabeza mientras seguían la discusión. Aunque se los veía abatidos, en sus ojos había un vago destello de esperanza. Sir Francis se tocó el mentón.

—No sé. —Aún mantenía su expresión feroz—. ¿Qué haríamos con ellos? ¿Dejarlos en el bosque, para que sirvan de pienso a las bestias y a los caníbales? Sería más misericordioso ahorcarlos.

—Podríais tomarles juramento como tripulantes para reemplazar a los hombres que hemos perdido —suplicó Hal.

Su padre se mostró aún más dubitativo.

—No creo que se avinieran a jurar lealtad, ¿verdad? —Echó una mirada fulminante a los condenados, que habrían caído de rodillas a no ser por los lazos.

—Os serviremos fielmente, señor. El joven caballero tiene razón. No hallaréis hombres mejores ni más leales.

—Traed la Biblia de mi choza —gruñó Sir Francis.

Los ocho marineros prestaron juramento de servicio con el nudo corredizo aún rodeándoles el cuello.

Después de soltarlos, Daniel se los llevó, mientras el capitán los observaba con satisfacción.

—Ocho excelentes ejemplares para reemplazar a algunos de los que hemos perdido —murmuró—. Si queremos que el Resolution esté en condiciones de navegar antes que termine el mes, necesitaremos todos los brazos disponibles.

Echó un vistazo a la entrada entre los promontorios, al otro lado de la laguna.

—Sólo el buen Dios sabe quiénes podrían ser nuestros siguientes visitantes, si nos demoramos aquí. —Luego se volvió hacia Hal—. Ahora sólo restan los estúpidos borrachines que se bebieron el ron del Aguilucho. ¿Te gustaría ver otra azotaina, Hal?

—¿Os parece oportuno dejar a la mitad de la tripulación inutilizada, padre? Si el Aguilucho regresa antes de que estemos en condiciones de hacernos a la mar, esos hombres no lucharán mejor con la espalda despellejada.

—¿Sugieres que los dejemos sin castigo? —preguntó fríamente el padre, acercando la cara a la suya.

—¿Por qué no multarlos con su parte del botín del Standvastigheid y repartir eso entre los que combatieron sobrios?

Sir Francis lo miró fijamente por un momento más; luego sonrió, ceñudo.

—¡El juicio salomónico! La bolsa les dolerá más que la espalda. Y agregará uno o dos guldens a nuestra parte del botín.